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Fernando Mires

Las mujeres y el islam (Un fragmento de mi libro El islamismo)

Fernando Mires

Los patriarcas internos

…...hay que convenir que tanto en el mundo islámico como en el occidental la representación central del poder, precisamente porque es representación, refleja relaciones que son posibles de ubicar a lo largo y a lo ancho de todo el complejo cultural; y eso significa que si aún en los países islámicos fuese prohibida legalmente la discriminación de la mujer, ésta continuaría existiendo en el seno de cada unidad familiar si es que el poder del micro-patriarca no es cuestionado al interior de la propia familia y, por cierto, cuestionado tanto por la mujer como por el hombre.

No obstante, la experiencia occidental ha demostrado claramente que por lo general los hombres no renuncian a su poder si las mujeres no se organizan como contra-poder, lo que implica que las mujeres, si es que quieren liberarse deben hacerlo en primer lugar de sí mismas, o, por así decirlo, de su propio “patriarcado interior”. Esto último es mucho más difícil de ser alcanzado si es que ese “patriarcado interior” se encuentra teológicamente asegurado, de modo que para una mujer islámica la rebelión frente al hombre equivale nada menos que a una rebelión en contra de Dios.

El patriarcado asume en la mayoría de las regiones islámicas una forma absolutista. Sus dispositivos de seguridad no sólo se encuentran en el poder gubernamental, sino que al interior de cada familia en donde el jefe de familia aparece dotado de atribuciones cuasi-sacerdotales. Como ha escrito Seyyed Hossein Nasr: “la familia islámica es una representación en miniatura de la sociedad musulmana. En ella actúa el hombre, o el padre, de acuerdo con la naturaleza patriarcal del Islam (...) En la familia es el padre el sostenedor de los fundamentos de la creencia y su autoridad simboliza una potestad de mando que viene de Dios”

Las trabas internas para una mujer islámica son mucho más fuertes que para una mujer occidental, pues están ligadas con la religión en una sociedad cultural que se rige por el dictado de la religión. Hay, por lo tanto, que reconocer en toda su magnitud el valor de aquellas mujeres afganas que, antes de que las tropas aliadas de Occidente realizaran la guerra en Afganistán, acudieron al Parlamento Europeo a presentar un listado de las violaciones a los derechos humanos que eran cometidos en su país en las personas de las mujeres. La resonancia de tales acusaciones fue muy escasa. Todavía nadie, ni siquiera los servicios secretos norteamericanos, habían establecido las exactas relaciones entre los talibanes, el islamismo organizado, y el terrorismo internacional.

En cierto modo todo parece indicar que la liberación de la mujer islámica deberá ser un resultado de la modernización política, y no la modernización política un resultado de la liberación de la mujer. No obstante, los propios patriarcas islámicos deben lentamente reconocer que la sujeción extrema a que someten a sus mujeres se está convirtiendo en un obstáculo, no tanto para la occidentalización que quieren evitar, sino que para la propia modernización que quieren impulsar en sus naciones y pueblos. Bernard Lewis postula incluso que el alejamiento de la mujer de la vida social y política en los países islámicos ha privado a éstos de una enorme cantidad de energía y talento que podría haber sido invertido en tareas que tienen que ver con el desarrollo de sus naciones.

A mujeres reprimidas y analfabetas les ha sido confiada a la vez, la educación de hijos quienes cuando son adultos no pueden adaptarse a las exigencias de una vida moderna. En fin, un círculo vicioso.

Las mujeres y la modernidad

En la realidad podemos diferenciar dos formas de subordinación de la mujer islámica. Una pre-histórica; otra moderna. La más pre-histórica fue aquella que se dio en el Afganistán de los talibanes.

La brutalidad sin límites a que fueron sometidas las mujeres en Afganistán tienen que ver, sin duda, con el propio origen religioso-cultural de los talibanes. La mayoría de ellos fueron educados en las madrasas de Pakistán. Como nos informa Ahmed Rashid: “Todos los huérfanos, los desraizados, el lumpen-proletariado que provenía de las guerras y de los centros de refugiados crecieron en una absoluta sociedad masculina”.

A ellos les fue enseñado que las libertades que gozaban las mujeres de Occidente constituían una afrenta al orden instituido por Dios; que enviarlas a la escuela era occidentalizarlas, y que una cultura como la del Islam sólo podía existir si los hombres ocupaban el lugar que Dios les asignaba; particularmente en la guerra.

Los propios jefes talibanes aclararon al periodista pakistano Ahmed Rashid que el contacto sexual de los guerreros con mujeres podía debilitarlos e impedir que mataran con la pasión requerida. La represión a la que los talibanes sometieron a sus mujeres tenía el propósito –como ellos mismos afirmaban– de purificar al Islam de influjos externos. Más aún: la represión a las mujeres llegó a ser para los islamistas afganos un signo de autoidentidad frente al corrupto Occidente. Para poner un ejemplo: El fiscal general del Estado afgano-talibán Maulvi Jalilullah Maulvizada, cuando fue criticado por las Naciones Unidas debido a la política radicalmente antifemenina de su gobierno, emitió la siguiente declaración oficial: “Para nosotros está claro que tipo de educación quiere imponer Occidente. Se trata de una política de infieles que garantiza a las mujeres las más obscenas libertades, las que sólo pueden llevar a cometer adulterio – y esa es una de las pre-condiciones para destruir al Islam. Cualquier país islámico en donde los adulterios se conviertan en algo normal, será destruido y caerá finalmente en las manos de los infieles, porque sus hombres serán como las mujeres y las mujeres no se podrán defender. El sagrado Corán no puede someterse al deseo de otros hombres. Quien quiera hablar con nosotros debe someterse al Corán”.

El régimen de los talibanes correspondió a uno de esos momentos de recaídas históricas que hacen regresar a los pueblos ya no a la barbarie, sino que al propio salvajismo. Si hay que buscar en la historia alguna equivalencia al “talibanismo” afgano habría que concluir que sólo es comparable al régimen que instauró Pol Pot a fines de los años sesenta en Camboya. Pero tampoco hay que olvidar que los jefes de los talibanes habían sido formados de acuerdo a los cánones más ortodoxos del islamismo radical, particularmente aquel que se enseña todavía en Arabia Saudita de acuerdo a las lecciones de Qutb y de las sectas wahhabistas (ya hablaremos de ellas). Los talibanes representaban una suerte de radicalización islamista en condiciones de guerra y de miseria material. Y de acuerdo a esa tradición trataban a sus mujeres. Sin embargo, los islamistas, productos netos de la modernidad occidental, también han recurrido a nuevas formas para mantener subordinadas a sus mujeres. Esas formas modernas se han desarrollado de un modo muy refinado en Irán.

Los sacerdotes chiítas, ya desde los tiempos de la revolución del ayatolá Jomeini, captaron aquello que llamó la atención a Bernard Lewis: que el Islam tradicional al prescindir del aporte de las mujeres estaba dilapidando una cuota considerable de capital humano, lo que de hecho obstaculizaba el proceso de “modernización sin occidentalización” postulado por los propios islamistas. De este modo, uno de los propósitos del régimen islamista-chiíta ha sido incluir a las mujeres en el proceso de producción, utilizando su aporte en las empresas, en la microelectrónica, en la telefonía, en la construcción de materiales de guerra, e incluso en el ejército. Ese proceso se encuentra muy bien documentado en las informaciones televisivas, sobre todo cuando se ven desfilar aguerrida y marcialmente a ejércitos de mujeres cubiertas con velos negros, empuñando con decisión sus Kalaschnikovs. A cualquier observador poco avisado han de parecer dichas demostraciones signos de liberación de la mujer, sobre todo si se las compara con la situación en que se encuentran las mujeres en países donde domina el islamismo sunita.

Las mujeres, en efecto, han sido modernizadas (por los hombres) en Irán; pero, al igual que lo que ocurre con la propia cultura, no han sido occidentalizadas; y esto es lo más importante para el régimen. Más aún, a través de las mujeres, los ayatolás intentan movilizar a la modernización de las actividades femeninas en contra de su occidentalización, tal como ya ha ocurrido con los hombres; y por cierto, con excelentes resultados. ¿No hizo al fin lo mismo el nazismo alemán cuando movilizó a miles de mujeres armadas? ¿Y no están aún vivos en el recuerdo los ejércitos de “mujeres proletarias” que desfilaban en la Plaza Roja de Moscú mientras los “máximos dirigentes” las saludaban desde los palcos? Las feministas occidentales ya saben muy bien que el hecho de que haya mujeres policías, militares, e incluso ministras, no siempre es un indicador de la liberación de la mujer. La modernización profesional de la mujer puede ser bajo determinadas condiciones un indicador de lo contrario, como ocurre hoy en Irán.

Sin embargo, los ayatolás tienen razones para temer. Como las mujeres viven la realidad islamista de un modo más intenso que los hombres, y como ni talibanes ni monjes chiítas pueden evitar que las mujeres piensen, no pueden tampoco evitar que en su propio entorno aparezca una disidencia que tarde o temprano deberá llevarlos a la razón. El premio Nobel otorgado a Shirin Evadí, defensora de los derechos humanos en Irán, ha puesto una marca que los machistas ayatolás no pueden atravesar a menos que renuncien definitivamente a la modernización del país. Pero esa modernización es, a su vez, parte del proyecto chiíta de poder. De ahí que, llegado un momento, deberán entender que la modernización tecnológica a la que ellos aspiran es imposible de llevarse a cabo sin una modernización de los seres humanos que la realizan, aunque ellos piensen que eso significa occidentalizarse. Algún día entenderán que Occidente también debió occidentalizarse y que las mujeres de Occidente debieron luchar mucho para alcanzar el grado de occidentalización que hoy poseen.

Si el proceso de modernización que incluye a la modernización del trabajo femenino pueda incidir en un proceso de auténtica liberación de la mujer islámica, lo que supone su politización (es decir, lo que el islamismo llama occidentalización) es una pregunta que, por lo menos durante el curso de este texto hay que dejar abierta. Con cierto escepticismo se puede pensar que si la modernización del trabajo productivo en los hombres islamistas no ha llevado a cierta occidentalización de sus costumbres, no hay muchas razones para pensar que eso pueda ocurrir fácilmente con las mujeres, sobre todo si se tiene en cuenta que ellas, a través de la versión religiosa que profesan son prisioneras de sus propios “patriarcas internos”. Y eso significa que las reformas que tienen que ver con la situación de la mujer en los países islámicos, pasan por ciertas reformas básicas en la propia enseñanza del Islam. Mas, por otra parte, hay que tener en cuenta que el islamismo chiíta- iraní, a diferencias del sunita, quiere insertarse en la globalidad de un mundo del que mal que mal forman parte. Y a esa globalidad pertenecen también los derechos humanos, que no significan de acuerdo a la horrible traducción francesa, italiana y española “derechos del hombre”, sino que derechos de los humanos y de las humanas.

16 de agosto 2021

Polis

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Izquierdas e Izquierdas

Fernando Mires

He leído recién el muy bien escrito artículo del académico español Gabriel Tortella titulado “Qué es hoy ser de izquierda” (El Mundo 10.08.2021). Uno más que da cuenta de la dificultad para definirse de izquierda hoy día. Un texto que nos muestra una crisis de identidad de una entidad política que hasta hace poco aparecía como insustituible en el discurso público. Y evidentemente, hablar de la izquierda hoy día presupone hablar de la crisis de la izquierda. Pero más: de la crisis de un paradigma que daba orden a las coordenadas de relación política en casi todo el espacio occidental.

Como es ya corriente al discurrir sobre ese tema, Tortella nos hace un rápido repaso de las distintas fases, desde los orígenes del “ser de la izquierda”, hasta llegar a nuestros días donde uno puede cada cierto tiempo asumir determinadas posiciones sociales de izquierda sin “ser” necesariamente de izquierda. Como también defender algunos valores conservadores de la antigua derecha sin “ser” de derecha. Hecho que demuestra una separación del ser con respecto a su autodefinición política.

Eso es algo, después de todo, que debemos saludar: la relación entre el ser y la política le quedaba demasiado grande a la política y demasiado chica al ser. Hoy en cambio la relación entre ser y política ya no es un compromiso asumido hasta que la muerte nos separe, sino una simple opción circunstancial, determinada por esa discusión que siempre tiene lugar entre nuestras pasiones y nuestros intereses (A.O Hirchman).

La izquierda occidental (el mundo asiático -sobre todo el submundo chino- pertenece a "otra historia") nació de la revolución. En eso podemos estar todos de acuerdo. Particularmente nació de la división geométrica que trajo consigo la Convención revolucionaria en Francia. La primera izquierda era, por lo mismo, revolucionaria, y durante mucho tiempo lo siguió siendo. Ahora bien, la palabra revolución en Francia significaba adherir a los tres grandes ideales: libertad, igualdad, fraternidad. Tres ideales que salieron de la pluma de Rousseau según los cuales el humano, cuando es libre, es decir, cuando su naturaleza es libre, es igualitario y fraternal. Que los tres ideales no eran deducibles unos de otros sino diferentes y contradictorios entre sí, se encargarían de demostrarlo los mismos jacobinos. La cantidad de cabezas cortadas en nombre de la libertad no derivó de un acto igualitario ni mucho menos fraterno (más bien demostraría la naturaleza cainesca de la condición humana).

La segunda versión de la izquierda heredaría del jacobinismo la idea de la libertad institucional, bajo la forma de la por los filósofos (desde Platón a Kant) llamada república. República que radicalizada socialmente, sería después llamada democracia. Democracia social. Social-democracia.

Desde la revolución industrial europea, la socialdemocracia se convertiría en el partido del trabajo y de los trabajadores quienes -según pensadores ligados a la cultura política socialdemócrata, entre ellos Marx y Engels- llevarían la democracia hacia una sociedad igualitaria de acuerdo a cambios producidos en la esfera de la producción, cambios que, según Marx, deberían tener lugar “independientemente a la voluntad de los hombres”.

Del proyecto jacobino la socialdemocracia conservó tres objetivos (no ideales) fundamentales: anticlericalismo, antimonarquismo (para lo que era necesario apoyar a la burguesía republicana) y gobierno del pueblo trabajador y no de “una” clase (demo-cracia) como paso preliminar para alcanzar el final que redimiría a toda la humanidad: el socialismo.

