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Fernando Mires

Las grandes mentiras del (neo-) pinochetismo

Fernando Mires

Ningún asesino dirá jamás que mata porque le gusta matar. El ser humano intenta legitimar sus maldades, está en su naturaleza. Son las trampas de la razón de la que nos hablaba Kant. Con mayor motivo si se trata de asesinatos colectivos, genocidios, o grandes matanzas como las acontecidas a granel a lo largo de la historia universal de la infamia. Incluso Chile, tan alejado del mundo, un país de transcurrir pacífico y relativamente democrático, fue testigo de una de las tragedias más sangrientas conocidas a nivel continental.

La tragedia que comenzó a tener lugar a partir del 11 de septiembre de 1973 está documentada en fotos, en filmes, en testimonios. Es inocultable. Y mientras más lo es, más grande ha sido el esfuerzo de sus ejecutores y de quienes los aplaudían (y aplauden) por otorgarle legitimación histórica. La mayoría de esas legitimaciones utiliza la coartada del golpe bajo la rúbrica “necesidad histórica” como si la historia siguiera una lógica y una razón pre-determinada.

Desde los primeros días del golpe, la dictadura buscó su legitimación. El golpe fue llevado a cabo, propagaron los generales, en contra de un Plan Z, destinado a asesinar a quienes no eran marxistas. La UP guardaba arsenales secretos y un ejército clandestino estaba presto a asaltar al estado y declarar la “dictadura del proletariado”. Y muchos creían esas mentiras no porque fueran verosímiles sino porque necesitaban creer en ellas. Hoy todavía hay quienes arguyen que Chile mantiene una deuda histórica con “su” ejército. Pinochet, pese a uno u otro “error”, habría salvado a Chile de convertirse en una segunda Cuba.

Cuarenta y cinco años después del golpe, el mito “Pinochet defensor de la patria” ha aumentado su intensidad, entre otras razones por la orfandad política en la que se encuentran las víctimas de tres dictaduras latinoamericanas: Cuba, Nicaragua y Venezuela. No faltan incluso quienes en esos países anhelan el aparecimiento de un Pinochet, alguien que expulse a los comunistas, que imponga disciplina y orden y, sobre todo, que conduzca a sus naciones por la vía de la prosperidad. Todas estas, y otras más, son razones que llevan a indagar nuevamente sobre esos hechos que ocurrieron hace 45 años.

LAS OCULTAS RAZONES DEL GOLPE

Hagamos un poco de historia: desde mediados de 1973, el gobierno de Allende había alcanzado su fase de declive. De hecho, ya no contaba con el apoyo de las capas medias. Estudiantes y escolares llenaban las calles protestando. La SOFOFA (Sociedad de Fomento Fabril), la SNA (Sociedad Nacional de Agricultura) y CONFECO (Confederación de Comercio), vale decir, los tres pilares de la economía habían declarado la guerra al gobierno y la negociación con ellos ya no era posible. Peor aún: la UP ya había perdido a los sindicatos del cobre y del acero. Las elecciones de la CUT (Confederación Unitaria de Trabajadores) tradicional reducto comunista-socialista, fueron objetivamente ganadas por la Democracia Cristiana (DC). Allende, sin las dos cámaras, gobernaba por decretos.

Todas las encuestas daban al gobierno un número menor de votos al obtenido en las presidenciales de 1970. Para aparentar la fuerza que ya no tenía, Allende nombraba generales en los ministerios, de modo que, de facto, el gobierno ya estaba tomado desde dentro por los militares. El golpe había comenzado, efectivamente, antes del golpe. Los militares realizaban allanamientos sin ordenes judiciales y en las calles se veían, ya en agosto, soldados armados por doquier, mientras el cielo era cruzado por aviones haciendo “ejercicios”. La Armada había entrado en un proceso de “depuración” y los marinos allendistas, acusados de complotar, eran hechos prisioneros y torturados. En fin, Allende había perdido el poder antes de perderlo.

Estos hechos hay que tenerlos en cuenta a la hora de emitir un juicio. Pues el golpe del 11 de septiembre no fue realizado en contra de una revolución triunfante sino en contra de un gobierno débil, al punto del colapso. ¿Por qué entonces fue tan sangriento? La versión oficial del pinochetismo fue unánime: para impedir que Chile se convirtiera en otra Cuba.

Sin embargo, para que Chile se convirtiera en una nueva Cuba se requería una de dos condiciones: un ejército leal y/o un fuerte apoyo internacional. El ejército ya había sido ganado por la derecha, sobre todo entre los oficiales y suboficiales y Allende lo sabía. La segunda condición era internacional: una nueva Cuba solo podía ser posible con el apoyo de la URSS y es un hecho, no una especulación, que la URSS negó su apoyo al proceso chileno.

Desde el punto de vista económico, Chile no podía avanzar un solo centímetro si no pagaba la deuda externa. De modo casi humillante, Allende viajó a la URSS a solicitar un crédito (diciembre del 1972) que le permitiera saldar en parte la inmensa deuda (en la práctica, la conmutación de 350 millones de dólares que Chile pagaba a la URSS) Pero Allende volvió con los bolsillos vacíos. La URSS sufría bajo Breschnev un periodo de estagnación. Cuba por si sola costaba más de un millón de dólares diarios. Además, se avecinaba un periodo de distensión con USA en donde debía ser negociada la retirada de tropas norteamericanas en Vietnam y Kissinger exigía, como parte del negocio, la no intromisión de la URSS en Sudamérica. Razón por la cual el comercio internacional de Chile con la URSS se mantuvo durante el socialista Allende por debajo del mantenido por la URSS con Argentina, Brasil, Uruguay y Colombia.

La URSS no quería otra Cuba. Hecho geopolítico que explica por qué la URSS mantuvo poco después relaciones comerciales y -sobre todo- políticas con la Argentina de los generales. En efecto: donde prima la geopolítica no hay política. Eso lo sabía Pinochet: después de todo fue profesor de geopolítica. En fin, Chile no podía ser otra Cuba y, aunque la cubanización de Chile le sirviera de propaganda, Pinochet decidió dar un golpe por razones que tenían poco que ver con Cuba. ¿Con qué tenían que ver?

Recordemos que Allende, después de su fracaso en la URSS, reunió a todos los dirigentes de la UP y planteó crudamente la situación. Su gobierno estaba aislado nacional e internacionalmente. Para evitar la total capitulación solo cabía una posibilidad: el plebiscito. La reflexión era correcta. En caso de triunfar Allende, su gobierno emergería fortalecido. En caso de perder, había que convocar a nuevas elecciones. Si en esas elecciones triunfaba la DC -era lo más probable- no sería por mayoría absoluta y en consecuencias, un gobierno DC estaría condicionado al apoyo de la UP, invirtiéndose la relación que se había dado en octubre de 1970 gracias a las cual Allende pudo ser elegido presidente después de intensas negociaciones con la DC. Vale decir, aún perdiendo el plebiscito, la UP podía conservar algunas posiciones hacia el futuro.

El buen plan de Allende topaba, no obstante, con dos obstáculos. El primero se sabía: el PS, el partido de Allende, bloqueaba la alternativa plebiscitaria. El segundo se supo después: el propio ejército, mejor dicho, Pinochet, vio en el plebiscito una amenaza para una salida militar al conflicto. Así fue que precisamente en los días en los que Allende se aprestaba a anunciar un plebiscito, Pinochet decidió apresurar el golpe. De tal modo Pinochet no dio un golpe solo en contra de la UP, sino en contra de una salida política que, en las condiciones imperantes en septiembre, no podía sino ser plebiscitaria. En cierto modo, la lucha contra el “marxismo” fue un pretexto de Pinochet para hacerse de todo el poder estatal.

Hábil como pocos, Pinochet había establecido una alianza tácita con el sector dominante de la DC: el de Eduardo Frei Montalva. De este modo Pinochet neutralizaba a los partidarios de la salida plebiscitaria dentro de la DC (Fuentealba, Tomic) a cambio de la promesa de realizar una transición de corta duración para después apoyar a un gobierno de centro-derecha presidido por Frei. Pero esa salida “bonapartista”, como sabemos, no estaba en el plan de Pinochet. Su objetivo, por el contrario, era formar un gobierno militar de larga duración, uno que diera fundación a una nueva república de inspiración “portaliana” (sin partidos políticos) En fin, no se trataba de cambiar un gobierno por otro sino de realizar una revolución bajo la conducción de un ejército libertador conducido por Pinochet. El golpe, visto desde esa perspectiva, fue una declaración de guerra a todo el orden político y social prevaleciente.

Solo así podemos explicarnos el carácter sanguinario del golpe militar. Un golpe que no fue solo un golpe: fue el inicio de una guerra en contra de la política, sus instituciones y por supuesto, sus personas. Una guerra llevada a cabo por el ejército mejor armado del continente en contra de una ciudadanía desarmada. Pues hablemos seriamente: los pocos grupos armados de la izquierda chilena -comparados con los Montoneros y el ERP argentino, o con los Tupamaros uruguayos- eran una risa. Ni hablar del Sendero Luminoso que enfrentó Fujimori y mucho menos de los ejércitos de las FARC, las que no lograron, pese a controlar vastas extensiones territoriales, derrumbar los pilares sobre los cuales se sustentaba la república colombiana.

La guerra de Pinochet duraría a lo largo de todo su gobierno. El llamado pronunciamiento del 11 de septiembre fue solo el comienzo de una revolución en contra de toda la clase política chilena de la cual la eliminación física de la izquierda había sido solo su comienzo. La derecha, en abierta complicidad, no hizo resistencia y se autodisolvió. El atentado cometido al general Óscar Bonilla (marzo 1975), hombre de Frei dentro del ejército, marcaría un punto de inflexión. El freísmo y Frei ya no tenían nada que hacer. El posterior asesinato a Frei solo sería la consecuencia lógica de la revolución pinochetista. Una revolución que no se hizo solo en contra de la izquierda y sus partidos, sino, reiteramos, en contra de la política como forma de vida ciudadana. Pinochet mismo lo decía al referirse con desprecio, cada vez que podía, a “los señores políticos”. En esa lucha en contra de la política, la izquierda “solo” puso a los torturados, a mujeres violadas, a los prisioneros, a los exiliados y, sobre todo, a los muertos.

Las desproporcionadas masacres -innecesarias desde todo punto de vista militar- no se explican solo por las alteraciones sádicas de Pinochet y los suyos, propias al fin a todos los dictadores. Ellas formaban parte de la lógica de la revolución militar: la de crear un punto de no retorno. Vale decir: mientras más ensangrentaban sus manos los seguidores de Pinochet, mientras mas estrecha era la complicidad de los pinochetistas con la muerte, más lejana aparecería la posibilidad de un regreso a la vida democrática.

Durante Pinochet, Chile se convirtió en una nación-cuartel: sin debates, sin partidos, sin política. Razón por la que Pinochet, a diferencia de otros dictadores, no intentó fundar un partido pinochetista. Su partido ya estaba formado: era el ejército. Sin embargo, sí intentó durante un breve periodo, una nueva asociación: una alianza entre el estado militar y los gremios económicos. Fue el periodo de gloria de su entonces yerno, el fascista Pablo Rodríguez. La alianza duró poco. Pronto comprendería Pinochet que toda alianza funciona en base a compromisos y se deshizo rápidamente de Rodríguez y su poder gremial. El lugar de Rodríguez -el de la eminencia gris- fue ocupado por el “portaliano” Jaime Guzmán.

Asesorado por Guzmán, Pinochet comenzó a fraguar su proyecto histórico: el de un Estado antipolítico “en forma”, situado por sobre las instituciones, pero con un margen de deliberación entre ex-políticos elegidos desde arriba. En otras palabras, los miembros del Estado Mayor del Ejército serían convertidos en una suerte de ayatolas uniformados, secundado por “notables” fieles al régimen.

EL “MILAGRO ECONÓMICO CHILENO”

Lo que nunca pasó por la cabeza del dictador fue que en nombre de la lucha en contra del marxismo, estaba creando, solo bajo otras formas ideológicas, un sistema político muy similar al que regía en Cuba. Pues así como en Europa los regímenes de Hitler y Stalin se parecían entre sí, el de los Castro y el de Pinochet también estaban marcados por signos de semejanza. La diferencia es que en Chile la clase política demostró tener una mayor capacidad de resistencia que la clase política cubana. Pero es inevitable pensar que, durante Raúl Castro, con la apertura violenta de Cuba al capital extranjero, comenzó a tener lugar la alianza perfecta entre el mercado y el estado militar que una vez imaginaron Pinochet y Guzmán para Chile. Ambos murieron sin saberlo. Y los pinochetistas, aunque lo supieron, lo aceptaron en nombre de las, según ellos, milagrosas obras económicas de la dictadura. Pocos términos han sido más falsos que referirse a algunos éxitos numéricos, como un “milagro económico”. Expresión muy infeliz de Milton Friedman.

Friedman conocía el origen alemán de esa expresión y por cierto, sabía también que aludía a un proceso no solo diferente sino completamente contrario al que se dio en el Chile de la dictadura: la recuperación de la economía de post-guerra alemana gracias a la alianza de tres fuerzas: el estado, el sector empresarial y los obreros sindicalmente organizados. Esta última fuerza imprimió un sentido keynesiano al proceso y daría, además, origen a otro término: “economía social de mercado” (Ludwig Erhard). La de Pinochet en cambio fue una economía anti-social de mercado. O para decirlo así: mientras Allende intentó llevar a cabo una política de equidad sin crecimiento, Pinochet llevaría a cabo una política de crecimiento sin equidad.

Citando a una de las voces más autorizadas de la academia económica chilena, Ricardo French Davis: “Es cierto que durante la dictadura de Pinochet se produjeron diversas modernizaciones en Chile. Sin duda, varias de ellas han constituido bases permanentes para las estrategias democráticas de desarrollo, pero otras constituyen un pesado lastre. El crecimiento económico del régimen neoliberal de Pinochet, entre 1973 y 1989, promedió sólo 2,9% anual, la pobreza marcó 45% y la distribución del ingreso se deterioró notablemente”.

Cabe entonces hacerse una pregunta: ¿puede ser caracterizada como exitosa una economía que si bien muestra números positivos en el papel lleva a una nación a niveles de desigualdad sin precedentes, a uno de los más altos del mundo? Si el objetivo de una política económica no son los seres humanos, uno se pregunta cual puede ser.

