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Fernando Mires

A 80 años del asesinato de Trotsky

Fernando Mires

Hace 80 años (para ser preciso, el 20 de Agosto) fue asesinado en México León Trotsky. Los hechos que condujeron al vil asesinato son conocidos. Ramón Mercader, comunista catalán, fue reclutado por la NKVD para que cometiera el crimen ordenado por Stalin, tarea que realizó con el más profesional de los esmeros. Todos esos episodios han sido acuciosamente narrados en la magnífica novela de Leonardo Padura, “El hombre que amaba a los perros”.

Sobre la novela de Padura también se ha escrito mucho y no voy a agregar más palabras para elogiarla, por mucho que lo merezca. Me limitaré en estas líneas a constatar solo un punto; y es el siguiente:

Aunque una novela histórica no sea un texto de historia, permite, gracias al uso de la imaginación, alcanzar verdades a las que no alcanza ni debe alcanzar la historiografía. Desde esa perspectiva la narrativa histórica puede convertirse en un perfecto auxiliar de la historiografía.

Un historiador ha de limitarse a comprobar la verdad de los hechos, a construir causalidades, a indagar sobre las consecuencias, a revelar datos desconocidos. Pero en ningún momento debe especular acerca de las motivaciones personales que llevan, como en el caso de la historia de Ramón Mercader, a cometer un asesinato. Por lo mismo, nunca debe dictar veredictos morales y mucho menos adentrarse en los laberintos psíquicos de un personaje histórico. Esta última es una tarea que ni siquiera está permitida a los psicoanalistas pues ellos saben muy bien que nunca hay que emitir juicios no surgidos de la comunicación interpersonal. Dichos límites no existen, en cambio, para un novelista.

Un novelista si no escribe en clave de ficción, por mucho que esta sea originada desde una realidad objetiva, es un mal novelista. Pero un gran novelista es también quien siguiendo la ruta de la ficción logra extraer, de modo imaginario, una verdad subjetiva que ayuda a entender mejor -valga la paradoja- la verdad objetiva de los hechos. Solo así se explica por qué la mayoría de quienes han leído la novela de Leonardo Padura terminan sintiendo una profunda compasión por Ramón Mercader.

A través de la historiografía Ramón Mercader solo puede aparecer como un asesino. Pero a través de la literatura, puede, además, aparecer como una víctima. Sí, una víctima más de un orden totalitario que en nombre de la supuesta verdad “objetiva” terminó construyendo autómatas sin vidas privadas, seres despojados de relaciones afectivas, piezas de una máquina que los controlaba y dominaba sin apelación.

Esas fueron las constataciones por las cuales en un seminario que junto con mi colega Rainer Fabian dirigíamos sobre el concepto de totalitarismo, propusimos como lectura a la espeluznante novela de Arthur Koestler, “Sonnenfinsternis” (Eclipse solar) conocida en español bajo el título de “El cero y el infinito” (1941).

El personaje central de la novela, Rubashov, era un representante imaginario de Nicolás Bujarin, el bolchevique miembro de la vieja guardia leninista, cómplice de la expulsión y del destierro de Trotsky, obligado después por Stalin a declararse culpable de crímenes que jamás había cometido. Por lo mismo fue condenado a muerte. Rubashov, como ocurrió con Bujarin, murió creyendo ser un mártir sacrificado en nombre de un ideal superior.

Lo terrorífico de la novela, sin embargo, no reside tanto en las torturas físicas a las que fue sometido Rubashov, sino en la disuasión ideológica destinada a suplantar su capacidad de pensamiento por la ideología del régimen. Bujarin, efectivamente, murió plenamente convencido de que su confesión, aunque siendo una mentira, podía ser puesta al servicio de una gran verdad. Esa gran verdad era la Revolución Rusa encarnada en la persona de Stalin

Gracias a la gran novela de Koestler pudimos comprender, durante el curso del seminario, la exactitud de las formulaciones de Hannah Arendt cuando entre las diferentes características del fenómeno totalitario destaca la usurpación del espacio íntimo (el del amor, el de los sentimientos, el del pensamiento) por el espacio público (estatal), hasta el punto que el ciudadano comunista perfecto termina siendo no el que piensa sino el que es pensado. ¿Pensado por quién? Por una ideología y por quien desde el poder la representa. En ese sentido podríamos entender al totalitarismo como un fenómeno mediante el cual el pensamiento individual es sustituido por una ideología total. Así sucedió con Nicolás Bujarin. Así sucedió también con Ramón Mercader.

Ramón Mercader no asesinó al revolucionario León Trotsky. Mercader solo “ejecutó” a un traidor, a un agente nazi. El no concibió su acto como un crimen. Todo lo contrario; él, Mercader, fue un héroe elegido por la razón histórica para ayudar al cumplimiento de la gran verdad representada por la URSS y por su gran conductor, el camarada Stalin.

La deducción, después de la haber leído la novela de Padura no puede ser más estremecedora. ¿Significa entonces que cualquiera de nosotros bajo circunstancias parecidas a las vividas por Ramón Mercader podría llegar a convertirse en un asesino? Nadie puede saberlo en términos definitivos. Pero si el Yo deliberante de cada uno es sustituido por la dictadura de un “Super-Yo” o por la de un “Super-Nosotros”, o si perdemos –ya sea por debilidad o debilitación- nuestras capacidades pensantes, o si nos convertimos en agentes secretos de una Ideología de la Razón Histórica, puede ser que no lleguemos muy lejos de donde llegó Ramón Mercader.

Uno de los personajes centrales de la novela de Padura, el escritor cubano Iván Cárdenas Maturell, a quien un arrepentido y enfermo Mercader confió su historia, no se convirtió en un asesino. Pero él nos cuenta –y ahí escuchamos detrás de Iván la voz de Padura hablando no solo de sí mismo sino también de algunos identificables escritores cubanos- como en nombre de supuestos objetivos históricos superiores un joven lleno de ideales puede ser obligado a renunciar a lo que más ama, a su arte literario; a despreciarse a sí mismo; a aceptar incluso, sin chistar, el suicidio inducido de su hermano homosexual.

