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Fernando Mires

La vida como anomalía

Fernando Mires

(Alrededor de los libros)

Sinopsis de la novela La Anomalía

El 10 de marzo de 2021 los doscientos cuarenta y tres pasajeros de un avión procedente de París aterrizan en Nueva York después de pasar por una terrible tormenta. Ya en tierra, cada uno sigue con su vida. Tres meses más tarde, y contra toda lógica, un avión idéntico, con los mismos pasajeros y el mismo equipo a bordo, aparece en el cielo de Nueva York. Nadie se explica este increíble fenómeno que va a desatar una crisis política, mediática y científica sin precedentes en la que cada uno de los pasajeros acabará encontrándose cara a cara con una versión distinta de sí mismos.

Hervé Le Tellier firma una novela brillante, inteligente y virtuosa en la que la lógica se funde con lo imposible.

De acuerdo a la sinopsis puedo imaginar que la lectura de La Anomalía (premio Goncourt 2021) podría atraer magnéticamente a los entusiastas de la ciencia ficción. Aunque a decir verdad, no estoy muy seguro de que pertenezca enteramente a ese género. De ciencia hay muy poco. Más hay de filosofía, de imaginación sistémica, de teorías meta-reales. Pero sobre todo, de cinematografía. Efectivamente, la novela se deja leer como quien ve un film norteamericano de historias entrecruzadas. Pues a diferencias de esos tiempos lejanos, cuando cineastas se inspiraban en novelas, cada vez son más los novelistas que recogen sus ideas y materiales de la cinematografía. Al leer La Anomalía es imposible no pensar en los filmes de Robert Altman, por ejemplo. Distintas personas en distintos lugares, aisladas entre sí, comienzan a articular sus episodios de vida, hasta confluir en una historia alucinante que los subordina a todos. Esa fue la suerte que corrieron Blacke, David, Víctor Wiesel, André, y varios más.

La historia escuetamente narrada en la sinopsis es el relato de la repetición de un acontecimiento en el tiempo en un lapso de tres meses. O sea, es una historia -parece afirmar el autor en contra de lo que cree la mayoría de los historiadores- que sí se repite. Pero esa repetición requiere de una premisa insoslayable: la de que el tiempo deje de ser continuo. El escritor francés Hervé Le Tellier nos habla en cambio de la duplicación de un tiempo que presenta un error de programación entre la relación que se da entre lo devenido y el devenir. Menudo problema.

Naturalmente, si nos da miedo hundirnos en los pantanos de la metafísica, podemos seguir leyendo La Anomalía como una novela que nada tiene que ver con “nuestra” realidad, una, menos que historia, historieta divertida, a la que podemos leer masticando palomitas para pasar el rato, o para matar al tiempo como dicen los micro-suicidas quienes en vez de matarse a sí mismos, matan al tiempo.

Al fin y al cabo, cada uno lee a un libro, no como el libro es, sino como uno es. Podríamos agregar, cada uno es diferente a sí mismo en el momento en que lee un libro. Podemos imaginar así a un Heráclito moderno que en vez de no bañarse dos veces en el mismo río, nos dijera: “nunca leemos el mismo libro”. Le Tellier lo dice mejor: “Ningún autor escribe el libro del lector, ningún lector lee el libro del escritor”. Como sea, leamos como leamos, no podemos hacerle una finta al tema de los temas: al del tiempo, al de ser en el tiempo. Es el tema de la novela, en mi opinión.

Según la novela, el tiempo podría no solo ser continuo, sino también -paradoja- repetirse en el tiempo. Si esto sucediera, habría que revisar no solo nuestra concepción de tiempo sino la relación entre ser y tiempo. O lo que es parecido, pero no igual, la relación entre el espacio, sus objetos y el tiempo. Nada nuevo bajo el sol, nos dirá alguien. Estaríamos repitiendo en lengua vulgar la discusión de los físicos del siglo pasado. Pero no, no es eso, no, no es así. La discusión sobre el tiempo existía mucho antes que Einstein nos iluminara el mate con sus bellas y simples fórmulas.

San Agustín por ejemplo, fue el primero en formular una premisa que mucho después harían suya los genios de la física. ¿Qué es el tiempo? se pregunta el mismo. La respuesta del santo de Hipona está más cerca de Heisenberg que de Einstein: “Si no me preguntan qué es, lo sé. Si me preguntan qué es, no lo sé” (Confesiones, Xl). Es decir, el tiempo agustino es objetivo, pero nuestro tiempo, el que percibimos o medimos, no lo es. Así lo explica el mismo Agustín: “Mido el tiempo, lo sé; pero ni mido el futuro, que aún no es; ni mido el presente, que no se extiende por ningún espacio; ni mido el pretérito, que ya no existe. ¿Qué es, pues, lo que mido?” (Confesiones, Xl). Algo que no sabemos que es, pero avanza en el tiempo, habría tal vez contestado Stephen Hawkins.

En resumidas palabras, si hablamos del tiempo hablamos de un pasado que no existe porque ya pasó, de un presente que no existe porque al escribir estas palabras ya ha pasado y el de un futuro que no existe, porque aún no ha aparecido. Lo que mide San Agustín, es mi tímida respuesta, no es el tiempo sino SU tiempo, o más bien, la relación entre él y su tiempo. Hay por lo tanto un tiempo subjetivo y un tiempo objetivo donde toda medición del tiempo será relativa. Con esa afirmación nos acercamos a Einstein.

El tiempo es relativo según la noción einstiana. Pero si es relativo, constataría San Agustín -como si conversara en el tiempo con Einstein- debe haber en algún lugar un tiempo sin pasado y sin futuro, un tiempo absoluto, uno donde hay un presente puro o un puro presente. Ese es el tiempo divino, no el de la Ciudad de los Hombres sino el de la Ciudad de Dios.

Para nosotros, en cambio, no existe el tiempo sin su medición. De tal modo que podríamos seccionar al tiempo en dos trozos. El tiempo del dios Cronos que es crono-lógico y el tiempo del Dios Único. Por cierto, el segundo contiene al primero y no el primero al segundo de tal manera que puede ser posible que ráfagas de luz que provienen del tiempo eterno se deslicen ocasionalmente en el tiempo terreno, alterando su dimensionalidad, produciendo trastornos que antes se llamaban milagros y hoy se llaman anomalías.

Los milagros, efectivamente, son acontecimientos anómalos: anomalías. Y como son sin causa, nunca podremos entenderlos, solo Dios, si es que en Él creemos (no parece ser el caso de Le Tellier) Y a veces ni siquiera Dios, si tomamos en serio el delicioso chiste judío que nos cuenta Le Tellier, ese que dice que Dios lee cada cierto tiempo la Thora para entender lo que el mismo creó.

Dios no puede errar (aunque si un dios lo puede todo, debería también poder también errar) pero nosotros sí. Pero no siempre errar es errar. Dijo Kant que errar es fuente de toda verdad porque gracias al error rectificamos y pensar es rectificar. Lo dijo también Darwin cuando afirmó que la evolución se explica por mutaciones y las mutaciones suceden como resultado de errores que alteran los procesos naturales. Luego, la parte más ficticia de la novela de Le Tellier no sería tan ficticia. En la programación del tiempo puede haber errores y, el del desdoblamiento de la novela en dos acontecimientos iguales pero no crónicos, podría ser un error muy grave. Máxime si consideramos que el tiempo no es un “en sí”.

El tiempo, si existe, existe en un espacio y en relación a un objeto que hace posible al espacio que a la vez hace posible al tiempo. Por eso el desdoblamiento de un acontecimiento, según Le Tellier, puede tomar la forma de dos instancias similares pero superpuestas en lugares diferentes. Mejor dicho: en dos tiempos diferentes pero con los mismos objetos (avión, pasajeros)

En palabras más precisas: en la supuesta programación, los objetos han sufrido una dislocación de tiempo y lugar, reapareciendo en dos tiempos y lugares diferentes, produciéndose situaciones comiquísimas pero también muy dramáticas de personajes escaneados quienes son los mismos y a la vez no lo son. Esa, la de Le Tellier es literatura pura, y de la buena. El problema existencial para todos esos personajes es, sin embargo, no saber si ellos son el original o la fotocopia. O podría ser –no lo dice Le Tellier sino el autor de estas líneas- que nos estemos haciendo trampa, aplicando nuestras percepciones del mundo a una realidad que lo sobrepasa y lo trasciende. Puede ser incluso que estemos concibiendo al tiempo, al espacio y al objeto, como una trinidad sin unidad, como tres “cosas” diferentes, cuando solo son tres formas del ser de la unidad así como el Yo de cada uno no pasa de ser la simple percepción particular de un Yo supremo que vive en la verdad absoluta del universo y del que no somos ni siquiera la billonésima parte. Una partícula infinitesimal de un cuerpo eterno que trasciende a todos los espacios y tiempos habidos y por haber.

Dios santo, a los temas que puede llegar uno con una simple novela con la que solo queríamos entretenernos “un rato”.

Aparte de la comedia y la tragedia implícita en la relación espacio-tiempo-objeto, nada puede ocultar que en el desdoblamiento temporal de la novela yace el tema del no saber por qué ni para qué somos. La incógnita de la condición humana. ¿Somos de verdad o de ficción, somos reales o virtuales? ¿Obedecemos a las leyes de un programa suprahumano al que nunca tendremos acceso? ¿Es nuestra realidad una simple ilusión, según la expresión de Nietzsche?

En la realidad, en esa realidad tan simple que nos rodea, hay un programa, sospecha Le Tellier. Creo entenderlo: las aves migratorias, por ejemplo, nos muestran en bellísima precisión la programación a la que ellas están sometidas por el rigor de su propia naturaleza. El vuelo, la dirección que emprenderán en el cambio de las estaciones climáticas, precede a la existencia carnal de esas aves. O como dice casi genialmente Le Tellier “la existencia precede a la esencia”.

Si estamos programados o nos ha sido conferido además el rol de la programación no solo digital sino sobre todo espiritual, podría ser una posibilidad. Pero Le Tellier no da ni intenta dar respuesta a ninguna de nuestras inquietudes. Las deja estar ahí, simplemente. En ese sentido, es un escritor honesto, consigo y con sus lectores. Y al fin y al cabo, él es “solo un novelista”. No escribe para darnos explicaciones, ni mucho menos soluciones.

Su única tesis, formulada no por casualidad en las primeras páginas de su libro, es que una particularidad del ser humano es la de percibir que está rodeado por realidades incomprensibles. En las palabras textuales del autor: “Hay algo admirable que supera siempre el conocimiento, a la inteligencia, e incluso al genio: la incomprensión”. Con ese no-comprender hemos de vivir. Y, al fin y al cabo, deduce Le Tellier, si somos reales o virtuales, nada cambia en nuestra vida. ¿Qué importa saber si el amor que siento por ti es una invención, si de verdad siento que te amo? podría decir alguien que ha aprendido a amar de acuerdo a códigos cultural y socialmente establecidos.

“El amor evita al menos tener que buscarle continuamente un sentido a la vida”, apunta Le Tellier. Una frase conformista, sin duda. Pero plena de sentido. Podríamos reformularla así: vivir es inventarnos cosas para evitar preguntarnos acerca del sentido de las invenciones de las cosas que somos y nos rodean. ¿La vida es entonces una anomalía? No lo sé. Pero por lo menos -en eso podríamos estar de acuerdo- es un milagro.

Esa es la novela que leí, La Anomalía de Hervé Le Tellier. Seguramente otros lectores leerán en el mismo libro, otra novela. Leer, al fin, es pensar alrededor del libro que leemos.

9 de diciembre 2021

Polis

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Cuando el mundo duele

Fernando Mires

Weltschmerz es una de esas palabras alemanas casi imposibles de ser traducidas en sentido exacto. Literalmente significa “dolor de mundo”. En formato ontológico trasunta la contradicción que en algún momento se da entre el ser y el tiempo, sensación dolorosa si entendemos con Heidegger que el ser es ser en el tiempo. El “dolor de mundo” sería así sentido como un desgarro entre lo que somos y el donde estamos. Y como todo desgarro, “el dolor de mundo”, duele.

Hoy me está doliendo el mundo.

¿Dislocación entre el ser y el estar? Podríamos decir también, discordancia entre mi tiempo y su espíritu. Sí. Porque no hay necesidad de ser hegeliano para saber que los tiempos, como todas las cosas vivas de este mundo, tienen espíritu. El espíritu del tiempo, Zeitgeist, es un tiempo que es la suma y síntesis de todos los espíritus expresado en sucesos, acontecimientos, hechos, vale decir en la historia aún no escrita que vivimos.

1. Escribo a fines de noviembre. No es casualidad.

“En noviembre y diciembre los alemanes se suicidan”, leía hace algún tiempo en un artículo de no me acuerdo quien. Suicidios estadísticamente comprobados. El artículo, más bien de magazine, encontraba causas de suicidios en el tiempo climático. Noviembre y diciembre son aquí los meses de la oscuridad. Aclara muy tarde, anochece muy temprano.

La oscuridad, lo sabemos desde Platón, está asociada a la muerte, y la claridad, a la vida. Siguiendo al gran filósofo, la vida nunca accede a la luz total de modo que estamos condenados a vivir –aún en los días más luminosos- en medio de las tinieblas. En la claridad, según Platón, enceguecemos. Nuestra vida es bruma. Aunque en determinados instantes, entre las penumbras, asoman desde lejos las aves luminosas de la divinidad. Pero otras veces, las siniestras nubes de la oscuridad. En noviembre y diciembre reina la oscuridad y hay quienes se hunden en ella. Si esa es la razón de los suicidios, no está comprobado. Simple especulación, pero quizás con un atisbo de verdad si pensamos que “los heraldos de la muerte” (César Vallejos) hacen sonar sus cornetas en noviembre y diciembre. En esos días, el mundo duele.

Pero ahora el mundo duele más que en otros años. No solo estoy hablando de la pandemia, del covid-19, del delta, del omicron, de las tasas de incidencia, de los anticuerpos, de los microsoles, sino de otras cosas, entre ellas, el hastío y la rabia. Hastío o cansancio por la duración del mal. Nos habían dicho que el bicho iba en retirada y hoy contraataca con más fuerza, transportado en cómodos aviones desde Sudáfrica. Justo cuando comenzábamos a caminar tranquilos por las calles, a no ver en el prójimo un enemigo cuyo aliento puede mandarte de cabeza a la estación intensiva, a volver a ser nosotros en medio de los otros.

Rabia, al observar como junto con los virus las principales ciudades de Europa se ven atestadas por manifestaciones de los llamados anti-vacuna, reclamando derechos “liberales” en contra de la “dictadura del estado epidemiológico”. Que las multitudes pueden ser fachas, populistas, peronistas, chavistas, trumpistas, lo sabíamos. Pero que además sean capaces de organizarse para facilitar la expansión de una enfermedad colectiva, eso sí es nuevo. Es el avance de Thanatos (la muerte) contra Eros (la vida y el amor).

Sabíamos por supuesto que el miedo puede convertirse en odio y que el odio puede convertirse en acción política, pero que ese miedo-odio lleve a tantos a desatar una lucha en contra de la única arma inventada para combatir la epidemia, no lo imaginábamos. Veo sus rostros de imbéciles en la pantalla, su histeria indesmentible, el pánico que los acosa, y a pesar de todo, no los entiendo. Ha tenido lugar una separación, incluso física, entre el yo, mi yo, y el mundo. El yo comienza entonces a sentir dolor en el mundo del que está siendo amputado. Ocurre cuando el mundo aparece como ancho y ajeno -para utilizar el título de la novela del peruano Ciro Alegría-. O al revés, cuando la ajenidad (palabra recién inventada a la que no hay que confundir con enajenación) se convierte en constante.