El milagro económico de Pinochet es, si no un mito, una de las grandes mentiras del neo-pinochetismo. Como señala el mismo French Davis, el crecimiento económico de Chile comenzó a darse con vigor desde el momento en que los gobiernos de la Concertación incorporaron políticas públicas y sociales a sus programas. “La Concertación logró mejores niveles de crecimiento económico, del empleo, y de los ingresos de los sectores medios y pobres. El crecimiento económico entre 1990 y 2009 fue de un 5% (5,3% si se excluye la recesión de 2009). (....) “Dicho crecimiento económico más políticas públicas activas redujeron la pobreza del 45% al 15,1% de la población. En la dimensión social, no sólo se redujo la pobreza mediante políticas públicas. En efecto, los salarios promedios reales eran 74% superiores en 2009 que en 1989 y el salario mínimo se había multiplicado por 2,37; agudo contraste con los salarios durante la dictadura, que en 1989 eran menores que en 1981 y que en 1970. (...) “Así Chile avanzó más rápido que los otros países de América Latina, y acortó significativamente la distancia que lo separa de las naciones más desarrolladas. El PIB por habitante se expandió a un promedio anual de 3,6%, en comparación con 1,3% en 1974-89”. (Leer versión extendida en: http://www.asuntospublicos.cl/2012/06/el-modelo-economico-chileno-en-dic... )

Hay que agregar por último que no hubo una sola política económica durante Pinochet. Por lo menos hubo cuatro: entre 1973- 1979, la llamada “política de shock” (alzas de precio, recortes presupuestarios, disminución de la demanda, desocupación laboral masiva). Entre 1979-1982, un neoliberalismo clásico. Entre 1982-1986, motivada por la contracción del sistema exportador, una política económica de neto corte estatista, incluyendo expropiaciones, control de precios y emisiones monetarias. Desde 1982 hacia adelante, una política pragmática que combinó la libertad de mercado con inyecciones monetarias de tipo keynessiano. Lo único que une a esas cuatro políticas al fin, es el constante ensanchamiento de la tijera social y una baja pero también constante tasa de crecimiento numérico.

REFLEXIÓN FINAL

Al llegar a este punto, una reflexión: ¿Y si de todas maneras la política económica hubiese sido tan exitosa como dicen sus partidarios de ayer y de hoy, estaría entonces Pinochet legitimado frente al altar de la historia? De ningún modo. Ni aunque Chile fuese hoy el país más rico del mundo, no hay ninguna razón para justificar crímenes de estado. Pero hay quienes sí lo hacen. Apartando toda ética, reducen la historia a una relación costos-beneficios, aunque los primeros se paguen en vidas humanas, cuerpos torturados, familias destruidas, biografías rotas y violaciones sistemáticas a todos los derechos humanos.

De acuerdo a esa noción sacrificial entre medios y fines, ellos podrían, efectivamente, justificar a los regímenes más monstruosos de la historia moderna. Pues con el mismo criterio con que hoy justifican a Pinochet, pudieron haberlo hecho con Hitler ayer. ¿No puso fin Hitler al desorden generado por la República de Weimar? ¿No terminó con la inflación y el paro? ¿No construyó las mejores carreteras de Europa? ¿No tuvieron todos los alemanes acceso a un Volkswagen? ¿No mejoró el sistema previsional? Y por último, ¿no impidió el avance del comunismo desde dentro y desde fuera de Alemania? ¿Y el Holocausto? Sí, un “pequeño error”. ¿Y no está iniciando Putin, en estos mismos momentos, una reivindicación de la memoria de Stalin? ¿No convirtió Stalin un país de siervos de la tierra en una potencia económica y militar de carácter mundial? ¿Y los millones que murieron en el Gulag? Sí, quizás fue “algo” duro. ¿Y Franco? ¿No dio estabilidad y disciplinó a un país salido de una guerra fratricida? ¿No salvó a su país del comunismo? ¿Y Fidel Castro? ¿No liberó a Cuba del imperialismo? ¿No eliminó el analfabetismo? ¿No tienen los cubanos asistencia médica gratuita? Y así sucesivamente.

A esos, los defensores de tiranos, sean de derecha o de izquierda, los vamos a seguir encontrando en todas partes, dispuestos a inclinarse frente a los del pasado y frente a los que en el futuro vendrán. Sin esa gente, ninguna dictadura habría sido posible.

¡Malditos sean todos!

14 de noviembre 2021

Polis

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Kimmich (o el miedo al miedo)

Fernando Mires

Información previa para legos: Joshua Kimmich es mediocampista central de Bayern Münich y de la selección alemana. Sus primeros pasos los dio como defensa derecho en reemplazo del veloz y recordado Phillip Lahm, posición que le asignó en la selección el ex DT, Joachim Löw.

Kimmich es un jugador polifuncional. Pero con la llegada del genial DT Hansi Flick a Bayern y después a la selección, Kimmich afirmó su lugar en el mediocampo, desplazando al hasta entonces inamovible madrileño Toni Kroos. Sus pases largos, la profundidad de juego, sus potentes balazos, y no por último, su desplante, personalidad y hasta simpatía, hacen prever de que estamos frente a un jugador que pasará a la historia de los grandes íconos deportivos de su país. Pero nadie es perfecto: ese gran jugador también tiene un defecto.

Joshua Kimmich no se quiere vacunar.

Que haya demasiados ciudadanos que no quieren vacunarse contra el Covid -19 no es igual a que un Kimmich diga públicamente que no lo quiere hacer. Kimmich es un ídolo, sobre todo para los jóvenes. Su ejemplo puede hacer escuela, y de hecho ya la está haciendo afirman muchos, entre ellos los más destacados virólogos alemanes. Tienen razón. Propagar el mensaje anti-vacuna en un momento en que el bicho anda suelto, elevando la incidencia a los niveles más altos, solo puede aumentar los peligros de contagio.

Los grupos políticamente (sí, políticamente) organizados de los antivacunas: los ultraderechistas, los populistas, los neofascistas, o como usted quiera llamarlos, intentan presentar a Kimmich como portaestandarte de la campaña antivacuna. No sé si Kimmich quiera gozar de ese nuevo estatus. Al parecer, no. En las entrevistas se le ve más bien reservado. Poco a poco ha ido matizando su opinión afirmando que no es enemigo de las vacunas sino más bien un escéptico. Intenta justificarse con la insuficiencia de información (lo que es falso, las estadísticas muestran que, de modo mayoritario, quienes atestan las salas de tratamiento intensivo no han sido vacunados).

Kimmich está en el ojo del huracán. Tanto personalidades futbolísticas como políticas y sobre todo periodísticas lo han puesto sobre el debate público. Sus amigos aducen que Kimmich tiene derecho a no vacunarse. Claro que lo tiene. Pero, como escribió Kant, si bien no debemos hacer lo que las leyes prohíben, tampoco debemos hacer todo lo que las leyes permiten. Quiere decir: no al margen, sino más allá de las leyes, hay un espacio deducido de la misma legislación general. Es el espíritu de las leyes, según Montesquieu. Y bien: no a las leyes sino a su espíritu está faltando Kimmich. Un caso que llevó a la misma Angela Merkel a opinar maternalmente sobre Kimmich, aduciendo que confía en que el joven jugador rectificará y terminará vacunándose. Pero hasta el momento Kimmich se mantiene fiel su “no”.

Kimmich es quizás un destacado exponente del antivacunismo, pero dista de ser una excepción. Lejos de ser un imbécil – también los hay entre los vacunados – sabe expresarse con soltura y fluidez. Además, las excelentes calificaciones que obtuvo en el bachillerato muestran un coeficiente intelectual que va de mediano a alto. Prueba de que entre los vacunafóbicos no solo hay una chusma salvaje (con ellos hay que contar siempre). También encontramos a músicos, actores, literatos e incluso médicos. Estos últimos son los que menos pueden alegar falta de información.

¿Cómo explicar el miedo a la vacuna?

A riesgo de parecer tautológicos, podríamos decir: los que tienen miedo, tienen miedo. ¿A la vacuna? No. Ahí está la cosa. Tienen simplemente miedo, y ese miedo se expresa objetivamente en contra de la vacuna. Ese es el común denominador de todas las fobias: el objeto del miedo no es el objeto del miedo. El objeto es solo un representante del miedo. ¿Miedo a qué entonces?

Solo un psicoanalista experimentado, en conversación directa con Kimmich, podría llegar a descubrir su miedo originario. Por el momento solo podemos permitirnos opinar en términos generales y afirmar, también de modo general, que el más originario de los miedos, es el miedo a la muerte.

Ese miedo lo tenemos todos. Por eso mismo nos vacunamos. Kimmich, sin embargo, hace lo contrario. Su miedo a la muerte lo traslada a un objeto que lo puede, eventualmente, librar de la muerte. Ahí reside precisamente la astucia del miedo fóbico. Se trata de un miedo que actúa por asociación pues, de una u otra manera, la vacuna, al salvarnos de la muerte, está asociada a la “existencia de la muerte”. O sea, el miedo a la muerte puede ser tan grande que, nuestro inconsciente, justamente para defendernos de ese miedo, lo traslada a todo lo que tenga que ver, aunque solo sea asociativamente, con la muerte.

El de Kimmich parece ser así un miedo equivocado, errado, errático. Desde esa perspectiva, la neurosis de Kimmich, al ser explicable, es muy normal. No hay ser humano que no tenga miedo a la muerte, pero, obvio, nadie quiere enfrentar a ese miedo. Entonces cosificamos al miedo: lo transformamos en “miedo a una cosa”, en este caso, en miedo a la vacuna.

Freud, en sus "Lecciones sobre el psicoanálisis" (1916-1917), distinguía dos tipos de miedo: a uno lo llamaba miedo real. Al otro, irreal. El primero nos defiende de los peligros que enfrentamos a diario. El segundo, al que también Freud llama miedo neurótico, a objetos representativos del miedo.

Lacan a su vez (casi nadie lo dice) invirtió el pensamiento de Freud en un punto esencial. La realidad, según Lacan, no es la que percibimos como realidad, sino solo representación de una realidad que nunca podremos alcanzar, cuando más presentir. La realidad de lo que no sabemos lo que es, pero es. Esa realidad es, para nosotros, un abismo.

En el caso de Kimmich, es un miedo frente a ese abismo al que Lacan, llama “lo real”. Kimmich, en ese sentido, se defiende de esa realidad que lo acosa y, en su sistema de representaciones, elige a la vacuna como objeto al que hay que negar para sobrevivivir. Quizás, desde ese punto de vista, tiene cierta razón. No hay suficiente información sobre la realidad del más allá. Frente a la realidad lacaniana todos somos indocumentados.

Kimmich, como la mayoría de nosotros, es un ser aterrado: un hijo del miedo. Pero nadie - Kimmich tampoco, su profesión lo obliga – quiere aparecer ante los demás como un ser miedoso. Todo lo contrario: Kimmich quiere ser en la vida lo que es en el fútbol: un jugador que lo arriesga todo, un héroe luchando frente a un enemigo. Por eso no se conforma con no vacunarse y ser, como hay muchos, un anónimo sin vacuna. Kimmich, por el contrario, parece decirnos con su cara de niño biencriado. Eh, mírenme, véanme cómo desafío a la muerte, contemplen como sobrevivo. En palabras clínicas: Kimmich es un perfecto exhibicionista. Pero al fin y al cabo ¿cuál futbolista no lo es? Mostrar sus virtudes ante ochenta mil personas, todas las semanas, más la televisión, conforman, se quiera o no, una predisposición exhibicionista.

Pero ya está dicho. Kimmich no es un caso aislado. Su posición frente a la vacuna está respaldada por cientos, por miles de seres que también semana a semana salen a la calle a protestar no solo en contra de la vacuna, sino también en contra de las restricciones sanitarias, en contra de los virólogos, en contra del gobierno. Guste o no, Kimmich es, o ha llegado a ser, parte de un movimiento social y político a la vez. Pues el miedo nunca, o casi nunca, es un miedo individual.

Para decirlo nuevamente con Freud, hay “miedos flotantes”.

A veces estos miedos yacen sumergidos bajo las aguas de la realidad (la freudiana) pero de pronto salen a la superficie y flotan. Son los miedos colectivos. Suelen aparecer en tiempos de crisis, de desintegración, de anomia. En tiempos como los nuestros, cuando las grandes religiones no cumplen su papel protector, cuando las grandes ideologías están fracturadas, cuando los grandes relatos carecen de veracidad, cuando las distancias entre lo sólido y lo líquido, o entre lo virtual y lo real, se acortan, esos miedos irrumpen con virulencia. Entonces ha llegado la hora de los grandes manipuladores. La hora de los Trumps, de los Bolsonaros, y de tantos más. Ellos son los amos del miedo. Los encargados de trasladar los miedos irrepresentados hacia representantes sólidos: pueden ser los emigrantes, los demócratas, los hombres o las mujeres, los viejos, los políticos en general. Son ellos, los populistas de derecha e izquierda, los aliados que necesita el Covid-19 para continuar ejerciendo su lucha en contra de la vida. Personas como Kimmich son para esos canallas de la política, simples “tontos útiles”.

Puede que Kimmich recapacite alguna vez. Si no lo hace, igual continuaré admirando su fútbol posmoderno, sus pases biométricos, sus certeros tiros libres, su entrega total. Pero solo frente a la pantalla. Si algún día tuviera que cruzarme con alguien como él, ajustaré mi mascarilla y retrocederé dos metros. Vade retro. Después de todo, la vida me ha enseñado a distinguir entre vacunas y vacunos.

4 de noviembre 2021

Polis

https://polisfmires.blogspot.com/2021/11/fernando-mires-kimmich-o-el-mie...(POLIS)

Testimonio y Escritura

Fernando Mires

1. Denis Scheck, crítico literario alemán al que respeto, la recomendó. Ahí me di cuenta de una antigua aseveración. El tema y el argumento no cuentan en la literatura, lo que cuenta es la narración.

Por el tema en sí -un aborto de una muchacha en la Francia de los sesenta- yo no habría leído el libro de Annie Ernaux, El Acontecimiento. Pero hice caso a Scheck. En dos horas, sin levantar la vista, leí como hipnotizado las setenta páginas del testimonio. Impactante, emocionante, desgarrador, todo esto es decir poco. Un relato que duele. Incluso físicamente: duele.

Annie, como tantas adolescentes de su tiempo – en una Francia más liberal que otras naciones europeas- quedó embarazada sin haberlo deseado. En el jolgorio de su juventud no llegó nunca a imaginar que el sexo tuviera relación con nada. “En todo lo relacionado con el amor y el goce no me parecía que mi cuerpo fuera intrínsecamente diferente al de los hombres”. La diferencia empero, llegó a sentirla como una discriminación de la biología a favor de los hombres.

Ni por nada del mundo Annie habría querido interrumpir sus estudios en los que ya apuntaba la destacada intelectual que terminó siendo. Pensaba en un comienzo de que se trataba simplemente de un simple malestar gástrico y acudió a un estomatólogo. Cuando un ginecólogo detectó la presencia de un embrión, su primer impulso, en un irracional acto negacionista, fue romper el certificado de embarazo. No podía ser, pensaba. Sentía su vientre vacío, pero no lo estaba. Su embarazo lo asumía como un veredicto injusto. Un golpe artero de la mala suerte, una desgracia. “A un lado estaban las chicas con sus vientres vacíos, y al otro me encontraba yo”. El embarazo le estaba robando su alegría de ser. Su vientre la condenaba a ser distinta. Embarazo y disociación grupal caminaban juntos. “Me sentía abandonada por todo el mundo”. Al escuchar las risas de sus amigas “me parecía que ya no tenía edad”. La promesa de un hijo le extirpó de modo radical su juventud. Comienza entonces a buscar contactos solidarios entre chicas que ya habían experimentado el aborto. Fue así como tuvo acceso a un mundo ilegal del que hasta entonces no tenía la menor idea.

