En una de las pocas referencias escritas sobre América Latina por Alexis de Tocqueville en su clásico, La Democracia en América, podemos leer las siguientes palabras: «La América del Sur es cristiana como nosotros; tiene nuestras leyes y nuestros usos; encierra todos los gérmenes de civilización que se desarrollaron en el seno de las naciones europeas y de sus descendientes; América del Sur tiene, además, nuestro propio ejemplo: ¿por qué habría de permanecer siempre atrasada?”.
¿Por qué los buenos deseos de Tocqueville no han llegado a cumplirse? Para muchos, Latinoamérica sigue siendo un subcontinente del desorden, patria de dictaduras, paraíso de populistas, revoluciones con promesas nunca cumplidas. Continúa también siendo otro Occidente, más geográfico que histórico. O más literario que político. “El lejano Occidente” lo llamó Alain Rouquié.
Arqueología política
Tengo en mis manos un libro del sociólogo alemán Klaus Meschkat. Su título: La crisis de los regímenes progresistas y el legado del socialismo de Estado. Útil para intentar comprender una mitad de la política latinoamericana, me refiero a esa franja cubierta por la izquierda, a la que Meschkat llama, «progresismo».
Bajo el concepto amplio de «progresismo» entiende Meschkat a la llamada izquierda revolucionaria, sobre todo cuando esta asume la forma de gobierno. Eso lo lleva a dedicar gran parte de su trabajo a analizar el fenómeno chavista y en gran medida a ese conjunto de gobiernos que formaron parte del llamado «socialismo del siglo XXI». Desde su perspectiva de izquierda democrática, esa versión tardía del socialismo mundial no ha cumplido los objetivos trazados debido a los que él llama «errores». Si se trata de errores en la aplicación de una política, o esa izquierda en sí misma es un error, es una tarea que deberá dilucidar el lector. A mi juicio, Meschkat –puede que no haya sido su intención– aporta ideas y datos suficientes para inclinarse hacia la segunda opción.
Según Meschkat, el llamado socialismo del siglo XXI ha seguido la misma ruta errada que recorrió el comunismo ruso al postular en lugar de un socialismo democrático, un socialismo de Estado. Desde esa perspectiva, Meschkat comparte una tesis de Rudi Dutschke, a saber, que el socialismo marxista fue desvirtuado en la URSS por el socialismo leninista. Y así fue: Partido, Estado, y líder, terminaron en la URSS, en Europa del Este, y en América Latina, confundidos en una sola unidad, relegando la revolución democrática a un segundo término, o simplemente, dejándola de lado. Despotismo asiático, llamaba Dutschke al orden comunista ruso siguiendo en ese punto los estudios sobre los regímenes de estado «hidráulicos» de tipo asiático realizados por Karl August Witttvogel.
La revolución rusa tuvo lugar en nombre de un proletariado inexistente en contra de una burguesía que tampoco era tal. Desde esa perspectiva «arqueológica», Meschkat tiene, evidentemente, razón. El leninismo, en sus más diversas versiones, ha sido (formalmente) la ideología dominante de la mayorías de las izquierdas latinoamericanas sobre todo cuando han llegado a ser gobierno. El potencial democrático social contenido en cada uno de esos gobiernos fue superado por un estatismo autoritario.
Visto así, Maduro no habría usurpado el legado de Chávez, como piensan muchos exchavistas desilusionados, entre ellos Edgardo Lander a quien Meschkat cita continuamente, sino su continuación lógica, de la misma manera como para Dutschke el estalinismo fue la continuación del leninismo y no su suplantación como intentaron hacernos creer algunos teóricos del trotzkismo internacional.
Es posible trazar algunos paralelos entre el socialismo del siglo XXI y el socialismo soviético. Uno de ellos deriva del hecho de que, así como el leninismo-estalinismo incorporó nociones propias a los despotismos asiáticos, los gobiernos «progresistas» latinoamericanos introdujeron otras correspondientes a tradiciones de movimientos que pese a su glorificación, compartida a veces con las derechas, distan de ser ejemplos democráticos.
El socialismo castrista recurrió al legado de Martí, el venezolano al de Bolívar, el de Nicaragua a la gesta antimperialista de Sandino, Evo Morales al indianismo precolonial, y así sucesivamente. El resultado ha sido una mescolanza ideológica que, con el socialismo originario de Marx y Engels, e incluso con la propia doctrina leninista, no tiene mucho que ver.
Podríamos decir que así como Lenin diseccionó a Marx para adoptarlo a las condiciones premodernas de la Rusia poszarista, los socialistas del siglo XXI han diseccionado –en nombre del propio Lenin– a Lenin, despojándolo de los últimos restos de marxismo que en él permanecían. La izquierda revolucionaria latinoamericana llegó así a ser más estalinista que leninista. Hecho que se deja ver en la adopción, no de la tesis del socialismo en un solo país, sino en la del imperialismo en un solo país. Ese país es EE UU.
