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Fernando Mires

Al borde de una guerra

Fernando Mires

Con la declaración de independencia hecha por Putin con respecto a las “repúblicas” separatistas de Donetsk y Lugansk (21.02.2022) ha comenzado la ocupación rusa de Ucrania.

Una maniobra habilísima que solo se puede permitir quien consulta sus problemas con la almohada y con nadie más. Una gran ventaja de Putin sobre Occidente, donde cada resolución ha de surgir de compromisos entre una multitud de países con distintos gobiernos y, por lo mismo, con diferentes intereses. Los pasos que vendrán después del reconocimiento de las republiquetas, seguirán una práctica de “solidaridad armada”. Enseguida Putin provocará el terror entre la población de Ucrania hasta consumar la rendición del país y luego su reintegración al imperio ruso, conservado su autonomía “cultural” pero no la administrativa y mucho menos la política, al estilo de Bielorrusia. Donnetsk y Lugansk son por el momento dos enclaves militares rusos hendidos en el Este de la nación ucraniana.

La reacción del conjunto occidental hegemonizado por EE UU fue demasiado previsible. Putin la conocía de antemano: sanciones que no serán cumplidas en su totalidad y que no afectarán demasiado a la economía rusa, máxime si se tiene en cuenta de que esta ya está articulada con economías dirigidas por dictaduras, como son las de China e Irán.

Más del 60 por ciento de las naciones de este mundo no son democráticas y, por lo mismo, aliadas reales o potenciales de Rusia en su cruzada antioccidental.

Con esa parte del mundo le basta a Putin para sobrevivir sin contratiempos a las sanciones norteamericanas y europeas, cualquieras que ellas sean. Para colmo, según cálculos de sectores empresariales, las sanciones de Alemania serán más perjudiciales para la economía alemana que para la rusa. Lo mismo sucederá en otros países europeos. Entre naciones económicamente interdependientes, las sanciones se transforman, tarde o temprano, en autosanaciones.

Aparte de la capacidad de decidir solo y por su cuenta –desde Hitler no existía un gobernante tan desligado de partidos, instituciones y constituciones como Putin– el jerarca ruso, a diferencia de los países europeos, cuenta con la pasividad y control de su frente interno. No permite disidencias, es radicalmente cruel con sus opositores y cuenta con el apoyo de “la Rusia profunda” basada en la servidumbre incondicional al poder central.

En cada aldea, pueblo o ciudad existe un poder putinista expresado en jefes de la policía, alcaldes, gobernadores, toda suerte de pequeños putines, dispuestos a reventar cualquiera oposición antes aún de que esta nazca. Esa es la impresión que deja entrever el escritor francés Emmanuel Carrére en su libro Una novela rusa. Allí nos enteramos como el aparato de dominación zarista, perfeccionado por Stalin y hoy por Putin, continua siendo el mismo de los tiempos de Tolstoi, Chejov y Gorki.

Putin domina sobre un país a prueba de sanciones económicas. No así los países occidentales donde cualquier alza de precios, cualquiera caída de la bolsa, cualquier síntoma de escasez, se traducirá pronto en un malestar activo en contra de los respectivos gobiernos. En ese sentido Putin cuenta con ayudistas internos en los países de Occidente. No me refiero a sus espías, que también los tiene por montones. Ni siquiera a los partidos putinistas como son la mayoría de los nacional populistas de derecha e izquierda. Putin cuenta sobre todo con una población europea que no quiere perder su nivel de vida, que desde hace casi ochenta años no sabe de guerras ni de hambrunas, que aún en sus estratos más bajos quiere gozar la vida material, en fin, con una ciudadanía consumista, turística y lúdica. En un mano a mano con las naciones occidentales para saber quién perdería más en un periodo de tensión bélica, Putin ganaría lejos.

Putin, ha descubierto al igual que sus antecesores despóticos, la estrategia del invierno ruso, solo que esta vez el invierno no es ruso sino europeo. Por eso, Putin, calculador como es, utiliza el negocio del gas como arma militar y política.

Cuenta para eso con el pacifismo europeo, incrustado a fondo en la liturgia de los partidos izquierdistas y socialdemócratas. Ese mismo pacifismo que pavimentó el camino a Auschwitz para decirlo con las palabras de ese gran político socialcristiano que fue Heiner Geißler. Ese pacifismo sigue latente, más aún, fortalecido con la emergencia de los partidos ecologistas cuya fobia a la violencia linda con lo religioso.

Por si fuera poco, Putin cuenta con la corrupción de los gobiernos europeos. Que un “lobbista” financiado por Putin, como el ex canciller Gerhatd Schroeder, maneje los negocios del gas ruso en Alemania, habría sido visto en periodos menos materialistas que los actuales, como un escándalo de proporciones. Schroeder y los grupos mafiosos de la socialdemocracia alemana ligados al gobierno Putin, habrían sido calificados por lo menos de traidores a la patria. Hoy, en cambio, esa corrupción es vista como algo normal, algo así como un mero síntoma de la globalización. “El negocio del gas es un asunto de la economía privada”, dijo sin ningún pudor el actual canciller alemán Olaf Scholz.

Malvado, pero inteligente, Putin ha sabido esperar el momento preciso. Ese momento llegó junto con la pandemia. Definitivamente Putin ha logrado convertir en aliado suyo al Covid 19, en todas sus múltiples variantes. El bicho sigue efectivamente una estrategia muy parecida a la del gobernante ruso. Parece que por momentos se va, pero solo para volver mutado en diversas variantes.

Covid 19 cansa, agota, desquicia psíquicamente a las multitudes enmascaradas de las grandes ciudades europeas, y sobre todo, al igual que Putin, aterroriza a los mortales con la posibilidad de la muerte. Una población histérica y pandemizada no está definitivamente en condiciones de soportar un clima de guerra por mucho tiempo, ha de haber calculado Putin. El tiempo, ese es su otro aliado.

Mientras más pase el tiempo, mejor para Putin. Ese invierno ruso que es la economía occidental no podrá resistir durante largos periodos el auto asedio impuesto a sus países por sus gobernantes. Puede suceder incluso que como su socio el Covid, Putin no termine nunca de irse. Ha olido el olor del miedo europeo y ya sabe como dosificarlo con sus amenazas y chantajes.

Desde el punto de vista político, Putin ha aprendido a actuar en el momento preciso. A primera vista debe haberse dado cuenta de que el tímido Scholz no es Merkel, que está atado dentro y fuera de su partido a múltiples compromisos. Debe haber captado que Macron solo está interesado en su reelección y que una guerra sin solución no es su mejor carta para acceder al gobierno.

Observa como Boris Johnson está al borde de su caída, empantanado en el fango de una crisis política sin precedentes. Y lo más importante: entiende que después del caótico retiro de las tropas norteamericanas en Afganistán, Biden no es visto por nadie como un gran estratega, ni político ni militar. En otras palabras, Putin conoce los talones de aquiles de las democracias liberales. Puede ser entonces que su máxima preocupación sea China y no Europa.

China no se pondrá nunca al servicio de Putin. Eso quedó muy claro en el documento que firmaron durante los Juegos Olímpicos ambos gobernantes, y eso el presidente ruso lo acepta. Pero seguramente no escapa a su atención que después de los destrozos diplomáticos de Trump, China ve con suma desconfianza la política exterior de los EE UU.

Biden, quizás ese ha sido su máximo error, no se ha esforzado demasiado por mejorar las relaciones políticas de EE UU con China. Todavía podría intentarlo, pero bajo peores condiciones que en los comienzos de su mandato. Después de todo, para China, Europa y EE UU son todavía sus mejores mercados. Probablemente Xi Jinping y los suyos, a diferencia de Putin, no está interesado en arruinar a las economías occidentales. Ningún vendedor quiere eliminar a sus compradores. Pero tampoco está dispuesto a aplaudir las acciones de la OTAN ni permitir que los EE UU dirijan el concierto mundial. En fin, Putin está en condiciones de ganar la guerra en contra de Occidente, aunque esta guerra nunca tenga lugar. ¿Cuál será su próxima movida? Nadie lo sabe. Seguramente será la menos previsible.

Quizás no estamos todavía frente a esa decadencia de Occidente proclamada por Oswald Spengler hace ya más de un siglo. El capítulo ucraniano ha mostrado, sin embargo, que Occidente atraviesa por una grave crisis de identidad. Su tecnología y su capacidad de fuego siguen intactas. Pero su depresión política más que económica, lo mantiene paralizado. Puede ser que el descubrimiento de un peligro común, y hoy ese enemigo se llama Putin, haga reaccionar a Occidente. Pero también es posible que cuando eso suceda ya sea demasiado tarde.

Al fin y al cabo, pensarán algunos filósofos, Occidente no es un territorio. Ni siquiera es un conjunto de ideas. Occidente es un modo de ser libre en el mundo. Permanentemente derrotado por naciones bárbaras, el ser de las atenas y las romas ha sobrevivido a través los siglos. Eso es lo que seguramente ignora el Atila de nuestro tiempo: Vladimir Putin. ¿Un pobre consuelo frente a la nueva derrota que nos espera? Puede que sí. Pero es un consuelo basado en la evidencia.

Twitter: @FernandoMiresOl

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS, Político,

La contrarrevolución antidemocrática de Vladimir Putin

Fernando Mires

Hasta el cansancio ha sido repetida aquella verdad que dice que Putin intenta restaurar el edificio geopolítico de la URSS. Hay quienes sin embargo difieren y sostienen que lo que intenta restaurar es el antiguo imperio zarista. No vamos a entrar aquí en esa más bien académica y políticamente infructuosa discusión. Lo que interesa decir por el momento es que efectivamente Putin es un restaurador, un expansionista, un imperialista e incluso un colonialista, pero sobre todo, como ha destacado recientemente Anne Appelbaum en un emotivo artículo dedicado a analizar a Putin, un antidemócrata. Pero el problema no termina ahí. Putin, además, es el representante máximo de una enorme ola antidemocrática que avanza primero hacia la por él considerada “periferia rusa”, su utópica “Eurasia” religiosa y cultural, equivalente a la “Germania” con la que soñaba ese monstruo llamado Adolf Hitler.

No hay revolución sin contrarrevolución. Desde la Santa Alianza, pasando por los totalitarismos nazi y stalinistas, hasta llegar a nuestros días, han habido diversas olas antidemocráticas, surgidas como reacción a las por Samuel Hungtinton llamadas “olas de democratización”.

La última gran ola fue la que puso término al imperio soviético durante 1989-1990. Putin, desde esa perspectiva macro-histórica, representaría una reacción en contra de la revolución democrática, rusa y europea. En ese sentido es el anti-Gorbachov. Pero no está solo. Putin es solo una parte, quizás la principal, de la contrarrevolución antidemocrática de nuestro tiempo.

Como Stalin ayer, Putin mantiene fuertes enclaves en el Occidente político. Mas, a diferencias de la era Stalin, no se trata de organizaciones doctrinarias como fueron los partidos comunistas pro-soviéticos, sino de una gama de diversos movimientos y gobiernos abiertamente anti-democráticos. Los principales por ahora son los movimientos y partidos antidemocráticos de Europa.

Entre esos gobiernos nos referimos a las autocracias europeas, sobre todo a ese trío representado por Erdogan en Turquía, Orban en Hungría, Kaczinski en Polonia.

Parecerá raro quizás incluir al tercero en la triada pro-Putin dado que Kacszinski, como la mayoría de la ciudadanía polaca, teme a que Putin, en su no oculto proyecto por restaurar la geografía soviética, intente ocupar Polonia. No obstante, Kacszinski, en su visión anti-UE es el mejor aliado de Orban. Y Orban es el más estrecho aliado europeo de Putin.

Al jerarca ruso, a diferencias de Stalin, no importan las convicciones doctrinarias. Pero sí le interesa que sus aliados objetivos de Europa mantengan un desacuerdo vital con la UE y con la OTAN. En ese sentido Kaczinski, como sus homólogos húngaro y turco, comparten con Putin similares convicciones. Los tres son partidarios de un gobierno fuerte y autoritario representado en un líder que encarne la tradición mítica de sus naciones. Los tres se entienden como restauradores del orden familiar, sexual, patriótico y religioso (no importa cual religión). Los tres son enemigos declarados de la democracia parlamentaria. Los tres creen en “el principio del caudillo”. Los tres consideran a la democracia occidental como un producto de la decadencia de Europa.

I-liberalismo llama Viktor Orban al conjunto de ideas y creencias compartidas con sus homólogos. Pero ese i-liberalismo es solo una media verdad. Desde el punto de vista económico los aliados de Putin son radicalmente liberales. Y desde el político, el enemigo no es la ideología liberal sino las instituciones de las democracias europeas. Naturalmente, ellos dicen, y probablemente creen, ser democráticos. Y en sentido literal lo son pues su ideal político está basado en una comunicación directa entre pueblo y caudillo. La democracia que ellos enaltecen no está basada en instituciones ni en constituciones sino en el “principio del líder”, tal como lo formulara el jurista alemán Carl Schmitt al que los nuevos autócratas probablemente no han leído pero, visto objetivamente, han llegado a ser sus mejores discípulos. El odio que en los autócratas despierta lo que ellos llaman “democracia liberal” está, como todo odio, basado en un miedo, en este caso, el miedo a que el control unipersonal del poder sea cuestionado. Como bien observara el historiador polaco Adam Mischnick: “Es posible que Putin no pueda implementar cada escenario, pero ha concentrado el poder político incluso más que Stalin. Stalin, al menos formalmente, estaba limitado por su “politburó”, un organismo político que en principio podía decirle que no, aunque por supuesto no lo hizo. Putin no tiene politburó, es todopoderoso, un monarca absoluto, un César”.

Naturalmente, en su reciente aventura ucraniana, Putin ha contado, si no con el apoyo directo, con el consentimiento indirecto de las tres autocracias mencionadas. Puede que pronto aparezcan más. Los movimientos de la ultraderecha avanzan de modo zigzagueante en todos los países de Europa. La Liga Norte de Salvini ha sido temporariamente desplazada en Italia pero ahora avanza el Vox español que, si bien no se ha declarado miembro del putinismo, comparte con este sus valores esenciales. Las elecciones presidenciales en Francia decidirán sobre el futuro inmediato de Europa. Le Pen es abiertamente putinista y Zemmour puede llegar a serlo sin problemas. Todos son partidarios de una Europa des-unida. Eso al fin es lo que cuenta para Putin. Por si fuera poco, a la derecha nacional-populista europea habría que agregar algunos remedos de la izquierda del pasado. Podemos de España se declara “pacifista” y anti-OTAN. Lo mismo ocurre con los socialistas de Melenchon en Francia y “Die Linke” en Alemania.