Lo de las parteras clandestinas que proliferaban al amparo de la prohibición era y es un hecho conocido. Poco se ha hablado en cambio de la complicidad de los médicos, no solo de los que utilizaban la prohibición para su enriquecimiento personal, sino de los que estaban obligados a ser cobardes. Ninguno quería meterse en problemas legales. Desde uno que sin nombrar la palabra embarazo le recetó penicilina para cuando fuera a ir “donde vaya”, pasando por otro que le prescribió un “remedio” sin receta, haciéndola sentir como una delincuente en la farmacia, hasta llegar a uno que la somete a un raspaje soltando una frase terrible: “yo no soy su fontanero”.

Las escenas del intento de eliminar al feto y otras similares, no las escribiré aquí. Solo cabe destacar que, sin ese testimonio, Annie Ernaux nunca podría haberse liberado de un trauma que arrastraba como un pesado fardo. Mirando hacia atrás llegó a la conclusión de que -más allá de la crueldad de personas aisladas, entre ellas un sacerdote que la increpó brutalmente durante la confesión– ella fue víctima de un orden de cosas que recién cuando adulta pudo dilucidar. Interesante entre otros juicios es la analogía que hace entre la prohibición del aborto con otras actividades clandestinizadas de nuestra época, entre ellas las de quienes trafican con emigrantes. Hoy se persigue a esos traficantes, escribe “como hace treinta años se deploraba de las personas que practican abortos. Pero no se cuestionan las leyes ni el orden mundial que provocan este fenómeno”. Algún día conoceremos los testimonios de los emigrantes, de los que fueron estafados por traficantes, de los que padecieron hambre y frío, de los que vieron ahogarse a sus padres o a sus hijos.

Podemos estar o no de acuerdo con el libro de Ernaux. Pero quien quiera argumentar a favor o en contra del aborto, debería leerlo. Sin conocer realidades como las que ella nos relata, toda discusión sobre ese tema resulta una entelequia. Podemos también embarcarnos en largas polémicas académicas, morales y religiosas sobre el tema. Pero lo que no podemos hacer es ignorar experiencias vividas por tantas víctimas de la indolencia institucional. Si el cuerpo pertenece solo a su dueño o es parte de un cuerpo social o de la voluntad divina, puede ser un debate interesante y atractivo. Pero si no consideramos los daños biográficos, los destinos truncados, los traumas que han marcado a fuego la vida de tantas mujeres, incluyendo la imposibilidad de llevar una vida relativamente normal, toda discusión resulta ociosa.

2. El relato de Annie Ernaux corresponde al género de la literatura testimonial. Tal vez uno de los más difíciles de practicar. Por un lado pertenece a la literatura propiamente tal. Por otro, está ligado a la historiogafía pues sin testimonios es difícil escribir historias. Los testimonios pueden ser piezas literarias pero antes que nada son documentos. Son literarios solo cuando la calidad de su prosa así lo permite. Y bien, el de Ernaux tiene ese doble valor: es literario y documental a la vez. En sí reúne todas las características propias al género. Es personal, pero a la vez ilustra un momento de la cultura francesa durante los años sesenta. El acontecimiento es por lo tanto doble: irrumpe en la vida íntima de Annie pero tiene lugar sobre un piso nacional. Es fidedigno y verídico, y la imaginación, propia a toda literatura, está puesta al servicio del principio de realidad. La escritora no es solo observadora: es autor y personaje, es víctima y testigo.

3. El Acontecimiento, es mi opinión, debería ser sumado a la lista de los relatos testimoniales de la modernidad. Miembro de un género que en áreas muy distintas tiene nombres inolvidables. La mayoría están escritos bajo la forma de “diarios de vida”. En ese sentido, hay testimonios históricos. Me refiero a los que fueron escritos en tiempos dramáticos, como los vividos por Europa en el pasado siglo. Efectivamente, hay testimonios sobre la vida que vivimos pero cuyos interiores no conocemos bien y hay otros que sobrepasan todo conocimiento. Son los testimonios de lo inconmensurable, de la maldad humana llevada más allá de sus propios límites, de la radicalidad del mal (Kant).

El más conmovedor de todos los testimonios del mal hasta ahora conocidos -creo que en ese punto no hay discusión – es y seguirá siendo, el Diario de Anne Frank.

Todo el dolor de un pueblo perseguido y diezmado llegó concentrarse en la figura de una niña que sin prejuicios, sin ideologías y sin siquiera proponerse dejar un testimonio, describe su día a día en un escondrijo que la protegió durante un tiempo de su muerte en un campo de concentración nazi.

Sobre los campos de exterminio nazis, esa maldad radicalizada y banalizada a la vez, también hay testimonios. Uno de los más estremecedores es sin duda el de otro niño judío que, ya convertido en adulto, escribe sobre su vida en los campos de concentración con la inocencia que solo un niño es capaz de expresar. Y, al igual que Anne Frank, sin explicarse sobre las razones que lo llevaron a ese siniestro lugar. Nos referimos al escritor sobreviviente Imre Kertész y a su novela-testimonio Sin destino. Tanto Anne como Imre describen lo que, desde nuestro sitial cotidiano, podemos leer y saber, pero nunca entender.

Sobre los campos de exterminio soviéticos hay también fuertes testimonios. Archipiélago Gulag de Solyenitzin es sin duda un documento agotador, pero sin la atroz realidad que describe nunca podremos darnos cuenta de lo que significó el estalinismo en la URSS. Del mismo modo, la sensible escritora rumana Herta Müller, a lo largo de su copiosa obra nos ha dejado un duro testimonio de la cruel vida diaria bajo la dictadura del dictador Ceauşescu. En una de sus últimas novelas Todo lo que tengo lo llevo conmigo, fiel a los testimonios de su amigo Oskar Piastor, Müller describe en detalle la vida de los prisioneros en los campos de concentración siberianos. Solo recordar esa novela da frío.

Hay también testimonios que no han sido llevados a la escritura porque quienes los vivieron no se atrevieron a hacerlos públicos. Es el caso de muchas mujeres que padecieron la ocupación serbia durante la guerra del Kosovo. En otro marco histórico, el autor de estas líneas ha conversado con diferentes mujeres que pasaron por los centros de torturas de las cárceles de Pinochet. Hay historias que para ellas son inenarrables. “Prefiero soportar el peso de mi trauma a que mis familiares y amigos sepan lo que hicieron conmigo”, me dijo una estimada amiga.

4. Hay, por cierto, testimonios imaginarios. Me refiero a autores que sin haber padecido personalmente los rigores de los acontecimientos históricos, han llegado a imaginarlos con una verosimilitud similar a los vividos por sus actores reales. En los dos últimos años, cuando el Covid 19 alcanzó una dimensión mundial, han sido actualizados autores que escribieron sobre grandes epidemias. Antes que nadie, Albert Camus en La Peste, cuyo abnegado doctor Bernard Rieux ha revivido entre tantos médicos que arriesgan sus vidas luchando en contra del Covid. Tampoco podemos olvidar el clásico de Daniel De Foe, Diario del Año de la Peste, cuyos imaginarios personajes transcriben la peste que azotó Londres durante 1665. En analogía a los primeros días pandémicos es imposible no recordar la trágica historia del compositor Gustav von Aschenbach, en Muerte en Venecia de Thomas Mann. Más cerca de nuestro tiempo, el Amor en los Tiempos del Cólera de Gabriel García Márquez es un anticipo de la relación tortuosa que se da entre la muerte, la peste y el amor. Pero sin duda el caso más asombroso es el de la gran escritora canadiense Margaret Eatwood quien en su novela Orik y Krake (la primera de una trilogía) escribió sobre la pandemia ¡antes de que esta hubiera aparecido! Las similitudes entre la pandemia ficticia de Atwood y la que estamos viviendo, es realmente asombrosa. Por supuesto, el de Atwood, no puede ser catalogado, en sentido estricto, como un testimonio. Pero sí pertenece a un género poco estudiado, me refiero a la literatura profética. Solo con esa novela Atwood se sitúa al lado del 1984 de Orwell

5. Hay dos autores recientes y muy conocidos que han escrito novelas en donde la pandemia es una actriz principal. La primera de todos fue la escritora alemana Julie Zeh en su libro titulado Übermenschen. La siguió el español Manuel Vilas en su más reciente libro, Los Besos. Escritores radicalmente diferentes cuyos libros tienen dos puntos en común. El primero es que ninguno es “sobre” sino solo “en torno” de la pandemia. El Covid 19 determina el destino de los personajes. Pero ninguno de los dos escritores intentó aventurarse en los recovecos del mal bicho. El segundo punto es que en los dos autores mencionados, el amor emerge en medio de, y gracias a la, amenaza mortal.

Desde hace un par de meses la crítica literaria ha venido anunciando la aparición de un “auténtico” libro sobre la pandemia, escrito en forma de diario como el de De Foe, pero sobre situaciones no imaginadas sino directamente presenciales. Al fin un verdadero testimonio, imaginaba yo. Y así fue como me dispuse a leerlo en cuanto apareciera. El libro al cual me refiero es Volver a dónde de Antonio Muñoz Molina. Debo decir que, en este caso, mis expectativas no fueron colmadas. Lo siento.

6. Volver a dónde relata tres meses de la vida de Muñoz Molina, en plena furia pandémica. Durante esos meses el conocido autor vive en confinamiento. Desde su balcón engalanado por flores (que cuida un jardinero), bebiendo cada noche una copa de vino, mira hacia las calles de Madrid. Debido a la restricción de las actividades sociales, tiene mucho tiempo a su disposición y decide utilizarlo en la escritura de un libro sobre sus experiencias con la pandemia. No fueron muchas, en verdad. De ahí que el autor hubiera decidido escribir dos libros en uno: Uno sobre el Madrid pandémico. Otro sobre los recuerdos de su agraria infancia en donde nos cuenta de sus padres, de sus abuelos y abuelas, de sus tías y tíos, y sobre todo, de los frutales y verduras en los campos cercanos de Ubéda, su lugar natal. Esto último, con tanto detalle y esmero que al final queda la impresión de que, si bien uno no aprende mucho sobre la pandemia, recibe por lo menos interesantes lecciones de horticultura.

Bromas aparte, el libro, escrito con la prosa bien cuidada pero nunca demasiado profunda de Muñoz Molina, no es en sí un testimonio. Y sí lo es, no testimonia demasiado sobre la realidad pandémica.

Así nos enteramos que durante tres meses, Muñoz Molina cocina, lee los diarios de Thomas Merton, continúa profesando admiración hacia Benito Pérez Galdós, y se sume en la lectura de una biografía de Hitler. Además aprende a caminar rápido sobre espacios limitados, saca a pasear en las tardes a su perra Lolita, recibe de vez en cuando visitas de familiares cercanos, escucha sonatas de Beethoven mientras toma vino en su balcón y aplaude desde ese mismo balcón a los sanitarios y a la policía y estos a la vez se aplauden entre sí. También reproduce las noticias de El País y el Mundo, y como buen socialdemócrata, echa pestes en contra de la irresponsabilidad de la ultraderecha española.

Y por cierto, recuerda a sus antepasados. En esos recuerdos hay fragmentos muy bien logrados -estamos hablando de un escritor consagrado, no lo vamos a descubrir ahora- como el de la triste muerte de un trabajador nicaragüense, llegado a España huyendo de la macabra tiranía de Ortega. Las visitas a su longeva madre, sus silencios y sus olvidados pasados, contienen algunos episodios conmovedores, no se puede negar. Pero en general, sobre todo en lo que tiene que ver con la pandemia, no es mucho lo que Muñoz Molina nos dice.

7. En suma, seguiremos esperando testimonios sobre la pandemia. Tarde o temprano tendrán que aparecer. La verdad es que los necesitamos. Necesitamos saber más sobre lo que realmente sucedía en los hospitales, de los que murieron por error, de los que sin estar contagiados fallecieron porque el personal solo atendía a contagiados. Queremos saber más sobre la mortandad masiva en las residencias de ancianos. También del dolor de los deudos que despiden a alguien que hace solo un par de semanas vivía rozagante. Es importante que alguien nos cuente sobre la competencia salvaje que se dio entre los laboratorios virológicos. O de cuanto dinero recibieron los periódicos por desprestigiar a unas y ensalzar otras vacunas. Desearíamos saber cuáles eran los políticos que organizaban las marchas de los imbéciles anti-vacuna, y qué propósitos perseguían. También que alguien nos cuente la vida cotidiana de los policías y del personal hospitalario. Y no por último, las experiencias de esos seres intubados, vueltos boca abajo, pensando en los segundos que faltaban para irse de este mundo. En una sola frase: necesitamos más testimonios.

Pronto llegará el momento de escribir sobre la historia de la pandemia. Sin esos testimonios no será posible.

8. Me parece que la pregunta de las preguntas aún no ha obtenido respuesta. ¿Qué es un testimonio?

Aquí parece necesario retornar al comienzo de este artículo y volver a referirnos a la historia del embarazo no deseado por Annie Ernaux. En las páginas finales de El Acontecimiento escribió Ernaux unas palabras que, en mi opinión, son las que más se acercan al concepto de “testimonio”. Dice:

He acabado de poner en palabras lo que se me revela como una experiencia humana total de la vida y de la muerte, del tiempo de la moral y de lo prohibido, de la ley, de una experiencia vivida desde el principio hasta el fin a través del cuerpo (…..) Y quizás el verdadero objetivo de mi vida sea este: que mi cuerpo, mis sensaciones y mis pensamientos se conviertan en escritura, es decir en algo inteligible y general, y que mi existencia pone a disolverse completamente en la cabeza y vida de los demás.

Convertir al cuerpo en escritura: eso es un testimonio.

Octubre 22, 2021

Polis

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Alemania pospolítica

Fernando Mires

El resultado de las elecciones que tuvieron lugar el 26 de septiembre en Alemania consagró una absoluta primacía de los partidos de centro: un cuarteto formado por SPD (25,7%), CDU/CSU (24,1%), Verdes (14,8%), y FDP (11,5%). Ese cuarteto representa en forma equitativa las cuatro principales corrientes políticas de la modernidad: socialistas, social-cristianas, ecológicas y liberales.

Fuera del espectro de alianzas quedaron ambos extremos: la ultraderecha (AfD 10,3%) y la izquierda extrema (Die Linke 4,9%). La primera porque es un partido (todavía) paria, no coalicionable. La segunda porque el miserable resultado obtenido solo les alcanza para sobrevivir.

