La novela «El fin de la Tristeza» del escritor Alberto Barrera Tyszka, puede ser leída como una novela policial con trasfondo político o como una novela política con trasfondo policial. Es las dos cosas; a veces más una, a veces más otra.
Durante la tristeza
Gabriel Medina es un ciudadano que ha decidido, de manera consciente e inconsciente, escapar de la realidad que lo rodea, pero no para vivir otra realidad sino, como el mismo lo reitera, para vivir sin realidad.
«No soy un héroe» –confiesa Gabriel- «ni siquiera soy un hombre de acción. No me interesa luchar contra nada. Solo soy como una persona a la que no gusta su historia». «Lo único que quiero es regresar a mi vida anónima y maravillosamente circunstancial». De acuerdo a esas, sus palabras, Gabriel ha elegido la vía del exilio interno, muy usual entre quienes vivieron en los regímenes del «mundo comunista» y hoy bajo gobiernos como los que imperan en Rusia, China, Irán, Nicaragua, Cuba, y de modo creciente en Venezuela, países en donde las posibilidades del interactuar ciudadano son negadas por una premeditada política de la antipolítica.
«O te vas del país hacia afuera, o te vas del país hacia adentro», parecen ser las alternativas que restan cuando las posibilidades de llevar a cabo una vida ciudadana, es decir, política, están definitivamente cerradas. Desde este punto de vista, vivir en tristeza, al mismo tiempo que es una alteración psíquica, puede ser el resultado de un condicionamiento sociopolítico. O las dos posibilidades a la vez: Significaría llevar la lógica del sistema de dominación hasta sus más radicales, y por cierto, más absurdas consecuencias, las que se tornan evidentes cuando la política de un gobierno es sistemáticamente dirigida a la destrucción de los lazos sociales, siendo suprimidos los espacios de la deliberación, los de representación pública, y no por último, alterando el curso (incluso los resultados) de elecciones que solo en los países democráticos pueden ser libres y soberanas.
Alberto Barrera Tyszka comprueba la anomalía venezolana a través de la patología que padece su personaje central, el burócrata Gabriel Medina.
A primera vista parece que Gabriel fuera un epígono venezolano de Josef K. el personaje de «El Proceso» de Kafka. Al igual que Josef, Gabriel es un funcionario burocrático de una institución kafkiana llamada «Oficina de Registros y Notarías», conocida como «El Archivo». Pero hay una diferencia fundamental. Kafka imaginó a su personaje como culpable de delitos nunca cometidos, un ejemplo de la despersonalización a que puede llevar la complejidad burocrática que asomaba ya en su tiempo. El Gabriel de Barrera Tyszka, en cambio, ha hecho de su propia despersonalización una estrategia de autodefensa: un medio para salvar su ser de los peligros de una realidad a la que ve y siente como amenazante y hostil.
Si fuera necesario describir al Gabriel Medina creado por Barrera Tyszka, podríamos entenderlo como a una persona que se defiende de la realidad que lo acosa montando una realidad negativa por sobre la real, realidad triste a la que psicólogos y psiquiatras conocen con el término de melancolía.
Sin embargo, la realidad externa a su tristeza, al ser la verdadera, terminará tarde o temprano por atravesar los muros de su no-realidad. Ese hecho, sin embargo, no lo llevará al comienzo de la alegría, como sería la consecuencia lógica del fin de la tristeza, sino a la tragedia en que había sido convertida su vida como resultado de hechos traumáticos que lo empujaron hacia fuera de la realidad que habitaba.
Gabriel, como muchos pacientes psíquicos, vive y padece una profunda contradicción. Por un lado, su ser biológico reclama el acceso a la realidad, la vamos a llamar, verdadera. Por otro, siente horror a enfrentar esa realidad pese a que esta se anuncia en dos formas acuciantes. Ya sea en la forma de pulsiones, personificadas en la persona de una mujer que se cruza en su vida (Inés), ya sea en la forma de violencia, por dos agentes secretos –García y Jiménez – quienes lo acosan, lo vigilan, lo persiguen adonde vaya.
Gabriel desea y no desea salir de su tristeza y por lo mismo busca el camino más adecuado, la consulta psiquiátrica. La doctora Elena Villalba debería ser la encargada de dirigir sus pasos hacia la realidad perdida y así sacarlo del mundo de su tristeza. Sin embargo, por razones que no voy a decir aquí –no es mi intención contar el argumento de la novela– Elena también será convertida en víctima de esa realidad donde impera, cuando no la mentira, la no-verdad, que es a su vez la verdad que intenta inculcar el gobierno de Nicolás Maduro a toda una nación. A diferencias de nuevo con el Josef K. de Kafka, el Gabriel Medina de Barrera Tyszka no es perseguido por personajes imaginarios, sino pavorosamente verdaderos.
