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Fernando Mires

El pueblo de Chile decidió

Fernando Mires

Decir que la apertura hacia una nueva Constitución - aprobada por cerca del 79% del electorado chileno - es un hecho histórico, puede ser frase manida. Pero también puede ser verdad.

Si bien es cierto que solo el transcurso del tiempo permite seleccionar cuales acontecimientos son históricos y cuales no, hay hechos que sí permiten vislumbrar una futura historicidad.

Histórico, dicho de modo tautológico, es un hecho que hace historia. Quiere decir que la historia no está dada sino que es hecha. Quiere decir también que hay acontecimientos cuya propiedad es marcar los tiempos entre un antes y un después. Y en ese sentido, la Constitución de 1980, la llamada Constitución de Pinochet, la aún vigente, ya es un ayer. En cambio, la que no ha sido escrita, la que todavía no existe, es el futuro.

¿En dónde reside la importancia histórica del plebiscito del 26.10.2020? En un hecho muy simple. El pueblo chileno decidió, por aplastante mayoría, re-constituirse. Contrarrestó así al propio proyecto acariciado por Pinochet, el de la revolución conservadora, el de re-fundar un nuevo orden económico, político y cultural, ambición que para constituirse debía ser constitucionalizada.

No importa que los acólitos de Pinochet solo hubieran copiado la Constitución de 1925, a la vez una copia de la de 1833. Pinochet necesitaba de una Constitución propia, personal, fundacional. Es por eso que el día 26.10.2020 no solo tuvo lugar un plebiscito. Ese fue el día en el que el pueblo chileno decidió arrebatar el nombre de Pinochet a la Constitución. El día de la constitución (con minúsculas) del pueblo poblacional convertido en pueblo ciudadano. El día de la polis. Visto así, ese pueblo decidió terminar un capítulo de esa “story” que también es una historia, y así, al fin, dar lectura a otro.

Pero ¿por qué ahora? ¿por qué tanto tiempo después de haber terminado la dictadura a los chilenos se les ocurre cambiar la Constitución del dictador? Cabe solo responder: los hechos no tienen un lugar fijo en el acontecer. Ocurren no cuando deben sino cuando pueden. Podríamos decir, en sentido figurado, que los hechos históricos aguardan en el silencio de sus noches el momento adecuado para aparecer bajo la luz. No vale la pena entonces hablar en conjuntivo. Solo podemos decir que, por diversas razones, los gobiernos post- dictadura no se dieron a la tarea de pasar a la fama como impulsores de una nueva constitucionalidad. Tampoco hubo un clamor social por una nueva Constitución, aparte de los que provenían de movimientos esporádicos, como el de los estudiantes del 2011.

Razones válidas o atendibles: sea porque un plebiscito significaba volver a dividir a los chilenos en dos bloques irreconciliables, justo en el momento en que la unidad era más urgente que nunca; sea porque nadie quería echar sal a las heridas abiertas; sea porque la Constitución de 1980 permitía reiniciar, mediante algunas reformas – cada gobierno hizo las suyas – las medidas institucionales y sociales que los momentos requerían; sea en fin porque a nadie importaba demasiado el tema, el hecho fue que recién el 2020 los chilenos decidieron cambiar la Constitución.

No porque les molestara, no porque no sirviera, no porque estuviera mal escrita, no, no, nada de eso. En verdad, todos sabían que inciso más, o menos, todas las constituciones modernas son parecidas entre sí. No hay en efecto ninguna Constitución occidental que ordene asesinar, violar derechos, marginar, discriminar. Pero sí, debido a una insoslayable realidad: toda Constitución tiene un doble carácter.

Por un lado, la Constitución es un compendio de leyes. Por otro, es el símbolo que constituye a la nación. Con el primer carácter, nadie podía estar en desacuerdo. Con el segundo, sí. Pues esa Constitución, vista de modo simbólico, estaba manchada de sangre. Así, la idea de una nueva Constitución - pensada tal vez como un medio para salir del paso - apareció en un tiempo en el que la gran mayoría de los chilenos quería, sin olvidar, dejar atrás el pasado. Y ese tiempo no podía ser superado si mantenían la Constitución, hija de ese tiempo y de quienes la promulgaron. Por eso los chilenos de izquierda, centro y derecha, independientes, jóvenes, viejos, creyentes y ateos, se pusieron de acuerdo de modo ciudadano y con su voto, uno por uno, clavaron un puñal en el pleno corazón de la “Constitución de Pinochet”. El asesino general había muerto en su cama. Pero “su” Constitución fue ajusticiada en las urnas.

Las cosas se dieron así aunque en un comienzo hubieran sido pensadas de otra manera. Pues el fin de la Constitución de Pinochet no surgió por generación espontánea. Tiene que ver con lo que sucedió entre un octubre y otro octubre, antes que nada con ese “estallido social” que mostró al mundo como Chile, tan ordenado en las cifras, con un tan alto crecimiento bruto y neto, no era el oasis que quería venderse como producto de exportación. Desigualdades sociales, falta de integración social, desconexión radical entre política y pueblo, una barbarie indomable en las poblaciones marginales, una violencia no explicable por ideologías y fanatismos, un país tercer o cuartomundista, metido en el fondo de una caja de regalos comprada en el Parque Arauco en incómodas cuotas mensuales.

Todavía hay muchos que no pueden explicar como una ligera alza de los boletos en la locomoción colectiva terminaría nada menos que con el fin de una Constitución. Si la palabra revolución no estuviera tan emputecida por castristas y chavistas, yo habría escrito sin ningún problema que el 26 de octubre tuvo lugar en Chile una revolución constitucional.

Lo cierto, ha sido repetido miles de veces, el estallido social puso en evidencia una profunda crisis de representación. A los partidos políticos, a todos, la realidad escapaba de las manos. No sé quién, alguien debe haber sido, tuvo la idea de canalizar de modo político las energías desatadas, hacia una nueva Constitución. En un comienzo la idea nos pareció a muchos, oportunista, al estilo de nuestra ponderada viveza criolla. Porque de verdad, en las enormes manifestaciones de octubre del 2019 a las que al comienzo concurrían familias completas, plenas de alegría, en son de canción y fiesta, aparecían muchas pancartas exigiendo una cantidad increíble de reivindicaciones, algunas lógicas y justas, otras más bien surrealistas, pero nunca alguna exigiendo una nueva Constitución.

Sí: el plebiscito constitucional comenzó a configurarse desde arriba, como siempre en nombre del pueblo pero nunca con el pueblo. Razones de sobra para desconfiar. Más todavía cuando explotó esa violencia bárbara y latente en los hígados de la sociedad chilena: las calles destruidas, las estatuas derribadas, las iglesias incendiadas, el país entero vandalizado. Si no hubiera sido por la pandemia - nunca pensé que alguna vez iba a escribir algo así – habría aún más muertos en Chile. Sobre la base de esa sociedad asocial, anómica, aterrorizada, el lema de una Constitución - como sinónimo simbólico de algo que pusiera orden, es decir, de algo que re-constituyera al país - comenzó a tomar cuerpo y forma.

Vuelvo a una idea preliminar: en Chile había una crisis de representación política, grave en un país en el que sobre la política no hay nada. Ni una monarquía constitucional, ni un presidente que sin ser soberano condensara en su persona la unidad de la nación, ni una Constitución como la norteamericana a la que todos los ciudadanos respetan. La crisis de representación, bajo esas condiciones, no tardaría en transformarse en crisis de autoridad. Era necesario entonces restablecer una autoridad sustitutiva para que el país no se derrumbara sobre sí mismo. No habiendo rey ni presidente simbólico, solo quedaba la autoridad de una Constitución. ¿Pero de una Constitución manchada con el nombre de un dictador? No, una verdadera Constitución, una que representara a la mayoría. Había necesariamente que cambiar a esa Constitución por otra, para reconstituir a la nación.

Que nadie se haga ilusiones. Una nueva Constitución no resolverá ningún problema. Las desigualdades sociales podrán ser acortadas, pero no gracias a la Constitución. La violencia, esa violencia sin causa o lo que es igual, con miles de causas, continuará probablemente arrasando. La Constitución no es una casa, es solo el techo de una casa. Y así como un nuevo techo no soluciona los problemas familiares en una casa, en la casa chilena tampoco serán resueltos los problemas nacionales. Pero entre una casa sin techo - eso era Chile con una Constitución acatada pero no respetada – y una casa con techo, hay que elegir la segunda. Y el pueblo chileno eligió. No porque sea de izquierda o de derecha (ni la izquierda ni la derecha alcanzarán jamás un 80% de los votos) sino porque quería constituirse como pueblo en el marco de una nación a su vez constituida por una Constitución.

Cuando nazca la nueva Constitución nadie podrá dejar de respetarla. Será, guste o no, la Constitución de todos. Por ahora es solo una posibilidad: la de iniciar un nuevo comienzo en un país que, a tientas, busca salir de sus propias sombras.

27 de octubre 2020

Polis

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Bolivia y sus lecciones.

Fernando Mires

Los sorpresivos resultados electorales en Bolivia, de los que ya se ha escrito y hablado mucho, con toda razón, dan lecciones importantes y variadas. Hay diversos análisis, donde cada quien toma el aspecto que más le llama la atención, o el que más se ajusta a sus intereses personales o políticos. Como siempre, después de que pasan los acontecimientos todo el mundo los tiene claros, aunque nadie anticipó o asomó la posibilidad de lo ocurrido: el triunfo de Luis Arce, candidato del Movimiento al Socialismo, MAS, en primera vuelta.

Como toda realidad compleja no es posible atribuir lo ocurrido a un solo factor, sino a la mezcla de varios de ellos y aunque sea difícil precisar cuál fue el impacto decisivo de cada uno, veamos los más importantes:

- Uno, algunos hablan, sin explicar ni dar mayores elementos de análisis, del impacto del narcotráfico y el terrorismo, y el impacto de otros países –como Irán, por ejemplo– sobre la situación boliviana. No cabe duda que estos son factores a considerar en el caso de Bolivia, en la conformación de su gobierno, su impacto en la economía y en las organizaciones y opciones partidistas, pero ¿hasta dónde influyeron en la campaña y en la votación? Es algo que no tengo muy claro, como tampoco veo clara evidencia de que esto sea así, pero los reseño como factores que algunos mencionan.