La tercera versión de la izquierda, nacida de la revolución rusa, surgiría de una división de la socialdemocracia. Significó, además, bajo la conducción de Lenin y Trotsky, una ruptura con la democracia social y por lo mismo con la teoría marxista, pero en nombre del marxismo (ese fue el gran truco de Lenin). La llamaremos izquierda bolchevique. Sus postulados principales serían: 1. La revolución socialista no comenzará en los países del capitalismo avanzado sino en los países del capitalismo atrasado. 2. No solo los obreros, también los campesinos pasarían a formar parte de la vanguardia social de la revolución 3. La vanguardia política debería ser construida por los intelectuales, en nombre de los trabajadores, pero sin los trabajadores, organizados en un Partido. 4. la democracia parlamentaria, llamada burguesa, no sería más un objetivo de la revolución, cuando más un paso táctico, y cuando no, un obstáculo a ser removido por la dictadura del Partido. 5. El socialismo, para Marx sinónimo de comunismo, sería convertido en la fase inferior del comunismo, periodo histórico que solo podría tener lugar después de una revolución de carácter mundial. En espera del advenimiento sin fecha de esa “fase superior en el desarrollo histórico de la humanidad” (Trotsky), sería instaurada la “dictadura del partido del proletariado” cuyo objetivo debería ser destruir a la maquinaria “burguesa” de dominación.

En los países de alto retraso económico, sobre todo en los poscoloniales, surgiría una cuarta versión de la izquierda, muy ligada a la tercera. No el partido del proletariado, sino el partido-estado representado en un líder mesiánico, apoyado en la violencia institucionalizada, se convertiría en la vanguardia de una revolución socialista en permanencia. Mugabe, Gadafi, Castro, entre otros, serían representaciones místicas de la revolución de los países pobres en contra del capitalismo mundial.

Lo hasta ahora expuesto no significa que cada una de las nuevas fases de la izquierda suprimiría a la anterior, sino de una relación de tipo más bien sumatorio. Socialdemócratas coexistirían con comunistas, comunistas con tercermundistas y así sucesivamente. De tal manera que la crisis de la izquierda ya se hacía presente antes del colapso del sistema comunista. El problema que se presentaba era mayúsculo. ¿Cómo incluir dentro del mismo concepto de izquierda a los seguidores de un Willy Brandt o de un Felipe González, con los de dictadores como Robert Mugabe o Fidel Castro? Fue entonces cuando las izquierdas debieron pluralizarse y en vez de izquierdas comenzó a hablarse de “las izquierdas”.

Después de la caída del Muro de Berlín parecía que una izquierda sin revolución, sin clase obrera, sin socialismo, ya no podría existir. En verdad, el concepto de izquierda debería haber desaparecido. El hecho que evitó esa posibilidad fue uno solo: las derechas continuaban existiendo. De ahí que ser de izquierda se convirtió rápidamente en algo muy impreciso: no ser de derecha. Vale decir, en opositores a una derecha económica, neo-liberal y anti-social. No fue la izquierda, fue la derecha la que salvó a las izquierdas de su ruina total y definitiva.

El “socialismo del siglo XXl”, tan popular en América Latina, solo fue un intento para unir a todos los fragmentos dispersos de las izquierdas. Pero unirlos ¿cómo? ¿En torno a un futuro común? Imposible, no había ninguna alternativa que sustituyera a las antiguas visiones. ¿En función de una nueva teoría socialista? Con el perdón de los socialistas, pero después de la caída del muro los pensadores de izquierda se han caracterizado por una notable sequía mental.

El problema sería mayor cuando los partidos socialistas, como consecuencia del fin del orden económico industrialista, comenzaron a declinar en casi todos los países europeos. El vacío que dejaron detrás de sí fue parcialmente llenado por algunos movimientos y partidos nacional-populistas de carácter neo-fascista cuyo objetivo es fundar sistemas posdemocráticos (Anne Applebaum) como hoy sucede en Polonia, Hungría, Turquía, Rusia, Bielorrusia. En algunos países europeos (España y Portugal), pero sobre todo en América Latina, su equivalencia ha sido la formación de una “nueva izquierda”.

A esa “nueva izquierda” la llamaremos aquí izquierda populista, no porque se defina como populista sino porque para existir no le queda otra alternativa que ser populista.

De acuerdo a autores como Bernd Stegemann, las nuevas izquierdas son conglomerados de movimientos muy diferentes entre sí, casi todos identitarios (nacionalistas, religiosos, de género, ecológicos, etc) los que en algunos casos practican una unión confederativa con las antiguas izquierdas. ¿Como vincular a todas esas representaciones movimientistas, cada una con una visión excluyente y moralista de la política? No quedaba otra alternativa: mediante un liderazgo que los represente a todos. Pero como eso es imposible en un nivel social, ese liderazgo solo puede ser representado al nivel de lo simbólico e incluso de lo mágico.

Chávez, por ejemplo, tenía para cada uno de los segmentos de su heterogéneo movimiento una palabra diferente. Sin ahondar demasiado, hoy vemos en Perú un gobernante-líder, Pedro Castillo, que concita el apoyo de las identidades raciales (indios) sociales (campesinos) y de intelectuales de la izquierda tradicional pero también de una izquierda identitaria de carácter urbano. ¿Como unir las demandas libertarias (incluyendo las feministas) con el tradicionalismo patriarcal y extremadamente conservador de los campesinos e indios peruanos? No queda otra respuesta: mediante una simbolización radical de la política, vale decir, mediante el levantamiento de un populismo personalista, autoritario y caudillesco, al estilo del que representa informalmente Evo Morales en Bolivia o Lula en Brasil, para nombrar solo dos ejemplos.

De un modo distinto vemos que en Chile podría llegar a presentarse el mismo dilema. ¿Como unir las narcisistas identidades de género y cultura con las sociales, con las raciales, con las ideológicas, con las de los dogmáticos comunistas que provienen del siglo XX, en torno a una sola fuerza de gravedad? (en la expresión de José Joaquín Brunner). Un conglomerado muy potente para hacer oposición a un gobierno de derecha pero muy impotente para ponerse de acuerdo en torno a un discurso coherente y unificado ¿Deberá convertirse Gabriel Boric en lo que el mismo seguramente no quiere ser, en el primer líder populista de Chile? ¿O surgirá un centro equidistante a las rancias derechas y a las rancias izquierdas? Las peguntas son inquietantes. Pero sobre todo, válidas.

O en Colombia ¿surgirá un centro político que logre evitar la confrontación altamente polarizada entre una izquierda “petrista” que no excluye a radicales violentistas y una derecha populista y autoritaria como es la uribista? En el futuro inmediato tendremos algunas respuestas. Por ahora solo podemos concordar con Gabriel Tortella: es muy difícil saber lo que es ser de izquierda hoy día. Solo sabemos por ahora que ser de izquierda no es ser de derecha. Y eso no es mucho. Es más bien, muy poco.

Agosto 12, 2021

Polis

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El impulso y la razón

Fernando Mires

1. Que el ser humano sea errático es parte de nuestra condición, por no decir naturaleza. Viene de nuestro más grande atributo: la palabra. La palabra que lleva al conocimiento, al saber, al pensar. Significa que estamos condenados a buscar la conexión entre las palabras y las cosas. Por eso erramos. No siempre la palabra se ajusta a la cosa. Vivimos desajustados.

Pensamos con palabras. Las palabras son instrumentos que nos llevan a vincular el cuerpo con el alma. Si no fuera por ellas jamás podríamos pensar. Estaríamos librados al orden que nos imponen nuestros instintos, pulsiones e impulsos. Tres palabras usadas como sinónimos pero cuya diferencia conviene explicar. Sobre todo debido al hecho de que los primeros psicoanalistas, Freud a la cabeza, tendieron a usarlas como sinónimos. Los traductores también.

Seamos simples: los instintos están integrados en nuestra naturaleza biológica o animal, sobre todo el instinto de vida o de supervivencia del que los demás son derivados. La pulsión, en cambio, se da cuando sentimos el llamado del instinto biológico representado, casi siempre de modo indirecto o sinuoso, como palabra o como imagen en el alma. El impulso, a su vez, sería el reconocimiento del objeto sobre el cual realizaremos nuestro instinto. Pongamos por ejemplo, para no hablar siempre de sexo, el hambre.

El instinto de comer forma parte del instinto de supervivencia. El instinto de comer para sobrevivir llama a su pulsión o apetito. El apetito busca a su objeto. En el impulso de comer lo que primero encontremos es la tercera fase. Elegir el objeto a comer, o a su representación psíquica, ya no tiene mucho que ver con el impulso sino con la cultura en la que vivimos.

Cuando una cultura no nos deja realizar nuestro impulso surge entonces, según Freud, un malestar: El malestar en la cultura. Significa que más allá del instinto, la pulsión y el impulso, han sido establecidas demasiadas transiciones. El malestar en la cultura es el síntoma inequívoco de una contradicción entre nuestra naturaleza biológica con nuestra naturaleza social, entre los deseos y los deberes, entre las pulsiones y sus objetos. El tributo que debe pagar nuestra condición humana para seguir siendo humana.

Somos los hijos de un segundo parto, ya no biológico sino cultural. Desde el momento en que entramos al campo de la cultura abandonamos la larva del lactante, renacemos, y eso significa: somos otros distintos a los que éramos. Freud lo entendió perfectamente cuando en su El yo y el ello escribió que existe un «algo» psíquico anterior al lenguaje, un «algo» que no necesita de las palabras para hacerse consciente. Y aquí viene la contradicción más grande: a ese «algo» no podemos acceder con palabras porque ese «algo», el del inconsciente, no se ajusta a nuestro lenguaje. O lo que es parecido, tenemos que dislocar nuestras palabras de sus objetos para aproximarnos a ese mundo que, según Freud, no es una fase preinfantil sino una que se desplaza desde la preinfancia hacia lo desconocido, hacia lo que no sabemos, hacia lo que no entendemos ni lograremos entender jamás y que, sin embargo, es real, real porque existe. Ese fue el hallazgo de Lacan. Por eso el vocabulario de Lacan no es el de los diccionarios.

El deseo, según Lacan, no es lo que deseamos sino lo que está más allá o antes del deseo, en una relación en donde el objeto no es un objeto sino un sustituto de un objeto que no sabemos lo que es ni donde está.

Lo real-lacaniano no es «nuestra» realidad. Si se quiere, es una metarrealidad. Es lo inaccesible. Tan inaccesible como es al analista la mente del paciente enloquecido, como los sueños a nuestras fallidas interpretaciones. Más inaccesible todavía porque a ese mundo, según el mismo Freud, no podemos acceder con nuestras palabras, pero que, por otra parte, posee un lenguaje desconocido por nosotros. Ese es un mundo que, siendo nuestro, siempre seremos extranjeros en él.

2. Hay momentos, sin embargo, en los cuales la metarrealidad deja asomar algunas diminutas puntas de su iceberg. Suele suceder en las no tan mal llamadas «situaciones límites». En eso pensaba al terminar de ver una serie danesa que en idioma alemán se titula Wenn die Stille einkehrt y que en español podría traducirse como «Cuando vuelve la calma». La serie está centrada en ocho personajes, cada uno con sus respectivos contornos familiares, sociales y culturales. El hecho desencadenante de la trama fue un sangriento ataque terrorista perpetrado en un restaurant muy concurrido. Después del atentado, la tragedia será presentada en las reacciones experimentadas por los ocho sobrevivientes. Pero no voy a contar la historia. Me limitaré a extraer solo un caso, justamente el que me llevó a pensar en el artículo que ahora estoy escribiendo.

Una conocida cantante y su novio cenan mirándose intensamente, ambos muy enamorados, hasta el punto de que para estar juntos aceptan comenzar una vida nueva rompiendo en parte con las relaciones familiares e incluso profesionales contraídas antes de conocerse. Pues bien, apenas irrumpieron los terroristas, el novio corrió a refugiarse en el WC del restaurant, dejando a su novia librada a su suerte. Después escapó aterrado hacia su casa, y de la cantante, si te he visto ni me acuerdo.

En nuestras palabras: el instinto de vida del enamorado despertó, se convirtió en una pulsión por sobrevivir y así consumó el impulso que lo llevó a esconderse y huir dejando a su novia abandonada. Días después sobrevinieron los remordimientos y comenzó a pedir disculpas a la cantante.

El comportamiento del enamorado contrastó con el del dueño del restaurant, hasta ese momento mostrado como un empresario calculador, sin muchos escrúpulos. Sin embargo, entre las balas, logró salvar la vida de la cantante. Volviendo a nuestra terminología: en la naturaleza del empresario yacía escondido un fondo moral y cultural del que el novio, un personaje culto y civilizado, carecía. Fue esa razón por la que la cantante, luego de pensarlo mucho, decidió abandonar a su enamorado para siempre.

En una situación límite, ese enamorado, en contra de sus propios deseos e ideales, se había mostrado como un cobarde. No obstante, lejos de juzgar al enamorado con las categorías morales de uso común, podemos afirmar que él solo reaccionó siguiendo el llamado de su primera naturaleza, la biológica. En cambio, el empresario ya había interiorizado, quizás sin saberlo, algunos elementos de una segunda naturaleza, la moral y la cultural.

El episodio narrado me llevó a recordar un texto de Levinas en donde el filósofo afirma que el don moral puede ser solo reconocido en situaciones límites. Pone el ejemplo de alguien que, de pronto, ve a otra persona ahogándose en las profundas aguas de un río. Sin pensarlo dos veces se lanza al agua a salvar al ahogado. Ese es el acto de un ser moral, según Levinas.

El que lo piensa dos veces ya es portador de alguna imperfección, pues entre el impulso moral y el hecho de salvar a alguien introduce el momento de la reflexión. Entonces, el impulso deja de ser un impulso y, aun en caso de que la decisión sea salvar al ahogado, solo sería un deber. Sin embargo, pienso yo, dicha conclusión no es tan simple si damos vuelta el ejemplo de Levinas en sentido contrario.

Imaginemos que alguien te ofende de modo brutal. Si tú respondes con un insulto peor, o con una bofetada, accedes al primer impulso que es el de defender tu integridad personal frente a un agresor. Pero, si en lugar de responder con insultos o una bofetada, no le haces caso o simplemente respondes con una frase civilizada, actúas, reflexivamente, de acuerdo con la moral social o cultural.

Podríamos llenar páginas y páginas con ejemplos parecidos. Al final concluiremos en que la moral no es una cosa en sí. Puede estar integrada en los impulsos primarios, pero también en la reflexión.