«El Fin de las Tristeza» es una novela que se lee rapidísimo, con episodios en forma de flash, con un muy buen manejo de la tensión y del suspenso, en fin, una excelente producción del género thriller. Además, es una novela recomendable para todos quienes se interesan, no solo por conocer la realidad interna de Venezuela, sino también para los que quieran entender de un modo «no (pseudo) científico» la vida cotidiana en países en donde las relaciones humanas han sido interceptadas por gobiernos que buscan imponer su propia visión a la realidad de la nación. Paradojalmente, una sociedad dessocializada y disociada a la vez pero, sobre todo, dicho no solo en sentido psicológico, triste. Muy triste.
Después del a tristeza
Gracias a la lectura de la historia que nos cuenta Alberto Barrera Tyszka, podemos reforzar un postulado: sin vida política la sociedad no merece llevar el nombre de tal pues no hay sociedad sin asociaciones, ya sea verticales (entre las instituciones, los partidos y el estado), ya sea horizontales (alianzas, pactos entre diversas organizaciones). Sin esas asociaciones somos, cuando no seres a-sociales, seres disociados. La política, sobre todo la política en su forma de democracia supone, por el contrario, abandonar la reclusión del yo individual, para incursionar en una «nosotridad» donde nos encontramos con «los nuestros» y debatimos con «los vuestros», a través de los representantes, los llamados profesionales políticos, a quienes elegimos para que defiendan nuestros intereses e ideales frente a quienes nos lo niegan. Sin esa dinámica interacción que es la vida política, viviríamos sumidos en la oscuridad de la vida privada o íntima, en donde el Yo, nuestro Yo de cada día, se encontraría sobrecargado en sus funciones al tener que inventarse una realidad interna que supla a la externa, o como queda muy claro en el patológico caso de Gabriel Medina, una realidad-no-real.
Pero suele suceder, como a Gabriel, que el deseo de realidad, a pesar de su negación, sigue latiendo, aunque en modo neurótico e, incluso, psicótico. Por eso, cuando sentimos que alguien golpea la puerta de nuestra realidad interna, o nos aterramos, o buscamos la ayuda del otro, en muchos casos un analista, para que nos ayude a sobrellevar la terrible verdad de la no-tristeza y así encontrar la razón de la tristeza.
O, no por último, para que contenga, con sus silencios y palabras, nuestros deseos de abandonar tanto a la tristeza como a la no-tristeza (en algunos casos, ese doble deseo se transforma en suicidio).
En cada patología, sea individual o colectiva, los deseos de ser en contra de los deseos de no-ser, continúan activos. Casi siempre de un modo inconsciente. A veces vencen los unos, a veces los otros y, no en pocas ocasiones, ninguno de los dos. Esas son las razones por las cuales, quienes nos dedicamos al estudio de los procesos sociales y políticos, hemos llegado a la conclusión de que, para mejor pensar a «lo social» y a «lo político», debemos recurrir incesantemente a la ayuda de «lo psicológico». O dicho mejor en estos términos: así como hay represiones externas, hay represiones internas y por lo general suele ocurrir que ambas no existen separadas, sino enlazadas entre sí. A esa deducción parece también haber llegado Barrera Tyszka al escribirnos desde su propia esquina: la de la literatura.
Discurriendo ahora en términos que al autor de estas líneas son más familiares, los políticos, podríamos decir que hay regímenes que han roto con todas las defensas internas, hasta terminar por apropiarse del alma de la mayoría de los ciudadanos. Eso sucede cuando la dominación de un estado sobre los habitantes de una nación es social, política, económica, y por cierto, psicológica; en una palabra: total. En estos casos, y solo en estos, nos es lícito hablar de totalitarismo.
El totalitarismo, en estricto sentido político y politológico, es una afirmación sin negación; o lo que es casi lo mismo: describe la existencia de un gobierno sin oposición y sin opositores. No es ese precisamente el caso de Venezuela.
Venezuela, bajo la dominación del grupo Maduro, está lejos de ser un país democrático, pero al mismo tiempo está lejos de ser un país totalitario. El mismo Gabriel Medina lo testifica: en el interior de su alma luchan las fuerzas de la-no realidad (la tristeza) contra las de la realidad y al final terminan por imponerse de modo desgarrador, los de la monstruosa realidad. En un régimen «totalmente totalitario», ese asomo a la realidad sería imposible.