La posibilidad de una alianza izquierdista, la de los dos partidos rojos más los Verdes, ha sido aventada. Gracias sobre todo al jefe de los socialcristianos de Baviera, Markus Söder. Para impedir esa alianza a la que algunos socialdemócratas no miraban con malos ojos y muchos Verdes con buenos ojos, llamó Söder a un alerta general. A la caída estrepitosa de la votación del candidato democristiano Armin Laschet, hay que agregar entonces la cantidad de votos que recibió de quienes solo querían impedir una coalición de izquierda-izquierda. En general, la ciudadanía alemana votó en contra de la polarización.

En términos futbolísticos, el partido se está jugando en el medio campo. Todas las alianzas centristas son posibles: desde una repetición de la gran coalición que permitió gobernar a Merkel (la más improbable), hasta llegar a dos tipos de coaliciones, dependiendo con quienes deciden casarse los Verdes y los liberales: si con el partido ganador (“coalición semáforo”: rojo, verde y amarillo) o por la “coalición Jamaica” (negro, verde y amarillo). El verde amarillo y no el rojo y el negro, decidirán quienes conformarán el futuro gobierno de la nación. Las mayorías entonces las decidirán las minorías. Todo muy democrático. Todo muy armónico. Todo muy formal.

En Alemania han sido impuestas dos tendencias predominantes en el paisaje europeo. Primero, la del fin del bipartidismo tradicional (socialistas y conservadores) Segundo- una tendencia más reciente- la recuperación electoral de los partidos socialistas.

Con respecto a la segunda tendencia, hay que resaltar algunos puntos que merecen cierta atención. En efecto, los socialistas han advertido, antes que los conservadores, que si bien las clases sociales siguen prevaleciendo, ya no son las de la llamada sociedad industrial. Eso significa que los socialistas no pueden seguir actuando como representantes exclusivos del sector laboral sindicalmente organizado (las grandes agrupaciones obreras están en vías de desaparición) sino de segmentos que reclaman una mayor atención social.

El ex partido de la clase obrera alemana, siguiendo la orientación de los partidos socialistas escandinavos, todos hoy dirigiendo gobiernos de coalición, ha sido transformado en el partido de las reformas sociales del orden posindustrial, haciéndose eco de demandas que en el pasado reciente no concitaron su atención, entre ellas, las ambientalistas, las de género, las generacionales. O sea, un partido que brinda sus ofertas de acuerdo a un catálogo elaborado por especialistas en materias electorales.

El socialismo de la posmodernidad ya no es el de la modernidad. Incluso no es seguro si todavía podemos seguir hablando de socialismo. SPD, como sus congéneres escandinavos, más que socialista, es hoy un partido social. Esa diferencia es grande.

Social no significa ser clasista. Tampoco es perseguir un orden social “superior”. Solo significa atender a los llamados de los grupos sociales más perjudicados por el orden económico y, a partir de ahí, proponer reformas a cambio de votos. En otras palabras, SPD no es más un partido de programas sino un partido de temas. Esos temas pueden variar de acuerdo a las preferencias que aparecen en el mercado electoral. No puede decirse lo mismo de los conservadores-cristianos.

Para nadie es un misterio que en muchas regiones CDU/CSU sigue siendo el partido de los empresarios, o por lo menos, un partido más económico que social. Visto así, los conservadores son más “clasistas” que los socialistas. Característica que durante largo tiempo fue aminorada por Merkel y el merkelismo (hay quienes dicen que la mejor socialdemócrata de Alemania ha sido Angela Merkel) y por la coalición caracterizada por una desproporcionada representación ministerial de los socialistas. Olaf Scholz, captando el vacío que dejará Merkel, asumió un estilo merkelista en formato masculino. Esa fue una de las razones que explican su rápido e imprevisto ascenso electoral.

Para quienes identifican a la política con la pura gobernabilidad, el resultado no puede ser más satisfactorio. De una u otra manera la coalición que gobierne integrará a parte de la oposición en aras de un gobierno estable. De este modo, en Alemania, ha terminado por imponerse la política del consenso por sobre la política de la diferencia. Todo estaría perfecto, salvo un detalle: la política de la diferencia es la política por excelencia.

Sin diferencias no hay política y mientras más marcadas sean estas, más política será la vida de una nación. De ahí que las siguientes preguntas están lejos de ser inoportunas. ¿Ha entrado Alemania, al igual que otros países europeos, en una fase histórica caracterizada por una “despolitización de la política?” ¿Una fase a la que podríamos llamar pospolítica? ¿Una fase en donde las diferencias entre los partidos son siempre negociables en función de un objetivo común?

Por cierto, las alianzas políticas en contra de un enemigo común han sido una constante en las democracias occidentales. Pero en este momento no hablamos de enemigos sino de objetivos. Y este es el caso de Alemania: la coalición que lleve al gobierno no será erigida para detener a un enemigo peligroso (la posibilidad de un gobierno antidemocrático, por ejemplo) sino simplemente para consolidar un gobierno funcional, en aras de un supuesto bien común.

Sin duda, los admiradores de la democracia alemana pondrán a la futura coalición como un ejemplo de gobernabilidad. Ejemplo que naturalmente tendría justificación si es que no existieran grandes diferencias. Pero si esas diferencias subsisten, y solo son ignoradas, estaríamos frente a un caso de simple oportunismo en donde lo que más une a los partidos ya no son programas, ni ideas, ni bases sociales, sino solo el inocultable e intenso deseo de compartir las mieles del poder que ofrece la ocupación gubernamental del Estado. Pues una cosa es que las diferencias hayan desaparecido y otra es ocultarlas. ¿Cómo puede ser posible, por ejemplo, que partidos que siempre se han repelido, como los liberales y los Verdes, hayan descubierto de la noche a la mañana una enorme cantidad de compatibilidades que antes nunca habían percibido?

Los partidos del centro político están hablando sobre puntos comunes, reales o recién inventados. Naturalmente, todo lo que potencialmente los desune, deberá ser dejado de lado. Ya desde los inicios de la campaña electoral, como si hubieran contraído un acuerdo tácito, los partidos negaron tematizar problemas agudos que entorpecieran la formación de eventuales coaliciones. ¿Las imparables migraciones? Es un problema que debe ser resuelto con una buena integración y con una sabia educación en las escuelas. ¿La intolerancia de los grupos anti-vacuna? Tienen derecho, pero también deberes y deben cumplirlos (acerca del “cómo” nadie dice nada). ¿El enorme crecimiento de la desintegración social, de la desocupación laboral y de la ocupación informal? Muy simple, aparecerán nuevos puestos de trabajo (nadie dice dónde y cómo). ¿El crecimiento desorbitado de las enfermedades psíquicas? Ese al fin, dicen, es un problema clínico, no social. Y así, suma y sigue. Al final, deciden ponerse de acuerdo en dos temas frente a los cuales nadie está en contra y que más bien sirven de coartada para simular unidad: protección al medio ambiente y digitalización. Y que cada uno entiende por ellos lo que quiera.

Ni hablar de la política internacional. Ningún dirigente de partido, mucho menos los candidatos, mencionan a la Rusia de Putin y sus ambiciones territoriales. Nadie dice, para no intimidar electores, que Europa es uno de los espacios más peligrosos de la política internacional de nuestro tiempo. Nadie intenta levantar un mínimo debate frente a las visiones integristas de los gobiernos de Turquía, Hungría o Polonia. Lo importante, al fin, es no alterar la paz espiritual de los electores, evitar conflictos donde y como se pueda, y cuando no es posible, barrerlos hacia debajo de la alfombra. Todo, definitivamente todo, deberá ser realizado en función del principio de gobernabilidad.

La política de Angela Merkel debe continuar. Ese parece ser el mandato común.

Lejos de restar méritos a los talentos administrativos de la canciller saliente, su habilidad para contraer compromisos, su honestidad y capacidad de diálogo, no podemos dejar de notar que ella, quizás gracias a sus propias cualidades personales, ha contribuido a la despolitización gradual de la ciudadanía alemana.

Según Merkel los problemas se resuelven solo cuando se presentan. Merkel no tiene visiones de futuro, lo que en sí puede ser positivo. El problema es que los enemigos de la Europa democrática sí las tienen. Más aún, ellos intentan llevarlas a cabo como sea. Por eso Merkel nunca ha sido clara, como sí lo fue Biden, al establecer líneas demarcatorias entre las democracias establecidas y las nuevas autocracias que aparecen en Europa. No pocos quedarán con la impresión de que, cuando ella gobernaba, reinaba la paz, la tranquilidad y la felicidad en el continente. Sin embargo, hay razones que llevan a pensar que eso no es así.

Los enemigos de la democracia, pese a la marginación puntual que han acusado en estas elecciones, continuarán creciendo. Los gobiernos administrativos, pero no políticos que sucederán a Merkel, deberán enfrentar una enorme cantidad de problemas no resueltos. Por mientras, la nueva coalición que emergerá del centro podrá seguir bailando durante un tiempo sobre la cubierta del Titanic, sin conflictos ni antagonismos políticos que atormenten las almas buenas.

Fue Jürgen Trittin, viejo tercio de los Verdes, quien tuvo que llamar a la atención a la pareja dirigente de su partido, Annalena Baerbock y Robert Habeck (una especie de versión política de Fred Astaire y Ginger Rogers) cuando los vio enfrascados en una discusión acerca de a cual de los dos correspondería el puesto de vice-canciller en un futuro gobierno de coalición. El estupor de Trittin es comprensible: ¿cómo discutir sobre puestos a ocupar sin fijar antes acuerdos con los demás partidos? Evidentemente, Trittin pensaba en los términos de la vieja política.

Ahora ya es imposible ocultarlo: un fantasma avanza sobre Europa: es el fantasma de la antipolítica vendida en el mercado como pospolítica. En vista de esa situación no estaría mal recordar una frase de Freud: “lo que ha sido reprimido” – en este caso la política- “siempre vuelve”. Podríamos agregar: “Y a veces con inusitada furia”.

1 de octubre 2021

Polis

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Elogio al elector indeciso

Fernando Mires

Comenzaré con una tesis. "Si bien todo elector es un votante no todo votante es un elector". La diferencia no es irrelevante.

Todos conocemos a personas que siempre han votado por el mismo partido sin darse jamás el trabajo de elegir. No me refiero solo a los militantes, pues para ellos votar es una obligación, la palabra lo dice, casi militar. Hay, además, quienes han establecido una relación ontológica con la política. Por ejemplo, en lugar de “estar” en, “son” de, un partido. Ser de izquierda o de derecha es para tales personas una pertenencia de tipo étnica. Afortunadamente no son solo ellas quienes votan. También votan -estoy siguiendo una clasificación weberiana- los partidarios, los simpatizantes, y no por último, los indecisos, segmento que suele conformar en algunos países, si no una mayoría, un número decisivo en cada elección.

Para explicitar la enunciada tesis será necesario agregar que el elector indeciso al elegir toma una decisión. Luego, antes de decidir tiene que haber pasado por un momento previo, y este no puede ser otro sino el de la indecisión. Por esa misma razón el elector indeciso no debe ser confundido con el elector abstencionista, aunque puede darse el caso de que la decisión final del indeciso sea la abstención. Pero la abstención para el indeciso es solo una entre otras posibilidades. No así para el abstencionista.

El abstencionista es el que hace del no votar un decidido gesto militante y en algunos casos una profesión de fe. En cierto modo el abstencionista es un militante negativo, o si se prefiere, un fanático de la anti-política.

Mucho menos puede ser confundido el elector indeciso con el elector indiferente. Todo lo contrario. Al indiferente le da lo mismo quien gane y por lo tanto no reconoce diferencias. Pero el indeciso no solo las reconoce: hace de las diferencias una condición de la política. Ahora, reconocer diferencias significa, en cierto modo, pensar. Pues sin conciencia de lo diferente no hay pensamiento y luego, tampoco hay conciencia.

El pensamiento comienza con la diferencia (Derrida). Esa es la razón por la cual se puede afirmar que el elector indeciso es un elector pensante. Y es claro: si no fuera indeciso no tendría necesidad de pensar. Es errado imaginar entonces que al indeciso gusta su indecisión; al contrario, desea salir de ella. Pero para conseguirlo tiene solo una alternativa: pensar.

Pensar es en gran medida debatir consigo y con el otro. Y el debate, lo sabemos todos, es la sal de la política.

Ironía insólita es que los electores indecisos tienden a ser despreciados por los militantes partidarios. La ironía es tanto más grande si se tiene en cuenta que los candidatos, aún siendo militantes, nunca podrán ser elegidos si no hay electores indecisos. Sin estos, los resultados de cada elección serían siempre los mismos, no habría rotación del poder. Los indecisos, al inclinar la balanza para uno u otro lado, son los máximos garantes de la democracia política.

Sin indecisiones la vida política sería lo mismo que la vida religiosa pues, como es sabido, es mucho más fácil cambiar de opinión política que de creencia religiosa. Es por eso que en las naciones no secularizadas -pienso en países islámicos- al ser los partidos entidades confesionales, los resultados se conocen de antemano. En una nación suní, ganan los suníes; y en una chií, los chiíes

Los indecisos, por el contrario, no hacen de las elecciones un acto de fe ni tampoco aman a un líder con devoción. Si son religiosos van a los templos. Y si son amantes, van a la cama. En ningún caso van a la política a satisfacer pulsiones, ni espirituales ni eróticas. Más aún: como seres pensantes están dispuestos a cambiar de opinión siempre y cuando los argumentos de un partido sean más convincentes que los del otro. Para el indeciso, quiero decir, no existe el “para siempre”. Su voto será condicionado. ¿Condicionado a qué? A su decisión, no hay otra respuesta. El indeciso es el votante soberano.

Entre militantes partidarios e indecisos existe, aunque así no parezca, una intensa relación política. Lo explicaré:

La razón de ser de un partido –no puede ser otra- es ganar para sí al mayor número posible de indecisos. Por lo tanto -y esa no es una de las paradojas menores de la política- los indecisos son los que deciden.

La utopía de una nación de decididos militantes ha sido la misma que han acariciado los totalitarismos modernos. Fue esa la razón por la cual en tales sistemas los indecisos no fueron tratados como indecisos sino como enemigos. Convertir a los indecisos en enemigos para eliminar toda indecisión fue el objetivo fundamental perseguido por Hitler y Stalin. Ambos monstruos tenían razón desde sus perspectivas: el indeciso delibera consigo y los demás. Y toda deliberación atenta en contra de la razón totalitaria.

Los indecisos, en consecuencia, necesitan más que a nada de la democracia. Más aún: la democracia para ellos es condición existencial. A la vez, la democracia necesita de los indecisos. Sin por lo menos la existencia de dos partidos los indecisos no tendrían –como hoy ocurre en Cuba y Corea del Norte- entre quienes decidir. Las elecciones estarían de más. Y sin elecciones no hay democracia.

Muy imbécil sería entonces un candidato si levantara una política sólo a favor de quienes ya tienen su decisión tomada. Conquistar para sí a los indecisos es tarea primordial de la lucha política.

