El escritor catalán Manuel Vázquez Montalbán (1939-2003) explicó en un prólogo de 1972 al libro "Política y deporte", de Luis Dávila, que "la derecha se muestra propicia al desarrollo deportivo por una serie de motivaciones: raciales (mejora la raza), integradoras (crea en el ciudadano espíritu de participación en el "éxito" como categoría), evasivas (canaliza la agresividad social por el vehículo activo de la práctica o por el vehículo pasivo de la contemplación interesada del espectáculo deportivo)".
Y agregaba: "la izquierda critica el deporte por todo lo que lo elogia la derecha; en definitiva, por su conversión en instrumento del poder represor o integrador para la integración y paralización de las masas".
Muchos intelectuales de izquierda han renunciado a (o por lo menos atenuado) esa actitud crítica en las últimas décadas, persuadidos por gente como Vázquez Montalbán y el uruguayo Eduardo Galeano, autor de El fútbol a sol y sombra (1995), ambos apasionados seguidores del fútbol.
Vázquez Montalbán atribuía esta reconciliación de los intelectuales con el deporte al "debilitamiento de la sublimación formal del fascismo", en una típica estocada suya al poder franquista, en una época en que "el deporte es (era) la única participación épica legalizada de nuestro pueblo".
Algo es indudable: el deporte puede fastidiar tanto como la política. El escritor catalán Manuel Vázquez Montalbán encontró una imagen perfecta: "el deporte de masas es una válvula de escape para malos gases retenidos en el bajo vientre de la sociedad". En otras palabras, interpreta el deporte como un reflejo de la realidad política, económica y social.
Más interesante aún que la enumeración y hasta las razones, es la alineación de las fuerzas que politizan el deporte, o mejor dicho, que reconocen la naturaleza política del deporte
Nazismo y fascismo
Hitler y Mussolini supieron del valor del deporte para impulsar el orgullo nacional e identificarlo con sus gobiernos.
El dictador italiano se fortaleció con el prestigio que le proporcionaron los dos títulos mundiales (1934 y 1938) ganados por el seleccionado nacional de fútbol, mientras que el alemán convirtió los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936 en recordatorio y símbolo de la vitalidad de su régimen y su credo.
En el mundial de 1934, realizado en Italia, Mussolini se encargó de seleccionar personalmente a los árbitros y asistió a todos los partidos jugados por el equipo nacional, en el Estadio Mussolini. Cada victoria era suya.
En Berlín también se coronó el fútbol de Mussolini, en final ante Austria (país natal de Hitler) mientras que Alemania, cuyos jugadores llevaban la cruz esvástica en el escudo de la camiseta, cayó en cuartos de final ante Noruega, país ocupado luego por las tropas alemanas. "Ganar un partido internacional", decía Goebbels, el ministro de Propaganda, "es más importante para la gente que capturar una ciudad".
El atleta estadounidense negro Jesse Owens sofocó el trueno del racismo nazi al quedarse con cuatro oros: 100 y 200 metros, salto en largo y 4x100 m.
Esto tuvo un llamativo contrapunto en el boxeo: el alemán Max Schmeling, que en 1936 derrotó en Nueva York al estadounidense Joe Louis, fue ensalzado copiosamente por el régimen nazi (y el Ku Klux Klan), pero la adoración se convirtió en desprecio al año siguiente, cuando Louis, ya campeón mundial, noqueó a Schmeling en el primer round.
Fue, se ha dicho, el nocaut más significativo de la historia del deporte.
Posteriormente, los regímenes militares brasileño y argentino aprovecharon políticamente los éxitos de los respectivos seleccionados de fútbol en torneos internacionales. El caso más notorio fue el Mundial de 1978 en Argentina.
Las dictaduras no desestiman la oportunidad que representa un acontecimiento deportivo para consolidar su “legitimidad”. El régimen dictatorial del general Jorge Rafael Videla se apropió del éxito de la selección argentina de fútbol para intentar ocultar la represión sobre el pueblo argentino que costó la vida a más de 30.000 personas desaparecidas o asesinadas por el régimen.
Fidel Castro, aprovechó los éxitos de los atletas cubanos en el mundo, para promocionar su revolución y para diluir las penurias económicas que atraviesa la isla caribeña, exportando y explotando a sus entrenadores como mano de obra esclava.
Guerra Fría
Durante la Guerra Fría, la Unión Soviética y Estados Unidos dedicaban tanta atención al fomento de su potencial deportivo como a la propaganda por Radio Moscú o La Voz de América. Y esto explica en parte la miopía de las autoridades deportivas de esos y otros países ante los casos de dopaje, aun los más flagrantes.
