Pasar al contenido principal

Fernando Mires

Venezuela después de Barinas: entre la ilusión y la política

Fernando Mires

1. Raro pero interesante: las elecciones regionales venezolanas del 21-N no suscitaron interés en la prensa internacional. Cuando más una noticia en letra chica señalando que los contingentes del “socialista” Maduro habían derrotado a los “conservadores” (así entienden la política latinoamericana los diarios europeos). En cambio, las elecciones del 9-D en Barinas fueron cubiertas de un modo casi tan extenso como el avance de Rusia a Kazajistán. “Notable”, diría el historiador Elías Pino Iturrieta.

¿Cómo explicar tamaña discordancia? Quizás por la misma razón por la que los venezolanos concentraron en esas elecciones una enorme atención. La explicación es obvia: en un país donde se concede tanta importancia a los símbolos, la contienda electoral de Barinas debía ser muy simbólica. Para ambas partes. Barinas es la tierra de Chávez (y de la familia Chávez).

El triunfo sorpresivo de Freddy Superlano (VP) sobre Argenis Chávez, fue considerado por el PSUV como una afrenta a la memoria del líder totémico, y como tal debía ser vengada. De acuerdo a la religión chavista, la “tierra santa” había sido ocupada por los infieles. Y bien, como es sabido, la lucha por la apropiación de símbolos la ganó la oposición y su candidato Sergio Garrido (AD) con un aplastante 55 por ciento en contra del 41 por ciento obtenido por Jorge Arreaza, candidato del PSUV.

Aparentemente una victoria espectacular pero simbólica. Y así y todo, muy importante si consideramos que la lucha política tiene una dimensión simbólica. Más todavía si pensamos que la lucha por la apropiación de símbolos, dicho en estilo gramsciano, no está separada de la lucha por la hegemonía. A esa deducción podríamos agregar que los resultados abren nuevas condiciones, pero no para el gobierno sino para la oposición. La más clara, la más objetiva, la más real, fue que las elecciones no solo significaron una derrota simbólica del madurismo, sino una derrota de la línea abstencionista representada por Guaidó y su guía espiritual Leopoldo López: El fin del mantra que relegaba a las elecciones a un tercer lugar después de una fantasiosa caída de Maduro y de un imaginario gobierno de transición.

Los tiempos de Guaidó ya no pertenecen al presente. Atrás quedaron las ayudas sanitarias insurreccionales (Cucutazo), los desembarcos playeros (Macuto), los intentos de golpe de estado (30A, 2019), los drones artesanales, la promesa de una invasión extranjera nacida de la frivolidad de Trump y de sus diletantes expertos, y de cuanta locura pasó por VP, PJ y AD.

Cuando fueron dados a conocer los resultados, los mitos abstencionistas “votar no es elegir”, “no las llames elecciones”, “no con este CNE”, “quien cuenta votos gana” y tantos más, se vinieron al suelo. Barinas demostró de nuevo lo que las elecciones parlamentarias del 2015 ya habían demostrado: cuando hay claridad de objetivos, unidad política y participación masiva, no hay fraude posible.

En secuencia historiográfica, no fue Barinas la que liquidó el proyecto insurreccional de López y sus secuaces. Este ya había colapsado. Como escribió el economista Francisco R. Rodríguez: “La legitimidad de la presidencia de Guaidó es endeble, tanto legal como políticamente. Nunca ganó una elección nacional, su mandato como legislador expiró hace más de un año y sus cifras de aceptación en las encuestas son tan bajas como las de Maduro. Su interpretación de la Constitución es muy controversial, especialmente después de que expiró el mandato de cinco años de la Asamblea Nacional, el 5 de enero de 2021. La administración de fondos públicos bajo su responsabilidad ha sido objeto de intensas críticas, incluso por parte de los principales miembros de su coalición, por su falta de transparencia y los escándalos de corrupción en el manejo de compañías estatales en países que lo reconocen como presidente”.

El gobierno interino de Guaidó ya estaba en pleno descrédito antes de Barinas. Barinas solo lo evidenció. Gracias a esas elecciones, la oposición está ahora en condiciones de regresar a la línea que nunca debió haber abandonado: la democrática, constitucional, pacífica y electoral. Esa línea será, sin duda, un punto de partida: Un nuevo comienzo.

2. El camino que sigue es difícil de transitar, más si tenemos en cuenta que la de Barinas será la última elección antes de las presidenciales del 2024. Sin otras elecciones a la vista, las tendencias regresivas pueden retornar en cualquier momento. La oposición democrática ha obtenido una batalla en contra de Maduro y del abstencionismo de López/Guaidó. Pero todavía está lejos de ganar la guerra. La línea electoral es solo parte de una política que la trasciende y no una política en sí. De modo que si no hay elecciones ad portas, los otros tres puntos cardinales de la brújula opositora seguirán vigentes: el democrático, el constitucional y el pacífico.

El punto democrático supone representar al pueblo en las instituciones. Tarea difícil pues las principales están en manos del gobierno y por lo menos dos de ellas fueron regaladas por la oposición a Maduro. La presidencia le fue regalada por el abstencionismo del 2018, capitulación determinada por la incapacidad de la oposición para designar un candidato único. El parlamento (la AN) le fue regalado por el interinato. Difícil encontrar en el mundo una oposición tan generosa con el adversario como ha sido la venezolana.

Para decirlo con palabras más claras: Maduro no ha usurpado ningún poder. Todos los poderes que maneja los recibió de una oposición usurpada por el extremismo opositor. De la aceptación de esa verdad objetiva, deberá partir la oposición. Maduro, desde ese punto de vista, no es un usurpador. Su acceso al poder frente a una oposición que se negó a votar, fue legítimo y legal.

La lógica más elemental indica que toda oposición debe votar por un gobierno con el objetivo de derrotarlo. Pero para derrotar al enemigo hay que reconocer su existencia. Ahora bien, reconocer a Maduro para derrotarlo pasa necesariamente por el desconocimiento del interinato como gobierno paralelo. Eso significa: para derrotar electoralmente a Maduro, la oposición debe deslindase del gobierno interino (que no es gobierno ni interino). Esa, a su vez, es la razón principal por la cual el interinato se ha opuesto hasta ahora a la vía electoral pues de acuerdo a los tres pincipios de López/Guaidó, nació como organismo destinado a dirigir una insurrección popular en contra de, según ese discurso, una dictadura.

Al votar masivamente en Barinas, la oposición rompió aparentemente con el lema “en dictadura no se vota”. Pero solo aparentemente, porque el lema en parte es cierto. En dictadura, generalmente, no se vota. Pero no se vota porque la gente no debe o no quiere votar, sino porque toda dictadura, por definición, suprime al voto. ¿Quiere decir entonces que la de Maduro no es una dictadura? Efectivamente; desde el punto de vista constitucional no lo es. Este tema merece un comentario adicional.

El gobierno de Maduro no ha tenido, nadie lo puede negar, un comportamiento democrático. Hay cárceles, hay torturas, hay permanentes violaciones a los derechos humanos, todo denunciado en los informes que desde la ONU ha emitido Michelle Bachelet. Pero –y este es un punto teórico- no todo gobierno anti- o no-democrático es una dictadura. Por eso la mayoría de los analistas internacionales prefieren definir al de Maduro como gobierno autocrático, o simplemente autoritario. Quizás esas mismas razones explican por qué Teodoro Petkoff se negó siempre a calificar al gobierno de Chávez como a una dictadura.

Como hemos anotado en otros artículos, el de Maduro es equivalente a otras autocracias similares. Las más parecidas son las que rigen en países que bordean a la Rusia de Putin. Se trata de gobiernos que contienen en sí elementos dictatoriales, pero también otros que sin ser democráticos, son al menos republicanos. Dependiendo de las circunstancias, si una oposición busca una confrontación violenta, esos gobiernos muestran sus dientes dictatoriales. Pero cuando la oposición actúa políticamente, no tiene más alternativa, en muchas ocasiones, que actuar también políticamente. Ahora bien, la tarea de una oposición política y no militar, obvio, es llevar a los gobiernos anti o no democráticos, al enfrentamiento político (al cual pertenecen las elecciones) y no al militar. Solo a un ser tan antipolítico como Leopoldo López se le puede ocurrir una insurrección militar sin militares y enviar a las masas al sacrificio como intentó hacerlo en “la salida” y después con su golpecillo del 30 A. De todo ese lastre, la oposición democrática, si quiere reconstruir una vía política, deberá deslindarse. En parte comenzó a hacerlo en Barinas. Pero solo en parte.

3. Sabiendo que en un clima no- confrontacional no tiene nada que hacer, la camarilla que representa Guaidó ha optado por aceptar el triunfo electoral de Barinas, como si fuera la cosa más natural del mundo, como si siempre hubiera participado en elecciones, como si nunca hubiera llamado a la abstención ¿Un cambio de estrategia? La reciente experiencia histórica no lo indica así.