Tan importante son para mí los indecisos, que he debido vencer la tentación de proponer la fundación de un nuevo partido: el Partido de los Indecisos. El problema es que si los indecisos forman un partido dejarían de ser indecisos. Y sin indecisos, he de reiterar, se acaba la democracia.

24 de septiembre 2021

Polis

https://polisfmires.blogspot.com/2013/10/fernando-mires-elogio-al-electo...(POLIS)

¿Cómo derrotar a una autocracia?

Fernando Mires

1. Los gobiernos de dominación antidemocrática han cambiado durante el siglo XXI. De hecho, las dictaduras tradicionales del siglo XX como fueron las militares del sur de Europa, las de América Central y las del Cono Sur latinoamericano, ya no son las predominantes. Para no confundir a los lectores, al referirnos a estas nuevas formas no democráticas de gobierno, las hemos llamado autocracias. Puede que el término no sea el más correcto (el término absolutamente correcto no existe, todos son aproximaciones). Pero ustedes entienden de qué estamos hablando. Se trata de gobiernos que provienen de movimientos radicales democráticos, también llamados populistas, gobiernos que han llegado al poder por la vía más democrática de todas: la electoral.

Observamos que no se trata de un fenómeno regional sino occidental, vale decir, puede aparecer en las latitudes más diversas, aunque siempre en contra y gracias a democracias establecidas. Ninguna nación del mundo está libre de caer bajo las garras de la epidemia autocrática. El fenómeno Trump fue solo un aviso luminoso. Como dijo Joe Biden, la contradicción fundamental de nuestro tiempo es la que se se da entre democracias y autocracias. Contradicción –eso no lo dijo Biden– que surge no solo entre las naciones sino también al interior de ellas

Ideológicamente, las autocracias son autodefinidas como antiliberales o –para expresarlo como el autócrata húngaro Viktor Orban– iliberales. Quiere decir: no se declaran antidemócratas, solo adversarios de la democracia liberal, entendiendo por ella a sistemas de gobierno, parlamentarios o presidenciales, en donde prima la división clásica entre los tres poderes del Estado.

El objetivo primero de la línea autocrática es, por lo tanto, limitar esa división al máximo en aras de la primacía del ejecutivo, casi siempre encarnado en un caudillo situado por sobre la Constitución y las leyes. Pueden llamarse Putin o Maduro, Lukashenko u Ortega, Erdogan o Morales, Kaczyński o Bukele (solo por nombrar a algunos).

El listado muestra que se trata de representantes de ideologías de «izquierda» y de «derecha». Ideologías que en verdad no constituyen un factor decisivo. La ideología, en todos estos casos, opera solo para otorgar cierta «ratio» al objetivo principal de las autocracias: el control del poder del Estado. Poder en el que son incluidas las fuerzas armadas, compradas a muy alto precio. No obstante, tampoco se trata de regímenes militares, en sentido tradicional.

Pese a todos sus privilegios, las fuerzas armadas mantienen bajo el dominio autocrático solo cuotas reducidas de poder. Las autocracias, sin renunciar al apoyo militar, están constituidas por gobiernos políticos-militares y no militares-políticos, y este no deja de ser un punto de suma importancia cuando se trata de enfrentarlas.

Ahora bien, la principal característica de estos gobiernos no-democráticos es haber incorporado a su sistema de dominación formas propias a la democracia liberal, particularmente la forma electoral. Todos, unos más otros menos, mantienen inamovible una apretada agenda electoral. Algunos autores nos hablan incluso de dictaduras-electorales (Levitsky y Ziblatt, 2018) De hecho, una contradicción en sí. Por eso preferimos llamarlos aquí gobiernos híbridos o mixtos.

Los eventos electorales requieren de ciertos espacios abiertos a la política: partidos, campañas, incluso una limitada prensa y, por supuesto, redes sociales. Ahí justamente reside la gran paradoja:

Las elecciones constituyen la principal carta de legitimación de las autocracias. Pero, a la vez, constituyen su zona de máximo peligro.

Si la votación contraria es masiva podrían perder (de hecho, casi todas han perdido cada cierto tiempo elecciones regionales y parlamentarias) y si cometen fraude, también pueden perder (en legitimidad, en cohesión interna, en apoyo internacional) Cabe, por lo mismo, anotar que no se trata de regímenes estáticos. En caso de sentirse acosados, pueden convertirse en dictaduras duras y puras (Lukashenko u Ortega, para poner dos ejemplos). Pero también pueden evolucionar y abrir espacios de participación relativamente democráticos. Eso no solo depende de ellos sino también –diría, sobre todo– de la política de las oposiciones.

En Polonia, Hungría y Turquía, las grandes ciudades han sido conquistadas por oposiciones democráticas, estableciéndose una convivencia tensa con representantes de los respectivos gobiernos, cuyos fuertes son las regiones políticamente poco evolucionadas de cada país.

En estos tres países el camino ya está decidido por sus respectivas oposiciones: mantener una coexistencia difícil con sus gobiernos, ampliar los espacios de participación pública y, en momentos de crisis, intentar ganar las elecciones decisivas. La vía insurreccional está descartada. No así en América Latina.

2. En la región latinoamericana la vía democrática ha sido obstaculizada no solo por los gobiernos sino que, en gran medida, por las mismas oposiciones antiautocráticas. Para decirlo en modo de tesis: el mayor obstáculo que aparece para la apertura democrática reside en una cultura no democrática compartida por los gobiernos autocráticos y sus respectivas oposiciones.

Estas últimas han tendido a optar por vías insurreccionales o por líneas confrontacionales, o no han sabido crear condiciones que permitan ampliar los espacios de participación que lleven al debilitamiento del oficialismo autocrático. Lo que buscan, dicho en breve, no es derrotar al enemigo, buscan derrocarlo. Y no es lo mismo. Derrocar es un acto de violencia. Derrotar es un proceso político.

El objetivo de las oposiciones en Nicaragua, Bolivia y Venezuela, digamos claramente, no ha sido debilitar a sus gobiernos sino derrocarlos, eligiendo una vía confrontacional, pero sin tener los medios para llevarla a cabo. En esos tres países, y esa es la diferencia con las luchas antiautocráticas de los países europeos, la hegemonía opositora ha sido ejercida por sectores extremistas.

En los tres países mencionados las oposiciones han participado regularmente en elecciones. Pero hay distintos modos de participar. Uno es «usar» las elecciones como táctica en el trayecto de una vía insurreccional, tal como decía hacerlo la «izquierda revolucionaria» durante los años 60. Otro es hacer de las elecciones una vía, «la vía» democrática por excelencia. Pero para las oposiciones nombradas, la vía electoral —llamada por ellas «electoralismo»— es una desviación política.

De más está decir que, por su naturaleza antidemocrática, los gobiernos autocráticos, esencialmente polarizadores, están más preparados para la guerra de contrainsurgencia que para la lucha política. La confrontación polarizada les brinda el mejor pretexto para abandonar su carácter mixto y así asumir una forma puramente dictatorial.

Las manifestaciones juveniles y callejeras en Venezuela durante 2017, así como las iniciadas en Nicaragua el 2018, al ser dirigidas por grupos que exigían tumbar a las dictaduras, sobrepasaron a los partidos electorales de oposición y brindaron la ocasión a los respectivos autócratas para desencadenar oleadas represivas sin precedentes en sus países. La renuncia a centrar la lucha en la vía electoral por los sectores extremos de ambas oposiciones, así como el deseo de embarcarse en insurrecciones sin programa ni destino, es precisamente lo que aguardan gobiernos de tendencias dictatoriales, como son los de Ortega y Maduro, para endurecer sus posiciones y desplazar la confrontación política –que ambos no dominan– hacia la lucha violenta, en la que ambos son expertos.

Maduro, más político que Ortega —quien no ha vacilado en convertirse en Somoza II—, no ha desahuciado del todo la confrontación política. Ya sea porque sabe que la oposición está dividida, ya sea porque necesita una distensión internacional, no abandona la vía electoral, más todavía si en estos momentos puede más ganar que perder.

A su vez, Evo Morales –hay que hablar de Morales y no de Arce en materias de poder– no ve motivo para desechar la vía electoral, pues sigue contando con amplios contingentes sociales enfrentando a una oposición fragmentada. Por el momento, aprovecha su victoria electoral para depurar al Ejército y usar la fuerza represiva en contra de sus adversarios. Sobre todo contra quienes enfrentaron la contienda electoral como una alternativa insurreccional.

Oposiciones no preparadas para enfrentar a sistemas mixtos de dominación no parecen encontrar la línea política adecuada. Como ha anotado el politólogo venezolano Ángel Álvarez en una entrevista al diario digital TalCual, dichos gobiernos pueden presentarse una vez como dictaduras, otra vez como democracias. Pero también, anota Álvarez, a la oposición le corresponde un alto grado de responsabilidad.

En efecto, hasta ahora la oposición no ha abandonado —aun participando en elecciones— «la vía del derrocamiento», de tal manera que cuando no se ha abstenido, renunciando con ello a toda participación en la política real, han ido a las elecciones de un modo «táctico», poniéndolas al servicio de una insurrección que no tienen cómo realizar. De este modo han abandonado las tareas de toda oposición democrática: la defensa estricta de la Constitución, hacerse eco de las demandas de los grupos sociales más golpeados por el gobierno y mantener los usos políticos en la confrontación.

En fin, al seguir una irreal y desquiciada estratégica insurreccional sin insurrectos, han regalado la presidencia a Maduro, amén de gobernaciones y, no por último, la propia Asamblea Nacional. Son estas las razones que llevan a opinar a Ángel Álvarez que una transición democrática no vendrá de la oposición sino desde fuerzas que apoyan al gobierno. Lo uno, sin embargo no excluye necesariamente a lo otro.

Evidentemente, todos los gobiernos autocráticos, en algún momento de su historia, comienzan a mostrar grietas internas. Pero estas no sirven de nada si no existe una oposición en condiciones de capitalizar esas grietas a su favor. En verdad, no conocemos ningún caso histórico de autodemocratización, es decir, sin participación activa de una oposición.

Para que una transición hacia la democracia comience a tener lugar se requiere de una oposición en condiciones de interactuar con fracciones del bloque autocrático de dominación.

Las oposiciones latinoamericanas tienen en ese sentido mucho que aprender de transiciones democráticas ocurridas en el pasado reciente. Recordemos que Mandela conectó con de Klerk; Walesa con el general Jaruzelski; Felipe González con Adolfo Suárez. Sin esa despolarización esencial, sin ese diálogo sostenido entre gobierno y oposición, sin una voluntad compartida de cambio, no puede haber ningún proceso de democratización en ninguna parte del mundo.

Naturalmente, ha habido experiencias insurreccionales armadas, pero todas o han fracasado, dejando detrás de sí regueros de sangre, o han triunfado estableciendo dictaduras más horrendas que las que derribaron. La lucha armada en contra de Batista llevó a la dictadura de los Castro. La de Nicaragua en contra de Somoza llevó a la dictadura de Ortega-Murillo. La de Zimbabue llevó a la dictadura criminal de Robert Mugabe. Y así, sucesivamente. La lección que de esos procesos deriva es simple: si una oposición no es democrática consigo, nunca será democrática con los demás.

Una colega venezolana me escribe: «Me encuentro situada entre dos dictaduras: la de Maduro y la del G4». Quizás exagera. O quizás no. Lo cierto es que la oposición venezolana, para llevar a cabo su imposible política insurreccional, terminó por «desdemocratizarse», desconectándose de las demandas sociales y entregando la iniciativa política a potencias externas.

Podemos, sí hablar, al referirnos a la venezolana, de una oposición con tendencias autocráticas. No debemos extrañarnos, entonces, de que en vísperas de nuevas elecciones regionales la opinión pública internacional se encuentre presenciando el vergonzoso espectáculo de una directiva más interesada en bloquear a candidaturas que en el pasado no apoyaron la opción insurreccional-abstencionista, que en enfrentar a los candidatos de gobierno. Y nada menos que en nombre de la unidad: «su» unidad.

Levitsky y Ziblatt opinan que para salir de las dictaduras (y aquí agregamos, de las autocracias) la condición primaria es la unidad de la oposición. Es difícil estar en desacuerdo con esa opinión. No obstante, debemos distinguir dos tipos de unidad: la unidad impuesta por una dirección autocrática y la unidad política-hegemónica. Entendemos por unidad política-hegemónica aquella que se forma a través de una intensa confrontación de opiniones sobre la base de fuerzas previamente medidas en la arena electoral.

Y bien, esa unidad, como toda unidad, debe provenir de la no-unidad. No hay mejor unidad (o acuerdos, o pactos, o alianzas) que la que se da entre partidos que han definido claramente su línea, su identidad y sus objetivos. A la vez, no hay peor unidad que la que se da entre partidos que han delegado su conducción a una dirigencia que ejerce, en lugar de hegemonía, simple dominación. La unidad es y será siempre unidad en torno a objetivos determinados. La unidad se da en la diversidad. O como se dice en chileno: «vamos juntos, pero no revueltos».

Para poner un ejemplo: en las elecciones bolivianas del 2020 que dieron como vencedor al evismo de Luis Arce, la oposición cometió el imperdonable error de no alinearse en torno a la candidatura que había obtenido mayor votación en la elección del 2019 (Carlos Mesa), cuando fue descubierto el fraude cometido por Evo Morales. En la repetición de las elecciones, en el 2020, la oposición decidió nuevamente medirse entre sí, confiando en que se iban a unir en una segunda vuelta, la que no tuvo lugar. Las fuerzas del MAS, en cambio, se unieron monolíticamente en torno a la candidatura de Arce. En esos comicios primó el egoísmo de los caudillos partidistas quienes olvidaron que la unidad no solo es sumatoria sino, además, contiene un efecto multiplicador.

Hoy, más bien empujada por las circunstancias (fracaso rotundo de la vía insurreccional de Guaidó-López, fin del gobierno Trump) la oposición venezolana intentará en las elecciones regionales de noviembre medirse consigo y con las fuerzas de gobierno a la vez.

Sin unidad, sin haber resuelto su problema hegemónico, sin primarias, y sin haber dado siquiera a conocer las razones que la llevaron a abandonar la vía electoral para retomarla en peores condiciones tres años después, esas elecciones solo serán vistas en el futuro como un capítulo más, probablemente el final de la crónica de una catástrofe anunciada.

Lo importante será el después. ¿Habrá un nuevo comienzo? ¿Nacerá una nueva oposición en el verdadero sentido del término? ¿Una oposición sin conducciones de extremistas alucinados, en condiciones de convivir y dialogar entre sí y con el gobierno? ¿Una oposición democrática, constitucional, pacífica y electoral como quisieron muchos –en un momento de arrebato realista– que así fuera? Son solo algunas preguntas. Por el momento no hay respuestas.

El teléfono suena ocupado.

Twitter: @FernandoMiresOl

Fernando Mires es (Prof. Dr.), fundador de la revista POLIS, Escritor, Político, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol.