Al escribir estas líneas no pude sino recordar un día nevado de Viena. Fue durante los años ochenta. Con un amigo quien fuera horrorosamente torturado en las cárceles de Pinochet, dábamos un paseo a lo largo de la Ringstrasse. Entre los detalles que me contó de sus días en prisión, hay uno que no he podido olvidar. Mientras el verdugo apagaba un cigarrillo en su piel, le hizo de pronto una confesión “¿Y tú creí que me gusta hacer lo que estoy haciendo? No; pero lo hago porque alguien tiene que sacrificarse por la causa. Si ustedes hubieran vencido, a lo mejor vos estaríais haciendo conmigo lo mismo que yo hago contigo”.

¿Lo habríais hecho? – pregunté-.

Calló un momento y luego dijo: “Quien sabe Fernando, quien sabe".

Agosto 22, 2020

Polis

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Bielorrusia: entre el diálogo y la violencia

Fernando Mires

La reunión de urgencia de la UE convocada por el Presidente del Consejo Europeo, Charles Michel, emitió la declaración que de ahí se esperaba. No reconocimiento a las fraudulentas elecciones que dieron el triunfo al autócrata con una cifra escandalosa, exigencia por la liberación inmediata de los presos políticos y solidaridad con todos los sectores democráticos de Bielorrusia.

Cabe destacar tres puntos adyacentes cuya importancia política es fundamental. El primero es que la declaración fue unánime, incluso apoyada sin reservas por el gobierno de Hungría considerado amigo de la Rusia de Putin y por el gobierno polaco, considerado amigo de la Hungría de Orbán. Hay razones que explican esta decisión: ambos gobiernos son miembros de la UE, ambos han firmado el acta de constitución de la UE, ambos, pese a las posiciones nacionalistas que representan, provienen de tradiciones europeas (entre ellas las de los movimientos que pusieron fin al comunismo), ambos enfrentan en sus respectivos países a decididas oposiciones que levantan las banderas de la democracia liberal. Y no por último, Lukashenko es indefendible.

El segundo punto es que la Europa Unida se pronunció directamente en contra de un enemigo común en defensa de valores democráticos compartidos. Fue, la suya, una declaración de principios

El tercer punto es que ha quedado ampliamente demostrado que la Europa política no coincide con la Europa geográfica. O lo que es muy parecido: hay una Europa democrática y otra Europa autocrática. Entre ambas tiene lugar una guerra política a fuego cruzado. Putin, con la abierta complicidad del gobierno de Donald Trump, busca desestabilizar a la Europa democrática representada políticamente en la UE y militarmente en la NATO. Pero esta última ha comenzado a defenderse, no solo en contra de sus enemigos internos sino también de los externos. La declaración acerca de Bielorrusia fue un buen motivo para cerrar filas.

La Europa democrática comienza a entender finalmente que es imposible convencer a Putin mediante una vía puramente diplomática para que cese en su proyecto expansionista de características decimonónicas. La lucha, por el momento política, en contra de autocracias como la de Lukahensko, es solo un eslabón de una cadena. La guerra entre Atenas y Esparta no ha terminado todavía.

Para los demócratas bielorrusos el apoyo de la UE es fundamental. Gracias a esa declaración, ellos sabrán desde el 19.08 2020 que no están solos. Al mismo tiempo han comprobado que la gesta que comenzaron a librar en el plano electoral, cuando fueron a defender sin condiciones el derecho a voto, agrupados alrededor de la carismática figura de Svetlana Tsijanóuskaya, ha llegado a convertirse en una sublevación democrática.

Gracias a la oportuna declaración de la UE, la disidencia ha tomado noticia de que la lucha no solo es democrática sino, además, nacional. Pues desde el momento en que el déspota bielorruso llamó por teléfono a Putin, rogando apoyo militar, lo que todos sabían se convirtió en una evidencia: Lukashenko no es más que un perro de presa de Putin bajo cuyo dominio Bielorrusia ha sido convertida en satélite de un imperio regional. La que comenzó entonces como una simple oposición electoral, ha pasado a convertirse - y eso es seguramente lo que aterra a Putin - en una lucha por la independencia nacional de Bielorrusia.

El camino comenzado a transitar por los demócratas bielorrusos será largo y accidentado. Probablemente – como sucedió con el Solidarnosc polaco - deberán experimentar duras derrotas a lo largo su trayectoria. Ya comienzan a intuir que cualquier apresuramiento puede ser fatal. Alcanzar los objetivos que aparecen en el nuevo panorama es imposible en un corto plazo. Previendo las dificultades que se avecinan, Maria Kolesnikova, una de las más lúcidas dirigentes del “Consejo Coordinador”, organización que agrupa a la mayoría de la disidencia, expresó que “podría imaginar perfectamente que Angela Merkel fuera mediadora entre las diversas fuerzas en conflicto” (Tagesshau.de, 19.08.2020) Con ello quiso decir: “De Europa esperamos protección”. Y nada más. La línea la decidirá la propia disidencia bielorrusa. Así lo especificó claramente la declaración de la UE.

Kolesnikova es consciente de que en este momento caer en posiciones extremistas puede ser fatal. Fue esa la razón por la cual solicitó a la UE abstenerse de sanciones en contra de Bielorrusia. Sus palabras son de una claridad que linda con la transparencia: “Yo no puedo exigir un diálogo y una transferencia pacífica del poder y por otro lado exigir medidas de castigo en contra de las personas con las que yo quiero dialogar” (Ibid). Naturalmente, la UE aceptó la línea que representa Kolesnikova. Por el momento no habrá sanciones. Hay que agotar todas las posibilidades de diálogo. Así se hace política.

Bielorrusia no será liberada de la noche a la mañana, según Kolesnikova. La experiencia histórica vivida por los movimientos que pusieron fin al comunismo en las postrimerías del siglo XX, así lo prueba. Para que al fin alcanzaran el triunfo fueron necesarias dos condiciones. La primera, que los militares sobre cuyas bayonetas está sentado Lukashenko, den la espalda al tirano. La segunda, aún más decisiva: que desde el centro del imperio moscovita comiencen a aparecer fisuras. A la vez, estas últimas solo pueden aparecer si los demócratas rusos logran ascender en su lucha en contra de la autocracia putinista.

