El cansancio de los “héroes” vencidos
Crónicas del Olvido
1.-
Bajo el relente, la estatua del héroe guarda todo el rencor que la fisiología de los pájaros ha depositado sobre su quepis. Bajo la sombra de la noche el héroe disemina sus heces sobre la cabeza de quienes aún se arrodillan a rezarle el último responso cedido por el amanecer. Bajo la lluvia el símbolo ecuestre derriba los cojones de un equino invisible que corre por el mapa renegrido de un país en silencio. Bajo el tedio del atardecer el busto se lame los bigotes mientras un jumento enflaquecido se rasca las ancas con la espada de quien se dijo salvador del mundo.
Arden bajo el sol las estatuas. Agotadas, dispersan su engreimiento en la desmesura de los que pasan y le hacen la señal de costumbre. Se cuecen bajo el cielo las que garrapatean sus olvidados vicios ante el olvido de quienes aspiran a ser de bronce o de cemento. Se queman ante quien las mira de frente. Y mientras todo esto acontece, alguien de carne y hueso desea ser colocado en lo más alto ante la grima de la desmemoria.
2.-
Hay estatuas que orinan y hasta defecan de cansancio. Hay estatuas agobiadas de tanta zalamería. Ninguna estatua es muda: hablan desde la imaginación de quien las mira y las adora. Dotadas de nombres y apellidos y hasta de rangos, vomitan sobre los ojos atontados de los paseantes que aún admiran las nalgas redondeadas del caballo o la espada en la mano enguantada de un sujeto cuyo nombre es sólo una referencia inútil, o las charreteras recién colocadas sobre los hombros robustos del héroe, tan anónimo como quien se babosea ante el obelisco o en medio de la plazoleta que contiene su atrofiada biografía.
3.-
Un muñón de cera palpita bajo la sombra de un inmenso samán. Los ojos alumbrados de una imagen, un dibujo, una figura pedestre, mientras llueve. Las estatuas agonizan a diario. La ciudad, las ciudades de estatuas vigorizan la presencia asible de fantasmas y espectros. Y desde los palacios de gobierno una intrépida gusanera carcome los ojos de un recién inventado personaje, salvador de almanaques, de antiguos calendarios de mujeres en pelota y figurines de próceres a punto de emigrar a la desolación.
Mi país es tierra de hombres a caballo. De hombres en mulas o en asnos. Mi país es una estela de nombres y apellidos que nos han marcado los huesos. Nos han hecho estatuas iluminadas con focos y altares.
Las estatuas comienzan su agonía. Volverán al polvo de sus esqueletos originales. Pasarán al olvido como los pájaros que caen en las mandíbulas abiertas de los depredadores.
4.-
Un largo silencio se hace dueño de la plaza. Quien hablaba y no paraba de hablar, enfundado en su verde olivo, con su boina y su voz de trueno, ya no está. Queda la estatua, el remedo de los días, la ilusión de haber estado, de ya no ser.
El periplo del acero fundido, el del metal cagado por la trashumancia de las aves, por el paso aleatorio de los vientos, por la gazmoñería de vejetes que se quitan gorras y sombreros e inclinan la nuca como buscando el filo de la guillotina o el tiro de gracia del que desde lo alto mira sus despropósitos.
Un largo silencio anida la mano estirada del fantasma de bronce. Del espectro de cemento oscurecido por los salivazos de la intemperie humana. Un larguísimo estornudo de algún dios despistado que abre sus alas y las bate contra la nariz rota del muñeco callejero, en una esquina, anudado a la dirección de algún edificio u oficina. Y hasta de plástico en las tiendas para turistas en busca de placer sexual o ideológico, que a la larga es lo mismo. Una masturbación dialéctica y diacrítica. Un orgasmo atildado frente a la voz de quien se repite a diario en sus monsergas.
Estatuas, estatuas, fantasmas, muertos que viven en la imaginación de borrachos y epilépticos de las utopías. Estatuas, sepulcros, momias, cuerpos embalsamados, panteón de miserias, de falsos protagonistas de una novela mal escrita.
5.-
Alguien husmea cerca de los cascos de un caballo. Los belfos dilatados por el agotamiento, por el eterno trote hacia el misterio. La piel húmeda y sucia de la bestia, el peto arcado, grasoso entre el musgo y las llagas de una biografía sin reposo. La estatua apacigua la cursilería de sus adoradores. Pareciera callarlos con la mano estirada hacia el poniente, con el pecho abierto, desgarrado por los fusilazos de los historiadores. Estatuas petrificadas en los libros, en la retina acuosa de un viejo sacerdote limosnero.
Una cabeza solitaria muge en el lodo. El machete ha pasado su filo por la carótida, por la yugular de metal de quien se hizo nombrar caudillo de sabanas y remansos. Arriba, el cuerpo decapitado: una sangre viscosa, metálica y oxidada sale del cuello recortado.
En lo más alto, un grupo de moscas derriba la imagen de un descubridor, la más alta del país, la más elegante y elaborada. Abajo, se amasan rostros con ojos bien abiertos: son las estatuas para consagrar el nuevo tiempo, la hora derretida, el inicio del tradicional bochinche: nuevas estatuas, miserables designios. El silencio columbra el busto, el hombre a caballo, el adorado en altar y casucha a la entrada de un cuartel, mientras allá, en medio del mar Caribe, otro avisa de su presencia muda en carteles y pancartas, en el himnario de la estupidez de una masa que musita el miedo, lo cambia con sexo y aguardiente, con brujería y sudor de muertos olvidados, con los huesos y la mampostería de la miseria.
6.-
La muerte es una estatua. Una estatua de muertos que respiran los vivos. Cementerios de estatuas, de ángeles difuntos, de asesinos indulgentes, de cálculos biliares en los cuerpos insepultos de los candidatos a ser elevados en las plazas, en los salones de palacios de gobierno.
7.-
Una estatua vomita sobre la calle.
Una estatua revuelve sus intestinos en la parafernalia de un discurso.
Una estatua baila, salta y defeca sobre la mudez de muchos hipnotizados.
Una estatua relincha y todo el mundo calla.
Una estatua se pudre. Todo hiede.
Una estatua cae vencida a los pies de otra estatua.