Al igual que la antigua URSS, el imperio Putin tiene importantes aliados extra-continentales. Gracias a las vacilaciones de Obama logró convertir a Siria y parte de Irak en un condominio ruso. Irán puede contarse entre sus aliados estratégicos. Los ayatollahs han descubierto que comparten con Putin las mismas obsesiones anti-occidentalistas. Para el ruso como para la camarilla teocrática persa, Occidente es un mundo degenerado. En no pocos puntos, las ideologías teocráticas de los países del Oriente Medio son compatibles con las visiones integristas de la iglesia ortodoxa rusa que ve en Putin un paladín de la cristiandad, cabalgando en contra de los demonios lujuriosos y ateos que acosan Occidente. Sin necesidad de recurrir a Max Weber podríamos afirmar que Putin encabeza una rebelión de la tradición en contra de la modernidad. Pero solamente en contra de la modernidad cultural. No así con respecto a la modernidad tecnológica, la que en sus formas digitales y nucleares pone al servicio de la expansión territorial de su país.

La gran ventaja de Putin es que sabe que al interior de la mayoría de los países occidentales existen multitudes anti-democráticas y que en no pocos de esos países la democracia se encuentra en muy precaria condición. La gran revelación para Putin fue no tanto la presidencia de Trump, la que mal que mal debió ajustar su práctica a las férreas instituciones norteamericanas, sino el carácter del movimiento que encabeza Trump. Por cierto, el ex presidente nunca ha sido un modelo democrático. Su personalismo, su autoritarismo, sus convicciones patriarcales, su escaso respeto por los valores que han permitido forjar a su nación y, no por último, su radical anti-europeísmo, no hablan bien de sus convicciones democráticas. Pero mucho menos democráticos que Trump son los trumpistas. Quizás en este caso habría que invertir la relación entre líder y masas. No es, en el caso de Trump, el líder el que ha producido un fuerte movimiento radical antidemocrático en los EE UU, sino estos últimos son los que han producido el fenómeno Trump. El asalto al Capitolio, por ejemplo, fue una muestra de como la contrarrevolución anti-democrática ha logrado apoderarse, si no del corazón, por lo menos del sistema nervioso de la democracia más antigua de la modernidad. En otras palabras, Putin ha visto en Trump a uno de los suyos.

En donde las instituciones democráticas son débiles o precarias, donde surgen caudillos que enamoran y enardecen a sus pueblos, donde las masas son organizadas desde el estado, donde no hay sociedad civil, y sobre todo, donde los canales de comunicación política se encuentran obstruidos, allí está el campo abonado para que el imperio ruso reclute contingentes. Hay una alianza perfecta entre los movimientos y gobiernos nacional-populistas y el proyecto antidemocrático mundial del cual Putin ha pasado a convertirse en su máximo líder.

Casi no hay dictadura o autocracia en el mundo que no cultive relaciones con el gobierno Putin. Se quiera o no, Putin ha logrado articular en su torno a una internacional de gobiernos y movimientos anti-democráticos. No es casualidad que las tres anti-democracias latinoamericanas, la autocracia mafiosa de Maduro, la dictadura neosomocista de Ortega y la dictadura poscastrista de Díaz Canel, se declaren partidarios incondicionales de Putin.

El proyecto inmediato de Putin es convertir a Rusia en un poder mundial. En el hecho ya lo es. Pero para que este sea más sólido, Putin requiere asegurar su dominación en el que considera espacio vital de Rusia. Ucrania representaría, simbólica y fácticamente, el último bastión que hay que derribar para dar inicio a esa locura distópica llamada por el ideólogo del putinismo, Alexandr Dogin, “Eurasia”. Eso es precisamente lo que no han entendido algunos gobiernos europeos, particularmente el alemán. Si Occidente no opone a través de su diplomacia y de sus ejércitos un decidido “no pasarán” a Putin en Ucrania, Rusia puede, definitivamente, destruir la paz mundial.

Puede ser, así opinan muchos comentaristas, que por el momento Putin decida no invadir a Ucrania. De acuerdo a una relación costo-beneficios, el precio podría ser muy alto, piensan algunos. No obstante, aún sin invadir a Ucrania, Putin ha logrado mostrar al mundo que el bloque occidental se encuentra políticamente dividido a la hora de enfrentar a un enemigo común. Con esa victoria probablemente no contaba Putin antes de enviar a sus cien mil soldados a los límites con Ucrania.

La deserción (sí, objetivamente fue deserción) de Alemania, ha debilitado, se quiera o no, la hegemonía militar y política de los EE UU en Europa. Peor aún, ha debilitado al eje Francia-Alemania y con ello ha dejado a Occidente sin conducción unitaria. Logrado ese objetivo, la invasión a Ucrania –a la que Putin nunca renunciará- puede esperar un tiempo más.

La negativa del gobierno alemán a enviar armas a Ucrania tiene un enorme significado político-simbólico. Significa, lisa y llanamente, que la principal potencia económica europea disiente de las resoluciones de la OTAN negándose con ello a aceptar la hegemonía norteamericana en la región. Para los observadores bienpensantes, Alemania ha llegado a perfilarse como un adalid de la paz. Pero las apariencias engañan.

Si bien en Alemania existen fuertes tendencias pacifistas, no podemos obviar que estas no fueron absolutamente determinantes en la política de Scholz. Hay, se quiera o no, un espacio de decisión que corresponde solo al gobierno. En ese sentido, las razones de la negativa alemana a plegarse a las decisiones confrontativas de la OTAN hay que buscarlas más bien en Olaf Scholz y en su partido. Y aquí hay que nombrar dos hechos que se cruzan entre sí. Uno es que al interior de la socialdemocracia alemana, amparada en los negocios del gas, ha cristalizado una suerte de conexión con el putinismo, vale decir, políticos profesionales que de una u otra manera consideran legítimas las pretensiones territoriales de Putin en Ucrania. Probablemente piensan –y tal vez no les falten razones– que Putin tarde o temprano terminará por construir su imperio euroasiático y con ese imperio habrá que coexistir pacíficamente en el futuro. Ahora bien, si a esas tendencias derrotistas sumamos el fuerte anti-americanismo que prima al interior de sectores de la socialdemocracia alemana y del partido Verde, la mesa estará servida para las ambiciones inmediatas de Putin. No vale la pena, en fin, morir por Ucrania– eso es lo que piensa y no dicen, no solo alemanes sino también algunos políticos europeos-.

Sobre el papel, la idea podría parecer formalmente correcta. Pero la realidad no es un papel. Lo que probablemente no entienden los nuevos estrategas de la geopolítica alemana es que, al mostrar divisiones hacia afuera, Putin ha descubierto que, si anexa a Ucrania -lo dijo el ex minitro del exterior alemán Joschka Fischer- la puerta para apoderarse de los países bálticos sería abierta de par en par. Entonces muchos harán la pregunta que el conocido historiador escocés Neal Ascherson ya formuló irónicamente. ¿Valdrá la pena después morir por Estonia? Y así sucesivamente.

Sin embargo, el problema alemán, como todo problema, tiene dos caras. A la negativa alemana de sumarse a las disposiciones de los EEUU mostrando al mundo la debilidad de liderazgo del gobierno norteamericano, hay que mencionar que, con o sin esa negativa militar, esa debilidad de liderazgo precedió a la negativa alemana. Los europeos, entre otras cosas, recuerdan muy bien que en la caída del imperio soviético EE UU tuvo muy poco que ver.

Digamos de una vez: Desde Bush jr. hasta llegar a Biden pasando por Obama y Trump, los EE UU han descapitalizado su liderazgo mundial. La guerra desatada a Irak por Bush jr. pasará a la historia como uno de los grandes crímenes a la humanidad, más aún que la guerra de Vietnam, donde al fin y al cabo EE UU intentaba frenar la expansión soviética en el sudeste asiático. El invento de las armas de destrucción masiva denunciado por el general Powell es una mancha demasiado sangrienta sobre la historia norteamericana. La reacción anti-Bush de Obama, al ceder prácticamente el espacio sirio al colonialismo ruso, permitió la entrada de la Rusia imperial de Putin en la región islámica. El deterioro de la OTAN y el descrédito que llevó Trump a la UE terminarían por exacerbar los deseos expansionistas de Putin. Si hoy gobernara Trump, Ucrania sería rusa, quizás sin necesidad de una invasión. La retirada caótica de las tropas norteamericanas de Afganistán, no mostró precisamente la cualidades estratégicas del gobierno Biden.

Los latinoamericanos ya sabemos como los intentos norteamericanos, al apoyar a dudosos grupos políticos y económicos -ayer en Cuba y hoy en Venezuela- para derribar a gobiernos anti-democráticos, han bordeado el límite de lo grotesco. En otras palabras, por su poderío económico, militar y cultural, la nación mejor condicionada para ejercer el rol hegemónico en defensa de las democracias de Occidente, no ha sabido o no ha podido cumplir su papel histórico.

Sea porque EE UU ya no tiene pretensiones territoriales en ningún lugar del mundo, sea porque no posee una doctrina internacional supra-estatal, sea simplemente porque sus gobernantes han sido políticamente deficitarios, hay que constatar que en este momento Occidente padece de una seria crisis de liderazgo. Cómo y cuándo será superada esa crisis (seguramente lo será) nadie puede saberlo. Lo que sí sabemos es que en estos momentos, esa crisis –con o sin invasión a Ucrania- favorece a los planes de Putin. Y Putin lo sabe.

Cierto, no hemos hablado de China todavía. Ya lo haremos. Cada cosa a su tiempo.

17 de febrero 2022

Polis

https://polisfmires.blogspot.com/2022/02/fernando-mires-la-contrarrevolu...

En Ucrania, Alemania navega entre dos aguas

Fernando Mires

“Fue el encuentro entre un resoluto Joe Biden y un indeciso Olaf Scholz”. Así tituló el periódico Frankfurter Runschau (08.02.2022) al intercambio de opiniones entre ambos dignatarios. Los periódicos alemanes más adictos al gobierno resaltaron en cambio la unidad a toda prueba que existe entre los EE UU y Alemania. Más incisivo aún que el Rundschau fue la descripción del periódico TAZ (Tageszeitung) al publicar un comentario bajo el título: “Forzada unidad entre Alemania y los EE UU”. ¿Significa que Biden tuvo que presionar a Scholz para que hiciera concesiones a favor de la actitud a tomar frente a una eventual invasión de Rusia a Ucrania? Cito a TAZ: “el nuevo gobierno alemán ha esperado demasiado para que muchos observadores en los EE. UU. usen Nord Stream 2 como moneda de cambio contra Rusia y el presidente Vladimir Putin. Ahora fue el propio presidente de los Estados Unidos quien pronunció una palabra de poder sobre el polémico oleoducto (…..) “Si Rusia inicia una invasión, es decir, cruza la frontera de Ucrania nuevamente con tanques o tropas, entonces no habrá más Nord Stream 2. Nos ocuparemos de eso”, dijo Biden.

Esas, las que pronunció Biden, fueron palabras que debería haber pronunciado Scholz, pues si no hay más Nord Stream 2. el país más afectado sería Alemania y no los EE UU. Que las hubiera dicho Biden habría mostrado la presión que ejerció Biden sobre su atribulado interlocutor. Scholz tendría la excusa de haber sido obligado a hacer concesiones a su colega en aras de la unidad de la Alianza Atlántica. Pero ¿una excusa ante quién? En esta pregunta yace el tema clave del problema.

Para buscar una respuesta hay que tener en cuenta que Scholz es el canciller de una coalición. Y bien, precisamente esa coalición no tiene una opinión positiva con relación a un compromiso más intenso de Alemania ante una eventual agresión de Rusia a Ucrania. A diferencias del ex Canciller Helmuth Kohl quien dictó los 10 puntos de la reunificación sin consultar a ningún partido político, incluyendo al suyo, o a diferencias de Merkel, quien cuando interactuaba con Obama, Trump o Putin emitía la opinión suya y de su gobierno -la SPD no podía más que acatar–, Scholz solo emite la opinión predominante de la coalición de la que su partido forma parte.

Quizás nunca vamos a saber lo que piensa Scholz. La política internacional de Alemania durante Scholz es la política de la coalición, y esa política a su vez, un resultado de la correlación de fuerzas a nivel nacional.

Por supuesto, en todos los países existe una relación entre política interna y externa. Al mismo Macron lo vemos haciendo política internacional con Rusia y a la vez tratando de perfilarse como líder de Europa frente a sus electores. El problema es que en la actual Alemania esa relación es demasiado estrecha. Y lo es hasta el punto de que podríamos afirmar que la política alemana hacia afuera es una prolongación de la política hacia dentro. Una política interna no solo sometida a las líneas de tres partidos, sino, sobre todo, a los vaivenes de la opinión pública, medida esta por semanales encuestas.

El pueblo alemán es soberano, y justamente porque quiere vivir en paz, no quiere, además de la pandemia, una guerra. Así de simple. Olaf Scholz acata la voluntad general en un sentido casi roussoniano. Ese no era el caso de Merkel. La canciller, cuando lo consideraba necesario, aún al precio de perder popularidad, no vacilaba en contradecir la voluntad general. Recordemos que cuando estalló la crisis migratoria, en lugar de cercar al país con alambradas como hicieron otros gobiernos, abrió las puertas de Alemania bajo la consigna, “lo lograremos”. Gracias a esa inolvidable acción, Merkel fue aclamada por el mundo entero. No así en Alemania donde fue criticada por la mayoría de los partidos, sobre todo por el suyo, la CDU. Eso es precisamente lo que no puede, o no quiere, o no sabe hacer Scholz. El nuevo canciller -dicho metafóricamente– es un prisionero político de la coalición que encabeza.

Cuando socialistas, liberales y verdes formaron la “coalición semáforo”, casi todo el mundo la saludó con optimismo y alegría. No era para menos. Las tres principales tendencias de la posmodernidad política -liberalismo económico, izquierdismo democrático y ecologismo social- se hacían cargo del gobierno del país más poderoso de Europa. Los socialcristianos pasaban a la oposición y con ello el centro político sería ocupado por cuatro partidos centristas. Qué mejor. Afuera del espectro hegemónico, los partidos extremos, la Linke y AfD. Solo había un obstáculo. Esa coalición era para gobernar en tiempos normales y pacíficos. Pero para tiempos anormales y no muy pacíficos –son los que estamos viviendo– no lo es tanto.

Gobernar en tiempos normales supone lograr acuerdos destinados a administrar la economía y la vida social de un país. En tiempos anormales, en cambio, sobre todos en aquellos en los cuales se cierne el peligro de amenaza externa, las decisiones deben ser rápidas y en directa consonancia con las instituciones supranacionales (la UE, la NATO, entre otras). Esto es justamente lo que no se está dando hoy en Alemania. Las instituciones nacionales (parlamento, partidos, organizaciones civiles, iglesias) tienen más peso en las decisiones externas que las instituciones internacionales.