Cuando los extremistas reconocen triunfos electorales lo hacen solo para ponerlos al servicio de su extremismo. Así fue como el gran triunfo en las parlamentarias del 2015 les sirvió para usar a la AN como trampolín para el salto insurreccional. Basta recordar que el revocatorio del 2016 surgió como alternativa a un extremismo que apostaba por el “Maduro vete ya” de María Corina Machado o por aplicar el artículo 233. Las jornadas callejeras del 2017, surgidas originariamente en defensa de la AN fueron canalizadas por el extremismo para avanzar hasta Miraflores, oponiendo a los militares de Maduro, estudiantes con escudos de cartón.

Nunca, desde el año 2002 hasta ahora, el extremismo ha cejado en su empeño atajista. No hay ningún motivo entonces para suponer que esta vez no intentará usar el triunfo de Barinas como plataforma para buscar otro atajo anticonstitucional, antidemocrático y anti electoral. Entre esas aventuras ya comienza a asomar otro revocatorio. Su objetivo está claro: El revocatorio es un medio inventado por el extremismo para que la oposición no se reconstituya y siga adherida a la estructura de la política comandada por López/Guaidó y así esta no sea cuestionada.

El revocatorio es el otro nombre del abstencionismo. De ahí que una de las tareas inmediatas de la oposición democrática deberá ser la de bloquear al revocatorio antes de que se convierta en realidad. Importante sería en ese sentido que Sergio Garrido y otros políticos democráticos levantaran su voz en contra de las regresiones antipolícas que se avecinan.

La oposición democrática no está en condiciones de intentar ningún acto de derrocamiento. Pero –Barinas lo demostró- sí está en condiciones de derrotar a Maduro. Pero derrotar, hay que decirlo muchas veces, no es derrocar. Derrotar es vencer al enemigo con las armas de la política y no con la política de las armas. O como formulé en otro texto, derrocar es un acto de fuerza, derrotar es un proceso político. Un proceso que lleva no a la eliminación del adversario -para eso sería necesario una dictadura- sino, como dice Ricardo Sucre, a construir un camino que lleva a la alternancia en el poder.

El periodo no electoral puede ser utilizado por la oposición para buscar la comunicación con la ciudadanía, perdida después de tantas aventuras sin ton ni son. Conectar a la política con el pueblo es tarea fundamental. Abandonar la idea de que hay que seguir a algún líder iluminado, es decisivo. Apoyar proyectos de reconstitución social, como iniciativas civiles, derecho-humanistas, ecológicas, de género, de etnias, poblacionales, y tantas más, es impostergable. La política se hace sobre el suelo de la tierra y no sobre la base de ilusiones y fantasías.

4. No por último, la oposición democrática deberá rechazar las sanciones económicas impuestas bajo la presión del interinato a Venezuela. Los hechos han demostrado que intentar obtener réditos gracias al hambre de un pueblo, es definitivamente criminal. Para citar nuevamente a Francisco R. Rodriguez: “Poner de rodillas a una economía, arrebatándole su capacidad de comprar bienes para promover un cambio político es cruel, inhumano y contrario al derecho internacional. Es el equivalente moderno de un estado de sitio: el intento de someter a las ciudades de hambre, lo que hoy se considera un crimen de guerra. Los ataques deliberados contra la población civil no deberían tener cabida en la política exterior de una nación civilizada. La Unión Europea y Canadá, entre otros, se han limitado explícitamente a la adopción de sanciones individuales a los funcionarios del régimen, y los líderes europeos declaran explícitamente que nunca considerarán sanciones que perjudiquen a todos los venezolanos. Es vergonzoso que Estados Unidos sea un caso atípico en este tema”.

En un clima menos confrontacional, evitando incluso las provocaciones del gobierno, la oposición puede además colaborar en la reconstrucción de las organizaciones de los trabajadores, hoy prácticamente desaparecidas. Para que eso ocurra, y conectando con el mandato que legara el plebiscito del 2007 (la primera derrota propinada a Chávez y al chavismo) la oposición democrática estará obligada a convertirse en guardiana de la constitución. La oposición ha de ser constitucional o no ser.

En palabras finales, se trata de volver al trabajo árido y gris de la política diaria sin perder de vista las perspectivas históricas. Para que eso sea posible es necesario un mínimo de normalización o, para decirlo mejor, la existencia de algo parecido a una “sociedad”. Ello supone, guste o no, aceptar cierta coexistencia con el gobierno de Maduro. Todo lo tensa que se quiera, pero inevitable en tanto gobierno y oposición comparten un mismo territorio de lucha.

Por eso hay que reiterar: para enfrentar y derrotar electoral y constitucionalmente a Maduro, la oposición democrática deberá liberarse del insoportable peso del interinato. No hay otra alternativa. La continuidad política nunca, en ninguna parte, se ha dado sin rupturas.

12 de enero. 2022

Polis

https://polisfmires.blogspot.com/2022/01/fernando-mires-venezuela-despues-de.html?utm_source=feedburner&utm_medium=emai

Defender a la democracia

Fernando Mires

Ya es más que evidente: las democracias occidentales se encuentran doblemente amenazadas. Por un lado, los movimientos nacional-populistas. Por otro, las nuevas autocracias de las cuales las más relevantes en el espacio europeo son las de Hungría, Polonia y Turquía (la de Bielorrusia es simplemente una dictadura), comandadas indirectamente por la autocracia imperial rusa de Putin. Y en el espacio latinoamericano, el funesto trío formado por la Nicaragua de Ortega, la Venezuela de Maduro y la Cuba de Díaz Canel. Las dos amenazas pueden ser reducidas en algunos casos a una sola si consideramos que los movimientos nacional-populistas suelen ser una antesala para la instalación de gobiernos antidemocráticos.

¿Hablemos otra vez de populismo?

Hablar de populismo parece un manido recurso pues no hay duda que es un término del que se ha hecho uso y abuso. Pero imposible eludirlo si tomamos en cuenta solo un motivo. Tiene que ver con un fenómeno que hemos analizado en otros textos. Me refiero a la conversión de la sociedad de clases propia al periodo de la industrialización y de los grandes conglomerados fabriles, en un periodo signado por el desarrollo aún no concluido de la producción digital desde donde está siendo configurada una nueva sociedad de masas.

La palabra “nueva” deberá ser destacada. Quiere decir que en la sociedad llamada industrial también existió una sociedad de masas. Fue cuando las primeras industrias destruyeron el orden patrimonial de origen agrario y las ciudades pasaron a convertirse en receptáculos de migraciones nacionales e internacionales. Así fue también como desde el siglo XVlll hasta llegar a las primeras décadas del siglo XX, el orden industrial coexistió con un maremagnum de sectores sociales no, o superficialmente, clasificados.

Karl Marx, llamado por Hannah Arendt, “padre de las ciencias sociales”, tuvo que realizar grandes esfuerzos para ordenar conceptualmente a ese océano de masas que rodeaban la isla del proletariado industrial europeo. Pues para donde miraba veía masas de pobres sin pertenencia social. Para salir del paso, llegó a hablar de “superpoblación relativa”, de “ejército proletario de reserva”, de “masa pauperizada” e incluso de “proletariado andrajoso”, términos que después de Marx fueron englobados por la sociología marxista y no marxista bajo conceptos tan amplios como los de marginalidad e informalidad. Tarde, tanto Marx como sus seguidores, lograron darse cuenta de que la industrialización por si sola llevaba menos hacia la proletarización y más hacia la pauperización de las masas. Hoy sabemos en cambio que las relaciones sociales no se reproducen por automatismo, como imaginaron economistas marxistas y liberales. Tuvo que aparecer el llamado “Estado social” para aceptar la verdad de que sin formato político el capitalismo es radicalmente anti-social.

Lo cierto es que la llamada sociedad industrial ha coexistido con una sociedad de masas a la que Ortega y Gasset viera en estado de rebelión. Ahora, esa rebelión, vale decir, la irrupción de las masas, no podía sino derivar en una política de y para las masas. Así fue como apareció el fenómeno populista. Sin masas, en efecto, no puede haber populismo. El populismo, si quisiéramos generalizar, es la política de la sociedad de masas.

Sin embargo, no toda política de masas puede ser llamada populista. Para hablar de populismo debemos agregar dos “elementos” constitutivos. El primero es el liderazgo populista. El segundo es el rebalsamiento del orden constitucional por el pueblo y sus representaciones. En breve, masas, líder y “des constitucionalización”, son los tres pilares de “la razón populista” (Laclau)

Populismo ha habido siempre, pero por momentos ha habido más. Podemos hablar de olas populistas. En América Latina, como es sabido, la irrupción de las masas durante los tres primeros decenios del siglo XX, llevó a la primera gran ola populista, encabezada por el populismo de los populismos, el peronismo. La segunda gran ola podemos ubicarla a fines del siglo XX con la aparición del chavismo venezolano, del lulismo brasileño, del evismo boliviano, solo para nombrar a los más emblemáticos. Entre ambas olas podemos fijar, sin embargo, una diferencia.