- Dos, en ese mismo orden de ideas, otros mencionan la influencia del llamado Foro de Sao Paolo, el impacto “ordenador” de los factores de la izquierda internacional en cada país; pero, para mí, solo explica porque la izquierda se une, tiene recursos y apoyo internacional para sus campañas. Sin descartar su impacto e influencia, no soy de los que le atribuye un significado “mágico” a este factor.

- Tres, la situación económica parece que sí jugó un papel importante en este proceso electoral. Luis Arce es considerado un exitoso ministro durante el gobierno de Evo Morales, que tuvo a su cargo las finanzas de un país que creció durante varios años por encima del 5%, que elevó su PIB de 9 mil millones de dólares a más de 40 mil millones, que casi triplicó el ingreso per cápita y que se anota haber reducido la pobreza en casi un 25%. Mientras que durante el gobierno de transición el país ha vivido una crisis económica que ha agravado la pobreza, incrementado el desempleo, aumentado la informalidad y el cierre de empresas y se estima una recesión económica para el 2020 cercana al 6%, según el Banco Mundial. Para junio ya la economía había caído un 8%. Por supuesto esto no es solo responsabilidad del gobierno de transición de Jeanine Añez, en buena parte se debe a la pandemia de la Covid 19, pero el pueblo tiene para comparar lo que está ocurriendo desde hace un año, con lo que vivió en años recientes.

- Y cuatro, por supuesto, la explicación favorita de muchos: fue la falta de unidad de la oposición democrática lo que produjo la debacle. Siete partidos y alianzas se enfrentaron al MAS, que no es propiamente un partido, sino una organización que algunos asemejan al APRA de Haya de la Torre en Perú o al PRI, histórico, de México, que alberga en su seno una amalgama de intereses, etnias –más del 40% de la población boliviana es indígena–, grupos obreros y campesinos, sindicatos e ideologías y que tenía un solo propósito: volver al poder, ante el cual sacrificó sus diferencias internas, que las tienen y muchas y que serán las que veremos ahora, que ya han comenzado a manifestarse, en torno a la oposición de algunos –la juventud del MAS– al regreso de Evo Morales.

En la oposición las “ambiciones personales” y “grupales”, dicen, nos pueden explicar su división; ciertamente es así, ambiciones personales impiden alianzas y unidad y seguro la falta de esta última tuvo impacto en lo ocurrido en Bolivia; sin embargo, por lo pronto, hay un hecho incontestable, que resiste cualquier cálculo matemático acomodaticio o cualquier desestimación matemática de ese resultado: Luis Arce ganó en primera vuelta con casi el 54% de los votos, lo que significa que todos los demás, unidos, llegarían como máximo al 46%; a partir de allí, solo nos quedaría desechar esas cifras y especular:¿Qué hubiera pasado si la oposición hubiera presentado un solo candidato? ¿El “efecto demostración” de esa unidad hubiera bastado para sumarle votos a ese candidato y quitárselos a Arce? Eso ya nunca lo sabremos, como dije, solo nos queda especular. Creo que lo ocurrido en Bolivia no se explica simplemente por “ambiciones personales” o “división opositora”, pensar eso puede ser una simplificación del problema.

La falta de unidad es algo adicional, no creo que sea la causa principal, hay que sumarle el impacto de otros factores, porque si no, corremos el peligro de quedarnos en el esquema –a superar– que la "inteligencia" está de este lado, y del otro lado lo que hay es un pueblo ignorante, que le gusta estar sometido, que añora las dictaduras, que quiere las cosas fáciles, que le den todo, etc. Muchas veces ese hilo de razonamiento lleva a ese punto y no nos permite profundizar en otras causas.

La falta de unidad es la lección fácil que todos quisiéramos aprender de lo ocurrido en Bolivia, pero puede ser la respuesta más simple y la excusa que siempre tenemos para no profundizar en el tema. Mi punto de reflexión es que puede ser una simplificación pensar siempre que las cosas nos pasan porque vamos divididos, porque no nos unimos y eso nos impide encarar el verdadero problema de fondo: Que no tenemos una propuesta política, económica, social que pueda entusiasmar al pueblo y contrarrestar las propuestas populistas de los sectores izquierdistas.

Creo que lo correcto, por ejemplo en el caso boliviano, es: Arce tenía una propuesta –cierta o no– que se ajustaba más a los intereses del pueblo, que recordaba su éxito y el crecimiento de la economía cuando fue ministro de Economía y Finanzas; ¿cuánto del éxito de Arce como ministro se debió a su gestión y no a la coyuntura económica internacional?; pero eso no es lo que estaba en discusión. Frente al recordado éxito –merecido o no– de Arce, estaba la pobre gestión de un gobierno de transición que después de un año y de posponer varias veces las elecciones, tenía poco que mostrar y tenía encima los efectos de una pandemia que lo castigaron fuertemente.

Pero la pregunta clave, la que nunca queremos responder y sobre la cual quiero centrar mi reflexión y las lecciones de este proceso boliviano es: ¿cómo explicar que los populistas, en este caso en Bolivia, saquen más del 50% de los votos? ¿Cómo es que la oposición democrática –desde la izquierda, centro izquierda, centro y derecha– y después de un año, no pudo producir en Bolivia una propuesta alternativa al populismo, que entusiasmará a la gente?; más aún: ¿Será que el pueblo solo se moverá por rencor, en contra de, para protestar y no en favor de una opción política? Hay que empezar a reflexionar sobre esto, saliéndonos de los lugares comunes.

Para aclarar más el punto, no descarto la división de la oposición como factor en las derrotas políticas y electorales, solo lo descarto como el factor determinante. Para mí lo determinante es que en cualquier parte del mundo, en cualquier proceso electoral que pretenda un cambio político, para salir de una dictadura o de un populismo de izquierda, si del lado democrático no hay una propuesta económica y social alternativa tendremos siempre un resultado similar. Ir divididos solo agrava el problema. Construir esa propuesta es la tarea impostergable en Venezuela; una propuesta que entre por la cabeza, pero que se aloje en el corazón del pueblo.

https://ismaelperezvigil.wordpress.com/

El pueblo boliviano decidió

Fernando Mires

Los por muchos no esperados resultados de las elecciones presidenciales dejan, independientemente a favoritismos que apasionan tanto a bolivianos como a quienes desde lejos siguen el interesante proceso político del andino país, un saldo positivo.

El país, un año después de los acontecimientos que derivaron en las movilizaciones sociales surgidas del segundo fraude llevado a cabo por Evo Morales y Álvaro García Linera (el primero fue la violación del plebiscito de 2016 que negó la reelección presidencial) ha recuperado la senda política mediante el único instrumento al que puede acceder el pueblo ciudadano: el voto. En eso hay consenso unánime: los comicios fueron limpios, transparentes y la participación electoral, aún pese a la pandemia, fue masiva.

El temprano reconocimiento del triunfo de Luis Arce (52%) por la presidenta Janine Áñez y las felicitaciones de Luis Almagro a Arce en nombre de la OEA, más la absoluta imparcialidad del cuerpo militar, demuestran claramente que la solidez democrática de Bolivia - gracias o pese a Evo Morales, sobre eso habría mucho que discutir – ha alcanzado un grado superior a la de varios de sus vecinos latinoamericanos.

¿Cuáles son las razones que a primera vista explican el triunfo de Arce? Si partimos de la premisa de que los éxitos políticos no siempre ocurren por méritos propios sino también por errores cometidos en el campo adversario, podríamos deducir que la principal razón del resultado electoral fue la imposibilidad de las dos oposiciones para unirse en torno a una plataforma programática única. En tal sentido el argumento de que la oposición habría perdido igual si hubiera ido unida dado que Arce superó el 50%, no es válido. Las elecciones no son como las matemáticas.

Cuando una oposición va desunida, los electores se preguntan si vale la pena votar por ella. Si va unida, y en torno a un programa común, los votos se multiplican. En ese punto cabría indagar si la división opositora fue un error estratégico o simplemente obedece al hecho de que las dos no solo son diferentes sino antagónicas entre sí. En efecto, la contradicción política dominante en la mayoría de los países latinoamericanos y, por supuesto, también en Bolivia, no es la que se da entre una derecha unida y una izquierda unida, sino entre dos derechas y dos izquierdas.

La imposibilidad de formar un frente electoral, a sabiendas que si no lo hacían podían ser descalificados en la primera vuelta, demostró que las diferencias entre los contingentes de Luis Fernando Camacho (Creemos) y los de Carlos Mesa (Comunidad Ciudadana) son superiores a las que ambos mantienen frente a las fuerzas del MAS. Por otra parte, tampoco es un secreto que al interior del MAS hay una disputa entre dos izquierdas: una ideológica, radical, etnicista y socialmente fundamentalista, y otra pragmática, reformista, abierta a las demandas de nuevas clases medias emergidas durante el mismo periodo de Evo Morales. En términos ultra simples, se trataría de una contradicción ya congénita: la que se da entre una izquierda bolchevique y una izquierda socialdemócrata.

¿A cuál de ambas izquierdas pertenece Luis Arce? No lo sabemos todavía, aunque hay signos de que, con algo de optimismo, podría verse un poco inclinado hacia la segunda.

Las dos oposiciones no solo no pudieron unirse, tampoco pudieron lograr formular un mensaje positivo, un proyecto de país opuesto al de Evo Morales quien, mal que mal, pese a la corrupción, al mal manejo de fondos públicos y a sus arbitrariedades, ofrece un saldo numérico positivo. Las cifras hablan por sí solas. Durante el periodo Morales el producto interno bruto aumentó de nueve mil a cuarenta mil millones de dólares, y el ingreso per cápita logró ser triplicado: Un milagro económico “a la boliviana”.