Alemania está enfrentanda a la más grande crisis internacional vivida por Europa desde la caída del muro, utilizando criterios nacionales. Scholz queda así situado en la situación más incómoda para un gobernante: entre una Europa que está dispuesta a enfrentar unida, y si se diera el caso, militarmente, a las pretensiones imperiales de Putin, y una coalición de gobierno que ya decidió no prestar ayuda militar a Ucrania. Así se explica por qué Scholz hace en estos momentos lo que mejor sabe hacer: callar. Callar hasta tal punto que una decisión tan radical como la de amenazar a Putin con la posibilidad del cierre del Nord Stream 2, debió ser dicha por el gobierno de los EE UU., y en los EE UU. Insólito.

Scholz es el representante de una coalición predominantemente pacifista. En tiempos de paz, estupendo. En tiempos de guerra (o pre-guerra), un desastre. Por cierto, el pacifismo de los liberales no es el de los verdes, pero ambos partidos, situados en aceras ideológicas opuestas, han manifestado su oposición a embarcarse en defensa de Ucrania. La ayuda alemana deberá ser -ese es el consenso partidario- financiera, sanitaria, no militar y, sobre todo, simbólica, como enviar cascos a Ucrania o resaltar el hecho de que se envíen, a guisa de relevo, algunos soldados a Lituania donde no hay posibilidades inmediatas de lucha. Medidas que serían cómicas si las amenazas rusas a Ucrania no fueran trágicas.

El hecho es que la no participación de Alemania está abriendo una fisura peligrosa. “La Europa Unida no está tan unida como dice estarlo”, debe haber anotado Putin en su libreta. Pero al parecer Scholz no se da, o no quiere darse cuenta, de la magnitud del problema que ocasiona no ayudar militarmente a Ucrania. Nadie le ha dicho todavía que deponer las armas frente a un enemigo monolítico acelera las posibilidades de una guerra. Scholz y su coalición no han aprendido nada de la historia de Europa. Ahí reside la miseria del pacifismo alemán.

De los liberales Scholz no puede esperar apoyo a una política pro-NATO. Los liberales alemanes son liberales más económicos que políticos. En gran medida, FDP es el partido de los empresarios y banqueros. Desde la perspectiva de FDP, toda guerra es anti-económica. Y tiene cierta razón. El problema es que el conflicto con Rusia no es solo económico.

De la socialdemocracia tampoco hay que esperar una política favorable a la OTAN. Especulando con la posibilidad de una política socialdemócrata con respecto a Ucrania, Scholz viajó a Madrid a entrevistarse con Pedro Sánchez. Parece que no le fue muy bien. Regresó sin dar un solo comentario. España, sin hacer caso al “pacifista” Podemos, se ha alineado con la NATO.

La socialdemocracia alemana, ya está claro, no es la de los tiempos de Willy Brandt, cuando todavía podía presentarse como el partido de los trabajadores organizados. En materia internacional no está alineada con ninguna tendencia mundial. Al interior del partido coexisten diversas fracciones, desde una izquierda nostálgica, hasta una burocracia más administrativa que política, formada por gestores y burócratas. A ese último grupo pertenece Olaf Scholz. Putin ha logrado, además, cooptar a políticos socialdemócratas, a los que podríamos calificar lisa y llanamente como “putinistas”. Representante de ese grupo es nada menos que el ex canciller Gerhard Schroeder (Textual:“Putin es un demócrata mirado hasta con lupa”) miembro del directorio del consorcio ruso Gazprom. Al escándalo Schroeder habría que agregar entre varios, el caso de la presidenta del parlamento de Mecklenburgo-Pommerania, Manuela Schwessig, quien no se cansa de hacer propaganda a los pipelines de Putin.

Si de liberales y socialdemócratas no puede Scholz esperar una línea europeísta, mucho menos puede extraerla del Partido Verde. Como es sabido, los Verdes alemanes no solo representan a grupos ecológicos. Son también el partido de las identidades post-modernas, entre ellas, las feministas y, sobre todo, las pacifistas. Estas últimas pesan fuerte. La razón es que el pacifismo de los verdes dista de ser pragmático como el de los liberales. Por el contrario, es un pacifismo ideológico, ritualizado, con taras anti-norteamericanas y profundamente anti-político. Para colmo, la cartera del exterior está ocupada por la ex dirigente Annalena Baerbock, quien no posee experiencia en materias internacionales y por lo mismo se encuentra bajo influencia de los viejos mentores de su partido, entre ellos el dogmático Jürgen Trittin. Así se explica por qué Baerbock viaja a través de Europa repitiendo la misma frase de los pacifistas de ayer: “Hay que dar una oportunidad a la diplomacia”. Solo el actual líder del partido, Robert Habeck, deja deslizar de vez en cuando opiniones antagónicas a Putin, pero estas no pasan de eso: simples opiniones personales. Robert Habeck, hay que decirlo, no es Joschka Fischer, el único líder que ha logrado quebrar el rígido pacifismo de los Verdes.

En mayo de 1999, en el congreso del Partido Verde, Joschka Fischer pidió apoyo para declarar la guerra en contra del genocida de Serbia, Slobodan Milosovic. Sus palabras son consideradas como el mejor discurso político pronunciado en Alemania. Pleno de ideas, pero también de emociones, aún después de haber sido agredido físicamente, Joschka “dió vuelta a la asamblea”. Aún se recuerdan sus palabras. Cito un párrafo: “Y cuando dicen: ¡Dale una oportunidad a la diplomacia! Se hizo todo lo posible para llegar a un acuerdo a través de medios diplomáticos [...] Milosevic en su brutalidad, Milosevic en su radicalismo, Milosevic en su determinación de llevar a cabo la guerra étnica sin tener en cuenta a la población civil, para llevar esta guerra étnica a un fin... [ ...] Les digo: Esta política es criminal en dos sentidos: tomar como objetivo de guerra a todo un pueblo, expulsarlo mediante el terror, mediante la opresión, mediante la violación, mediante el asesinato y al mismo tiempo desestabilizando los estados vecinos - yo llamo a esto, una política criminal…”

Hoy, desde su retiro, Fischer ha vuelto a dirigirse a los verdes en un texto en contra de Putin tan emotivo como su discurso sobre Milosevic. Pero esta vez pasó casi desapercibido. El derrotado pacifismo de ayer se ha vengado en contra suya.

Visto así, Olaf Scholz no tiene más alternativa que navegar entre dos aguas, las de los partidos de su coalición y las de las instituciones europeas y transatlánticas. Ni de los primeros ni de las segundas puede prescindir. Sin embargo, Alemania necesita de Europa más que Europa de Alemania. Puede que en algún momento Scholz se vea obligado a decidir. Deberá hacerlo a favor de Europa y de Occidente. Repetir monótonamente "tenemos todas las opciones sobre la mesa" sin nombrar a ninguna, no lo podrá seguir haciendo durante mucho tiempo.

Hasta ahora Scholz se ha comportado como un simple gobernante local. Pero el momento histórico requiere de un estadista continental. Hay, en efecto, un margen en el que le está permitido prescindir de sus ligazones partidarias. Si no usa ese margen terminará por ayudar objetivamente a Putin, sumando otro desprestigio más a la mancillada historia de su país. Y para eso no fue elegido.

Navegar entre dos aguas -como experimentado político Scholz debería saberlo- solo se puede hacer durante un breve tiempo. A la larga, conduce al naufragio.

10 de febrero 2022

Polis

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Rusia, Ucrania y un artículo sobre otro artículo

Fernando Mires

Es difícil hablar de la condición humana, entre otras cosas porque no sabemos muy bien como es. Más bien parece que en vez de ser un “es”, es un “hacerse”. No lo digo solo porque estamos sometidos a las leyes de la evolución, como todas las especies animadas lo están. Lo digo porque estamos obligados a cambiar nuestros modos de ser en el curso del tiempo, so pena de vivir bajo una tradición perpetua.

No estamos regulados por nuestros instintos. La filosofía lacaniana (sí, filosofía) diría: lo estamos por nuestros deseos. Pero no es lo mismo. Nuestros deseos no siempre están determinados por instintos. Hay deseos que vienen de la razón. Desear leer a Quevedo o Neruda no es instintivo, es un deseo adquirido desde la razón comunicativa (Habermas). Lo que sabemos, porque así lo hemos constatado, es que a diferencia de la gran mayoría de los seres animados, la condición humana carece, para bien o para mal -más bien creo que para mal- de ese atributo que los biólogos llaman “solidaridad de especie”.

Los humanos matan a humanos. Luego, el hombre no es el lobo del hombre -como dictaminó Hobbes- pues los lobos no matan lobos. En cambio nosotros, desde Caín hasta nuestros días, no hemos dejado de matarnos unos a otros. Nunca han faltado razones: ya sea por el honor, por el amor, por la familia, por la patria, por la revolución, por dios o los dioses, por la libertad y la democracia, matamos.

Creo que fue Hannah Arendt quien dijo que siempre hacemos la guerra para alcanzar la paz pero nunca hacemos la paz para alcanzar la guerra. La paz, en efecto, no requiere de ninguna fundamentación. En cambio la guerra siempre debe ser fundamentada. Y aquí topamos con una segunda característica de la supuesta condición humana. Me refiero a nuestra capacidad de fundamentar. ¿Por qué fundamentamos a las guerras? La respuesta es sencilla: porque no hay guerras sin muertos, y no matar es la primera ley de la civilización humana.

Las guerras son asesinatos colectivos y para cometerlos debemos buscar muchas razones pues esas muertes colisionan con los mandamientos de todas las religiones y con la letra de todas las constituciones. Matar es un acto pre-religioso y pre-constitucional. Podríamos agregar también, pre-político. La guerra es una regresión a los orígenes de nuestra especie. Por lo mismo, la guerra, para ser fundamentada, requiere ser presentada como acto “civilizado”.

No faltan incluso quienes han escrito sobre el “arte de la guerra” (Sun Tzu es considerado un clásico). Otros, como Clausewitz, la han convertido en ciencia. Está claro: el arte y la ciencia son disciplinas post-civilizatorias. ¿Qué mejor entonces que una guerra artística o una guerra científica? Solo los que viven las guerras (¿habrá que leer de nuevo Sin Novedad en el Frente de Erich María Remarque?) saben que destripar a un ser humano es el acto menos artístico y menos científico que podemos imaginar. La hipocresía –una característica muy propia a la condición humana– parece no tener límites.

¿Por qué estoy escribiendo estas líneas? Puede que alguien se pregunte eso, pues yo mismo me lo estoy peguntando. La razón es la siguiente: Ella está conectada con un artículo del ex ministro de relaciones exteriores de Alemania, Joschka Fischer (a mi juicio, el más brillante que ha tenido Alemania en toda su historia) donde nos dice sin anestesia una verdad que no queremos ver ni oír, la de que, independientemente a que haya guerra o no, estamos al borde de una guerra de connotaciones continentales y tal vez mundiales.

Cito a Fischer: “Todavía no lo sabΩemos, pero los hechos apuntan de manera abrumadora a una guerra inminente. Si eso llegara a ocurrir, las consecuencias para Europa serían profundas, cuestionando el orden y los principios europeos - renuncia a la violencia, a la autodeterminación, la inviolabilidad de las fronteras y la integridad territorial- sobre los que se ha basado desde el fin de la Segunda Guerra Mundial”. Y agrega, más adelante: “El centro de la crisis actual se encuentra en el hecho de que la Rusia de Putin se ha convertido en una potencia revisionista. No solo ya no le interesa mantener el statu quo, sino que está dispuesta a amenazar e incluso usar la fuerza milita para cambiarlo a su favor”.

Joschka Fischer no vacila en personalizar: la causa y el origen de la agresión que se cierne sobre Europa, tiene un nombre: Vladimir Putin. “Putin quiere que la OTAN abandone su política de puertas abiertas, no solo en Europa del Este sino también en Escandinavia”. Europa, en síntesis, está amenazada por Putin. Se trata, dice Fischer, de una “amenaza existencial”. Según el ex ministro, lo que hoy está en juego es el destino de un estado soberano, Ucrania, miembro de las Naciones Unidas y del Consejo de Europa. Si Rusia anexa a Ucrania, mañana lo hará con los estados post-soviéticos (cuando escribo estas líneas el autócrata húngaro, Viktor Orban, se encuentra junto a Putin en Moscú) ¿“Qué más tiene que pasar para que los europeos despierten ante los hechos”? - pregunta Fischer angustiado.

¿Joschka Fischer desea una guerra? De ningún modo. Todo lo contrario. Lo que está exigiendo a Europa es la disposición de oponerse al proyecto bélico de Putin sin dilaciones, arriesgando, si fuera necesario, un conflicto armado.

Fischer conoce a Putin. Lo conoce personalmente. Sabe lo que Putin también sabe: que Rusia no puede jamás ocupar un lugar hegemónico sin recurrir a la violencia. El poder que quiere alcanzar Putin no es el de la hegemonía cultural, o el del convencimiento, sobre los gobiernos europeos. Tampoco es el poder de los argumentos. El de Putin es un poder asociado al uso de la violencia. Por ese motivo, Fischer está convencido de que Putin nunca va abandonar sus proyectos de dominación mediante la vía diplomática, como no se cansa de repetir la, a todas luces inexperta, ministro de relaciones exteriores de Alemania, Annalena Baerbock.

Putin no entiende la fuerza de la razón. Solo entiende la razón de la fuerza. Por eso, piensa Fischer, Alemania debe revisar todos los proyectos energéticos que le permitan a Putin ejercer chantaje sobre ese país. Alemania debe armarse, lo dice sin dilaciones. “Considerando la magnitud de las amenazas actuales ¿de verdad sigue siendo un problema la promesa del gobierno alemán saliente de destinar al menos un 2% del PIB a la defensa? ¿O es ahora más importante que el gobierno alemán haga un anuncio claro y preciso acerca de su compromiso con el apoyo a Ucrania y la defensa de los propios europeos? Eso enviaría un mensaje del que el Kemlim no se podría desentender. Pero el tiempo se acaba”

Sobre el defätismus (derrotismo) de la política exterior alemana puede ser que escriba otro artículo. Por el momento solo cabe consignar que las palabras de Joschka Fischer no se prestan a muchas interpretaciones. Para que no ocurra una guerra hay que hacer retroceder a Putin, punto. En ese tema el ex ministro es consciente de que no pocas veces la historia está decidida por una o muy pocas personas. Desde mi visión de los procesos históricos, pienso que tiene razón. ¿Habría estallado la segunda guerra mundial si no hubiera existido Adolf Hitler? Esa es una pregunta hecha en tiempo condicional y por lo mismo no puede ser respondida por nadie. Pero no por eso es menos pertinente.