Los ejemplos más impactantes de la rivalidad entre las grandes potencias son los boicots de los Juegos Olímpicos de Moscú de 1980, orquestado por Estados Unidos, y el de Los Ángeles de 1984, que la URSS impuso en retribución.
Durante varios años, entonces, la carrera de centenares de deportistas de élite estuvo virtualmente paralizada por la obstinación de Washington y Moscú.
La Guerra Fría también se libró (apropiadamente) en Islandia, en 1972, cuando el ajedrecista soviético Boris Spassky perdió su título de campeón mundial ante el gran maestro estadounidense Bobby Fisher, quien se quedó con el título con siete partidas ganadas, tres perdidas y 11 tablas.
El tono político del encuentro se debió a la importancia que el régimen soviético (con su efecto paralelo en Washington) daba al ajedrez. Perder el título ante un estadounidense fue humillante y Spassky, despreciado por las autoridades de su país, terminó tomando la ciudadanía francesa.
Pero en algunos casos, al menos, el deporte sirvió de puente entre regímenes políticos diametralmente opuestos:
En abril de 1971, un equipo de tenis de mesa estadounidense llegó de visita a China, donde fue derrotado por sus anfitriones, pero el viaje sirvió de prólogo para el posterior "deshielo" de las relaciones entre Estados Unidos y China.
En 1969, en el marco del IIº Campeonato de Baloncesto Centroamericano y del Caribe celebrado en Cuba, la participación del equipo venezolano sirvió de base para el inicio del restablecimiento de las relaciones diplomáticas entre ambos países.
El fin de la guerra fría y la desaparición de la Unión Soviética dieron paso a perspectivas singularmente optimistas acerca del futuro de los acontecimientos políticos en los juegos olímpicos. Sin embargo, el resurgimiento de la cruel guerra civil, racial y religiosa en lo que era Yugoslavia, la guerra en el Golfo Pérsico, los atentados terroristas en Estados Unidos, Inglaterra, España, Chechenia, Japón, la invasión a Irak, Afganistán , la crisis en el Medio Oriente, las violaciones a los Derechos Humanos en China, la represión al pueblo Tibetano, la Homofobia como política de Estado impuesta por Wladimir Putin en los Juegos de Invierno en Sochi, la discriminación contra las mujeres en Irak-Arabia Saudita y el fundamentalismo islámico del “Nuevo Califato” introduce elementos de sano escepticismo en cualquier vaticinio esperanzador sobre lo que el porvenir nos depare.
La Unión Soviética
La prepotencia hegemónica de la Unión Soviética desencadenó en su momento dos choques históricos con sendos clientes políticos, Hungría y Yugoslavia.
En los Juegos Olímpicos de 1956, en Melbourne, los equipos de waterpolo de Hungría y la Unión Soviética (cuyos tanques habían aplastado poco antes la llamada Revolución Húngara) libraron una virtual batalla acuática, con golpes, insultos y hasta efusión de sangre de un húngaro, con la reacción del público y la suspensión del partido, que fue otorgado a Hungría, que vencía 4-0.
Fue el famoso Sangre en el Agua, o Baño de Sangre, o como quieran llamarlo.
Luego, en el Mundial de Fútbol de Chile, en 1962, el más brutal de la historia, el equipo de la URSS chocó con el de Yugoslavia, en momentos en que el Mariscal Tito se complacía en desairar a sus camaradas soviéticos. Al final ganó la URSS 2-0.
América Latina
De los casos clásicos de política y deporte, uno de los más conocidos es "La guerra del fútbol", un conflicto militar desencadenado tras una serie de tres partidos, jugados entre el 6 y el 27 de junio de 1969 por los seleccionados de Honduras y El Salvador, por las eliminatorias para el Mundial de 1970.
Tropas salvadoreñas y hondureñas combatieron entre el 14 y el 18 de julio, con un saldo de alrededor de 2.000 muertos.
Otro caso clásico es el partido entre Argentina e Inglaterra, en el Mundial de México 1986, percibido por la opinión pública como el desquite argentino por la guerra de las Malvinas o Falklands entre ambos países de cuatro años antes.
El escenario deportivo siempre ha sido un lugar ideal para expresar los delirios de grandeza de gobernantes totalitarios que pretenden colocar en el campo de juego la supremacía de sus desquiciadas políticas. También, en el escenario deportivo los pueblos oprimidos del mundo han puesto de relieve sus luchas por la liberación nacional, contra el racismo y por los derechos humanos. En definitiva, podemos señalar que “la lucha en el campo deportivo no es olímpica, es política”.