OTAN, la tan odiada OTAN, las cuatro letras que nunca deben faltar en el papagayismo ideológico de las izquierdas (dícense antimperialistas) ya tiene sus buenos años, más de 70, y como tal ya tiene también una historia. Y como toda historia, la de la OTAN puede dividirse en fases (o en capítulos, o en etapas). Quiere decir que la OTAN de hoy no es la misma de antes, lo que es lógico.
La OTAN es una organización transcontinental y militar, el brazo armado de una gran parte del occidente político, cuyas ramificaciones se extienden más allá de Europa y de los Estados Unidos. Y en tanto es militar, ha debido ser configurada de acuerdo a la estructura de sus enemigos principales, los que evidentemente no han sido siempre los mismos. Por lo tanto, quien quiera escribir alguna vez la historia de la OTAN se verá obligado a tomar en cuenta la identidad de sus enemigos. Si así lo entendemos, y quisiéramos hacer una periodización, deberíamos destacar entonces tres momentos de su historia.
- Primero, la OTAN frente al comunismo internacional.
- Segundo, la OTAN frente al terrorismo islamista internacional.
- Tercero —y es el momento que estamos viviendo—, la OTAN frente a un conglomerado autocrático liderado por tres potencias atómicas: Rusia, China e Irán, el que ha tomado formas visibles a partir de —y durante— la invasión de Putin a Ucrania.
No está de más agregar que al hacer una división en fases debe tenerse en cuenta que una fase no suprime necesariamente a la otra. Más bien la relega a un lugar secundario.
Para decirlo a modo de ejemplo, la lucha de la OTAN en contra del terrorismo internacional no ha terminado, pero se encuentra subordinada a la guerra en contra de Rusia y a la amenaza que representa el bloque autocrático mundial conducido por la triple alianza: China, Rusia e Irán.
1.
La primera OTAN —la vamos a llamar así— surgió como respuesta a la expansión del imperio ruso en Europa del Este y Central. Como es muy sabido, su precursor indirecto fue Winston Churchill quien venía alertando insistentemente a los Estados Unidos sobre los propósitos anexionistas de Stalin, los que de hecho pasaban por alto los acuerdos de la Conferencia de Teherán (1943) y el Tratado de Yalta (1945) acerca de las limitaciones geopolíticas que debían ser establecidas después de la derrota de la Alemania nazi.
Los principales países europeos, no solo la Inglaterra de Churchill, ya habían tomado noticias del peligro. La fundación de la OTAN fue precedida por diversas alianzas de posguerra como los acuerdos de Dunkerque entre Inglaterra y Francia (1947) y los de Bruselas (1948). La incorporación de los EE UU y Canadá fue decidida solo después de la anexión soviética de Checoeslovaquia y las amenazas que ya se cernían sobre Grecia y Turquía, países que fueron incorporados el año 1952.
En otras palabras, la OTAN surgió como un cerco defensivo de Occidente en contra de las pretensiones imperiales de la Rusia de Stalin. La Guerra Fría nació junto con la OTAN.
La OTAN y la Guerra Fría parecían ser las dos caras de la misma moneda, y lo fueron hasta el punto de que, después de 1990, cuando el peligro soviético hubo desaparecido, surgieron en distintos países europeos voces que postulaban la supresión de la OTAN. No pocos analistas pensaban —hoy sabemos, con cierta inocencia— que después de la caída del Muro de Berlín iba a cristalizar la Paz perpetua soñada por Kant.
La ola idealista comenzó recién a amainar cuando fue comprobado que las naciones liberadas después del derrumbe de la URSS no se sentían libres teniendo al lado un coloso que, si bien no era la URSS, seguía siendo un imperio atómico. Dichos temores se vieron acrecentados con las guerras que asolaron a la ex-Yugoslavia, cuyo principal agresor, la Serbia de Milosevic, fue apoyada por el presidente Yeltsin desde Rusia. Así, el siglo XX terminaría no con una disminución, sino con un crecimiento de la OTAN, siendo incorporadas a la asociación países como Hungría, Polonia y la República Checa (1999).
En cierto modo, la OTAN seguía conectada a la lógica de la Guerra Fría, aunque más bien como una agencia destinada a vigilar la difícil transición de estructuras autocráticas en democráticas, sobre todo en el Este de Europa.