La Segunda Guerra Mundial no fue el producto de una “necesidad histórica”. Si ocurrió, con todas sus funestas consecuencias, fue porque un grupo de hombres, con Hitler a la cabeza, decidió que ocurriera. Entiéndase bien: no estamos comparando a Putin con Hitler. No queremos hacer tampoco ninguna analogía histórica -todas son falsas-. El tiempo, las circunstancias, las personas del ayer, son realidades muy distintas a las de nuestros días. Sin embargo, para volver al comienzo del presente artículo, tampoco podemos dejar de pensar sobre una situación inquietante; y ella nos dice: Putin no está sometido a ninguna ley. Solo conoce el poder de la fuerza. Todo lo demás, frente a ese poder, es subalterno.Sin leyes que rijan nuestra conducta, los humanos podemos ser el más salvaje animal de la naturaleza, decía Kant. Las leyes, ordenadas en una constitución, constituyen (en sentido literal) a las disposiciones de la moral natural, pensaba el gran filósofo. Las necesitamos para vivir con los unos y con los otros. Basta observar que los maleantes, aún viviendo fuera de la ley, se ven obligados a inventar códigos de honor para reglamentar y ordenar su oprobiosa vida. Fuera de la ley está la locura, la que por ser locura, siempre será transgresora. La posibilidad inquietante, y es la que observa Fischer en Putin, es que un dictador o un autócrata, al estar situado por encima de las leyes, puede alcanzar el punto en que su palabra se convierta en ley como sucedió en el pasado con Hitler y con Stalin. ¿Pertenece Putin a ese siniestro linaje? Al menos, en el interior de su país, sí. La larga lista de asesinados por “razones de estado”, es una prueba entre tantas. Que la ausencia de ley la haga extensiva Putin fuera de sus fronteras, dependerá de la resistencia de las naciones democráticas, sobre todo las representadas en la NATO. Esa es la opinión terminante de Joschka Fischer.

Debemos tener en cuenta, además, que Putin no es un gobernante aislado. En la práctica no hay dictador o autócrata en el mundo que no le dé su apoyo. Eso lleva a pensar que luchar en contra de gobernantes anti-democráticos también es luchar en contra de Putin. Por lo mismo, luchar en contra de Putin es luchar en contra de esos gobernantes. Los límites que separan a la política internacional de la nacional son mucho más traspasables de lo que generalmente se piensa.

Las naciones democráticas de Europa han vivido mucho tiempo sin guerras. Tanto, que ya muchos europeos no conciben un mundo con guerras. Europa, por lo menos a nivel continental, creía haber realizado el ideal kantiano de “la paz perpetua”. Pero mantener ese ideal, he aquí la enorme paradoja, hay que mostrar una abierta disposición a defender esa paz. No vivimos todavía -es la cruel deducción– en una era post- bélica. Los fantasmas del sangriento pasado continúan vivos. Putin es uno de ellos. Su visión de la historia y de la vida, es arcaica, pero a la vez muy actual.

Para decirlo con las palabras de un gran revolucionario ruso, Leo Trotzki, “el desarrollo histórico es desigual y combinado”. Desigual, porque no se da en todas las naciones a la vez. Combinado, porque hasta las naciones tecnológicamente más desarrolladas –Rusia es una de ellas– arrastran consigo rémoras de un pasado histórico que no quiera ser pasado.

Putin viene del más oscuro pasado de Rusia, pero a la vez, de un pasado que es presente. A ese pasado, nos alerta Joschka Fischer, no hay que dejarlo avanzar para que no se convierta en futuro. A Putin hay que frenarlo. Ha llegado el momento.

Para leer el artículo de Joschka Fischer: https://polisfmires.blogspot.com/2022/02/joschka-fischer-ucrania-y-el-fu...

3 de febrero 2022

Polis

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En Ucrania no solo está en juego Ucrania

Fernando Mires

Hemos escuchado que estamos en una situación de pre-guerra. Si es así, tenemos que convenir en que toda pre-guerra pertenece a una guerra, vale decir, a un periodo donde se establecen las condiciones de la guerra la que, como toda guerra, intenta dirimir por la fuerza un conflicto que no puede ser resuelto mediante el uso de la razón diplomática. De tal manera que, por el momento, estamos presenciando una guerra diplomática, o si se prefiere, la fase diplomática de una guerra militar. Cabe preguntarse entonces cuáles son las razones de la guerra y sobre todo por qué el actor principal, en este caso Putin, ha elegido justo estos momentos para caminar por el sendero que conduce a la guerra, tenga esta o no lugar.

Las razones parecen evidentes: Putin busca anexar Ucrania a Rusia, y si las condiciones no son del todo favorables, una parte de Ucrania (la controlada militarmente por el movimiento pro-ruso en Donetsk y Lugansk ya la domina). Los orígenes de la guerra hay que encontrarlos entonces en la política expansionista del gobierno ruso. Dicha política a su vez, tiene sus orígenes en una mitología que dice así: Ucrania, como todo el mundo euroasiático pertenece, cuando no a la dominación, por lo menos a la hegemonía rusa. Todos los que se opongan a la expansión rusa deben ser considerados enemigos de Rusia. Y en este momento, para Putin, sus enemigos fundamentales son las democracias occidentales, sobre todo las europeas y norteamericanas.

Putin aparece así como el máximo representante de una contrarrevolución anti-occidental y anti-democrática desplegada a nivel mundial. Esa la razón por la que ha logrado unir en su torno a la gran mayoría de los gobiernos, movimientos y partidos anti-democráticos del mundo, sean estos autoritarios como los de Hungría, Polonia o Turquía, o dictaduras poscomunistas como la de China y Corea del norte, o militares como las de Cuba y Siria, o teocráticas como las de Irán, o simplemente autocracias mafiosas como las de Bielorrusia, Nicaragua, Venezuela. En Ucrania, se quiera o no, está siendo dirimido el tema de la contradicción fundamental de nuestro tiempo: la que separa al mundo democrático del antidemocrático.

¿Por qué ahora y no antes o después moviliza Putin a más de 100.000 soldados hacia los límites con Ucrania? Pues, porque ha encontrado su momento. No de atacar –de hacerlo lo habría hecho por sorpresa y de un zarpazo como cuando anexó Crimea en 2014- sino de hostigar al bloque occidental. Ucrania es el objetivo final de su actual estrategia aunque puede que no sea el principal. La fase actual está dirigida a desorientar y dividir a sus dos enemigos fundamentales. El enemigo geográfico formado por las democracias europeas, y el enemigo político-militar representado por EE UU. De hecho lo ha conseguido. Ha mostrado a todo el mundo como la Alianza Atlántica se encuentra dividida en dos fracciones: los “negociadores” (Alemania y Francia) y los “intervencionistas” (EE UU y Gran Bretaña)

No se puede negar que Putin se encuentra bien posicionado. De hecho está jugando un juego de ganar o ganar. Lo que más le interesa es desorientar al enemigo. Lo que está haciendo, y parece que pocos se han dado cuenta, es llevar a cabo una masiva operación de desgaste. No pudo haber escogido un momento mejor. Después del retiro de tropas de Afganistán, la política internacional de la alianza occidental se encuentra totalmente desorganizada. Si a ellos sumamos una Europa concentrada en combatir a la pandemia -de hecho Putin ha sabido hacer del Covid un gran aliado- lo demás viene solo. Ya las bolsas de los países europeos están experimentado estrepitosos bajones. La inflación se ha disparado. Hay asomos de miedos e histerias colectivas. Lo menos que quiere la ciudadanía europea es embarcarse en una guerra de connotaciones globales y de proyecciones indescifrables, y en ningún caso padecer frío bajo un devastador invierno como consecuencia del cierre de la llave del gas ruso.

Por si fuera poco, las dos naciones que comandan el bloque europeo, Francia y Alemania, se encuentran políticamente trabadas. Macron encara un difícil proceso electoral. Y en Alemania, su nuevo gobierno no quiere estrenar su mandato con una guerra. De ahí que los gobernantes de los dos países se han puesto de acuerdo para entonar la misma melodía. “Diplomacia sí, intervención no”. Cuando más, repiten como papagayos, “si Putin invade Ucrania, Rusia sufrirá terribles sanciones”. Nadie dice cuáles serán, pero todos sabemos lo poco que sirven las sanciones en política internacional, mucho menos si se trata de amedrentar a un gobernante que tiene como aliados económicos a países como China, Irak y Turquía. Una guerra económica nunca podrá asustar a Putin. Y una militar, frente a un bloque dividido, tampoco.

En estos momentos Putin, hay que decirlo, está infligiendo una fuerte derrota a las democracias occidentales. Ucrania, ocupada o no, pasa a ser un detalle secundario al lado de la magnitud de esa derrota. La humillación de las democracias occidentales frente al desafío ruso podría ser el gran triunfo destinado a coronar su aventurera carrera política.

En el contexto de la pre-invasión, el espectáculo más triste es el que está dando Alemania. No es para menos. La nación hasta hace poco considerada locomotora económica de Europa, ha demostrando que, en los niveles militares y políticos no pasa de ser un destartalado vagón de carga.

Alemania es un país que arrastra una gran culpa histórica, dicen siempre sus filósofos e historiadores. Ahí reside precisamente gran parte del problema. Bajo la influencia del izquierdismo pacifista y de las corrientes humanistas cristianas, prima en Alemania un discurso que puede llevar al país a la indefensión frente a sus enemigos. Desde ese prisma, la "buenista" lección extraída de su tortuoso pasado no puede ser más abstrusa. En lugar de haber sido levantada una política de animadversión en contra de países gobernados por regímenes antidemocráticos como fue el hitleriano, los gobiernos han seguido la consigna de un “abajo las armas” digna más bien de ordenes conventuales que de países enfrentados a enemigos antidemocráticos, expansivos e incluso imperiales, como Rusia. Situación irrisoria. Cuando el gobernante ucraniano Zelenski pidió a Alemania ayuda militar, Alemania le ofreció dinero para comprar medicamentos. Además, cascos militares (!!).

Si a la falsa lectura de su propia historia agregamos la facilidad con que Alemania ha entregado llaves estratégicas a Rusia -como la dependencia del gas- gracias a la irresponsabilidad e incluso venalidad de sus políticos, completamos un cuadro deplorable. Solo el hecho de que un ex canciller como Gerhard Schroeder, no habiendo pasado siquiera un mes del cese de su cargo, hubiera asumido el rol de consejero de la empresa Gazprom ligada directamente al gobierno ruso, es propio a una república bananera y no a un país que busca ocupar un lugar hegemónico en la arena continental.

Negocios son negocios y política es política dirá la Realpolitik. Precisamente, de eso se trata, podríamos responder. En Alemania no ha sido lograda la separación entre economía y política. Más bien ocurre lo contrario: la política, sobre todo la internacional, depende de la economía, y la economía, de países gobernados por anti-demócratas como Putin.

Naturalmente, hay que mantener relaciones comerciales con todos los países, más allá de ideologías políticas. Pero hay áreas estratégicas que lisa y llanamente no deben ser entregadas a gobiernos que, debido a tradiciones y formatos antidemocráticos pueden llegar en cualquier momento a convertirse en enemigos. De esa fatal dependencia económica, el gobierno de Merkel arrastrará una cuota de responsabilidad. Los grandes méritos de la gobernante no podrán ocultar esa mancha, máxime si Merkel no podrá negar que no fue advertida, incluso desde su propio partido (entre algunos, por el internacionalista Norbert Röttger).

Un país como Alemania no puede depender de la energía de un producto estratégico controlado por una autocracia. Ceder a Putin el monopolio sobre el gas fue una decisión tanto o más peligrosa que entregar la producción de energía atómica a consorcios privados de los cuales Alemania está intentando todavía liberarse. La lección nunca aprendida, la que dice que entre países democráticos jamás ha habido guerras a diferencia de los países no democráticos contra los que siempre habrá guerras, hay que volverla a estudiar.

Visto en perspectiva histórica, Ucrania más que ocupada puede llegar a ser negociada. Solo esa negociación sería un triunfo para Vladimir Putin. Pero antes que nada sería la más terrible derrota política experimentada por la comunidad democrática europea desde la segunda guerra mundial. La capitulación del occidente político mostraría al mundo entero la vulnerabilidad de sus miembros frente a potencias no democráticas. Significaría, sin más ni menos, ceder a Rusia y después a China un rol político dominante en el concierto mundial y así renunciar a uno de los principios más caros que dieron origen a las Naciones Unidas, el de la autodeterminación de las naciones.

Si el mundo democrático cede ante Putin, sentará un peligroso precedente. ¿Quién podrá oponerse si Turquía hace y deshace con los kurdos e incluso con los armenios? ¿O si la extrema derecha israelí reclama derechos “bíblicos” en territorios palestinos? ¿O si China extermina a los uiguren? (solo para nombrar algunos casos conocidos). No nos engañemos: si Rusia negocia y /o ocupa Ucrania terminará por imponerse una suerte de darwinismo geopolítico, el derecho de los más fuertes a someter a los más débiles. El regreso al siglo XlX con las armas del siglo XXl.

No podemos seguir ocultando el hecho objetivo de que las naciones democráticas han pasado a la defensiva. Razón de más para que unan sus fuerzas y elaboren nuevas estrategias no solo militares sino también políticas frente a las futuras contiendas con regímenes antidemocráticos. Las libertades ganadas en las luchas en contra del nazismo y del comunismo no deben ser abandonadas. No podemos permitir que las espartas arrasen con las atenas.

A un lado la economía digital-esclavista china. Al otro, el bárbaro militarismo ruso. Occidente, el democrático, no está en condiciones de enfrentar ambas potencias a la vez. Hay que aprender a dividirlas, a establecer alianzas con una u otra, de acuerdo a las circunstancias que se den en la política internacional. Pero para que eso sea posible, deberá nacer una nueva solidaridad entre las naciones democráticas del planeta.

Lo que está en juego en Ucrania no es solo Ucrania sino la sobrevivencia de principios y valores heredados de la era de la Ilustración. Entre ellos, los más inalienables, los derechos humanos, los mismos que son pisoteados por Putin en su propio territorio, en las frías cárceles de Siberia o en la largas listas de opositores asesinados. Todos somos Ucrania debería ser el grito de nuestro tiempo.

28 de enero 2022

Polis

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Notas sobre la expansión territorial rusa

Fernando Mires

Para nadie es un misterio que Rusia, gracias al comando de Putin, se encuentra en intenso proceso de expansión territorial. No está claro si el objetivo será la reconstrucción de un imperio euroasiático, como pronosticó en 1997 Zbigniew Brzeziński, o si ese imperio trascenderá la forma euroasiática para convertirse en una réplica territorializada de lo que fue la URSS, posibilidad considerada por el mismo autor.

Revisando los tres últimos libros que escribiera Brzeziński, El poder mundial único (1997) La segunda chance (2007) y Visión estratégica (2012), se observa en quien fuera consejero de Lyndon Johnson, Jimmy Carter y Bill Clinton, la configuración de fases estrechamente ligadas a los tres periodos en que escribió esos libros.

El primero de los citados es un libro muy optimista. Cuando fue escrito, después de la caída del comunismo, EE. UU. parecía no encontrar rivales opuestos a su hegemonía mundial. No obstante, Brzeziński ya alertaba sobre un peligro en potencia: la disgregación del espacio euroasiático o, justamente lo contrario, su proyección como fuerza geopolítica mundial bajo la batuta imperial rusa.