3. En la serie televisiva de referencia hubo otro caso que me llamó la atención. Se trata de una mujer llamada Elizabeth, una política de un partido democrático, tolerante y abierto a los cambios. Desde su cargo de ministra de Justicia, Elizabeth dedica casi toda su actividad a crear una legislación que amplíe los derechos de los emigrantes. Sin embargo, en el atentado fue asesinada su mujer, el amor de casi toda su vida. Después de ese acontecimiento, Elizabeth se convirtió en alguien radicalmente distinta a la que hasta entonces había sido: intolerante, con arranques lindantes en el racismo, capaz de descargar toda su furia sobre un pobre muchacho de origen palestino al que sin pruebas ella intentaba culpabilizar a todo precio.

Queda entonces la pregunta abierta: ¿quién era Elizabeth? ¿Era la representante de la tolerancia y civilidad que la caracterizaba antes del atentado, o esas virtudes eran un simple camuflaje ideológico y cultural para ocultar al energúmeno facho aparecido después del atentado? Fue en ese momento cuando recordé una de las más interesantes teorías de Donald Winnicott.

Según el destacado psiquiatra británico, todos somos portadores de dos yo. Winicott los llama el verdadero y el falso yo. El primero es el instintivo, el yo biológico, el de las pulsiones y el de los impulsos. El segundo es el yo social, cultural; y aquí agregamos: político.

Ahora bien, lejos de haber una contradicción entre ambos yo, Winnicott ve una relación de recíproco apoyo. Vista así, la tarea del falso yo sería la de brindar protección al verdadero yo. Esos dos yo, sin embargo, deben permanecer en comunicación. Si existe una separación muy grande entre ellos —o el primer yo queda librado a sus pulsiones— se convierte en un peligro para la sociedad y la cultura, o el segundo yo lleva a su portador a transformarse en un autómata sin sentimientos.

Como demuestra el caso de la ministra Elizabeth, el político ideal sería aquel que deja lugar para que ambos yo coexistan amistosamente en una persona. En ese sentido, si concordamos con Max Weber en que la política es lucha por el poder, ambos yo —y no uno solo— deben estar imbricados en los objetivos a lograr.

En países gobernados por dictaduras, o simplemente gobiernos autoritarios, la tarea política es desalojar del poder a los opresores, personas y grupos que impiden que los ciudadanos expresen su ser en libertad y democracia. La tarea del segundo yo, el llamado «falso» por Winnicott, sería la de encontrar los medios menos violentos y más políticos para lograr ese objetivo. En otras palabras, convertir la ira legítima del primer yo en una estrategia civil y democrática. Ese camino lleva a buscar el diálogo, directo o indirecto con los opresores, aceptar condiciones de lucha no ideales y a contraer compromisos ineludibles con el poder establecido.

El político, para ser político, debe saber mantenerse a sí mismo como político, y esa fue la falla del personaje Elizabeth quien, cuando fue acosada por sus impulsos más primarios, dejó de ser una mujer política, capitulando frente a la lógica de los terroristas. Esa es la diferencia entre los grandes políticos y los que ceden al embate de sus pasiones. Pues los demagogos y populistas no solo engañan, suelen creer en la verdad de sus impulsos. Para ellos solo existen fines, no medios. Es por eso que permanentemente proponen objetivos grandiosos, pero sin dar a conocer los medios para lograrlos.

Probablemente, Mandela nunca simpatizó con de Klerk. Quién sabe si alguna vez fue tentado por la idea de permanecer en prisión, esperando una revolución de masas que pusiera fin a la usurpación, asumiendo así un rol de mártir frente a la historia universal.

Seguro también que a Walessa tampoco le caía muy bien el general Jaruzelsky, quien mantenía en prisión a muchos de sus camaradas obedeciendo al mandato de la URSS. Eso no lo llevó sin embargo a rehuir el diálogo cuando descubrió que podía hacerlo. Por razones similares, los socialistas y comunistas españoles no sentían ninguna simpatía por el franquista Adolfo Suarez, pero decidieron deponer sus sentimientos y sus identidades ideológicas para contraer compromisos y llevar al restablecimiento de una monarquía erigida sobre bases republicanas y democráticas. Del mismo modo, los demócratas chilenos que fueron al plebiscito sabían que iban a una elección llena de fraudes y que probablemente era más digno gritar —como hacían los comunistas— «a Pinochet no hay que revocarlo sino derrocarlo». No obstante, decidieron renunciar a sus odios y venganzas en aras de la posibilidad democrática.

Esos ejemplos, y otros, nos muestran cómo la política no solo es el lugar de la exaltación, de las marchas sin destino, de las visiones moralistas, de las salidas apocalípticas.

Los cubanos, que recién hicieron su puesta en escena en contra de un régimen con muchas características totalitarias, ya aprenderán que corear «Abajo la dictadura» sin crear estructuras, afinar organizaciones y generar dirigencias, nunca podrán alcanzar los objetivos deseados. Ese «nosotros» formado por muchos individuos políticamente organizados no solo puede ser moral ni mucho menos moralista sino, además, político.

Los políticos son ciudadanos con máscaras. La máscara es la representación que ellos asumen frente a los demás. Pues máscara, nunca hay que olvidarlo, quiere decir en griego, persona. Y una persona no muestra en público sus instintos, sus pulsiones y sus impulsos. Su tarea es construir frases estructuradas en sujetos y predicados cuyo objetivo no puede ser otro sino ordenar el orden simbólico de la polis, la ciudad de todos. O dicho en otros términos: de lo que se trata es de imponer la lógica de la razón por sobre el mandato tiránico de los impulsos. Quien quiera vivir en democracia debe comenzar a practicarla consigo mismo.

Twitter: @FernandoMiresOl

Fernando Mires es (Prof. Dr.), fundador de la revista POLIS, Escritor, Político, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol.

El juego y el deporte

Fernando Mires

Estoy tentado por creer que el jugar pertenece a la condición humana. Jugar, jugar a cualquiera cosa, desde que aprendemos a percibir el mundo que nos rodea. Los adultos juegan con uno y después jugamos entre nosotros, los coetáneos. Jugamos y nos divertimos, como si hubiéramos aprendido a que jugar y ser feliz no son dos cosas diferentes. El ser humano es, en sus buenos momentos, un ser juguetón. Un Homo Ludens, diría alguien más cursi. Lo cierto es que necesitamos jugar.

El juego, dicen los psicoanalistas, es la sublimación de los deseos pues no todos los deseos son sublimes. Nos gusta ganar, y ganar es ganar a otro. En un juego se gana o se pierde. O sea, negamos al otro. Y a través de la negación del otro, intentamos afirmarnos sobre nosotros mismos. Pues los que ganan son individuos o grupos: yo y los míos en contra de los ellos y los vosotros.

La forma radical de toda negación es la muerte del otro. Su forma sublimada es la derrota deportiva -la muerte ficticia- del otro, en un juego cuyas reglas hemos acordado en conjunto. Por eso los niños juegan a la guerra y hay que dejarlos que lo hagan. Solo así llegan a entender que las agresiones pueden ser convertidas en juegos.

El deporte también es juego. O mejor dicho, hay un juego originario al interior de cada deporte. Por eso las olimpiadas se llaman Juegos Olímpicos. En ellas los deportistas juegan a vencerse a sí mismos (superando sus propias marcas) al adversario y a otros países. Mientras los países compiten deportivamente entre sí, no hay guerras. Porque la guerra no es un juego. Donde termina el juego, ese juego que se llama vida, comienza el de la muerte.

¿Cuándo un juego se convierte en deporte? Yo creo simplemente que eso ocurre cuando es reconocido oficialmente como un deporte. Lo cierto es que originariamente, cada deporte, antes de ser deporte, fue un simple juego.

¿Quién llega primero a ese árbol? Ese es un juego. Pero como el árbol puede estar muy lejos o muy cerca, la carrera fue después oficializada en metros y así se convirtió en un deporte. ¿Quién levanta la piedra más pesada? Ahí reside el origen del levantamiento de pesas. ¿Quién es capaz de pegarle al matón? Para que el matón no nos masacre, alguien inventó a los guantes y así nació el boxeo con todas sus complicadas reglas.

Una vez supe que los indios araucanos de mi país natal fueron los inventores del hockey. La diferencia es que no jugaban con una pelota sino con una piedra. Además corrían a pata pelada y no con zapatillas marca Puma. Ese juego lo llamaban la chueca, tal vez porque le pegaban a la piedra con un palo chueco (torcido). Pero sí, era practicado de acuerdo a los principios más estrictos del hockey. Del mismo modo hay quienes afirman que el juego de la pelota vasca no lo inventaron los vascos sino los mayas.

Los niños también practican juegos primitivos. A veces, con el paso del tiempo, se transforman en deportes. Otras veces, no. Al recordar mi infancia, me doy cuenta de que muchos de los juegos que practicábamos eran muy competitivos y algunos cumplían con todas las reglas de un deporte oficial. La chita y cuarta, por ejemplo. Era un juego con bolitas, en otras partes llamadas canicas. Tú lanzabas una bolita, el otro lanzaba la suya hacia la otra bolita. Después era realizada la medición. Había tres tipos de mediciones. El dedo gordo con el meñique, esa era la chita. El dedo gordo con un anular, esa era la cuarta. Si una bolita le pegaba a la otra, se llamaba pique. A veces las medidas eran irregulares, pues había niños que tenían las manos chicas y otros muy grandotas. Entonces elegíamos a un árbitro encargado de medir las distancias. Algunos nos pasábamos el día completo practicando solos, antes de llegar a las competencias del barrio.

Había otros juegos-deportes que tenían diferentes nombres de acuerdo a las edades. Para los niños, uno era la rayuela. Consistía en trazar en el barro una raya y desde una distancia acordada (6 o 7 metros) lanzábamos una moneda, un peso. El que llegaba a la raya (la quemá) o más cerca, ganaba. No era tan fácil. Requería técnica. La moneda debía ser tomada entre el gordo y un anular, el brazo debía permanecer colgado mientras con los ojos calculabas la intensidad del movimiento. Los adultos hacían lo mismo pero con unos tejos de fierro, desde 20 metros. Se llama el juego del tejo. Los que perdían pagaban el vino.

¿Y quién no jugaba a la payaya? Era complicado. Había que sentarse en círculos y lanzar piedras al medio para que cayeran sobre una mano. Así existía la payaya de a uno, la de a dos, la de a tres piedras. Las chicas también jugaban pero no con piedras sino con frijolitos.

En general, casi todos los juegos-deportes que practicábamos eran paritarios. Pero había algunos que solo eran de género. El luche, por ejemplo. Nunca logré entenderlo. Las chicas hacían una serie de cuadrados con tizas, todos numerados y después daban saltos con una pata, como chincoles. Yo las miraba de lejos, tal vez me habría gustado jugar al luche, pero los “cabros” del barrio habrían dicho que yo me estaba volviendo marica. Así que, de lejos no más.

El menos paritario de todos los juegos era sin duda el de la meada larga. Nos poníamos todos uno al lado del otro, cada uno con su manguera en la mano, y meábamos. El que meaba más lejos, ganaba. Recuerdo que había uno que nos ganaba siempre. Tiempo después, cuando yo era mayor, me encontré con él casualmente y le pregunté: ¿cómo lo hacías para ganar siempre? Me contestó riendo: muy fácil: poco antes de jugar me tomaba tres litros de agua fría y después, en la competencia, meaba con ganas. Yo me quedé pensando: a su modo, el muchacho ya había descubierto el doping. Yo pienso que la meada larga debería ser incluida en los deportes olímpicos. Si no muy estético, sería divertido.

Durante un tiempo practicamos también un juego-deporte del cual me declaro co-autor. Se llamaba el de la carrera lenta. Todo comenzó jugando con el chico de la casa vecina. Consistía en subirnos a la bicicleta. El que llegaba último en su bicicleta, ganaba. El juego no tardaría en hacer escuela. Así fue como se nos fueron sumando varios ciclistas. Todos esforzados como locos por llegar últimos. Pero lentamente el juego se fue transformando en un deporte peligroso. Muchos, en su afán de ganar, dejaban de pedalear y caían al suelo produciendo carambolas terribles. Aunque de verdad: era apasionante.

Hoy, mientras miraba los ojos de la venezolana Yulimar, después de haber ganado y batido el récord olímpico, pensé que esa radiación de alegría que en ellos alumbraba no era quizás tan diferente a la de los niños del barrio cuando alguien ganaba un campeonato, sea el de la chita y cuarta, el de la rayuela, el de la payaya, el del luche, el de la meada larga, el de la carrera lenta.

Todo comienza alguna vez. Según Nietzsche, el coro del teatro griego precedió al teatro. Según Borges, la milonga de la calle putera, tamboreada sobre un barril de bencina, mientras dos hombres jugaban con cuchillos, precedió al tango. Los saltos de Yulimar comenzaron tal vez como un juego de una niñez. Así como en cada humano vive el niño que fue, en cada deporte hay un juego escondido. Si ese juego desaparece, el deporte también deja de ser un deporte.

“Lo primero fue el juego”, podría habría dicho San Juan, el Evangelista.

1 de agosto 2021

Polis

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El vacío que llena al vacío

Fernando Mires

Desde hace tiempo vengo escribiendo sobre la crisis de representación política en los países occidentales. Para razonar sobre ella he utilizado un esquema de pensamiento más bien simple. Entiendo que esta crisis no se explica solo por lo político, sino por fenómenos que toman forma estructural en espacios colindantes, entre ellos, las transformaciones que han tenido lugar en las innovaciones materiales, principalmente en el largo proceso que lleva desde el modo de producción industrial al modo de producción digital.

1.

La revolución digital lo ha cambiado todo. En primer lugar, la formación social en cuyo interior vemos que, sin haber desaparecido, los trabajadores y empresarios industriales ya no están situados en el centro de la conflictividad, cuando más en uno de sus segmentos. La época de las grandes y heroicas huelgas obreras ha quedado atrás y pertenecen al romanticismo social de la modernidad temprana. Una enorme y abigarrada masa de trabajadores, algunos de los cuales realizan sus labores en sus propias casas, diagramadores, programadores, productores de servicios, relacionadores públicos, empresarios y trabajadores en una sola persona, no están organizados ni en partidos ni en movimientos. Ni siquiera en instituciones laborales. Cada uno por su cuenta. La individualización, tan necesaria en la formación personal, ha derivado en puro individualismo, tanto como ideal de vida, tanto como ideología de la desconexión social.