Evidentemente, Luis Arce, en su calidad de ministro de economía de Evo, capitalizó los números en términos políticos, sobre todo entre los sectores medios emergentes impulsados por el proceso de modernización que ha tenido lugar durante la era Morales. La oposición en cambio, no tenía nada, o muy poco que ofrecer. ¿Para qué cambiar un modelo que hasta ahora había funcionado por otro que nadie sabe cómo funcionará? Ese fue quizás un razonamiento colectivo que coadyuvó al triunfo de Arce.

De Arce, no de Evo. Vale la pena recalcarlo. Y no sólo por el hecho de que sin fraudes Arce obtuvo una mayor votación que la de Evo con fraudes, sino porque demostró con su pausada retórica y con sus concretas ofertas, poseer un perfil político propio y distinto al presidente cocalero. El segundo error de la oposición, sobre todo en la derecha extrema, fue aún más grande: confundió al evismo con el masismo. Sobre este segundo error cabe hacer algunas precisiones.

A diferencia de otros gobiernos llamados populistas, el de Evo no era tan personalista como a primera vista parece. De hecho, el suyo era el gobierno del MAS. ¿Y qué es el MAS? Más que un partido, un tejido social que se extiende hasta las raíces de la nación, una articulación política que integra a sindicatos obreros, a comunidades campesinas e indígenas y a sectores políticos-ideológicos de la antigua izquierda. En cierto modo el MAS es la continuación moderna del MNR de Paz Estenssoro y de Siles Zuazo. Sus equivalentes latinoamericanos del pasado, son el aprismo peruano o el PRI mexicano. En fin, un movimiento social muy organizado, extenso y profundo que ha contribuido, se quiera o no, a dar forma política a la actual Bolivia.

En otras palabras, el MAS no depende de un caudillo como por ejemplo el PSUV dependía de Chávez. O para decirlo de modo algo placativo: Evo no puede existir sin el MAS, pero el MAS puede existir sin Evo. El enemigo a combatir por ambas candidaturas era, por lo tanto, el MAS, no Evo. Al MAS, sin embargo, no se podía combatir sin lesionar la organización social del pueblo boliviano.

Tanto Áñez cuando fue candidata, tanto Camacho y en menor medida Mesa, iniciaron una furiosa cruzada en contra de Evo - su vida sexual fue el principal blanco de ataque – y en contra de lo que ellos imaginaban era el evismo. Por mientras, Arce movilizaba a las bases del MAS y estas continuaban haciendo un trabajo político de topo, hasta alcanzar a las comunidades más alejadas de las urbes, allí donde no hay encuestas ni encuestadores. En esa errada campaña, la ultraderecha boliviana se mostró tal cual es: caudillista, pendenciera, clasista, incluso racista y, por si fuera poco, enarbolando una simbología religiosa correspondiente a la Bolivia militarista y oligárquica del siglo XX.

Luis Fernando Camacho, quizás sin darse cuenta, quebró toda posibilidad de unidad electoral opositora. Su verbo agresivo, su fanatismo religioso, su regionalismo radical, sus peleas contra otros caudillos como Marco Pumani, lo llevaron a ensanchar las de por sí enormes diferencias que lo separaban de la candidatura de Mesa.

La impresión final, dicho en síntesis, es que esa oposición, ni aún unida habría dado garantías de gobernabilidad. Así se explica por qué sectores sociales que en el pasado nunca habían sido evistas ni masistas fueron inclinándose poco a poco a favor de Luis Arce, un hombre no mesiánico pero, comparado con Evo, sumamente sobrio.

¿Qué camino tomará Luis Arce? ¿Se convertirá en la simple sombra de Evo? ¿Un personaje que repetirá el rol jugado por Héctor José Cámpora en Argentina cuando candidateó en nombre de Perón solo para facilitar el regreso triunfal del mitológico caudillo? (su lema era, “Cámpora al gobierno y Perón al poder”) ¿O se desligará de Evo como hizo Lenin Moreno con Rafael Correa en Ecuador? ¿O buscará una vía intermedia? Nadie lo sabe. Lo único seguro es que Arce continuará la línea y el programa del MAS: socialmente inclusivo, ideológicamente socialista, políticamente corporativista, económicamente capitalista.

Desde el punto de vista internacional, el triunfo de Arce no deja de tener cierta importancia. Como todo presidente boliviano, reclamará a Chile una salida al mar (eso está programado). Por otro lado, aumentará el espectro de los gobiernos de “izquierda” en América Latina, pero esta vez sin el furor del fenecido socialismo del siglo XXl iniciado una vez por Chávez. Lo más probable es que no reconocerá al “gobierno” de Guaidó en Venezuela lo que en sí no tiene ninguna importancia pues ese “gobierno” nunca ha existido. Pero siguiendo la ruta de su colega argentino Alberto Fernández y, a diferencias de Evo, tampoco cerrará muy estrechas filas alrededor del impresentable Maduro. Y no olvidemos, si Biden y no Trump llega a asumir el gobierno en los EE UU, Arce deberá suavizar un tanto la retórica antimperialista de la cual profitaba Evo gracias a Trump.

Más de lo dicho no podemos adelantar por el momento. Sería temerario. El futuro es siempre una puerta abierta hacia la oscuridad.

Octubre 21, 2020

Polis

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El negacionista

Fernando Mires

La función no ha terminado. Aunque ya hemos visto bastante para hacernos una idea aproximada de lo que puede venir, Trump brinda espectáculo, mantiene la atención, medio mundo contiene el aliento en espera de que ejecute su salto mortal. O su ascenso a presidente con funciones redobladas para realizar el sueño de la supremacía mundial, o su caída frente a un Joe Biden, incapaz de despertar entusiasmo aún entre los más suyos. Pero quien sabe si ahí resida la fuerza de Biden cuyo hablar tan tranquilo, cuyos modales tan cuidados, cuya apariencia tan frágil, producen un contraste inmenso frente un presidente devenido en energúmeno.

Tarde para Trump sería cambiar su estilo. Solo le queda exagerarlo. En las próximas semanas nadie se aburrirá, lo garantizo señor. A un lado, un demócrata. Al otro, un republicano pro-forma, pero en el hecho un líder de un partido que trasciende tanto a demócratas como a republicanos. Es el partido trumpista, un partido que va más allá del bi-partidismo clásico.

Entre ambos candidatos tendrá lugar una disputa inédita. Los electores decidirán cual es la realidad que prefieren: la que se presenta ante nuestros conocimientos, o la realidad de Trump. La segunda niega radicalmente a la primera. Por esa, y por otras razones, Trump ha sido tildado como negacionista. Efectivamente, no solo es negacionista, es además, un negacionista radical.

¿Qué significa ser negacionista? Para despejar digamos que ser negacionista no significa negar. Quien algo niega es simplemente un negador. Negacionista en cambio – el “ista” lo indica – es una postura cuyo objetivo es eliminar una parte de la realidad en aras de una visión de mundo, de un sistema de creencias o de una ideología.

El negacionista, reiteremos, no niega a toda la realidad sino a la parte de ella que no se ajusta a sus objetivos. Eso no significa que el negacionista contradiga a esa parte de realidad, entiéndase bien. Pues contradecirla implicaría aceptar su existencia. Los negacionistas, como el nombre lo dice, no contradicen, simplemente niegan.

Por cierto, Trump no es el primer negacionista de la historia. Quizás el caso más extremo fue Hitler. El perverso líder creía efectivamente en la superioridad de la raza aria y todo lo que contradijera su creencia debería ser suprimido, es decir, declarado inexistente. El hecho de que muchos miembros de la comunidad judía destacaran en los terrenos del intelecto, de las artes, de la economía y de la política, contradecía la “tesis” de Hitler. Para que la contradicción desapareciera, había que negar la existencia de los judíos. Pero como los judíos existían, debían desaparecer de la faz de la tierra. El Holocausto fue el acto mediante el cual los nazis destruirían toda posibilidad de contradicción.

Toda contradicción confiere ambivalencia a la realidad, la que cuando es contra-dicha se transforma en discursiva (discutible). La negación en cambio, elimina la ambivalencia y con ello a toda discusión. ¿Cómo discutir en contra de algo que no existe?

Para cada mente autoritaria la ambivalencia es un escándalo, escribió Sygmunt Bauman, en uno de sus más celebrados libros (Modernidad y Ambivalencia). Suprimir la ambivalencia, vale decir, la posibilidad de que algo no sea totalmente definido, la de que exista un sí frente a un no, la de que esto sea también lo otro, es una de las misiones propias a las dictaduras y a otras formas de gobiernos antidemocráticos. Quiere decir, todo lo que se oponga a la verdad del poder, deberá ser negado o, en su defecto, suprimido.

Podemos encontrar así dos tipos de negacionistas. Los a priori y los a posteriori. Hitler y su mellizo comunista, Stalin, pertenecían a la segunda especie, simplemente hacían desaparecer a sus enemigos. Los a priori, y a esa especie pertenece Trump, se contentan con declarar la inexistencia de todo lo que contradice a sus propósitos.

¿Cambio climático? No existe, el clima sigue siendo el mismo de siempre. ¿Enemigos democráticos? No existen, son todos comunistas. ¿Covid 19? No existe, se trata de una simple gripe. Visto así, los aprioristas parecen ser mucho menos peligrosos que los aposterioristas. No suprimen lo que niegan. Simplemente lo niegan. No obstante, los daños que pueden causar, ya sea por omisión o complicidad, pueden ser muy grandes. Más todavía si se tiene en cuenta que los negacionistas no actúan solos. En el hecho están apoyados por muchas personas que necesitan negar la realidad para transitar en el mundo idealizado en que ellos viven. Podríamos decir incluso que el factor negacionista es constitutivo a la mente humana.

El negacionismo, aunque parezca irracional decirlo, es una posibilidad de la razón. De acuerdo a Kant (Crítica de la razón práctica) el humano es el único ser dotado con la capacidad de transfigurar a la realidad. Para el gran filósofo la facultad del saber pensar implica no solo la posibilidad de engañarse, sino también la de mentirse, es decir, la de negar la verdad sustituyéndola por una mentira o por una no-verdad. O como en el caso de Trump, por la de negar una realidad sin sustituirla.