Enweltlichung (separación entre ser y mundo) fue otra magnífica palabra inventada por Heidegger al referirse a ese alejamiento de mundo que a veces experimentamos, palabra que tomó en sentido positivo Ratzinger para incitar a la Iglesia a preocuparse más del cielo que de la tierra (por eso le cayó encima un alud de críticas de parte de sus ignorantes adversarios teológicos)

2. La pandemia, para peor, no ha venido sola.

Viene de la mano de dos personajes que no pasarán a la historia universal por algo bueno que hayan hecho. Me refiero a la parejita Lukachenko- Putin. El primero, perro de presa del segundo, está usando a los emigrantes como proyectiles en contra de Europa. En días de pandemia y frío, multitudes de emigrantes, en su mayor parte venidos del Oriente Medio, avanzan hacia los límites de Polonia y de los países más codiciados por Putin después de Ucrania: los bálticos. Entre las familias hambrientas se ven algunos que parecen más bien mercenarios armados y a quienes se les ve trenzados en batallas campales contra las tropas polacas.

Putin, malo como es, ha descubierto que la crisis migratoria y la crisis sanitaria, unidas jamás serán vencidas, y utiliza a ambas con el propósito de desestabilizar la política interna de algunos países europeos. ¿Para qué? El propósito es más que evidente, Watson: con países europeos en crisis le será más fácil realizar su sueño más húmedo: la reconquista de Ucrania. Pues las tropas que cada día estaciona en los límites con Ucrania no las pone como adorno navideño. ¿O no?

¿Estamos leyendo la crónica de una invasión anunciada? Eso no solo depende de Putin. Depende antes que nada de la actitud que tome la alianza trasantlántica, la OTAN, la que a su vez depende de la decisión de Biden para decir a Putin lo que Truman dijo a Stalin cuando este se preparaba para invadir Grecia. “Ni un paso más”. Stalin entendió la amenaza. Iba en serio.

Por ahora, EE UU parece mostrar cierta decisión. El secretario de Estado estadounidense Antony Blinken dijo desde Dakar: “Estamos muy preocupados por las actividades militares poco habituales de Rusia en la frontera con Ucrania. Estamos verdaderamente preocupados por algunas expresiones que hemos visto y escuchado de Rusia y en las redes sociales”. Más drástico fue el secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg: “Rusia pagará un precio muy alto si vuelve a proceder con medios militares en Ucrania”

Putin continúa tanteando el terreno. Sabe que además de la crisis sanitaria y migratoria, Europa comienza a ser azotada por una fuerte inflación. Presiente que en EE UU después de la caótica retirada de Afganistan, nadie se apasiona por un conflicto bélico con Rusia. Intuye que los lazos que unen a Europa con los EE UU no son tan férreos como durante la Guerra Fría. Conoce al dedillo la incapacidad de la UE para tomar decisiones. Avista que el nuevo gobierno de Alemania vacilará antes de arriesgar un conflicto militar después de una larga “paz merkeleana”. En fin, cuando se den las mejores condiciones, Putin atacará a Ucrania, que no quepa duda. Y cuando eso suceda, este dolor de mundo que ahora asoma, será aún más grande. A menos, claro está, que la OTAN abra sus puertas a Ucrania. Su presidente, Blodomir Zeleni, lo está pidiendo a gritos. A veces hay que jugarse el todo por el todo para que el todo no se convierta en nada.

3. Cuando el mundo duele, tenemos cierta tendencia a retirarnos hacia terrenos conocidos.

Mucho más lejos de Ucrania, en el concho del mundo, allí en la patria que tuvo el honor de verme nacer, tienen lugar elecciones presidenciales. Pensaba en efecto que Chile, después del plebiscito y del llamado a una nueva constitución, iba a mantener esa condición centrista que le ha permitido ser considerado, después de la dictadura de Pinochet, como uno de los países más democráticos del continente. Pero Chile también forma parte del mundo. Todas las tendencias macropolíticas de occidente se han hecho presente sobre el largo y flaco país.

En el balotaje del 19 de diciembre que decidirá entre dos bloques antagónicos, Chile ha dilapidado su condición política centrista para convertirse, como la mayoría de las naciones latinoamericanas, en una nación políticamente bipolar. Los partidos del centro no han desaparecido, por cierto. Pero han cedido su hegemonía a los extremos. Quizás el 21 de noviembre ha nacido, sino un bipartidismo, un bifrentismo, algo parecido a los dos bloques formados en Argentina alrededor de los carismas de Macri y de los Fernández.

Para que el lector no chileno tenga una imagen aproximada, es como si en España tuviera lugar un balotaje entre Podemos y VOX debiendo los demás partidos reordenarse alrededor de cada uno de ellos. Y bien, esa transformación geométrica, que ojalá nunca aparezca en España (por el bien de Europa) ya ha aparecido en Chile. Una geometría alterada, pues los partidos que ayer fueron de centro han pasado a ocupar el margen y los que ayer estaban en el margen, al centro. De esa alteración no hay nada bueno que esperar.

De más está decir, ambos bloques se excluyen. No se trata, por lo tanto, de que ambos extremos se tocan. El problema es que no se tocan. Así, el espacio político, rayado en dos, ha perdido su intercomunicación (razón intercomunicativa, diría Habermas) Por eso, gane quien gane la presidencia, solo podrá esperar en su contra una oposición brutal, sin tregua.

Para decirlo de modo simple: el país geográfico se encuentra fracturado en dos países políticos. Cada uno de esos países habla un idioma político diferente. Las posibilidades de entendimiento son mínimas. La lógica de la guerra coexistirá con la de la política, pero en desmedro de la política. Cada bloque basa su discurso en la negación radical del otro, una negación sin afirmación, o si se prefiere, una negatividad sin positividad. Chile acaba de reingresar al mundo de hoy. A ese mundo que duele. Bienvenido.

4. ¡Paren al mundo que me quiero bajar! gritó la Mafalda de Quino.

La Entweltlichung, o abandono de mundo, no tiene por qué ser dramática. Si bien las distancias entre el ser y el mundo han sido alargadas, no hay razón para seguir el ejemplo de los suicidas alemanes de noviembre y diciembre. Para los teólogos, alejarse del mundo es una chance para buscar a Dios. Para los filósofos, es el momento de reencuentro del ser consigo, una posibilidad para iniciar un nuevo comienzo.

Los que no somos teólogos ni filósofos también tenemos alternativas. Una de ellas, es irnos a vivir a otro mundo apelando al recurso más preciado de la condición humana, la imaginación. Eso es por lo menos lo que he hecho siempre cuando el mundo se torna ajeno. Busco un libro, por lo general una novela, y me voy de vacaciones mentales. Repasé entonces la lista de los libros no leídos. Elegí el último de Arturo Pérez-Reverte: El Italiano. Sabía que no me iba a equivocar. Los libros de Pérez-Reverte son como los buenos vinos de mesa -un San Pedro, diría un chileno- nunca decepcionan, libros que sin ser la octava maravilla del mundo, sabes que no te van a defraudar.

Descorché entonces un Pérez-Reverte. El Italiano me llevó rápidamente a otro mundo peor que este, al de la segunda guerra mundial. Pero eso es lo que menos interesa a Pérez-Reverte. A mí tampoco. Después de todo, es un mundo imaginado.

La historia, transcurrida en Gibraltar, nos cuenta de un grupo de buzos italianos al servicio de la Italia fascista, jóvenes que arriesgan la vida en labores de sabotaje en una desigual confontación con la marina inglesa, verdaderos guerrilleros de las aguas. Podrían haber sido comunistas o republicanos, al autor no le interesa, pues sus valores, los que más aprecia, no están determinados por ideologías. Los valores de sus buzos corresponden con los de casi todos los héroes de sus novelas. Profesionales cien por ciento, solidarios, valientes, respetuosos del enemigo y, sobre todo, machos, muy machos. Lo mismo las mujeres, muy hembras. Capaces de darlo todo cuando el momento acosa. La consecuencia es que El Italiano es, como casi todas las novelas de Pérez Reverte, una historia de amor. Entre un buzo italiano, Teseo Lombardo y una librera española, Elena Ambués, estalla un amor sin límites, sin condiciones, sin convenciones.

La verdad, no estoy muy seguro de que en la vida real existan muchos personajes como los que nos presenta Pérez Reverte. Me temo que no. Tengo más bien la impresión de que el autor proyecta en ellos sus propios ideales de vida. Por eso mismo, son más bien personajes fílmicos, carecen de vida interior. Son sus zombies personales. Pero da igual, lo importante es que el novelista nos regala cada cierto tiempo historias que nos incitan a imaginar otras realidades que, aunque nunca serán las nuestras, nos permiten bajarnos, aunque sea por unos instantes, de este mundo. Sobre todo cuando sentimos que se nos ha vuelto en contra.

Bajarse de este mundo no solo es un deseo de Mafalda. Hay quienes eligen otros caminos: las drogas, el alcoholismo, el amor e incluso, la locura. No reconvengo a nadie. Cada uno hace lo que puede cuando el mundo duele. La imaginación es también otro recurso. Y cuando la imaginación es literaria, puede ser, además, un goce. La imaginación viene de las imágenes y las imágenes vienen de las palabras que designan a los objetos.

El dolor de mundo es producto de una escisión, por eso duele. En la primera infancia, cuando no entendemos nada del mundo, esa escisión es sobrecogedora. Por eso los bebés lloran como desesperados. Arrancar al bebé de su locura originaria y unirlo con el mundo, será tarea materna y paterna, no siempre (mejor dicho, casi nunca) bien lograda. Ya pasado lo peor, en la segunda infancia, algunos nos inventamos medios menos escandalosos de evasión. Leer, por ejemplo.

Cuando descubrimos que los libros podían trasladarnos a otros mundos, llegamos a ser lectores compulsivos. Hoy recurrí a la ayuda de Pérez Reverte. Antes, muy niño, solicitaba ayuda a otros autores cuyos mundos todavía me acompañan. El capitán Nemo y su submarino Nautilius de Julio Verne, Sandokan y su amigo Morgan de Emilio Salgari, Tom Swayer y Huckleberry Finns de Mark Twain, Jerry de las Islas de Jack London y, por supuesto, Los Conquistadores de la Antártida de Francisco Coloane. Entre tantos otros.

La deuda que tengo con toda esa gente, sean los autores o sus personajes, es impagable.

3 de diciembre 2021

Polis

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Las grandes mentiras del (neo-) pinochetismo

Fernando Mires

Ningún asesino dirá jamás que mata porque le gusta matar. El ser humano intenta legitimar sus maldades, está en su naturaleza. Son las trampas de la razón de la que nos hablaba Kant. Con mayor motivo si se trata de asesinatos colectivos, genocidios, o grandes matanzas como las acontecidas a granel a lo largo de la historia universal de la infamia. Incluso Chile, tan alejado del mundo, un país de transcurrir pacífico y relativamente democrático, fue testigo de una de las tragedias más sangrientas conocidas a nivel continental.

La tragedia que comenzó a tener lugar a partir del 11 de septiembre de 1973 está documentada en fotos, en filmes, en testimonios. Es inocultable. Y mientras más lo es, más grande ha sido el esfuerzo de sus ejecutores y de quienes los aplaudían (y aplauden) por otorgarle legitimación histórica. La mayoría de esas legitimaciones utiliza la coartada del golpe bajo la rúbrica “necesidad histórica” como si la historia siguiera una lógica y una razón pre-determinada.

Desde los primeros días del golpe, la dictadura buscó su legitimación. El golpe fue llevado a cabo, propagaron los generales, en contra de un Plan Z, destinado a asesinar a quienes no eran marxistas. La UP guardaba arsenales secretos y un ejército clandestino estaba presto a asaltar al estado y declarar la “dictadura del proletariado”. Y muchos creían esas mentiras no porque fueran verosímiles sino porque necesitaban creer en ellas. Hoy todavía hay quienes arguyen que Chile mantiene una deuda histórica con “su” ejército. Pinochet, pese a uno u otro “error”, habría salvado a Chile de convertirse en una segunda Cuba.

Cuarenta y cinco años después del golpe, el mito “Pinochet defensor de la patria” ha aumentado su intensidad, entre otras razones por la orfandad política en la que se encuentran las víctimas de tres dictaduras latinoamericanas: Cuba, Nicaragua y Venezuela. No faltan incluso quienes en esos países anhelan el aparecimiento de un Pinochet, alguien que expulse a los comunistas, que imponga disciplina y orden y, sobre todo, que conduzca a sus naciones por la vía de la prosperidad. Todas estas, y otras más, son razones que llevan a indagar nuevamente sobre esos hechos que ocurrieron hace 45 años.

LAS OCULTAS RAZONES DEL GOLPE

Hagamos un poco de historia: desde mediados de 1973, el gobierno de Allende había alcanzado su fase de declive. De hecho, ya no contaba con el apoyo de las capas medias. Estudiantes y escolares llenaban las calles protestando. La SOFOFA (Sociedad de Fomento Fabril), la SNA (Sociedad Nacional de Agricultura) y CONFECO (Confederación de Comercio), vale decir, los tres pilares de la economía habían declarado la guerra al gobierno y la negociación con ellos ya no era posible. Peor aún: la UP ya había perdido a los sindicatos del cobre y del acero. Las elecciones de la CUT (Confederación Unitaria de Trabajadores) tradicional reducto comunista-socialista, fueron objetivamente ganadas por la Democracia Cristiana (DC). Allende, sin las dos cámaras, gobernaba por decretos.

Todas las encuestas daban al gobierno un número menor de votos al obtenido en las presidenciales de 1970. Para aparentar la fuerza que ya no tenía, Allende nombraba generales en los ministerios, de modo que, de facto, el gobierno ya estaba tomado desde dentro por los militares. El golpe había comenzado, efectivamente, antes del golpe. Los militares realizaban allanamientos sin ordenes judiciales y en las calles se veían, ya en agosto, soldados armados por doquier, mientras el cielo era cruzado por aviones haciendo “ejercicios”. La Armada había entrado en un proceso de “depuración” y los marinos allendistas, acusados de complotar, eran hechos prisioneros y torturados. En fin, Allende había perdido el poder antes de perderlo.

Estos hechos hay que tenerlos en cuenta a la hora de emitir un juicio. Pues el golpe del 11 de septiembre no fue realizado en contra de una revolución triunfante sino en contra de un gobierno débil, al punto del colapso. ¿Por qué entonces fue tan sangriento? La versión oficial del pinochetismo fue unánime: para impedir que Chile se convirtiera en otra Cuba.

Sin embargo, para que Chile se convirtiera en una nueva Cuba se requería una de dos condiciones: un ejército leal y/o un fuerte apoyo internacional. El ejército ya había sido ganado por la derecha, sobre todo entre los oficiales y suboficiales y Allende lo sabía. La segunda condición era internacional: una nueva Cuba solo podía ser posible con el apoyo de la URSS y es un hecho, no una especulación, que la URSS negó su apoyo al proceso chileno.

