Crónicas del Olvido
1.-
Hitler también hizo su revolución. Como Mao, Stalin, Fidel. Igual Mussolini. Todos hicieron cambios: mataron, persiguieron, encarcelaron, odiaron, mofaron, torturaron, estrujaron, parasitaron, flojearon. Y acabaron con los partidos políticos. Todos fueron grandes revolucionarios.
Como decir, grandes carajos.
Una de las cosas que mejor define a una revolución es el amor. Esa cosa rara que domina las gónadas, el aparato sexual de los animales, el escroto de la historia, la vagina de la dialéctica. Claro, son procesos revolucionarios con distintas máscaras, pero en el fondo son lo mismo, hasta en el discurso se parecen. Por ejemplo, nadie puede negar que Francisco Franco hizo una revolución en España, porque logró cambios: también mató, persiguió, torturó, odió, etc. Y mire que la hizo por la “Gracia de Dios”, como decía Lina Ron del mismo Chávez: “¡Gloria a mi Comandante, Presidente de Venezuela por la gracia de Dios y de este pueblo¡”. Sí, el mismo pueblo que luego se le volteó a los arriba nombrados. El mismo pueblo que luego linchó la locura de Mussolini, del mismo suicida Hitler, tan amado por sus ministros, una pandilla de delincuentes, consumidores de droga y brujos malandros.
Del amor, mucho, hasta un poema. Y mire que en nuestro país, donde la revolución ha escalado valores incuestionables, como aquello de ser Cristo el responsable de la llegada de Chávez a Miraflores. Evangélicos y católicos, signados por un cristianismo de cartón, navegan en el discurso bíblico tomado por los pelos por quienes se dicen dueños del país.
Un plato de lentejas habrá de ser suficiente para entender El Capital.
2.-
Cuando Goebbels dijo amar a Hitler por su grandeza y sencillez, no nos aleja de las manifestaciones de Cariño (con mayúscula) de hombres y mujeres que no encuentran qué hacer con sus floripondios. Son sujetos y sujetas (la neolengua obliga) que se divorciaron de la familia para entregarse en alma a quien tienen como un Mesías, según muchos y muchas (one more time), que no terminan de desenfundar el pistolón con la gracia del amor revolucionario.
Hitler, como Ho Chi Ming, hizo una revolución. Es más, primero amasó la guerra para luego alcanzar el clímax de la máxima felicidad que el Partido Nacional-Socialista impuso a los judíos, a quienes les creó un paraíso muy particular. Y así lo hizo Fidel con los homosexuales, poetas, artistas, obreros rebeldes, científicos, humanistas y periodistas que lo encararon.
Con sus huesos a la cárcel, con mucho amor.
En nombre del amor pierdes el patio de tu casa. En nombre del amor pierdes tu identidad en favor del colectivismo. Pierdes la paz en nombre de un amor que habla con un fusil en la mano, como hacen los muy amorosos comandantes y soldados de las FARC y el mismo Maduro encaramado en una tarima rodante. Imaginemos a Sendero Luminoso declamando un poema de Jaime Sabines. El pobre John Lennon, por pendejo, siempre lo supo: No le gustaba la revolución de Mao, y terminó asesinado por un demente consumista, más amoroso que el Monje Loco.
Y así, entre querencias, llegamos a sostenernos con las piernas del amor revolucionario. Por ejemplo, el Che hablaba de sembrar el odio para lograr conquistar el amor. Habló de crear un Vietnam continental para alcanzar la gloria de la revolución en nuestra América. Es un amor raro, siempre termina miserable, muerto de hambre, con los ojos abiertos, opacos por la muerte, y no por despecho o exceso de romanticismo. No; se trata de un amor inútil, onanista, bobo, gafo, pues. Porque la gente dice te amo, pero después recibe indiferencia, discursos, manotazos en el aire, malas palabras, regaños, coscorrones y carcelazos. Bueno: puro amor.
3.-
Amar no es fácil. Es como trabajar, agotador. Poner a funcionar el corazón (dicen que allí anida el amor, que allí nace todo) es además muy peligroso: los infartos están a la orden del día y con estos calorones y sobresaltos ideológicos, peor. El amor está sólo reservado a quienes lo manifiestan en público, lloran y hasta se convierten en multitud: “¡Gloria a mi Comandante Hugo Chávez, Presidente de Venezuela por la gracia de Dios y de este pueblo¡”, como dijo la otra. Qué pueblo tan bueno, pero ¿quién lo ama a él? Bueno, Maduro dice que se siente muy amado, tanto que jura arrasar en unas elecciones en el país de donde realmente proviene: Colombia. No sé si el Tarek Vice dirá lo mismo del país de donde viene su sangre: Siria. No creo que el sátrapa de allá se lo permita. Al menos podría disfrutar de un alambicado puesto en una bodeguita solidaria donde venderá incienso y otros productos del desierto.
Escuché una vez a una venezolana gritar frente a una pantalla de TV: “Somos las mujeres de los presos de este país. ¿Por qué no sale la jefa del TSJ, es que tenemos lepra? No sale porque venimos del cerro, porque somos pobres”. El amor de la señora de toga y birrete es muy grande, hasta bíblico, como el amor desmedido del Ministro de la Defensa, también cristero, evangélico, babalawo o astronauta trasnochado.
Cuando suenen las trompetas del Apocalipsis entenderemos ese amor. Tan tierno como el del otrora general Acosta Carles. Y tan bien pronunciado como el de Rafael Ramírez. O sin ir muy lejos, el de Trucutú Cabello.
Amar, qué cosa, ¿no? La confesión de Goebbels, el ministro de propaganda de don Adolfo, tan querido que se quedó solo en su bunker, rodeado de los amorosos soldados del Ejército Rojo soviético.
Todo tiene su final, como dice la filosofía salsera, con bongó y todo.
El amor anda por allí dando saltos, desnudo, picado de zancudos, armado de paciencia para no caer en la trampa de estos Cupidos de última generación, del Siglo XXI, pues.
Hay amores tan mayores que se mueren.