Tal vez fue la posibilidad de que la oposición rusa llegue a coincidir y articularse con la bielorrusa lo que llevó al régimen de Putin a atentar en contra de la vida del principal líder de la oposición, Alexei Navalny. Es solo una sospecha, pero cementada sobre la base de muchos indicios. La eliminación física de opositores forma parte del programa del gobierno ruso. Navalny es solo el último de una larga lista a la que pertenecen entre muchos otros, Boris Netsov, Natalia Estemirova, Anna Politkóvskaya, Juri Shchekochijin, Vladimir Golovliov, Andréi Kozlov, Alexander Tivinenko, Nicola Glushkov, Sergei Skripal y su hija Julia.

No obstante, pase lo que pase, los demócratas de Bielorrusia tienen una gran carta a su favor: han perdido el miedo. O como dijo de modo muy expresivo el escritor bielorruso Viktor Martinovish: “Ha lllegado el momento en que la mayoría es consciente de que sería terrible volver a sentir miedo” (Die Zeit, 20.08 2020).

21 de agosto 2020

Polis

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Lukashenko: el mutante

Fernando Mires

Es conocido con el poco honroso título de “el último dictador de Europa”.

Título adquirido desde que comenzó su largo mandato siguiendo un proyecto orientado a recrear en Bielorrusia las estructuras dictatoriales que caracterizaban a los países comunistas hasta la caída del muro. El título correcto debería haber sido: “el último dictador comunista de Europa”. Pero comunista ya no es. El título de otrora lo cambió por uno más deshonroso: “El primer autócrata ultranacionalista del siglo XX”. Alexander Lukashenko es sin duda un mutante político.

El antiguo dictador estalinista es hoy un autócrata perteneciente a la familia de las neo-autocracias que, bajo la hegemonía de Vladimir Putin, funge en representación de un un sistema político cada vez más extendido. Las características principales del nuevo sistema (en verdad antiguo, si nos atenemos al largo periodo franquista español) son la concentración de los tres poderes en una persona, la supresión de las libertades, entre ellas las de opinión y de prensa y, sobre todo, la represión interfamiliar y sexual.

La nación es, para los nuevos autócratas, sinónimo de patria. Y la patria es concebida como reproducción ampliada de la familia patriarcal, una gran familia, si no consanguínea, lingüística, religiosa y culturalmente homogénea. Visto así, Lukashenko pertenece a la misma raza política de autócratas como Putin en Rusia, Orbán en Hungría, Kaczynski en Polonia y Erdogan en Turquía. No obstante, a diferencia de los nombrados, que no son mutantes, Putin y Lukashenko, ambos ex fanáticos comunistas, sí lo son.

Kaczynski y Orbán fueron miembros de una juventud que desafió a las "nomenklaturas" comunistas. En esa lucha democrática y anticomunista a la vez, radicalizaron posiciones hasta el punto de que frente al ateísmo comunista terminaron adhiriendo a un catolicismo intolerante y medieval, y frente al propagado internacionalismo proletario, un nacionalismo arcaico y patriotero. A diferencias de Havel y Valesa que seguían el norte de un liberalismo democrático, Kaczynski y Orban asumieron una ideología anticomunista (sin comunistas) tan autoritaria e irracional como las comunistas que combatieron en el pasado.

Erdogan, por su cuenta, conservador e islamista, nunca ocultó su aversión en contra del secularismo político que regía en Turquía desde los tiempos de Atatürk. Pese a profesar una diferente confesión a las de Kaksynki y Orbán, sus ideales son iguales: Patria, Religión, Familia. También sus enemigos: partidos liberales y movimientos emancipatorios, la por ellos llamada “progresía euro-occidental”. Son también los principios que defienden Lukashenko y Putin. Pero a diferencia de los primeros, los segundos son conversos, es decir, mutantes.

Conversos pero no renegados. Hay que hacer la diferencia. La conversión implica asumir un sistema de creencias ideológicas diferentes a las mantenidas en el pasado. La renegación, como la palabra lo dice, supone modificar los fundamentos de esas creencias. En ese sentido Lukashenko y Putin ya no creen en el comunismo pero no niegan el principio dictatorial de donde emergió. De algún modo ambos conversos se hacen eco de una mutación histórica mucho más amplia. En efecto, así como en el pasado la contradicción política fundamental era entre comunismo y democracia, hoy es la que se da entre autocracias y democracias. Lukashenko y Putin continúan negando a la democracia como forma de vida y de gobierno.

Como las mutaciones experimentadas por los organismos vivos al ambientarse a nuevas condiciones externas, las mutaciones ideológicas también ocurren de acuerdo a ese principio conservador. Y como en toda mutación muchos de sus elementos originarios son mantenidos. Así se explica por qué Lukashenko y Putin no reniegan de su pasado comunista. Incluso exaltan las “grandes obras de Stalin”. Más aún, intentan continuarlas, pero adaptadas a las condiciones que impone el siglo XXl.

Las autocracias nacionalistas y populistas de nuestro tiempo son herederas históricas de las dictaduras comunista del siglo XX. Dejando de lado el hecho de que ayer los comunistas eran apoyados por las izquierdas, y los autócratas de hoy por las extremas derechas, en las dictaduras comunistas ya estaban dadas las condiciones que darían vida a sus sucesoras. Baste recordar que cuando en 1925 Stalin impuso la tesis del “socialismo en un solo país” colocó a todo el movimiento comunista mundial al servicio de “la patria del socialismo”, la URSS. O cuando en la guerra en contra de la Alemania hitleriana, Stalin mandó a combatir a sus tropas, no en nombre del socialismo sino de “la mamacita Rusia”.

Tanto Stalin como Hitler fueron nacionalistas extremos. Lukashenko y Putin también lo son. Por eso, la mutación de ambos es mucho menos radical de lo que aparece a primera vista. Para ellos la nación es el comienzo y el fin de toda política. Leamos por ejemplo la definición de “nación” propuesta por Stalin en su texto clásico El Marxismo y la Cuestión Nacional.