En segundo lugar, la digitalización de la vida ha acelerado el proceso de globalización de los mercados y con ello la alienación del trabajo por el capital se ha vuelto sideral. Si Marx pasó años tratando de descifrar la composición orgánica del capital, hoy nadie intenta hacerlo porque entre otras cosas es imposible cuando entre propietarios y trabajadores no media ni siquiera una relación geográfica. El capitalismo global es, para sus actores, invisible.

Lo mismo pasa con la generación de plus-valor. Nadie sabe a ciencia cierta entre cuales consumidores de Europa o EE UU o China será comprado el producto generado por combinaciones transnacionales, diseñado en Alemania, con tornillos que se producen en una maquila mexicana y con filtros elaborados en unos talleres de Filipina (digo esto mientras describo como ejemplo a la cafetera de mi casa).

Ahí reside la raíz de la crisis política de nuestra era: la desarticulación social no tardaría en expresarse en desarticulación política. No pocos autores ya lo han dicho: los partidos clásicos de la modernidad industrial ya no son representativos. Vuelvo entonces a repetir metafóricamente una tesis ya presentada: las cuatro ramas del árbol de la modernidad política -la conservadora, la liberal, la socialcristiana y la socialdemócrata- ya no cubren el espacio social al que una vez bajo sus sombras cobijaron. El espacio de la representación política ha sido vaciado o lo, que es casi igual, virtualizado. Los partidos políticos ya no son históricos, sino circunstanciales. En muchos casos simples siglas que operan de acuerdo a la lógica del mercado.

La relación entre partidos y partidarios ha sido alterada. El elector ha sido convertido en consumidor de ofertas parciales. En breves palabras, la crisis de representación política consustancial a la modernidad tardía, al fragmentar la política, no tardaría en deteriorar su propio espacio de reproducción: la vida pública. No se trata por supuesto de que la vida pública ha desaparecido. Pero sí, está vaciada. Y ese vacío, como todo vacío, es a la vez un campo magnético de atracción para nuevas ofertas políticas.

El vaciamiento del espacio público no tarda en repercutir en el espacio privado, formado en contraposición al primero. De acuerdo a los ya antiguos pero siempre atractivos enunciados de Niklas Luhman, cada subsistema genera otro subsistema en un campo que es más que la suma y síntesis de todos sus subsistemas. La diferencia entre los subsistemas de lo público y de lo privado es que en los primeros sus cambios son visibles y en el segundo, precisamente porque es privado, son opacos. No obstante, sin lo público como correlato de lo privado, puede suceder, y de hecho está sucediendo, que las tensiones de lo privado, al haber sido levantados los límites que las separan de lo público, irrumpen – valga la paradoja- en la vía pública. El hecho de que el campo de lo público haya sido inundado por subpolíticas de género, por demandas familiares y sexuales, religiosas y hasta raciales, todas sin representación partidaria, nos revela la propia crisis de la vida pública.

Antiguas teorías relativas a la formación de procesos de democratización que llevarían a un enriquecimiento de la política en tanto práctica pública, se encuentran en retirada. Dicho entre nosotros, las teorías de Habermas han perdido vigencia (en verdad, es más fácil criticar al papa en el Vaticano que a Habermas en alguna universidad alemana). Pero el hecho de que todo el andamiaje habermasiano repose sobre la base de discursos formados a través de una relación inter-comunicativa, no puede tener lugar en escenarios donde conviven seres, grupos, movimientos y partidos incomunicados entre sí. Esa es la tesis implícita de uno de los aportes sociológicos más interesantes de los últimos meses. Me refiero al libro de Bernd Stegemann titulado Die Öffentlichkeit und ihre Feinde (La vida pública y sus enemigos, en traducción libre) título derivado del clásico de Karl Popper (La sociedad abierta y sus enemigos).

2.

Como el libro de Bernd Stegemann no ha sido traducido a otros idiomas me limitaré solo a mencionar cuatro tesis del autor. La primera dice que la crisis de la política ha dejado un espacio que tiende a ser llenado por asociaciones incomunicadas entre sí. La segunda dice que los populismos, sobre todo los de derecha, ofrecen formas de comunicación internas (no discursivas) que no dejan lugar ni para el debate público ni para la resolución de contradicciones sociales. La tercera tesis dice que al no existir comunicación entre las distintas instituciones que comienzan a poblar el espacio público, el discurso político será sustituido por un discurso identitario (de raza, de género, de religión). La cuarta tesis dice que al haberse deteriorado el discurso político cobra vigor el discurso moral, o más bien, moralista.

De acuerdo a mi terminología, podríamos decir que el espacio vacío de lo público comienza a ser llenado, pero lo que llena ese espacio no llena sino vacía. ¿Otra paradoja? Así es. Pues una de las características de la nueva fase de la modernidad reside en el hecho de que las contradicciones tienden a ser sustituidas por paradojas. Las paradojas representan contradicciones no resueltas. En el vocabulario paradójico de nuestro tiempo podríamos agregar que, sin tratamiento de las contradicciones, lo que parece terminar es, nada menos, que la visión dialéctica de la vida.

Si nos atenemos a la primera tesis de Stegemann, lo que realmente caracteriza la vida pública de nuestros días es que entre los distintos “sub-sistemas” no hay contradicciones ni inter ni extra sistémicas. Y sin contradicciones, en un mundo de sub-sistemas paralelos, incomunicados entre sí, no puede haber ni negación de la afirmación, ni afirmación de la negación, ni mucho menos negación de la negación. O sea: no puede haber dialéctica y si entendemos que la dialéctica es antes que nada gramatical y discursiva, no puede haber enfrentamiento político. Y bien, ese es campo abonado para la vegetación populista.

Stagemann entiende el populismo en un sentido descriptivo: movimientos que ofrecen soluciones simples para problemas complejos pero cuya representación no es representativa. A primera vista parece acercarse a la concepción del más destacado teórico del populismo: Ernesto Laclau. Pero es solo una apariencia. Laclau entendía el populismo como un fenómeno que articula demandas heterogéneas y contradictorias entre sí y en cuyo interior prevalece un debate por la hegemonía, lo que lleva a que la representación desemboque en una condensación generadora de símbolos difusos. Y bien, eso es lo que precisamente falta en el populismo de nuestro tiempo. Para poner el ejemplo más notorio, el populismo de Trump integra en nombre de “nuestra gran nación” a los más ricos y a los más pobres, pasando por el mundo de propietarios intermedios, pero sin que los ricos, los pobres y los sectores intermedios cedan un mínimo de su identidad. El populismo de Trump se parece más a esa alianza entre la chusma y las elites que vio Hannah Arendt en los preludios del totalitarismo. Ni la chusma se identifica con las elites ni las elites con la chusma. Dicho en lenguaje basal: “vamos juntos pero no revueltos”. En esas condiciones, símbolo y hegemonía se confunden en una sola persona extremadamente autoritaria y, por cierto, muy autónoma: en este caso, Trump. O dicho así, Trump no representa a las masas trumpistas pero las masas trumpistas representan a Trump. De este modo, tanto al interior como al exterior del fenómeno populista, florecen los discursos identitarios, pero sin tocarse entre sí.

3.

La política identitaria semeja un edificio de departamentos. A cada identidad un departamento. Por lo común, quienes habitan uno, no tienen la menor comunicación con quienes viven abajo o arriba o al lado. En cada departamento rigen códigos diferentes de comportamiento. Lo importante es vivir juntos pero separados. Cuando más una sonrisa o un saludo en las escaleras. Así tenemos un departamento para gays, para lesbis, para feministas, para ambientalistas, para indigenistas, para islamistas. Cada uno con su propia identidad sexual, ideológica, nacional, religiosa, pero sobre todo, con su propio discurso identitario y micro-totalitario.

Por supuesto, cada familia de cada departamento se siente superior a las otras porque su sexo, nacionalidad, religión, creencia, mitos y tabúes, no son intercambiables. Y entre identidades no intercambiables solo hay diferencias sin contradicciones. Y al no haber contradicciones tampoco hay debates. Y al no haber debates, no hay política. Casa uno con lo suyo, con su verdad y con su discurso. La política de las identidades, vecinas o paralelas, es anti-política.

En una vida pública fragmentada, sin interacciones ni contradicciones, no puede haber política. Hecho que lleva a dibujar un círculo vicioso. Si la apoliticidad del espacio público surgió como consecuencia de la autonomización de la política, el vacío político acelera a esta misma autonomización. Sucede así que la política y los políticos son elevados a una suerte de estratósfera desconectada de una sociedad que no asociada difícilmente puede ser llamada sociedad. Una verdadera tragedia, según Stegemann. Bajo esas condiciones, y ante la ausencia de un discurso político, la discursividad política es sustituida por una ideología de la moral a la que sus seguidores confunden con la política.

Una moral sin política, de acuerdo al Max Weber de Política como Profesión, es una moral moralista. Una moral basada en verdades exclusivas, en prohibiciones y en tabúes y, sobre todo, en la censura a palabras arrancadas de contextos. El dedo rector del moralismo se erige con furia en contra de la belleza del arte, en contra de la audacia del pensar, en contra del espíritu del ser.

No faltan por supuesto quienes en nombre de una moral superior intentan dictarnos normas políticas. Contradiciendo incluso experiencias como la polaca, la sudafricana, la chilena, la española, invocan a una supuesta supremacía moral que niega todo contacto verbal con el enemigo. Preferible es para ellos vivir en estado de pureza virginal bajo una dictadura o gobierno autoritario, que buscar salidas a través de la negociación y del diálogo. De este modo terminan jugando el juego que más acomoda a dictaduras y autocracias: la eliminación del debate, la sustitución del argumento por el estigma. Se da entonces la paradoja (otra paradoja) de que en países regidos con mano autoritaria como Rusia, Hungría o Venezuela, las oposiciones, en lugar de horadar a los respectivos gobiernos, endurecidas ante la ausencia de práctica política, terminan convertidas en proto-autoritarimos, hechos a imagen y semejanza de los gobiernos a los que dicen oponerse.

Pero sobre esos temas me extenderé en próximos artículos. Solo cabe consignar por el momento que el moralismo, vale decir, la moral como ideología, es uno de los productos más visibles de la crisis de la política de la llamada posmodernidad.

El antiguo refrán que dice: "Dios me libre de los amigos, que de los enemigos me libro yo", podría entonces ser readecuado a las condiciones que priman en nuestro tiempo: "Dios me libre de los moralistas, que de los inmorales me libro yo".

31 de julio 2021

Polis

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Chile, Cuba, Venezuela: y sin embargo se mueven

Fernando Mires

Los sismos, los terremotos, los cataclismos y todo ese tipo de movimientos tectónicos que han llevado a opinar a algunos que la tierra no es un planeta habitable, demuestran que el mundo no está terminado, o que su existencia es un permanente hacerse. Frase que, aunque parezca rara tiene ciertas connotaciones políticas. Pues la política es, antes que nada, movimiento. Allí donde la política termina de moverse, desaparece.

Un mundo políticamente congelado es ideal de dictadores, un ideal ptolomeico en contraposición al copernicano que no solo postuló el heliocentrismo sino, además, anticipó la visión relativa a que no solo la tierra se movía sino que la vida es el movimiento (energía) y el movimiento es la vida. No otra es la tesis central de la obra de Galileo “la revolución de las esferas celestes“, a la que si tomamos en serio, vale decir, en un sentido meta-astronómico, o sea filosófico, nos lleva a afirmar que la vida de por sí es revolucionaria en contraposición a la muerte que es contrarrevolucionaria.

Chile: del estallido social a las primarias y desde ahí enfilando hacia las presidenciales

Si quisiéramos demostrar a nivel sudamericano por qué la política solo es política cuando se mueve, no encontraríamos otro ejemplo mejor que el dado por Chile en los últimos dos años.

Quiero afirmar que en Chile ha tenido lugar -no en el sentido marxista-leninista, ni mucho menos chavista o castrista del término, pero sí en el sentido de Galileo Galilei- una revolución política cuyos resultados no son hasta ahora definitivamente visibles. Revolución constitucional, la llamó el ex candidato presidencial Andrés Velasco.

El estallido de octubre del 2019, el destape de capas socio-tectónicas ocultas que abrieron el cráter donde se escondía una profunda desigualdad social, sacó a la calle a multitudes sin conducción ni líderes, sin programas ni partidos, a protestar por razones diversas, pero todas sociales. Masas alegres coreando consignas del pasado y del futuro pero también a vándalos destrozando estatuas y quemando iglesias por doquier.

Ambivalente y heterogénea como toda gran movilización social, prometía la chilena transformarse en un río sin cauce en medio de un cambio climático sin precedentes. Ante esa visión apocalíptica, la clase política, tal vez presintiendo que con el estallido social se les iba la vida, en lugar de construir un dique de contención, como mal hizo Duque frente al estallido colombiano, construyó un canal llamado "cambio constitucional". Así, el movimiento social fue constitucionalizado, institucionalizado y, sobre todo, politizado.

El plebiscito constitucional de octubre de 2019 dio curso libre a una nueva Constitución encargada de situar una marca histórica entre el Chile post- pinochetista y el Chile que viene, a quien nadie se atreve todavía a ponerle un nombre. Las elecciones constituyentes del 15 y 16 de mayo de 2021 revelaron a su vez de forma nítida la nueva base política sobre la cual se sustentaría la nueva Constitución: Crecimiento acelerado de la izquierda emergente, desgaste de la izquierda tradicional, debacle de la derecha centrista y casi desaparición de la ultraderecha, pero sobre todo –y esto cambiaría el juego en los partidos– un crecimiento enorme de los independientes o “sin-partidos”. Las constituyentes fueron potencialmente un acto de rebelión en contra de la clase política establecida, pero sin salirse de los cauces institucionales y constitucionales.

Poco tiempo después, 18 de julio de 2021, tendrían lugar las “primeras primarias” en dos coaliciones: Apruebo Dignidad y Chile Vamos.

Inevitablemente la energía política desatada en los eventos anteriores debía penetrar en la lucha partidista. Evento que portó consigo tres grandes novedades: Primero, la participación electoral fue numerosa. Segundo, los resultados fueron inesperados. Tercero, la geometría política centrista de Chile fue recuperada.