Mientras la primera ola corresponde a la alteración del orden agrario patrimonial, impulsado por la industrialización y la urbanización, la segunda es más bien equivalente a la descomposición del orden industrial y, por cierto, de los principales centros urbanos. Sobre la base de este enunciado podrían sin duda desarrollarse interesantes teorías. Por el momento solo cabe consignar que, mientras la primera ola corresponde a una coyuntura más latinoamericana que europea, la segunda encuentra su origen en procesos globales que conllevan serias amenazas para las democracias del llamado occidente político. Me refiero a esa democracia a la que nos hemos acostumbrado a llamar liberal. Y este es el tema: desde la irrupción de los movimientos fascistas y comunistas europeos, nunca, la democracia occidental, había estado tan amenazada como lo está hoy día.

En nombre del pueblo

Tanto el fascismo como el comunismo intentaron combatir a la democracia en nombre de la democracia. Los primeros invocando a una democracia del pueblo. Los segundos a una democracia proletaria. Llamará seguramente la atención que ninguno de ambos movimientos planteara la supresión, sino la sustitución de la democracia por una democracia “superior”. Fascistas y comunistas invocaron a una democracia sin intermediaciones institucionales a la que algunos todavía llaman democracia directa. Una democracia que debería ser una dictadura para todos quienes se opusieran al pueblo, reencarnado en el líder de acuerdo a los fascistas, y en el Partido de acuerdo a los comunistas.

No es casualidad que los principales teóricos de la democracia anti-parlamentaria, Carl Schmitt por el lado fascista, Vladimir Ilich Lenin por el lado comunista, suprimieran los límites que separan a una democracia de una dictadura. Para Schmitt (La Dictadura) la dictadura del caudillo ungido directamente por la voluntad popular. Para Lenin (El Estado y la Revolución), la dictadura del partido en representación del proletariado. Líder y Partido pasaron así a convertirse en entidades terrenales divinizadas, situados ambas por sobre las instituciones de cada país. Esas instituciones son las siguientes: 1. El parlamento que debía ser sustituido por la “democracia de base” .2. El poder judicial, convertido en fiscalía al servicio del ejecutivo. 3. El poder medial y sus periódicos y redes. 4. El poder electoral, donde sería reemplazado el sufragio universal por el voto corporativo (como hoy en Cuba) 5. El ejército, como brazo armado del ejecutivo.

Estudiando los fenómenos populistas del presente, Yascha Mounk, en un importante libro (El pueblo contra la democracia), ha llamado la atención sobre un hecho objetivo. Una representación directa del pueblo, en nombre de la democracia, puede llevar a la destrucción de la democracia. La conclusión de Mounk puede ser para algunos lectores, escandalosa. “En determinadas ocasiones hay que proteger a la democracia del pueblo”. Mounk vio confirmada su tesis, y con creces, en el asalto al Capitolio perpetrado por las turbas trumpistas. De un modo menos espectacular, el asalto a las instituciones, ha comenzado a tener lugar en diversos países europeos desde el propio ejecutivo. Ya sea en la Polonia de Kasinsky, en la Hungría de Orban, en la Turquía de Erdogan, el antagonismo entre el ejecutivo y el parlamento tiende a resolverse a favor del primero. Después viene la apropiación estatal de la justicia, de los medios de comunicación, de los tribunales electorales y del ejército.

Quien primero sentó las bases de “la nueva democracia” fue el húngaro Viktor Orban al formular las premisas ideológicas para una democracia no-liberal (o i-liberal). Pero no nos engañemos. El principal objetivo de estos gobiernos no es cuestionar al liberalismo político y mucho menos al económico, sino a la democracia constitucional e institucional que todavía prima en Occidente. Aunque han sido continuamente calificadas como gobiernos de ultraderecha (Anne Applebaum), las nuevas autocracias actúan de acuerdo a un principio leninista y fascista a la vez, y es el siguiente: Por sobre el gobierno y el Estado, por sobre todas las instituciones, y sobre todo, por sobre el Parlamento, debe primar la voluntad del pueblo. Pero como el pueblo no puede representarse por sí mismo, el líder o la organización deben convertirse en su reencarnación. A la vez, y en este punto las nuevas autocracias se alejan un tanto del leninismo y del fascismo clásico para acercarse a la tradición del franquismo español: el líder representará en el estado, la unión sacra entre la nación, el pueblo y Dios.

No extraña entonces que en todos los países mencionados –agregando la Rusia cristiana ortodoxa de Vladimir Putin– han sido revitalizados los fundamentos del estado confesional de origen medieval. Ahí reside también la diferencia entre las autocracias europeas y las latinoamericanas. Para estas últimas el poder no viene de Dios sino de un líder totémico endiosado. En Cuba, Fidel. En Venezuela, Chávez. Y en Bolivia, sin haber muerto todavía, Evo. Solo el despreciable Ortega de Nicaragua carece de carisma patriarcal.

¿Cómo proteger a una democracia?

Cuando los fulanos nombrados anuncian sustituir la democracia liberal por una no-, o anti-liberal, da la impresión de que su camino será fácil, entre otras cosas porque el liberalismo, justamente por ser liberalismo, carece de mecanismos de defensa para contrarrestar a sus enemigos.

El liberalismo político parte de un presupuesto nunca comprobado: el que afirma que todo individuo está dotado de mecanismos que lo llevarán tarde o temprano a distinguir entre lo racional y lo irracional. La voluntad general como suma y síntesis de individuos racionales, terminará, de acuerdo al credo liberal, imponiéndose. A ese optimista argumento, solo podemos oponer uno pesimista: la voluntad general no surge de la suma de diversos individuos sino de una entidad singular (la masa) que absorbe a las individualidades (así lo vio Sigmund Freud en su Psicología de las Masas). De ahí que la tesis de Mounk: “Hay que proteger a las democracias del pueblo”, adquiere, de acuerdo a nuestra visión pesimista, cierto sentido.

Y sí es así, ¿cómo proteger a una democracia? Esa sería la pregunta obvia. La democracia –es nuestra respuesta- no existiría sin las instituciones sobre las cuales reposa. De tal manera que, lo que hemos de defender quienes adherimos al ideal democrático de vida, no es a principios liberales abstractos, sino a instituciones muy concretas: el parlamento y sus partidos, el poder judicial y sus jueces, el poder electoral y sus tribunales, el ejército y sus armas y no por último, la Constitución y sus leyes.

Dicho en tono de síntesis: la contradicción de nuestro tiempo no es como quieren hacernos creer jerarcas como Orban, Putin o Erdogan, la que se da entre un liberalismo ateo y un anti-liberalismo religioso. Mucho menos entre una revolución y una contrarrevolución, como afirman Maduro, Ortega y Díaz Canel. Ni siquiera se trata de una contradicción teórica. La contradicción fundamental de nuestro tiempo es la que aparece entre una democracia institucional y otra sometida a la autoridad de un pueblo abstracto que solo puede expresarse como pueblo a través de caudillos, autócratas y dictadores.

“La lucha entre la democracia y la autocracia están en un momento de inflexión” afirmó Joe Biden en febrero del 2021. Es cierto. Pero las amenazas a la democracia -y él debe saberlo mejor que nadie– vienen no solo desde fuera sino, sobre todo, desde dentro de las democracias. No se trata solo de un problema geopolítico que pueda resolverse en “cumbres”, como ya intentó Biden. La lucha está teniendo lugar al interior de cada nación. Allí, y no en los espacios galácticos de la política global, es donde debemos tomar posiciones.

7 de enero 2022

Polis

https://polisfmires.blogspot.com/2022/01/fernando-mires-defender-la-demo...

Los que no quieren vacunarse

Fernando Mires

Tranquilos, no los voy a agredir. Por el contrario, los voy a tomar en serio. Solo quiero entender por qué hay personas que no quieren vacunarse en contra del covid 19 o, lo que es lo mismo, por qué no aceptan esgrimir la única arma que por el momento tenemos para defendernos del malvado bicho. Por cierto, yo sé que los antivacunas son muchos. Sé también que no solo tienen una, sino varias razones. Y esas razones merecen, como todas las razones, ser escuchadas.

También haré una diferencia, y es la siguiente: separaré en dos grupos a los que no quieren vacunarse, de los que hacen de su posición antivacunas un lema para iniciar protestas colectivas, a veces multitudinarias, en contra de diversos gobiernos. Porque, nos guste o no —y evidentemente no nos gusta— los antivacuna constituyen un movimiento social y político de dimensiones internacionales.

Comencemos por lo elemental: quien no quiere vacunarse no quiere vacunarse. Ese «no querer» expresa un deseo negativo, así como querer vacunarse expresa un deseo positivo.

Lo uno o lo otro, afirma una decisión personal, la que al serlo, es una decisión del yo. De mi yo. «Mi yo me pertenece y a nadie más debe importar», sería el punto de partida del antivacunas. Conocemos, naturalmente, la posición contraria: «Tu yo no te pertenece solo a ti, tú no vives en una isla abandonada, tú eres miembro de una familia, de una sociedad, de una nación, de un mundo al que pertenecemos todos. Luego, lo que te pasa a ti, nos atañe a todos».