“La nación es una comunidad estable, hitóricamente formada y surgida sobre la base de la comunidad de idioma, de territorio, de vida económica y de psicología (!!) manifestada en la comunidad de cultura”

Esa definición de Stalin es seguida por Lukashenko en Bielorrusia y Putin en Rusia para negar a ese orden cosmopolita, pluri- idiomático y pluri- cultural que predomina en la gran mayoría de las democracias occidentales. También es la misma que siguen los autocratismos y los movimientos nacional-populistas europeos. Marine Le Pen, para poner un ejemplo, defiende sin saber – o quizás sabiéndolo – la concepción estalinista de la nación.

Bajo el dictado del nacionalismo-comunista fueron formados Lukashenko y Putin. Ambos fueron perros de presa del sistema. Del papel jugado por Putin como agente soviético, sabemos mucho. De Lukashenko, lo suficiente. Comenzó su carrera política en 1975 como instructor de tropas en Brest. Más adelante fue representante de una compañía de tanques de la URSS, donde destacó como encargado de vigilar los actos de corrupción en los altos mandos militares, o sea como soplón del CC. En 1993 pasó a ser miembro del Comité de Anticorrupción, un organismo de depuración ideológica dependiente del CC. Boris Jelsin, quien intentó reconstruir la antigua URSS como una unión flexible de naciones, recibió todo el apoyo de Lukashenko. Cuando el 2000 Putin accedió al gobierno, ambos acordaron que entre Rusia y Bielorrusia debería existir una comunidad de destino. Desde que llegó al poder Lukashenko ha hecho desaparecer de este mundo a los opositores más destacados. Pero no solo en ese punto siguió a Putin.

De hecho, ambos siguieron la misma línea ideológica, la de restaurar los “valores pan- eslávicos", depurar las costumbres y modas euro-occidentales, y crear una economía mixta cuyo objetivo es satisfacer el consumismo de los sectores intermedios. Para el efecto, Lukashenko fundó un partido personal, La Unión de Juventudes. Partido, gobierno y Estado, conformaron una sola unidad encarnada en su persona. Y como concesión a la democracia, inventó simulacros electorales destinados a proporcionar a su persona no menos de un 80% de la votación. El fraudulento plebiscito de 2004 crearía condiciones para que Lukashenko fuera “elegido” presidente perpetuo de Bielorrusia.

Cuando Lukashenko exclamó: “mientras no muera no habrá repetición de elecciones en este país” lo dijo sinceramente. Con elecciones democráticas terminaría su poder. Pero también es consciente de que todos los caminos que nacen desde Minsk, conducen a Moscú.

La sublevación democrática de agosto creará un conflicto internacional de grandes proporciones. El conflicto comenzó a tomar forma en la reunión de urgencia pautada por la UE el 19.08. En ella exigen a Lukashenko la realización de nuevas elecciones. Como es obvio, Lukashenko (y Putin) no aceptarán esa petición. Si la UE estará dispuesta a mostrar los dientes a Putin, no lo sabemos todavía. Sobre ese tema escribiré mi próximo artículo.

19 de agosto 2020

Polis

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Héroes de la democracia

Fernando Mires

A los ciudadanos que después de votar defienden su voto en las calles de Bielorusia

No pronuncian frases épicas, no son altisonantes, no prometen ni el oro ni el moro, no representan grandiosas ideologías ni tampoco un futuro esplendor. Son lo que son: candidatos. Pero no de cualquier tipo. Son candidatos en países en donde dominan autocracias, en naciones en donde no existe libertad de opinión, ni de reunión, ni de prensa. En países donde las cárceles están repletas de disidentes, donde los partidos políticos democráticos son proscritos y sus dirigentes perseguidos, enviados al exilio o, como ha ocurrido en Rusia, asesinados. Bajo gobiernos donde no hay condiciones mínimas para elecciones libres y cuyos resultados, como ya sucedió recientemente en Bielorrusia, están decididos de antemano.

Ellos saben que no cuentan con gran apoyo internacional, que Europa y sus gobiernos democráticos no intentarán arriesgar un conflicto con Rusia (hay mucho gas de por medio).

De la Europa económica pero no política, administrada - pero no liderada - por burócratas al estilo Josep Borrell, no tienen ilusiones los demócratas que soportan autocracias, como tampoco las tuvieron los movimientos que en 1989/1990 pusieron fin a las dictaduras comunistas. Los de hoy, sus continuadores históricos de Bielorrusia, aún pese a que la candidata Svetlana Tijanóvskaya fue expulsada del país, siguen enfrentado a tropas armadas hasta los dientes en Minsk, pero también en Brest, Gomel, Gorodno, Vitttebst y otras ciudades. Signos de una protesta que algún día podría llegar a ser una gran rebelión popular, democrática y electoral. Precisamente la que el autócrata Lukashenko teme como a la peste y, por lo mismo, intenta impedir a todo precio.

Y así y todo, los demócratas de Bielorrusia han logrado dar a conocer su gesta, desatando por doquier olas de solidaridad. Ese al fin era uno de sus propósitos. No convertirse en muñecos de gobiernos extranjeros, pero sí lograr que el nombre de Bielorrusia aparezca en la prensa, en la televisión y en las redes. Han sacado al país del anonimato. Han quitado legitimidad a Lukashenko demostrando así que los autócratas y los dictadores dejan de ser legítimos solo cuando la legitimidad les es arrebatada. Cuando una ciudadanía, bien liderada decide defender el derecho más derecho de los ciudadanos, el del sufragio universal, derecho que solo se puede defender en las urnas, votando. Sin voto no hay reclamo que valga.

¿No les habría valido más quedarse en sus casas, dejar que el autócrata diera el resultado de siempre y continuar esa vida cotidiana sin política a la que se encuentran sometidos? ¿Valía la pena presentar candidatura en un país donde hace 26 años gobierna el mismo hombre que ha convertido al estado, al gobierno, a la sociedad y a la nación en una sola unidad bajo su nombre? Quizás en algún momento algunos pensaron así. O, como suele suceder, solo unos pocos demócratas no dieron su brazo a torcer. Para ellos Europa no es solo un habitat geográfico sino cultural y político. A ese habitat anhelan pertenecer, no como súbditos sino como ciudadanos.