Para que la segunda opción fuera real, era necesario –según Brzeziński– que EE. UU. trabajara en estrecha colaboración con la Rusia poscomunista, lo que a su vez suponía que Rusia continuaría el proceso de democratización y occidentalización impulsado por Gorbachov y Yelsin. De más está decir, el proyecto de Brzeziński no ha sido realizado. Por lo menos, no en su totalidad.

Estamos efectivamente presenciando la reconstrucción de una potencia euroasiática dirigida por Rusia, pero no en cooperación sino en contraposición a los intereses de los EE. UU. y sus aliados europeos.

Para que esa visión hubiera sido realidad eran necesarias algunas condiciones a tener lugar en Europa. La primera, un bloque sólido europeo dirigido por Francia y Alemania (de modo premonitorio Brzeziński dejó afuera a Inglaterra). Esa condición se ha dado solo en parte.

La conducción franco-germana en la UE es inobjetable, pero el bloque que ambos conducen está lejos de ser sólido. La creación de un frente político-militar entre una Europa unida y los EE. UU. fue, como es sabido, interrumpida brutalmente por Trump, quien enfiló directamente en contra del que había sido el pilar más robusto de la Guerra Fría: la Alianza Atlántica y su expresión orgánica, la OTAN. Ambas se encuentran en estado de precaria reconstitución durante Biden, lo que no ha pasado por alto a esos ojos de lince que tiene Putin.

Una segunda condición, quizás la determinante, era la disposición occidentalista de Rusia de la que Brzeziński comienza a despedirse en su libro Segunda chance. Allí acusa directamente a la administración Bush Jr. de haber dilapidado en guerras absurdas, sobre todo con la destrucción de Irak, las pretensiones hegemónicas de los EE. UU.

Mirando los acontecimientos en retrospectiva, Brzeziński tenía razón. La guerra contra Irak no solo destruyó a uno de los países más modernos del Oriente Medio, además construyó el camino para que a Rusia le fuera abierta una zona geopolítica que hasta entonces había estado cerrada en la región.

El apoyo irresoluto de los EE. UU. a los movimientos que dieron origen a la Primavera Árabe (2011) creó las posibilidades para que la Rusia de Putin, en nombre de la lucha en contra del terrorismo que emergía desde las ruinas de Irak, convirtiera a Siria en un protectorado militar al servicio de la política de Rusia, no sin antes aplastar a sangre y fuego a la rebelión democrática de ese país, levantada en contra del dictador Bashar al-Ásad. Con la anexión militar de Siria, los apetitos de Putin dejaron de ser solo regionales y pasaron a ser globales.

En su último libro Visión estratégica: América y la crisis del poder global, Brzeziński, a diferencia de sus anteriores libros, escribe en un tono defensivo. Evidentemente, ha comenzado a pensar en el descenso global de los EE. UU., descenso que arrastra consigo a todo el Occidente político. La diferencia es que esta vez introduce, como factor dominante, la presencia de China.

Las tareas para evitar el descenso completo de los EE .UU. frente a la emergencia de China, la ve Brzeziński nuevamente en una suerte de triple alianza entre EE. UU., Europa y Rusia (y Turquía) coordinando el espacio euroasiático. Como es sabido, las últimas recomendaciones de Brzeziński serían tomadas muy en serio por Donald Trump.

El gobierno de Joe Biden, por el contrario, intenta volver la página hacia la era pre-Trump. Su discurso puede resumirse así: China es un competidor económico. Rusia, en cambio, ha sido reconstituida como una potencia militar cuyas ambiciones territoriales parecen ser insaciables.

Las condiciones para los EE. UU., si pensáramos desde la perspectiva de un cuarto libro que nunca Brzeziński escribió, no pueden ser peores. EE. UU. no está en condiciones de continuar su juego aliancista con Rusia, el espacio euroasiático ha sido vaciado de todo control norteamericano, y Putin avanza a paso de vencedor hacia los límites que separan a Rusia con Ucrania, la guinda de la torta euroasiática.

Como dijera el mismo Brzeziński en una entrevista concedida en 2015 a la publicación alemana Tagespiegel: «Sin Ucrania, Rusia no puede ser un imperio». Y aquí agregamos: y sin imperio, Putin no puede ser Putin.

¿Qué hacer? Hay dos posibilidades. ¿Dar libertad a Putin para que continúe su camino de anexión y luego, concluida su obra, vuelva a ser otra vez un aliado de Occidente (como soñó Brzeziński y como se disponía a creerlo Trump) en contra de China? ¿U oponerse con todos los medios posibles a que el jerarca ruso culmine su obra geopolítica en Eurasia? Son, como se ve, dos caminos contrarios. Entre esos dos caminos no hay ninguna vía intermedia. Y, lo que hace más difícil una decisión, para ambos caminos hay argumentos atendibles.

Miremos el primer camino: los argumentos que hablan a favor de dejar el campo libre a Rusia para que se apodere de Ucrania son diversos pero conectables. Ucrania ha pertenecido durante siglos al «espacio vital» de Rusia es un argumento de Putin que goza de cierta aceptación en los medios de opinión neo-nacionalistas occidentales. Para otros observadores, la reanexión de Ucrania no aumentaría el poder geopolítico sino, más bien, contribuiría a un debilitamiento económico de Rusia. Por de pronto, Rusia tendría que vivir permanentemente acosada por movimientos de liberación nacional en su periferia, sobre todo en las grandes ciudades de los países anexionados, donde la impronta antirrusa y prooccidentalista es más marcada que en las zonas agrarias.

Si a ello sumamos el hecho de que Rusia está condenada a enviar todas las semanas tropas a Bielorrusia, a Georgia, a Chechenia, a Azerbaiyán, a Taykistian, y como hemos visto recientemente, a Kazajistán, Putin se metería en su “»propio invierno ruso».

Ningún imperio, es la razonable opinión que cursa en Europa, menos uno con crecientes problemas económicos como Rusia, se encontraría en condiciones de resistir de modo permanente el acoso de tantas naciones rebeldes, aun al precio de convertir a todo el espacio euroasiático en una carnicería internacional (no negamos que Putin pueda hacerlo). En breve: para quienes defienden el camino de la no intervención, Putin es un gigante, pero con pies de barro.

La posición contraria tampoco carece de argumentos. Si Rusia es convertida en la cabeza de una Eurasia militarizada, pronto intentará alargar sus tentáculos hacia Europa del Este y hacia los países bálticos, si no para apoderarse de ellos, para mantenerlos por lo menos dentro de una subzona de influencia (sobre esa segunda posibilidad escribiremos pronto una nueva nota).

Hay que cerrar el paso a Rusia y eso pasa por impedir que Ucrania caiga en los brazos de Putin, parece ser por ahora la divisa de Biden. Pero para que ello sea posible, Biden requiere del concurso de Europa occidental y así dejar claro a Putin que la comunidad de naciones democráticas está decidida a bloquear su avance imperial, cueste lo que cueste. Pero de esa decisión –hay que decirlo– la mayoría de los gobiernos europeos están muy lejos. Siguiendo el estribillo del gobierno alemán, corean que el «problema» solo se puede solucionar de modo diplomático. Putin debe reír cuando los escucha. Y Zelenski debe llorar. El presidente ucraniano, casi al borde de la desesperación, pide armas para detener la invasión en cierne. Alemania niega ese camino. Francia duda.

Como es posible deducir, las dos alternativas, entregar Ucrania a Rusia o defenderla con decisión, son posibles. Lo que no es posible es no tomar ninguna alternativa. Tampoco es posible intentar tomar las dos al mismo tiempo y mucho menos intentar un camino intermedio (algo así como un poco de paz y un poco de guerra)

Hay que destacar por último que ambas alternativas tienen que ver con China. En caso de aceptar EE. UU. el avance de Rusia, Occidente se vería obligado a recabar la ayuda de China o, por lo menos, garantizar su neutralidad, a fin de impedir una segunda era de expansión global del imperio Putin.

La segunda, la vía militar, también requiere de la neutralidad de China y por cierto de fuertes concesiones a su hegemonía económica (en el fondo, la única que a China interesa). Desde esa perspectiva, el futuro geopolítico de los EE. UU. estaría en manos de China.

A menos, y esta sería una tercera variante, que las próximas elecciones norteamericanas sean ganadas por el nacional-populismo de Trump. En ese caso, Rusia tendría todos los caminos libres para continuar alegremente su expansión territorial bajo la condición de que se convirtiera en aliado disuasivo de los EE. UU. frente a China. El problema es que esa solo es una posibilidad. Y Putin, ya lo sabemos, no apuesta a posibilidades. Más todavía si ha observado que, aún sin tener un aliado como Trump, está mejor posicionado que los EE. UU. frente al tema Ucrania.

Borrascosas se ven las nubes que avanzan hacia Occidente. No sacamos nada con mirar hacia el lado.

Twitter: @FernandoMiresOl

Fernando Mires es (Prof. Dr.), fundador de la revista POLIS, Escritor, Político, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol.

Venezuela después de Barinas: entre la ilusión y la política

Fernando Mires

1. Raro pero interesante: las elecciones regionales venezolanas del 21-N no suscitaron interés en la prensa internacional. Cuando más una noticia en letra chica señalando que los contingentes del “socialista” Maduro habían derrotado a los “conservadores” (así entienden la política latinoamericana los diarios europeos). En cambio, las elecciones del 9-D en Barinas fueron cubiertas de un modo casi tan extenso como el avance de Rusia a Kazajistán. “Notable”, diría el historiador Elías Pino Iturrieta.

¿Cómo explicar tamaña discordancia? Quizás por la misma razón por la que los venezolanos concentraron en esas elecciones una enorme atención. La explicación es obvia: en un país donde se concede tanta importancia a los símbolos, la contienda electoral de Barinas debía ser muy simbólica. Para ambas partes. Barinas es la tierra de Chávez (y de la familia Chávez).

El triunfo sorpresivo de Freddy Superlano (VP) sobre Argenis Chávez, fue considerado por el PSUV como una afrenta a la memoria del líder totémico, y como tal debía ser vengada. De acuerdo a la religión chavista, la “tierra santa” había sido ocupada por los infieles. Y bien, como es sabido, la lucha por la apropiación de símbolos la ganó la oposición y su candidato Sergio Garrido (AD) con un aplastante 55 por ciento en contra del 41 por ciento obtenido por Jorge Arreaza, candidato del PSUV.

Aparentemente una victoria espectacular pero simbólica. Y así y todo, muy importante si consideramos que la lucha política tiene una dimensión simbólica. Más todavía si pensamos que la lucha por la apropiación de símbolos, dicho en estilo gramsciano, no está separada de la lucha por la hegemonía. A esa deducción podríamos agregar que los resultados abren nuevas condiciones, pero no para el gobierno sino para la oposición. La más clara, la más objetiva, la más real, fue que las elecciones no solo significaron una derrota simbólica del madurismo, sino una derrota de la línea abstencionista representada por Guaidó y su guía espiritual Leopoldo López: El fin del mantra que relegaba a las elecciones a un tercer lugar después de una fantasiosa caída de Maduro y de un imaginario gobierno de transición.

Los tiempos de Guaidó ya no pertenecen al presente. Atrás quedaron las ayudas sanitarias insurreccionales (Cucutazo), los desembarcos playeros (Macuto), los intentos de golpe de estado (30A, 2019), los drones artesanales, la promesa de una invasión extranjera nacida de la frivolidad de Trump y de sus diletantes expertos, y de cuanta locura pasó por VP, PJ y AD.

Cuando fueron dados a conocer los resultados, los mitos abstencionistas “votar no es elegir”, “no las llames elecciones”, “no con este CNE”, “quien cuenta votos gana” y tantos más, se vinieron al suelo. Barinas demostró de nuevo lo que las elecciones parlamentarias del 2015 ya habían demostrado: cuando hay claridad de objetivos, unidad política y participación masiva, no hay fraude posible.

En secuencia historiográfica, no fue Barinas la que liquidó el proyecto insurreccional de López y sus secuaces. Este ya había colapsado. Como escribió el economista Francisco R. Rodríguez: “La legitimidad de la presidencia de Guaidó es endeble, tanto legal como políticamente. Nunca ganó una elección nacional, su mandato como legislador expiró hace más de un año y sus cifras de aceptación en las encuestas son tan bajas como las de Maduro. Su interpretación de la Constitución es muy controversial, especialmente después de que expiró el mandato de cinco años de la Asamblea Nacional, el 5 de enero de 2021. La administración de fondos públicos bajo su responsabilidad ha sido objeto de intensas críticas, incluso por parte de los principales miembros de su coalición, por su falta de transparencia y los escándalos de corrupción en el manejo de compañías estatales en países que lo reconocen como presidente”.

El gobierno interino de Guaidó ya estaba en pleno descrédito antes de Barinas. Barinas solo lo evidenció. Gracias a esas elecciones, la oposición está ahora en condiciones de regresar a la línea que nunca debió haber abandonado: la democrática, constitucional, pacífica y electoral. Esa línea será, sin duda, un punto de partida: Un nuevo comienzo.

2. El camino que sigue es difícil de transitar, más si tenemos en cuenta que la de Barinas será la última elección antes de las presidenciales del 2024. Sin otras elecciones a la vista, las tendencias regresivas pueden retornar en cualquier momento. La oposición democrática ha obtenido una batalla en contra de Maduro y del abstencionismo de López/Guaidó. Pero todavía está lejos de ganar la guerra. La línea electoral es solo parte de una política que la trasciende y no una política en sí. De modo que si no hay elecciones ad portas, los otros tres puntos cardinales de la brújula opositora seguirán vigentes: el democrático, el constitucional y el pacífico.

El punto democrático supone representar al pueblo en las instituciones. Tarea difícil pues las principales están en manos del gobierno y por lo menos dos de ellas fueron regaladas por la oposición a Maduro. La presidencia le fue regalada por el abstencionismo del 2018, capitulación determinada por la incapacidad de la oposición para designar un candidato único. El parlamento (la AN) le fue regalado por el interinato. Difícil encontrar en el mundo una oposición tan generosa con el adversario como ha sido la venezolana.

Para decirlo con palabras más claras: Maduro no ha usurpado ningún poder. Todos los poderes que maneja los recibió de una oposición usurpada por el extremismo opositor. De la aceptación de esa verdad objetiva, deberá partir la oposición. Maduro, desde ese punto de vista, no es un usurpador. Su acceso al poder frente a una oposición que se negó a votar, fue legítimo y legal.