Cabe agregar que desde el derrumbe del imperio soviético destacados académicos y políticos norteamericanos seguidores de una línea que apunta a la disolución de la OTAN, prefijada por el notable geoestratega George F. Kennan, comenzaron a plantear la inconveniencia de que la OTAN siguiera ampliándose hacia el este a fin de no despertar aversiones nacionalistas en la Rusia de Yeltsin. Ante este dilema, los historiadores deben precisar que no fue el interés de la OTAN —ni siquiera el de los EEUU— continuar la ampliación, sino el de las naciones que hasta hace poco habían sido sometidas al imperio soviético. Al fin y al cabo, las alternativas históricas de las naciones no las escogen sus gobiernos «a la carta».
Lo que no entendieron los especialistas que abogaban por la disminución cuantitativa de la OTAN fue que el ingreso a la OTAN significaba para los gobiernos y ciudadanías de los países que habían sido sometidos al imperio soviético su plena acreditación como naciones soberanas, con los mismos deberes y derechos que corresponden a los demás países europeos. No calificar a esos países como miembros de la OTAN habría significado, desde una perspectiva europea del Este, una discriminación difícil de aceptar. En el hecho, ellos se habrían sentido, y con razón, como miembros de una Europa de segunda clase. El resentimiento que en esos países habría despertado su no incorporación a la OTAN habría sido aún más grande que, el por Kenan y sus seguidores, temido resentimiento que podría despertar en Rusia el ingreso de esos mismos países a la OTAN.
Europa Occidental y Estados Unidos debían elegir entre dos opciones, cada una con sus pros y sus contra. Rusia, a su vez, tenía frente a sí a dos vías y todavía no estaba decidida sobre cuál de ellas iba a transitar: la de la democratización —que llevaría a fortalecer sus relaciones económicas con Europa— o la de la instauración de una potencia revanchista. Aparentemente, Putin —por lo menos hasta 2008, cuando invadió a Chechenia— no sabía cuál de esas opciones iba a tomar. Si tomaba la primera, la democratización total de Europa más Rusia, iba a convertir a la OTAN en una institución obsoleta. Por lo demás, todo indicaba que una OTAN poscomunista sin comunismo había perdido su derecho a existir.
Una nueva vida, o digamos mejor, una nueva razón de ser, había creído encontrarla el presidente George W. Bush años atrás, ese 11 de septiembre de 2001 cuando fue despertado con el estallido de las dos torres gemelas de New York. Tal vez en ese momento Bush creyó pasar a la historia como el profeta que había descubierto una nueva misión para los EEUU y, por ende, para la OTAN. Una cruzada —lo dijo así— en contra del nuevo demonio: el terrorismo internacional. Que esa nueva misión iba a acercar a la OTAN al borde del abismo no lo presentía ni siquiera Putin.
2.
El terrorismo islámico —esa fue la evaluación predominante en los Estados Unidos— tiene dos rostros: uno supranacional y otro estatal. Eso quiere decir: hay unidades multinacionales de terroristas y hay otras que actúan directamente bajo las órdenes de determinados Estados. Entre esos, el Afganistán de los talibanes fue clasificado como un Estado terrorista y, por las mismas razones, los Estados Unidos con el respaldo explícito de la OTAN procedieron a llevar a cabo la invasión a ese país.
En Afganistán, la OTAN, principalmente representada por tropas norteamericanas, participó en tareas de defensa y contención, así como en la asesoría de proyectos de reconstrucción de Afganistán como Estado nacional. A esas iniciativas la OTAN invitó a participar a Rusia. Fue tal vez ese el momento cuando Putin descubrió que, colaborando con la OTAN en la lucha en contra del «terrorismo internacional», podía expandir sus propias zonas de influencia. Para eso necesitaba, por supuesto, que no desapareciera la OTAN. Efectivamente, fue así.
Los genocidios cometidos por Rusia en Chechenia (2003-2009) y en Siria a partir de 2015 fueron realizados en nombre de la lucha en contra del terrorismo internacional auspiciada por Estados Unidos y por la OTAN. De acuerdo a ese propósito, Putin manejó hábilmente sus relaciones con el gobierno de Obama e invadió Siria bajo el pretexto de combatir a los terroristas del IS. El resultado es conocido: Putin no liquidó al terrorismo islámico, más bien lo puso a su servicio, se apoderó prácticamente de Siria a la que convirtió en lo que hoy es: una colonia militar del imperio ruso en el Oriente Medio, liquidó los movimientos rebeldes surgidos durante la mal llamada primavera árabe del 2011 y, finalmente, provocó un movimiento demográfico de inmensas dimensiones en dirección a Europa.