Intentaron primero comunicarse entre sí. Sergei, el esposo de Svetana Tijanóvskaya, calificado por la prensa como “bloguero” - en términos más exactos: un político digital – se encuentra, como otros disidentes, en prisión. Svetlana, Sveta, como la llaman sus seguidores, fue un símbolo pero a la vez la persona que supo entender el instante. Sin ningún programa, enarbolando la bandera de la lucha por elecciones libres, desafiando a las tropas, a los servicios secretos y a la propia pandemia (de la que el autócrata se burlaba en el mejor estilo trumpista) condujo a su pueblo hacia los lugares de votación. En ese transcurso aparecieron nuevos rostros, nuevos dirigentes. Las elecciones – se demuestra una vez más - son la mejor escuela política.

Los verdaderos líderes son los que se forman en luchas electorales, exigiéndolas donde no las hay, participando cuando son posibles, aunque sepan muy bien que nunca las ganarán. Ellos son los héroes de nuestro tiempo. Héroes, no porque luchen por causas perdidas sino porque con su presencia testimonian que la lucha continúa, denunciando y conquistando espacios de solidaridad, de comunicación y de protesta civil. Mostrando ante ellos y ante el mundo que jamás serán doblegados por las condiciones que imponen dictaduras y autocracias.

Son los que todavía mantienen vivo el fuego de las disidencias de 1989-90, cuando Havel, Valesa y muchos más, luchaban por lo que en ese entonces parecía imposible: el fin del imperio fundado por Lenin y Stalin. Y lo hicieron levantando en todas partes el lema de las elecciones libres, participando en ellas, como los demócratas de Alemania del Este. Pues alguna vez hay que decirlo: el muro de Berlín no cayó como consecuencia de la ley de la gravedad. Si no hubiera sido por las grandes protestas surgidas frente al fraude en las elecciones comunales del 7 de mayo de 1989, el muro de Berlín nunca habría sido derribado. Dicho fraude fue descubierto por los electores organizados. Ellos, y no los que atravesaron el muro, fueron los verdaderos héroes de la democracia.

Hay dos maneras de entender la gesta democrática que se está escribiendo en la década de los veinte de nuestro siglo. Una, siguiendo el notición periodístico. De acuerdo a ese seguimiento, los sucesos ocurridos en tierras autocráticas son estampidos, cometas que aparecen en la oscuridad para luego desaparecer. La otra manera de entenderla es historiográfica, vale decir, buscando puntos de articulación entre unos sucesos con otros. Y, evidentemente, los hay.

Por de pronto, en todos ellos tiene lugar una lucha en contra de autocracias cobijadas bajo una hegemonía común, la ejercida por la Rusia de Putin. En todos, los políticos disidentes han orientado sus esfuerzos a través de la línea electoral. Y en todos, el objetivo es derrotar a las autocracias mediante votaciones masivas y - esto es lo más decisivo - no solo con números, difíciles de ser alcanzados con tribunales electorales nombrados por las autocracias, sino - como ya vimos en las imágenes televisivas de Minsk - en las calles, apelando a la opinión pública, desenmascarando a sus gobiernos como lo que son: autocracias que ejercen dominación pero no hegemonía.

Es evidente que las autocracias recurren a las elecciones no porque sufran de arrebatos democráticos sino por dos necesidades ineludibles. Por una parte tienen que demostrar ante los demás países europeos -sobre todo por razones económicas - que son repúblicas democráticas como cualquiera otra. Por otra, porque las autocracias, a diferencia de las dictaduras militares de antaño, necesitan de una continua legitimación. Debido a esa última razón, han tendido una trampa en la cual ellos mismos suelen caer: para legitimarse requieren de una muy alta votación. De tal modo, una elección que ganen con números exiguos, o es experimentada como una derrota, o simplemente es falsificada. Fue evidentemente lo que sucedió en Bielorrusia hace muy pocos días.

Ese más de 80% adjudicado a Lukashenko no lo puede creer ni el mismo. Desde el 09.08.2020 no hay periódico que no catalogue a Lukashenko como un ladrón de votos. La suya fue una victoria pírrica. O, en términos más cultos: una victoria de mierda.

Hay momentos en los que se puede ganar perdiendo - eso nunca lo entenderán los tecnócratas de la política -. Ganando en unidad y organización por ejemplo, como la que demostraron los demócratas húngaros en las recientes elecciones europeas, ante el evidente disgusto de Orbán. O aumentar la votación de modo considerable, como ocurrió recientemente en Polonia, donde entre el candidato democrático Rafal Trzakowski (49,6%) y el oficialista Andrzej Duda 50,4%), tuvo lugar un empate técnico, lo que ya hace augurar el comienzo del fin del nacional populismo dirigido por el clerical homofóbico Jaroslaw Kaczinky. Y no por último, como en Estambul, donde gracias a una excelente campaña, el candidato socialdemócrata Ekrem Imamoglu logró arrancar la capital turca de las crueles manos de Erdogan.

Lo que en estos momentos está ocurriendo en Bielorrusia no es entonces un hecho aislado. Es un capítulo más de una historia europea en donde tiene lugar una guerra política a fuego cruzado. Por un lado Putin moviliza desde Moscú a sus partidos ultraderechistas, confesionales y homofóbicos. Por otro, las huestes democráticas avanzan en los interiores de naciones aún dominadas por autócratas. Democracias contra autocracias, esa es la contradicción fundamental de nuestro tiempo. Y no solo en Europa.