En el bloque llamado Apruebo Dignidad, Boric, con su discurso izquierda-centrista se impuso al comunista Jadué y su discurso clasista. En el bloque de la derecha centrista, Chile Vamos, el centroderechismo más económico de Sichel se impuso al centrismo mas político de Desbordes y del derechismo tradicional de Lavin. En los dos bloques fue mostrado que el codiciado objeto del deseo político yace en el centro y no en las puntas.

En el tercer bloque gravitante, Unidad Constituyente, la disputa entre la tendencia post-bacheletista representada por la socialista Paula Narváez y la figura carismática de la presidente del senado, Yasna Provoste, está por verse. Provoste, siendo democristiana, es la figura política más centrista de todo el país. La única persona en condiciones de ejercer atracciones transversales en los independientes e incluso en los demás partidos. Visto así, hacia las presidenciales, si es que entre el bloque de izquierda-centro y el de centro-izquierda no hay un acuerdo, habrá un choque de trenes entre los contingentes de Boric y los de Provoste. El dilema será si Chile vuelve a su tradicional estructura de “los tres tercios” o se embarca en las peligrosas aguas de un océano bi-polar.

Lo importante es que Chile, siguiendo el principio galileico y no ptolomeico de la política, se mueve rápidamente hacia el centro. Pero a diferencias del sistema solar, donde el centro está pre-establecido, el centro político en Chile será configurado a través de una intensa lucha. Ese centro nunca tendrá un lugar fijo pues es un espacio configurado por desplazamientos, no de cuerpos celestes sino de cuerpos políticos. En un sistema planetario el sol también se mueve. El sol es un centro dinámico, no estático. El centro es el sol de la política.

Desde esa perspectiva lo peor que podría suceder en Chile sería una alianza de todas las izquierdas, la comunista, la frenteamplista y la post-concertacionista. No olvidemos que la inesperada paliza propinada por Boric a Jadué tuvo que ver con el rechazo a un partido dispuesto a reconocer la legitimidad de dictaduras como las de Nicaragua y Cuba. Esa alianza llevaría a disolver la importante separación entre una izquierda democrática y otra que no lo es. Y lo que es peor, crearía en Chile una bi-polaridad que no corresponde con la personalidad política centrista del país.

Toda polaridad tiende al immovilismo, y con ello al deterioro de la vida social y política. Si se forma una “izquierda unida” lo más probable es que la derecha, hoy muy dividida, deberá también unirse. Chile no merece regresar a la política ptolomeica del siglo pasado.

Y Cuba también se mueve

Si trasladamos el principio copernicano a la dinámica política, podremos comprobar que los cuerpos no celestes de la política tienden a resistir el principio de la inercia buscando el movimiento que les da vida. Visto así, la libertad, incluyendo a la libertad política, es el triunfo de la movilidad sobre el principio (mortal) de la inercia. La libertad será siempre libertad de movimiento, no solo físico sino también de ideas. Es por eso que toda toda dictadura busca petrificar a la política convirtiendo a la ciudadanía en simple población demográfica. Pero la vida quiere vivir. No otro es el sentido de la consigna hecha canción por el movimiento San Isidro aparecido en Cuba en noviembre del 2019, Patria y Vida, opuesta a la tétrica Patria o Muerte de los Castro, hoy administrada por ese revolucionario sin revolución llamado Díaz Canel.

Del estallido social cubano ya sabemos lo suficiente como para percibir de que se trata de un colectivo deseo de vida, de un grito desesperado por ser, de una expresión masiva por la libertad. En ese sentido, más que un movimiento político, el que hizo puesta en escena el 11-J fue un movimiento existencial. Sus antecedentes cercanos se encuentran en la rebelión cultural y urbana de los intelectuales y artistas del país. Luego en el grito de San Antonio de los Baños cuyos ecos despertaron muchedumbres en todo el país.

Los intelectuales y artistas viven en las urbes. La rebelión social viene de las entrañas rurales y suburbanas de la Cuba profunda. Ambos confluyeron en un solo río. El movimiento del 11-J puede ser así considerado como una carta de presentación de su propia existencia. Espontáneo, ha sido catalogado por muchos observadores, al observar que el movimiento no posee ningún liderazgo definido. Manipulados por EE UU, fue la respuesta de la nomenclatura. Ni lo uno ni lo otro. Una cosa es que un movimiento no tenga líderes ni partido y otra es que sea espontáneo.

Espontáneo, en el léxico político, significa un estallido anárquico y desorganizado. Pero en Cuba sucedió lo contrario: el solo hecho de que se expandiera tan rápidamente desde los poblados más lejanos hacia las grandes ciudades y que en todos los lugares fueran coreadas las mismas consignas y que sus participantes hubiesen decidido poner término a todas las manifestaciones a la misma hora, habla de un alto grado de sincronía, de intensiva comunicación (digital) interna. Hay pocas dudas: estamos en presencia de –para usar un término de Gramsci- un movimiento orgánico, uno que a diferencia de otros muy locales como el “Maleconazo” de 1994, atraviesa a la nación de punta a cabo. Con ese movimiento, explícito y manifiesto como el que hizo acto de presencia el 11-J, tendrá que convivir, de ahora en adelante, la dictadura de Díaz Canel.

Nadie puede predecir cual será el destino del movimiento del 11-J. La posibilidad de que la represión logre desmembrarlo, debe ser considerada. El aparato policial y militar cubano está hecho para reprimir a su propio pueblo. Pero que eso no suceda, depende también de las formas que asumirá en el movimiento en el futuro. Por el momento lo más importante es preservar su existencia física. A partir de ahí, la tarea será asegurar su existencia política.

Probablemente los miembros del movimiento del 11-J saben muy bien que no basta salir a las calles y gritar “abajo la dictadura” para que el régimen comience a retirarse. Por el momento, lo que más requiere es mantener continuidad. En otra palabras, que el régimen se vea obligado a reconocer al 11-J no solo como un enemigo externo sino como una oposición interna.

Por lo menos el movimiento del 11-J logró que Díaz Canel tuviera que reconocer algunos errores. En sistemas que reclaman para sí el don de la infabilidad, no deja de ser este un hecho importante. Llevar la discusión al seno de la casta dominante será luego uno de los principales objetivos a cumplir. Sin disidencias, sin trizaduras internas, ningún régimen se viene abajo. Eso significa, para el movimiento que recién nace, mantenerse atento a cualquiera posibilidad de comunicación con los personeros del régimen. Nunca cerrar todas las puertas.

No hay que olvidar que más allá de toda diferencia política existe el “factor humano”. En no pocas experiencias históricas hemos visto a miembros de regímenes dictatoriales que terminan por disentir. Nunca faltan los que se dan cuenta de que seguir manteniendo a gobiernos ilegítimos lleva a callejones sin salida. Hay quienes también no quieren pasar a la historia como verdugos de sus pueblos. No hay transiciones sin deserciones. Llámense Gorbachov como en la URSS, de Klerk como en Sudáfrica, Suárez como en España, Krenz como en Alemania comunista, o generales como Mathei en Chile o Jaruzelski en Polonia (Hans Magnus Eszenberger los llama “héroes de las retirada”). Pero para que estos aparezcan tiene que haber condiciones. La principal de ellas es la existencia de un movimiento democrático abierto a la comunicación política.

Las dictaduras no caen como sucede en las películas. El fin de las dictaduras -para decirlo en tono hegeliano– ocurre cuando los opresores entienden que la liberación de los oprimidos conduce a la liberación de los opresores. ¿Darán los cubanos el paso que lleva desde el estallido social a la política formal? Eso no depende solo de ellos. Pero tampoco solo de las fuerzas externas. Dependerá de la conjunción entre una presencia política interna y el apoyo internacional. De no ocurrir esa conjunción, en lugar de producirse la cubanización de Venezuela podría tener lugar una venezuelización de Cuba.

Venezuela y sus fallidos estallidos sociales

Hay estallidos y estallidos. Si nos atuviéramos a las imágenes televisivas, Venezuela también ha vivido a lo largo de los periodos madurista y chavista, diversos estallidos sociales. Pero las imágenes no hablan por sí solas, como suele decirse. No basta que miles y miles salgan a protestar si los objetivos no son traducidos en resultados políticos.

En Venezuela la furia movilizadora vivida durante “la salida” del 2013, así como las movilizaciones del 2017, fueron numéricamente superiores a las de Chile y Cuba, pero sus consecuencias políticas nunca cristalizaron. En otros términos, la tarea de dotar de sentido político a los estallidos no fue cumplida por las dirigencias partidistas. Encauzar, ese es el verbo.

En Chile las movilizaciones fueron encauzadas de modo institucional, constitucional y ahora, electoral. Cuba está en la lista de espera. En Venezuela, las movilizaciones, si tuvieron conducción, fue en torno a un solo objetivo: derrocar a Maduro. O lo que es igual, intentar conseguir mediante el estallido callejero lo que no había sido posible en las urnas. ¿De dónde proviene esta idea? A mi entender, de un falso paradigma.

A través de diferentes periodos, los dirigentes de la oposición venezolana, aún los que piensan en términos derechistas, han adoptado el esquema voluntarista que caracterizó a las llamadas izquierdas revolucionarias de los años sesenta. Por de pronto, todas creen en el arrojo de un líder heroico, llámese María Corina Machado, Leopoldo López, Juan Guaidó, quienes con consignas incendiarias pondrán en movilización a masas irredentas, marchando sin vacilar hasta llegar a Miraflores. Imaginan que bajo el calor de la lucha, como en las películas de Eisenstein, los soldados depondrán las armas para plegarse a la causa de los pueblos. Creencia que explica la enorme irracionalidad de los discursos políticos de los líderes opositores, todos basados en la apología de “la dignidad”, del valor, de la presión nacional e internacional.

Por supuesto, la oposición venezolana ha ido a elecciones, pero estás nunca han sido asumidas como un medio para conquistar espacios y continuar avanzando, sino como simple táctica en el marco de una insurrección permanente. Así, después de la conquista de la Asamblea Nacional en el 2015, a la que intentaron convertir en cuartel general de la insurrección, buscaron la inmediata caída de Maduro mediante un revocatorio que naturalmente el gobierno nunca iba a aceptar Y, lo peor, descuidando las gestas electorales que deberían tener lugar a nivel regional. Así fue como antes de la gran capitulación electoral del 2018, ya habían regalado a Maduro alcaldías y gobernaciones.

Después de las conversaciones de Santo Domingo, donde los opositores fueron a parlamentar con el gobierno sobre elecciones pero sin haber levantado siquiera una candidatura (!!) fue impuesta la tesis de la abstención, llamada por sus panegiristas, “abstención activa”. Así, Maduro sería elegido legalmente presidente, gracias a la oposición venezolana. Cuando Juan Guaidó fuera proclamado presidente no elegido por nadie, la oposición, bajo la conducción aventurera de Leopoldo López, secundado por el oportunismo de otros políticos, fue confirmada en las calles de Caracas, la tesis insurreccional (o fin de la usurpación) .

Como es sabido, Guaidó no dijo absolutamente nada acerca de como conseguir un objetivo tan lejano y ambicioso. Lo supimos recién el 30 de Abril del 2019. La insurrección del pueblo no iba a ser más que la puesta en escena de un miserable golpe de estado.

El desastre a que ha llevado la conducción Guaidó-López llegó a su zenit cuando fue cruzada por la administración de Trump, quien, junto a sus asesores inmediatos, asumió la conducción política de la oposición venezolana, creando una oposición de invernadero, pero internacionalmente protegida y financieramente mantenida.

Si algún valor tiene la trayectoria política de la oposición venezolana es haber mostrado a las oposiciones de otros países lo que justamente no hay que hacer para luchar en contra de un gobierno autoritario, llámese dictadura o no. Una lección que deberá ser tomada en cuenta en países como Nicaragua y Cuba.

Ya habiendo llegado al límite de sus contradicciones, algunos dirigentes de la oposición venezolana están reconsiderando sus posiciones, e intentan, sin mística, sin pasión, como derrotados de antemano, regresar a la vía electoral. Hay quienes piensan que más vale tarde que nunca. Hay otros que recuerdan la frase de Gorbachov: “Quien llega tarde será castigado por la historia”. El problema es que los castigados no serán los dirigentes sino los miembros de un sufrido pueblo aplastado por un gobierno corrupto, violento y militar.

Casi como un ritual, cada cierto tiempo, más para satisfacer a la comunidad internacional, sobre todo a su fracción europea, la oposición dice aceptar simulacros de diálogo, pero siempre poniendo como condición imposible la renuncia de Maduro, o lo que es lo mismo, exigiendo nuevas elecciones presidenciales antes del tiempo constitucionalmente fijado.

De nada ha servido que las voces más cuerdas de la oposición los hubieran alertado. Renunciar a la lucha electoral, se les ha dicho, significaba renunciar a la lucha política, desconectar a todos los partidos de sus bases sociales, encerrase en el vacío de la nada, vivir en el fétido pantano del inmovilismo político.

Si la oposición venezolana quiere ser una oposición de verdad, tendrá que hacerse de nuevo. No hay otra alternativa. No basta decir ahora vamos a las elecciones y después no vamos, para concitar el apoyo de las mayorías. Si algo ha sembrado esa oposición, es desconfianza en su torno

Hacerse de nuevo no significa hacer rodar cabezas, aunque más de alguna debería caer. Significa simplemente reconocer de modo público los errores cometidos, fijar las responsabilidades colectivas y personales en la debacle que los llevó a desperdiciar una enorme mayoría electoral, y levantar un programa democrático a ser cumplido de acuerdo a plazos fijados por la Constitución. Significa, además, convertirse en defensores y no en detractores de la democracia, dando un ejemplo al interior de sus propias organizaciones y partidos. Y no por último, significa aprender que los estallidos sociales no son un fin sino un comienzo de la lucha política.

Lo contrario sería continuar viviendo según la lógica de Ptolomeo, girando alrededor de si mismos, en los laberintos de la propia oscuridad, mientras el mundo continúa moviéndose sin cesar.

Julio 22, 2021

Polis

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Cuba: otra historia ha comenzado

Fernando Mires

Ya existe suficiente información acerca del movimiento nacional, popular y democrático que irrumpió en Cuba el 11 de julio de 2021. Pertenece sin dudas a esa «especie» que en el vocabulario político latinoamericano conocemos como «estallido social».

Por razones que alguna vez habrá que hilar, los últimos tres años —sea en Chile, Ecuador, Perú (estallido electoral) o Colombia— han sigo signados por irrupciones multitudinarias que han conmovido los cimientos institucionales de cada nación.