En cierto modo, bajo una dictadura todavía no totalitaria, el ser humano puede escapar, ya sea del país, ya sea de sí mismo; es el caso de Gabriel. Por eso Gabriel podría ser considerado como una metáfora individualizada de la realidad colectiva de Venezuela. Un país en donde de modo intermitente se encuentran en pugna las fuerzas que conducen a la dominación antipolítica total que quisiera implantar el régimen de Maduro contra las heterogéneas, anárquicas y deformadas fuerzas de la oposición en su ya muy largo proyecto de regresar a la democracia que una vez perdió. Paradoja es que, en sus más diversas formas, esa oposición, solo por el hecho de existir, ha salvado al gobierno de Maduro de convertirse en un régimen totalitario. Una oposición que existe, no gracias a Maduro sino pese a Maduro. Situación que nos indica que un gobierno como el de Maduro quisiera ser totalitario, pero justamente la existencia de la oposición, lo ha impedido.
En toda dictadura, e incluso, en cualquiera forma autoritaria de gobierno, anida el deseo totalitario. Pero muy pocas logran alcanzar el poder total. Dicho a la inversa: Bajo cualquier régimen no democrático pero tampoco totalitario –es el caso del que representan Maduro y su grupo- existen posibilidades para abrir espacios democráticos (rendijas, las llaman en Venezuela). Entre esas posibilidades, la persistencia de la vía electoral, con todas las desventajas que implica competir contra un gobierno que se arroga el derecho a vetar todas las candidaturas que estime conveniente, es la que mejor ha logrado mantenerse en el tiempo. El fin de la tristeza -para decirlo en las palabras de Barrera Tyszka – aparece entonces como posibilidad colectiva. La oposición venezolana, pese a los inmensos errores que ha cometido en su ya larga trayectoria, no ha sido nunca definitivamente derrotada.
Tristeza venezolana
No vamos a intentar definir aquí el régimen o gobierno que representa Maduro. Como en otros surgidos en diversas zonas del mundo, ninguna de las tipologías hasta ahora conocidas pueden precisar el carácter de su naturaleza de un modo exacto. La dificultad reside en que de hecho, conjuntamente con la globalización de los mercados, han aparecido en diversas latitudes gobiernos mutantes que pueden variar en sus formas según las coyunturas por las que van atravesando. Así nos explicamos por qué Maduro actúa en ocasiones como un gobernante autoritario, en otras como simple autócrata y, si la ocasión se presenta, como un despiadado dictador. Tales mutaciones tienen que ver también con las formas de enfrentamiento que ha ido asumiendo la oposición. Así, si en la oposición imperan los sectores más extremos, el gobierno se endurece. Si imperan los más políticos, Maduro se siente obligado a jugar políticamente.
De más está decir que un gobierno como el de Maduro, cuyas virtudes no son precisamente el dialogo y la negociación, prefiere enfrentar a las fuerzas más extremas y no a las más democráticas. Al igual que Chávez, Maduro necesita de una oposición «contrarrevolucionaria», de acuerdo al estilo de lucha que han intentado imprimir Carmona, López, Guaidó, Machado, solo por nombrar algunos.
Sin embargo, más allá de las caracterizaciones politológicas hay un hecho que ya nadie puede ocultar. El de Maduro no es un gobierno de masas. Eso significa que Maduro, a diferencias con el difunto que lo antecedió, no puede, aunque quiera, ser un gobierno populista. No vamos a analizar aquí las razones, pero la verdad objetiva es que Maduro perdió a las masas que le legó Chávez. De tal modo que, si quisiéramos caracterizar al gobierno de Maduro, podríamos decir que el suyo es un chavismo sin masas; en cierto modo, una imposibilidad histórica.
A Hugo Chávez le cabe el dudoso mérito de haber sido el autor de la anomalía psicopolítica venezolana. Desde el momento en que apareció, dividió a la multifacética escena política de su país en dos bloques antagónicos e irreconciliables. A un lado la revolución chavista, al otro lado las «cúpulas podridas». Aparentemente, la clásica dicotomía de amigo-enemigo, de acuerdo a la terminología de Carl Schmitt.
Pero en el caso venezolano se trataba de una contradicción artificial. La razón es simple: en Venezuela nunca hubo algo parecido a una revolución; nunca hubo un cambio radical en las relaciones de producción; nunca hubo un sistemático programa de desarrollo socialista; nunca existió algo parecido a una clase revolucionaria; nunca tampoco hubo una toma del poder «desde abajo». Lo que hubo, simplemente, fue el apoderamiento del gobierno y con ello del estado, por una camarilla (la palabra elite le queda muy grande) que se hizo del poder, no como un medio sino como un fin en sí.