La lógica más elemental indica que toda oposición debe votar por un gobierno con el objetivo de derrotarlo. Pero para derrotar al enemigo hay que reconocer su existencia. Ahora bien, reconocer a Maduro para derrotarlo pasa necesariamente por el desconocimiento del interinato como gobierno paralelo. Eso significa: para derrotar electoralmente a Maduro, la oposición debe deslindase del gobierno interino (que no es gobierno ni interino). Esa, a su vez, es la razón principal por la cual el interinato se ha opuesto hasta ahora a la vía electoral pues de acuerdo a los tres pincipios de López/Guaidó, nació como organismo destinado a dirigir una insurrección popular en contra de, según ese discurso, una dictadura.

Al votar masivamente en Barinas, la oposición rompió aparentemente con el lema “en dictadura no se vota”. Pero solo aparentemente, porque el lema en parte es cierto. En dictadura, generalmente, no se vota. Pero no se vota porque la gente no debe o no quiere votar, sino porque toda dictadura, por definición, suprime al voto. ¿Quiere decir entonces que la de Maduro no es una dictadura? Efectivamente; desde el punto de vista constitucional no lo es. Este tema merece un comentario adicional.

El gobierno de Maduro no ha tenido, nadie lo puede negar, un comportamiento democrático. Hay cárceles, hay torturas, hay permanentes violaciones a los derechos humanos, todo denunciado en los informes que desde la ONU ha emitido Michelle Bachelet. Pero –y este es un punto teórico- no todo gobierno anti- o no-democrático es una dictadura. Por eso la mayoría de los analistas internacionales prefieren definir al de Maduro como gobierno autocrático, o simplemente autoritario. Quizás esas mismas razones explican por qué Teodoro Petkoff se negó siempre a calificar al gobierno de Chávez como a una dictadura.

Como hemos anotado en otros artículos, el de Maduro es equivalente a otras autocracias similares. Las más parecidas son las que rigen en países que bordean a la Rusia de Putin. Se trata de gobiernos que contienen en sí elementos dictatoriales, pero también otros que sin ser democráticos, son al menos republicanos. Dependiendo de las circunstancias, si una oposición busca una confrontación violenta, esos gobiernos muestran sus dientes dictatoriales. Pero cuando la oposición actúa políticamente, no tiene más alternativa, en muchas ocasiones, que actuar también políticamente. Ahora bien, la tarea de una oposición política y no militar, obvio, es llevar a los gobiernos anti o no democráticos, al enfrentamiento político (al cual pertenecen las elecciones) y no al militar. Solo a un ser tan antipolítico como Leopoldo López se le puede ocurrir una insurrección militar sin militares y enviar a las masas al sacrificio como intentó hacerlo en “la salida” y después con su golpecillo del 30 A. De todo ese lastre, la oposición democrática, si quiere reconstruir una vía política, deberá deslindarse. En parte comenzó a hacerlo en Barinas. Pero solo en parte.

3. Sabiendo que en un clima no- confrontacional no tiene nada que hacer, la camarilla que representa Guaidó ha optado por aceptar el triunfo electoral de Barinas, como si fuera la cosa más natural del mundo, como si siempre hubiera participado en elecciones, como si nunca hubiera llamado a la abstención ¿Un cambio de estrategia? La reciente experiencia histórica no lo indica así.

Cuando los extremistas reconocen triunfos electorales lo hacen solo para ponerlos al servicio de su extremismo. Así fue como el gran triunfo en las parlamentarias del 2015 les sirvió para usar a la AN como trampolín para el salto insurreccional. Basta recordar que el revocatorio del 2016 surgió como alternativa a un extremismo que apostaba por el “Maduro vete ya” de María Corina Machado o por aplicar el artículo 233. Las jornadas callejeras del 2017, surgidas originariamente en defensa de la AN fueron canalizadas por el extremismo para avanzar hasta Miraflores, oponiendo a los militares de Maduro, estudiantes con escudos de cartón.

Nunca, desde el año 2002 hasta ahora, el extremismo ha cejado en su empeño atajista. No hay ningún motivo entonces para suponer que esta vez no intentará usar el triunfo de Barinas como plataforma para buscar otro atajo anticonstitucional, antidemocrático y anti electoral. Entre esas aventuras ya comienza a asomar otro revocatorio. Su objetivo está claro: El revocatorio es un medio inventado por el extremismo para que la oposición no se reconstituya y siga adherida a la estructura de la política comandada por López/Guaidó y así esta no sea cuestionada.

El revocatorio es el otro nombre del abstencionismo. De ahí que una de las tareas inmediatas de la oposición democrática deberá ser la de bloquear al revocatorio antes de que se convierta en realidad. Importante sería en ese sentido que Sergio Garrido y otros políticos democráticos levantaran su voz en contra de las regresiones antipolícas que se avecinan.

La oposición democrática no está en condiciones de intentar ningún acto de derrocamiento. Pero –Barinas lo demostró- sí está en condiciones de derrotar a Maduro. Pero derrotar, hay que decirlo muchas veces, no es derrocar. Derrotar es vencer al enemigo con las armas de la política y no con la política de las armas. O como formulé en otro texto, derrocar es un acto de fuerza, derrotar es un proceso político. Un proceso que lleva no a la eliminación del adversario -para eso sería necesario una dictadura- sino, como dice Ricardo Sucre, a construir un camino que lleva a la alternancia en el poder.

El periodo no electoral puede ser utilizado por la oposición para buscar la comunicación con la ciudadanía, perdida después de tantas aventuras sin ton ni son. Conectar a la política con el pueblo es tarea fundamental. Abandonar la idea de que hay que seguir a algún líder iluminado, es decisivo. Apoyar proyectos de reconstitución social, como iniciativas civiles, derecho-humanistas, ecológicas, de género, de etnias, poblacionales, y tantas más, es impostergable. La política se hace sobre el suelo de la tierra y no sobre la base de ilusiones y fantasías.

4. No por último, la oposición democrática deberá rechazar las sanciones económicas impuestas bajo la presión del interinato a Venezuela. Los hechos han demostrado que intentar obtener réditos gracias al hambre de un pueblo, es definitivamente criminal. Para citar nuevamente a Francisco R. Rodriguez: “Poner de rodillas a una economía, arrebatándole su capacidad de comprar bienes para promover un cambio político es cruel, inhumano y contrario al derecho internacional. Es el equivalente moderno de un estado de sitio: el intento de someter a las ciudades de hambre, lo que hoy se considera un crimen de guerra. Los ataques deliberados contra la población civil no deberían tener cabida en la política exterior de una nación civilizada. La Unión Europea y Canadá, entre otros, se han limitado explícitamente a la adopción de sanciones individuales a los funcionarios del régimen, y los líderes europeos declaran explícitamente que nunca considerarán sanciones que perjudiquen a todos los venezolanos. Es vergonzoso que Estados Unidos sea un caso atípico en este tema”.

En un clima menos confrontacional, evitando incluso las provocaciones del gobierno, la oposición puede además colaborar en la reconstrucción de las organizaciones de los trabajadores, hoy prácticamente desaparecidas. Para que eso ocurra, y conectando con el mandato que legara el plebiscito del 2007 (la primera derrota propinada a Chávez y al chavismo) la oposición democrática estará obligada a convertirse en guardiana de la constitución. La oposición ha de ser constitucional o no ser.

En palabras finales, se trata de volver al trabajo árido y gris de la política diaria sin perder de vista las perspectivas históricas. Para que eso sea posible es necesario un mínimo de normalización o, para decirlo mejor, la existencia de algo parecido a una “sociedad”. Ello supone, guste o no, aceptar cierta coexistencia con el gobierno de Maduro. Todo lo tensa que se quiera, pero inevitable en tanto gobierno y oposición comparten un mismo territorio de lucha.

Por eso hay que reiterar: para enfrentar y derrotar electoral y constitucionalmente a Maduro, la oposición democrática deberá liberarse del insoportable peso del interinato. No hay otra alternativa. La continuidad política nunca, en ninguna parte, se ha dado sin rupturas.

12 de enero. 2022

Polis

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Defender a la democracia

Fernando Mires

Ya es más que evidente: las democracias occidentales se encuentran doblemente amenazadas. Por un lado, los movimientos nacional-populistas. Por otro, las nuevas autocracias de las cuales las más relevantes en el espacio europeo son las de Hungría, Polonia y Turquía (la de Bielorrusia es simplemente una dictadura), comandadas indirectamente por la autocracia imperial rusa de Putin. Y en el espacio latinoamericano, el funesto trío formado por la Nicaragua de Ortega, la Venezuela de Maduro y la Cuba de Díaz Canel. Las dos amenazas pueden ser reducidas en algunos casos a una sola si consideramos que los movimientos nacional-populistas suelen ser una antesala para la instalación de gobiernos antidemocráticos.

¿Hablemos otra vez de populismo?

Hablar de populismo parece un manido recurso pues no hay duda que es un término del que se ha hecho uso y abuso. Pero imposible eludirlo si tomamos en cuenta solo un motivo. Tiene que ver con un fenómeno que hemos analizado en otros textos. Me refiero a la conversión de la sociedad de clases propia al periodo de la industrialización y de los grandes conglomerados fabriles, en un periodo signado por el desarrollo aún no concluido de la producción digital desde donde está siendo configurada una nueva sociedad de masas.

La palabra “nueva” deberá ser destacada. Quiere decir que en la sociedad llamada industrial también existió una sociedad de masas. Fue cuando las primeras industrias destruyeron el orden patrimonial de origen agrario y las ciudades pasaron a convertirse en receptáculos de migraciones nacionales e internacionales. Así fue también como desde el siglo XVlll hasta llegar a las primeras décadas del siglo XX, el orden industrial coexistió con un maremagnum de sectores sociales no, o superficialmente, clasificados.

Karl Marx, llamado por Hannah Arendt, “padre de las ciencias sociales”, tuvo que realizar grandes esfuerzos para ordenar conceptualmente a ese océano de masas que rodeaban la isla del proletariado industrial europeo. Pues para donde miraba veía masas de pobres sin pertenencia social. Para salir del paso, llegó a hablar de “superpoblación relativa”, de “ejército proletario de reserva”, de “masa pauperizada” e incluso de “proletariado andrajoso”, términos que después de Marx fueron englobados por la sociología marxista y no marxista bajo conceptos tan amplios como los de marginalidad e informalidad. Tarde, tanto Marx como sus seguidores, lograron darse cuenta de que la industrialización por si sola llevaba menos hacia la proletarización y más hacia la pauperización de las masas. Hoy sabemos en cambio que las relaciones sociales no se reproducen por automatismo, como imaginaron economistas marxistas y liberales. Tuvo que aparecer el llamado “Estado social” para aceptar la verdad de que sin formato político el capitalismo es radicalmente anti-social.

Lo cierto es que la llamada sociedad industrial ha coexistido con una sociedad de masas a la que Ortega y Gasset viera en estado de rebelión. Ahora, esa rebelión, vale decir, la irrupción de las masas, no podía sino derivar en una política de y para las masas. Así fue como apareció el fenómeno populista. Sin masas, en efecto, no puede haber populismo. El populismo, si quisiéramos generalizar, es la política de la sociedad de masas.

Sin embargo, no toda política de masas puede ser llamada populista. Para hablar de populismo debemos agregar dos “elementos” constitutivos. El primero es el liderazgo populista. El segundo es el rebalsamiento del orden constitucional por el pueblo y sus representaciones. En breve, masas, líder y “des constitucionalización”, son los tres pilares de “la razón populista” (Laclau)

Populismo ha habido siempre, pero por momentos ha habido más. Podemos hablar de olas populistas. En América Latina, como es sabido, la irrupción de las masas durante los tres primeros decenios del siglo XX, llevó a la primera gran ola populista, encabezada por el populismo de los populismos, el peronismo. La segunda gran ola podemos ubicarla a fines del siglo XX con la aparición del chavismo venezolano, del lulismo brasileño, del evismo boliviano, solo para nombrar a los más emblemáticos. Entre ambas olas podemos fijar, sin embargo, una diferencia.

Mientras la primera ola corresponde a la alteración del orden agrario patrimonial, impulsado por la industrialización y la urbanización, la segunda es más bien equivalente a la descomposición del orden industrial y, por cierto, de los principales centros urbanos. Sobre la base de este enunciado podrían sin duda desarrollarse interesantes teorías. Por el momento solo cabe consignar que, mientras la primera ola corresponde a una coyuntura más latinoamericana que europea, la segunda encuentra su origen en procesos globales que conllevan serias amenazas para las democracias del llamado occidente político. Me refiero a esa democracia a la que nos hemos acostumbrado a llamar liberal. Y este es el tema: desde la irrupción de los movimientos fascistas y comunistas europeos, nunca, la democracia occidental, había estado tan amenazada como lo está hoy día.

En nombre del pueblo

Tanto el fascismo como el comunismo intentaron combatir a la democracia en nombre de la democracia. Los primeros invocando a una democracia del pueblo. Los segundos a una democracia proletaria. Llamará seguramente la atención que ninguno de ambos movimientos planteara la supresión, sino la sustitución de la democracia por una democracia “superior”. Fascistas y comunistas invocaron a una democracia sin intermediaciones institucionales a la que algunos todavía llaman democracia directa. Una democracia que debería ser una dictadura para todos quienes se opusieran al pueblo, reencarnado en el líder de acuerdo a los fascistas, y en el Partido de acuerdo a los comunistas.

No es casualidad que los principales teóricos de la democracia anti-parlamentaria, Carl Schmitt por el lado fascista, Vladimir Ilich Lenin por el lado comunista, suprimieran los límites que separan a una democracia de una dictadura. Para Schmitt (La Dictadura) la dictadura del caudillo ungido directamente por la voluntad popular. Para Lenin (El Estado y la Revolución), la dictadura del partido en representación del proletariado. Líder y Partido pasaron así a convertirse en entidades terrenales divinizadas, situados ambas por sobre las instituciones de cada país. Esas instituciones son las siguientes: 1. El parlamento que debía ser sustituido por la “democracia de base” .2. El poder judicial, convertido en fiscalía al servicio del ejecutivo. 3. El poder medial y sus periódicos y redes. 4. El poder electoral, donde sería reemplazado el sufragio universal por el voto corporativo (como hoy en Cuba) 5. El ejército, como brazo armado del ejecutivo.

Estudiando los fenómenos populistas del presente, Yascha Mounk, en un importante libro (El pueblo contra la democracia), ha llamado la atención sobre un hecho objetivo. Una representación directa del pueblo, en nombre de la democracia, puede llevar a la destrucción de la democracia. La conclusión de Mounk puede ser para algunos lectores, escandalosa. “En determinadas ocasiones hay que proteger a la democracia del pueblo”. Mounk vio confirmada su tesis, y con creces, en el asalto al Capitolio perpetrado por las turbas trumpistas. De un modo menos espectacular, el asalto a las instituciones, ha comenzado a tener lugar en diversos países europeos desde el propio ejecutivo. Ya sea en la Polonia de Kasinsky, en la Hungría de Orban, en la Turquía de Erdogan, el antagonismo entre el ejecutivo y el parlamento tiende a resolverse a favor del primero. Después viene la apropiación estatal de la justicia, de los medios de comunicación, de los tribunales electorales y del ejército.