¿Cuál de las dos posiciones tiene razón? De acuerdo a la primera, el cuerpo es propiedad personal, una realidad inapelable. De acuerdo a la segunda, el cuerpo es un elemento de un todo, de un cuerpo colectivo, y esa es otra realidad inapelable. Contraponiendo ambas realidades podría darse una discusión muy parecida a la que ha tenido lugar sobre el tema del aborto, a la que aquí no recurriremos para no lastimar sensibilidades.

Usaremos otro ejemplo: el de un auto. «Me compro un auto y el auto es mío porque lo he pagado con mi dinero, y punto». «Correcto», afirmará el argumento contrario, «es tuyo, pero tú no puedes hacer con tu auto lo que te da la gana. El auto es tuyo, pero a la vez pertenece a un sistema del tráfico sometido, como todo sistema, a reglamentos y leyes». «Afirmación falsa», podría responder con cierta razón el antivacunas, «el auto está sometido a un sistema, pero yo no conozco ningún sistema que reglamente la vacunación. Solo órdenes arbitrarias y muchas veces contradictorias entre sí». Evidentemente, en este tema el antivacunas parece tener, desde un punto de vista formal, la razón.

No existe una legislación universal y muy pocas nacionales sobre el tema de la vacuna. La vacuna, luego, no puede ser legalmente obligatoria.

Solo podría serlo si un gobierno decide suspender la Constitución en nombre de la Constitución, dando origen a un estado de excepción. Pero hasta ahora los gobiernos que han declarado a sus países en estado de excepción como consecuencia de la pandemia, son una minoría muy minoritaria.

Contrasta ese hecho con el de que la mayorías de los gobiernos europeos, así como los EE. UU., actúan ocasionalmente sobre las bases de un estado de excepción, sin haberlo declarado. Un estado de excepción tácito, pero no explícito, podríamos decir. El problema grave es que no existen los estados de excepción tácitos. O se declara de un modo explícito o no es.

Un estado de excepción explícito no permitiría las manifestaciones antivacunas. Si las permite es porque de hecho un gobierno reconoce que no hay estado de excepción. Los gobiernos democráticos actúan, en consecuencia, de acuerdo a una doctrina liberal basada en una gran confianza al individuo y, por lo mismo, frente al tema de las vacunas, optan por no ser autoritarios. El riesgo es que el rechazo al autoritarismo suele ser confundido como ausencia de autoridad y está última puede producir lo que esos mismos gobiernos quisieran evitar: inseguridad..

«Si el gobierno no me obliga a vacunarme, significa que ese gobierno no está seguro de los efectos positivos de la vacuna», debería ser el razonamiento de un antivacunas.

Luego, siguiendo el hilo de su propia argumentación, podría afirmar: «vacunarse es un riesgo». Y como todo riesgo produce miedo. Pues bien, parece que aquí hemos tocado el fondo de la cosa. Muchos de quienes no se vacunan tienen miedo a vacunarse.

Tener un miedo es un tener. Hay quienes no lo tienen y no están protegidos frente a ningún peligro. Otros tienen demasiado y deciden no correr riesgos. El miedo puede convertirse en pavor o en terror, eso lo sabemos todos cuando dejamos que el miedo se apodere de nosotros. Porque antes que nada, el miedo no es siempre (casi nunca lo es) miedo al objeto del miedo. El objeto del miedo actúa más bien como representante del deseo del miedo. Y el deseo de no vacunarse (sí: es un deseo) como todo deseo, es anterior al objeto del deseo (Lacan). Con buenos argumentos, un buen médico podría quizás quitar al paciente el miedo a la vacuna, pero el miedo no desaparece. Simplemente va a parar a otra parte. Sepa el diablo adónde.

El miedo es constitutivo al ser, diría un filósofo, y el principal miedo del ser es dejar de ser, lo que desde un punto de vista biológico se llama, morir. La vacuna, siguiendo el hilo, fue inventada para no enfermarse y luego para no morir.

Queramos o no, la vacuna aparece vinculada, aunque sea de modo negativo, a la noción de la muerte y la muerte produce, evidentemente, miedo: el más normal de todos los miedos habidos y por haber.

Pero aún más: vacunarse significaría recurrir a la ayuda de un agente externo para no morir, lo que obliga a reconocer que nuestro cuerpo es inerme, aceptar que por sí solo no está dotado para afrontar los peligros que lo acosan, que estamos desprotegidos frente a los virus y que, por lo mismo, necesitamos de protección ajena.

A modo de anécdota: el electricista que cada cierto tiempo viene a casa, hombre inteligente y afable, apareció sin mascarillas para cambiar algunos enchufes. «¿Usted está vacunado?» –le pregunté, retrocediendo un metro–. La respuesta fue: «No. Yo confío en mi propio sistema de inmunidad». La frase la traduje después hacia mí. Quería decir: «Necesito confiar en mi sistema de inmunidad porque si dejo de confiar en él pierdo confianza en mí, en mi propio ser, en mi propio cuerpo, en mi propio yo». Pensé entonces que en ese momento el electricista habló en nombre de miles de no vacunados. En su breve frase estaba diciendo: «No queremos reconocer que no somos inmunes, no queremos saber nada de nuestra debilidad, no queremos que nadie nos intervenga aunque sea para salvarnos de la muerte». Y bien, de ahí a negar el peligro del covid-19 hay un solo paso. El no vacunado, convertido en negacionista, niega el peligro para no sentir el miedo que siente. Detrás de su deseo de no vacunarse, hay una razón y una lógica. Sin concordar, lo podemos entender perfectamente.

No sé si el electricista pertenece al movimiento antivacunas o acepta con temple estoica la soledad de su negación. Pero puedo imaginar que muchos lo hacen por tres razones, las tres respetables. Primero: la soledad es dura. Segundo: para adquirir seguridad, que es lo que más nos falta, necesitamos siempre el reconocimiento del «otro». Tercero: el yo no es un yo sin un nosotros. Ese nosotros integra al yo y lo convierte en miembro de una comunidad frente a otra comunidad: la de la sociedad o la de la nación.

Con la integración del yo en el nosotros estoy «con los míos». Después aparecerá la ideología del movimiento. O como diría Lenin, la ideología no nace del movimiento sino que viene de «afuera».

Del partido en la versión leninista, de los intelectuales orgánicos en la versión gramsciana. Gracias a esa ideología introducida en su interior, el movimiento se constituye en una entidad política y pasa a ser un movimiento social, uno más entre tantos otros: el movimiento de los antivacunas.

Como ocurre en la mayoría de los movimientos, los antivacunas también generan su propio orgullo (al estilo del «orgullo gay», para poner un ejemplo). En Alemania se autodenominan los Querdenker, algo así como «pensadores transversales» en oposición a los «pensadores verticales» que seríamos nosotros, los vacunados. En su inferioridad numérica, ellos necesitan de algún modo mantener un sentimiento de superioridad. En eso (solo en eso) no se diferencian ni un ápice de los militantes de sectas, partidos y movimientos como el ecologista y el feminista.

Probablemente los antivacunas piensan en que los vacunados somos seres alienados que se dejan manipular por la prensa y por la clase política dominante. Sus dirigentes, entre los que se cuentan incluso algunos médicos, imaginan que luchan en contra de todo un «sistema», en contra de «los de arriba». Como en todo movimiento que nace, en el de los antivacunas hay un fondo anarquista y liberal al mismo tiempo. Anarquista, porque se erige en contra de un orden establecido y sus representantes. Liberal porque creen luchar por más libertades en contra de los que ellos llaman «dictadura de los virólogos».

Como es sabido, los antivacunas han encontrado fuertes aliados en los movimientos nacional-populistas europeos y trumpistas en los EE UU. La única diferencia, como reveló estadísticamente un programa televisivo alemán, es que estos últimos, en su mayoría, sí se vacunan.

No podemos, finalmente, dejar de mencionar el hecho de que los movimientos antivacunas tienden a desarrollarse con mayor intensidad en los países más democráticos. A primera vista, un absurdo, porque claman por libertades en contra de gobiernos liberales. A segunda vista, sin embargo, podemos entender que precisamente, lo que buscan en sus laberintos del miedo, es a un poder protector, una autoridad que asuma la responsabilidad sobre sus almas, protegiéndolos de los miedos que los acosan. ¿Un signo más de esa «crisis de autoridad» que detectara tempranamente Hannah Arendt en las sociedades pretotalitarias? Parece que así es: son, en fin, expresiones de seres que no encontrando sobre ellos el poder de la autoridad, terminan por exigir la autoridad del poder.

¿Cómo enfrentarlos? No es fácil. Solo podemos advertir, por el momento, cómo no hay que hacerlo. Usar la represión sería por cierto lo peor que se podría hacer. Significaría simplemente confirmarlos en lo que ellos quisieran ser, luchadores por la libertad y la democracia.