Desde el punto de vista económico, Chile no podía avanzar un solo centímetro si no pagaba la deuda externa. De modo casi humillante, Allende viajó a la URSS a solicitar un crédito (diciembre del 1972) que le permitiera saldar en parte la inmensa deuda (en la práctica, la conmutación de 350 millones de dólares que Chile pagaba a la URSS) Pero Allende volvió con los bolsillos vacíos. La URSS sufría bajo Breschnev un periodo de estagnación. Cuba por si sola costaba más de un millón de dólares diarios. Además, se avecinaba un periodo de distensión con USA en donde debía ser negociada la retirada de tropas norteamericanas en Vietnam y Kissinger exigía, como parte del negocio, la no intromisión de la URSS en Sudamérica. Razón por la cual el comercio internacional de Chile con la URSS se mantuvo durante el socialista Allende por debajo del mantenido por la URSS con Argentina, Brasil, Uruguay y Colombia.

La URSS no quería otra Cuba. Hecho geopolítico que explica por qué la URSS mantuvo poco después relaciones comerciales y -sobre todo- políticas con la Argentina de los generales. En efecto: donde prima la geopolítica no hay política. Eso lo sabía Pinochet: después de todo fue profesor de geopolítica. En fin, Chile no podía ser otra Cuba y, aunque la cubanización de Chile le sirviera de propaganda, Pinochet decidió dar un golpe por razones que tenían poco que ver con Cuba. ¿Con qué tenían que ver?

Recordemos que Allende, después de su fracaso en la URSS, reunió a todos los dirigentes de la UP y planteó crudamente la situación. Su gobierno estaba aislado nacional e internacionalmente. Para evitar la total capitulación solo cabía una posibilidad: el plebiscito. La reflexión era correcta. En caso de triunfar Allende, su gobierno emergería fortalecido. En caso de perder, había que convocar a nuevas elecciones. Si en esas elecciones triunfaba la DC -era lo más probable- no sería por mayoría absoluta y en consecuencias, un gobierno DC estaría condicionado al apoyo de la UP, invirtiéndose la relación que se había dado en octubre de 1970 gracias a las cual Allende pudo ser elegido presidente después de intensas negociaciones con la DC. Vale decir, aún perdiendo el plebiscito, la UP podía conservar algunas posiciones hacia el futuro.

El buen plan de Allende topaba, no obstante, con dos obstáculos. El primero se sabía: el PS, el partido de Allende, bloqueaba la alternativa plebiscitaria. El segundo se supo después: el propio ejército, mejor dicho, Pinochet, vio en el plebiscito una amenaza para una salida militar al conflicto. Así fue que precisamente en los días en los que Allende se aprestaba a anunciar un plebiscito, Pinochet decidió apresurar el golpe. De tal modo Pinochet no dio un golpe solo en contra de la UP, sino en contra de una salida política que, en las condiciones imperantes en septiembre, no podía sino ser plebiscitaria. En cierto modo, la lucha contra el “marxismo” fue un pretexto de Pinochet para hacerse de todo el poder estatal.

Hábil como pocos, Pinochet había establecido una alianza tácita con el sector dominante de la DC: el de Eduardo Frei Montalva. De este modo Pinochet neutralizaba a los partidarios de la salida plebiscitaria dentro de la DC (Fuentealba, Tomic) a cambio de la promesa de realizar una transición de corta duración para después apoyar a un gobierno de centro-derecha presidido por Frei. Pero esa salida “bonapartista”, como sabemos, no estaba en el plan de Pinochet. Su objetivo, por el contrario, era formar un gobierno militar de larga duración, uno que diera fundación a una nueva república de inspiración “portaliana” (sin partidos políticos) En fin, no se trataba de cambiar un gobierno por otro sino de realizar una revolución bajo la conducción de un ejército libertador conducido por Pinochet. El golpe, visto desde esa perspectiva, fue una declaración de guerra a todo el orden político y social prevaleciente.

Solo así podemos explicarnos el carácter sanguinario del golpe militar. Un golpe que no fue solo un golpe: fue el inicio de una guerra en contra de la política, sus instituciones y por supuesto, sus personas. Una guerra llevada a cabo por el ejército mejor armado del continente en contra de una ciudadanía desarmada. Pues hablemos seriamente: los pocos grupos armados de la izquierda chilena -comparados con los Montoneros y el ERP argentino, o con los Tupamaros uruguayos- eran una risa. Ni hablar del Sendero Luminoso que enfrentó Fujimori y mucho menos de los ejércitos de las FARC, las que no lograron, pese a controlar vastas extensiones territoriales, derrumbar los pilares sobre los cuales se sustentaba la república colombiana.

La guerra de Pinochet duraría a lo largo de todo su gobierno. El llamado pronunciamiento del 11 de septiembre fue solo el comienzo de una revolución en contra de toda la clase política chilena de la cual la eliminación física de la izquierda había sido solo su comienzo. La derecha, en abierta complicidad, no hizo resistencia y se autodisolvió. El atentado cometido al general Óscar Bonilla (marzo 1975), hombre de Frei dentro del ejército, marcaría un punto de inflexión. El freísmo y Frei ya no tenían nada que hacer. El posterior asesinato a Frei solo sería la consecuencia lógica de la revolución pinochetista. Una revolución que no se hizo solo en contra de la izquierda y sus partidos, sino, reiteramos, en contra de la política como forma de vida ciudadana. Pinochet mismo lo decía al referirse con desprecio, cada vez que podía, a “los señores políticos”. En esa lucha en contra de la política, la izquierda “solo” puso a los torturados, a mujeres violadas, a los prisioneros, a los exiliados y, sobre todo, a los muertos.

Las desproporcionadas masacres -innecesarias desde todo punto de vista militar- no se explican solo por las alteraciones sádicas de Pinochet y los suyos, propias al fin a todos los dictadores. Ellas formaban parte de la lógica de la revolución militar: la de crear un punto de no retorno. Vale decir: mientras más ensangrentaban sus manos los seguidores de Pinochet, mientras mas estrecha era la complicidad de los pinochetistas con la muerte, más lejana aparecería la posibilidad de un regreso a la vida democrática.

Durante Pinochet, Chile se convirtió en una nación-cuartel: sin debates, sin partidos, sin política. Razón por la que Pinochet, a diferencia de otros dictadores, no intentó fundar un partido pinochetista. Su partido ya estaba formado: era el ejército. Sin embargo, sí intentó durante un breve periodo, una nueva asociación: una alianza entre el estado militar y los gremios económicos. Fue el periodo de gloria de su entonces yerno, el fascista Pablo Rodríguez. La alianza duró poco. Pronto comprendería Pinochet que toda alianza funciona en base a compromisos y se deshizo rápidamente de Rodríguez y su poder gremial. El lugar de Rodríguez -el de la eminencia gris- fue ocupado por el “portaliano” Jaime Guzmán.

Asesorado por Guzmán, Pinochet comenzó a fraguar su proyecto histórico: el de un Estado antipolítico “en forma”, situado por sobre las instituciones, pero con un margen de deliberación entre ex-políticos elegidos desde arriba. En otras palabras, los miembros del Estado Mayor del Ejército serían convertidos en una suerte de ayatolas uniformados, secundado por “notables” fieles al régimen.

EL “MILAGRO ECONÓMICO CHILENO”

Lo que nunca pasó por la cabeza del dictador fue que en nombre de la lucha en contra del marxismo, estaba creando, solo bajo otras formas ideológicas, un sistema político muy similar al que regía en Cuba. Pues así como en Europa los regímenes de Hitler y Stalin se parecían entre sí, el de los Castro y el de Pinochet también estaban marcados por signos de semejanza. La diferencia es que en Chile la clase política demostró tener una mayor capacidad de resistencia que la clase política cubana. Pero es inevitable pensar que, durante Raúl Castro, con la apertura violenta de Cuba al capital extranjero, comenzó a tener lugar la alianza perfecta entre el mercado y el estado militar que una vez imaginaron Pinochet y Guzmán para Chile. Ambos murieron sin saberlo. Y los pinochetistas, aunque lo supieron, lo aceptaron en nombre de las, según ellos, milagrosas obras económicas de la dictadura. Pocos términos han sido más falsos que referirse a algunos éxitos numéricos, como un “milagro económico”. Expresión muy infeliz de Milton Friedman.

Friedman conocía el origen alemán de esa expresión y por cierto, sabía también que aludía a un proceso no solo diferente sino completamente contrario al que se dio en el Chile de la dictadura: la recuperación de la economía de post-guerra alemana gracias a la alianza de tres fuerzas: el estado, el sector empresarial y los obreros sindicalmente organizados. Esta última fuerza imprimió un sentido keynesiano al proceso y daría, además, origen a otro término: “economía social de mercado” (Ludwig Erhard). La de Pinochet en cambio fue una economía anti-social de mercado. O para decirlo así: mientras Allende intentó llevar a cabo una política de equidad sin crecimiento, Pinochet llevaría a cabo una política de crecimiento sin equidad.

Citando a una de las voces más autorizadas de la academia económica chilena, Ricardo French Davis: “Es cierto que durante la dictadura de Pinochet se produjeron diversas modernizaciones en Chile. Sin duda, varias de ellas han constituido bases permanentes para las estrategias democráticas de desarrollo, pero otras constituyen un pesado lastre. El crecimiento económico del régimen neoliberal de Pinochet, entre 1973 y 1989, promedió sólo 2,9% anual, la pobreza marcó 45% y la distribución del ingreso se deterioró notablemente”.

Cabe entonces hacerse una pregunta: ¿puede ser caracterizada como exitosa una economía que si bien muestra números positivos en el papel lleva a una nación a niveles de desigualdad sin precedentes, a uno de los más altos del mundo? Si el objetivo de una política económica no son los seres humanos, uno se pregunta cual puede ser.

El milagro económico de Pinochet es, si no un mito, una de las grandes mentiras del neo-pinochetismo. Como señala el mismo French Davis, el crecimiento económico de Chile comenzó a darse con vigor desde el momento en que los gobiernos de la Concertación incorporaron políticas públicas y sociales a sus programas. “La Concertación logró mejores niveles de crecimiento económico, del empleo, y de los ingresos de los sectores medios y pobres. El crecimiento económico entre 1990 y 2009 fue de un 5% (5,3% si se excluye la recesión de 2009). (....) “Dicho crecimiento económico más políticas públicas activas redujeron la pobreza del 45% al 15,1% de la población. En la dimensión social, no sólo se redujo la pobreza mediante políticas públicas. En efecto, los salarios promedios reales eran 74% superiores en 2009 que en 1989 y el salario mínimo se había multiplicado por 2,37; agudo contraste con los salarios durante la dictadura, que en 1989 eran menores que en 1981 y que en 1970. (...) “Así Chile avanzó más rápido que los otros países de América Latina, y acortó significativamente la distancia que lo separa de las naciones más desarrolladas. El PIB por habitante se expandió a un promedio anual de 3,6%, en comparación con 1,3% en 1974-89”. (Leer versión extendida en: http://www.asuntospublicos.cl/2012/06/el-modelo-economico-chileno-en-dic... )

Hay que agregar por último que no hubo una sola política económica durante Pinochet. Por lo menos hubo cuatro: entre 1973- 1979, la llamada “política de shock” (alzas de precio, recortes presupuestarios, disminución de la demanda, desocupación laboral masiva). Entre 1979-1982, un neoliberalismo clásico. Entre 1982-1986, motivada por la contracción del sistema exportador, una política económica de neto corte estatista, incluyendo expropiaciones, control de precios y emisiones monetarias. Desde 1982 hacia adelante, una política pragmática que combinó la libertad de mercado con inyecciones monetarias de tipo keynessiano. Lo único que une a esas cuatro políticas al fin, es el constante ensanchamiento de la tijera social y una baja pero también constante tasa de crecimiento numérico.

REFLEXIÓN FINAL

Al llegar a este punto, una reflexión: ¿Y si de todas maneras la política económica hubiese sido tan exitosa como dicen sus partidarios de ayer y de hoy, estaría entonces Pinochet legitimado frente al altar de la historia? De ningún modo. Ni aunque Chile fuese hoy el país más rico del mundo, no hay ninguna razón para justificar crímenes de estado. Pero hay quienes sí lo hacen. Apartando toda ética, reducen la historia a una relación costos-beneficios, aunque los primeros se paguen en vidas humanas, cuerpos torturados, familias destruidas, biografías rotas y violaciones sistemáticas a todos los derechos humanos.

De acuerdo a esa noción sacrificial entre medios y fines, ellos podrían, efectivamente, justificar a los regímenes más monstruosos de la historia moderna. Pues con el mismo criterio con que hoy justifican a Pinochet, pudieron haberlo hecho con Hitler ayer. ¿No puso fin Hitler al desorden generado por la República de Weimar? ¿No terminó con la inflación y el paro? ¿No construyó las mejores carreteras de Europa? ¿No tuvieron todos los alemanes acceso a un Volkswagen? ¿No mejoró el sistema previsional? Y por último, ¿no impidió el avance del comunismo desde dentro y desde fuera de Alemania? ¿Y el Holocausto? Sí, un “pequeño error”. ¿Y no está iniciando Putin, en estos mismos momentos, una reivindicación de la memoria de Stalin? ¿No convirtió Stalin un país de siervos de la tierra en una potencia económica y militar de carácter mundial? ¿Y los millones que murieron en el Gulag? Sí, quizás fue “algo” duro. ¿Y Franco? ¿No dio estabilidad y disciplinó a un país salido de una guerra fratricida? ¿No salvó a su país del comunismo? ¿Y Fidel Castro? ¿No liberó a Cuba del imperialismo? ¿No eliminó el analfabetismo? ¿No tienen los cubanos asistencia médica gratuita? Y así sucesivamente.

A esos, los defensores de tiranos, sean de derecha o de izquierda, los vamos a seguir encontrando en todas partes, dispuestos a inclinarse frente a los del pasado y frente a los que en el futuro vendrán. Sin esa gente, ninguna dictadura habría sido posible.

¡Malditos sean todos!

14 de noviembre 2021

Polis

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Kimmich (o el miedo al miedo)

Fernando Mires

Información previa para legos: Joshua Kimmich es mediocampista central de Bayern Münich y de la selección alemana. Sus primeros pasos los dio como defensa derecho en reemplazo del veloz y recordado Phillip Lahm, posición que le asignó en la selección el ex DT, Joachim Löw.

Kimmich es un jugador polifuncional. Pero con la llegada del genial DT Hansi Flick a Bayern y después a la selección, Kimmich afirmó su lugar en el mediocampo, desplazando al hasta entonces inamovible madrileño Toni Kroos. Sus pases largos, la profundidad de juego, sus potentes balazos, y no por último, su desplante, personalidad y hasta simpatía, hacen prever de que estamos frente a un jugador que pasará a la historia de los grandes íconos deportivos de su país. Pero nadie es perfecto: ese gran jugador también tiene un defecto.

Joshua Kimmich no se quiere vacunar.

Que haya demasiados ciudadanos que no quieren vacunarse contra el Covid -19 no es igual a que un Kimmich diga públicamente que no lo quiere hacer. Kimmich es un ídolo, sobre todo para los jóvenes. Su ejemplo puede hacer escuela, y de hecho ya la está haciendo afirman muchos, entre ellos los más destacados virólogos alemanes. Tienen razón. Propagar el mensaje anti-vacuna en un momento en que el bicho anda suelto, elevando la incidencia a los niveles más altos, solo puede aumentar los peligros de contagio.

Los grupos políticamente (sí, políticamente) organizados de los antivacunas: los ultraderechistas, los populistas, los neofascistas, o como usted quiera llamarlos, intentan presentar a Kimmich como portaestandarte de la campaña antivacuna. No sé si Kimmich quiera gozar de ese nuevo estatus. Al parecer, no. En las entrevistas se le ve más bien reservado. Poco a poco ha ido matizando su opinión afirmando que no es enemigo de las vacunas sino más bien un escéptico. Intenta justificarse con la insuficiencia de información (lo que es falso, las estadísticas muestran que, de modo mayoritario, quienes atestan las salas de tratamiento intensivo no han sido vacunados).