Las grandes mentiras del (neo-) pinochetismo

Fernando Mires

Ningún asesino dirá jamás que mata porque le gusta matar. El ser humano intenta legitimar sus maldades, está en su naturaleza. Son las trampas de la razón de la que nos hablaba Kant. Con mayor motivo si se trata de asesinatos colectivos, genocidios, o grandes matanzas como las acontecidas a granel a lo largo de la historia universal de la infamia. Incluso Chile, tan alejado del mundo, un país de transcurrir pacífico y relativamente democrático, fue testigo de una de las tragedias más sangrientas conocidas a nivel continental.

La tragedia que comenzó a tener lugar a partir del 11 de septiembre de 1973 está documentada en fotos, en filmes, en testimonios. Es inocultable. Y mientras más lo es, más grande ha sido el esfuerzo de sus ejecutores y de quienes los aplaudían (y aplauden) por otorgarle legitimación histórica. La mayoría de esas legitimaciones utiliza la coartada del golpe bajo la rúbrica “necesidad histórica” como si la historia siguiera una lógica y una razón predeterminada.

Desde los primeros días del golpe, la dictadura buscó su legitimación. El golpe fue llevado a cabo, propagaron los generales, en contra de un Plan Z, destinado a asesinar a quienes no eran marxistas. La UP guardaba arsenales secretos y un ejército clandestino estaba presto a asaltar al estado y declarar la “dictadura del proletariado”. Y muchos creían esas mentiras no porque fueran verosímiles sino porque necesitaban creer en ellas. Hoy todavía hay quienes arguyen que Chile mantiene una deuda histórica con “su” ejército. Pinochet, pese a uno u otro “error”, habría salvado a Chile de convertirse en una segunda Cuba.

Cuarenta y cinco años después del golpe, el mito “Pinochet defensor de la patria” ha aumentado su intensidad, entre otras razones por la orfandad política en la que se encuentran las víctimas de tres dictaduras latinoamericanas: Cuba, Nicaragua y Venezuela. No faltan incluso quienes en esos países anhelan el aparecimiento de un Pinochet, alguien que expulse a los comunistas, que imponga disciplina y orden y, sobre todo, que conduzca a sus naciones por la vía de la prosperidad. Todas estas, y otras más, son razones que llevan a indagar nuevamente sobre esos hechos que ocurrieron hace 45 años.

LAS OCULTAS RAZONES DEL GOLPE

Hagamos un poco de historia: desde mediados de 1973, el gobierno de Allende había alcanzado su fase de declive. De hecho, ya no contaba con el apoyo de las capas medias. Estudiantes y escolares llenaban las calles protestando. La SOFOFA (Sociedad de Fomento Fabril), la SNA (Sociedad Nacional de Agricultura) y CONFECO (Confederación de Comercio), vale decir, los tres pilares de la economía, habían declarado la guerra al gobierno y la negociación con ellos ya no era posible. Peor aún: la UP ya había perdido a los sindicatos del cobre y del acero. Las elecciones de la CUT (Confederación Unitaria de Trabajadores) tradicional reducto comunista-socialista, fueron objetivamente ganadas por la Democracia Cristiana (DC). Allende, sin las dos cámaras, gobernaba por decretos.

Todas las encuestas daban al gobierno un número menor de votos al obtenido en las presidenciales de 1970. Para aparentar la fuerza que ya no tenía, Allende nombraba generales en los ministerios, de modo que, de facto, el gobierno ya estaba tomado desde dentro por los militares. El golpe había comenzado, efectivamente, antes del golpe. Los militares realizaban allanamientos sin órdenes judiciales y en las calles se veían, ya en agosto, soldados armados por doquier, mientras el cielo era cruzado por aviones haciendo “ejercicios”. La Armada había entrado en un proceso de “depuración” y los marinos allendistas, acusados de complotar, eran hechos prisioneros y torturados. En fin, Allende había perdido el poder antes de perderlo.

Estos hechos hay que tenerlos en cuenta a la hora de emitir un juicio. Pues el golpe del 11 de septiembre no fue realizado en contra de una revolución triunfante sino en contra de un gobierno débil, al punto del colapso. ¿Por qué entonces fue tan sangriento? La versión oficial del pinochetismo fue unánime: para impedir que Chile se convirtiera en otra Cuba.

Sin embargo, para que Chile se convirtiera en una nueva Cuba se requería una de dos condiciones: un ejército leal y/o un fuerte apoyo internacional. El ejército ya había sido ganado por la derecha, sobre todo entre los oficiales y suboficiales y Allende lo sabía. La segunda condición era internacional: una nueva Cuba solo podía ser posible con el apoyo de la URSS y es un hecho, no una especulación, que la URSS negó su apoyo al proceso chileno.

Desde el punto de vista económico, Chile no podía avanzar un solo centímetro si no pagaba la deuda externa. De modo casi humillante, Allende viajó a la URSS a solicitar un crédito (diciembre del 1972) que le permitiera saldar en parte la inmensa deuda (en la práctica, la conmutación de 350 millones de dólares que Chile pagaba a la URSS) Pero Allende volvió con los bolsillos vacíos. La URSS sufría bajo Breschnev un periodo de estagnación. Cuba por si sola costaba más de un millón de dólares diarios. Además, se avecinaba un periodo de distensión con USA en donde debía ser negociada la retirada de tropas norteamericanas en Vietnam y Kissinger exigía, como parte del negocio, la no intromisión de la URSS en Sudamérica. Razón por la cual el comercio internacional de Chile con la URSS se mantuvo durante el socialista Allende por debajo del mantenido por la URSS con Argentina, Brasil, Uruguay y Colombia.

La URSS no quería otra Cuba. Hecho geopolítico que explica por qué la URSS mantuvo poco después relaciones comerciales y -sobre todo- políticas con la Argentina de los generales. En efecto: donde prima la geopolítica no hay política. Eso lo sabía Pinochet: después de todo fue profesor de geopolítica. En fin, Chile no podía ser otra Cuba y, aunque la cubanización de Chile le sirviera de propaganda, Pinochet decidió dar un golpe por razones que tenían poco que ver con Cuba. ¿Con qué tenían que ver?

Recordemos que Allende, después de su fracaso en la URSS, reunió a todos los dirigentes de la UP y planteó crudamente la situación. Su gobierno estaba aislado nacional e internacionalmente. Para evitar la total capitulación solo cabía una posibilidad: el plebiscito. La reflexión era correcta. En caso de triunfar Allende, su gobierno emergería fortalecido. En caso de perder, había que convocar a nuevas elecciones. Si en esas elecciones triunfaba la DC -era lo más probable- no sería por mayoría absoluta y en consecuencias, un gobierno DC estaría condicionado al apoyo de la UP, invirtiéndose la relación que se había dado en octubre de 1970 gracias a las cual Allende pudo ser elegido presidente después de intensas negociaciones con la DC. Vale decir, aun perdiendo el plebiscito, la UP podía conservar algunas posiciones hacia el futuro.

El buen plan de Allende topaba, no obstante, con dos obstáculos. El primero se sabía: el PS, el partido de Allende, bloqueaba la alternativa plebiscitaria. El segundo se supo después: el propio ejército, mejor dicho, Pinochet, vio en el plebiscito una amenaza para una salida militar al conflicto. Así fue que precisamente en los días en los que Allende se aprestaba a anunciar un plebiscito, Pinochet decidió apresurar el golpe. De tal modo Pinochet no dio un golpe solo en contra de la UP, sino en contra de una salida política que, en las condiciones imperantes en septiembre, no podía sino ser plebiscitaria. En cierto modo, la lucha contra el “marxismo” fue un pretexto de Pinochet para hacerse de todo el poder estatal.

Hábil como pocos, Pinochet había establecido una alianza tácita con el sector dominante de la DC: el de Eduardo Frei Montalva. De este modo Pinochet neutralizaba a los partidarios de la salida plebiscitaria dentro de la DC (Fuentealba, Tomic) a cambio de la promesa de realizar una transición de corta duración para después apoyar a un gobierno de centroderecha presidido por Frei. Pero esa salida “bonapartista”, como sabemos, no estaba en el plan de Pinochet. Su objetivo, por el contrario, era formar un gobierno militar de larga duración, uno que diera fundación a una nueva república de inspiración “portaliana” (sin partidos políticos) En fin, no se trataba de cambiar un gobierno por otro sino de realizar una revolución bajo la conducción de un ejército libertador conducido por Pinochet. El golpe, visto desde esa perspectiva, fue una declaración de guerra a todo el orden político y social prevaleciente.

Solo así podemos explicarnos el carácter sanguinario del golpe militar. Un golpe que no fue solo un golpe: fue el inicio de una guerra en contra de la política, sus instituciones y por supuesto, sus personas. Una guerra llevada a cabo por el ejército mejor armado del continente en contra de una ciudadanía desarmada. Pues hablemos seriamente: los pocos grupos armados de la izquierda chilena -comparados con los Montoneros y el ERP argentino, o con los Tupamaros uruguayos- eran una risa. Ni hablar del Sendero Luminoso que enfrentó Fujimori y mucho menos de los ejércitos de las FARC, las que no lograron, pese a controlar vastas extensiones territoriales, derrumbar los pilares sobre los cuales se sustentaba la república colombiana.

La guerra de Pinochet duraría a lo largo de todo su gobierno. El llamado pronunciamiento del 11 de septiembre fue solo el comienzo de una revolución en contra de toda la clase política chilena de la cual la eliminación física de la izquierda había sido solo su comienzo. La derecha, en abierta complicidad, no hizo resistencia y se autodisolvió. El atentado cometido al general Óscar Bonilla (marzo 1975), hombre de Frei dentro del ejército, marcaría un punto de inflexión. El freísmo y Frei ya no tenían nada que hacer. El posterior asesinato a Frei solo sería la consecuencia lógica de la revolución pinochetista. Una revolución que no se hizo solo en contra de la izquierda y sus partidos, sino, reiteramos, en contra de la política como forma de vida ciudadana. Pinochet mismo lo decía al referirse con desprecio, cada vez que podía, a “los señores políticos”. En esa lucha en contra de la política, la izquierda “solo” puso a los torturados, a mujeres violadas, a los prisioneros, a los exiliados y, sobre todo, a los muertos.

Las desproporcionadas masacres -innecesarias desde todo punto de vista militar- no se explican solo por las alteraciones sádicas de Pinochet y los suyos, propias al fin a todos los dictadores. Ellas formaban parte de la lógica de la revolución militar: la de crear un punto de no retorno. Vale decir: mientras más ensangrentaban sus manos los seguidores de Pinochet, mientras mas estrecha era la complicidad de los pinochetistas con la muerte, más lejana aparecería la posibilidad de un regreso a la vida democrática.

Durante Pinochet, Chile se convirtió en una nación-cuartel: sin debates, sin partidos, sin política. Razón por la que Pinochet, a diferencia de otros dictadores, no intentó fundar un partido pinochetista. Su partido ya estaba formado: era el ejército. Sin embargo, sí intentó durante un breve periodo, una nueva asociación: una alianza entre el estado militar y los gremios económicos. Fue el periodo de gloria de su entonces yerno, el fascista Pablo Rodríguez. La alianza duró poco. Pronto comprendería Pinochet que toda alianza funciona en base a compromisos y se deshizo rápidamente de Rodríguez y su poder gremial. El lugar de Rodríguez -el de la eminencia gris- fue ocupado por el “portaliano” Jaime Guzmán.

Asesorado por Guzmán, Pinochet comenzó a fraguar su proyecto histórico: el de un Estado antipolítico “en forma”, situado por sobre las instituciones, pero con un margen de deliberación entre ex-políticos elegidos desde arriba. En otras palabras, los miembros del Estado Mayor del Ejército serían convertidos en una suerte de ayatolas uniformados, secundado por “notables” fieles al régimen.

EL “MILAGRO ECONÓMICO CHILENO”

Lo que nunca pasó por la cabeza del dictador fue que en nombre de la lucha en contra del marxismo, estaba creando, solo bajo otras formas ideológicas, un sistema político muy similar al que regía en Cuba. Pues, así como en Europa los regímenes de Hitler y Stalin se parecían entre sí, el de los Castro y el de Pinochet también estaban marcados por signos de semejanza. La diferencia es que en Chile la clase política demostró tener una mayor capacidad de resistencia que la clase política cubana. Pero es inevitable pensar que, durante Raúl Castro, con la apertura violenta de Cuba al capital extranjero, comenzó a tener lugar la alianza perfecta entre el mercado y el estado militar que una vez imaginaron Pinochet y Guzmán para Chile. Ambos murieron sin saberlo. Y los pinochetistas, aunque lo supieron, lo aceptaron en nombre de las, según ellos, milagrosas obras económicas de la dictadura. Pocos términos han sido más falsos que referirse a algunos éxitos numéricos, como un “milagro económico”. Expresión muy infeliz de Milton Friedman.

Friedman conocía el origen alemán de esa expresión y por cierto, sabía también que aludía a un proceso no solo diferente sino completamente contrario al que se dio en el Chile de la dictadura: la recuperación de la economía de post-guerra alemana gracias a la alianza de tres fuerzas: el estado, el sector empresarial y los obreros sindicalmente organizados. Esta última fuerza imprimió un sentido keynesiano al proceso y daría, además, origen a otro término: “economía social de mercado” (Ludwig Erhard). La de Pinochet en cambio fue una economía anti-social de mercado. O para decirlo así: mientras Allende intentó llevar a cabo una política de equidad sin crecimiento, Pinochet llevaría a cabo una política de crecimiento sin equidad.

Citando a una de las voces más autorizadas de la academia económica chilena, Ricardo French Davis: “Es cierto que durante la dictadura de Pinochet se produjeron diversas modernizaciones en Chile. Sin duda, varias de ellas han constituido bases permanentes para las estrategias democráticas de desarrollo, pero otras constituyen un pesado lastre. El crecimiento económico del régimen neoliberal de Pinochet, entre 1973 y 1989, promedió sólo 2,9% anual, la pobreza marcó 45% y la distribución del ingreso se deterioró notablemente”.

Cabe entonces hacerse una pregunta: ¿puede ser caracterizada como exitosa una economía que si bien muestra números positivos en el papel lleva a una nación a niveles de desigualdad sin precedentes, a uno de los más altos del mundo? Si el objetivo de una política económica no son los seres humanos, uno se pregunta cuál puede ser.