Puede que alguien con conocimientos psicológicos argumente que para mejor vivir, o para convivir con los demás y consigo mismo, sea necesario conservar un mínimo de negacionismo. Al fin y al cabo, olvidamos lo que queremos olvidar y si lo olvidamos es porque no deseamos mantenerlo en el recuerdo. Y a veces por razones muy explicables. La verdad, como lo demostró Henrik Ibsen en su obra El Pato Salvaje, suele ser destructiva. Por eso hay mentiras piadosas. En cambio, no hay verdades piadosas. Las verdades son implacables.

En términos sociales, el negacionismo, si no justificable, es explicable. ¿Qué mejor para un buen ciudadano alemán amante de su nación si alguien dice que el holocausto nunca existió, que fue solo una invención de los vencedores de la guerra? ¿Qué mejor para un comunista si alguien dice que los crímenes de Stalin solo fueron una invención del imperialismo? ¿Qué mejor para un fanático de los automóviles si alguien dice que la emisión de dióxido de carbono no influirá en el cambio climático porque este nunca ha existido? ¿Qué mejor para un vacacionista compulsivo si alguien dice que la covid-19 no es más peligrosa que una simple gripe?

En fin, no solo olvidamos lo que queremos, además, creemos lo que queremos creer. Y más lo creemos si el que habla no es un cualquiera sino nada menos que el presidente del país más poderoso de la tierra.

Trump, ya sea por convicción o por simple conveniencia, conoce probablemente la fuerza del negacionismo que el mismo profesa. Pero ya lo sabemos: si resulta elegido, lo será no por haber proclamado verdades sino por haberlas negado. Lo que nunca sabremos es si Trump cree en sus negaciones hasta el punto de poner su propio cuerpo en peligro mortal o si la suya es una simple deformación del carácter. Como sea, Trump ha terminado por convertir a la pandemia en una aliada política. Covid 19 la nombra solo para ser negada y así ganar el apoyo de los negacionistas. Si estos son mayoría, lo sabremos en noviembre.

¿Estamos frente a uno de los más grandes manipuladores de la historia política universal, o solo frente a un político de mente perturbada? No está excluida tampoco la posibilidad de que sea las dos cosas a la vez. Lo único seguro es que después de la era Trump, la tarea de quien lo suceda deberá ser no solo política sino pedagógica: la de restaurar la verdad sobre su negación. Tarea muy difícil pues, derrotado o victorioso, el trumpismo seguirá existiendo después de Trump, ya sea como movimiento anticultural y antipolítico, ya sea como un espíritu de su propio tiempo.

8 de octubre 2020

Polis

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Twitter: @FernandoMiresOl

Biden-Trump: lo que está en juego

Fernando Mires

Siempre las elecciones norteamericanas han sido seguidas con sumo interés –a veces incluso con pasión- por la opinión pública mundial. Y no faltan motivos. Aparte del espectáculo mediático que ofrecen sus preliminares, los EE UU son, aun viendo cuestionado su poderío económico -y probablemente lo será por un buen tiempo- una potencia tecnológica, cultural, y sobre todo, militar. Eso quiere decir que, más allá de la voluntad de sus gobiernos, con Trump o sin Trump, EE UU juega y seguirá jugando un rol decisivo en las relaciones internacionales. No es exagerado afirmar entonces que del curso que tome la política norteamericana en el futuro próximo, depende el destino de otras naciones.

Los electores estadounidenses deciden, como todos los electores de esta tierra, de acuerdo a sus intereses, ideales y pasiones. Un norteamericano común y corriente votará por menos impuestos, por mejor atención hospitalaria, a favor o en contra de la contaminación ambiental, por los derechos de las mujeres o de los hombres o de los animales, y por tantas otras cosas. Pero para el resto del mundo hay algo más que está en juego: ese algo más es la persistencia o abolición de la doctrina Trump de la cual Trump no es el autor sino, más bien, su expresión corpórea.

¿Tiene acaso Trump una doctrina como la tuvieron Wilson, Roosevelt, Kennedy u Obama? A primera vista pareciera que no. Pero si observamos con detención - más allá de sus cambios de humor, de sus agresiones verbales, o de su exagerado exhibicionismo - Trump se ajusta a una doctrina mucho más rígida que las de sus predecesores.

Ahora, si quisiéramos resumir en tres palabras a la doctrina Trump esas serían: Economicismo, nacionalismo y bilateralismo. La primera palabra es la sustancial. Las otras dos son derivados de la primera.

Entendemos por economicismo la determinación de todas las esferas de la vida por la razón económica. Trump, como muchos otros gobernantes, es tributario de ese determinismo. Y aunque parezca ironía, la doctrina Trump se encuentra ligada a una matriz ideológica que caracterizó al pensamiento político-social desde mediados del siglo XlX. Las variantes de esa ideología son fundamentalmente dos: el liberalismo económico y el marxismo.

¿El marxismo? Sí, el marxismo: mientras el liberalismo económico propagaba a partir de Adam Smith la regulación de la sociedad mediante “la mano invisible” del mercado, el marxismo de Marx propagaba la regulación de la sociedad de acuerdo al desarrollo de las “fuerzas productivas”. No sin razón, para muchos autores, el marxismo fue originariamente una radicalización del liberalismo económico. Y el propio Marx lo testimonió: las principales fuentes de su teoría económica son liberales, entre ellas la teoría del valor según Adam Smith y la teoría de la renta de la tierra según David Ricardo. Pero no insistiremos aquí en ese interesante tema. Valga solo como enunciado.

Donald Trump es, como marxistas y neo-liberales, un economicista radical. Eso quiere decir que todos los pilares de su política nacional e internacional están determinados por la economía, entendiendo por ella el aumento de la riqueza de su país. Su nacionalismo se diferencia del nacionalismo romántico, racista o fascista proveniente de Europa. El suyo es, antes que nada, un nacionalismo económico. América first significa no dar un paso si este no conduce a ganancias contantes y sonantes para los EE UU. El nacionalismo económico de Trump, visto así, es un proyecto reactivo, o si se prefiere, regresivo. Se trata de un intento de volver a la era de las economías-nacionales frente a los embates de una globalización que no es obra de nadie sino un proceso objetivo no detenible. Dicho en las palabras del ex ministro de relaciones exteriores de Alemania, Joschka Fischer: “Entre la doctrina de “los Estados Unidos primero” de Trump y el esfuerzo del primer ministro británico, Boris Johnson, de “volver a tomar el control”, el denominador común es un anhelo por revivir momentos idealizados de los siglos XlX y XX” (……) “En la práctica, estos eslóganes representan un retroceso contraproducente. Los fundamentos de un orden nacional que enaltece la democracia, el régimen de derecho, la seguridad colectiva y valores universales ahora lo están desmantelando desde adentro, minando así su propio poder” (La tragedia transatlántica, Project Syndicate, 29.09.2020).

Naturalmente, dirán sus seguidores, el intento que representa Trump no es reprochable. ¿No es deber de todo gobierno velar primero por el bienestar de su país antes que por el de otros? Por supuesto, es la obvia respuesta. El problema, no obstante, aparece cuando ese bienestar tiene lugar sobre condiciones que lesionan principios, tradiciones y acuerdos, no solo en los EE UU. Pues un país no es un compartimento estanco, es una unidad política y cultural formada por finos tejidos que no solo son hilados por el principio de la competencia sino también por el de la mutua colaboración, la que no siempre es económica. Las alianzas internacionales, por ejemplo, tienen lugar en espacios marcados por diferencias y afinidades culturales, enemigos o peligros comunes. Luchar en conjunto en contra del cambio climático, de la desertificación, de la contaminación de las aguas, de las desigualdades de género, de las constantes migraciones que provienen de las zonas ex colonizadas y, por sobre todo, de la defensa de la democracia en contra de autocracias y dictaduras, no son acciones que generan una rentabilidad inmediata, aunque a largo plazo pueden ser muy rentables para sus actores. No así para Donald Trump y los suyos. O sus decisiones son regidas por el principio de la razón económica inmediata o no valen. Ese pareciera ser su lema.

Justamente enfocado en la pura competencia económica, Trump detecta como principal competidor a China. Como gerente de una nación-empresa, para Trump las palabras competidor y enemigo son prácticamente sinónimos. Y la competencia internacional es, no puede ser otra cosa, una guerra económica. Luego, ha declarado la guerra económica a China. Algo lógico y natural si la superioridad de una nación fuera solamente económica. Pero, ¿es así?

China está efectivamente en condiciones de superar económicamente a los EE UU y en el hecho lo está haciendo. ¿Qué significa eso? Significa solo que el volumen de crecimiento económico anual superará al de los EE UU. Nada más.

EE UU, como segunda empresa mundial puede, sin embargo, seguir siendo primera potencia en otros terrenos: el de la industria militar, el de la tecnología digital, el de la cinematografía y la cultura, el de la educación escolar y universitaria, y sobre todo, el de la producción de una mercancía que no tiene precio: la de las libertades públicas y privadas. En ese sentido el trumpismo parece confundir dos términos que se parecen, pero no son lo mismo: dominación y hegemonía.

La dominación se erige sobre la base de la supremacía, la hegemonía sobre la base de la convicción. Nadie puede imaginar, por ejemplo, que los occidentales adoptarán el modo de vida chino, pero casi todos podemos imaginar que los chinos adoptarán (porque lo están haciendo) el modo de vida occidental. China puede llegar a ser una nación económicamente dominante. Los EE UU, apoyados por el mundo político occidental, podrían llegar a ser en cambio una nación política y culturalmente directriz (o sea, hegemónica) El proyecto de Trump, destinado en el fondo a seguir el camino chino, solo puede ser realizado contradiciendo el principio hegemónico representado por los EE UU. No sin razón los intelectuales, los académicos, los artistas, los movimientos emancipadores, los defensores de los derechos humanos, en fin, todos los que para bien o para mal son productos netamente occidentales, nunca votarán por Trump. El proyecto de Trump, nacido en occidente, no es políticamente occidental.