Por otro lado, imaginar que con mensajes esclarecidos será posible redimirlos es pecar de suma ingenuidad. Hay, no obstante, una tercera alternativa: convivir con ellos y correr con los riesgos de los peligros infecciosos que portan. Eso supone aceptar definitivamente que estamos lejos de pertenecer a una sociedad perfecta y que en una democracia también hay un sitio para los que no quieren o no pueden o no saben ser demócratas. Y solo cuando es posible, intentar enfrentar con argumentos a los argumentos de ellos, sabiendo que casi nunca los vamos a convencer. Al fin y al cabo, si ellos quieren rebelarse en contra de los demás, tendrán sus razones. Y esas razones no tienen nada que ver con la pandemia. Absolutamente nada. Ese es el problema.

Twitter: @FernandoMiresOl

Fernando Mires es (Prof. Dr.), fundador de la revista POLIS, Escritor, Político, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol.

Hannah Arendt: el pensar poético

Fernando Mires

Han sido publicado recientemente solo algunos poemas, los pocos hallados. Probablemente Hannah Arendt escribió muchos más. Suele suceder a quienes no son en primer lugar poetas: no cuidan los poemas que escriben. Los anotan en cuadernos que se pierden, en papeles que van a parar al papelero, en cartas íntimas, a veces no respondidas, o no enviadas. Arendt no era una excepción.

Hannah Arendt no era poeta, o por lo menos nunca fue conocida como poeta. Fue una gran pensadora que, de vez en cuando, escribía poemas. Sin embargo, al leer sus 71 poemas recopilados, podríamos cambiar de opinión: Hannah Arendt era (además) poeta. Y en mi opinión, una gran poeta. Con sus versos alcanzó ella al umbral donde pocos poetas llegan: al de la belleza, palabra que nunca será completamente definible, pero siempre perceptible cuando su realidad asoma como una luz en medio de las tinieblas más oscuras. Entendemos mejor entonces las continuas veces que Hannah Arendt se refirió a la poesía en sus escritos, desde los comienzos de su vida intelectual.

Irmela von der Lühe, en erudito comentario al poemario de Arendt, anota certeramente que probablemente el amor a la poesía en Arendt provenía de sus primeros estudios sobre filología griega, cuando comenzó a leer a los grandes filósofos en su propia lengua, sobre todo a la Poética de Aristóteles. De los griegos la maravilló el ideal de la armonía la que para ser lograda debía pasar por la antesala del caos, así como el acuerdo pasa por el desacuerdo, la luz por la oscuridad, el concierto por el desconcierto. Esa era la unión que vio Nietzsche en la cultura pre-helénica, entre lo dionisiaco y lo apolíneo. Fue esa la razón – además del hecho de que Arendt continúa la línea romántica de Heine, Schiller y Goethe, pero sobre todo la de Hölderlin- por qué sus primeros poemas son métricos, rítmicos, muy bien rimados (traducirlos cuesta sudor y lágrimas).

Incluso en la prosa ensayística de Hanna Arendt hay un fondo poético que al buen lector no pasa inadvertido. Lo reveló la misma Arendt cuando, sin confesar que escribía poemas, afirmó en la ya legendaria entrevista que en 1964 le hiciera Günter Gaus, después recopilada en un libro bajo el título Yo quiero entender (Ich will verstehen): ”La poesía ha jugado un gran papel en mi vida”.

Creo que todos los que hemos leído intensamente a Arendt, sospechábamos que ella escribía poemas. No solo por sus permanentes alusiones a textos literarios, ni siquiera debido al hecho de que el trabajo concebido para su habilitación (optar al título de Privat Dozentin) Rahel Varnhagen, era una novela poética escrita en forma de ensayo (tres géneros literarios en un solo libro). En ese texto sobre la aforista y poeta judía del romanticismo alemán, Hannah está presente biográficamente. Rahel es Hannah, Hannah es Rahel.

Hannah Arendt había descubierto lo que muchos años atrás habían percibido Schelling y Hölderlin: si el pensamiento racional no abre las puertas al pensar poético, permanecerá siempre encerrado en su propia cárcel. La afirmación de Arendt, Yo quiero entender, debe ser entonces aceptada como una intención radical. Querer entender significa en sus palabras, avanzar con el pensamiento en desacuerdo con la orientación instrumental conferida al razonar. En ese punto Arendt continúa y en cierto modo supera un pensamiento de Heidegger, a saber que, para avanzar con el pensamiento, sobre todo cuando este se encuentra frente a caminos sin salida (los Holzwege de Heidegger) es necesario apelar al discurso de la razón poética. Vale decir, no a una razón irracional, sino a otra razón situada más allá de las percepciones sensoriales, en un espacio desconocido que no puede ser expresado con la gramática de uso cotidiano. Dicha temprana percepción la llevó a pensar y escribir sus tratados políticos y filosóficos (aunque ella no quería ser llamada filósofa, sí lo era) en contra del “cientismo” (para usar una denominación de Kal Popper). Quizás por eso nunca Arendt sintió atracción por las tipologías de Max Weber, pese a los denodados intentos que para ello hiciera su fiel amigo Karl Jaspers. Tampoco tomó nota de los textos sociologistas de Adorno y Horkheimer, mucho menos de los de Marcuse. Es lo más probable que, si hubiera seguido viviendo, tampoco habría brindado culto a las teorías sin personas ni a los acontecimientos sin suelo de un Habermas, ni tampoco al “sistemismo” casi autómata de un Luhman. Al revés también es cierto.

Los sociólogos y politólogos puros, los sociómetros de las disciplinas sociales, los que creen en las leyes universales de la historia, los que imaginan que existen estructuras y procesos pre-determinados, los que piensan que para explicar el mundo basta memorizar conjuntos de teorías causalistas, en fin, toda esa fauna academicista que ha echado a perder la vida a tantos estudiantes con talento, nunca podrán entender los textos de Hannah Arendt. Para esa academia ritualizada, Arendt fue y será siempre demasiado “retórica”.

Cabe aquí afirmar que la retórica para la academias sociométricas no es por supuesto lo que era para los griegos, el arte de formular de modo bello los pensamientos, sino más bien un anatema, una denominación para caricaturizar a quienes no son rigurosamente “científicos”. Ya en los tiempos de Arendt intentaron descalificar a los pensamientos de Walter Benjamin. Sin titubear, Hannah Arendt tomó partido por su querido amigo, marxista y filósofo. Lo que vio Arendt en la prosa fragmentada, en los pensamientos inconclusos, en las metáforas e imágenes de Benjamin, fue simplemente “otro” modo de pensar. El “pensar poético”, lo llamaría Hannah Arendt.

Pensar de modo poético no solo significaba para Arendt escribir poesías. Significaba, en primera línea, no pensar de acuerdo a objetivos pre-determinados, buscar el más allá de las cosas, establecer conexiones entre el ser y la nada, y por cierto, no desdeñar la belleza de la palabra cuando esta se desprende de su significación académicamente canonizada. Aceptar que en este mundo hay realidades no accesibles y no por eso inexistentes. Rendirse a la evidencia de que no todo puede ser explicado o sistematizado y que definitivamente no existen teorías universales válidas para todo tiempo y lugar. Suponer, en fin, que nunca el destino de la historia puede ser aprisionado en rejas conceptuales pues en sus aconteceres actúan seres imprevisibles y banales, librados a su pura contingencia, ya sea en los espacios íntimos, ya sea en los públicos. En otras palabras, Hannah Arendt intentó rescatar una concepción de la vida donde los acontecimientos condicionan su historia y no la historia a sus acontecimientos. Por eso los positivistas, los marxistas, los providencialistas, nunca podrán entender a Hannah Arendt. Para leerla no hay que racionalizar sino razonar y por supuesto, cuando es necesario y las palabras del diccionario no alcanzan, leerla poéticamente.

La compilación poética está dividida en dos secciones que a la vez son dos periodos: 1923-1926 y 1942-1961. ¿Qué pasó entre esos dos periodos? De acuerdo a la biografía de Arendt, la persecución, el exilio, su vida en Francia y en Israel, su desarrollo intelectual en los EE UU donde adquirió la nacionalidad norteamericana, la publicación de sus libros más importantes, hasta llegar a viajar a Europa, visitar Alemania, reencontrar su pasado y tratar de entender la nueva realidad sin traumas, pero tampoco perdones.

Seguramente Hannah, entre esos dos periodos de su vida, también escribió poemas. Por alguna razón que debemos respetar, no quiso, evidentemente, darlos a conocer. Al fin y al cabo ella fue una defensora ardiente de la intimidad. No sin motivos, una de las diversas definiciones que dio al concepto de totalitarismo fue el de regímenes que destruyen la línea divisoria entre lo privado y lo público. La poesía es siempre íntima, y cuando, con el permiso de su autor, es pública, tampoco deja de ser íntima.

La primera sección del libro testimonia la aparición de una niña convirtiéndose en mujer a partir de la apertura de su cuerpo al amor. Amor que inicialmente se expresa en un conjunto de sentimientos contradictorios con respecto a sí misma y su entorno. Alegría del estar, podríamos decir. Por eso, en uno de sus primeros poemas, de un modo dionisíaco, Hannah baila.