La verdad es que Obama no podía hacer nada en contra. Después de la desgraciada invasión de Bush en Irak, mediante la cual el inepto presidente destruyó a ese país bajo la mentira de que Sadam Hussein poseía armas de destrucción masiva, el antinorteamericanismo subió a niveles nunca vistos en la región. De modo que cuando Estados Unidos debía de verdad actuar en contra del terrorismo en Siria, su gobierno tenía las manos atadas.
Si bien la OTAN solo participó indirectamente en la guerra contra Irak, su prestigio estaba por los suelos al haber sido arrastrada en el fango creado por el peor presidente de la historia estadounidense: George W. Bush.
La OTAN no fue concebida para llevar a cabo guerras irregulares como son las que tienen lugar en contra del terrorismo islámico. La OTAN agrupa a ejércitos para luchar contra otros ejércitos (o guerra de posiciones) no para hacerlo en contra de partisanos que una vez aparecen como civiles y otro día como soldados (o guerra de movimientos). Esa fue, seguramente, la razón que impulsó a Bush a «estatizar» al terrorismo islámico, identificando a un Estado terrorista, Irak, y así librar contra ese Estado una guerra convencional. El resultado lo conocemos. Irak, otrora un país tecnológica y urbanísticamente avanzado, fue convertido por la invasión norteamericana en un nido de terroristas de diferentes nacionalidades islámicas.
Hacia el segundo decenio del siglo XXl, el dilema occidental ya no era el de si hacer crecer o no a la OTAN sino el de salvar o no la existencia de la OTAN. La solidaridad de los gobiernos europeos con Estados Unidos después de las aventuras de Bush en el mundo islámico, habían bajado a cero, y esa apatía se hacia presente en la propia alianza atlántica. No estaban los tiempos para predicar el otanismo.
En los tiempos finales del gobierno Bush y durante la administración Obama, la OTAN no era más que un elefante paralítico y, además, muy caro de mantener. De ahí que las iniciativas no confesas de Trump para disolver a la OTAN no solo fueron populares en los Estados Unidos sino también en diversos países europeos. El presidente Macron compartía evidentemente las opiniones de Trump. Sus frases de defunción han quedado grabadas En 2019 escandalizó incluso al propio Trump al declarar a The Economist que «la OTAN se encuentra en estado de muerte cerebral». Y lo peor: todo parecía indicar que el presidente francés tenía razón.
Lo que ni Trump ni Macron imaginaban en esos días, fue que tres años después, a partir del 24 de febrero de 2022, la OTAN iba a renacer desde sus propias cenizas para convertirse en una nueva OTAN a la que aquí llamamos, una tercera OTAN. La invasión de Putin a Ucrania, haría renacer a la OTAN.
3.
Ha llegado entonces la hora de poner sobre sus pies el argumento que estuvo a punto de poner sobre su cabeza el geoestratega George Kenan, hecho suyo después de la invasión de la Rusia de Putin a Ucrania por personas tan conocidas como el sucesor intelectual de Kenan, el geoestratega John Mearsheimer, o el veterano lingüista y activista Noam Chomsky. De acuerdo a esas interpretaciones, la ampliación y presencia de la OTAN fue la causa que «obligó» a Putin a invadir a Ucrania, subterfugio que, de paso, confería a la salvaje agresión a un país vecino nada menos que el carácter de una guerra defensiva de liberación nacional (¡!).
Considerando los datos mencionados, estamos en condiciones de afirmar una tesis que podría ser importante a la hora de evaluar de modo historiográfico a los hechos que llevaron a la invasión a Ucrania. Esa tesis dice lo siguiente: no fueron las amenazas de la ampliación de la OTAN las razones que impulsaron a Putin a invadir a Ucrania, sino exactamente al revés: fue el estado calamitoso de una OTAN aquejada de «parálisis cerebral» —detectada correctamente por Macron en 2019— la razón que hizo pensar a Putin que ahora sí tenía un camino libre para avanzar a su gusto sobre Ucrania. Eso significa: no el peligro de la OTAN, sino su ausencia de peligro, incitó a la codicia del dictador ruso para apoderarse de Ucrania, propósito que el mismo, en un conocido libelo, había anunciado un año atrás. Que se equivocó totalmente, lo sabemos ahora.