El primero, el más emblemático, el de Chile, es denominado por algunos autores (Alejandro San Francisco, Andrés Velasco) como «revolución», término apropiado si se tiene en cuenta que el movimiento desatado por el alza de los precios de los pasajes del metro se transformó en una enorme demostración de masas en aras de una mayor igualdad social, para después culminar con el dictado de una Constitución cuya discusión ya ha comenzado entre constituyentes elegidos por votación.

Lo que nadie esperaba —y esa es la razón que convierte en apasionantes a las astucias de la historia— es que en la Cuba que Miguel Díaz Canel recibió como herencia de los hermanos Castro, también iba a tener lugar un estallido no solo social sino, además, político.

Tal como sucedió en Chile, el estallido social de Cuba irrumpió por acumulación de demandas sociales, sobre todo por la mala atención médica, por el desabastecimiento, por los apagones, por la falta de agua, por el alza de los precios; en fin, por todo ese infierno creado en Cuba en nombre de una revolución que nunca ha tenido lugar.

Las protestas comenzaron en la ciudad de San Antonio de los Baños al sureste de La Habana y luego se extendieron desde Santiago de Cuba, en el oriente, hasta Pinar del Río en occidente. En menos de dos horas, muchedumbres desfilaban a lo largo de todas las calles de la nación, demostrando una vez más que el pueblo de las calles no era el pueblo del régimen. Miles de humillados y ofendidos durante largos años de tiranía y oprobio. Cuba despertó. Nadie sabe por cuánto tiempo. Pero despertó.

Llama la atención la rapidez con que las consignas sociales y económicas (en el fondo simples petitorios) fueron cambiadas por consignas políticas: Libertad, Abajo la dictadura y, sobre todo, ese corear incesante de Patria y vida, magistral creación musical opuesta a la necrófila Patria o muerte del castrismo. Para que ese salto cualitativo de lo social a lo político se produzca se necesita en otros procesos de mucho tiempo, a veces de años. Pero los cubanos lo transitaron en horas. ¿Casualidad, magia, milagro? En ningún caso.

Para entender lo que pasa en Cuba necesitamos mirar un poco hacia atrás. Así podremos comprobar algo que no todos los periodistas —siempre comprometidos con el instante— no habían percibido, a saber: el movimiento social que tenía lugar en julio había efectivamente comenzado ya, en noviembre del 2020, pero bajo otra forma y con otros actores con el Movimiento San Isidro surgido bajo el calor de una demanda central: la libertad de expresión. Desde esa perspectiva podemos afirmar que el movimiento nació primero políticamente para después transformarse en un amplio movimiento social y luego retornar a su condición política hasta llegar a ser lo que ahora es: un estallido social y político a la vez.

Quiere decir: estamos frente a un estallido que integra a lo político y a lo social, pero no como dos compartimentos, sino conectados entre sí.

El de Cuba es un movimiento en donde confluyen dos vertientes: la política cuyos sujetos originarios fueron la mayoría de los artistas e intelectuales del país y la socioeconómica, cuyos sujetos son las masas volcadas en las calles. Noviembre del 2020 y julio del 2021 son dos capítulos distintos de una sola novela cuyo final se encuentra todavía muy lejos.

En el proceso de mutación del virus social en virus político, seríamos egoístas con Díaz Canel si no viéramos en él y en su torpeza infinita un agente no secreto que colaboró a impulsar políticamente al movimiento del 11 de julio.

Díaz Canel, en efecto, reaccionó como suelen hacer los dictadores. Primero, difamando a los manifestantes como delincuentes, enemigos de la revolución y, segundo, externalizando los problemas, culpando —¡cómo iba a faltar! — a los EE. UU. Fue el mismo Díaz Canel, no el pueblo, quien puso la legitimidad de la revolución en juego. Con ello se entrampó, pues si la revolución es identificada con el hambre y la miseria a los manifestantes no les quedaba más que levantarse en contra de esa revolución. Más todavía cuando Díaz Canel llamara a «los revolucionarios» a las calles a defender la revolución.

¿Revolucionarios? Todos los cubanos lo saben. Son personas que nunca han tenido nada que ver con una revolución. Se trata de un conglomerado corporativamente organizado, asalariados de la trinidad partido-Estado-ejército, seres sumisos que cada cierto tiempo, sobre todo en las festividades, son llamados a desfilar y corear como loros las consignas impartidas. En periodos de crisis —y estamos frente a uno de ellos— pueden jugar el papel de tropas de choque, bloquear las calles y amenazar a los manifestantes. Los «revolucionarios», en el más clásico estilo mussoliniano, son el brazo de represión civil de la nomenklatura militar y burocrática. Díaz Canel los conoce muy bien, pues él también es un «revolucionario».

Como todo «revolucionario» cubano, Díaz Canel nunca ha vivido una revolución. Pero peor: nunca ha desobedecido, siempre ha acatado lo que otros ordenan. Así lo ha hecho durante toda su carrera —la vamos a llamar con comillas «política»— desde que en edad menor fuera cooptado por las Juventudes Comunistas, donde llegó a ser dirigente juvenil en Santa Clara. En 1991 fue nombrado miembro del Comité Central. Luego, dirigente en Santa Clara y Holguín, hasta que al fin, a pedido de su mentor Raúl Castro fue nombrado ministro de Educación Superior. El 2015 asumió como vicepresidente de los Consejos de Estado para culminar su exitosa carrera burocrática en 2018, cuando le fue otorgado el título de presidente de Cuba.

Ingeniero electrónico de profesión, Díaz Canel piensa y habla como un robot. Un hombre oscuro, sencillo, inculto y sin imaginación, como hay tantos en este mundo.

Su trayectoria no se diferencia de la de un empleado de banco que asciende hasta que llega el día en que, sin darse cuenta, es nombrado director. Pero a diferencia de Díaz Canel, el director de banco no cree actuar en nombre de ninguna revolución ni tiene el poder para enviar al matadero a nadie. No obstante, la persona de Díaz Canel es solo una molécula visible dentro de un complejo sistema de dominación distópica. Su ideología, la única que tiene, es su supervivencia, tanto la personal como la de su casta. La «revolución» es el poder brutal del Estado ejercido sobre un pueblo inerme.

Tuvo razón Díaz Canel al decir, cuando le informaron que la gente había salido a las calles, que él estaba dispuesto a morir —eso quiere decir también a matar— por «la revolución». Su histeria se explica: sin el poder de una revolución imaginaria, ese empleadillo convertido en dictador sería solo lo que es: un nada. Recordando a Foucault, podríamos decir que Díaz Canel es una representación biológica de un poder que lo supera y lo trasciende. Ese poder que creó Fidel Castro alrededor suyo, hecho a la medida de su elefantismo corporal y de sus delirios de grandeza: un poder sostenido por balas, cámaras de tortura y selectiva represión. ¿Quién dijo que los demócratas cubanos la tendrán fácil?

Los acontecimientos de noviembre del 2020 y julio del 2021 son estaciones de un trayecto cuya extensión desconocemos. Solo sabemos que será peligroso, como por lo general han sido todos los procesos de democratización.

Sabemos que habrá confrontaciones, éxitos y retrocesos. Habrá rupturas, trizaduras y deserciones al interior del bloque de dominación. Ya hay signos: la casta estatal ya no es dirigente, solo dominante (distinción que debemos a Gramsci). Habrá también diálogos, compromisos, acuerdos y, en un momento determinado, elecciones. La eternidad existe solo para los dioses y Díaz Canel está muy lejos de ser uno de ellos.

Tal vez sea necesaria una advertencia. Puede que la democratización de Cuba sea resultado de procesos aún más complejos que los que llevaron al fin de las nomenklaturas comunistas de Europa del Este durante 1989-1990. Advertencia que se deduce de una observación. Por un lado, Cuba pertenecía a la familia dictatorial subordinada al imperio soviético, pero por otra, pertenece todavía a tradiciones dictatoriales de tipo latinoamericano. Desde su primera pertenencia, si la historia fuese razonable, la dominación castrista debería haber dejado de existir después del derrumbamiento del muro de Berlín. Estuvo a punto de ocurrir si no hubiera aparecido Hugo Chávez quien dio oxígeno (y petróleo) a la moribunda Cuba castrista, afirman algunos. No estamos muy seguros. Nadie puede opinar sobre lo no ocurrido. La supervivencia poscomunista también podemos verla desde una dimensión latinoamericana. Significa: Fidel y su hermano lograron construir un sistema de dominación «sui generis» que condensaba lo peor de las dictaduras comunistas de Europa y lo peor de las clásicas dictaduras militares latinoamericanas. Un híbrido. Fidel Castro fue la representación personal de esa dualidad histórica.

Por una parte, Fidel era el secretario general del partido-Estado, pero por otra, un caudillo populista y personalista como nunca hubo en los países comunistas europeos (el que más se acerca a Fidel Castro fue el yugoslavo Tito).

Los Castro, hijos de latifundistas al fin, gobernaron la Isla como si fuera su hacienda familiar, pero con una maquinaria burocrática y militar construida con materiales soviéticos.

Desde el punto de vista socioeconómico, el sistema es aún más complejo. A partir de la simbiosis gobierno-Estado-partido y, sobre todo, ejército, ha sido elaborada una relación de dominación vertical donde los «pequeños revolucionarios» controlan calles, comunas, escuelas, universidades, el abastecimiento, la medicina, el turismo, en fin, casi todo.

Con el tiempo han aparecido otros sectores sociales, adscritos informalmente al régimen. Entre ellos, una suerte de burguesía (compradora y vendedora) fluctuante entre Miami y La Habana, con instituciones paralelas funcionando discretamente al lado de las estatales. Más abajo, los trabajadores sindicalmente organizados, también subordinados al Estado. Y, más allá, una masa suburbana dedicada a la pura subsistencia y formada, según cuenta Leonardo Padura con macabra ironía, por los llamados «palestinos», otras veces «los orientales» (por venir en su mayoría de la provincia de Oriente).

Que el estallido social haya comenzado en centros alejados de las grandes ciudades, desde la Cuba miserable y profunda, no es entonces ninguna casualidad. Ese día 11 de julio tuvo lugar una unidad entre quienes se mueren de hambre («teníamos tanta hambre que nos comimos el miedo», escribió Yoani Sánchez) y sectores citadinos, principalmente juveniles, quienes luchan en primera línea por la libertad de expresión y de otras actividades ciudadanas.

Como hechos muy positivos hay que anotar la gran cantidad de artistas que han firmado documentos en contra de la represión desatada por Díaz Canel, entre ellos nombres de reconocimiento internacional como Leo Brouwer, Chucho Valdés, Adalberto Álvarez, Cimafunk, Haydée Milanés. La declaración de los obispos cubanos en defensa de los reprimidos también es muy importante. Cierto, ni artistas ni obispos tienen armas de fuego. Pero poseen otras armas. Y esas no las saben manejar los «revolucionarios». Por lo menos, con sus voces y con sus rezos, cantantes y curas llegan mucho más al pueblo que todos los «revolucionarios díazcanelistas» unidos.

Nadie sabe cómo terminará esta historia, pero lo que nadie puede negar es que esta historia ha comenzado. Es otra historia.

Fernando Mires es (Prof. Dr.), fundador de la revista POLIS, Escritor, Político, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol.

Twitter: @FernandoMiresOl

¿Ocaso de las democracias?

Fernando Mires

Quien quiera encontrar en el último libro de Anne Applebaum, El ocaso de la democracia, una nueva teoría para entender el aparecimiento de los gobiernos y movimientos antiliberales en distintos países del mundo, puede que no obtenga respuestas muy satisfactorias. No es un libro teórico. Su valor es más bien histórico-político y, por lo mismo, narrativo y descriptivo. Enhorabuena. Más allá de una evaluación teórica de las nuevas apariciones políticas, necesitamos observarlas de cerca.

Applebaum sabe muy bien sobre quienes escribe: personas a las que ha conocido en otras etapas de su vida, digamos, desde antes de la caída del Muro de Berlín, cuando muchos, en ese entonces, unidos en el proyecto de combatir a las tiranías comunistas, formaban un solo bloque. No como ahora, afirma ella, cuando aparece una clara diferencia entre quienes fueron anticomunistas debido a razones democráticas y otros guiados por motivos no muy democráticos, entre ellos los partidarios de nacionalismos extremos que toman forma en gobiernos como los de Rusia, Polonia, Hungría, amén de la enorme cantidad de movimientos y partidos xenofóbicos, homofóbicos, islamofóbicos, todos orientados a cuestionar los valores heredados de la Ilustración europea.

¿Estamos asistiendo a una subversión global en contra de la llamada democracia liberal? ¿Una subversión que llevará al ocaso de las democracias occidentales? Es la inquietante pegunta de Anne Applebaum. La respuesta aún no ha sido dada. Estamos recién –es mi impresión- en los comienzos de una larga lucha entre autocracias y democracias: La gran contradicción política de nuestro tiempo, según Joe Biden. Los resultados son inciertos. Pero es muy probable que de ahí no surgirá un mundo más democrático que el que conocemos.

En otras ocasiones hemos comentado interesantes análisis politológicos como los de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt (Cómo mueren las democracias) quienes creyeron encontrar «la causa» de la desdemocratización de las naciones en la debilidad de estados ocupados por gobiernos de tipo populista. O las más bien sociológicos de Yascha Mounk quien en su divulgado libro El pueblo contra la democracia ha llegado a la conclusión de que nos enfrentamos con movimientos radical-democráticos y no antidemocráticos. Probablemente aparecerán más aportes. Algunos ya nos hablan de movimientos posfascistas (Enzo Traverso en su libro Las nuevas caras de la derecha, por ejemplo), otros de derecha extrema, y la mayoría de populismos.

Anne Applebaum no se deja en cambio llevar por razones tipológicas. Al conjunto de movimientos y gobiernos que describe los llama, simplemente, antiliberales.

Desde una visión más modesta, quien escribe estas líneas ha propuesto, por su valor operativo, el concepto de nacional-populismo —vale decir, la combinación entre extremo nacionalismo y movimientos de masas— para entender las amenazas que en diversas latitudes se ciernen sobre las democracias. La discusión continúa abierta. Pero más allá de conceptos y denominaciones, a lo que no podemos renunciar es a la descripción de los hechos.

Hay en verdad muchas razones para poner en discusión la tesis de que el ser humano es democrático por naturaleza, sostiene Applebaum. Es un ser gregario, pero la sociabilidad que de ahí se deduce no tiene por qué ser automáticamente democrática.