Quien primero sentó las bases de “la nueva democracia” fue el húngaro Viktor Orban al formular las premisas ideológicas para una democracia no-liberal (o i-liberal). Pero no nos engañemos. El principal objetivo de estos gobiernos no es cuestionar al liberalismo político y mucho menos al económico, sino a la democracia constitucional e institucional que todavía prima en Occidente. Aunque han sido continuamente calificadas como gobiernos de ultraderecha (Anne Applebaum), las nuevas autocracias actúan de acuerdo a un principio leninista y fascista a la vez, y es el siguiente: Por sobre el gobierno y el Estado, por sobre todas las instituciones, y sobre todo, por sobre el Parlamento, debe primar la voluntad del pueblo. Pero como el pueblo no puede representarse por sí mismo, el líder o la organización deben convertirse en su reencarnación. A la vez, y en este punto las nuevas autocracias se alejan un tanto del leninismo y del fascismo clásico para acercarse a la tradición del franquismo español: el líder representará en el estado, la unión sacra entre la nación, el pueblo y Dios.

No extraña entonces que en todos los países mencionados –agregando la Rusia cristiana ortodoxa de Vladimir Putin– han sido revitalizados los fundamentos del estado confesional de origen medieval. Ahí reside también la diferencia entre las autocracias europeas y las latinoamericanas. Para estas últimas el poder no viene de Dios sino de un líder totémico endiosado. En Cuba, Fidel. En Venezuela, Chávez. Y en Bolivia, sin haber muerto todavía, Evo. Solo el despreciable Ortega de Nicaragua carece de carisma patriarcal.

¿Cómo proteger a una democracia?

Cuando los fulanos nombrados anuncian sustituir la democracia liberal por una no-, o anti-liberal, da la impresión de que su camino será fácil, entre otras cosas porque el liberalismo, justamente por ser liberalismo, carece de mecanismos de defensa para contrarrestar a sus enemigos.

El liberalismo político parte de un presupuesto nunca comprobado: el que afirma que todo individuo está dotado de mecanismos que lo llevarán tarde o temprano a distinguir entre lo racional y lo irracional. La voluntad general como suma y síntesis de individuos racionales, terminará, de acuerdo al credo liberal, imponiéndose. A ese optimista argumento, solo podemos oponer uno pesimista: la voluntad general no surge de la suma de diversos individuos sino de una entidad singular (la masa) que absorbe a las individualidades (así lo vio Sigmund Freud en su Psicología de las Masas). De ahí que la tesis de Mounk: “Hay que proteger a las democracias del pueblo”, adquiere, de acuerdo a nuestra visión pesimista, cierto sentido.

Y sí es así, ¿cómo proteger a una democracia? Esa sería la pregunta obvia. La democracia –es nuestra respuesta- no existiría sin las instituciones sobre las cuales reposa. De tal manera que, lo que hemos de defender quienes adherimos al ideal democrático de vida, no es a principios liberales abstractos, sino a instituciones muy concretas: el parlamento y sus partidos, el poder judicial y sus jueces, el poder electoral y sus tribunales, el ejército y sus armas y no por último, la Constitución y sus leyes.

Dicho en tono de síntesis: la contradicción de nuestro tiempo no es como quieren hacernos creer jerarcas como Orban, Putin o Erdogan, la que se da entre un liberalismo ateo y un anti-liberalismo religioso. Mucho menos entre una revolución y una contrarrevolución, como afirman Maduro, Ortega y Díaz Canel. Ni siquiera se trata de una contradicción teórica. La contradicción fundamental de nuestro tiempo es la que aparece entre una democracia institucional y otra sometida a la autoridad de un pueblo abstracto que solo puede expresarse como pueblo a través de caudillos, autócratas y dictadores.

“La lucha entre la democracia y la autocracia están en un momento de inflexión” afirmó Joe Biden en febrero del 2021. Es cierto. Pero las amenazas a la democracia -y él debe saberlo mejor que nadie– vienen no solo desde fuera sino, sobre todo, desde dentro de las democracias. No se trata solo de un problema geopolítico que pueda resolverse en “cumbres”, como ya intentó Biden. La lucha está teniendo lugar al interior de cada nación. Allí, y no en los espacios galácticos de la política global, es donde debemos tomar posiciones.

7 de enero 2022

Polis

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Los que no quieren vacunarse

Fernando Mires

Tranquilos, no los voy a agredir. Por el contrario, los voy a tomar en serio. Solo quiero entender por qué hay personas que no quieren vacunarse en contra del covid 19 o, lo que es lo mismo, por qué no aceptan esgrimir la única arma que por el momento tenemos para defendernos del malvado bicho. Por cierto, yo sé que los antivacunas son muchos. Sé también que no solo tienen una, sino varias razones. Y esas razones merecen, como todas las razones, ser escuchadas.

También haré una diferencia, y es la siguiente: separaré en dos grupos a los que no quieren vacunarse, de los que hacen de su posición antivacunas un lema para iniciar protestas colectivas, a veces multitudinarias, en contra de diversos gobiernos. Porque, nos guste o no —y evidentemente no nos gusta— los antivacuna constituyen un movimiento social y político de dimensiones internacionales.

Comencemos por lo elemental: quien no quiere vacunarse no quiere vacunarse. Ese «no querer» expresa un deseo negativo, así como querer vacunarse expresa un deseo positivo.

Lo uno o lo otro, afirma una decisión personal, la que al serlo, es una decisión del yo. De mi yo. «Mi yo me pertenece y a nadie más debe importar», sería el punto de partida del antivacunas. Conocemos, naturalmente, la posición contraria: «Tu yo no te pertenece solo a ti, tú no vives en una isla abandonada, tú eres miembro de una familia, de una sociedad, de una nación, de un mundo al que pertenecemos todos. Luego, lo que te pasa a ti, nos atañe a todos».

¿Cuál de las dos posiciones tiene razón? De acuerdo a la primera, el cuerpo es propiedad personal, una realidad inapelable. De acuerdo a la segunda, el cuerpo es un elemento de un todo, de un cuerpo colectivo, y esa es otra realidad inapelable. Contraponiendo ambas realidades podría darse una discusión muy parecida a la que ha tenido lugar sobre el tema del aborto, a la que aquí no recurriremos para no lastimar sensibilidades.

Usaremos otro ejemplo: el de un auto. «Me compro un auto y el auto es mío porque lo he pagado con mi dinero, y punto». «Correcto», afirmará el argumento contrario, «es tuyo, pero tú no puedes hacer con tu auto lo que te da la gana. El auto es tuyo, pero a la vez pertenece a un sistema del tráfico sometido, como todo sistema, a reglamentos y leyes». «Afirmación falsa», podría responder con cierta razón el antivacunas, «el auto está sometido a un sistema, pero yo no conozco ningún sistema que reglamente la vacunación. Solo órdenes arbitrarias y muchas veces contradictorias entre sí». Evidentemente, en este tema el antivacunas parece tener, desde un punto de vista formal, la razón.

No existe una legislación universal y muy pocas nacionales sobre el tema de la vacuna. La vacuna, luego, no puede ser legalmente obligatoria.

Solo podría serlo si un gobierno decide suspender la Constitución en nombre de la Constitución, dando origen a un estado de excepción. Pero hasta ahora los gobiernos que han declarado a sus países en estado de excepción como consecuencia de la pandemia, son una minoría muy minoritaria.

Contrasta ese hecho con el de que la mayorías de los gobiernos europeos, así como los EE. UU., actúan ocasionalmente sobre las bases de un estado de excepción, sin haberlo declarado. Un estado de excepción tácito, pero no explícito, podríamos decir. El problema grave es que no existen los estados de excepción tácitos. O se declara de un modo explícito o no es.

Un estado de excepción explícito no permitiría las manifestaciones antivacunas. Si las permite es porque de hecho un gobierno reconoce que no hay estado de excepción. Los gobiernos democráticos actúan, en consecuencia, de acuerdo a una doctrina liberal basada en una gran confianza al individuo y, por lo mismo, frente al tema de las vacunas, optan por no ser autoritarios. El riesgo es que el rechazo al autoritarismo suele ser confundido como ausencia de autoridad y está última puede producir lo que esos mismos gobiernos quisieran evitar: inseguridad..

«Si el gobierno no me obliga a vacunarme, significa que ese gobierno no está seguro de los efectos positivos de la vacuna», debería ser el razonamiento de un antivacunas.

Luego, siguiendo el hilo de su propia argumentación, podría afirmar: «vacunarse es un riesgo». Y como todo riesgo produce miedo. Pues bien, parece que aquí hemos tocado el fondo de la cosa. Muchos de quienes no se vacunan tienen miedo a vacunarse.

Tener un miedo es un tener. Hay quienes no lo tienen y no están protegidos frente a ningún peligro. Otros tienen demasiado y deciden no correr riesgos. El miedo puede convertirse en pavor o en terror, eso lo sabemos todos cuando dejamos que el miedo se apodere de nosotros. Porque antes que nada, el miedo no es siempre (casi nunca lo es) miedo al objeto del miedo. El objeto del miedo actúa más bien como representante del deseo del miedo. Y el deseo de no vacunarse (sí: es un deseo) como todo deseo, es anterior al objeto del deseo (Lacan). Con buenos argumentos, un buen médico podría quizás quitar al paciente el miedo a la vacuna, pero el miedo no desaparece. Simplemente va a parar a otra parte. Sepa el diablo adónde.

El miedo es constitutivo al ser, diría un filósofo, y el principal miedo del ser es dejar de ser, lo que desde un punto de vista biológico se llama, morir. La vacuna, siguiendo el hilo, fue inventada para no enfermarse y luego para no morir.

Queramos o no, la vacuna aparece vinculada, aunque sea de modo negativo, a la noción de la muerte y la muerte produce, evidentemente, miedo: el más normal de todos los miedos habidos y por haber.

Pero aún más: vacunarse significaría recurrir a la ayuda de un agente externo para no morir, lo que obliga a reconocer que nuestro cuerpo es inerme, aceptar que por sí solo no está dotado para afrontar los peligros que lo acosan, que estamos desprotegidos frente a los virus y que, por lo mismo, necesitamos de protección ajena.

A modo de anécdota: el electricista que cada cierto tiempo viene a casa, hombre inteligente y afable, apareció sin mascarillas para cambiar algunos enchufes. «¿Usted está vacunado?» –le pregunté, retrocediendo un metro–. La respuesta fue: «No. Yo confío en mi propio sistema de inmunidad». La frase la traduje después hacia mí. Quería decir: «Necesito confiar en mi sistema de inmunidad porque si dejo de confiar en él pierdo confianza en mí, en mi propio ser, en mi propio cuerpo, en mi propio yo». Pensé entonces que en ese momento el electricista habló en nombre de miles de no vacunados. En su breve frase estaba diciendo: «No queremos reconocer que no somos inmunes, no queremos saber nada de nuestra debilidad, no queremos que nadie nos intervenga aunque sea para salvarnos de la muerte». Y bien, de ahí a negar el peligro del covid-19 hay un solo paso. El no vacunado, convertido en negacionista, niega el peligro para no sentir el miedo que siente. Detrás de su deseo de no vacunarse, hay una razón y una lógica. Sin concordar, lo podemos entender perfectamente.

No sé si el electricista pertenece al movimiento antivacunas o acepta con temple estoica la soledad de su negación. Pero puedo imaginar que muchos lo hacen por tres razones, las tres respetables. Primero: la soledad es dura. Segundo: para adquirir seguridad, que es lo que más nos falta, necesitamos siempre el reconocimiento del «otro». Tercero: el yo no es un yo sin un nosotros. Ese nosotros integra al yo y lo convierte en miembro de una comunidad frente a otra comunidad: la de la sociedad o la de la nación.

Con la integración del yo en el nosotros estoy «con los míos». Después aparecerá la ideología del movimiento. O como diría Lenin, la ideología no nace del movimiento sino que viene de «afuera».

Del partido en la versión leninista, de los intelectuales orgánicos en la versión gramsciana. Gracias a esa ideología introducida en su interior, el movimiento se constituye en una entidad política y pasa a ser un movimiento social, uno más entre tantos otros: el movimiento de los antivacunas.

Como ocurre en la mayoría de los movimientos, los antivacunas también generan su propio orgullo (al estilo del «orgullo gay», para poner un ejemplo). En Alemania se autodenominan los Querdenker, algo así como «pensadores transversales» en oposición a los «pensadores verticales» que seríamos nosotros, los vacunados. En su inferioridad numérica, ellos necesitan de algún modo mantener un sentimiento de superioridad. En eso (solo en eso) no se diferencian ni un ápice de los militantes de sectas, partidos y movimientos como el ecologista y el feminista.

Probablemente los antivacunas piensan en que los vacunados somos seres alienados que se dejan manipular por la prensa y por la clase política dominante. Sus dirigentes, entre los que se cuentan incluso algunos médicos, imaginan que luchan en contra de todo un «sistema», en contra de «los de arriba». Como en todo movimiento que nace, en el de los antivacunas hay un fondo anarquista y liberal al mismo tiempo. Anarquista, porque se erige en contra de un orden establecido y sus representantes. Liberal porque creen luchar por más libertades en contra de los que ellos llaman «dictadura de los virólogos».

Como es sabido, los antivacunas han encontrado fuertes aliados en los movimientos nacional-populistas europeos y trumpistas en los EE UU. La única diferencia, como reveló estadísticamente un programa televisivo alemán, es que estos últimos, en su mayoría, sí se vacunan.

No podemos, finalmente, dejar de mencionar el hecho de que los movimientos antivacunas tienden a desarrollarse con mayor intensidad en los países más democráticos. A primera vista, un absurdo, porque claman por libertades en contra de gobiernos liberales. A segunda vista, sin embargo, podemos entender que precisamente, lo que buscan en sus laberintos del miedo, es a un poder protector, una autoridad que asuma la responsabilidad sobre sus almas, protegiéndolos de los miedos que los acosan. ¿Un signo más de esa «crisis de autoridad» que detectara tempranamente Hannah Arendt en las sociedades pretotalitarias? Parece que así es: son, en fin, expresiones de seres que no encontrando sobre ellos el poder de la autoridad, terminan por exigir la autoridad del poder.

¿Cómo enfrentarlos? No es fácil. Solo podemos advertir, por el momento, cómo no hay que hacerlo. Usar la represión sería por cierto lo peor que se podría hacer. Significaría simplemente confirmarlos en lo que ellos quisieran ser, luchadores por la libertad y la democracia.