Si la oprobiosa invasión de los Estados Unidos a Irak llevaba a la ruina de la OTAN, la aún más oprobiosa invasión de Putin a Ucrania llevaría nada menos que al renacimiento e incluso ampliación de la OTAN. Más aún, de una OTAN relegitimada antes los ojos de los europeos, principalmente en el Este del continente.
Putin ha conferido, sin quererlo, un sentido histórico a la existencia de la OTAN. La OTAN que ahora vemos ayudando a Ucrania, desafiada por un enemigo inmediato, la Rusia de Putin, esa tercera OTAN, está dispuesta a enfrentar no solo a Putin, sino también al nuevo orden que quieren imponernos tres dictaduras atómicas, hegemónicas en el espacio autocrático del planeta: la de China, la de Rusia y la de Irán.
Naturalmente, la OTAN al tener a diferentes enemigos en el curso de su existencia, deberá estar siempre sujeta a cambios. No por haberlo dicho en el falso momento y con falsas palabras Macron en su ominosa visita a China de abril del 2023, debe estar claro que la OTAN no puede ni debe estar al servicio de un solo país, aunque ese país sea Estados Unidos. Por lo demás eso no ha ocurrido. Ni en Vietnam ni en Irak, Estados Unidos actuó en nombre de la OTAN. Pero para que esa independencia con respecto a Estados Unidos ocurra al interior de la OTAN —eso es lo que calla Macron— los países europeos miembros de la organización deben estar dispuestos a asumir al menos la defensa de su propio continente, decisión que debería llevar a un aumento considerable de sus capacidades y presupuestos militares, aún en desmedro de sus propios proyectos de crecimiento económico.
El exministro del exterior alemán Joschka Fischer ha entendido la naturaleza de los peligros que se avecinan de un modo mucho más político que Macron. En un artículo publicado a comienzos de abril, escribió:
«Con la ilusión de paz destrozada, la tarea de Europa ahora es superar sus divisiones internas y su indefensión lo antes posible. Deberá convertirse en una potencia geopolítica capaz de autodefensa y disuasión, incluida la capacidad nuclear (….) Esto no será fácil, y el camino por delante está lleno de peligros. Consideremos por ejemplo algunos de los peores escenarios. ¿Qué hará Europa si otro aislacionista tipo América first es elegido para la Casa Blanca el próximo año, seguido por el ascenso de la líder nacionalista de derecha francesa Marine Le Pen al Elíseo?” (Project Syndicate, 31.03. 2023)
Una OTAN absolutamente unida no es posible, tampoco es deseable. No solo hay diferencias entre Europa y los Estados Unidos, también las hay al interior de Europa.
Los intereses de Lituania, Finlandia o Polonia, para nombrar solo a tres países, nunca podrán ser idénticos a los de Francia, Alemania o España. Por eso, nadie no expresamente autorizado puede erigirse como portador de las opiniones europeas, como intentó hacerlo recientemente Macron en China —el «presidente inoportuno» lo calificaría la destacada periodista francesa Michaela Wiegel— sin haber sido designado para cumplir ese cometido. Justamente por eso es necesaria que la tercera OTAN, nacida para enfrentar una nueva guerra —si no mundial, de connotaciones mundiales— debe cuidar ese soporte político del que carecen sus enemigos autocráticos. Ese soporte es la deliberación, tanto interna como externa. De esa deliberación permanente deberán surgir opciones militares, como ya ha ocurrido en un año de colaboración intensa con Ucrania. Una guerra que, definitivamente, va mucho más allá de Ucrania.
Europa ha comprendido lo que el poeta búlgaro Gueorgui Gospodinov dijo en breves palabras: «La guerra a Ucrania es una guerra en contra de Europa». Y con una Europa avasallada por Rusia y/o China, eso lo saben muy bien los políticos de los Estados Unidos, el occidente político y democrático de nuestro tiempo dejaría de existir. Por eso, Europa y Occidente necesitan de la OTAN, pero no de una OTAN autónoma, tampoco de una al servicio de un par de países, sino de una OTAN política, emergida del poder deliberativo interoccidental, poder que yace tanto dentro como fuera de la OTAN.
Twitter: @FernandoMiresOl
Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.