El milagro económico de Pinochet es, si no un mito, una de las grandes mentiras del neo-pinochetismo. Como señala el mismo French Davis, el crecimiento económico de Chile comenzó a darse con vigor desde el momento en que los gobiernos de la Concertación incorporaron políticas públicas y sociales a sus programas. “La Concertación logró mejores niveles de crecimiento económico, del empleo, y de los ingresos de los sectores medios y pobres. El crecimiento económico entre 1990 y 2009 fue de un 5% (5,3% si se excluye la recesión de 2009). (....) “Dicho crecimiento económico más políticas públicas activas redujeron la pobreza del 45% al 15,1% de la población. En la dimensión social, no sólo se redujo la pobreza mediante políticas públicas. En efecto, los salarios promedios reales eran 74% superiores en 2009 que en 1989 y el salario mínimo se había multiplicado por 2,37; agudo contraste con los salarios durante la dictadura, que en 1989 eran menores que en 1981 y que en 1970. (...) “Así Chile avanzó más rápido que los otros países de América Latina, y acortó significativamente la distancia que lo separa de las naciones más desarrolladas. El PIB por habitante se expandió a un promedio anual de 3,6%, en comparación con 1,3% en 1974-89”. (Leer versión extendida en: http://www.asuntospublicos.cl/2012/06/el-modelo-economico-chileno-en-dic... )

Hay que agregar por último que no hubo una sola política económica durante Pinochet. Por lo menos hubo cuatro: entre 1973- 1979, la llamada “política de shock” (alzas de precio, recortes presupuestarios, disminución de la demanda, desocupación laboral masiva). Entre 1979-1982, un neoliberalismo clásico. Entre 1982-1986, motivada por la contracción del sistema exportador, una política económica de neto corte estatista, incluyendo expropiaciones, control de precios y emisiones monetarias. Desde 1982 hacia adelante, una política pragmática que combinó la libertad de mercado con inyecciones monetarias de tipo keynessiano. Lo único que une a esas cuatro políticas al fin, es el constante ensanchamiento de la tijera social y una baja, pero también constante tasa de crecimiento numérico.

REFLEXIÓN FINAL

Al llegar a este punto, una reflexión: ¿Y si de todas maneras la política económica hubiese sido tan exitosa como dicen sus partidarios de ayer y de hoy, estaría entonces Pinochet legitimado frente al altar de la historia? De ningún modo. Ni aunque Chile fuese hoy el país más rico del mundo, no hay ninguna razón para justificar crímenes de estado. Pero hay quienes sí lo hacen. Apartando toda ética, reducen la historia a una relación costos-beneficios, aunque los primeros se paguen en vidas humanas, cuerpos torturados, familias destruidas, biografías rotas y violaciones sistemáticas a todos los derechos humanos.

De acuerdo a esa noción sacrificial entre medios y fines, ellos podrían, efectivamente, justificar a los regímenes más monstruosos de la historia moderna. Pues con el mismo criterio con que hoy justifican a Pinochet, pudieron haberlo hecho con Hitler ayer. ¿No puso fin Hitler al desorden generado por la República de Weimar? ¿No terminó con la inflación y el paro? ¿No construyó las mejores carreteras de Europa? ¿No tuvieron todos los alemanes acceso a un Volkswagen? ¿No mejoró el sistema previsional? Y por último, ¿no impidió el avance del comunismo desde dentro y desde fuera de Alemania? ¿Y el Holocausto? Sí, un “pequeño error”. ¿Y no está iniciando Putin, en estos mismos momentos, una reivindicación de la memoria de Stalin? ¿No convirtió Stalin un país de siervos de la tierra en una potencia económica y militar de carácter mundial? ¿Y los millones que murieron en el Gulag? Sí, quizás fue “algo” duro. ¿Y Franco? ¿No dio estabilidad y disciplinó a un país salido de una guerra fratricida? ¿No salvó a su país del comunismo? ¿Y Fidel Castro? ¿No liberó a Cuba del imperialismo? ¿No eliminó el analfabetismo? ¿No tienen los cubanos asistencia médica gratuita? Y así sucesivamente.

A esos, los defensores de tiranos, sean de derecha o de izquierda, los vamos a seguir encontrando en todas partes, dispuestos a inclinarse frente a los del pasado y frente a los que en el futuro vendrán. Sin esa gente, ninguna dictadura habría sido posible.

¡Malditos sean todos!

11 de septiembre 2021

Polis

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Cinco grandes mentiras sobre Afganistán

Fernando Mires

1. La retirada de los EE. UU. de Afganistán puede ser comparada con la retirada de Vietnam.

Falso. En ningún caso. El objetivo de la presencia de los EE. UU. en Vietnam fue impedir la penetración imperial de la URSS, potencia que apoyaba militarmente a Vietnam en el Sudeste Asiático. Si Vietnam era reducido a dominio soviético, sucedería lo mismo con Laos y Camboya.

Pero cuando Kissinger descubrió que la China de Mao estaba tan interesada como los EE. UU. en impedir la hegemonía de la URSS en la región, cedió inteligentemente la hegemonía militar a China. El gobierno chino arreglaría el problema en pocos meses. Desde esa perspectiva la URSS no estaba en condiciones de enfrentar a una alianza China- EE. UU. Fue así que debió despedirse de sus pretensiones en el sudeste y en el sur de Asia.

Visto así, la retirada de los norteamericanos de Vietnam no fue una derrota norteamericana frente al Vietkong, sino una derrota soviética frente a China. La historia ha terminado por dar la razón a Kissinger. El sudeste asiático – partiendo por Vietnam - está hoy poblado por pujantes economías capitalistas que mantienen excelentes relaciones comerciales con China y los EE UU.

2. EE. UU. invadió a Afganistán para crear una democracia

Falso. EE UU invadió Afganistán después del 11-09-2011 cuando advirtió que desde ese país se había formado un frente terrorista islámico en el marco de una guerra declarada a Occidente, con vinculaciones en casi todos los países del Medio Oriente. Con la ocupación de Afganistán se trataba además de cortar los nexos que unían a Arabia Saudita, Al Quaida y los talibanes. Ese objetivo fue cumplido

Hoy, el peligro de la expansión terrorista ha sido reducido, gracias sobre todo a la diplomacia e influencia de Arabia Saudita, cuya confesión mayoritaria es la suníe, al igual que en Afganistán (80%).

Arabia Saudita y gran parte de los Emiratos mantienen excelentes relaciones con el Talibán y con los EE UU. A la vez son los principales enemigos de Irán en la región. Lo más probable es que Arabia Saudita tomará a El Talibán bajo su “protección”.

3. Al retirar sus tropas de Afganistán los EE. UU. han abandonado a la región islámica a su suerte.

Falso. Para los EE. UU. el principal problema ahora es detener la expansión iraní en la región. En ese objetivo coincide plenamente con Israel. Por eso EE. UU. apoya al ejército saudíe en contra del ejército chiíe (pro-Irán) en Yemen. La razón de la oposición de EE. UU. a Irán es simple: Irán ha restablecido su unidad con Siria y es apoyado por Rusia y China. Arabia Saudita, por su parte, ha establecido relaciones diplomáticas con Israel. Puede ser que ya en el plano de ese reconocimiento mutuo, estuviera estipulado el retiro de las tropas norteamericanas de Afganistán. Hay indicios.

Hay en consecuencias dos frentes político-militares: uno hegemonizado por Irán, otro por Arabia Saudita. EE. UU. e Israel toman partido a favor del último. Si atendemos a esas razones, hablar de una derrota de EE. UU. frente a El Talibán es, definitivamente, una ridiculez.

4. La retirada de las tropas estadounidenses muestran las diferencias entre Trump y Biden con respecto al tema de Afganistán

Falso. Evidentemente, no. La retirada de las tropas de Afganistán es en los EE UU asunto de Estado y no de gobierno ni mucho menos de partidos. Independientemente a estilos personales, hay en ese punto una continuidad entre Trump y Biden, así como antes la hubo entre Bush y Obama.

5. Al abandonar Afganistán los EE. UU. han entregado las mujeres afganas a la represión patriarcal.

Falso. Los EE. UU. no controlaban la totalidad de Afganistán sino solo las principales ciudades y algunas áreas militarmente estratégicas. Las relaciones socioculturales de la nación no fueron alteradas en lo más mínimo. Por lo demás, la liberación femenina nunca va a ser alcanzada por medio de invasiones territoriales. Es un tema de profundas raíces culturales y religiosas.

La liberación de la mujer de sus patriarcas musulmanes deberá ser obra de ellas mismas, no de soldados asalariados.

A la cultura patriarcal islámica pertenecen hombres y mujeres. No podemos olvidar que la caída del Shah de Irán (1979) y la implantación de los ayatolahs en el poder fue consecuencia de una revolución tradicionalista y religiosa cuya vanguardia estuvo formada por aguerridas mujeres musulmanas, todas embutidas en sus respectivos burkas. Ese fue un triunfo de la tradición en contra de la modernidad, de la religión en contra de la razón, del pasado en contra del presente.

Corolario: nunca hay que dejar en manos de los medios periodísticos – por muy importantes que sean – la interpretación de la historia. Mucho menos la de la política.

21 de agosto 2021

Polis

https://polisfmires.blogspot.com/2021/08/fernando-mires-cinco-grandes-me...

Las mujeres y el islam (Un fragmento de mi libro El islamismo)

Fernando Mires

Los patriarcas internos

…...hay que convenir que tanto en el mundo islámico como en el occidental la representación central del poder, precisamente porque es representación, refleja relaciones que son posibles de ubicar a lo largo y a lo ancho de todo el complejo cultural; y eso significa que si aún en los países islámicos fuese prohibida legalmente la discriminación de la mujer, ésta continuaría existiendo en el seno de cada unidad familiar si es que el poder del micro-patriarca no es cuestionado al interior de la propia familia y, por cierto, cuestionado tanto por la mujer como por el hombre.

No obstante, la experiencia occidental ha demostrado claramente que por lo general los hombres no renuncian a su poder si las mujeres no se organizan como contra-poder, lo que implica que las mujeres, si es que quieren liberarse deben hacerlo en primer lugar de sí mismas, o, por así decirlo, de su propio “patriarcado interior”. Esto último es mucho más difícil de ser alcanzado si es que ese “patriarcado interior” se encuentra teológicamente asegurado, de modo que para una mujer islámica la rebelión frente al hombre equivale nada menos que a una rebelión en contra de Dios.

El patriarcado asume en la mayoría de las regiones islámicas una forma absolutista. Sus dispositivos de seguridad no sólo se encuentran en el poder gubernamental, sino que al interior de cada familia en donde el jefe de familia aparece dotado de atribuciones cuasi-sacerdotales. Como ha escrito Seyyed Hossein Nasr: “la familia islámica es una representación en miniatura de la sociedad musulmana. En ella actúa el hombre, o el padre, de acuerdo con la naturaleza patriarcal del Islam (...) En la familia es el padre el sostenedor de los fundamentos de la creencia y su autoridad simboliza una potestad de mando que viene de Dios”

Las trabas internas para una mujer islámica son mucho más fuertes que para una mujer occidental, pues están ligadas con la religión en una sociedad cultural que se rige por el dictado de la religión. Hay, por lo tanto, que reconocer en toda su magnitud el valor de aquellas mujeres afganas que, antes de que las tropas aliadas de Occidente realizaran la guerra en Afganistán, acudieron al Parlamento Europeo a presentar un listado de las violaciones a los derechos humanos que eran cometidos en su país en las personas de las mujeres. La resonancia de tales acusaciones fue muy escasa. Todavía nadie, ni siquiera los servicios secretos norteamericanos, habían establecido las exactas relaciones entre los talibanes, el islamismo organizado, y el terrorismo internacional.

En cierto modo todo parece indicar que la liberación de la mujer islámica deberá ser un resultado de la modernización política, y no la modernización política un resultado de la liberación de la mujer. No obstante, los propios patriarcas islámicos deben lentamente reconocer que la sujeción extrema a que someten a sus mujeres se está convirtiendo en un obstáculo, no tanto para la occidentalización que quieren evitar, sino que para la propia modernización que quieren impulsar en sus naciones y pueblos. Bernard Lewis postula incluso que el alejamiento de la mujer de la vida social y política en los países islámicos ha privado a éstos de una enorme cantidad de energía y talento que podría haber sido invertido en tareas que tienen que ver con el desarrollo de sus naciones.

A mujeres reprimidas y analfabetas les ha sido confiada a la vez, la educación de hijos quienes cuando son adultos no pueden adaptarse a las exigencias de una vida moderna. En fin, un círculo vicioso.

Las mujeres y la modernidad

En la realidad podemos diferenciar dos formas de subordinación de la mujer islámica. Una pre-histórica; otra moderna. La más pre-histórica fue aquella que se dio en el Afganistán de los talibanes.

La brutalidad sin límites a que fueron sometidas las mujeres en Afganistán tienen que ver, sin duda, con el propio origen religioso-cultural de los talibanes. La mayoría de ellos fueron educados en las madrasas de Pakistán. Como nos informa Ahmed Rashid: “Todos los huérfanos, los desraizados, el lumpen-proletariado que provenía de las guerras y de los centros de refugiados crecieron en una absoluta sociedad masculina”.

A ellos les fue enseñado que las libertades que gozaban las mujeres de Occidente constituían una afrenta al orden instituido por Dios; que enviarlas a la escuela era occidentalizarlas, y que una cultura como la del Islam sólo podía existir si los hombres ocupaban el lugar que Dios les asignaba; particularmente en la guerra.

Los propios jefes talibanes aclararon al periodista pakistano Ahmed Rashid que el contacto sexual de los guerreros con mujeres podía debilitarlos e impedir que mataran con la pasión requerida. La represión a la que los talibanes sometieron a sus mujeres tenía el propósito –como ellos mismos afirmaban– de purificar al Islam de influjos externos. Más aún: la represión a las mujeres llegó a ser para los islamistas afganos un signo de autoidentidad frente al corrupto Occidente. Para poner un ejemplo: El fiscal general del Estado afgano-talibán Maulvi Jalilullah Maulvizada, cuando fue criticado por las Naciones Unidas debido a la política radicalmente antifemenina de su gobierno, emitió la siguiente declaración oficial: “Para nosotros está claro que tipo de educación quiere imponer Occidente. Se trata de una política de infieles que garantiza a las mujeres las más obscenas libertades, las que sólo pueden llevar a cometer adulterio – y esa es una de las pre-condiciones para destruir al Islam. Cualquier país islámico en donde los adulterios se conviertan en algo normal, será destruido y caerá finalmente en las manos de los infieles, porque sus hombres serán como las mujeres y las mujeres no se podrán defender. El sagrado Corán no puede someterse al deseo de otros hombres. Quien quiera hablar con nosotros debe someterse al Corán”.

El régimen de los talibanes correspondió a uno de esos momentos de recaídas históricas que hacen regresar a los pueblos ya no a la barbarie, sino que al propio salvajismo. Si hay que buscar en la historia alguna equivalencia al “talibanismo” afgano habría que concluir que sólo es comparable al régimen que instauró Pol Pot a fines de los años sesenta en Camboya. Pero tampoco hay que olvidar que los jefes de los talibanes habían sido formados de acuerdo a los cánones más ortodoxos del islamismo radical, particularmente aquel que se enseña todavía en Arabia Saudita de acuerdo a las lecciones de Qutb y de las sectas wahhabistas (ya hablaremos de ellas). Los talibanes representaban una suerte de radicalización islamista en condiciones de guerra y de miseria material. Y de acuerdo a esa tradición trataban a sus mujeres. Sin embargo, los islamistas, productos netos de la modernidad occidental, también han recurrido a nuevas formas para mantener subordinadas a sus mujeres. Esas formas modernas se han desarrollado de un modo muy refinado en Irán.