Los demócratas compiten, por cierto, con muchas desventajas. No solamente carecen de apoyo internacional activo. También deben lidiar con la abstención de ciudadanías temerosas y apáticas pero, sobre todo, con abstencionismos militantes. Los que esperan que para votar se requiera de condiciones óptimas. Los que imaginan que sin votos, la presión internacional derribará a sus autócratas. Los que afirman que bajo dictadura no se vota. Los dignos, los puros, los antipolíticos de siempre, pero también, no hay que olvidar, los que terminaron por acomodar sus intereses bajo los techos de dictaduras que dicen negar. Para ellos, o les es garantizado un triunfo sin luchar, o no votan. En el fondo imaginan que cada elección es un simple asunto de ganar o perder. Y claro que lo es, pero es mucho más.

Las elecciones son eventos multitudinarios, acontecimientos plenos de contingencias. La demoscopia ha demostrado por ejemplo que la votación a partir de hechos inesperados, puede volcarse a uno u otro lado de modo sorpresivo pocos días antes de una elección. En las elecciones los políticos, o los que quieren serlo, aprenden a comunicarse con la gente, a conocer los problemas desde cerca, a establecer relaciones de empatía. Y no por último, las elecciones son claras muestras de que, por muy reprimida que esté la gente, siempre habrá seres dispuestos a representar sus intereses, seres que no claudican ni capitulan, que defienden los pocos espacios conquistados, que no se entregan a los arbitrios de poderes externos.

Esos seres no portan espadas ni fusiles. Solo tienen dos armas: la palabra y el voto. Son los héroes de la democracia.

Agosto 15, 2020

Polis

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Los idiotas: David Cameron, Albert Rivera, Juan Guaidó

Fernando Mires

Ni como insulto ni ofensa. Nos referimos aquí a un idiota en su exacto sentido originario. Viene del griego. Idios quiere decir lo propio. Idiotas, en su sentido lato, eran los griegos que vivían más en lo propio que con los otros, o lo que es lo mismo, a los que importaban más sus asuntos privados que los de la polis. En breves palabras, los que no hacen política.

La mala solidaridad

Fernando Mires

No es que uno se sienta culpable. Las cosas son como son y no como uno quisiera que fueran. Al pasado no lo podemos cambiar aunque nunca haya pasado. Pero igual; después lo decidí: no hay que callar más en nombre de una mala solidaridad.

Después del golpe en Chile nos juntábamos entre conocidos de la fauna política y todos estábamos de acuerdo en una: no debimos haber callado. Lo decíamos, pero en círculos cerrados. O lo escribíamos, pero no con fuerza y convicción. No fuera a ser que la gente creyera que no estábamos por la unidad. Porque de saber lo sabíamos, o por lo menos lo intuíamos.

Las cosas, meses antes del golpe, iban de mal en peor. Los milicos ya estaban en la calle. Pero una parte de la izquierda dejaba solo al gobierno y huía hacia adelante en nombre de una revolución que nadie sabía como se iba a hacer. Muchos no estábamos de acuerdo con esa locura desatada. Sabíamos que no podíamos hacer nada en contra. Pero al menos debimos haber dicho que íbamos por el camino del infierno. Aunque nadie nos hubiera hecho caso, debimos haberlo dicho. Habríamos al menos dejado un testimonio.

Pasó tiempo antes de que me decidiera nuevamente a practicar política activa. Fue durante los años del Solidarnosc polaco cuando formé parte de uno de los tantos comités universitarios de solidaridad con Polonia. En una de las reuniones, un estimado colega, viejo profesor, dio a conocer sus reservas sobre la composición política de Solidarnosc. Aseguró, datos en mano, que algunos intelectuales que apoyaban a Walesa provenían de círculos fascistas y que parte del clero abrigaba posiciones de tipo franquista. Por cierto, había que apoyar a Solidarnosc, señalaba el profesor, pero a la vez había que denunciar la existencia de esos círculos. La mayoría de los miembros de nuestro grupo se pronunció en contra. Nuestra tarea, según ellos, debería ser solidarizar con las instituciones representativas de la resistencia polaca, no tomar partido por unas en contra de otras. “Esa es una mala solidaridad“ respondió el viejo profesor, resignado. Solo un par lo apoyamos.

Hoy Polonia está regida por políticos ultramontanos organizados en el PIS del caudillo Kaczyński Todos tributarios de las corrientes sobre los cuales alertó, a su debido tiempo, el viejo profesor. Debieron haberle hecho caso. Pero una “mala solidaridad” lo impidió.

Recordé ese episodio hace algunos meses al escribir un artículo cuyo título es “miseria de la oposición rusa” en donde alerto sobre las posiciones representadas por el líder más simbólico, el místico Alexei Navaltny. Poco tiempo después recibí una misiva vía ND de una señora de origen ruso diciéndome entre otras cosas que yo ignoraba las profundidades del alma eslava (sic). Que para ella Navalny era el símbolo de la resistencia y que criticarlo como yo lo hacía, me convertía en cómplice de Putin. Le respondí del modo más respetuoso posible que yo solidarizo con Navalny cada vez que va a parar a la cárcel, pero eso no me impide estar en desacuerdo con sus visiones religiosas, ultranacionalistas y patriarcales. Agregué que por ser lo que soy, solo puedo apoyar a los sectores liberales y democráticos, vale decir, a quienes están en condiciones de vincularse con el occidente político, sobre todo con el europeo. Y agregué finalmente una frase que me llegó desde otros tiempos: “no escribir acerca de lo que yo sé, es una mala solidaridad”.

Desde Solidarnosc hasta ahora ha pasado mucha agua debajo de los puentes. Hoy soy yo un viejo profesor que opina sobre lo que ocurre en diversos países. Y con intensidad -muchos lo saben- sobre los acontecimientos que tienen lugar bajo el régimen de Maduro. Los que me conocen saben que mi solidaridad con quienes padecen esa dictadura ha sido constante. Pero también, crítica. Demasiado, dirán algunos. Pero no podía ser de otro modo. La solidaridad para que sea “buena” debe ser crítica. La otra, la que se contenta con mencionar hechos, no sirve demasiado.

La verdad, cuando la oposición decidió abstenerse el 20-M, yo podría haber escrito que esa era la respuesta adecuada a un régimen que hacía trampas electorales. El problema es que muchos sabíamos que esa oposición, aún en las peores condiciones, podía derrotar a la dictadura. Sabíamos además que la abstención podía terminar con la existencia de la MUD, embarcando a la oposición en las aguas de la nada. ¿Cómo no decirlo si lo sabíamos?