Mientras para Lenin el antimperialismo fue una teoría anticapitalista proveniente de una compleja teoría desarrollada por Rudolf Hilferding, para chavistas, evomoralistas, orteguistas, etc., el antimperialismo ha llegado a ser un sinónimo de antinorteamericanismo. Tesis, repetimos, elaborada por Stalin después de que el gobierno de Truman decidiera romper (1948) con la línea amistosa de EE UU hacia la URSS iniciada durante la segunda guerra mundial, ruptura que marcaría el comienzo de la Guerra Fría
El socialismo ruso y después soviético no pudo ser democrático porque enclavó en un espacio no democrático, ese mismo espacio que hoy reclama para sí, sin marxismo ni leninismo, esa reedición fantasmal del antiguo zarismo que pretende ser en Rusia, Vladimir Putin. El socialismo ruso pre-Putin, al aterrizar en América Latina, culminaría su proceso de descomposición, al entrelazarse, como en la Rusia de Putin, con tradiciones que, tanto o más que las rusas, son profundamente antidemocráticas, más aún, antipolíticas.
Pero el leninismo al menos –y esa es la diferencia entre leninismo y estalinismo– nunca fue nacionalista (o rusista). Tampoco fue militarista. Bajo Stalin en la URSS y después en los gobiernos latinoamericanos «progresistas», sí lo fue. Por lo tanto, la cosmovisión de la izquierda latinoamericana de nuestros días no tiene nada que ver con el marxismo, algo con el leninismo, más con el estalinismo y mucho con el actual putinismo.
Razón esta última que explica por qué los crímenes genocidas que hoy comete Putin en Ucrania no incomodan a los izquierdistas latinoamericanos, algunos de cuyos líderes (Maduro, Ortega, Díaz Canel, Evo Morales y el mismo Lula en concordancia con Bolsonaro) no solo los justifican sino, además, los enaltecen.
Nacionalismo y militarismo son adquisiciones exquisitamente estalinistas, cultivadas por la mayoría de los gobiernos «del socialismo del siglo XXl», sobre todo por algunos de sus máximos líderes, Fidel Castro y Hugo Chávez. El socialismo revolucionario latinoamericano, desde esa perspectiva, ha sido tan conservador, tan nacionalista y tan militarista, como las propias derechas a las que ha imaginado combatir.
El problema de la democracia entonces no solo reside en las izquierdas o en las derechas, sino en el espacio antidemocrático que ocuparon las derechas e izquierdas de la región. Aparte de Chile y sobre todo de Uruguay donde hay segmentos de izquierda y de derecha a los que podríamos considerar sin problemas como democráticos, en la mayoría de los países de la región, derechas e izquierdas obedecen a patrones político-culturales radicalmente antidemocráticos. Lo hemos visto recientemente en el desarrollo político de la oposición venezolana cuyo comportamiento político no ha sido muy diferente al de las fuerzas chavistas y maduristas.
El ocaso de la oposición venezolana
Al igual que el chavismo, la oposición venezolana ha intentado acciones golpistas. Al igual que el chavismo, está predispuesta a adorar a personalidades míticas, hasta llegar al punto en que creyó encontrar durante un breve periodo, un líder, en la figura de Juan Guaidó, un personaje que posee una concepción (es la de su mentor, Leopoldo López) absolutamente irracional de la política. A esa figura se plegaron incluso políticos que provenían de los eriales republicanos, entre otros, el caudillo de Acción Democrática, Henry Ramos Allup.
Y no por último, al igual que el chavismo, su oposición tiene una visión «extractivista» (petrolera) de la economía. El objetivo de ese “extractivismo”, así lo llama Meschkat, más que económico es político. Quien controla el petróleo (así como el gas en la Rusia de Putin) controla al Estado. Quien controla al Estado, controla al poder.
En algunos puntos, sobre todo en su antidemocratismo, esa oposición ha superado al propio chavismo. Por ejemplo, ha rechazado durante un largo tiempo la vía electoral en nombre de una insurrección popular que, para colmo, no sabía cómo realizar. Hoy, habiendo pisado su propia trampa antielectoral, antidemocrática y antipolítica, esa oposición no pasa de ser un conglomerado de minicaudillos disputándose entre sí la conducción de un proceso electoral que ellos mismos arruinaron. Mientras tanto, Maduro, en nombre de Chávez, aplica sin ningún pudor los programas neoliberales de cuya denuncia la izquierda latinoamericana ha hecho una bandera.
En síntesis, ni en Venezuela, ni en la mayoría de los países latinoamericanos, prima una cultura política democrática. Izquierdas y derechas comparten paradigmas similares.
El estatismo, el culto a la personalidad, el credo nacionalista y el militarismo, son parte de una comunidad de valores propios a la gran mayoría de la clase política, sea esta de izquierda o de derecha, o de ambas a la vez.