Por otro lado, imaginar que con mensajes esclarecidos será posible redimirlos es pecar de suma ingenuidad. Hay, no obstante, una tercera alternativa: convivir con ellos y correr con los riesgos de los peligros infecciosos que portan. Eso supone aceptar definitivamente que estamos lejos de pertenecer a una sociedad perfecta y que en una democracia también hay un sitio para los que no quieren o no pueden o no saben ser demócratas. Y solo cuando es posible, intentar enfrentar con argumentos a los argumentos de ellos, sabiendo que casi nunca los vamos a convencer. Al fin y al cabo, si ellos quieren rebelarse en contra de los demás, tendrán sus razones. Y esas razones no tienen nada que ver con la pandemia. Absolutamente nada. Ese es el problema.

Twitter: @FernandoMiresOl

Fernando Mires es (Prof. Dr.), fundador de la revista POLIS, Escritor, Político, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol.

Hannah Arendt: el pensar poético

Fernando Mires

Han sido publicado recientemente solo algunos poemas, los pocos hallados. Probablemente Hannah Arendt escribió muchos más. Suele suceder a quienes no son en primer lugar poetas: no cuidan los poemas que escriben. Los anotan en cuadernos que se pierden, en papeles que van a parar al papelero, en cartas íntimas, a veces no respondidas, o no enviadas. Arendt no era una excepción.

Hannah Arendt no era poeta, o por lo menos nunca fue conocida como poeta. Fue una gran pensadora que, de vez en cuando, escribía poemas. Sin embargo, al leer sus 71 poemas recopilados, podríamos cambiar de opinión: Hannah Arendt era (además) poeta. Y en mi opinión, una gran poeta. Con sus versos alcanzó ella al umbral donde pocos poetas llegan: al de la belleza, palabra que nunca será completamente definible, pero siempre perceptible cuando su realidad asoma como una luz en medio de las tinieblas más oscuras. Entendemos mejor entonces las continuas veces que Hannah Arendt se refirió a la poesía en sus escritos, desde los comienzos de su vida intelectual.

Irmela von der Lühe, en erudito comentario al poemario de Arendt, anota certeramente que probablemente el amor a la poesía en Arendt provenía de sus primeros estudios sobre filología griega, cuando comenzó a leer a los grandes filósofos en su propia lengua, sobre todo a la Poética de Aristóteles. De los griegos la maravilló el ideal de la armonía la que para ser lograda debía pasar por la antesala del caos, así como el acuerdo pasa por el desacuerdo, la luz por la oscuridad, el concierto por el desconcierto. Esa era la unión que vio Nietzsche en la cultura pre-helénica, entre lo dionisiaco y lo apolíneo. Fue esa la razón – además del hecho de que Arendt continúa la línea romántica de Heine, Schiller y Goethe, pero sobre todo la de Hölderlin- por qué sus primeros poemas son métricos, rítmicos, muy bien rimados (traducirlos cuesta sudor y lágrimas).

Incluso en la prosa ensayística de Hanna Arendt hay un fondo poético que al buen lector no pasa inadvertido. Lo reveló la misma Arendt cuando, sin confesar que escribía poemas, afirmó en la ya legendaria entrevista que en 1964 le hiciera Günter Gaus, después recopilada en un libro bajo el título Yo quiero entender (Ich will verstehen): ”La poesía ha jugado un gran papel en mi vida”.

Creo que todos los que hemos leído intensamente a Arendt, sospechábamos que ella escribía poemas. No solo por sus permanentes alusiones a textos literarios, ni siquiera debido al hecho de que el trabajo concebido para su habilitación (optar al título de Privat Dozentin) Rahel Varnhagen, era una novela poética escrita en forma de ensayo (tres géneros literarios en un solo libro). En ese texto sobre la aforista y poeta judía del romanticismo alemán, Hannah está presente biográficamente. Rahel es Hannah, Hannah es Rahel.

Hannah Arendt había descubierto lo que muchos años atrás habían percibido Schelling y Hölderlin: si el pensamiento racional no abre las puertas al pensar poético, permanecerá siempre encerrado en su propia cárcel. La afirmación de Arendt, Yo quiero entender, debe ser entonces aceptada como una intención radical. Querer entender significa en sus palabras, avanzar con el pensamiento en desacuerdo con la orientación instrumental conferida al razonar. En ese punto Arendt continúa y en cierto modo supera un pensamiento de Heidegger, a saber que, para avanzar con el pensamiento, sobre todo cuando este se encuentra frente a caminos sin salida (los Holzwege de Heidegger) es necesario apelar al discurso de la razón poética. Vale decir, no a una razón irracional, sino a otra razón situada más allá de las percepciones sensoriales, en un espacio desconocido que no puede ser expresado con la gramática de uso cotidiano. Dicha temprana percepción la llevó a pensar y escribir sus tratados políticos y filosóficos (aunque ella no quería ser llamada filósofa, sí lo era) en contra del “cientismo” (para usar una denominación de Kal Popper). Quizás por eso nunca Arendt sintió atracción por las tipologías de Max Weber, pese a los denodados intentos que para ello hiciera su fiel amigo Karl Jaspers. Tampoco tomó nota de los textos sociologistas de Adorno y Horkheimer, mucho menos de los de Marcuse. Es lo más probable que, si hubiera seguido viviendo, tampoco habría brindado culto a las teorías sin personas ni a los acontecimientos sin suelo de un Habermas, ni tampoco al “sistemismo” casi autómata de un Luhman. Al revés también es cierto.

Los sociólogos y politólogos puros, los sociómetros de las disciplinas sociales, los que creen en las leyes universales de la historia, los que imaginan que existen estructuras y procesos pre-determinados, los que piensan que para explicar el mundo basta memorizar conjuntos de teorías causalistas, en fin, toda esa fauna academicista que ha echado a perder la vida a tantos estudiantes con talento, nunca podrán entender los textos de Hannah Arendt. Para esa academia ritualizada, Arendt fue y será siempre demasiado “retórica”.

Cabe aquí afirmar que la retórica para la academias sociométricas no es por supuesto lo que era para los griegos, el arte de formular de modo bello los pensamientos, sino más bien un anatema, una denominación para caricaturizar a quienes no son rigurosamente “científicos”. Ya en los tiempos de Arendt intentaron descalificar a los pensamientos de Walter Benjamin. Sin titubear, Hannah Arendt tomó partido por su querido amigo, marxista y filósofo. Lo que vio Arendt en la prosa fragmentada, en los pensamientos inconclusos, en las metáforas e imágenes de Benjamin, fue simplemente “otro” modo de pensar. El “pensar poético”, lo llamaría Hannah Arendt.

Pensar de modo poético no solo significaba para Arendt escribir poesías. Significaba, en primera línea, no pensar de acuerdo a objetivos pre-determinados, buscar el más allá de las cosas, establecer conexiones entre el ser y la nada, y por cierto, no desdeñar la belleza de la palabra cuando esta se desprende de su significación académicamente canonizada. Aceptar que en este mundo hay realidades no accesibles y no por eso inexistentes. Rendirse a la evidencia de que no todo puede ser explicado o sistematizado y que definitivamente no existen teorías universales válidas para todo tiempo y lugar. Suponer, en fin, que nunca el destino de la historia puede ser aprisionado en rejas conceptuales pues en sus aconteceres actúan seres imprevisibles y banales, librados a su pura contingencia, ya sea en los espacios íntimos, ya sea en los públicos. En otras palabras, Hannah Arendt intentó rescatar una concepción de la vida donde los acontecimientos condicionan su historia y no la historia a sus acontecimientos. Por eso los positivistas, los marxistas, los providencialistas, nunca podrán entender a Hannah Arendt. Para leerla no hay que racionalizar sino razonar y por supuesto, cuando es necesario y las palabras del diccionario no alcanzan, leerla poéticamente.

La compilación poética está dividida en dos secciones que a la vez son dos periodos: 1923-1926 y 1942-1961. ¿Qué pasó entre esos dos periodos? De acuerdo a la biografía de Arendt, la persecución, el exilio, su vida en Francia y en Israel, su desarrollo intelectual en los EE UU donde adquirió la nacionalidad norteamericana, la publicación de sus libros más importantes, hasta llegar a viajar a Europa, visitar Alemania, reencontrar su pasado y tratar de entender la nueva realidad sin traumas, pero tampoco perdones.

Seguramente Hannah, entre esos dos periodos de su vida, también escribió poemas. Por alguna razón que debemos respetar, no quiso, evidentemente, darlos a conocer. Al fin y al cabo ella fue una defensora ardiente de la intimidad. No sin motivos, una de las diversas definiciones que dio al concepto de totalitarismo fue el de regímenes que destruyen la línea divisoria entre lo privado y lo público. La poesía es siempre íntima, y cuando, con el permiso de su autor, es pública, tampoco deja de ser íntima.

La primera sección del libro testimonia la aparición de una niña convirtiéndose en mujer a partir de la apertura de su cuerpo al amor. Amor que inicialmente se expresa en un conjunto de sentimientos contradictorios con respecto a sí misma y su entorno. Alegría del estar, podríamos decir. Por eso, en uno de sus primeros poemas, de un modo dionisíaco, Hannah baila.

Yo también bailo, dice un verso elegido como afortunado título a su poemario: Pies flotando en patético esplendor. /Yo misma, yo también bailo,/ Liberada de la densidad hacia la oscuridad, hacia el vacío./ Espacios abarrotados de tiempos pasados. Y en otro poema: …..Oh, conocíais la sonrisa con la que me presenté/ Sabíais cuánto me impuse silenciosamente/ Para yacer en prados y ahí pertenecer.

Hannah sentía su ser juvenil en estado de expansión. No es casualidad que en sus primeros poemas recurriera insistentemente al verbo schweben. Literalmente schweben significa flotar en el aire. Pero en los poemas, schweben adquiere sentidos diversos, dependiendo del contexto y del lugar. En algunos momentos podemos traducirlo como volar, en otras, expandir, en otras, disipar. Hannah, eso es lo importante, siente que se le iba el alma del cuerpo ante la maravilla del mundo que la rodeaba y que con su caminar descubría paso a paso. Ahora, oh días flotantes/ dejadme extender mis manos hacia ustedes. /No escapen de mí/ no hay escapatoria al vacío/ y a la ausencia del tiempo.

Hannah siente incluso que su cuerpo no solo es de ella. Su mano, por ejemplo: Miro mi mano, terriblemente cercana a mí. /Y, sin embargo, es otra cosa más./ ¿Es ella más que yo?/ ¿Tiene un significado superior? En cambio, en otro poema, descubre, efectivamente que su mano es de ella, pero solo cuando aparece “un otro”, el sujeto del amor que desde algún lugar a ella viene. ¿Por qué me das la mano tímidamente y como en secreto?/ ¿Vienes de tan lejos, de un país extranjero,/ ¿no conoces nuestro vino?/ ¿No conoces nuestras brasas más hermosas,/ ¿vives tú tan solo? Hasta que llega el momento en el que ella sentirá en sí la presencia directa del amor. Verano tardío/ La noche me cubrió/ Tan suave como el terciopelo/ tan densa como el dolor/ Ya no sé como funciona el amor/ Ya no conozco los fuegos de los campos/ y todo quiere disiparse de sí mismo. Muy pronto el amor que invadirá a Hannah tomará cuerpo y vida, nombre y hombre, y si titubear escribirá, ya con voz de mujer: Pienso en él y lo amo/ Pero como si fuera de un país lejano/ Y el venir y dar me resulta extraño/ apenas sé lo qué me ata.

Después de 1926 no hay mas poemas, hasta 1942. En medio de esos años, la noche del terror, el dominio del mal, la muerte. La niña Hannah ha quedado atrás, perdida en el tiempo. El gran amor de su vida, el que la inició, también. Pero la joven Hannah continuará existiendo en Arendt, la mujer madura e internacionalmente conocida que ha llegado a ser. Aunque de vez en cuando escribe oculta, íntima, como su poesía, con los ojos mirando hacia atrás, como si nunca hubiera terminado de irse de su lugar natal. Sabe por cierto que el pasado no vuelve. Pero también sabe que el pasado nunca se va. Sabe lo que ha dejado atrás. Y sabe que todo eso ha quedado en ruinas. Cito unos de los primeros versos de su segundo periodo poético: La despedida: Esta es la llegada. / El pan ya no se llama pan/ y cuando al vino lo nombramos en lengua extranjera/ la conversación ya no es la misma.

Judía y cosmopolita, más que de una nación ha sido erradicada de lo que ella fue y de algún modo seguía siendo. Ha vivido la traición, y la volverá a conocer. Su vida está rodeada de muertos. ¿Cómo querer volver a lo que ya no existe? Imposible. Así escribe en su poema titulado H.B. Pero, ¿cómo se vive con los muertos? / Dime, ¿dónde está el sonido que debilita su transitar, cuando el gesto, dirigido a través de ellos, deseamos que la cercanía, en nosotros mismos fracase? Acosada por los muertos, los increpa a veces, como en este otro poema: Muertos ¿qué quieren? ¿No tienen ustedes un hogar y un lugar en el Orcus? /……… Bajo los botes de remos adornados con parejas amorosas / en estanques en el bosque, nosotros también podríamos mezclarnos/ silenciosamente, escondidos y embelesados / en nubes de niebla que pronto cubrirán la tierra, la orilla, el arbusto y el árbol/ esperando la tormenta que se avecina.

Arendt sabe, sin embargo, que el tiempo todo lo borra, pero sin olvidar nada. La vida es más fuerte que la muerte: La vejez viene y te guía de nuevo. / No vuelvas tu corazón y no te dejes conmover/ no te demores, despídete del tiempo/ y conserva en ti el agradecimiento y la dicha./ (aunque) Con la mirada desviada.

Vendrán otros amores, otros desengaños, otras despedidas. A veces la ira incontrolable que asoma en las palabras de una mujer traicionada como en su poema Maldición. En cada mujer me desconocerás, / en cada forma me llamarás en vano/ en cada distancia sentirás la cercanía/ .......... .. En cada mujer te desconoceré, / en cada forma te llamaré en vano, / en cada distancia te has ido, / en cada calma mi mano temblaba/. Pero cuando llegue el final/, ya no te recordaré/ Y cuando la otra vida sea demasiado lúgubre sin ti, / volveré para ahogarme.

Un día, el lejano pasado vestido de cartero, golpeó en la puerta de su casa portando, en forma de regalo, un presente en el presente, un libro escrito por un filósofo grandioso y débil al que de alguna manera -a su manera- siempre le fue fiel: a ese genio torpe al que nunca olvidó. Entonces ella, muy triste, escribió un poema: Ese libro te saluda desde la lejanía, / déjalo ser ahí, sin leerlo/. La proximidad también vive en la lejanía, / siempre (todo) es un haber sido.

Nunca pudo evitarlo. Hannah Arendt, gracias a, o a pesar de, su fina inteligencia, era, es, y sigue siendo -si feminizamos al título del libro de Nietzsche- humana, demasiado humana. Por eso, su pensamiento poético, o mejor dicho, su modo poético de pensar, nos seguirá acompañando.

Por los tiempos de los tiempos. Así sea.

15 de diciembre 2021

Polis

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