Mirando la historia podríamos llegar incluso a la conclusión inversa: la naturaleza humana, depositaria de deseos y miedos, es profundamente antidemocrática. La democracia sería, vista así, una suerte de prótesis colectiva creada para controlar nuestros miedos y pasiones. Ha llegado a ser forma de gobierno y condición ciudadana. Atributos que por lo general no siempre van unidos.

Hay gobiernos que cumplen con los requisitos básicos de una democracia, pero gobiernan sobre una población mayoritariamente no democrática. O a la inversa: hay ciudadanías con aptitudes democráticas gobernadas por tiránicas autocracias. Un gobierno democrático como expresión de una ciudadanía democrática parece ser una excepción y no una regla.

Siguiendo a diversos autores, entre ellos Arendt, Adorno y, sobre todo Stener, Applebaum sostiene que en toda sociedad existen irrupciones antidemocráticas, sobre todo en momentos de crisis política o económica.

En Europa priman hoy las de «derecha». Pero ella misma constata que por lo menos hoy dos derechas. Una derecha nacionalista y autoritaria y una derecha democrática y liberal. Hay también, agregamos, una tercera: una derecha económica.

Ahora, particularidad de autócratas como Orban, Erdogan y Kaczynski, así como del autoritario Donald Trump, es haber unido a la derecha nacionalista con la derecha económica, marginando a la derecha democrática.

Después del comunismo esas tres derechas, separadas entre sí, aparecen a menudo como rivales. Algo parecido a lo que ha sucedido en el campo de las izquierdas, divididas todavía entre una izquierda autocrática y una izquierda democrática.

Frente a esas divisiones, cuando la democracia occidental es acosada desde dentro y desde fuera por fuerzas antidemocráticas, la contradicción entre derecha e izquierda ha sido atravesada de modo transversal por la que se da entre demócratas y antidemócratas. A partir de su nuevo posicionamiento, advierte Applebaum que esa contradicción siempre había existido, pero subsumida en la contradicción aparente de izquierdas y derechas. Ha podido comprobar, por ejemplo, que los principios llamados leninistas (partido de Estado, autocracia, ideología única, antiparlamentarismo) son propios a la izquierda como a la derecha antidemocrática. No extraña, por lo tanto, que quien fuera consejero de Trump, Stephen Bannon, se hubiera designado a sí mismo como «leninista», o que en Hungría y Polonia excomunistas figuren en las filas del nacional-populismo, tildado de ultra derecha.

Hay, según Appelbaum, un «leninismo de derecha». «La nueva derecha –escribe– es más leninista que burkeana». Quiere decir que lo importante para entender a un movimiento, partido o gobierno no son sus autodenominaciones ideológicas.

Que Putin bese crucifijos o que Maduro cite a Lenin constituyen factores secundarios frente a lo que esencialmente ellos son: enemigos del orden democrático.

La predisposición antidemocrática, según Karen Stener, no solo es resultado de la acción de malvados líderes que seducen el corazón democrático de sus inocentes pueblos. Tampoco es el resultado de un concepto llamado populismo que, al ser usado para explicar todo, termina por no explicar nada. Es, por el contrario, una actitud inherente a la condición humana. Esa tesis es subscrita por Appelbaum.

El abandono de la democracia y la adhesión a elites antidemocráticas no son desviaciones de la naturaleza humana sino reacciones masivas frente a un orden social cada vez más complejo.

Los partidos y movimientos antidemocráticos ofrecen soluciones simples a problemas complejos. Los miedos internos que acosan a cada individuo son representados en supuestos enemigos existenciales. Frente al deterioro de la familia tradicional, los antidemócratas imponen identidades sexuales biológicamente definidas. Frente al pavor a ser sobrepasados por las pasiones de cada uno, los antidemócratas ofrecen combatir «inundaciones demográficas» exteriorizadas en islamistas, enemigos históricos de la civilización occidental. La combinación entre identidad religiosa e identidad nacional no tardará en producir efectos malignos. Los emigrantes serán convertidos en enemigos nacionales, religiosos, sexuales y, al ser muy pobres, en enemigos sociales.

A la diversidad cultural y política de cada nación moderna, los antidemócratas impondrán la abolición de la política competitiva, la homogenización de todas las opiniones a través de un partido único convertido no solo en gobierno sino, además, en Estado, propietario de la prensa y de los poderes públicos. Ese es el ideal de gobernantes como Putin, Orban, Erdogan. Ese es también el proyecto de Marine Le Pen y de Santiago Abascal.

Las diversidades desaparecerán de la política y serán relegadas a las esferas del consumo y del mercado, al mundo oscuro de lo privado, alejadas lo más posible de de la luz pública.

No estoy comentando un libro optimista. El ocaso de la democracia no da soluciones ni dibuja perspectivas. La posibilidad de que los ideales democráticos sean sobrepasados ya no pertenece al género de las distopías literarias. En regímenes controlados por partidos como Ley y Justicia de Polonia, el Fidesz de Hungría, el PSUV de Venezuela, esa posibilidad es una realidad objetiva. La lucha entre demócratas y antidemócratas tiende a su vez a la polarización y ella favorece a la victoria de los segundos. Ahí está la trampa. El caso de España, muy bien conocido por Appelbaum, es ejemplar. El auge del nacionalismo posfranquista de Vox surgió como respuesta al «comunismo» de Podemos y a los movimientos secesionistas como el vasco y el catalán. Los extremos crean extremos.

En ordenes nacionales marcados por extremos irreconciliables, la posibilidad democrática será cada día más lejana. De la misma manera, podríamos agregar, la polarización que viven países como Venezuela, entre un gobierno autocrático y una oposición dominada por el extremismo político, trabaja en contra de una pronta democratización del país.

No sería errado pensar, de igual modo, que la extrema polarización política que viven países como Perú, Bolivia, Brasil y El Salvador, será prontamente trasladada a otros países de la región. Es lo que intenta, por ejemplo, Daniel Ortega frente a la creciente oposición democrática de su país: convertir a la oposición en fuerza extremista para aplastarla en nombre del bienestar de la nación. Es lo que hace Putin –mentor y guía de todos los gobiernos antidemocráticos del mundo– con la oposición que apoya a Navalny: empujarla hacia los extremos para después ponerla fuera de la ley.

La tragedia es que ya no hablamos solo de problemas del «tercer mundo», como en el pasado reciente, sino también de naciones que parecían estar vacunadas en contra del virus antidemocrático.

El hecho de que el trumpismo —expresión norteamericana de una contrarrevolución antidemocrática mundial— sea seguido por millones de ciudadanos, incluso más allá de las fronteras de los EE. UU., no solo es inquietante.

Es un llamado a todos los demócratas del mundo a unirse entre sí, a crear diques en defensa, no solo de los valores democráticos sino, sobre todo, de esa forma de vida a la que, a falta de otro nombre, conocemos como «libertad».

Las democracias y las libertades que ellas establecen están amenazadas como lo estuvieron en los años 30 del pasado siglo. Defenderlas será la principal tarea política de nuestro tiempo. Es la deducción que se desprende del importante libro de Anne Applebaum, El ocaso de la democracia, cuyo subtítulo es aún más decidor que el título: La seducción del autoritarismo.

Efectivamente, estamos siendo seducidos. Al fin y al cabo siempre será más difícil pensar que obedecer. La humanidad, a pesar de ser tan antigua, no sale todavía de su infancia.

Twitter: @FernandoMiresOl

La doctrina Biden

Fernando Mires

Más allá de la expectación medial, nadie que entienda un mínimo de política internacional esperaba que de la conversación de Ginebra entre los presidentes Joe Biden y Vladimir Putin iba a aparecer algo nuevo. Ambos habían rayado el espacio de juego antes de la conversación. Biden había precisado que la contradicción fundamental de nuestro tiempo es la que se da entre gobiernos democráticos y gobiernos autoritarios y autocráticos. Incluso, haber calificado previamente a Putin como asesino —un insulto terrible— no fue una reacción emocional. Con esta denominación, Biden había dejado claro que el régimen de Putin es evaluado como un enemigo. Por su parte, Putin también había dejado claro que de la reunión no esperaba mucho y que, por lo mismo, no estaba dispuesto a ceder un solo centímetro en los puntos de discordia frente a su adversario internacional.

Lo único positivo de la reunión de Ginebra fue que ambos presidentes dialogaron, en sentido simbólico probablemente, pero dialogaron. Y eso es lo importante. Como acostumbraba decir el excanciller alemán Helmut Schmidt, «todo diálogo es bueno, pues mientras hay diálogo no hay balazos».

El diálogo, aunque sea infructuoso, tiene un poder simbólico: mostrar la voluntad de mantener la lógica de la política por sobre la de la guerra. Eso es seguramente lo que piensan Biden y Putin: nosotros somos demasiado fuertes para darnos el lujo de dirimir conflictos en una guerra militar. Mantengamos entonces la guerra en un nivel político. Por ahora.

¿Una reedición de la Guerra Fría?, preguntarán muchos. No exactamente. Aparte del peligro de entender conflictos internacionales con el recurso de la razón analógica (nunca el presente será análogo al pasado) la situación es diferente. Por una parte, la Guerra Fría era caliente, muy caliente: los vietnamitas, entre muchos, pudieron constatarlo. La Guerra Fría fue guerra militar entre dos potencias, pero dirimida por naciones representantes. Fue, si se quiere, una guerra indirecta llevada a cabo para sustituir una guerra directa que, evidentemente, podía llevar al fin del planeta.

Por otra parte, la hipertensión que tiene lugar entre Rusia y los EE. UU. —eso es lo que intentaron demostrar ambos adversarios— es una guerra política, y como la política tiene lugar sobre la tierra, es una guerra geopolítica. De lo que se trata —lo dejó entrever Biden en declaraciones previas— es de mantener las condiciones de un armisticio irregular y prolongado. Sorprendió en ese punto la dureza con que Biden respondió a la periodista Kaitlan Collins de la CNN, ante la pregunta de qué es lo que le hace estar seguro de que Putin puede cambiar de actitud. Respondió: «Yo no he dicho eso». Y agregó estas palabras claves: «No estoy seguro de nada. Putin no va a cambiar su comportamiento mientras el resto del mundo no lo obligue a hacerlo». Más claro que el agua.

Putin no va ca cambiar con argumentos sino ante la evidencia de que se encuentra frente a un bloque internacional sólido frente al cual no puede hacer nada. Putin nunca entenderá la fuerza de la razón, pero sí a la razón de la fuerza, eso es lo que quiso subrayar Biden.

Y aquí llegamos al tema central: la reunión del G7 era para Biden una precondición para enfrentar verbalmente a Putin. Solo si lograba el apoyo irrestricto de Europa frente a los que considera enemigos existenciales de los EE. UU. puede presentar su doctrina sobre China y Rusia. Sobre Rusia lo logró. Sobre China lo logró a medias. No obstante, seguirá presionando para imponer su doctrina. Pero antes, deberá derribar los pilares fundamentales sobre los cuales estuvo sustentada la doctrina Trump.

A quienes ya están acostumbrados a juzgar a Trump por sus actitudes excéntricas, parecerá extraño oír hablar de una doctrina Trump. Pero para quienes estamos obligados a separar la escenificación mediática de los objetivos políticos, podemos comprobar que Trump era, efectivamente, el portador de una nueva y a la vez antigua doctrina internacional. Una doctrina que podemos definir como nacionalista, aislacionista y, sobre todo, economicista.

Trump forma parte de una de las dos tradiciones que han marcado la política internacional de los EE. UU. desde su propio nacimiento. Una es la tradición nacionalista- aislacionista. La otra es la tradición internacionalista (a la que muchos llaman, intervencionista). De ahí la ambivalencia del América First de Trump. Significaba que los EE. UU. deben cuidar sus propios intereses antes que los intereses de los demás.

La doctrina internacionalista que en cierto modo representa Biden, plantea lo mismo, pero agregando que los propios intereses solo pueden ser defendidos a partir de alianzas estratégicas de larga duración, como la Alianza Atlántica y su derivado militar, la OTAN. El problema, por tanto, está en la definición de los intereses. Y aquí viene el incordio con Trump: los propios intereses solo eran para él los intereses económicos, los demás no contaban.

En la política, según Trump, no existen aliados históricos sino económicos y estos no deben surgir de asociaciones de países sino de acuerdos –nótese acuerdos y no tratados– bilaterales.

En otros términos, mientras que para Biden los enemigos económicos no son necesariamente enemigos políticos, para Trump regía el principio de que todo competidor económico es un enemigo político. Así se infiere por qué para Trump la UE era una organización enemiga a la que había que destruir y la OTAN una institución militar dirigida contra un socio estratégico de EE. UU., la Rusia de Putin, cuyo objetivo no oculto es –así como lo fue para Trump– la desintegración política y económica de Europa.

Trump era un empresario político; mucho más empresario que político. Según su lógica, todo, si se dan las condiciones, puede ser negociado. En cierto modo Trump había interiorizado la misma lógica economicista de los dirigentes del PC chino. La política es un negocio y los negocios son los negocios. Bajo esa premisa, un segundo mandato de Trump habría asegurado el comienzo del fin de la UE (Ucrania, los países bálticos y tal vez Polonia habrían sido servidos en bandeja al autócrata ruso), hecho que explica por qué Trump y Putin apoyaban de modo conjunto a gobiernos iliberales de Europa (el del húngaro Orban a la cabeza) y a la mayoría de los movimientos nacional-populistas, todos anti-UE. Desde esa perspectiva, Biden es una piedra atravesada en el camino de Putin.

Solo a un antipolítico consumado como Noam Chomsky se le puede ocurrir que «no hay diferencias entre la política internacional de Trump y la de Putin». No solo las hay, además son antagónicas y, por lo mismo, irreconciliables.

Con China el problema es diferente. China no tiene problemas territoriales ni con los EE. UU. ni con Europa. De hecho, no amenaza directamente a ningún país occidental. A diferencia de Putin, la nomenklatura china tampoco financia a organizaciones políticas en Occidente. En el exacto sentido del término, es un competidor económico y, en no pocos casos, un enemigo económico al que —en ese punto están de acuerdo la mayoría de los políticos norteamericanos— hay que derrotar.