Maduro, lejos de negar al chavismo, lo ha reducido a su expresión más primitiva: un grupo de poder civil- militar que ha hecho del estado una maquinaria excluyente con respecto a lo que en un momento pudo haber sido una «sociedad». El de Maduro es un gobierno sin ideales ni ideas, sin visión de futuro, un gobierno en fin, cuyo único objetivo es mantenerse al «como sea» en el poder. La fuerza de un gobierno de esa índole reside, como es posible inferir, más en los mecanismos de control que en su política; es decir, en los aparatos. Sobre todo en los «aparatos secretos». El de Maduro es, para decirlo con los términos que usaron los disidentes de la Alemania comunista, un gobierno «aparatista». Son los mismos aparatos que acosaron a la psiquiatra Elena Villalba en la novela de Barrera Tyszka. La razón de esa persecución nos la da a conocer el escritor: Los psiquiatras poseen secretos sobre la vida de sus pacientes. Secretos inaccesibles a los aparatos secretos del régimen. De ahí que una psiquiatra, con tendencias claramente sociales, como la doctora Villalba en «El fin de la tristeza», constituye un desafío al monopolio que quisieran tener los aparatos secretos sobre los secretos individuales de cada ciudadano.
Entonces reiteramos la idea: el gobierno de Maduro no es totalitario, pero se afirma, como todo gobierno autoritario, autocrático o dictatorial, en aparatos proto-totalitarios. Esa contradicción hace posible entender al gobierno de Maduro como a un gobierno extremadamente neurótico pues al haber perdido su comunicación con la sociedad se ha encerrado en sí mismo, construyendo también, como contrapartida, su propia no-realidad. En fin, y para decirlo, otra vez inspirándonos en la novela de Barrera Tyszka, el de Maduro es un gobierno triste; y lo es en todos los sentidos de la palabra. Maduro es quizás su más clara expresión: un presidente que pretende ser simpático, pero cuando más, logra aterrar. Un líder que quisiera conducir a las grandes masas pero solo sabe mandar a grises funcionarios. Y no por último, un político que, como Chávez, quisiera arrasar en los eventos electorales, pero sin haberlo logrado nunca.
Hoy por hoy el gobierno Maduro atraviesa por una fase de descenso con evidentes signos terminales, confiando tal vez en que lo salvará, si no un milagro, por lo menos las eternas divisiones de la oposición.
Razones no faltan para pensar así. La oposición venezolana ha pasado gran parte de su vida enredada en querellas internas, o buscando líderes mesiánicos o mágicos que la conduzcan por el camino del derrocamiento -fin de la usurpación”, según Guaidó- hasta llegar a la victoria final, según Machado. A veces esa oposición asume la forma eufórica. Otras, la forma melancólica, llegando incluso a la autoagresión, como es posible constatar en las llamadas redes sociales, donde día a día son endiosadas figuras políticas sin grandes ideas, y destruidos dirigentes políticos de larga y probada trayectoria (Falcón ayer, Rosales hoy).
No obstante, como en el Gabriel de Barrera Tyszka, el deseo de realidad puede llegar a impulsar al conjunto político más allá de su estado de tristeza anómica. Las noticias que llegan -demasiado optimistas quizás- en torno a una candidatura única de oposición, la del diplomático Edmundo González Urrutia, hay que tomarlas con cuidado, aunque, bajo ciertas condiciones, podrían ser alentadoras.
Las que vienen, eso lo saben muchos aunque no quieran decirlo, no serán horas de venganza, ni de rendición de cuentas. Si las cosas se dan bien, deberá haber muchas conversaciones y compromisos entre el gobierno y la oposición. Eso significa que el fin de la tristeza venezolana también será triste y no espectacular, como suele ocurrir en las películas. Como triste será también el momento en que los actores políticos miren hacia atrás y deban enfrentarse con ese espectáculo que ofrecen las pérdidas del pasado, muchas de ellas evitables si algo de razón hubiera primado por sobres tantas locuras (abstenciones electorales, marchas sin retorno, gobiernos paralelos con embajadores simbólicos, intentos golpistas, entre tantas otras). Todavía (es un ejemplo) hay opositores cretinos que acusan a Capriles no haber llamado a una carnicería colectiva el día en que fueron dados a conocer los resultados de las elecciones presidenciales del 2013.
Para recuperar la confianza en la vida, no solo en la vida política, los seres humanos necesitamos de los otros; nunca lo lograremos solos. Pero en el campo de la política, que es el de todos, necesitamos además instituciones en las que sea posible confiar. En nombre de una revolución que no hubo, y en nombre de una contrarrevolución que tampoco hubo (ni habrá), las instituciones del país fueron reducidas a ruinas. La tarea del futuro, si es que alguna vez Maduro abandona el gobierno, será reconstruirlas. Hay que salir, en fin, alguna vez de la tristeza. Salir, aunque el precio de esa salida sea el espanto.
Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.