Yo también bailo, dice un verso elegido como afortunado título a su poemario: Pies flotando en patético esplendor. /Yo misma, yo también bailo,/ Liberada de la densidad hacia la oscuridad, hacia el vacío./ Espacios abarrotados de tiempos pasados. Y en otro poema: …..Oh, conocíais la sonrisa con la que me presenté/ Sabíais cuánto me impuse silenciosamente/ Para yacer en prados y ahí pertenecer.

Hannah sentía su ser juvenil en estado de expansión. No es casualidad que en sus primeros poemas recurriera insistentemente al verbo schweben. Literalmente schweben significa flotar en el aire. Pero en los poemas, schweben adquiere sentidos diversos, dependiendo del contexto y del lugar. En algunos momentos podemos traducirlo como volar, en otras, expandir, en otras, disipar. Hannah, eso es lo importante, siente que se le iba el alma del cuerpo ante la maravilla del mundo que la rodeaba y que con su caminar descubría paso a paso. Ahora, oh días flotantes/ dejadme extender mis manos hacia ustedes. /No escapen de mí/ no hay escapatoria al vacío/ y a la ausencia del tiempo.

Hannah siente incluso que su cuerpo no solo es de ella. Su mano, por ejemplo: Miro mi mano, terriblemente cercana a mí. /Y, sin embargo, es otra cosa más./ ¿Es ella más que yo?/ ¿Tiene un significado superior? En cambio, en otro poema, descubre, efectivamente que su mano es de ella, pero solo cuando aparece “un otro”, el sujeto del amor que desde algún lugar a ella viene. ¿Por qué me das la mano tímidamente y como en secreto?/ ¿Vienes de tan lejos, de un país extranjero,/ ¿no conoces nuestro vino?/ ¿No conoces nuestras brasas más hermosas,/ ¿vives tú tan solo? Hasta que llega el momento en el que ella sentirá en sí la presencia directa del amor. Verano tardío/ La noche me cubrió/ Tan suave como el terciopelo/ tan densa como el dolor/ Ya no sé como funciona el amor/ Ya no conozco los fuegos de los campos/ y todo quiere disiparse de sí mismo. Muy pronto el amor que invadirá a Hannah tomará cuerpo y vida, nombre y hombre, y si titubear escribirá, ya con voz de mujer: Pienso en él y lo amo/ Pero como si fuera de un país lejano/ Y el venir y dar me resulta extraño/ apenas sé lo qué me ata.

Después de 1926 no hay mas poemas, hasta 1942. En medio de esos años, la noche del terror, el dominio del mal, la muerte. La niña Hannah ha quedado atrás, perdida en el tiempo. El gran amor de su vida, el que la inició, también. Pero la joven Hannah continuará existiendo en Arendt, la mujer madura e internacionalmente conocida que ha llegado a ser. Aunque de vez en cuando escribe oculta, íntima, como su poesía, con los ojos mirando hacia atrás, como si nunca hubiera terminado de irse de su lugar natal. Sabe por cierto que el pasado no vuelve. Pero también sabe que el pasado nunca se va. Sabe lo que ha dejado atrás. Y sabe que todo eso ha quedado en ruinas. Cito unos de los primeros versos de su segundo periodo poético: La despedida: Esta es la llegada. / El pan ya no se llama pan/ y cuando al vino lo nombramos en lengua extranjera/ la conversación ya no es la misma.

Judía y cosmopolita, más que de una nación ha sido erradicada de lo que ella fue y de algún modo seguía siendo. Ha vivido la traición, y la volverá a conocer. Su vida está rodeada de muertos. ¿Cómo querer volver a lo que ya no existe? Imposible. Así escribe en su poema titulado H.B. Pero, ¿cómo se vive con los muertos? / Dime, ¿dónde está el sonido que debilita su transitar, cuando el gesto, dirigido a través de ellos, deseamos que la cercanía, en nosotros mismos fracase? Acosada por los muertos, los increpa a veces, como en este otro poema: Muertos ¿qué quieren? ¿No tienen ustedes un hogar y un lugar en el Orcus? /……… Bajo los botes de remos adornados con parejas amorosas / en estanques en el bosque, nosotros también podríamos mezclarnos/ silenciosamente, escondidos y embelesados / en nubes de niebla que pronto cubrirán la tierra, la orilla, el arbusto y el árbol/ esperando la tormenta que se avecina.

Arendt sabe, sin embargo, que el tiempo todo lo borra, pero sin olvidar nada. La vida es más fuerte que la muerte: La vejez viene y te guía de nuevo. / No vuelvas tu corazón y no te dejes conmover/ no te demores, despídete del tiempo/ y conserva en ti el agradecimiento y la dicha./ (aunque) Con la mirada desviada.

Vendrán otros amores, otros desengaños, otras despedidas. A veces la ira incontrolable que asoma en las palabras de una mujer traicionada como en su poema Maldición. En cada mujer me desconocerás, / en cada forma me llamarás en vano/ en cada distancia sentirás la cercanía/ .......... .. En cada mujer te desconoceré, / en cada forma te llamaré en vano, / en cada distancia te has ido, / en cada calma mi mano temblaba/. Pero cuando llegue el final/, ya no te recordaré/ Y cuando la otra vida sea demasiado lúgubre sin ti, / volveré para ahogarme.

Un día, el lejano pasado vestido de cartero, golpeó en la puerta de su casa portando, en forma de regalo, un presente en el presente, un libro escrito por un filósofo grandioso y débil al que de alguna manera -a su manera- siempre le fue fiel: a ese genio torpe al que nunca olvidó. Entonces ella, muy triste, escribió un poema: Ese libro te saluda desde la lejanía, / déjalo ser ahí, sin leerlo/. La proximidad también vive en la lejanía, / siempre (todo) es un haber sido.

Nunca pudo evitarlo. Hannah Arendt, gracias a, o a pesar de, su fina inteligencia, era, es, y sigue siendo -si feminizamos al título del libro de Nietzsche- humana, demasiado humana. Por eso, su pensamiento poético, o mejor dicho, su modo poético de pensar, nos seguirá acompañando.

Por los tiempos de los tiempos. Así sea.

15 de diciembre 2021

Polis

https://polisfmires.blogspot.com/2021/12/fernando-mires-hannah-arendt-el...

La vida como anomalía

Fernando Mires

(Alrededor de los libros)

Sinopsis de la novela La Anomalía

El 10 de marzo de 2021 los doscientos cuarenta y tres pasajeros de un avión procedente de París aterrizan en Nueva York después de pasar por una terrible tormenta. Ya en tierra, cada uno sigue con su vida. Tres meses más tarde, y contra toda lógica, un avión idéntico, con los mismos pasajeros y el mismo equipo a bordo, aparece en el cielo de Nueva York. Nadie se explica este increíble fenómeno que va a desatar una crisis política, mediática y científica sin precedentes en la que cada uno de los pasajeros acabará encontrándose cara a cara con una versión distinta de sí mismos.

Hervé Le Tellier firma una novela brillante, inteligente y virtuosa en la que la lógica se funde con lo imposible.

De acuerdo a la sinopsis puedo imaginar que la lectura de La Anomalía (premio Goncourt 2021) podría atraer magnéticamente a los entusiastas de la ciencia ficción. Aunque a decir verdad, no estoy muy seguro de que pertenezca enteramente a ese género. De ciencia hay muy poco. Más hay de filosofía, de imaginación sistémica, de teorías meta-reales. Pero sobre todo, de cinematografía. Efectivamente, la novela se deja leer como quien ve un film norteamericano de historias entrecruzadas. Pues a diferencias de esos tiempos lejanos, cuando cineastas se inspiraban en novelas, cada vez son más los novelistas que recogen sus ideas y materiales de la cinematografía. Al leer La Anomalía es imposible no pensar en los filmes de Robert Altman, por ejemplo. Distintas personas en distintos lugares, aisladas entre sí, comienzan a articular sus episodios de vida, hasta confluir en una historia alucinante que los subordina a todos. Esa fue la suerte que corrieron Blacke, David, Víctor Wiesel, André, y varios más.

La historia escuetamente narrada en la sinopsis es el relato de la repetición de un acontecimiento en el tiempo en un lapso de tres meses. O sea, es una historia -parece afirmar el autor en contra de lo que cree la mayoría de los historiadores- que sí se repite. Pero esa repetición requiere de una premisa insoslayable: la de que el tiempo deje de ser continuo. El escritor francés Hervé Le Tellier nos habla en cambio de la duplicación de un tiempo que presenta un error de programación entre la relación que se da entre lo devenido y el devenir. Menudo problema.

Naturalmente, si nos da miedo hundirnos en los pantanos de la metafísica, podemos seguir leyendo La Anomalía como una novela que nada tiene que ver con “nuestra” realidad, una, menos que historia, historieta divertida, a la que podemos leer masticando palomitas para pasar el rato, o para matar al tiempo como dicen los micro-suicidas quienes en vez de matarse a sí mismos, matan al tiempo.