Por cierto, China tiene un enorme potencial militar, pero por sobre ese potencial prima la estrategia de preservar su desarrollo económico basado en una muy agresiva economía de exportación, sobre todo digital. Así nos explicamos por qué la siempre pragmática Angela Merkel aseveró frente a Biden que las preocupaciones de la OTAN frente a la expansión de China le parecían algo sobrevaloradas. Por cierto, adujo Merkel, hay que mantener frente a China una posición crítica, no solo con respecto a los —recién descubiertos por los EE. UU.— «ligures musulmanes», muy maltratados por China, sino también en contra de la superexplotación capitalista a que son sometidos los propios trabajadores chinos.

Pero, por otro lado, hay que evitar que Rusia caiga en los brazos de China. Y eso solo puede ser posible si los EE. UU. —como sí lo logró la política de Kissinger en el pasado reciente— no logra mantenerlos divididos.

No puede haber peligro mayor para Occidente que la unidad estratégica entre China y Rusia. Ese sería el 2-1 que dibujó Orwell en su novela 1984. Kissinger nunca pensó, por supuesto, que Mao Zedong podía tener recaídas democráticas. Lo mismo piensa Biden de Xi Jinping («es muy inteligente, pero no tiene un solo hueso democrático»). Tal vez, atendiendo a las razones «merkelianas», el secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg, después de que la gran organización declarara enemigo sistémico a China, precisó: «China no es un enemigo político». Le faltó decir «como Rusia», pero todos entendieron. Sin embargo, el peligro existe: Rusia no puede movilizar a China, pero China sí puede movilizar a Rusia. Ese es el peligro, querida Angela Merkel.

En síntesis: el fundamento de la «doctrina Biden» requiere lograr la máxima unidad posible entre los países democráticos, formar un bloque defensivo político, cultural, económico y militar frente a las dos otras potencias, cerrar todas las vías expansivas a Rusia, competir económica y tecnológicamente con China sin menoscabar los intereses de las economías occidentales, instituir medidas proteccionistas si determinados casos así lo ameritan, y trabajar en dirección a la creación de organismos supranacionales cuyos acuerdos comprometan tanto a China como a Rusia. Un camino largo y difícil. Pero no hay otro.

El encuentro Biden-Putin no llevó —nadie lo esperaba— a ningún acuerdo. Pero en las cuatro horas que ambos mandatarios conversaron parecen haber quedado claras las diferencias que los separan en temas como la criminalidad cibernética, el clima del Ártico, el este de Ucrania, los espacios geográficos en disputa, los derechos humanos, las intervenciones en elecciones extraterritoriales, el emblemático caso Navalny, la ocupación colonial de Bielorrusia, la actitud a tomar frente a autocracias enclavadas en Occidente (las de Ortega y Maduro, por ejemplo). En fin, deben haber hablado mucho sobre las razones que han llevado a una enemistad que, ojalá, siga siendo política y nunca militar. Difícil, muy difícil.

El mensaje final de Biden fue: «Ustedes no nos pueden dividir». El «ustedes» son China y Rusia. El «nos» es la comunidad democrática mundial.

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El vacío

Fernando Mires

Ya parece ser un concepto dominante entre latinoamericanos: estallidos sociales. No es la primera vez que pasa algo parecido. Ya en el pasado reciente vimos cómo determinados acontecimientos encadenados entre sí, generan procesos paralelos. Por ejemplo, durante 2010-2012 ocurrió la llamada Primavera Árabe. Apareció cuando en diversos países árabes irrumpieron rebeliones en contra de tiranías que, hoy sin contrapeso, siguen dominando en la región. Movimientos que fueron arrasados por la confabulación indirecta que se dio entre movimientos islamistas, ejércitos pretorianos de las dictaduras (caso egipcio) y la sangrienta intervención externa ordenada por Putin, quien terminó apoderándose de Siria, ayer una nación en forma, hoy no más que un protectorado militar ruso.

Vuelven también a la memoria rebeliones socio-juveniles que ocurrieron en la España de Rajoy; o el movimiento obrero-popular de los Chalecos Amarillos durante el gobierno de Macron. Y así es: cada cierto tiempo, algunas regiones del planeta se convierten en escenarios de movimientos de masas que en un comienzo nadie sabe cómo aparecieron.

Los objetivos suelen ser diversos. En la Primavera Árabe eran democráticos. En los movimientos españoles y franceses, más bien sociales, incluso económicos. Hoy toca el turno a América Latina. Son los estallidos sociales aparecidos en Chile, Colombia y, como veremos, en Perú. Probablemente no serán los últimos.

Vivimos una época cuyo signo parece ser el desprendimiento de amplios sectores masivos con respecto a las representaciones políticas imperantes.

Efectivamente, todas las manifestaciones nombradas, y muchas más, son la expresión de dislocaciones entre representantes y representados. En términos más escuetos, las masas irrumpen en las calles para llenar un vacío, todas dirigidas –ya es un denominador común– en contra de las llamadas «clases políticas». Tema, el de los vacíos, que puede ser considerado como prioritario con respecto al de los estallidos sociales, pues, si hablamos en términos de causa-efecto, los vacíos serían más causa que efecto. Los estallidos surgen en un espacio vacío y vaciado de, y por la, política.

Para decirlo en términos gramscianos, los vacíos políticos evidencian una crisis de representación. Aunque en términos no gramscianos podrían ser considerados como una condición para la reproducción de la política. Sin espacios vacíos, en efecto, la política perdería su dinámica para convertirse en simple superestructura de la economía, al gusto de marxistas y liberales.

El tema, por lo tanto, no es el vacío político en sí, sino la frecuencia e intensidad de sus apariciones. Cuando los vacíos políticos son muy frecuentes o muy anchos, podríamos hablar no solo de crisis política sino de crisis de la política. Eso es lo que está ocurriendo en diferentes países llamados occidentales, incluyendo algunos latinoamericanos.

La magnitud y frecuencia de los vacíos políticos nos permiten detectar si estamos frente a una crisis de representación ocasional o de una crisis orgánica, entendiendo por esta última –otra vez con Gramsci– la ausencia de «ideas-fuerza» que lleven a unificar políticamente a las masas y convertirlas en movimientos e, incluso, en partidos políticamente estructurados.

Toda crisis orgánica, dicho en breve, es una crisis de los partidos y toda crisis de los partidos es una crisis de las ideas (no solo políticas).

Como hemos afirmado en otros textos, la crisis orgánica de representación que viven casi todas las naciones del occidente político tiene que ver con una no-adecuación entre transformaciones operadas en las relaciones de producción y reproducción social y sus expresiones políticas. La modernidad globalizadora ha generado nuevos sectores aún no definidos sociológicamente y estos viven bajo el alero de un orden político que representa más bien un pasado que ellos no viven ni entienden.

El tronco político de la modernidad —cuyas ramas son la conservadora, la liberal, la socialcristiana y la socialista— se ve cada vez más raquítico, mientras sus sombras cubren espacios cada vez más reducidos. La posmodernidad política del capitalismo global está vaciada y ese vacío ejerce, como si fuera un agujero negro perdido en el espacio infinito, una atracción cada vez más gravitante a nuevos movimientos, partidos y siglas.

El vacío actúa como demanda. La oferta en Europa es predominantemente xenófoba, ultraderechista, fascistoide (Vox, el repentismo, Alternativa para Alemania, entre tantos) aunque también se suman de vez en cuando partidos izquierdistas, más bien actualizadores imaginarios del pasado, como Podemos en España, o los socialistas de Melenchón en Francia, todos, al igual que sus epígonos de la derecha, anti-UE y anti-OTAN. Europa es la nueva Roma sitiada desde fuera y acorralada desde dentro por los nuevos habitantes del vacío político.

El panorama, visto hacia el futuro, no puede ser optimista. Las fuerzas de la modernidad democrática han pasado a la defensiva. Socialistas españoles y alemanes han comenzado a votar por las derechas tradicionales a fin de defenderse de las derechas salvajes del nacional-populismo. Hacen bien. No tienen, por lo demás, otra alternativa. Cuando es imposible avanzar hay que, al menos, defender lo que se tiene.

2.

En América Latina, el vacío político emergente ha sido espacio de estallidos. Un fenómeno casi físico. El vacío, al contraerse, incapaz de soportar su propio vacío, estalla. El caso chileno es paradigmático.

A raíz de la subida del precio de la locomoción en el metro, salieron los escolares a las calles y a ellos se sumaron trabajadores, luego familias completas. En un momento lo que menos interesaba era el precio del pasaje del metro. Las multitudes protestaban por miles de razones, aunque solo dos las unificaban: el malestar frente a la desigualdad social, oculta bajo una alfombra tejida con falsos hilos modernos, y el malestar frente a una clase política de izquierda derecha y centro, ante la cual ya no se sentían representadas.

La segunda fase fue la de la violencia: lumpen, hampones, marginales, submundos que ocultan hasta las más modernas democracias.

Recordemos a los movimientos de los suburbios de París, los 1° de mayo de Hamburgo y de Berlín, los movimientos afroamericanos de Los Ángeles y las huestes trumpistas del Capitolio. Masas desintegradas, sin organizaciones, sin idearios, sin programas, sin nada que no sea odio a «los de arriba», pero con el derecho a ser pueblo y a expresarse como pueblo. En el fondo, nada demasiado chileno.

La clase política chilena, izquierda y derecha, con el presidente de la república a la cabeza, supo al menos reaccionar. Abrió un canal institucional y constitucional. Una nueva constitución social, feminista, indigenista, nacida de «abajo», deberá ser elaborada con el concurso mayoritario de supuestos independientes. Vamos a ver qué sale. No hay que abrigar demasiadas esperanzas. Quien espere de ese proceso una carta constitucional perfecta lo hará en vano. Pero al menos los chilenos supieron esquivar el estallido del vacío. Con improvisaciones «a la chilena», han salido por el momento del paso. Lo importante es que el proceso de democratización social ya no transcurre sobre el vacío. Las elecciones de mayo del 2021 taparon, aunque fuera momentáneamente, al vacío.

3.

Las que no logran salir del paso son las masas sin rumbo fijo del estallido colombiano. Aprisionadas entre dos violencias –la de una extrema izquierda que aún piensa de modo guerrillero, y la de una extrema derecha que aún piensa de modo uribista y paramilitar– no han logrado ser canalizadas políticamente. Las cifras de muertos, heridos y presos políticos son innumerables. Bajo esas condiciones, el presidente Duque solo tenía dos alternativas: o la represión más violenta que es posible imaginar (línea Uribe) o abrir diques para un diálogo político. Pero hizo precisamente lo que no hay que hacer.

Entre esas dos alternativas eligió a las dos al mismo tiempo. Con ello ha sepultado la vía del diálogo logrando que los manifestantes pierdan miedo a la represión al ver a su presidente como lo que es: un tipo débil y vacilante.

«Esto, ¿para dónde va?», pregunta el columnista Enrique Santos Calderón. Tiene toda la razón al preguntar, pues nadie sabe la respuesta. Solo cabe esperar, agregamos, que Iván Duque logre terminar a duras penas su mandato y asuma el gobierno una fuerza de centro-izquierda, o más difícil, de centro-derecha, como única posibilidad para hacer regresar al país a una paz mediana.

Solo la aparición de un centro político, con inclinaciones hacia la derecha o a la izquierda, salvaría a Colombia. No obstante, Duque, y su antagonista Petro, harán lo posible para que eso no ocurra. Con eso hay que contar. Ambos viven de la polarización. Y la polarización vive del vacío que separa a ambos polos. Solo cabe rogar para que el país colombiano no siga el polarizado camino de Perú.

4.

Vacío estaba también el panorama político peruano. País que ostenta el raro récord mundial en materia de presidentes destituidos y judicializados. Destrozándose a sí misma por migajas de poder, la clase política peruana ha llegado a probarse como absolutamente incapaz para resolver su vacío hegemónico. En ese ambiente, los políticos peruanos han creado una polarización tan extrema entre dos sectores políticos, con un alto potencial antidemocrático, que todo buen augurio pareciera estar fuera de lugar.

A un lado, Keiko Fujimori, representante de una oligarquía ya centenaria, del empresariado exportador, de los sectores altos y medios urbanos, de la modernización excluyente, de la desigualdad estructural, del mercado internacional. Al otro lado, el Perú profundo y semicolonial, país de indios desarraigados, de pequeños propietarios, de campesinos sin tierra y de parias suburbanos. Son las muchedumbres que votaron por Castillo.

Lo que ha caracterizado al balotaje no es, sin embargo, la lucha de clases. Es, por el contrario, la lucha de masas. Masas contra masas.

Todos los partidos de la clase política unidos, en defensa propia, en contra de un candidato salido casi de la nada, uno que logró concitar el apoyo incondicional de los humillados y ofendidos de la nación.

Tampoco el enfrentamiento electoral es, como creen casi siempre los ingenuos observadores europeos, de izquierda contra derecha. Pues hay una diferencia fundamental entre lo que una fuerza política piensa de sí misma y lo que objetivamente es. En el caso peruano las líneas están cruzadas. Quien representa la modernización y el progreso económico es Fujimori. Quien representa a la tradición, a las fuerzas que provienen del pasado, es Castillo. En cierto modo, el de este último es un movimiento popular de carácter redentor. Más que Keiko, Castillo está en contra del divorcio y del aborto. Mucho más que Keiko, es profundamente religioso. Los valores de Castillo son conservadores, o por lo menos tradicionalistas. Del mismo modo que su lejano mentor, J. C. Mariátegui, Castillo piensa que las fuerzas productivas del capitalismo son esencialmente destructivas. Su socialismo, o mejor, su igualitarismo, hunde raíces en el comunitarismo indígena y campesino y no en las luchas obreras de las grandes ciudades.

En otras palabras, mientras Keiko busca ocupar el vacío político con un progresismo desarrollista, urbano y empresarial, Castillo lo intenta ocupar con fuerzas que provienen del pasado, desde el Perú profundo. En ese sentido la candidatura de Castillo puede ser considerada como un estallido social recuperacionista. Revolucionaria, vista desde una perspectiva marxista-leninista es Keiko Fujimori. Castillo lo es solo si entendemos a la revolución como un simple cambio repentino y profundo.

Así como el excandidato presidencial chileno, Andrés Velasco, escribió que en Chile tuvo lugar una revolución constitucional, en Perú parece estar teniendo lugar una revolución electoral.

El dilema, el gran dilema, será si ambas revoluciones lograrán ocupar el vacío político que surca a los dos países vecinos, o se hundirán en los abismos más profundos de ese mismo vacío. La suerte está echada. Y ya no hay vuelta atrás.

Twitter: @FernandoMiresOl