Kimmich está en el ojo del huracán. Tanto personalidades futbolísticas como políticas y sobre todo periodísticas lo han puesto sobre el debate público. Sus amigos aducen que Kimmich tiene derecho a no vacunarse. Claro que lo tiene. Pero, como escribió Kant, si bien no debemos hacer lo que las leyes prohíben, tampoco debemos hacer todo lo que las leyes permiten. Quiere decir: no al margen, sino más allá de las leyes, hay un espacio deducido de la misma legislación general. Es el espíritu de las leyes, según Montesquieu. Y bien: no a las leyes sino a su espíritu está faltando Kimmich. Un caso que llevó a la misma Angela Merkel a opinar maternalmente sobre Kimmich, aduciendo que confía en que el joven jugador rectificará y terminará vacunándose. Pero hasta el momento Kimmich se mantiene fiel su “no”.

Kimmich es quizás un destacado exponente del antivacunismo, pero dista de ser una excepción. Lejos de ser un imbécil – también los hay entre los vacunados – sabe expresarse con soltura y fluidez. Además, las excelentes calificaciones que obtuvo en el bachillerato muestran un coeficiente intelectual que va de mediano a alto. Prueba de que entre los vacunafóbicos no solo hay una chusma salvaje (con ellos hay que contar siempre). También encontramos a músicos, actores, literatos e incluso médicos. Estos últimos son los que menos pueden alegar falta de información.

¿Cómo explicar el miedo a la vacuna?

A riesgo de parecer tautológicos, podríamos decir: los que tienen miedo, tienen miedo. ¿A la vacuna? No. Ahí está la cosa. Tienen simplemente miedo, y ese miedo se expresa objetivamente en contra de la vacuna. Ese es el común denominador de todas las fobias: el objeto del miedo no es el objeto del miedo. El objeto es solo un representante del miedo. ¿Miedo a qué entonces?

Solo un psicoanalista experimentado, en conversación directa con Kimmich, podría llegar a descubrir su miedo originario. Por el momento solo podemos permitirnos opinar en términos generales y afirmar, también de modo general, que el más originario de los miedos, es el miedo a la muerte.

Ese miedo lo tenemos todos. Por eso mismo nos vacunamos. Kimmich, sin embargo, hace lo contrario. Su miedo a la muerte lo traslada a un objeto que lo puede, eventualmente, librar de la muerte. Ahí reside precisamente la astucia del miedo fóbico. Se trata de un miedo que actúa por asociación pues, de una u otra manera, la vacuna, al salvarnos de la muerte, está asociada a la “existencia de la muerte”. O sea, el miedo a la muerte puede ser tan grande que, nuestro inconsciente, justamente para defendernos de ese miedo, lo traslada a todo lo que tenga que ver, aunque solo sea asociativamente, con la muerte.

El de Kimmich parece ser así un miedo equivocado, errado, errático. Desde esa perspectiva, la neurosis de Kimmich, al ser explicable, es muy normal. No hay ser humano que no tenga miedo a la muerte, pero, obvio, nadie quiere enfrentar a ese miedo. Entonces cosificamos al miedo: lo transformamos en “miedo a una cosa”, en este caso, en miedo a la vacuna.

Freud, en sus "Lecciones sobre el psicoanálisis" (1916-1917), distinguía dos tipos de miedo: a uno lo llamaba miedo real. Al otro, irreal. El primero nos defiende de los peligros que enfrentamos a diario. El segundo, al que también Freud llama miedo neurótico, a objetos representativos del miedo.

Lacan a su vez (casi nadie lo dice) invirtió el pensamiento de Freud en un punto esencial. La realidad, según Lacan, no es la que percibimos como realidad, sino solo representación de una realidad que nunca podremos alcanzar, cuando más presentir. La realidad de lo que no sabemos lo que es, pero es. Esa realidad es, para nosotros, un abismo.

En el caso de Kimmich, es un miedo frente a ese abismo al que Lacan, llama “lo real”. Kimmich, en ese sentido, se defiende de esa realidad que lo acosa y, en su sistema de representaciones, elige a la vacuna como objeto al que hay que negar para sobrevivivir. Quizás, desde ese punto de vista, tiene cierta razón. No hay suficiente información sobre la realidad del más allá. Frente a la realidad lacaniana todos somos indocumentados.

Kimmich, como la mayoría de nosotros, es un ser aterrado: un hijo del miedo. Pero nadie - Kimmich tampoco, su profesión lo obliga – quiere aparecer ante los demás como un ser miedoso. Todo lo contrario: Kimmich quiere ser en la vida lo que es en el fútbol: un jugador que lo arriesga todo, un héroe luchando frente a un enemigo. Por eso no se conforma con no vacunarse y ser, como hay muchos, un anónimo sin vacuna. Kimmich, por el contrario, parece decirnos con su cara de niño biencriado. Eh, mírenme, véanme cómo desafío a la muerte, contemplen como sobrevivo. En palabras clínicas: Kimmich es un perfecto exhibicionista. Pero al fin y al cabo ¿cuál futbolista no lo es? Mostrar sus virtudes ante ochenta mil personas, todas las semanas, más la televisión, conforman, se quiera o no, una predisposición exhibicionista.

Pero ya está dicho. Kimmich no es un caso aislado. Su posición frente a la vacuna está respaldada por cientos, por miles de seres que también semana a semana salen a la calle a protestar no solo en contra de la vacuna, sino también en contra de las restricciones sanitarias, en contra de los virólogos, en contra del gobierno. Guste o no, Kimmich es, o ha llegado a ser, parte de un movimiento social y político a la vez. Pues el miedo nunca, o casi nunca, es un miedo individual.

Para decirlo nuevamente con Freud, hay “miedos flotantes”.

A veces estos miedos yacen sumergidos bajo las aguas de la realidad (la freudiana) pero de pronto salen a la superficie y flotan. Son los miedos colectivos. Suelen aparecer en tiempos de crisis, de desintegración, de anomia. En tiempos como los nuestros, cuando las grandes religiones no cumplen su papel protector, cuando las grandes ideologías están fracturadas, cuando los grandes relatos carecen de veracidad, cuando las distancias entre lo sólido y lo líquido, o entre lo virtual y lo real, se acortan, esos miedos irrumpen con virulencia. Entonces ha llegado la hora de los grandes manipuladores. La hora de los Trumps, de los Bolsonaros, y de tantos más. Ellos son los amos del miedo. Los encargados de trasladar los miedos irrepresentados hacia representantes sólidos: pueden ser los emigrantes, los demócratas, los hombres o las mujeres, los viejos, los políticos en general. Son ellos, los populistas de derecha e izquierda, los aliados que necesita el Covid-19 para continuar ejerciendo su lucha en contra de la vida. Personas como Kimmich son para esos canallas de la política, simples “tontos útiles”.

Puede que Kimmich recapacite alguna vez. Si no lo hace, igual continuaré admirando su fútbol posmoderno, sus pases biométricos, sus certeros tiros libres, su entrega total. Pero solo frente a la pantalla. Si algún día tuviera que cruzarme con alguien como él, ajustaré mi mascarilla y retrocederé dos metros. Vade retro. Después de todo, la vida me ha enseñado a distinguir entre vacunas y vacunos.

4 de noviembre 2021

Polis

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Testimonio y Escritura

Fernando Mires

1. Denis Scheck, crítico literario alemán al que respeto, la recomendó. Ahí me di cuenta de una antigua aseveración. El tema y el argumento no cuentan en la literatura, lo que cuenta es la narración.

Por el tema en sí -un aborto de una muchacha en la Francia de los sesenta- yo no habría leído el libro de Annie Ernaux, El Acontecimiento. Pero hice caso a Scheck. En dos horas, sin levantar la vista, leí como hipnotizado las setenta páginas del testimonio. Impactante, emocionante, desgarrador, todo esto es decir poco. Un relato que duele. Incluso físicamente: duele.

Annie, como tantas adolescentes de su tiempo – en una Francia más liberal que otras naciones europeas- quedó embarazada sin haberlo deseado. En el jolgorio de su juventud no llegó nunca a imaginar que el sexo tuviera relación con nada. “En todo lo relacionado con el amor y el goce no me parecía que mi cuerpo fuera intrínsecamente diferente al de los hombres”. La diferencia empero, llegó a sentirla como una discriminación de la biología a favor de los hombres.

Ni por nada del mundo Annie habría querido interrumpir sus estudios en los que ya apuntaba la destacada intelectual que terminó siendo. Pensaba en un comienzo de que se trataba simplemente de un simple malestar gástrico y acudió a un estomatólogo. Cuando un ginecólogo detectó la presencia de un embrión, su primer impulso, en un irracional acto negacionista, fue romper el certificado de embarazo. No podía ser, pensaba. Sentía su vientre vacío, pero no lo estaba. Su embarazo lo asumía como un veredicto injusto. Un golpe artero de la mala suerte, una desgracia. “A un lado estaban las chicas con sus vientres vacíos, y al otro me encontraba yo”. El embarazo le estaba robando su alegría de ser. Su vientre la condenaba a ser distinta. Embarazo y disociación grupal caminaban juntos. “Me sentía abandonada por todo el mundo”. Al escuchar las risas de sus amigas “me parecía que ya no tenía edad”. La promesa de un hijo le extirpó de modo radical su juventud. Comienza entonces a buscar contactos solidarios entre chicas que ya habían experimentado el aborto. Fue así como tuvo acceso a un mundo ilegal del que hasta entonces no tenía la menor idea.

Lo de las parteras clandestinas que proliferaban al amparo de la prohibición era y es un hecho conocido. Poco se ha hablado en cambio de la complicidad de los médicos, no solo de los que utilizaban la prohibición para su enriquecimiento personal, sino de los que estaban obligados a ser cobardes. Ninguno quería meterse en problemas legales. Desde uno que sin nombrar la palabra embarazo le recetó penicilina para cuando fuera a ir “donde vaya”, pasando por otro que le prescribió un “remedio” sin receta, haciéndola sentir como una delincuente en la farmacia, hasta llegar a uno que la somete a un raspaje soltando una frase terrible: “yo no soy su fontanero”.

Las escenas del intento de eliminar al feto y otras similares, no las escribiré aquí. Solo cabe destacar que, sin ese testimonio, Annie Ernaux nunca podría haberse liberado de un trauma que arrastraba como un pesado fardo. Mirando hacia atrás llegó a la conclusión de que -más allá de la crueldad de personas aisladas, entre ellas un sacerdote que la increpó brutalmente durante la confesión– ella fue víctima de un orden de cosas que recién cuando adulta pudo dilucidar. Interesante entre otros juicios es la analogía que hace entre la prohibición del aborto con otras actividades clandestinizadas de nuestra época, entre ellas las de quienes trafican con emigrantes. Hoy se persigue a esos traficantes, escribe “como hace treinta años se deploraba de las personas que practican abortos. Pero no se cuestionan las leyes ni el orden mundial que provocan este fenómeno”. Algún día conoceremos los testimonios de los emigrantes, de los que fueron estafados por traficantes, de los que padecieron hambre y frío, de los que vieron ahogarse a sus padres o a sus hijos.

Podemos estar o no de acuerdo con el libro de Ernaux. Pero quien quiera argumentar a favor o en contra del aborto, debería leerlo. Sin conocer realidades como las que ella nos relata, toda discusión sobre ese tema resulta una entelequia. Podemos también embarcarnos en largas polémicas académicas, morales y religiosas sobre el tema. Pero lo que no podemos hacer es ignorar experiencias vividas por tantas víctimas de la indolencia institucional. Si el cuerpo pertenece solo a su dueño o es parte de un cuerpo social o de la voluntad divina, puede ser un debate interesante y atractivo. Pero si no consideramos los daños biográficos, los destinos truncados, los traumas que han marcado a fuego la vida de tantas mujeres, incluyendo la imposibilidad de llevar una vida relativamente normal, toda discusión resulta ociosa.

2. El relato de Annie Ernaux corresponde al género de la literatura testimonial. Tal vez uno de los más difíciles de practicar. Por un lado pertenece a la literatura propiamente tal. Por otro, está ligado a la historiogafía pues sin testimonios es difícil escribir historias. Los testimonios pueden ser piezas literarias pero antes que nada son documentos. Son literarios solo cuando la calidad de su prosa así lo permite. Y bien, el de Ernaux tiene ese doble valor: es literario y documental a la vez. En sí reúne todas las características propias al género. Es personal, pero a la vez ilustra un momento de la cultura francesa durante los años sesenta. El acontecimiento es por lo tanto doble: irrumpe en la vida íntima de Annie pero tiene lugar sobre un piso nacional. Es fidedigno y verídico, y la imaginación, propia a toda literatura, está puesta al servicio del principio de realidad. La escritora no es solo observadora: es autor y personaje, es víctima y testigo.

3. El Acontecimiento, es mi opinión, debería ser sumado a la lista de los relatos testimoniales de la modernidad. Miembro de un género que en áreas muy distintas tiene nombres inolvidables. La mayoría están escritos bajo la forma de “diarios de vida”. En ese sentido, hay testimonios históricos. Me refiero a los que fueron escritos en tiempos dramáticos, como los vividos por Europa en el pasado siglo. Efectivamente, hay testimonios sobre la vida que vivimos pero cuyos interiores no conocemos bien y hay otros que sobrepasan todo conocimiento. Son los testimonios de lo inconmensurable, de la maldad humana llevada más allá de sus propios límites, de la radicalidad del mal (Kant).

El más conmovedor de todos los testimonios del mal hasta ahora conocidos -creo que en ese punto no hay discusión – es y seguirá siendo, el Diario de Anne Frank.

Todo el dolor de un pueblo perseguido y diezmado llegó concentrarse en la figura de una niña que sin prejuicios, sin ideologías y sin siquiera proponerse dejar un testimonio, describe su día a día en un escondrijo que la protegió durante un tiempo de su muerte en un campo de concentración nazi.

Sobre los campos de exterminio nazis, esa maldad radicalizada y banalizada a la vez, también hay testimonios. Uno de los más estremecedores es sin duda el de otro niño judío que, ya convertido en adulto, escribe sobre su vida en los campos de concentración con la inocencia que solo un niño es capaz de expresar. Y, al igual que Anne Frank, sin explicarse sobre las razones que lo llevaron a ese siniestro lugar. Nos referimos al escritor sobreviviente Imre Kertész y a su novela-testimonio Sin destino. Tanto Anne como Imre describen lo que, desde nuestro sitial cotidiano, podemos leer y saber, pero nunca entender.

Sobre los campos de exterminio soviéticos hay también fuertes testimonios. Archipiélago Gulag de Solyenitzin es sin duda un documento agotador, pero sin la atroz realidad que describe nunca podremos darnos cuenta de lo que significó el estalinismo en la URSS. Del mismo modo, la sensible escritora rumana Herta Müller, a lo largo de su copiosa obra nos ha dejado un duro testimonio de la cruel vida diaria bajo la dictadura del dictador Ceauşescu. En una de sus últimas novelas Todo lo que tengo lo llevo conmigo, fiel a los testimonios de su amigo Oskar Piastor, Müller describe en detalle la vida de los prisioneros en los campos de concentración siberianos. Solo recordar esa novela da frío.