Los sacerdotes chiítas, ya desde los tiempos de la revolución del ayatolá Jomeini, captaron aquello que llamó la atención a Bernard Lewis: que el Islam tradicional al prescindir del aporte de las mujeres estaba dilapidando una cuota considerable de capital humano, lo que de hecho obstaculizaba el proceso de “modernización sin occidentalización” postulado por los propios islamistas. De este modo, uno de los propósitos del régimen islamista-chiíta ha sido incluir a las mujeres en el proceso de producción, utilizando su aporte en las empresas, en la microelectrónica, en la telefonía, en la construcción de materiales de guerra, e incluso en el ejército. Ese proceso se encuentra muy bien documentado en las informaciones televisivas, sobre todo cuando se ven desfilar aguerrida y marcialmente a ejércitos de mujeres cubiertas con velos negros, empuñando con decisión sus Kalaschnikovs. A cualquier observador poco avisado han de parecer dichas demostraciones signos de liberación de la mujer, sobre todo si se las compara con la situación en que se encuentran las mujeres en países donde domina el islamismo sunita.

Las mujeres, en efecto, han sido modernizadas (por los hombres) en Irán; pero, al igual que lo que ocurre con la propia cultura, no han sido occidentalizadas; y esto es lo más importante para el régimen. Más aún, a través de las mujeres, los ayatolás intentan movilizar a la modernización de las actividades femeninas en contra de su occidentalización, tal como ya ha ocurrido con los hombres; y por cierto, con excelentes resultados. ¿No hizo al fin lo mismo el nazismo alemán cuando movilizó a miles de mujeres armadas? ¿Y no están aún vivos en el recuerdo los ejércitos de “mujeres proletarias” que desfilaban en la Plaza Roja de Moscú mientras los “máximos dirigentes” las saludaban desde los palcos? Las feministas occidentales ya saben muy bien que el hecho de que haya mujeres policías, militares, e incluso ministras, no siempre es un indicador de la liberación de la mujer. La modernización profesional de la mujer puede ser bajo determinadas condiciones un indicador de lo contrario, como ocurre hoy en Irán.

Sin embargo, los ayatolás tienen razones para temer. Como las mujeres viven la realidad islamista de un modo más intenso que los hombres, y como ni talibanes ni monjes chiítas pueden evitar que las mujeres piensen, no pueden tampoco evitar que en su propio entorno aparezca una disidencia que tarde o temprano deberá llevarlos a la razón. El premio Nobel otorgado a Shirin Evadí, defensora de los derechos humanos en Irán, ha puesto una marca que los machistas ayatolás no pueden atravesar a menos que renuncien definitivamente a la modernización del país. Pero esa modernización es, a su vez, parte del proyecto chiíta de poder. De ahí que, llegado un momento, deberán entender que la modernización tecnológica a la que ellos aspiran es imposible de llevarse a cabo sin una modernización de los seres humanos que la realizan, aunque ellos piensen que eso significa occidentalizarse. Algún día entenderán que Occidente también debió occidentalizarse y que las mujeres de Occidente debieron luchar mucho para alcanzar el grado de occidentalización que hoy poseen.

Si el proceso de modernización que incluye a la modernización del trabajo femenino pueda incidir en un proceso de auténtica liberación de la mujer islámica, lo que supone su politización (es decir, lo que el islamismo llama occidentalización) es una pregunta que, por lo menos durante el curso de este texto hay que dejar abierta. Con cierto escepticismo se puede pensar que si la modernización del trabajo productivo en los hombres islamistas no ha llevado a cierta occidentalización de sus costumbres, no hay muchas razones para pensar que eso pueda ocurrir fácilmente con las mujeres, sobre todo si se tiene en cuenta que ellas, a través de la versión religiosa que profesan son prisioneras de sus propios “patriarcas internos”. Y eso significa que las reformas que tienen que ver con la situación de la mujer en los países islámicos, pasan por ciertas reformas básicas en la propia enseñanza del Islam. Mas, por otra parte, hay que tener en cuenta que el islamismo chiíta- iraní, a diferencias del sunita, quiere insertarse en la globalidad de un mundo del que mal que mal forman parte. Y a esa globalidad pertenecen también los derechos humanos, que no significan de acuerdo a la horrible traducción francesa, italiana y española “derechos del hombre”, sino que derechos de los humanos y de las humanas.

16 de agosto 2021

Polis

https://polisfmires.blogspot.com/2021/08/fenando-mires-las-mujeres-y-el-...

Izquierdas e Izquierdas

Fernando Mires

He leído recién el muy bien escrito artículo del académico español Gabriel Tortella titulado “Qué es hoy ser de izquierda” (El Mundo 10.08.2021). Uno más que da cuenta de la dificultad para definirse de izquierda hoy día. Un texto que nos muestra una crisis de identidad de una entidad política que hasta hace poco aparecía como insustituible en el discurso público. Y evidentemente, hablar de la izquierda hoy día presupone hablar de la crisis de la izquierda. Pero más: de la crisis de un paradigma que daba orden a las coordenadas de relación política en casi todo el espacio occidental.

Como es ya corriente al discurrir sobre ese tema, Tortella nos hace un rápido repaso de las distintas fases, desde los orígenes del “ser de la izquierda”, hasta llegar a nuestros días donde uno puede cada cierto tiempo asumir determinadas posiciones sociales de izquierda sin “ser” necesariamente de izquierda. Como también defender algunos valores conservadores de la antigua derecha sin “ser” de derecha. Hecho que demuestra una separación del ser con respecto a su autodefinición política.

Eso es algo, después de todo, que debemos saludar: la relación entre el ser y la política le quedaba demasiado grande a la política y demasiado chica al ser. Hoy en cambio la relación entre ser y política ya no es un compromiso asumido hasta que la muerte nos separe, sino una simple opción circunstancial, determinada por esa discusión que siempre tiene lugar entre nuestras pasiones y nuestros intereses (A.O Hirchman).

La izquierda occidental (el mundo asiático -sobre todo el submundo chino- pertenece a "otra historia") nació de la revolución. En eso podemos estar todos de acuerdo. Particularmente nació de la división geométrica que trajo consigo la Convención revolucionaria en Francia. La primera izquierda era, por lo mismo, revolucionaria, y durante mucho tiempo lo siguió siendo. Ahora bien, la palabra revolución en Francia significaba adherir a los tres grandes ideales: libertad, igualdad, fraternidad. Tres ideales que salieron de la pluma de Rousseau según los cuales el humano, cuando es libre, es decir, cuando su naturaleza es libre, es igualitario y fraternal. Que los tres ideales no eran deducibles unos de otros sino diferentes y contradictorios entre sí, se encargarían de demostrarlo los mismos jacobinos. La cantidad de cabezas cortadas en nombre de la libertad no derivó de un acto igualitario ni mucho menos fraterno (más bien demostraría la naturaleza cainesca de la condición humana).

La segunda versión de la izquierda heredaría del jacobinismo la idea de la libertad institucional, bajo la forma de la por los filósofos (desde Platón a Kant) llamada república. República que radicalizada socialmente, sería después llamada democracia. Democracia social. Social-democracia.

Desde la revolución industrial europea, la socialdemocracia se convertiría en el partido del trabajo y de los trabajadores quienes -según pensadores ligados a la cultura política socialdemócrata, entre ellos Marx y Engels- llevarían la democracia hacia una sociedad igualitaria de acuerdo a cambios producidos en la esfera de la producción, cambios que, según Marx, deberían tener lugar “independientemente a la voluntad de los hombres”.

Del proyecto jacobino la socialdemocracia conservó tres objetivos (no ideales) fundamentales: anticlericalismo, antimonarquismo (para lo que era necesario apoyar a la burguesía republicana) y gobierno del pueblo trabajador y no de “una” clase (demo-cracia) como paso preliminar para alcanzar el final que redimiría a toda la humanidad: el socialismo.

La tercera versión de la izquierda, nacida de la revolución rusa, surgiría de una división de la socialdemocracia. Significó, además, bajo la conducción de Lenin y Trotsky, una ruptura con la democracia social y por lo mismo con la teoría marxista, pero en nombre del marxismo (ese fue el gran truco de Lenin). La llamaremos izquierda bolchevique. Sus postulados principales serían: 1. La revolución socialista no comenzará en los países del capitalismo avanzado sino en los países del capitalismo atrasado. 2. No solo los obreros, también los campesinos pasarían a formar parte de la vanguardia social de la revolución 3. La vanguardia política debería ser construida por los intelectuales, en nombre de los trabajadores, pero sin los trabajadores, organizados en un Partido. 4. la democracia parlamentaria, llamada burguesa, no sería más un objetivo de la revolución, cuando más un paso táctico, y cuando no, un obstáculo a ser removido por la dictadura del Partido. 5. El socialismo, para Marx sinónimo de comunismo, sería convertido en la fase inferior del comunismo, periodo histórico que solo podría tener lugar después de una revolución de carácter mundial. En espera del advenimiento sin fecha de esa “fase superior en el desarrollo histórico de la humanidad” (Trotsky), sería instaurada la “dictadura del partido del proletariado” cuyo objetivo debería ser destruir a la maquinaria “burguesa” de dominación.

En los países de alto retraso económico, sobre todo en los poscoloniales, surgiría una cuarta versión de la izquierda, muy ligada a la tercera. No el partido del proletariado, sino el partido-estado representado en un líder mesiánico, apoyado en la violencia institucionalizada, se convertiría en la vanguardia de una revolución socialista en permanencia. Mugabe, Gadafi, Castro, entre otros, serían representaciones místicas de la revolución de los países pobres en contra del capitalismo mundial.

Lo hasta ahora expuesto no significa que cada una de las nuevas fases de la izquierda suprimiría a la anterior, sino de una relación de tipo más bien sumatorio. Socialdemócratas coexistirían con comunistas, comunistas con tercermundistas y así sucesivamente. De tal manera que la crisis de la izquierda ya se hacía presente antes del colapso del sistema comunista. El problema que se presentaba era mayúsculo. ¿Cómo incluir dentro del mismo concepto de izquierda a los seguidores de un Willy Brandt o de un Felipe González, con los de dictadores como Robert Mugabe o Fidel Castro? Fue entonces cuando las izquierdas debieron pluralizarse y en vez de izquierdas comenzó a hablarse de “las izquierdas”.

Después de la caída del Muro de Berlín parecía que una izquierda sin revolución, sin clase obrera, sin socialismo, ya no podría existir. En verdad, el concepto de izquierda debería haber desaparecido. El hecho que evitó esa posibilidad fue uno solo: las derechas continuaban existiendo. De ahí que ser de izquierda se convirtió rápidamente en algo muy impreciso: no ser de derecha. Vale decir, en opositores a una derecha económica, neo-liberal y anti-social. No fue la izquierda, fue la derecha la que salvó a las izquierdas de su ruina total y definitiva.

El “socialismo del siglo XXl”, tan popular en América Latina, solo fue un intento para unir a todos los fragmentos dispersos de las izquierdas. Pero unirlos ¿cómo? ¿En torno a un futuro común? Imposible, no había ninguna alternativa que sustituyera a las antiguas visiones. ¿En función de una nueva teoría socialista? Con el perdón de los socialistas, pero después de la caída del muro los pensadores de izquierda se han caracterizado por una notable sequía mental.

El problema sería mayor cuando los partidos socialistas, como consecuencia del fin del orden económico industrialista, comenzaron a declinar en casi todos los países europeos. El vacío que dejaron detrás de sí fue parcialmente llenado por algunos movimientos y partidos nacional-populistas de carácter neo-fascista cuyo objetivo es fundar sistemas posdemocráticos (Anne Applebaum) como hoy sucede en Polonia, Hungría, Turquía, Rusia, Bielorrusia. En algunos países europeos (España y Portugal), pero sobre todo en América Latina, su equivalencia ha sido la formación de una “nueva izquierda”.

A esa “nueva izquierda” la llamaremos aquí izquierda populista, no porque se defina como populista sino porque para existir no le queda otra alternativa que ser populista.

De acuerdo a autores como Bernd Stegemann, las nuevas izquierdas son conglomerados de movimientos muy diferentes entre sí, casi todos identitarios (nacionalistas, religiosos, de género, ecológicos, etc) los que en algunos casos practican una unión confederativa con las antiguas izquierdas. ¿Como vincular a todas esas representaciones movimientistas, cada una con una visión excluyente y moralista de la política? No quedaba otra alternativa: mediante un liderazgo que los represente a todos. Pero como eso es imposible en un nivel social, ese liderazgo solo puede ser representado al nivel de lo simbólico e incluso de lo mágico.

Chávez, por ejemplo, tenía para cada uno de los segmentos de su heterogéneo movimiento una palabra diferente. Sin ahondar demasiado, hoy vemos en Perú un gobernante-líder, Pedro Castillo, que concita el apoyo de las identidades raciales (indios) sociales (campesinos) y de intelectuales de la izquierda tradicional pero también de una izquierda identitaria de carácter urbano. ¿Como unir las demandas libertarias (incluyendo las feministas) con el tradicionalismo patriarcal y extremadamente conservador de los campesinos e indios peruanos? No queda otra respuesta: mediante una simbolización radical de la política, vale decir, mediante el levantamiento de un populismo personalista, autoritario y caudillesco, al estilo del que representa informalmente Evo Morales en Bolivia o Lula en Brasil, para nombrar solo dos ejemplos.

De un modo distinto vemos que en Chile podría llegar a presentarse el mismo dilema. ¿Como unir las narcisistas identidades de género y cultura con las sociales, con las raciales, con las ideológicas, con las de los dogmáticos comunistas que provienen del siglo XX, en torno a una sola fuerza de gravedad? (en la expresión de José Joaquín Brunner). Un conglomerado muy potente para hacer oposición a un gobierno de derecha pero muy impotente para ponerse de acuerdo en torno a un discurso coherente y unificado ¿Deberá convertirse Gabriel Boric en lo que el mismo seguramente no quiere ser, en el primer líder populista de Chile? ¿O surgirá un centro equidistante a las rancias derechas y a las rancias izquierdas? Las peguntas son inquietantes. Pero sobre todo, válidas.

O en Colombia ¿surgirá un centro político que logre evitar la confrontación altamente polarizada entre una izquierda “petrista” que no excluye a radicales violentistas y una derecha populista y autoritaria como es la uribista? En el futuro inmediato tendremos algunas respuestas. Por ahora solo podemos concordar con Gabriel Tortella: es muy difícil saber lo que es ser de izquierda hoy día. Solo sabemos por ahora que ser de izquierda no es ser de derecha. Y eso no es mucho. Es más bien, muy poco.

Agosto 12, 2021

Polis

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