Intérprete: Lucho Gatica. Autor: César Portillo de La Luz
No existe un momento del día/ en que pueda apartarme de ti/ el mundo parece distinto/ cuando no estás junto a mí/ No hay bella melodía/ en que no surjas tú/ ni yo quiero escucharla/ si no la escuchas tú/ Es que te has convertido/ en parte de mi alma/ ya nada me consuela/ si no estás tu también/ Más allá de tus labios/ el sol y las estrellas/ contigo en la distancia/ amada mía estoy/
Cuando César Portillo de La Luz compuso este legendario bolero no existía la internet. De modo que el título ya tiene un mérito. En los tiempos de César Portillo no existía tampoco la llamada “realidad virtual”. Apenas el teléfono, y llamar a larga distancia era muy caro. De ahí que “contigo en la distancia” no alude a una comunicación virtual sino a algo parecido pero diferente: a una comunicación espiritual. Espiritual, que no telepática.
La telepatía, muy desarrollada entre hormigas y abejas, entre humanos ha sido más bien un ideal. Que dos personas se comuniquen sin utilizar ninguna prótesis tecnológica, era un tema recurrente en los filmes de antaño, pero en la realidad, si ocurría, era más bien una casualidad. La comunicación espiritual se refiere en cambio a aquella que aparece cuando dos seres humanos han establecido una interiorización recíproca, de modo que en el recuerdo el uno está en el otro y el otro está en el uno. Dos en uno. Uno en dos seres: un Somos. Así puede suceder que por esas cosas del azar dos seres escuchen en la distancia la misma melodía, tengan similares asociaciones, y ambos piensen intensamente en el otro. De la misma manera que, recordando la metafísica de Manzanero, uno puede ver la lluvia donde no estabas tú, y al mismo tiempo estar contigo sin que tú estés bajo la lluvia.
Estar con alguien en la distancia podría ser una muy buena definición del amor. Porque el amor nace al interior de uno cuando ese uno ha comenzado a pensar en el otro y viceversa. En ese sentido podríamos decir que el amor es una producción individual que da origen a una relación dual de comunicación interactiva. De acuerdo al frío idioma de Luhmann (1995), un subsistema emite señales que produce resonancias en otro subsistema surgiendo a partir de dichas resonancias otra unidad subsistémica que procesa auto-referencialmente ambas resonancias. Dicho en términos más humanizados, a partir de la comunicación del uno con el otro va naciendo un pensamiento que si es continuo e intensivo será llamado amor.
Así se explica que la afirmación “estar con alguien en la distancia”, que parece tan banal como para incluirla en el texto de un bolero, si la pensamos bien es profundamente relevante. Estar con alguien en la distancia significa, ni más ni menos, que a través del amor podemos liberar al tiempo del espacio. En otras palabras, a través del pensamiento podemos disociar el verbo ser del verbo estar, propiedad que no es común a todos los idiomas. Probablemente esa capacidad de amar en la distancia, siendo pero no estando, es la que ha llevado a creer a tantos que el amor tiene un origen divino.
Yo no sé si el amor tiene un origen divino. Tampoco sé, de acuerdo con el filósofo norteamericano Thomas Nagel (1987), si tenemos alma y espíritu. Y no sé si existe Dios. Quisiera que existiera, de eso no cabe la menor duda. Y quisiera que existiera porque sé que sin esa existencia, muchos -me incluyo- nos sentimos totalmente perdidos en el mundo. Por cierto, podría decirse de que la prueba de que Dios existe es que queremos que exista. Pero yo no tengo nada de a-divino. Si afirmo Dios existe, me pedirán pruebas y no tengo ninguna. Tampoco tengo pruebas de su no-existencia. Indicios acerca de lo uno o lo otro, sí tengo. Pero ni en la ciencia, ni en la filosofía, ni en el derecho penal, los indicios son suficientes. Sí lo son, empero, en el amor, en cualquier caso, en el arte, y por cierto, en los boleros: combinaciones precarias entre el amor y el arte.
¿Quieren escuchar un indicio pro-divino que sea válido en el amor y en el arte? Un indicio es esa capacidad increíble que tenemos para estar con alguien en la distancia, como Gatica; o en el hueco de la ausencia bajo la lluvia, como Manzanero. En ambos casos, por medio del pensamiento estamos subvirtiendo las relaciones entre el tiempo y el espacio. O como dice Heidegger, el pensamiento vive en un “salto”. Él lo llama “el salto del pensamiento”. “El salto lleva al pensamiento, sin un puente, esto es, sin la continuidad de una progresión, hacia otra región y en un modo nuevo del decir” (1971, p.95). Es por eso que gracias a “ese salto sin puente” puedo estar contigo en la distancia.