Al fin y al cabo, cada uno lee a un libro, no como el libro es, sino como uno es. Podríamos agregar, cada uno es diferente a sí mismo en el momento en que lee un libro. Podemos imaginar así a un Heráclito moderno que en vez de no bañarse dos veces en el mismo río, nos dijera: “nunca leemos el mismo libro”. Le Tellier lo dice mejor: “Ningún autor escribe el libro del lector, ningún lector lee el libro del escritor”. Como sea, leamos como leamos, no podemos hacerle una finta al tema de los temas: al del tiempo, al de ser en el tiempo. Es el tema de la novela, en mi opinión.

Según la novela, el tiempo podría no solo ser continuo, sino también -paradoja- repetirse en el tiempo. Si esto sucediera, habría que revisar no solo nuestra concepción de tiempo sino la relación entre ser y tiempo. O lo que es parecido, pero no igual, la relación entre el espacio, sus objetos y el tiempo. Nada nuevo bajo el sol, nos dirá alguien. Estaríamos repitiendo en lengua vulgar la discusión de los físicos del siglo pasado. Pero no, no es eso, no, no es así. La discusión sobre el tiempo existía mucho antes que Einstein nos iluminara el mate con sus bellas y simples fórmulas.

San Agustín por ejemplo, fue el primero en formular una premisa que mucho después harían suya los genios de la física. ¿Qué es el tiempo? se pregunta el mismo. La respuesta del santo de Hipona está más cerca de Heisenberg que de Einstein: “Si no me preguntan qué es, lo sé. Si me preguntan qué es, no lo sé” (Confesiones, Xl). Es decir, el tiempo agustino es objetivo, pero nuestro tiempo, el que percibimos o medimos, no lo es. Así lo explica el mismo Agustín: “Mido el tiempo, lo sé; pero ni mido el futuro, que aún no es; ni mido el presente, que no se extiende por ningún espacio; ni mido el pretérito, que ya no existe. ¿Qué es, pues, lo que mido?” (Confesiones, Xl). Algo que no sabemos que es, pero avanza en el tiempo, habría tal vez contestado Stephen Hawkins.

En resumidas palabras, si hablamos del tiempo hablamos de un pasado que no existe porque ya pasó, de un presente que no existe porque al escribir estas palabras ya ha pasado y el de un futuro que no existe, porque aún no ha aparecido. Lo que mide San Agustín, es mi tímida respuesta, no es el tiempo sino SU tiempo, o más bien, la relación entre él y su tiempo. Hay por lo tanto un tiempo subjetivo y un tiempo objetivo donde toda medición del tiempo será relativa. Con esa afirmación nos acercamos a Einstein.

El tiempo es relativo según la noción einstiana. Pero si es relativo, constataría San Agustín -como si conversara en el tiempo con Einstein- debe haber en algún lugar un tiempo sin pasado y sin futuro, un tiempo absoluto, uno donde hay un presente puro o un puro presente. Ese es el tiempo divino, no el de la Ciudad de los Hombres sino el de la Ciudad de Dios.

Para nosotros, en cambio, no existe el tiempo sin su medición. De tal modo que podríamos seccionar al tiempo en dos trozos. El tiempo del dios Cronos que es crono-lógico y el tiempo del Dios Único. Por cierto, el segundo contiene al primero y no el primero al segundo de tal manera que puede ser posible que ráfagas de luz que provienen del tiempo eterno se deslicen ocasionalmente en el tiempo terreno, alterando su dimensionalidad, produciendo trastornos que antes se llamaban milagros y hoy se llaman anomalías.

Los milagros, efectivamente, son acontecimientos anómalos: anomalías. Y como son sin causa, nunca podremos entenderlos, solo Dios, si es que en Él creemos (no parece ser el caso de Le Tellier) Y a veces ni siquiera Dios, si tomamos en serio el delicioso chiste judío que nos cuenta Le Tellier, ese que dice que Dios lee cada cierto tiempo la Thora para entender lo que el mismo creó.

Dios no puede errar (aunque si un dios lo puede todo, debería también poder también errar) pero nosotros sí. Pero no siempre errar es errar. Dijo Kant que errar es fuente de toda verdad porque gracias al error rectificamos y pensar es rectificar. Lo dijo también Darwin cuando afirmó que la evolución se explica por mutaciones y las mutaciones suceden como resultado de errores que alteran los procesos naturales. Luego, la parte más ficticia de la novela de Le Tellier no sería tan ficticia. En la programación del tiempo puede haber errores y, el del desdoblamiento de la novela en dos acontecimientos iguales pero no crónicos, podría ser un error muy grave. Máxime si consideramos que el tiempo no es un “en sí”.

El tiempo, si existe, existe en un espacio y en relación a un objeto que hace posible al espacio que a la vez hace posible al tiempo. Por eso el desdoblamiento de un acontecimiento, según Le Tellier, puede tomar la forma de dos instancias similares pero superpuestas en lugares diferentes. Mejor dicho: en dos tiempos diferentes pero con los mismos objetos (avión, pasajeros)

En palabras más precisas: en la supuesta programación, los objetos han sufrido una dislocación de tiempo y lugar, reapareciendo en dos tiempos y lugares diferentes, produciéndose situaciones comiquísimas pero también muy dramáticas de personajes escaneados quienes son los mismos y a la vez no lo son. Esa, la de Le Tellier es literatura pura, y de la buena. El problema existencial para todos esos personajes es, sin embargo, no saber si ellos son el original o la fotocopia. O podría ser –no lo dice Le Tellier sino el autor de estas líneas- que nos estemos haciendo trampa, aplicando nuestras percepciones del mundo a una realidad que lo sobrepasa y lo trasciende. Puede ser incluso que estemos concibiendo al tiempo, al espacio y al objeto, como una trinidad sin unidad, como tres “cosas” diferentes, cuando solo son tres formas del ser de la unidad así como el Yo de cada uno no pasa de ser la simple percepción particular de un Yo supremo que vive en la verdad absoluta del universo y del que no somos ni siquiera la billonésima parte. Una partícula infinitesimal de un cuerpo eterno que trasciende a todos los espacios y tiempos habidos y por haber.

Dios santo, a los temas que puede llegar uno con una simple novela con la que solo queríamos entretenernos “un rato”.

Aparte de la comedia y la tragedia implícita en la relación espacio-tiempo-objeto, nada puede ocultar que en el desdoblamiento temporal de la novela yace el tema del no saber por qué ni para qué somos. La incógnita de la condición humana. ¿Somos de verdad o de ficción, somos reales o virtuales? ¿Obedecemos a las leyes de un programa suprahumano al que nunca tendremos acceso? ¿Es nuestra realidad una simple ilusión, según la expresión de Nietzsche?

En la realidad, en esa realidad tan simple que nos rodea, hay un programa, sospecha Le Tellier. Creo entenderlo: las aves migratorias, por ejemplo, nos muestran en bellísima precisión la programación a la que ellas están sometidas por el rigor de su propia naturaleza. El vuelo, la dirección que emprenderán en el cambio de las estaciones climáticas, precede a la existencia carnal de esas aves. O como dice casi genialmente Le Tellier “la existencia precede a la esencia”.

Si estamos programados o nos ha sido conferido además el rol de la programación no solo digital sino sobre todo espiritual, podría ser una posibilidad. Pero Le Tellier no da ni intenta dar respuesta a ninguna de nuestras inquietudes. Las deja estar ahí, simplemente. En ese sentido, es un escritor honesto, consigo y con sus lectores. Y al fin y al cabo, él es “solo un novelista”. No escribe para darnos explicaciones, ni mucho menos soluciones.

Su única tesis, formulada no por casualidad en las primeras páginas de su libro, es que una particularidad del ser humano es la de percibir que está rodeado por realidades incomprensibles. En las palabras textuales del autor: “Hay algo admirable que supera siempre el conocimiento, a la inteligencia, e incluso al genio: la incomprensión”. Con ese no-comprender hemos de vivir. Y, al fin y al cabo, deduce Le Tellier, si somos reales o virtuales, nada cambia en nuestra vida. ¿Qué importa saber si el amor que siento por ti es una invención, si de verdad siento que te amo? podría decir alguien que ha aprendido a amar de acuerdo a códigos cultural y socialmente establecidos.

“El amor evita al menos tener que buscarle continuamente un sentido a la vida”, apunta Le Tellier. Una frase conformista, sin duda. Pero plena de sentido. Podríamos reformularla así: vivir es inventarnos cosas para evitar preguntarnos acerca del sentido de las invenciones de las cosas que somos y nos rodean. ¿La vida es entonces una anomalía? No lo sé. Pero por lo menos -en eso podríamos estar de acuerdo- es un milagro.

Esa es la novela que leí, La Anomalía de Hervé Le Tellier. Seguramente otros lectores leerán en el mismo libro, otra novela. Leer, al fin, es pensar alrededor del libro que leemos.

9 de diciembre 2021

Polis

https://polisfmires.blogspot.com/2021/12/fernando-mires-la-vida-como-ano...