Hay también testimonios que no han sido llevados a la escritura porque quienes los vivieron no se atrevieron a hacerlos públicos. Es el caso de muchas mujeres que padecieron la ocupación serbia durante la guerra del Kosovo. En otro marco histórico, el autor de estas líneas ha conversado con diferentes mujeres que pasaron por los centros de torturas de las cárceles de Pinochet. Hay historias que para ellas son inenarrables. “Prefiero soportar el peso de mi trauma a que mis familiares y amigos sepan lo que hicieron conmigo”, me dijo una estimada amiga.

4. Hay, por cierto, testimonios imaginarios. Me refiero a autores que sin haber padecido personalmente los rigores de los acontecimientos históricos, han llegado a imaginarlos con una verosimilitud similar a los vividos por sus actores reales. En los dos últimos años, cuando el Covid 19 alcanzó una dimensión mundial, han sido actualizados autores que escribieron sobre grandes epidemias. Antes que nadie, Albert Camus en La Peste, cuyo abnegado doctor Bernard Rieux ha revivido entre tantos médicos que arriesgan sus vidas luchando en contra del Covid. Tampoco podemos olvidar el clásico de Daniel De Foe, Diario del Año de la Peste, cuyos imaginarios personajes transcriben la peste que azotó Londres durante 1665. En analogía a los primeros días pandémicos es imposible no recordar la trágica historia del compositor Gustav von Aschenbach, en Muerte en Venecia de Thomas Mann. Más cerca de nuestro tiempo, el Amor en los Tiempos del Cólera de Gabriel García Márquez es un anticipo de la relación tortuosa que se da entre la muerte, la peste y el amor. Pero sin duda el caso más asombroso es el de la gran escritora canadiense Margaret Eatwood quien en su novela Orik y Krake (la primera de una trilogía) escribió sobre la pandemia ¡antes de que esta hubiera aparecido! Las similitudes entre la pandemia ficticia de Atwood y la que estamos viviendo, es realmente asombrosa. Por supuesto, el de Atwood, no puede ser catalogado, en sentido estricto, como un testimonio. Pero sí pertenece a un género poco estudiado, me refiero a la literatura profética. Solo con esa novela Atwood se sitúa al lado del 1984 de Orwell

5. Hay dos autores recientes y muy conocidos que han escrito novelas en donde la pandemia es una actriz principal. La primera de todos fue la escritora alemana Julie Zeh en su libro titulado Übermenschen. La siguió el español Manuel Vilas en su más reciente libro, Los Besos. Escritores radicalmente diferentes cuyos libros tienen dos puntos en común. El primero es que ninguno es “sobre” sino solo “en torno” de la pandemia. El Covid 19 determina el destino de los personajes. Pero ninguno de los dos escritores intentó aventurarse en los recovecos del mal bicho. El segundo punto es que en los dos autores mencionados, el amor emerge en medio de, y gracias a la, amenaza mortal.

Desde hace un par de meses la crítica literaria ha venido anunciando la aparición de un “auténtico” libro sobre la pandemia, escrito en forma de diario como el de De Foe, pero sobre situaciones no imaginadas sino directamente presenciales. Al fin un verdadero testimonio, imaginaba yo. Y así fue como me dispuse a leerlo en cuanto apareciera. El libro al cual me refiero es Volver a dónde de Antonio Muñoz Molina. Debo decir que, en este caso, mis expectativas no fueron colmadas. Lo siento.

6. Volver a dónde relata tres meses de la vida de Muñoz Molina, en plena furia pandémica. Durante esos meses el conocido autor vive en confinamiento. Desde su balcón engalanado por flores (que cuida un jardinero), bebiendo cada noche una copa de vino, mira hacia las calles de Madrid. Debido a la restricción de las actividades sociales, tiene mucho tiempo a su disposición y decide utilizarlo en la escritura de un libro sobre sus experiencias con la pandemia. No fueron muchas, en verdad. De ahí que el autor hubiera decidido escribir dos libros en uno: Uno sobre el Madrid pandémico. Otro sobre los recuerdos de su agraria infancia en donde nos cuenta de sus padres, de sus abuelos y abuelas, de sus tías y tíos, y sobre todo, de los frutales y verduras en los campos cercanos de Ubéda, su lugar natal. Esto último, con tanto detalle y esmero que al final queda la impresión de que, si bien uno no aprende mucho sobre la pandemia, recibe por lo menos interesantes lecciones de horticultura.

Bromas aparte, el libro, escrito con la prosa bien cuidada pero nunca demasiado profunda de Muñoz Molina, no es en sí un testimonio. Y sí lo es, no testimonia demasiado sobre la realidad pandémica.

Así nos enteramos que durante tres meses, Muñoz Molina cocina, lee los diarios de Thomas Merton, continúa profesando admiración hacia Benito Pérez Galdós, y se sume en la lectura de una biografía de Hitler. Además aprende a caminar rápido sobre espacios limitados, saca a pasear en las tardes a su perra Lolita, recibe de vez en cuando visitas de familiares cercanos, escucha sonatas de Beethoven mientras toma vino en su balcón y aplaude desde ese mismo balcón a los sanitarios y a la policía y estos a la vez se aplauden entre sí. También reproduce las noticias de El País y el Mundo, y como buen socialdemócrata, echa pestes en contra de la irresponsabilidad de la ultraderecha española.

Y por cierto, recuerda a sus antepasados. En esos recuerdos hay fragmentos muy bien logrados -estamos hablando de un escritor consagrado, no lo vamos a descubrir ahora- como el de la triste muerte de un trabajador nicaragüense, llegado a España huyendo de la macabra tiranía de Ortega. Las visitas a su longeva madre, sus silencios y sus olvidados pasados, contienen algunos episodios conmovedores, no se puede negar. Pero en general, sobre todo en lo que tiene que ver con la pandemia, no es mucho lo que Muñoz Molina nos dice.

7. En suma, seguiremos esperando testimonios sobre la pandemia. Tarde o temprano tendrán que aparecer. La verdad es que los necesitamos. Necesitamos saber más sobre lo que realmente sucedía en los hospitales, de los que murieron por error, de los que sin estar contagiados fallecieron porque el personal solo atendía a contagiados. Queremos saber más sobre la mortandad masiva en las residencias de ancianos. También del dolor de los deudos que despiden a alguien que hace solo un par de semanas vivía rozagante. Es importante que alguien nos cuente sobre la competencia salvaje que se dio entre los laboratorios virológicos. O de cuanto dinero recibieron los periódicos por desprestigiar a unas y ensalzar otras vacunas. Desearíamos saber cuáles eran los políticos que organizaban las marchas de los imbéciles anti-vacuna, y qué propósitos perseguían. También que alguien nos cuente la vida cotidiana de los policías y del personal hospitalario. Y no por último, las experiencias de esos seres intubados, vueltos boca abajo, pensando en los segundos que faltaban para irse de este mundo. En una sola frase: necesitamos más testimonios.

Pronto llegará el momento de escribir sobre la historia de la pandemia. Sin esos testimonios no será posible.

8. Me parece que la pregunta de las preguntas aún no ha obtenido respuesta. ¿Qué es un testimonio?

Aquí parece necesario retornar al comienzo de este artículo y volver a referirnos a la historia del embarazo no deseado por Annie Ernaux. En las páginas finales de El Acontecimiento escribió Ernaux unas palabras que, en mi opinión, son las que más se acercan al concepto de “testimonio”. Dice:

He acabado de poner en palabras lo que se me revela como una experiencia humana total de la vida y de la muerte, del tiempo de la moral y de lo prohibido, de la ley, de una experiencia vivida desde el principio hasta el fin a través del cuerpo (…..) Y quizás el verdadero objetivo de mi vida sea este: que mi cuerpo, mis sensaciones y mis pensamientos se conviertan en escritura, es decir en algo inteligible y general, y que mi existencia pone a disolverse completamente en la cabeza y vida de los demás.

Convertir al cuerpo en escritura: eso es un testimonio.

Octubre 22, 2021

Polis

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Alemania pospolítica

Fernando Mires

El resultado de las elecciones que tuvieron lugar el 26 de septiembre en Alemania consagró una absoluta primacía de los partidos de centro: un cuarteto formado por SPD (25,7%), CDU/CSU (24,1%), Verdes (14,8%), y FDP (11,5%). Ese cuarteto representa en forma equitativa las cuatro principales corrientes políticas de la modernidad: socialistas, social-cristianas, ecológicas y liberales.

Fuera del espectro de alianzas quedaron ambos extremos: la ultraderecha (AfD 10,3%) y la izquierda extrema (Die Linke 4,9%). La primera porque es un partido (todavía) paria, no coalicionable. La segunda porque el miserable resultado obtenido solo les alcanza para sobrevivir.

La posibilidad de una alianza izquierdista, la de los dos partidos rojos más los Verdes, ha sido aventada. Gracias sobre todo al jefe de los socialcristianos de Baviera, Markus Söder. Para impedir esa alianza a la que algunos socialdemócratas no miraban con malos ojos y muchos Verdes con buenos ojos, llamó Söder a un alerta general. A la caída estrepitosa de la votación del candidato democristiano Armin Laschet, hay que agregar entonces la cantidad de votos que recibió de quienes solo querían impedir una coalición de izquierda-izquierda. En general, la ciudadanía alemana votó en contra de la polarización.

En términos futbolísticos, el partido se está jugando en el medio campo. Todas las alianzas centristas son posibles: desde una repetición de la gran coalición que permitió gobernar a Merkel (la más improbable), hasta llegar a dos tipos de coaliciones, dependiendo con quienes deciden casarse los Verdes y los liberales: si con el partido ganador (“coalición semáforo”: rojo, verde y amarillo) o por la “coalición Jamaica” (negro, verde y amarillo). El verde amarillo y no el rojo y el negro, decidirán quienes conformarán el futuro gobierno de la nación. Las mayorías entonces las decidirán las minorías. Todo muy democrático. Todo muy armónico. Todo muy formal.

En Alemania han sido impuestas dos tendencias predominantes en el paisaje europeo. Primero, la del fin del bipartidismo tradicional (socialistas y conservadores) Segundo- una tendencia más reciente- la recuperación electoral de los partidos socialistas.

Con respecto a la segunda tendencia, hay que resaltar algunos puntos que merecen cierta atención. En efecto, los socialistas han advertido, antes que los conservadores, que si bien las clases sociales siguen prevaleciendo, ya no son las de la llamada sociedad industrial. Eso significa que los socialistas no pueden seguir actuando como representantes exclusivos del sector laboral sindicalmente organizado (las grandes agrupaciones obreras están en vías de desaparición) sino de segmentos que reclaman una mayor atención social.

El ex partido de la clase obrera alemana, siguiendo la orientación de los partidos socialistas escandinavos, todos hoy dirigiendo gobiernos de coalición, ha sido transformado en el partido de las reformas sociales del orden posindustrial, haciéndose eco de demandas que en el pasado reciente no concitaron su atención, entre ellas, las ambientalistas, las de género, las generacionales. O sea, un partido que brinda sus ofertas de acuerdo a un catálogo elaborado por especialistas en materias electorales.

El socialismo de la posmodernidad ya no es el de la modernidad. Incluso no es seguro si todavía podemos seguir hablando de socialismo. SPD, como sus congéneres escandinavos, más que socialista, es hoy un partido social. Esa diferencia es grande.

Social no significa ser clasista. Tampoco es perseguir un orden social “superior”. Solo significa atender a los llamados de los grupos sociales más perjudicados por el orden económico y, a partir de ahí, proponer reformas a cambio de votos. En otras palabras, SPD no es más un partido de programas sino un partido de temas. Esos temas pueden variar de acuerdo a las preferencias que aparecen en el mercado electoral. No puede decirse lo mismo de los conservadores-cristianos.

Para nadie es un misterio que en muchas regiones CDU/CSU sigue siendo el partido de los empresarios, o por lo menos, un partido más económico que social. Visto así, los conservadores son más “clasistas” que los socialistas. Característica que durante largo tiempo fue aminorada por Merkel y el merkelismo (hay quienes dicen que la mejor socialdemócrata de Alemania ha sido Angela Merkel) y por la coalición caracterizada por una desproporcionada representación ministerial de los socialistas. Olaf Scholz, captando el vacío que dejará Merkel, asumió un estilo merkelista en formato masculino. Esa fue una de las razones que explican su rápido e imprevisto ascenso electoral.

Para quienes identifican a la política con la pura gobernabilidad, el resultado no puede ser más satisfactorio. De una u otra manera la coalición que gobierne integrará a parte de la oposición en aras de un gobierno estable. De este modo, en Alemania, ha terminado por imponerse la política del consenso por sobre la política de la diferencia. Todo estaría perfecto, salvo un detalle: la política de la diferencia es la política por excelencia.

Sin diferencias no hay política y mientras más marcadas sean estas, más política será la vida de una nación. De ahí que las siguientes preguntas están lejos de ser inoportunas. ¿Ha entrado Alemania, al igual que otros países europeos, en una fase histórica caracterizada por una “despolitización de la política?” ¿Una fase a la que podríamos llamar pospolítica? ¿Una fase en donde las diferencias entre los partidos son siempre negociables en función de un objetivo común?

Por cierto, las alianzas políticas en contra de un enemigo común han sido una constante en las democracias occidentales. Pero en este momento no hablamos de enemigos sino de objetivos. Y este es el caso de Alemania: la coalición que lleve al gobierno no será erigida para detener a un enemigo peligroso (la posibilidad de un gobierno antidemocrático, por ejemplo) sino simplemente para consolidar un gobierno funcional, en aras de un supuesto bien común.

Sin duda, los admiradores de la democracia alemana pondrán a la futura coalición como un ejemplo de gobernabilidad. Ejemplo que naturalmente tendría justificación si es que no existieran grandes diferencias. Pero si esas diferencias subsisten, y solo son ignoradas, estaríamos frente a un caso de simple oportunismo en donde lo que más une a los partidos ya no son programas, ni ideas, ni bases sociales, sino solo el inocultable e intenso deseo de compartir las mieles del poder que ofrece la ocupación gubernamental del Estado. Pues una cosa es que las diferencias hayan desaparecido y otra es ocultarlas. ¿Cómo puede ser posible, por ejemplo, que partidos que siempre se han repelido, como los liberales y los Verdes, hayan descubierto de la noche a la mañana una enorme cantidad de compatibilidades que antes nunca habían percibido?

Los partidos del centro político están hablando sobre puntos comunes, reales o recién inventados. Naturalmente, todo lo que potencialmente los desune, deberá ser dejado de lado. Ya desde los inicios de la campaña electoral, como si hubieran contraído un acuerdo tácito, los partidos negaron tematizar problemas agudos que entorpecieran la formación de eventuales coaliciones. ¿Las imparables migraciones? Es un problema que debe ser resuelto con una buena integración y con una sabia educación en las escuelas. ¿La intolerancia de los grupos anti-vacuna? Tienen derecho, pero también deberes y deben cumplirlos (acerca del “cómo” nadie dice nada). ¿El enorme crecimiento de la desintegración social, de la desocupación laboral y de la ocupación informal? Muy simple, aparecerán nuevos puestos de trabajo (nadie dice dónde y cómo). ¿El crecimiento desorbitado de las enfermedades psíquicas? Ese al fin, dicen, es un problema clínico, no social. Y así, suma y sigue. Al final, deciden ponerse de acuerdo en dos temas frente a los cuales nadie está en contra y que más bien sirven de coartada para simular unidad: protección al medio ambiente y digitalización. Y que cada uno entiende por ellos lo que quiera.