Quizás fue la constatación de esa capacidad que tenemos para estar con alguien en la distancia el motivo que nos llevó a elegir una de dos alternativas. O somos dioses -y no lo somos porque morimos- o hay un Dios que nos hizo a su imagen y semejanza.
Ludwig Feuerbach (1976) inició su guerra filosófica en contra de Dios afirmando que nosotros lo creamos a Él a nuestra imagen y semejanza y no a la inversa. No voy a reiniciar tan absurda discusión. Sólo afirmaré que tanto por un lado como por el otro, hay un acuerdo común. En el medio, entre nuestra existencia y la real o hipotética de Dios, hay una “imagen y semejanza” (que puede ser la de uno, o la de Dios, o las dos a la vez) vale decir, una aparición mimética. Esa aparición mimética somos nosotros mismos. Y de dónde viene, no lo sé. Lo que sé es que tanto el arte como el amor obedecen a principios miméticos.
Aristóteles opinaba que el principio central de toda creación artística es la mimesis a la que definía como imitación de la realidad. Toda creación era, para Aristóteles (2004ª), una imitación. Una imitación puede también imitar a una imitación (diagesis) y ésta ser imitada por otra imitación. De ahí que el arte, en la medida en que más eleva su intensidad imitativa, más abstracto es, tan abstracto que puede llegar el momento –y éste es el caso de la música y de la pintura contemporánea- en el que la imitación artística ha perdido todo punto de contacto con la imitación originaria. En ese sentido el surrealismo no sería una corriente artística sino una imitación de segundo o tercer orden. Luego, el arte como el amor no sólo sería una imitación de la realidad, sino también su alteración pues nunca, ni aún en las mejores fotocopiadoras, la imitación es exacta. Nelson Goodman (1997) entre otros, ha demostrado que toda imitación comporta una suerte de “valor agregado” ya que la mirada del imitador no es inocente, lo que significa que en cada imitación hay una suerte de plusvalía inimitable. Algo profundo y esencialmente “original”.
Ahora, analizado el mismo tema desde una perspectiva teológica, afirmar que Dios hizo al humano a su imagen y semejanza querría decir que Dios a través del humano se imitó a sí mismo y, a la vez, transfirió algo de su originalidad a su imitación. Esa propiedad de imitarse a uno mismo en “lo otro” es también una de las características del amor, razón que ha llevado al judeocristianismo a afirmar que Dios es amor y por esa razón el amor es divino, aunque sea humano. La mimesis estaría así situada en el centro del amor y por lo mismo, del odio, como ha logrado casi probarlo René Girard (1992). Que dicha afirmación no es peregrina, lo testimonia el texto del bolero:
“Es que te has convertido en parte de mi alma” canta Gatica. Eso significa: estar “contigo en la distancia” es estar contigo en una parte de mi alma. Mi alma es, en este caso, la depositaria de mi amor que desde lejos te imagina. Tu imagen la imagino. El tú es un “tú en mí”. El mi- mismisa, y al mismisar, mismisa tu alma con la mía, hasta llegar al punto donde el ser de las almas se transforma desde un “ser-siendo” en un “ser- somos”. El amor a ti se convierte así en la mimesis de mi alma en tu imagen. Tu ser reproduce la mismisidad del mío en mí. El amor y el arte son, por lo tanto, producciones miméticas. La imagen se convierte en ambos, en una semejanza y la semejanza, en una imagen.
¿Y los boleros?
Todos los boleros, casi sin excepción, son boleros de amor. A la vez, aunque banales y rudimentarios, son poéticos y musicales, vale decir, nos gusten o no, son artísticos. En los boleros se cruzan el arte y el amor. Razón de más para pensar que los boleros han sido creados a nuestra imagen y semejanza. Por eso nos gustan o los detestamos. Indiferentes no nos dejan.
Referencias:
Aristóteles (2004) Nikomanische Ethik, Stuttgart
Feuerbach, L. (1976) Das Wesen des Christentums, Frankfurt
Girard, R. (1992) La Violence et le Sacré. París
Goodman N. (1997) Sprachen der Kunst, Frankfurt
Heidegger M. (1971) Der Satz vom Grund,Tübingen
Luhmann, N. (1992) Liebe als Passion, Frankfurt
Nagel, Th. (1987 Waht does it All Mean, Oxford