Occidente, por lo menos el occidente político, es el producto de un larguísimo proceso de luchas democráticas. El ideal de Kant, ese mundo basado en las diferencias articuladas en instituciones multinacionales, había comenzado a hacerse lentamente después de las ruinas dejadas por la segunda guerra mundial. La ONU, la UE, la NATO, incluso la OEA, surgieron con el objetivo de garantizar la paz entre las naciones. El multilateralismo ha sido respuesta histórica al bi-lateralismo que llevó a la destrucción de Europa. No obstante, para el trumpismo, la multilateralidad es un obstáculo para su proyecto nacionalista económico.

Trump, no es ningún misterio, así como ubica a su enemigo económico en China, ubica a su enemigo político en la Europa Unida, en esa Europa dirigida en estos momentos por Macron y Merkel. De ahí que su propósito sea destruir la Alianza Atlántica cuyo nexo militar es la NATO. En ese proyecto no está solo. Lo acompañan los brexistas ingleses, los populismos nacionalistas acaudillados por líderes patriotas, confesionales e integristas como el húngaro Orban, el polaco Kaczynski, el italiano Salvini, el neo-fascismo de Afd en Alemania y muchos más. Pero sobre todo lo acompaña Putin y (tácitamente) Erdogan. El primero persiguiendo el objetivo de construir un imperio euroasiático dirigido por el Kremlim. El segundo buscando convertir a Turquía en la nación directriz del mundo islámico. No de otra manera se explica el silencio sepulcral de Trump frente a los desmanes internos y externos de Putin o frente a las masacres perpetradas por Erdogan a la población kurda. Sobre el intento de asesinato a Navalny y sobre la sublevación de los demócratas de Bielorrusia, Trump ha guardado también silencios que rayan con la complicidad. A fin de cuentas, sigue al anti-político proverbio árabe, hecho suyo por todas las mafias del mundo: “los enemigos de mis enemigos son mis amigos”. Aunque sean canallas, asesinos y dictadores.

Las elecciones norteamericanas han sido siempre importantes para el resto del mundo. Pero las que vienen serán las más importantes de todas. Si Biden logra imponerse, conservará sin duda algunos logros económicos del gobierno de Trump. Pero su tarea será otra: su eventual presidencia podría detener, o por lo menos neutralizar, la balcanización del mundo impulsada desde Washington.

Esas elecciones dirán si el gobierno de Trump fue solo un momento regresivo de la historia estadounidense, o el comienzo de un proyecto destinado a reconvertir al mundo en fragmentos nacionales y nacionalistas. Ese es el dilema. Pues Trump no es solo Trump, detrás de él están los neo- nacionalismos europeos, las potencias euroasiáticas, los populismos resultantes de la ruina de la sociedad industrial y, sobre todo, las masas consumistas del mundo entero.

América Latina tampoco es ajena al vendaval trumpista. Después del declive de los movimientos populistas “de izquierda”, asoma un populismo “de derecha” (la otra cara de la misma moneda), patriotero, militarista, agresivo. Jair Bolsonaro en Brasil, Nayib Bukele en El Salvador y en cierto modo Iván Duque en Colombia, ya están alineados en la órbita trumpista. En otros países asoman nombres que buscarán sus espacios en el futuro cercano como Luis Fernando Camacho en Bolivia y José Antonio Kast en Chile, representantes ambos de un nacionalismo económico con importantes enclaves en los sectores medios. Y, no por último, en Venezuela, el trumpismo ha terminado por convertir a gran parte de la oposición - otrora liberal y democrática- en una agrupación extremista hecha a su imagen y semejanza.

PS. Justo al terminar este artículo llega la noticia de que Trump y su esposa han sido afectados por Covid-19. Desde mi modesto lugar de escritura, deseo a ambos una pronta recuperación.

2 de octubre 2020

Polis

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Los europeos

Fernando Mires

Los Europeos de Orlando Figes es un monumental libro de historia. El tema: la revolución cultural de Europa durante el siglo XlX. El método: la multideterminación entre hechos, procesos y personas. El objetivo: pensar lo que sigue después de esa historia.

No será mala idea entonces comentar el libro siguiendo ese mismo orden.

1. El tema: La revolución cultural de Europa durante el siglo XlX

Quizás deberíamos hablar, en los términos que otorga Claude Lefort al término, de una sola revolución democrática, una que ha tenido y seguirá teniendo lugar en diferentes lugares. Una revolución que comenzó siendo política con la independencia de los EE UU, que continuó siendo industrial (técnica y económica) en Inglaterra y que, en la Francia jacobina, fue social. En el hecho las tres revoluciones se han dado en cada uno de esos tres sucesos. No obstante, sus componentes han tomado un rol directriz o hegemónico diferente en los tres países mencionados.

Solo una mirada macroscópica puede entender a los tres acontecimientos como partes inseparables de un solo proceso que, al parecer - después de las revoluciones anti soviéticas de fines del siglo XX, de la caída de las dictaduras militares en Sudamérica, de las “revoluciones de las flores” (Ucrania, Georgia, Serbia) del siglo XXl cuyo último estallido lo estamos viendo en Bielorrusia - no ha terminado todavía. Un ejemplo fue que esa misma revolución francesa predominantemente social de 1789 estuvo precedida por el estallido cultural de la Ilustración cuyo espíritu liberador se extendió, también bajo formas culturales, a lo largo del siglo XlX, independientemente a los sistemas políticos que regían en cada uno de los países de la Europa geográfica (incluyendo a Rusia).

Hay que marcar el término Europa geográfica. Pues Europa hasta el siglo XlX era solo territorial. Gracias a la expansión de una cultura cuyo punto de partida y cuyo faro luminoso fue Francia, comenzó a ser una Europa cultural antes de convertirse en lo que quiere ser hoy –y todavía no es- una Europa política y económica.

Como anota Orlando Figes, antes de la irrupción cultural decimonónica era usual que la mayoría de los europeos recurrieran al “modelo” propuesto por Montesquieu (El Espíritu de las Leyes) de acuerdo al cual existía una Europa del norte progresista y una Europa del sur atrasado. O al aún más refinado de Voltaire, quien nos hablaba de un Occidente culto y civilizado y de un Oriente semiasiático representado en Europa por Rusia y Turquía.

El hecho es que gracias al desarrollo cultural fue naciendo otra Europa: la Europa cosmopolita, centro del estudio de Orlando Figes. Una verdadera revolución cultural. ¿Cómo fue posible ese fenómeno? Figes recurre en ese punto a una metodología tradicional, introduciendo en la trama a uno de sus personajes principales. Ese personaje se llama: ferrocarril.

2. El método: La multideterminación

Gracias al ferrocarril las distancias lejanas se convirtieron en cercanas. Viajar aunque fuera una vez en la vida a otro país llegó a ser práctica anual. Lo amoríos distantes y utópicos se hicieron cercanos y eróticos. Aparecieron los viajeros y luego los tours, de los tours nacieron los touristas y de los touristas, la industria turística. Los países exóticos dejaron poco a poco de serlo. Los artistas, científicos, literatos, trabaron conocimiento y fueron articulándose entre sí y las ideas comenzaron a circular a una velocidad insospechada. La Europa ferroviaria, más pequeña, comenzó a conocerse a sí misma después de haber estado tan separada por la Europa de caballo y cochero.

¿Estamos hablando de una determinación de la técnica por sobre la cultura? A primera vista, sí. A segunda vista, no. La necesidad del acercamiento cultural, el naciente ideal cosmopolita, en fin, las proximidades, crearon nuevas demandas a la economía y a la tecnología. Las casas editoriales generaron nuevos oficios, entre ellos los traductores, y por cierto, nuevas técnicas: apareció la linotipia y gracias a la linotipia la literatura comenzó a ser verdaderamente universal.

Poco a poco fue tomando forma una “nueva clase”: una elite cultural de características continentales. No solo miembros de esa nueva clase, en gran parte sus fundadores, fueron, según Figes, tres personas: la cantante de ópera Paulina (García) Viardot, su esposo, crítico de arte y literatura, Louis Viardot, y el apasionado amante de Europa y Paulina, el escritor ruso Ivan Turgénev. Uno de los varios méritos de Figes fue haber descubierto el rol de este trío, haber hurgado en sus más íntimas correspondencias y haber entendido que, para que aparezcan hechos históricos, no solo se requieren determinadas condiciones materiales sino, además, la existencia de actores que estén en condiciones de actuar sobre la base de ellas.

El original ménage aux trois entre la española Paulina, el francés Louis y el ruso Turgénev, conformó también un núcleo militante cuyo trazado objetivo fue agrupar a los miembros más destacados de la cultura europea. Residencias como las de Baden Baden, entre otras, fueron convertidas en lugares de peregrinaje para artistas y escritores de todos los países. En ellas, Dostojevski llegó conocer a su admirado Charles Dickens quien inspiró su primera novela (Pobre Gente), Flaubert y Zola pudieron practicar sus amistosa enemistad, Paulina confesar intimidades femeninas (y quizás feministas) a George Sand y a Clara Schumann, y los pintores todavía no famosos, algunos casi andrajosos, entre ellos Cézanne, Monet, Renoir, Degas se conformaban con una comida caliente y un buen vino mientras escuchaban a Wagner hablar mal de Meyemberg y Mendelsohn (y viceversa), o a Turgénev recordando a Rusia junto a Gogol, Chaicovski, Mussorgski. Y Rimski-Korsakov dejándose embelesar por Debussy. Y tanto más. Toda un pléyade de genios divagantes sin los cuales nuestro Occidente cultural nunca habría llegado a ser lo que es.

Europa comenzó a ser “una Europa” desde el momento es que se convirtió en territorio del arte, del pensamiento, de la música, un espacio donde se cruzaban diversas tradiciones, tanto cosmopolitas como nacionales y, a veces, con destinos cruzados. Un ejemplo: los temas de Wagner eran cada vez más nacionalistas, pero su tonalidad era cada vez más internacional. A la inversa, los temas de Verdi eran cada vez más internacionales, pero su tonalidad fue siempre muy nacional.