Ni hablar de la política internacional. Ningún dirigente de partido, mucho menos los candidatos, mencionan a la Rusia de Putin y sus ambiciones territoriales. Nadie dice, para no intimidar electores, que Europa es uno de los espacios más peligrosos de la política internacional de nuestro tiempo. Nadie intenta levantar un mínimo debate frente a las visiones integristas de los gobiernos de Turquía, Hungría o Polonia. Lo importante, al fin, es no alterar la paz espiritual de los electores, evitar conflictos donde y como se pueda, y cuando no es posible, barrerlos hacia debajo de la alfombra. Todo, definitivamente todo, deberá ser realizado en función del principio de gobernabilidad.

La política de Angela Merkel debe continuar. Ese parece ser el mandato común.

Lejos de restar méritos a los talentos administrativos de la canciller saliente, su habilidad para contraer compromisos, su honestidad y capacidad de diálogo, no podemos dejar de notar que ella, quizás gracias a sus propias cualidades personales, ha contribuido a la despolitización gradual de la ciudadanía alemana.

Según Merkel los problemas se resuelven solo cuando se presentan. Merkel no tiene visiones de futuro, lo que en sí puede ser positivo. El problema es que los enemigos de la Europa democrática sí las tienen. Más aún, ellos intentan llevarlas a cabo como sea. Por eso Merkel nunca ha sido clara, como sí lo fue Biden, al establecer líneas demarcatorias entre las democracias establecidas y las nuevas autocracias que aparecen en Europa. No pocos quedarán con la impresión de que, cuando ella gobernaba, reinaba la paz, la tranquilidad y la felicidad en el continente. Sin embargo, hay razones que llevan a pensar que eso no es así.

Los enemigos de la democracia, pese a la marginación puntual que han acusado en estas elecciones, continuarán creciendo. Los gobiernos administrativos, pero no políticos que sucederán a Merkel, deberán enfrentar una enorme cantidad de problemas no resueltos. Por mientras, la nueva coalición que emergerá del centro podrá seguir bailando durante un tiempo sobre la cubierta del Titanic, sin conflictos ni antagonismos políticos que atormenten las almas buenas.

Fue Jürgen Trittin, viejo tercio de los Verdes, quien tuvo que llamar a la atención a la pareja dirigente de su partido, Annalena Baerbock y Robert Habeck (una especie de versión política de Fred Astaire y Ginger Rogers) cuando los vio enfrascados en una discusión acerca de a cual de los dos correspondería el puesto de vice-canciller en un futuro gobierno de coalición. El estupor de Trittin es comprensible: ¿cómo discutir sobre puestos a ocupar sin fijar antes acuerdos con los demás partidos? Evidentemente, Trittin pensaba en los términos de la vieja política.

Ahora ya es imposible ocultarlo: un fantasma avanza sobre Europa: es el fantasma de la antipolítica vendida en el mercado como pospolítica. En vista de esa situación no estaría mal recordar una frase de Freud: “lo que ha sido reprimido” – en este caso la política- “siempre vuelve”. Podríamos agregar: “Y a veces con inusitada furia”.

1 de octubre 2021

Polis

https://polisfmires.blogspot.com/2021/09/fernando-mires-alemania-pospoli...(POLIS)

Elogio al elector indeciso

Fernando Mires

Comenzaré con una tesis. "Si bien todo elector es un votante no todo votante es un elector". La diferencia no es irrelevante.

Todos conocemos a personas que siempre han votado por el mismo partido sin darse jamás el trabajo de elegir. No me refiero solo a los militantes, pues para ellos votar es una obligación, la palabra lo dice, casi militar. Hay, además, quienes han establecido una relación ontológica con la política. Por ejemplo, en lugar de “estar” en, “son” de, un partido. Ser de izquierda o de derecha es para tales personas una pertenencia de tipo étnica. Afortunadamente no son solo ellas quienes votan. También votan -estoy siguiendo una clasificación weberiana- los partidarios, los simpatizantes, y no por último, los indecisos, segmento que suele conformar en algunos países, si no una mayoría, un número decisivo en cada elección.

Para explicitar la enunciada tesis será necesario agregar que el elector indeciso al elegir toma una decisión. Luego, antes de decidir tiene que haber pasado por un momento previo, y este no puede ser otro sino el de la indecisión. Por esa misma razón el elector indeciso no debe ser confundido con el elector abstencionista, aunque puede darse el caso de que la decisión final del indeciso sea la abstención. Pero la abstención para el indeciso es solo una entre otras posibilidades. No así para el abstencionista.

El abstencionista es el que hace del no votar un decidido gesto militante y en algunos casos una profesión de fe. En cierto modo el abstencionista es un militante negativo, o si se prefiere, un fanático de la anti-política.

Mucho menos puede ser confundido el elector indeciso con el elector indiferente. Todo lo contrario. Al indiferente le da lo mismo quien gane y por lo tanto no reconoce diferencias. Pero el indeciso no solo las reconoce: hace de las diferencias una condición de la política. Ahora, reconocer diferencias significa, en cierto modo, pensar. Pues sin conciencia de lo diferente no hay pensamiento y luego, tampoco hay conciencia.

El pensamiento comienza con la diferencia (Derrida). Esa es la razón por la cual se puede afirmar que el elector indeciso es un elector pensante. Y es claro: si no fuera indeciso no tendría necesidad de pensar. Es errado imaginar entonces que al indeciso gusta su indecisión; al contrario, desea salir de ella. Pero para conseguirlo tiene solo una alternativa: pensar.

Pensar es en gran medida debatir consigo y con el otro. Y el debate, lo sabemos todos, es la sal de la política.

Ironía insólita es que los electores indecisos tienden a ser despreciados por los militantes partidarios. La ironía es tanto más grande si se tiene en cuenta que los candidatos, aún siendo militantes, nunca podrán ser elegidos si no hay electores indecisos. Sin estos, los resultados de cada elección serían siempre los mismos, no habría rotación del poder. Los indecisos, al inclinar la balanza para uno u otro lado, son los máximos garantes de la democracia política.

Sin indecisiones la vida política sería lo mismo que la vida religiosa pues, como es sabido, es mucho más fácil cambiar de opinión política que de creencia religiosa. Es por eso que en las naciones no secularizadas -pienso en países islámicos- al ser los partidos entidades confesionales, los resultados se conocen de antemano. En una nación suní, ganan los suníes; y en una chií, los chiíes

Los indecisos, por el contrario, no hacen de las elecciones un acto de fe ni tampoco aman a un líder con devoción. Si son religiosos van a los templos. Y si son amantes, van a la cama. En ningún caso van a la política a satisfacer pulsiones, ni espirituales ni eróticas. Más aún: como seres pensantes están dispuestos a cambiar de opinión siempre y cuando los argumentos de un partido sean más convincentes que los del otro. Para el indeciso, quiero decir, no existe el “para siempre”. Su voto será condicionado. ¿Condicionado a qué? A su decisión, no hay otra respuesta. El indeciso es el votante soberano.

Entre militantes partidarios e indecisos existe, aunque así no parezca, una intensa relación política. Lo explicaré:

La razón de ser de un partido –no puede ser otra- es ganar para sí al mayor número posible de indecisos. Por lo tanto -y esa no es una de las paradojas menores de la política- los indecisos son los que deciden.

La utopía de una nación de decididos militantes ha sido la misma que han acariciado los totalitarismos modernos. Fue esa la razón por la cual en tales sistemas los indecisos no fueron tratados como indecisos sino como enemigos. Convertir a los indecisos en enemigos para eliminar toda indecisión fue el objetivo fundamental perseguido por Hitler y Stalin. Ambos monstruos tenían razón desde sus perspectivas: el indeciso delibera consigo y los demás. Y toda deliberación atenta en contra de la razón totalitaria.

Los indecisos, en consecuencia, necesitan más que a nada de la democracia. Más aún: la democracia para ellos es condición existencial. A la vez, la democracia necesita de los indecisos. Sin por lo menos la existencia de dos partidos los indecisos no tendrían –como hoy ocurre en Cuba y Corea del Norte- entre quienes decidir. Las elecciones estarían de más. Y sin elecciones no hay democracia.

Muy imbécil sería entonces un candidato si levantara una política sólo a favor de quienes ya tienen su decisión tomada. Conquistar para sí a los indecisos es tarea primordial de la lucha política.

Tan importante son para mí los indecisos, que he debido vencer la tentación de proponer la fundación de un nuevo partido: el Partido de los Indecisos. El problema es que si los indecisos forman un partido dejarían de ser indecisos. Y sin indecisos, he de reiterar, se acaba la democracia.

24 de septiembre 2021

Polis

https://polisfmires.blogspot.com/2013/10/fernando-mires-elogio-al-electo...(POLIS)

¿Cómo derrotar a una autocracia?

Fernando Mires

1. Los gobiernos de dominación antidemocrática han cambiado durante el siglo XXI. De hecho, las dictaduras tradicionales del siglo XX como fueron las militares del sur de Europa, las de América Central y las del Cono Sur latinoamericano, ya no son las predominantes. Para no confundir a los lectores, al referirnos a estas nuevas formas no democráticas de gobierno, las hemos llamado autocracias. Puede que el término no sea el más correcto (el término absolutamente correcto no existe, todos son aproximaciones). Pero ustedes entienden de qué estamos hablando. Se trata de gobiernos que provienen de movimientos radicales democráticos, también llamados populistas, gobiernos que han llegado al poder por la vía más democrática de todas: la electoral.

Observamos que no se trata de un fenómeno regional sino occidental, vale decir, puede aparecer en las latitudes más diversas, aunque siempre en contra y gracias a democracias establecidas. Ninguna nación del mundo está libre de caer bajo las garras de la epidemia autocrática. El fenómeno Trump fue solo un aviso luminoso. Como dijo Joe Biden, la contradicción fundamental de nuestro tiempo es la que se se da entre democracias y autocracias. Contradicción –eso no lo dijo Biden– que surge no solo entre las naciones sino también al interior de ellas

Ideológicamente, las autocracias son autodefinidas como antiliberales o –para expresarlo como el autócrata húngaro Viktor Orban– iliberales. Quiere decir: no se declaran antidemócratas, solo adversarios de la democracia liberal, entendiendo por ella a sistemas de gobierno, parlamentarios o presidenciales, en donde prima la división clásica entre los tres poderes del Estado.

El objetivo primero de la línea autocrática es, por lo tanto, limitar esa división al máximo en aras de la primacía del ejecutivo, casi siempre encarnado en un caudillo situado por sobre la Constitución y las leyes. Pueden llamarse Putin o Maduro, Lukashenko u Ortega, Erdogan o Morales, Kaczyński o Bukele (solo por nombrar a algunos).

El listado muestra que se trata de representantes de ideologías de «izquierda» y de «derecha». Ideologías que en verdad no constituyen un factor decisivo. La ideología, en todos estos casos, opera solo para otorgar cierta «ratio» al objetivo principal de las autocracias: el control del poder del Estado. Poder en el que son incluidas las fuerzas armadas, compradas a muy alto precio. No obstante, tampoco se trata de regímenes militares, en sentido tradicional.

Pese a todos sus privilegios, las fuerzas armadas mantienen bajo el dominio autocrático solo cuotas reducidas de poder. Las autocracias, sin renunciar al apoyo militar, están constituidas por gobiernos políticos-militares y no militares-políticos, y este no deja de ser un punto de suma importancia cuando se trata de enfrentarlas.

Ahora bien, la principal característica de estos gobiernos no-democráticos es haber incorporado a su sistema de dominación formas propias a la democracia liberal, particularmente la forma electoral. Todos, unos más otros menos, mantienen inamovible una apretada agenda electoral. Algunos autores nos hablan incluso de dictaduras-electorales (Levitsky y Ziblatt, 2018) De hecho, una contradicción en sí. Por eso preferimos llamarlos aquí gobiernos híbridos o mixtos.

Los eventos electorales requieren de ciertos espacios abiertos a la política: partidos, campañas, incluso una limitada prensa y, por supuesto, redes sociales. Ahí justamente reside la gran paradoja:

Las elecciones constituyen la principal carta de legitimación de las autocracias. Pero, a la vez, constituyen su zona de máximo peligro.

Si la votación contraria es masiva podrían perder (de hecho, casi todas han perdido cada cierto tiempo elecciones regionales y parlamentarias) y si cometen fraude, también pueden perder (en legitimidad, en cohesión interna, en apoyo internacional) Cabe, por lo mismo, anotar que no se trata de regímenes estáticos. En caso de sentirse acosados, pueden convertirse en dictaduras duras y puras (Lukashenko u Ortega, para poner dos ejemplos). Pero también pueden evolucionar y abrir espacios de participación relativamente democráticos. Eso no solo depende de ellos sino también –diría, sobre todo– de la política de las oposiciones.

En Polonia, Hungría y Turquía, las grandes ciudades han sido conquistadas por oposiciones democráticas, estableciéndose una convivencia tensa con representantes de los respectivos gobiernos, cuyos fuertes son las regiones políticamente poco evolucionadas de cada país.

En estos tres países el camino ya está decidido por sus respectivas oposiciones: mantener una coexistencia difícil con sus gobiernos, ampliar los espacios de participación pública y, en momentos de crisis, intentar ganar las elecciones decisivas. La vía insurreccional está descartada. No así en América Latina.

2. En la región latinoamericana la vía democrática ha sido obstaculizada no solo por los gobiernos sino que, en gran medida, por las mismas oposiciones antiautocráticas. Para decirlo en modo de tesis: el mayor obstáculo que aparece para la apertura democrática reside en una cultura no democrática compartida por los gobiernos autocráticos y sus respectivas oposiciones.

Estas últimas han tendido a optar por vías insurreccionales o por líneas confrontacionales, o no han sabido crear condiciones que permitan ampliar los espacios de participación que lleven al debilitamiento del oficialismo autocrático. Lo que buscan, dicho en breve, no es derrotar al enemigo, buscan derrocarlo. Y no es lo mismo. Derrocar es un acto de violencia. Derrotar es un proceso político.

El objetivo de las oposiciones en Nicaragua, Bolivia y Venezuela, digamos claramente, no ha sido debilitar a sus gobiernos sino derrocarlos, eligiendo una vía confrontacional, pero sin tener los medios para llevarla a cabo. En esos tres países, y esa es la diferencia con las luchas antiautocráticas de los países europeos, la hegemonía opositora ha sido ejercida por sectores extremistas.

En los tres países mencionados las oposiciones han participado regularmente en elecciones. Pero hay distintos modos de participar. Uno es «usar» las elecciones como táctica en el trayecto de una vía insurreccional, tal como decía hacerlo la «izquierda revolucionaria» durante los años 60. Otro es hacer de las elecciones una vía, «la vía» democrática por excelencia. Pero para las oposiciones nombradas, la vía electoral —llamada por ellas «electoralismo»— es una desviación política.

De más está decir que, por su naturaleza antidemocrática, los gobiernos autocráticos, esencialmente polarizadores, están más preparados para la guerra de contrainsurgencia que para la lucha política. La confrontación polarizada les brinda el mejor pretexto para abandonar su carácter mixto y así asumir una forma puramente dictatorial.

Las manifestaciones juveniles y callejeras en Venezuela durante 2017, así como las iniciadas en Nicaragua el 2018, al ser dirigidas por grupos que exigían tumbar a las dictaduras, sobrepasaron a los partidos electorales de oposición y brindaron la ocasión a los respectivos autócratas para desencadenar oleadas represivas sin precedentes en sus países. La renuncia a centrar la lucha en la vía electoral por los sectores extremos de ambas oposiciones, así como el deseo de embarcarse en insurrecciones sin programa ni destino, es precisamente lo que aguardan gobiernos de tendencias dictatoriales, como son los de Ortega y Maduro, para endurecer sus posiciones y desplazar la confrontación política –que ambos no dominan– hacia la lucha violenta, en la que ambos son expertos.