La verdad es que cuando Guaidó, ante el entusiasmo general propuso la triada que comenzaba con el fin de la usurpación, sabíamos que esa no era una estrategia sino un objetivo frente al cual no se especificaba ninguna ruta. Y sabíamos que los objetivos sin ruta terminan por destruir a los objetivos. Sabíamos también que el plan de Maduro pasaba en primer lugar por anular la opción electoral y que colocar a esa opción en un indeterminado tercer lugar, solo podía favorecer a Maduro. ¿Cómo no decirlo si lo sabíamos?

La verdad es que la debacle del 30-A fue la consumación de la del 20-M y que entre esas dos fechas hay una línea recta. ¿Cómo pasar la página frente a lo uno y lo otro si sabíamos que ambos episodios formaban parte del mismo capítulo? Supimos que ese día fatal no fue consecuencia de un par de errores sino de un proyecto que ya había sido puesto en escena el 2014, con La Salida comandada por el mismo López del 30-A. Como lo supimos, había que decirlo.

La verdad es que la comunidad internacional no es un todo homogéneo ni mucho menos una coalición y que poner las principales decisiones en manos ajenas -nacionales o internacionales- significaba renunciar a toda iniciativa y autonomía política paralizando a la oposición, como ocurrió. Lo sabíamos y porque lo sabíamos lo dijimos.

La verdad es que siempre hemos sabido que nunca han estado todas las opciones puestas sobre la mesa y que solo había una, nada más que una, la de rectificar el rumbo y volver a la exitosa línea de las cuatro estaciones: la democrática, la pacífica, la constitucional y la electoral. Había que decirlo. Lo sabíamos y lo dijimos.

La verdad es que la complicidad de diversos partidos con la anti-política impuesta en la oposición durante el liderazgo de Guaidó ha bordeado los límites de la irresponsabilidad. De nada vale decir (estimado Trino Márquez) que los partidos han sido víctimas de la maldad de Maduro. La tarea de un dictador es atacar a la oposición. La tarea de la oposición es defenderse para atacar al dictador. Maduro ha hecho lo que a él corresponde. La oposición, en cambio, ha hecho todo lo que no hay que hacer. Y como lo sabemos, lo decimos.

Podríamos seguir numerando. Sabemos y hemos dicho muchas otras cosas. Nunca serán del gusto de todos. Como escribió Javier Marías en su punzante artículo dominical: “Hay una fortísima tendencia a negar lo desagradable, lo turbador, lo peligroso, y a hacer caso omiso de los avisos. Muchos políticos han detectado rápidamente esta propensión, y están dedicados a fomentarla y a aprovecharse de ella. Prometen cosas imposibles o absurdas sin anunciar nunca cómo las van a realizar.

La solidaridad no se hace con frases piadosas. Callar sobre lo que uno sabe en nombre de una buena solidaridad es hacer “mala solidaridad”, dijo el viejo profesor durante los tiempos de Solidarnosc. Hoy repito esa frase como si me estuviera mirando en un espejo.

1 de septiembre 2019

Polis

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Contigo en la distancia.

Fernando Mires

Intérprete: Lucho Gatica. Autor: César Portillo de La Luz

No existe un momento del día/ en que pueda apartarme de ti/ el mundo parece distinto/ cuando no estás junto a mí/ No hay bella melodía/ en que no surjas tú/ ni yo quiero escucharla/ si no la escuchas tú/ Es que te has convertido/ en parte de mi alma/ ya nada me consuela/ si no estás tu también/ Más allá de tus labios/ el sol y las estrellas/ contigo en la distancia/ amada mía estoy/

Cuando César Portillo de La Luz compuso este legendario bolero no existía la internet. De modo que el título ya tiene un mérito. En los tiempos de César Portillo no existía tampoco la llamada “realidad virtual”. Apenas el teléfono, y llamar a larga distancia era muy caro. De ahí que “contigo en la distancia” no alude a una comunicación virtual sino a algo parecido pero diferente: a una comunicación espiritual. Espiritual, que no telepática.

La telepatía, muy desarrollada entre hormigas y abejas, entre humanos ha sido más bien un ideal. Que dos personas se comuniquen sin utilizar ninguna prótesis tecnológica, era un tema recurrente en los filmes de antaño, pero en la realidad, si ocurría, era más bien una casualidad. La comunicación espiritual se refiere en cambio a aquella que aparece cuando dos seres humanos han establecido una interiorización recíproca, de modo que en el recuerdo el uno está en el otro y el otro está en el uno. Dos en uno. Uno en dos seres: un Somos. Así puede suceder que por esas cosas del azar dos seres escuchen en la distancia la misma melodía, tengan similares asociaciones, y ambos piensen intensamente en el otro. De la misma manera que, recordando la metafísica de Manzanero, uno puede ver la lluvia donde no estabas tú, y al mismo tiempo estar contigo sin que tú estés bajo la lluvia.

Estar con alguien en la distancia podría ser una muy buena definición del amor. Porque el amor nace al interior de uno cuando ese uno ha comenzado a pensar en el otro y viceversa. En ese sentido podríamos decir que el amor es una producción individual que da origen a una relación dual de comunicación interactiva. De acuerdo al frío idioma de Luhmann (1995), un subsistema emite señales que produce resonancias en otro subsistema surgiendo a partir de dichas resonancias otra unidad subsistémica que procesa auto-referencialmente ambas resonancias. Dicho en términos más humanizados, a partir de la comunicación del uno con el otro va naciendo un pensamiento que si es continuo e intensivo será llamado amor.

Así se explica que la afirmación “estar con alguien en la distancia”, que parece tan banal como para incluirla en el texto de un bolero, si la pensamos bien es profundamente relevante. Estar con alguien en la distancia significa, ni más ni menos, que a través del amor podemos liberar al tiempo del espacio. En otras palabras, a través del pensamiento podemos disociar el verbo ser del verbo estar, propiedad que no es común a todos los idiomas. Probablemente esa capacidad de amar en la distancia, siendo pero no estando, es la que ha llevado a creer a tantos que el amor tiene un origen divino.