En Europa nacía una cultura de la heterogeneidad y de las diferencias, signo que hasta ahora es su marca.

Nada de eso habría sido posible sin el ascenso social y económico de la inculta burguesía sobre las ruinas del feudalismo, habría dicho un historiador marxista. Pero no, demuestra Figes, la relación entre la cultura y los representantes de la economía fue más bien ambivalente. Tensa por un lado, amistosa por otro. Quizás no pudiendo ocultar mutuos desprecios, ambas “clases” comprenderían pronto que los unos no podían prescindir de los otros. Los artistas y escritores entendieron que sin la intermediación del dinero nunca podrían dar a conocer sus obras. Los empresarios, a su vez, no tardaron en ver en el mundo de las artes un campo de suculentas inversiones. Así aparecieron las grandes librerías, los teatros que atraían públicos internacionales, algunas pinturas alcanzaron precios desorbitantes -echando por el suelo la tesis marxista de que el valor de cambio está determinado por el precio de la fuerza de trabajo– nuevas modas e indumentarias nocturnas, y no por último, el prestigio que otorga a un empresario codearse con personajes del mundo de las artes y de las letras.

La Europa cosmopolita era sin duda más rentable que la Europa de las naciones. Por supuesto, del cruce entre la demanda burguesa y la oferta cultural surgieron productos intermedios, algunos de pésimo gusto, pero otros deliciosamente vulgares. De la ópera nació la opereta, de las sinfonías los valses vieneses, y no olvidar, ese impúdico "can-can" sublimado por Touluse-Lautrec. De la pintura naturalista nació el paisajismo y, de la gran literatura, la novela por entregas.

Los artistas se vendieron a la burguesía, nadie lo niega, pero se vendieron bien. Tanto fue así que, lentamente, los artistas comenzaron a desplazar a los militares en el culto público. Los grandes monumentos durante el siglo XVlll eran militares, dedicados a los héroes sangrientos de la nación. Durante el siglo XlX en cambio, aparecieron monumentos a próceres artísticos e intelectuales. Plazas y calles recibieron nombres de escritores y poetas. Y los funerales de los autores más conocidos pasaron a convertirse en asunto de estado. Sobre todo en Francia. Los funerales de Victor Hugo, por ejemplo, congregaron a las autoridades de toda Europa mientras las calles de París eran inundadas por muchedumbres portando coronas de flores. Nunca, desde Atenas, los nombres de la cultura habían ostentado tanto poder. Fue, así nos la presenta Figes, una verdadera revolución.

3. La historia después de la historia

Lamentablemente no existe revolución sin contrarrevolución.

La alianza, de por sí frágil entre empresarios internacionales y artistas cosmopolitas, no tardaría en despertar malestares sociales e ideológicos. Los discensos aparecieron dentro de la propia cultura. En la música las tendencias nacionalistas, no exentas de antisemitismo, comenzaron a abrirse paso. Wagner fue solo uno entre varios xenofobos. Pero sobre todo la reacción se desencadenó con furia en el campo de las artes plásticas en contra del aparecimiento de la pintura abstracta, tildada por sus enemigos como decadente y degenerada. La culpa la tuvo un invento: la máquina fotográfica.

Desde el momento en que apareció la fotografía, los pintores intuyeron que su tarea no podría ser más representar a la naturaleza y al cuerpo humano del modo más exacto posible. Frente a la fotografía solo cabía una respuesta: la representación inexacta de la realidad, intentar colorear lo que no se puede ver, e ir más allá de la forma externa. La pintura abstracta, en todas sus expresiones, sub o sobre realista, influiría a la poesía cuyos exponentes comenzaron a dejar atrás la rima, y a la música cuando compositores franceses como Berliot, Gounod, Debussy, Ravel, descubrieron los misterios de la disonancia. Demasiado para ese orden nacional estricto que querían imponer los nacionalismos emergentes en sus respectivas naciones.

El regreso de los nacionalismos llevaría a la guerra mundial de 1914 que a su vez produjo nuevos resentimientos nacionales. Desde el punto de vista cultural, sabemos que el nazismo fue una reacción irracional en contra de la cultura europea, el “asalto a la razón” lo llamaría Georg Lucas. Lo mismo ocurrió con el estalinismo, cuyo propósito objetivo – tema que analiza Orlando Figes en otra de sus obras: "La tragedia de un pueblo” - fue separar a Rusia de Europa.

Después del comunismo, no pocos representantes de la cultura rusa creyeron que había llegado la hora de re-europeizar a su país. Se engañaron. Bajo la férula de Putin continúa el camino impuesto por Stalin: separar a Rusia de Europa para convertirla en vanguardia de las naciones anti-europeas y occidentales.

Nada está escrito ni nadie sabe si Putin logrará su objetivo anti-europeo. Por ahora los líderes intelectuales de Rusia siguen mirando a Europa como el paraíso perdido que ayer cautivara al escritor Ivan Turgénev. Pero no solo en las artes. En Rusia y los países que domina, los habitantes de las grandes ciudades quieren salir de ese mundo nacionalista, confesional y patriarcal que intenta imponer el putinismo. Los manifestantes de Bielorrusia, antes que nadie sus valientes mujeres, luchan por las libertades vigentes en la mayoría de los países de Europa. Libertades que permiten no solo la diversidad de opiniones sino también la expansión del ser humano más allá de sus contornos sensoriales inmediatos.

El ser humano no solo es físico, es profundamente metafísico. Si esa frase es cierta, los putines, los lukashenkos y otras atrocidades, están condenados a perder. El espíritu de los Viardot (Paulina y Louis) y de Turgénev, continúa viviendo en Europa. Y aún más allá de Europa.

Polis

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Acerca de la vida en Venus (y en otras partes del universo)

Fernando Mires

Por lo menos trae consigo un aire erótico. Ya acostumbrados a escuchar cada cierto tiempo la noticia de que hay probabilidades de que “exista vida” en Marte, la posibilidad de que exista en Venus aparece como algo más poético e, incluso, más lógico. Venus es la diosa de la belleza y donde hay belleza, hay vida. En cambio Marte es el Dios de la guerra y donde hay guerra, hay muerte.

También suena algo más científico. Marte parece ser un planeta más seco que un río africano. Mucha piedra, varios agujeros, nada parecido a un arbusto. En cambio en Venus, dicen los astrónomos – pues quien aquí escribe no tiene la más pura idea - parece reunir las condiciones mínimas para dar nacimiento a algo parecido a la vida.

Por cierto, una cosa es que existan condiciones y otra es que de ellas surja la vida. Eso lo sabe cualquiera que de vez en cuando acomete un trabajo en un jardín. A veces, por ejemplo, buscamos las condiciones más ideales para que crezca una planta y allí echamos la semilla. Pero no sale nada. Y de pronto, en el lugar menos esperado, a veces en el más inhóspito, irrumpe la planta. Las plantas suelen ser caprichosas y les gusta escoger su propio lugar. Un poeta cursi diría, las plantas son como el amor. Nacen y aparecen cuando y donde menos se piensa.

Menos cursi, un científico español, investigador del Centro de Astrobiología (CSIC-INTA), Alberto González Fairén, publicó en El País un irónico artículo en contra de quienes aplican analogías para determinar conclusiones no comprobadas. Comentando el libro Cielo e Infierno de Carl Sagan, González Fairén ridiculiza a los científicos deductivistas cuando, más o menos, argumentan así: “Venus está rodeado por nubes, luego hay mucha agua, por lo mismo el terreno debe estar empapado, y de ahí nacen ciénagas, y en las ciénagas, helechos, y si hay helechos, quizás hay dinosaurios”.

La verdad, nadie lo sabe. Puede que en lugar de dinosaurios haya ratas acuáticas, peces voladores, pulpos sin tentáculos, ojos sin cabeza, sabe dios qué más. O puede que no haya nada. Sin embargo, en Venus hay ciertas probabilidades de vida. Es innegable. En las capas más altas de la atmósfera venusiana (linda frase para un poema nerudiano) ha sido detectada la fosfina (PH3), compuesto producido por microrganismos que para su reproducción no necesitan de oxigeno (todo lo contrario al maldito bicho portador de la Covid-19, pienso yo) Eso por cierto no significa que existan dinosaurios. Solo significa que hay condiciones para la vida. Pero la vida no son sus condiciones.

Lo que es inevitable, absolutamente inevitable, es que con el descubrimiento de la mentada fosfina, la imaginación comience a desbocarse. Los más ligados al mundo de la economía pueden pensar que Venus será nuestro planeta de repuesto y que después de haber secado la tierra y el mar a punta de emisiones tóxicas, continuaremos allí nuestro human way of life. Tampoco faltarán cristobal-colones que planearán viajes para someter indios extra-terrenales a quienes en vez de espejitos regalarán celulares. Los apocalípticos creerán que ha llegado la hora de redimir a la humanidad para dar origen a un nuevo comienzo de la historia. Y, por cierto, los filósofos proclamarán a los cuatro vientos que después de haber puesto punto final al geocentrismo, al antropocentrismo, al etnocentrismo, ha llegado la hora de saldar cuentas con el bíocentrismo. Les seguirán infaltables teólogos afirmando que la vida después de la muerte es precedida por la vida después de la tierra.

De cualquier modo, no sería mala noticia que existiera vida en Venus, aunque solo fuera para que los nacionalismos - esa plaga en cuyo nombre han sido cometidos los peores crímenes que el diablo pudo imaginar - terminen de una vez. Pues si hay vida en Venus nos entenderemos al fin como miembros de un solo pueblo terrestre, un pueblo más entre diversos pueblos planetarios, habitantes todos del espacio infinito.