Maduro, más político que Ortega —quien no ha vacilado en convertirse en Somoza II—, no ha desahuciado del todo la confrontación política. Ya sea porque sabe que la oposición está dividida, ya sea porque necesita una distensión internacional, no abandona la vía electoral, más todavía si en estos momentos puede más ganar que perder.

A su vez, Evo Morales –hay que hablar de Morales y no de Arce en materias de poder– no ve motivo para desechar la vía electoral, pues sigue contando con amplios contingentes sociales enfrentando a una oposición fragmentada. Por el momento, aprovecha su victoria electoral para depurar al Ejército y usar la fuerza represiva en contra de sus adversarios. Sobre todo contra quienes enfrentaron la contienda electoral como una alternativa insurreccional.

Oposiciones no preparadas para enfrentar a sistemas mixtos de dominación no parecen encontrar la línea política adecuada. Como ha anotado el politólogo venezolano Ángel Álvarez en una entrevista al diario digital TalCual, dichos gobiernos pueden presentarse una vez como dictaduras, otra vez como democracias. Pero también, anota Álvarez, a la oposición le corresponde un alto grado de responsabilidad.

En efecto, hasta ahora la oposición no ha abandonado —aun participando en elecciones— «la vía del derrocamiento», de tal manera que cuando no se ha abstenido, renunciando con ello a toda participación en la política real, han ido a las elecciones de un modo «táctico», poniéndolas al servicio de una insurrección que no tienen cómo realizar. De este modo han abandonado las tareas de toda oposición democrática: la defensa estricta de la Constitución, hacerse eco de las demandas de los grupos sociales más golpeados por el gobierno y mantener los usos políticos en la confrontación.

En fin, al seguir una irreal y desquiciada estratégica insurreccional sin insurrectos, han regalado la presidencia a Maduro, amén de gobernaciones y, no por último, la propia Asamblea Nacional. Son estas las razones que llevan a opinar a Ángel Álvarez que una transición democrática no vendrá de la oposición sino desde fuerzas que apoyan al gobierno. Lo uno, sin embargo no excluye necesariamente a lo otro.

Evidentemente, todos los gobiernos autocráticos, en algún momento de su historia, comienzan a mostrar grietas internas. Pero estas no sirven de nada si no existe una oposición en condiciones de capitalizar esas grietas a su favor. En verdad, no conocemos ningún caso histórico de autodemocratización, es decir, sin participación activa de una oposición.

Para que una transición hacia la democracia comience a tener lugar se requiere de una oposición en condiciones de interactuar con fracciones del bloque autocrático de dominación.

Las oposiciones latinoamericanas tienen en ese sentido mucho que aprender de transiciones democráticas ocurridas en el pasado reciente. Recordemos que Mandela conectó con de Klerk; Walesa con el general Jaruzelski; Felipe González con Adolfo Suárez. Sin esa despolarización esencial, sin ese diálogo sostenido entre gobierno y oposición, sin una voluntad compartida de cambio, no puede haber ningún proceso de democratización en ninguna parte del mundo.

Naturalmente, ha habido experiencias insurreccionales armadas, pero todas o han fracasado, dejando detrás de sí regueros de sangre, o han triunfado estableciendo dictaduras más horrendas que las que derribaron. La lucha armada en contra de Batista llevó a la dictadura de los Castro. La de Nicaragua en contra de Somoza llevó a la dictadura de Ortega-Murillo. La de Zimbabue llevó a la dictadura criminal de Robert Mugabe. Y así, sucesivamente. La lección que de esos procesos deriva es simple: si una oposición no es democrática consigo, nunca será democrática con los demás.

Una colega venezolana me escribe: «Me encuentro situada entre dos dictaduras: la de Maduro y la del G4». Quizás exagera. O quizás no. Lo cierto es que la oposición venezolana, para llevar a cabo su imposible política insurreccional, terminó por «desdemocratizarse», desconectándose de las demandas sociales y entregando la iniciativa política a potencias externas.

Podemos, sí hablar, al referirnos a la venezolana, de una oposición con tendencias autocráticas. No debemos extrañarnos, entonces, de que en vísperas de nuevas elecciones regionales la opinión pública internacional se encuentre presenciando el vergonzoso espectáculo de una directiva más interesada en bloquear a candidaturas que en el pasado no apoyaron la opción insurreccional-abstencionista, que en enfrentar a los candidatos de gobierno. Y nada menos que en nombre de la unidad: «su» unidad.

Levitsky y Ziblatt opinan que para salir de las dictaduras (y aquí agregamos, de las autocracias) la condición primaria es la unidad de la oposición. Es difícil estar en desacuerdo con esa opinión. No obstante, debemos distinguir dos tipos de unidad: la unidad impuesta por una dirección autocrática y la unidad política-hegemónica. Entendemos por unidad política-hegemónica aquella que se forma a través de una intensa confrontación de opiniones sobre la base de fuerzas previamente medidas en la arena electoral.

Y bien, esa unidad, como toda unidad, debe provenir de la no-unidad. No hay mejor unidad (o acuerdos, o pactos, o alianzas) que la que se da entre partidos que han definido claramente su línea, su identidad y sus objetivos. A la vez, no hay peor unidad que la que se da entre partidos que han delegado su conducción a una dirigencia que ejerce, en lugar de hegemonía, simple dominación. La unidad es y será siempre unidad en torno a objetivos determinados. La unidad se da en la diversidad. O como se dice en chileno: «vamos juntos, pero no revueltos».

Para poner un ejemplo: en las elecciones bolivianas del 2020 que dieron como vencedor al evismo de Luis Arce, la oposición cometió el imperdonable error de no alinearse en torno a la candidatura que había obtenido mayor votación en la elección del 2019 (Carlos Mesa), cuando fue descubierto el fraude cometido por Evo Morales. En la repetición de las elecciones, en el 2020, la oposición decidió nuevamente medirse entre sí, confiando en que se iban a unir en una segunda vuelta, la que no tuvo lugar. Las fuerzas del MAS, en cambio, se unieron monolíticamente en torno a la candidatura de Arce. En esos comicios primó el egoísmo de los caudillos partidistas quienes olvidaron que la unidad no solo es sumatoria sino, además, contiene un efecto multiplicador.

Hoy, más bien empujada por las circunstancias (fracaso rotundo de la vía insurreccional de Guaidó-López, fin del gobierno Trump) la oposición venezolana intentará en las elecciones regionales de noviembre medirse consigo y con las fuerzas de gobierno a la vez.

Sin unidad, sin haber resuelto su problema hegemónico, sin primarias, y sin haber dado siquiera a conocer las razones que la llevaron a abandonar la vía electoral para retomarla en peores condiciones tres años después, esas elecciones solo serán vistas en el futuro como un capítulo más, probablemente el final de la crónica de una catástrofe anunciada.

Lo importante será el después. ¿Habrá un nuevo comienzo? ¿Nacerá una nueva oposición en el verdadero sentido del término? ¿Una oposición sin conducciones de extremistas alucinados, en condiciones de convivir y dialogar entre sí y con el gobierno? ¿Una oposición democrática, constitucional, pacífica y electoral como quisieron muchos –en un momento de arrebato realista– que así fuera? Son solo algunas preguntas. Por el momento no hay respuestas.

El teléfono suena ocupado.

Twitter: @FernandoMiresOl

Fernando Mires es (Prof. Dr.), fundador de la revista POLIS, Escritor, Político, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol.

Las grandes mentiras del (neo-) pinochetismo

Fernando Mires

Ningún asesino dirá jamás que mata porque le gusta matar. El ser humano intenta legitimar sus maldades, está en su naturaleza. Son las trampas de la razón de la que nos hablaba Kant. Con mayor motivo si se trata de asesinatos colectivos, genocidios, o grandes matanzas como las acontecidas a granel a lo largo de la historia universal de la infamia. Incluso Chile, tan alejado del mundo, un país de transcurrir pacífico y relativamente democrático, fue testigo de una de las tragedias más sangrientas conocidas a nivel continental.

La tragedia que comenzó a tener lugar a partir del 11 de septiembre de 1973 está documentada en fotos, en filmes, en testimonios. Es inocultable. Y mientras más lo es, más grande ha sido el esfuerzo de sus ejecutores y de quienes los aplaudían (y aplauden) por otorgarle legitimación histórica. La mayoría de esas legitimaciones utiliza la coartada del golpe bajo la rúbrica “necesidad histórica” como si la historia siguiera una lógica y una razón predeterminada.

Desde los primeros días del golpe, la dictadura buscó su legitimación. El golpe fue llevado a cabo, propagaron los generales, en contra de un Plan Z, destinado a asesinar a quienes no eran marxistas. La UP guardaba arsenales secretos y un ejército clandestino estaba presto a asaltar al estado y declarar la “dictadura del proletariado”. Y muchos creían esas mentiras no porque fueran verosímiles sino porque necesitaban creer en ellas. Hoy todavía hay quienes arguyen que Chile mantiene una deuda histórica con “su” ejército. Pinochet, pese a uno u otro “error”, habría salvado a Chile de convertirse en una segunda Cuba.

Cuarenta y cinco años después del golpe, el mito “Pinochet defensor de la patria” ha aumentado su intensidad, entre otras razones por la orfandad política en la que se encuentran las víctimas de tres dictaduras latinoamericanas: Cuba, Nicaragua y Venezuela. No faltan incluso quienes en esos países anhelan el aparecimiento de un Pinochet, alguien que expulse a los comunistas, que imponga disciplina y orden y, sobre todo, que conduzca a sus naciones por la vía de la prosperidad. Todas estas, y otras más, son razones que llevan a indagar nuevamente sobre esos hechos que ocurrieron hace 45 años.

LAS OCULTAS RAZONES DEL GOLPE

Hagamos un poco de historia: desde mediados de 1973, el gobierno de Allende había alcanzado su fase de declive. De hecho, ya no contaba con el apoyo de las capas medias. Estudiantes y escolares llenaban las calles protestando. La SOFOFA (Sociedad de Fomento Fabril), la SNA (Sociedad Nacional de Agricultura) y CONFECO (Confederación de Comercio), vale decir, los tres pilares de la economía, habían declarado la guerra al gobierno y la negociación con ellos ya no era posible. Peor aún: la UP ya había perdido a los sindicatos del cobre y del acero. Las elecciones de la CUT (Confederación Unitaria de Trabajadores) tradicional reducto comunista-socialista, fueron objetivamente ganadas por la Democracia Cristiana (DC). Allende, sin las dos cámaras, gobernaba por decretos.

Todas las encuestas daban al gobierno un número menor de votos al obtenido en las presidenciales de 1970. Para aparentar la fuerza que ya no tenía, Allende nombraba generales en los ministerios, de modo que, de facto, el gobierno ya estaba tomado desde dentro por los militares. El golpe había comenzado, efectivamente, antes del golpe. Los militares realizaban allanamientos sin órdenes judiciales y en las calles se veían, ya en agosto, soldados armados por doquier, mientras el cielo era cruzado por aviones haciendo “ejercicios”. La Armada había entrado en un proceso de “depuración” y los marinos allendistas, acusados de complotar, eran hechos prisioneros y torturados. En fin, Allende había perdido el poder antes de perderlo.

Estos hechos hay que tenerlos en cuenta a la hora de emitir un juicio. Pues el golpe del 11 de septiembre no fue realizado en contra de una revolución triunfante sino en contra de un gobierno débil, al punto del colapso. ¿Por qué entonces fue tan sangriento? La versión oficial del pinochetismo fue unánime: para impedir que Chile se convirtiera en otra Cuba.

Sin embargo, para que Chile se convirtiera en una nueva Cuba se requería una de dos condiciones: un ejército leal y/o un fuerte apoyo internacional. El ejército ya había sido ganado por la derecha, sobre todo entre los oficiales y suboficiales y Allende lo sabía. La segunda condición era internacional: una nueva Cuba solo podía ser posible con el apoyo de la URSS y es un hecho, no una especulación, que la URSS negó su apoyo al proceso chileno.

Desde el punto de vista económico, Chile no podía avanzar un solo centímetro si no pagaba la deuda externa. De modo casi humillante, Allende viajó a la URSS a solicitar un crédito (diciembre del 1972) que le permitiera saldar en parte la inmensa deuda (en la práctica, la conmutación de 350 millones de dólares que Chile pagaba a la URSS) Pero Allende volvió con los bolsillos vacíos. La URSS sufría bajo Breschnev un periodo de estagnación. Cuba por si sola costaba más de un millón de dólares diarios. Además, se avecinaba un periodo de distensión con USA en donde debía ser negociada la retirada de tropas norteamericanas en Vietnam y Kissinger exigía, como parte del negocio, la no intromisión de la URSS en Sudamérica. Razón por la cual el comercio internacional de Chile con la URSS se mantuvo durante el socialista Allende por debajo del mantenido por la URSS con Argentina, Brasil, Uruguay y Colombia.

La URSS no quería otra Cuba. Hecho geopolítico que explica por qué la URSS mantuvo poco después relaciones comerciales y -sobre todo- políticas con la Argentina de los generales. En efecto: donde prima la geopolítica no hay política. Eso lo sabía Pinochet: después de todo fue profesor de geopolítica. En fin, Chile no podía ser otra Cuba y, aunque la cubanización de Chile le sirviera de propaganda, Pinochet decidió dar un golpe por razones que tenían poco que ver con Cuba. ¿Con qué tenían que ver?

Recordemos que Allende, después de su fracaso en la URSS, reunió a todos los dirigentes de la UP y planteó crudamente la situación. Su gobierno estaba aislado nacional e internacionalmente. Para evitar la total capitulación solo cabía una posibilidad: el plebiscito. La reflexión era correcta. En caso de triunfar Allende, su gobierno emergería fortalecido. En caso de perder, había que convocar a nuevas elecciones. Si en esas elecciones triunfaba la DC -era lo más probable- no sería por mayoría absoluta y en consecuencias, un gobierno DC estaría condicionado al apoyo de la UP, invirtiéndose la relación que se había dado en octubre de 1970 gracias a las cual Allende pudo ser elegido presidente después de intensas negociaciones con la DC. Vale decir, aun perdiendo el plebiscito, la UP podía conservar algunas posiciones hacia el futuro.

El buen plan de Allende topaba, no obstante, con dos obstáculos. El primero se sabía: el PS, el partido de Allende, bloqueaba la alternativa plebiscitaria. El segundo se supo después: el propio ejército, mejor dicho, Pinochet, vio en el plebiscito una amenaza para una salida militar al conflicto. Así fue que precisamente en los días en los que Allende se aprestaba a anunciar un plebiscito, Pinochet decidió apresurar el golpe. De tal modo Pinochet no dio un golpe solo en contra de la UP, sino en contra de una salida política que, en las condiciones imperantes en septiembre, no podía sino ser plebiscitaria. En cierto modo, la lucha contra el “marxismo” fue un pretexto de Pinochet para hacerse de todo el poder estatal.