Los caminos torcidos que llevan a la democracia
Los «errores» que detecta Meschkat en las izquierdas «progresistas» no solo son leninistas. Así lo visualizó el mismo autor al mencionar de modo indirecto a la revolución mexicana de 1910, la que culminaría en el radical estatismo político de la era del PRI. No deja de ser interesante observar que entre esa revolución y la rusa de 1917 hay más de una analogía. En ambas, el principio democrático, representado en México en el gobierno de Madero y en Rusia en el gobierno de Kerenski, fue rápidamente liquidado en nombre del principio (jacobino) de cambio social.
Las revoluciones que surgen desde el hambre y la miseria nunca han sido democráticas, destacó Alexis de Tocqqueville en sus notables paralelos trazados entre la revolución norteamericana y la revolución francesa. Menos en países en los que las raíces democráticas distan de ser profundas, podríamos agregar.
Pero no es necesario ir tan lejos para entender la presencia de la antidemocracia en América Latina. Precisamente, el día en que comenzaba a escribir estas líneas, el presidente Nayib Bukele de El Salvador, violando la Constitución de su país, anuncia que irá a la reelección el 2024. Bukele es cualquier cosa menos leninista. Pero al igual que los leninistas, ha sabido fundir su partido con el Estado y con su persona en una sola e inseparable unidad.
Lo escrito no significa que todos los caminos están cerrados para el desarrollo de la democracia en América Latina. De hecho, aún con descarrilamientos antidemocráticos, la mayoría de los países del continente, ya son democráticos. El problema es que las democracias continúan siendo muy frágiles y, por lo mismo, permanentemente amenazadas por antidemocracias exógenas y endógenas.
De hecho, el trío antidemocrático de América Latina formado por Cuba, Nicaragua y Venezuela, ya no es hegemónico como casi llegó a serlo el «socialismo del siglo XXl». Ninguno de los presidentes de esos tres países tiene la resonancia de un Castro o de un Chávez. Más bien ocurre lo contrario. Los tres son usados como ejemplos negativos por las derechas, en todas las elecciones que han tenido lugar. Tanto Petro, Boric, Fernández, han debido distanciarse de sus homólogos autócratas. Sin embargo, la posibilidad de las caídas regresivas, continúa siendo un constante peligro continental.
El hecho de que un régimen tan atroz como el de Putin no sea condenado con énfasis por las democracias latinoamericanas, entrega la impresión de que diversos gobiernos de América Latina, no solo de izquierda, mantienen todavía una relación de parentesco con las antidemocracias extra continentales por el solo hecho de que estas son antinorteamericanas. Las venas antidemocráticas de América Latina continúan abiertas.
No hay democracia sin democratización. Eso significa que la democracia no es «un modelo» al que hay que adoptar. Si América Latina pasa definitivamente a través de las puertas que llevan a la democracia, será como resultado de sus propias experiencias históricas. Momentos ciudadanos de democratización, los llamaremos.
El autor que aquí comentamos, Klaus Meschkat, creyó advertir en Venezuela uno de esos momentos ciudadanos. Fue el año 2007 cuando la ciudadanía venezolana, no solo la antichavista, sino también sectores que adherían al chavismo, se negaron a cambiar la Constitución por otra que entregaba plenos poderes al caudillo. En ese instante la división de la ciudadanía no fue de izquierda contra derecha sino en defensa o en contra de una Constitución que, por lo menos proforma, es todavía la que rige en el país. Que la oposición venezolana, a partir del 2018, abandonara la ruta constitucional trazada el 2007, es una historia a la que ya nos hemos referido en otras ocasiones
Traigo ese ejemplo porque hace muy poco tiempo Chile ha vivido un proceso similar al de la Venezuela del 2007. Así como en Venezuela fue rechazada la Constitución de Chávez, en Chile, septiembre de 2022, una impresionante mayoría rechazó una Constitución refundacional, una Constitución de izquierda y de la izquierda, pero que a su vez fue negada por amplios sectores de izquierda y de centro-izquierda. Los electores chilenos demostraron así que no quieren ni a una Constitución dictada por una dictadura, ni a una Constitución dictada por una ideología. Quieren una Constitución para todos los ciudadanos, y eso es muy distinto.
En ese No rotundo a una Constitución ideológica ejercitado por los venezolanos el 2007 y por los chilenos el 2022, anida un potencial democrático al que hay que prestar atención. Uno que va más allá de los partidos y sus supuestos líderes. Uno que traspasa incluso el muro izquierda-derecha. Un deseo transversal por vivir en libertad, pero protegidos constitucional e institucionalmente.
La democracia, en fin, no llega de pronto sino en diversos episodios, entre otras cosas porque la democracia no solo es un sistema de gobierno, sino una forma política de ser en la vida.
Twitter: @FernandoMiresOl
Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.