Sería bueno, además que, si no en Venus, hubiera vida humana en otros planetas del universo. Y ojalá, esa vida fuera superior a la nuestra. Entendiendo por superior una cualificación no física sino más bien espiritual. Quiero decir, seres que estén ubicados más cerca de Dios que nosotros, aunque anden en cuatro patas, aunque vuelen sin alas, aunque tengan cinco ojos, aunque tengan sexos radioactivos. Al fin, todas, circunstancias determinadas por la humedad, la temperatura, la altura o qué se yo. Mas cerca de Dios quiere decir, entiéndase bien, más cerca de la palabra de Dios. Así lo dijo por lo menos Juan, el Evangelista: “Al comienzo fue el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios”

Debo aclarar: No sé si Dios existe. Pero sí sé que Dios no existiría entre nosotros si alguien alguna vez no lo hubiera nombrado. En cierto sentido somos los constructores semánticos de Dios. Todas las demás especies animadas, al carecer de palabra, son radicalmente ateas.

Que hayamos designado a Dios no significa, claro está, que lo hayamos creado. Puede ser que con las palabras lo hubiéramos solo descubierto. Puede ser también que Dios comienza a existir desde el momento en que lo nombramos y desaparece cuando lo olvidamos. El problema es que gracias al uso de las palabras, nos declaramos no solo hijos de Dios sino, eso es lo más grave, el punto más alto de la creación.

Ser el punto más alto de la creación no es broma. Si bien lo consideramos, es un castigo. Algo así como ser el primer alumno de la clase. Tener que matarse estudiando para conservar ese lugar mientras los otros chicos juegan, divirtiéndose, debe ser atroz. Ser el primero puede ser peor que ser el último. Sería excelente entonces que alguien nos quitara ese lugar que nosotros mismos nos atribuimos sin que nadie lo pidiera. Tal vez, desde ese momento, menos sobre-exigidos, comenzaríamos a ser más buenos con nosotros mismos.

Tiene que haber vida en otra parte, aunque no sea en Venus, pienso yo, cuando en esas noches sin nubes y con insomnios, me da por contar las estrellas una por una. Pienso también en que la probabilidad de que haya seres más cercanos a la divinidad que nosotros, no deja de ser seductora. Esos seres extra-terrestres, al ser el punto más alto de la creación, podrían actuar incluso como intermediarios entre Dios y el universo, tarea que evidentemente los humanos no somos capaces de cumplir sin enloquecer. No es necesario que sean semidioses, basta que estén un poco más cerca de Dios que nosotros de las culebras.

Por el momento, la esperanza tiene nombre de mujer: se llama fosfina y habita en Venus, la diosa de la belleza.

Septiembre 19, 2020

Polis

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El saber del no saber

Fernando Mires

Solo sé que nada sé, frase atribuida con mucha justicia a Sócrates, que aunque nunca la haya dicho, yace siempre latente en las interpretaciones que Platón hiciera de su palabra (Apología de Sócrates).

Solo sé que nada sé, entendida desde el campo de lo que sabemos, vale decir, desde esa partícula infinitesimal de realidad en la que nos movemos, ha sido frase maltratada en escuelas e institutos. Han querido inculcarnos con ella que debemos ser modestos y no ambiciosos, conformarnos con lo poco que sabemos, llevar una vida cuerda, amable. Solo sé que nada sé, sin embargo, significa exactamente lo contrario.

Significa que no debes ser modesto sino ambicioso de saber, que no debes conformarte con la migaja que sabes y que, para elevarte por sobre las sombras de tu horrenda miseria espiritual, debes saber más de lo que sabes (o de lo que eres). Que no debes llevar una vida cuerda y amable – dejemos esas cosas para Aristóteles y su ética- sino una vida loca y, en muchos aspectos, terrible. Solo sé que nada sé, es la frase que te abre los ojos para decirte que más allá de tu pobre realidad existe otra: la verdadera. Solo sé que nada sé no es entonces un no-saber sino un saber. Es el saber lo que no sabes, el más profundo de los saberes. Nuestro designio, destino y maldición.

El espacio del saber es un átomo del universo, un islote en el océano, una miga en el pan, un grano de arena en el desierto. O tal vez no es un espacio, y si lo es, es uno que traspasa a la tierra y la continua mucho más allá. Es también un abismo: el abismo del ser. Un abismo que no está abajo, un vacío que está más allá de todo y a la vez dentro de cada uno. Y, como todo abismo nos llama. ¿Es la muerte? No, la muerte es, cuando más, solo una estación en su recorrido infinito.

El llamado del no saber nos convida a saber. ¿Qué hacer para no escuchar sus estridencias? ¿Ese ruido aterrador de su vacío? ¿Cerrar los ojos, tapar los oídos o, como hacen tantos, vivir en el mundo simple de las cosas dadas? Será en vano. Hasta ahí, hasta el no-querer-saber-, nos llegará su rumor. A algunos aterra. Pues mientras menos quieren saber de “eso” más lo sienten. Muy pocos penetran en sus laberintos, y de ahí hay quienes no regresan más. Los que regresan viven entre nosotros deambulando con ojos desorbitados, llevando consigo la muerte en el alma: son los habitantes de las clínicas, los pacientes de los consultorios y, no por último, los locos del manicomio.

Freud llamó a ese universo desconocido “El Ello” al que unió después con el concepto de “lo desconocido”, “lo aterrador”, lo “siniestro” (Das Unheimlich) Lacan, más práctico, lo llamó simplemente “lo real”, esa realidad a la que no tenemos acceso. En contraposición, nuestra realidad, aquella donde pisamos, no es tan real como imaginamos. Peor todavía.

Los otros seres animados no necesitan imaginar nada. Viven su mundo. Nacieron programados para no saber. Ellos son sabidos. Siguen el programa que Dios, o sabe quién, les concedió. No conocen el saber del no-saber. Solo saben lo que necesitan para ser. Por más que queramos imitarlos, no lo conseguiremos. El aparato del saber del no-saber está incrustado en nuestro programa. Y aunque no queramos, aparece cuando menos se piensa, aún en las funciones más simples de la sobrevivencia.

El comer para alimentarnos no nos basta, lo transformamos en gastronomía. Al miedo de ser lo transformamos en terror y al terror en odio. A los significantes, dislocados, los transformamos en poesía. A los ruidos, en música. Al sexo, hecho para reproducirnos, lo transformamos en amor. Y al amor en ese espacio desconocido que siempre nos aguarda desde nadie sabe dónde (Lo que tú buscas en mí - dijo Sócrates a Alcibíades en el Banquete de Platón - yo no te lo puedo dar porque yo no lo tengo) Nunca estamos conformes, de una u otra manera el reino del no-saber nos llama y nos acosa. Somos de este mundo, sin duda, pero una parte de nosotros no reside en este mundo. Nuestro reino no es de este mundo.

Para buscar al reino que no es de este mundo hemos nacido. Pero para que nunca lo encontremos, nos hicieron. Así es la comedia humana.

13 de septiembre 2020

Polis

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Merkel, Navalny y Bielorrusia

Fernando Mires

Si Putin esperaba que Merkel iba a reaccionar con diplomática cortesía, se equivocó medio a medio. Pocas veces la hemos visto tan directa, tan enérgica. Hay razones: el atentado a Navalny fue la gota de agua que colmó el vaso. La cantidad de opositores asesinados en la Rusia de Putin es ya impresionante.

Merkel, evidentemente, intentó señalizar que el terrorismo de estado puede ser obviado en otras órbitas político-culturales del planeta. Pero Rusia, por lo menos en una importante extensión geográfica, pertenece a Europa. Pues una cosa es mirar hacia otro lado cuando los crímenes se cometen en el Lejano, incluso en el Cercano Oriente – al fin y al cabo son culturas pertenecientes a “otra” historia - que cuando tienen lugar cerca de la puerta de tu propia casa, ante las miradas aterrorizadas del vecindario. Merkel, como representante de una de las naciones líderes del continente estaba obligada a reaccionar como reaccionó. Y, consecuentemente, lo hizo.

Naturalmente, la actitud de Merkel tendrá consecuencias más allá de lo político. La más importante es que si las relaciones diplomáticas empeoran, podrían traducirse al nivel de lo económico. Esa parece ser la carta de Putin, un chantaje que, dicho en modo simple, puede ser así expresado: “si tú nos creas problemas nosotros te cortamos el gas”.

Hasta ahora la carta, aún sin jugarla, había mostrado eficacia. Cualquier gobierno europeo se muestra cuidadoso al hablar sobre la política del Kremlin. No así Merkel, hecho que debe haber descolocado a Putin. Más aún: el portavoz del gobierno alemán, Steffen Seibert, al ser preguntado si Merkel ha considerado la posibilidad de que se viera afectado el proyecto de gasoducto entre Rusia y Europa, respondió: “La canciller considera que sería un error descartarlo desde el principio”. En pocas palabras, Merkel no se dejó chantajear.

Merkel sabe por experiencia que no siempre las relaciones políticas se traducen en lo económico, donde priman lógicas diferentes. Suele incluso suceder que en la esfera de la economía el vendedor, en este caso Rusia, dependa más del comprador que al revés. El proyecto de gasoducto, además, ha sido suscrito por la mayoría de los países europeos. Difícil entonces que Putin arriesgue dar el paso económico, toda vez que en estos momentos, debido (no solo) a los efectos de la pandemia, la economía rusa atraviesa por una grave recesión que puede convertirse en crónica en caso de que, gracias a los nuevos yacimientos gasígenos descubiertos en el Mediterraneo, Turquía y/o Grecia, pasen a convertirse en los principales proveedores de gas en Europa.

Según el Presidente de la Comisión de Asuntos Exteriores del parlamento alemán, Norbert Röttgen, Putin, al mandar asesinar a Navalny, intentó matar tres pájaros de un tiro: descabezar al movimiento opositor (receta que está aplicando el tirano de Bielorrusia) justo en tiempos en los que debido a problemas como la desocupación, la pérdida de poder adquisitivo y la corrupción gubernamental, esa oposición comienza a ser activada. Y no por último, enviar un mensaje de terror a la oposición de Bielorrusia.

Putin, en fin, amenaza con cruzar la línea roja que separa a la guerra de la política. Si avanzará más allá de esas amenazas, está por verse.