Yo no sé si el amor tiene un origen divino. Tampoco sé, de acuerdo con el filósofo norteamericano Thomas Nagel (1987), si tenemos alma y espíritu. Y no sé si existe Dios. Quisiera que existiera, de eso no cabe la menor duda. Y quisiera que existiera porque sé que sin esa existencia, muchos -me incluyo- nos sentimos totalmente perdidos en el mundo. Por cierto, podría decirse de que la prueba de que Dios existe es que queremos que exista. Pero yo no tengo nada de a-divino. Si afirmo Dios existe, me pedirán pruebas y no tengo ninguna. Tampoco tengo pruebas de su no-existencia. Indicios acerca de lo uno o lo otro, sí tengo. Pero ni en la ciencia, ni en la filosofía, ni en el derecho penal, los indicios son suficientes. Sí lo son, empero, en el amor, en cualquier caso, en el arte, y por cierto, en los boleros: combinaciones precarias entre el amor y el arte.

¿Quieren escuchar un indicio pro-divino que sea válido en el amor y en el arte? Un indicio es esa capacidad increíble que tenemos para estar con alguien en la distancia, como Gatica; o en el hueco de la ausencia bajo la lluvia, como Manzanero. En ambos casos, por medio del pensamiento estamos subvirtiendo las relaciones entre el tiempo y el espacio. O como dice Heidegger, el pensamiento vive en un “salto”. Él lo llama “el salto del pensamiento”. “El salto lleva al pensamiento, sin un puente, esto es, sin la continuidad de una progresión, hacia otra región y en un modo nuevo del decir” (1971, p.95). Es por eso que gracias a “ese salto sin puente” puedo estar contigo en la distancia.

Quizás fue la constatación de esa capacidad que tenemos para estar con alguien en la distancia el motivo que nos llevó a elegir una de dos alternativas. O somos dioses -y no lo somos porque morimos- o hay un Dios que nos hizo a su imagen y semejanza.

Ludwig Feuerbach (1976) inició su guerra filosófica en contra de Dios afirmando que nosotros lo creamos a Él a nuestra imagen y semejanza y no a la inversa. No voy a reiniciar tan absurda discusión. Sólo afirmaré que tanto por un lado como por el otro, hay un acuerdo común. En el medio, entre nuestra existencia y la real o hipotética de Dios, hay una “imagen y semejanza” (que puede ser la de uno, o la de Dios, o las dos a la vez) vale decir, una aparición mimética. Esa aparición mimética somos nosotros mismos. Y de dónde viene, no lo sé. Lo que sé es que tanto el arte como el amor obedecen a principios miméticos.

Aristóteles opinaba que el principio central de toda creación artística es la mimesis a la que definía como imitación de la realidad. Toda creación era, para Aristóteles (2004ª), una imitación. Una imitación puede también imitar a una imitación (diagesis) y ésta ser imitada por otra imitación. De ahí que el arte, en la medida en que más eleva su intensidad imitativa, más abstracto es, tan abstracto que puede llegar el momento –y éste es el caso de la música y de la pintura contemporánea- en el que la imitación artística ha perdido todo punto de contacto con la imitación originaria. En ese sentido el surrealismo no sería una corriente artística sino una imitación de segundo o tercer orden. Luego, el arte como el amor no sólo sería una imitación de la realidad, sino también su alteración pues nunca, ni aún en las mejores fotocopiadoras, la imitación es exacta. Nelson Goodman (1997) entre otros, ha demostrado que toda imitación comporta una suerte de “valor agregado” ya que la mirada del imitador no es inocente, lo que significa que en cada imitación hay una suerte de plusvalía inimitable. Algo profundo y esencialmente “original”.

Ahora, analizado el mismo tema desde una perspectiva teológica, afirmar que Dios hizo al humano a su imagen y semejanza querría decir que Dios a través del humano se imitó a sí mismo y, a la vez, transfirió algo de su originalidad a su imitación. Esa propiedad de imitarse a uno mismo en “lo otro” es también una de las características del amor, razón que ha llevado al judeocristianismo a afirmar que Dios es amor y por esa razón el amor es divino, aunque sea humano. La mimesis estaría así situada en el centro del amor y por lo mismo, del odio, como ha logrado casi probarlo René Girard (1992). Que dicha afirmación no es peregrina, lo testimonia el texto del bolero:

“Es que te has convertido en parte de mi alma” canta Gatica. Eso significa: estar “contigo en la distancia” es estar contigo en una parte de mi alma. Mi alma es, en este caso, la depositaria de mi amor que desde lejos te imagina. Tu imagen la imagino. El tú es un “tú en mí”. El mi- mismisa, y al mismisar, mismisa tu alma con la mía, hasta llegar al punto donde el ser de las almas se transforma desde un “ser-siendo” en un “ser- somos”. El amor a ti se convierte así en la mimesis de mi alma en tu imagen. Tu ser reproduce la mismisidad del mío en mí. El amor y el arte son, por lo tanto, producciones miméticas. La imagen se convierte en ambos, en una semejanza y la semejanza, en una imagen.

¿Y los boleros?

Todos los boleros, casi sin excepción, son boleros de amor. A la vez, aunque banales y rudimentarios, son poéticos y musicales, vale decir, nos gusten o no, son artísticos. En los boleros se cruzan el arte y el amor. Razón de más para pensar que los boleros han sido creados a nuestra imagen y semejanza. Por eso nos gustan o los detestamos. Indiferentes no nos dejan.

Referencias:

Aristóteles (2004) Nikomanische Ethik, Stuttgart

Feuerbach, L. (1976) Das Wesen des Christentums, Frankfurt

Girard, R. (1992) La Violence et le Sacré. París

Goodman N. (1997) Sprachen der Kunst, Frankfurt

Heidegger M. (1971) Der Satz vom Grund,Tübingen

Luhmann, N. (1992) Liebe als Passion, Frankfurt

Nagel, Th. (1987 Waht does it All Mean, Oxford