Hábil como pocos, Pinochet había establecido una alianza tácita con el sector dominante de la DC: el de Eduardo Frei Montalva. De este modo Pinochet neutralizaba a los partidarios de la salida plebiscitaria dentro de la DC (Fuentealba, Tomic) a cambio de la promesa de realizar una transición de corta duración para después apoyar a un gobierno de centroderecha presidido por Frei. Pero esa salida “bonapartista”, como sabemos, no estaba en el plan de Pinochet. Su objetivo, por el contrario, era formar un gobierno militar de larga duración, uno que diera fundación a una nueva república de inspiración “portaliana” (sin partidos políticos) En fin, no se trataba de cambiar un gobierno por otro sino de realizar una revolución bajo la conducción de un ejército libertador conducido por Pinochet. El golpe, visto desde esa perspectiva, fue una declaración de guerra a todo el orden político y social prevaleciente.

Solo así podemos explicarnos el carácter sanguinario del golpe militar. Un golpe que no fue solo un golpe: fue el inicio de una guerra en contra de la política, sus instituciones y por supuesto, sus personas. Una guerra llevada a cabo por el ejército mejor armado del continente en contra de una ciudadanía desarmada. Pues hablemos seriamente: los pocos grupos armados de la izquierda chilena -comparados con los Montoneros y el ERP argentino, o con los Tupamaros uruguayos- eran una risa. Ni hablar del Sendero Luminoso que enfrentó Fujimori y mucho menos de los ejércitos de las FARC, las que no lograron, pese a controlar vastas extensiones territoriales, derrumbar los pilares sobre los cuales se sustentaba la república colombiana.

La guerra de Pinochet duraría a lo largo de todo su gobierno. El llamado pronunciamiento del 11 de septiembre fue solo el comienzo de una revolución en contra de toda la clase política chilena de la cual la eliminación física de la izquierda había sido solo su comienzo. La derecha, en abierta complicidad, no hizo resistencia y se autodisolvió. El atentado cometido al general Óscar Bonilla (marzo 1975), hombre de Frei dentro del ejército, marcaría un punto de inflexión. El freísmo y Frei ya no tenían nada que hacer. El posterior asesinato a Frei solo sería la consecuencia lógica de la revolución pinochetista. Una revolución que no se hizo solo en contra de la izquierda y sus partidos, sino, reiteramos, en contra de la política como forma de vida ciudadana. Pinochet mismo lo decía al referirse con desprecio, cada vez que podía, a “los señores políticos”. En esa lucha en contra de la política, la izquierda “solo” puso a los torturados, a mujeres violadas, a los prisioneros, a los exiliados y, sobre todo, a los muertos.

Las desproporcionadas masacres -innecesarias desde todo punto de vista militar- no se explican solo por las alteraciones sádicas de Pinochet y los suyos, propias al fin a todos los dictadores. Ellas formaban parte de la lógica de la revolución militar: la de crear un punto de no retorno. Vale decir: mientras más ensangrentaban sus manos los seguidores de Pinochet, mientras mas estrecha era la complicidad de los pinochetistas con la muerte, más lejana aparecería la posibilidad de un regreso a la vida democrática.

Durante Pinochet, Chile se convirtió en una nación-cuartel: sin debates, sin partidos, sin política. Razón por la que Pinochet, a diferencia de otros dictadores, no intentó fundar un partido pinochetista. Su partido ya estaba formado: era el ejército. Sin embargo, sí intentó durante un breve periodo, una nueva asociación: una alianza entre el estado militar y los gremios económicos. Fue el periodo de gloria de su entonces yerno, el fascista Pablo Rodríguez. La alianza duró poco. Pronto comprendería Pinochet que toda alianza funciona en base a compromisos y se deshizo rápidamente de Rodríguez y su poder gremial. El lugar de Rodríguez -el de la eminencia gris- fue ocupado por el “portaliano” Jaime Guzmán.

Asesorado por Guzmán, Pinochet comenzó a fraguar su proyecto histórico: el de un Estado antipolítico “en forma”, situado por sobre las instituciones, pero con un margen de deliberación entre ex-políticos elegidos desde arriba. En otras palabras, los miembros del Estado Mayor del Ejército serían convertidos en una suerte de ayatolas uniformados, secundado por “notables” fieles al régimen.

EL “MILAGRO ECONÓMICO CHILENO”

Lo que nunca pasó por la cabeza del dictador fue que en nombre de la lucha en contra del marxismo, estaba creando, solo bajo otras formas ideológicas, un sistema político muy similar al que regía en Cuba. Pues, así como en Europa los regímenes de Hitler y Stalin se parecían entre sí, el de los Castro y el de Pinochet también estaban marcados por signos de semejanza. La diferencia es que en Chile la clase política demostró tener una mayor capacidad de resistencia que la clase política cubana. Pero es inevitable pensar que, durante Raúl Castro, con la apertura violenta de Cuba al capital extranjero, comenzó a tener lugar la alianza perfecta entre el mercado y el estado militar que una vez imaginaron Pinochet y Guzmán para Chile. Ambos murieron sin saberlo. Y los pinochetistas, aunque lo supieron, lo aceptaron en nombre de las, según ellos, milagrosas obras económicas de la dictadura. Pocos términos han sido más falsos que referirse a algunos éxitos numéricos, como un “milagro económico”. Expresión muy infeliz de Milton Friedman.

Friedman conocía el origen alemán de esa expresión y por cierto, sabía también que aludía a un proceso no solo diferente sino completamente contrario al que se dio en el Chile de la dictadura: la recuperación de la economía de post-guerra alemana gracias a la alianza de tres fuerzas: el estado, el sector empresarial y los obreros sindicalmente organizados. Esta última fuerza imprimió un sentido keynesiano al proceso y daría, además, origen a otro término: “economía social de mercado” (Ludwig Erhard). La de Pinochet en cambio fue una economía anti-social de mercado. O para decirlo así: mientras Allende intentó llevar a cabo una política de equidad sin crecimiento, Pinochet llevaría a cabo una política de crecimiento sin equidad.

Citando a una de las voces más autorizadas de la academia económica chilena, Ricardo French Davis: “Es cierto que durante la dictadura de Pinochet se produjeron diversas modernizaciones en Chile. Sin duda, varias de ellas han constituido bases permanentes para las estrategias democráticas de desarrollo, pero otras constituyen un pesado lastre. El crecimiento económico del régimen neoliberal de Pinochet, entre 1973 y 1989, promedió sólo 2,9% anual, la pobreza marcó 45% y la distribución del ingreso se deterioró notablemente”.

Cabe entonces hacerse una pregunta: ¿puede ser caracterizada como exitosa una economía que si bien muestra números positivos en el papel lleva a una nación a niveles de desigualdad sin precedentes, a uno de los más altos del mundo? Si el objetivo de una política económica no son los seres humanos, uno se pregunta cuál puede ser.

El milagro económico de Pinochet es, si no un mito, una de las grandes mentiras del neo-pinochetismo. Como señala el mismo French Davis, el crecimiento económico de Chile comenzó a darse con vigor desde el momento en que los gobiernos de la Concertación incorporaron políticas públicas y sociales a sus programas. “La Concertación logró mejores niveles de crecimiento económico, del empleo, y de los ingresos de los sectores medios y pobres. El crecimiento económico entre 1990 y 2009 fue de un 5% (5,3% si se excluye la recesión de 2009). (....) “Dicho crecimiento económico más políticas públicas activas redujeron la pobreza del 45% al 15,1% de la población. En la dimensión social, no sólo se redujo la pobreza mediante políticas públicas. En efecto, los salarios promedios reales eran 74% superiores en 2009 que en 1989 y el salario mínimo se había multiplicado por 2,37; agudo contraste con los salarios durante la dictadura, que en 1989 eran menores que en 1981 y que en 1970. (...) “Así Chile avanzó más rápido que los otros países de América Latina, y acortó significativamente la distancia que lo separa de las naciones más desarrolladas. El PIB por habitante se expandió a un promedio anual de 3,6%, en comparación con 1,3% en 1974-89”. (Leer versión extendida en: http://www.asuntospublicos.cl/2012/06/el-modelo-economico-chileno-en-dic... )

Hay que agregar por último que no hubo una sola política económica durante Pinochet. Por lo menos hubo cuatro: entre 1973- 1979, la llamada “política de shock” (alzas de precio, recortes presupuestarios, disminución de la demanda, desocupación laboral masiva). Entre 1979-1982, un neoliberalismo clásico. Entre 1982-1986, motivada por la contracción del sistema exportador, una política económica de neto corte estatista, incluyendo expropiaciones, control de precios y emisiones monetarias. Desde 1982 hacia adelante, una política pragmática que combinó la libertad de mercado con inyecciones monetarias de tipo keynessiano. Lo único que une a esas cuatro políticas al fin, es el constante ensanchamiento de la tijera social y una baja, pero también constante tasa de crecimiento numérico.

REFLEXIÓN FINAL

Al llegar a este punto, una reflexión: ¿Y si de todas maneras la política económica hubiese sido tan exitosa como dicen sus partidarios de ayer y de hoy, estaría entonces Pinochet legitimado frente al altar de la historia? De ningún modo. Ni aunque Chile fuese hoy el país más rico del mundo, no hay ninguna razón para justificar crímenes de estado. Pero hay quienes sí lo hacen. Apartando toda ética, reducen la historia a una relación costos-beneficios, aunque los primeros se paguen en vidas humanas, cuerpos torturados, familias destruidas, biografías rotas y violaciones sistemáticas a todos los derechos humanos.

De acuerdo a esa noción sacrificial entre medios y fines, ellos podrían, efectivamente, justificar a los regímenes más monstruosos de la historia moderna. Pues con el mismo criterio con que hoy justifican a Pinochet, pudieron haberlo hecho con Hitler ayer. ¿No puso fin Hitler al desorden generado por la República de Weimar? ¿No terminó con la inflación y el paro? ¿No construyó las mejores carreteras de Europa? ¿No tuvieron todos los alemanes acceso a un Volkswagen? ¿No mejoró el sistema previsional? Y por último, ¿no impidió el avance del comunismo desde dentro y desde fuera de Alemania? ¿Y el Holocausto? Sí, un “pequeño error”. ¿Y no está iniciando Putin, en estos mismos momentos, una reivindicación de la memoria de Stalin? ¿No convirtió Stalin un país de siervos de la tierra en una potencia económica y militar de carácter mundial? ¿Y los millones que murieron en el Gulag? Sí, quizás fue “algo” duro. ¿Y Franco? ¿No dio estabilidad y disciplinó a un país salido de una guerra fratricida? ¿No salvó a su país del comunismo? ¿Y Fidel Castro? ¿No liberó a Cuba del imperialismo? ¿No eliminó el analfabetismo? ¿No tienen los cubanos asistencia médica gratuita? Y así sucesivamente.

A esos, los defensores de tiranos, sean de derecha o de izquierda, los vamos a seguir encontrando en todas partes, dispuestos a inclinarse frente a los del pasado y frente a los que en el futuro vendrán. Sin esa gente, ninguna dictadura habría sido posible.

¡Malditos sean todos!

11 de septiembre 2021

Polis

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Cinco grandes mentiras sobre Afganistán

Fernando Mires

1. La retirada de los EE. UU. de Afganistán puede ser comparada con la retirada de Vietnam.

Falso. En ningún caso. El objetivo de la presencia de los EE. UU. en Vietnam fue impedir la penetración imperial de la URSS, potencia que apoyaba militarmente a Vietnam en el Sudeste Asiático. Si Vietnam era reducido a dominio soviético, sucedería lo mismo con Laos y Camboya.

Pero cuando Kissinger descubrió que la China de Mao estaba tan interesada como los EE. UU. en impedir la hegemonía de la URSS en la región, cedió inteligentemente la hegemonía militar a China. El gobierno chino arreglaría el problema en pocos meses. Desde esa perspectiva la URSS no estaba en condiciones de enfrentar a una alianza China- EE. UU. Fue así que debió despedirse de sus pretensiones en el sudeste y en el sur de Asia.

Visto así, la retirada de los norteamericanos de Vietnam no fue una derrota norteamericana frente al Vietkong, sino una derrota soviética frente a China. La historia ha terminado por dar la razón a Kissinger. El sudeste asiático – partiendo por Vietnam - está hoy poblado por pujantes economías capitalistas que mantienen excelentes relaciones comerciales con China y los EE UU.

2. EE. UU. invadió a Afganistán para crear una democracia

Falso. EE UU invadió Afganistán después del 11-09-2011 cuando advirtió que desde ese país se había formado un frente terrorista islámico en el marco de una guerra declarada a Occidente, con vinculaciones en casi todos los países del Medio Oriente. Con la ocupación de Afganistán se trataba además de cortar los nexos que unían a Arabia Saudita, Al Quaida y los talibanes. Ese objetivo fue cumplido

Hoy, el peligro de la expansión terrorista ha sido reducido, gracias sobre todo a la diplomacia e influencia de Arabia Saudita, cuya confesión mayoritaria es la suníe, al igual que en Afganistán (80%).

Arabia Saudita y gran parte de los Emiratos mantienen excelentes relaciones con el Talibán y con los EE UU. A la vez son los principales enemigos de Irán en la región. Lo más probable es que Arabia Saudita tomará a El Talibán bajo su “protección”.

3. Al retirar sus tropas de Afganistán los EE. UU. han abandonado a la región islámica a su suerte.

Falso. Para los EE. UU. el principal problema ahora es detener la expansión iraní en la región. En ese objetivo coincide plenamente con Israel. Por eso EE. UU. apoya al ejército saudíe en contra del ejército chiíe (pro-Irán) en Yemen. La razón de la oposición de EE. UU. a Irán es simple: Irán ha restablecido su unidad con Siria y es apoyado por Rusia y China. Arabia Saudita, por su parte, ha establecido relaciones diplomáticas con Israel. Puede ser que ya en el plano de ese reconocimiento mutuo, estuviera estipulado el retiro de las tropas norteamericanas de Afganistán. Hay indicios.

Hay en consecuencias dos frentes político-militares: uno hegemonizado por Irán, otro por Arabia Saudita. EE. UU. e Israel toman partido a favor del último. Si atendemos a esas razones, hablar de una derrota de EE. UU. frente a El Talibán es, definitivamente, una ridiculez.

4. La retirada de las tropas estadounidenses muestran las diferencias entre Trump y Biden con respecto al tema de Afganistán

Falso. Evidentemente, no. La retirada de las tropas de Afganistán es en los EE UU asunto de Estado y no de gobierno ni mucho menos de partidos. Independientemente a estilos personales, hay en ese punto una continuidad entre Trump y Biden, así como antes la hubo entre Bush y Obama.

5. Al abandonar Afganistán los EE. UU. han entregado las mujeres afganas a la represión patriarcal.

Falso. Los EE. UU. no controlaban la totalidad de Afganistán sino solo las principales ciudades y algunas áreas militarmente estratégicas. Las relaciones socioculturales de la nación no fueron alteradas en lo más mínimo. Por lo demás, la liberación femenina nunca va a ser alcanzada por medio de invasiones territoriales. Es un tema de profundas raíces culturales y religiosas.

La liberación de la mujer de sus patriarcas musulmanes deberá ser obra de ellas mismas, no de soldados asalariados.

A la cultura patriarcal islámica pertenecen hombres y mujeres. No podemos olvidar que la caída del Shah de Irán (1979) y la implantación de los ayatolahs en el poder fue consecuencia de una revolución tradicionalista y religiosa cuya vanguardia estuvo formada por aguerridas mujeres musulmanas, todas embutidas en sus respectivos burkas. Ese fue un triunfo de la tradición en contra de la modernidad, de la religión en contra de la razón, del pasado en contra del presente.

Corolario: nunca hay que dejar en manos de los medios periodísticos – por muy importantes que sean – la interpretación de la historia. Mucho menos la de la política.

21 de agosto 2021

Polis

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