El gobierno alemán ha entendido la nueva situación. Putin ha pasado a la defensiva y ese es su lugar más peligroso pues el jerarca no parece dispuesto a perder territorios en su zona colonial. Por lo mismo, necesita silenciar las voces que provienen desde Bielorrusia a la que Putin sigue considerando una provincia rusa. Visto el problema desde una perspectiva contraria, el movimiento post-electoral de Bielorrusia se ha convertido, incluso en contra de la voluntad de sus dirigentes, en un movimiento de liberación nacional. De ahí que las posibilidades de ser derrotados mediante la represión indirecta y directa de Rusia son muchísimas.

No obstante, una victoria militar sobre ciudadanos desarmados, la mayoría mujeres, no puede ser de ningún modo un éxito político. Todo lo contrario: Putin enfrenta la disyuntiva de perder los hasta ahora buenos contactos que mantenía con partidos y gobiernos europeos. De hecho ha terminado por crear una alianza de centro político en contra de sus amenazas. Polonia y los países bálticos han cerrado filas en torno a la UE y la UE en torno a Merkel. En Alemania, los extremos de izquierda, la Linke y AfD se encuentran acorralados debido a sus amistosas relaciones con el putinismo.

Desde su perspectiva geopolítica, Putin no puede darse el lujo de perder a Bielorrusia. Si renuncia a esa suerte de federación forzada entre naciones étnicamente eslavas y religiosamente ortodoxas - para recurrir a la terminología del filósofo de Putin, Alexander Dugin – su proyecto de ejercer hegemonía sobre la Europa democrática se vendrá definitivamente al suelo. En el mejor de los casos Putin tendría que conformarse con el rol que le asignó Barack Obama, el de ser mandatario de un simple imperio regional. En las palabras del Ministro de Asuntos Exteriores de Lituania, Linas Linkevicius: “Rusia no es una superpotencia, sino un superproblema”. Algunos políticos occidentales hablan de “estado mafioso” e, incluso, de “estado criminal”. No son precisamente las mejores credenciales para ejercer presencia política en Europa y otros lugares del mundo.

Lukashenko ganará sin duda la batalla militar, pero lo hará frente a un ejército inexistente. Desde un punto de vista político, ya está derrotado. Sus esfuerzos por aparecer ante Europa como un gobernante de una nación independiente, pertenecen al pasado. Hoy es visto como lo que es, no solo como un dictador, sino como un títere al servicio de una potencia extranjera. Incluso ya padece el síntoma enfermizo de todos los dictadores caídos en desgracia, el de identificar su nombre con el destino de la nación. Así fue como declaró ante periodistas rusos: "Yo no me iré así como así. Dediqué un cuarto de siglo a construir Bielorrusia. No voy a tirar todo por la borda de buenas a primeras. Además, si me voy, se cargarán a mis partidarios” (sin comentarios).

Putin y Lukashenko controlarán al estado, no así a la sociedad de Bielorrusia. Hasta que llegue el día en que estado y sociedad coincidan, Bielorrusia sera una nación ocupada. Podría pasar mucho tiempo bajo esa condición (es inevitable recordar a Checoeslovaquia después de la invasión soviética de 1968). La Europa democrática, abandonada militar y políticamente por el gobierno de Donad Trump y luego económicamente por la Inglaterra del Brexit, está recién, bajo la conducción de Macron y Merkel, reordenando sus filas.

Trump, evidentemente, no ve en Putin a un enemigo, ni siquiera a un adversario, sino más bien a un socio en una empresa destinada a demoler a la UE, vista por el presidente norteamericano como una organización supraeconómica que contradice sus proyectos bi-laterales destinados a enfrentar a China en la arena comercial. Esa es la cruda realidad: Trump es un gobernante económico y no político. Los principios y los ideales cuentan para él solo si son económicamente rentables. El desinterés que ha mostrado Trump frente al intento de asesinato a Navalny, pero sobre todo frente a la revolución nacional y democrática de Bielorrusia, raya definitivamente con la complicidad.

Merkel parece haber captado la esencia de la gran contradicción de nuestro tiempo. Esa se da entre la democracia y regímenes no, y anti-democráticos. Pronta a abandonar la política activa, busca dejar un mensaje, tal vez un legado: el de defender y ampliar los principios democráticos sobre los que reposa históricamente Europa. Desde la segunda guerra mundial no han estado tan amenazados.

PS. 10.09.2020. Según informe médico, Navalny ya está en condiciones de hablar. La policía alemana ha reforzado su vigilancia por temor a un nuevo atentado. La realidad, por ahora, es un thriller.

Polis

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Parásitos de la libertad

Fernando Mires

Más de 35.000 personas en Berlín, multitudes organizadas por la extrema derecha, protestan en contra de las medidas propuestas e impuestas por el gobierno para contener la expansión de la Covid-19. No solo llamó esta vez la atención la cantidad sino la ira, ese odio que se observa en las transfiguradas caras de los manifestantes. Algunos tratan de parecer combativos, pero solo parecen agresivos, o mejor, destructivos.

“Ojalá se contagien entre ellos y nos dejen tranquilos”, dice irritado alguien que los observa. Pero no será así. Los aerosoles que salen de las bocas de esos manifestantes apretados unos con otros contaminarán también a los que no tienen nada que ver con ellos. Después de haberse infectado en el delirio multitudinario, trasladarán el virus a los buses, a los trenes, a los supermercados. Gracias a ellos morirán otras personas.

De hecho, la concentración en sí es desde el punto de vista ético, criminal. Lamentablemente no lo es desde el punto de vista jurídico. La ley no argumenta, el derecho a reunión está estipulado con letras firmes en la Constitución, es inviolable, y su aplicación jurídica es automática, jamás discursiva. Las leyes cuando han sido dictadas no se debaten, se aplican.

Nuevamente nos encontramos con una de las paradojas no resueltas de la democracia: la que nos dice que la democracia para ser democracia debe regir no solo para los demócratas sino también para los antidemócratas. Estos últimos usan y abusan del derecho a no ser demócratas. También gozan de las libertades que niegan en nombre de la libertad.

Sí: de la libertad. Libertad de no llevar máscara, de no guardar el metro y medio de distancia, de no lavarse las manos. Libertad para contagiar al prójimo. Libertad que es de ellos pero no de otros. Gracias al uso pervertido de esa libertad, unos serán intubados. Otros morirán.

¿De dónde proviene tanta chusma desquiciada? Leyendo a Yubal Harari, es posible pensar en un hecho que no conviene hacer público, pero que cada vez demuestra más su clara evidencia. No todos los seres humanos han alcanzado el punto que marca el nacimiento del homo sapiens, deducimos del notable historiador israelí. Entre nosotros hay hordas que quedaron rezagadas en fases pretéritas del desarrollo de la humanidad. No es que sean retardados -entiéndase bien- . Muchos de esos manifestantes pueden desarrollar complejos trabajos, algunos técnicos, mecánicos, incluso hay uno que otro letrado entre ellos, en suma: pueden dar pruebas de un coeficiente intelectual normal. Pero carecen de algo. Ese algo es la capacidad de pensar, de preguntarse a sí mismos sobre la razón y el sentido de las cosas. Poseen inteligencia instrumental, y nadie se las va a negar. La que no poseen es una inteligencia pensante. Tienen alma (ánima), pero no tienen espíritu.

La ausencia de pensamiento es un vacío que transportan en sí muchos seres. Un vacío si se quiere, magnético. Pues el no-pensar atrae hacia sí lo desconocido. Y ese “lo desconocido” asoma a veces en su forma más siniestra: lo Umheilich (lo tenebroso), lo llamaría Freud. “El miedo se encuentra en el registro de lo desconocido”, agregaría Lacan en su Seminario 10 (sobre La Angustia). Y lo más desconocido de todo, es ese límite que separa al ser de su no-ser, la muerte en el alma, esa muerte que es parte de la vida aún antes de morir. Y que duda cabe, Covid -19 es representante no simbólico sino real de la muerte.

¿Quién lo quiere ahí? Ha alterado nuestros hábitos, nuestras vacaciones las han convertido en un sacrificio, las amistades han sido transportadas a Skype o a Zoom, las expresiones de amor ya no son corporales, los jóvenes no se tocan y los niños, esos pobres, tristes niños, ya siquiera pueden jugar sin miedo. Es un virus de mierda, nadie lo niega. Pero está ahí. Y eso no lo podemos ocultar.

Como el cambio climático que lo cambia todo, como un tsunami cuando arrasa todo, como una guerra cuando mata todo, como una dictadura cuando oprime todo, está ahí.

Los que no piensan, tan aterrados están con su presencia, solo atinan a negarlo. Quienes los mandan a la calle les han dicho que el corona virus no existe, que es una treta de Merkel y de los partidos para mantenernos sojuzgados, que es el Estado que quiere apropiarse de nuestras vidas privadas, que vivimos bajo las dictaduras de los virólogos. Reacciones instintivas del que no quiere saber del peligro que lo rodea. Pero que al no reconocerlo, se convierte en algo peor: En una amenaza desconocida que no se sabe de dónde viene. Entonces hay que buscar al culpable, a los portadores de esa amenaza, no a la amenaza.

Más de 35.0000 personas no-pensantes, representantes de muchas otras escondidas en sus casas, aterrorizados por ese miedo que solo pueden expresar como odio a lo que no saben que es, esperan una voz autoritaria, un macho totémico que les muestre un culpable para extirparlo de este mundo.

El corona virus no es fascista, pero sí, lo estamos viendo en Berlín, produce fascistas.

Hasta hace poco tiempo los cientistas sociales imaginaban la existencia de condiciones objetivas, lógicas y racionales para explicar la conducta humana. Hoy, al mirar a esa multitud delirante de odiantes desencajados, uno no puede sino llegar a la conclusión de que hay una región que siempre escapará a todo análisis. Quizá esa región yace en un lugar muy escondido de la condición humana. Quizás es la propia condición humana.

30 de agosto 2020

Polis

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