Cuando el mundo duele

Fernando Mires

Weltschmerz es una de esas palabras alemanas casi imposibles de ser traducidas en sentido exacto. Literalmente significa “dolor de mundo”. En formato ontológico trasunta la contradicción que en algún momento se da entre el ser y el tiempo, sensación dolorosa si entendemos con Heidegger que el ser es ser en el tiempo. El “dolor de mundo” sería así sentido como un desgarro entre lo que somos y el donde estamos. Y como todo desgarro, “el dolor de mundo”, duele.

Hoy me está doliendo el mundo.

¿Dislocación entre el ser y el estar? Podríamos decir también, discordancia entre mi tiempo y su espíritu. Sí. Porque no hay necesidad de ser hegeliano para saber que los tiempos, como todas las cosas vivas de este mundo, tienen espíritu. El espíritu del tiempo, Zeitgeist, es un tiempo que es la suma y síntesis de todos los espíritus expresado en sucesos, acontecimientos, hechos, vale decir en la historia aún no escrita que vivimos.

1. Escribo a fines de noviembre. No es casualidad.

“En noviembre y diciembre los alemanes se suicidan”, leía hace algún tiempo en un artículo de no me acuerdo quien. Suicidios estadísticamente comprobados. El artículo, más bien de magazine, encontraba causas de suicidios en el tiempo climático. Noviembre y diciembre son aquí los meses de la oscuridad. Aclara muy tarde, anochece muy temprano.

La oscuridad, lo sabemos desde Platón, está asociada a la muerte, y la claridad, a la vida. Siguiendo al gran filósofo, la vida nunca accede a la luz total de modo que estamos condenados a vivir –aún en los días más luminosos- en medio de las tinieblas. En la claridad, según Platón, enceguecemos. Nuestra vida es bruma. Aunque en determinados instantes, entre las penumbras, asoman desde lejos las aves luminosas de la divinidad. Pero otras veces, las siniestras nubes de la oscuridad. En noviembre y diciembre reina la oscuridad y hay quienes se hunden en ella. Si esa es la razón de los suicidios, no está comprobado. Simple especulación, pero quizás con un atisbo de verdad si pensamos que “los heraldos de la muerte” (César Vallejos) hacen sonar sus cornetas en noviembre y diciembre. En esos días, el mundo duele.

Pero ahora el mundo duele más que en otros años. No solo estoy hablando de la pandemia, del covid-19, del delta, del omicron, de las tasas de incidencia, de los anticuerpos, de los microsoles, sino de otras cosas, entre ellas, el hastío y la rabia. Hastío o cansancio por la duración del mal. Nos habían dicho que el bicho iba en retirada y hoy contraataca con más fuerza, transportado en cómodos aviones desde Sudáfrica. Justo cuando comenzábamos a caminar tranquilos por las calles, a no ver en el prójimo un enemigo cuyo aliento puede mandarte de cabeza a la estación intensiva, a volver a ser nosotros en medio de los otros.

Rabia, al observar como junto con los virus las principales ciudades de Europa se ven atestadas por manifestaciones de los llamados anti-vacuna, reclamando derechos “liberales” en contra de la “dictadura del estado epidemiológico”. Que las multitudes pueden ser fachas, populistas, peronistas, chavistas, trumpistas, lo sabíamos. Pero que además sean capaces de organizarse para facilitar la expansión de una enfermedad colectiva, eso sí es nuevo. Es el avance de Thanatos (la muerte) contra Eros (la vida y el amor).

Sabíamos por supuesto que el miedo puede convertirse en odio y que el odio puede convertirse en acción política, pero que ese miedo-odio lleve a tantos a desatar una lucha en contra de la única arma inventada para combatir la epidemia, no lo imaginábamos. Veo sus rostros de imbéciles en la pantalla, su histeria indesmentible, el pánico que los acosa, y a pesar de todo, no los entiendo. Ha tenido lugar una separación, incluso física, entre el yo, mi yo, y el mundo. El yo comienza entonces a sentir dolor en el mundo del que está siendo amputado. Ocurre cuando el mundo aparece como ancho y ajeno -para utilizar el título de la novela del peruano Ciro Alegría-. O al revés, cuando la ajenidad (palabra recién inventada a la que no hay que confundir con enajenación) se convierte en constante.

Enweltlichung (separación entre ser y mundo) fue otra magnífica palabra inventada por Heidegger al referirse a ese alejamiento de mundo que a veces experimentamos, palabra que tomó en sentido positivo Ratzinger para incitar a la Iglesia a preocuparse más del cielo que de la tierra (por eso le cayó encima un alud de críticas de parte de sus ignorantes adversarios teológicos)

2. La pandemia, para peor, no ha venido sola.

Viene de la mano de dos personajes que no pasarán a la historia universal por algo bueno que hayan hecho. Me refiero a la parejita Lukachenko- Putin. El primero, perro de presa del segundo, está usando a los emigrantes como proyectiles en contra de Europa. En días de pandemia y frío, multitudes de emigrantes, en su mayor parte venidos del Oriente Medio, avanzan hacia los límites de Polonia y de los países más codiciados por Putin después de Ucrania: los bálticos. Entre las familias hambrientas se ven algunos que parecen más bien mercenarios armados y a quienes se les ve trenzados en batallas campales contra las tropas polacas.

Putin, malo como es, ha descubierto que la crisis migratoria y la crisis sanitaria, unidas jamás serán vencidas, y utiliza a ambas con el propósito de desestabilizar la política interna de algunos países europeos. ¿Para qué? El propósito es más que evidente, Watson: con países europeos en crisis le será más fácil realizar su sueño más húmedo: la reconquista de Ucrania. Pues las tropas que cada día estaciona en los límites con Ucrania no las pone como adorno navideño. ¿O no?

¿Estamos leyendo la crónica de una invasión anunciada? Eso no solo depende de Putin. Depende antes que nada de la actitud que tome la alianza trasantlántica, la OTAN, la que a su vez depende de la decisión de Biden para decir a Putin lo que Truman dijo a Stalin cuando este se preparaba para invadir Grecia. “Ni un paso más”. Stalin entendió la amenaza. Iba en serio.

Por ahora, EE UU parece mostrar cierta decisión. El secretario de Estado estadounidense Antony Blinken dijo desde Dakar: “Estamos muy preocupados por las actividades militares poco habituales de Rusia en la frontera con Ucrania. Estamos verdaderamente preocupados por algunas expresiones que hemos visto y escuchado de Rusia y en las redes sociales”. Más drástico fue el secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg: “Rusia pagará un precio muy alto si vuelve a proceder con medios militares en Ucrania”

Putin continúa tanteando el terreno. Sabe que además de la crisis sanitaria y migratoria, Europa comienza a ser azotada por una fuerte inflación. Presiente que en EE UU después de la caótica retirada de Afganistan, nadie se apasiona por un conflicto bélico con Rusia. Intuye que los lazos que unen a Europa con los EE UU no son tan férreos como durante la Guerra Fría. Conoce al dedillo la incapacidad de la UE para tomar decisiones. Avista que el nuevo gobierno de Alemania vacilará antes de arriesgar un conflicto militar después de una larga “paz merkeleana”. En fin, cuando se den las mejores condiciones, Putin atacará a Ucrania, que no quepa duda. Y cuando eso suceda, este dolor de mundo que ahora asoma, será aún más grande. A menos, claro está, que la OTAN abra sus puertas a Ucrania. Su presidente, Blodomir Zeleni, lo está pidiendo a gritos. A veces hay que jugarse el todo por el todo para que el todo no se convierta en nada.

3. Cuando el mundo duele, tenemos cierta tendencia a retirarnos hacia terrenos conocidos.

Mucho más lejos de Ucrania, en el concho del mundo, allí en la patria que tuvo el honor de verme nacer, tienen lugar elecciones presidenciales. Pensaba en efecto que Chile, después del plebiscito y del llamado a una nueva constitución, iba a mantener esa condición centrista que le ha permitido ser considerado, después de la dictadura de Pinochet, como uno de los países más democráticos del continente. Pero Chile también forma parte del mundo. Todas las tendencias macropolíticas de occidente se han hecho presente sobre el largo y flaco país.

En el balotaje del 19 de diciembre que decidirá entre dos bloques antagónicos, Chile ha dilapidado su condición política centrista para convertirse, como la mayoría de las naciones latinoamericanas, en una nación políticamente bipolar. Los partidos del centro no han desaparecido, por cierto. Pero han cedido su hegemonía a los extremos. Quizás el 21 de noviembre ha nacido, sino un bipartidismo, un bifrentismo, algo parecido a los dos bloques formados en Argentina alrededor de los carismas de Macri y de los Fernández.

Para que el lector no chileno tenga una imagen aproximada, es como si en España tuviera lugar un balotaje entre Podemos y VOX debiendo los demás partidos reordenarse alrededor de cada uno de ellos. Y bien, esa transformación geométrica, que ojalá nunca aparezca en España (por el bien de Europa) ya ha aparecido en Chile. Una geometría alterada, pues los partidos que ayer fueron de centro han pasado a ocupar el margen y los que ayer estaban en el margen, al centro. De esa alteración no hay nada bueno que esperar.

De más está decir, ambos bloques se excluyen. No se trata, por lo tanto, de que ambos extremos se tocan. El problema es que no se tocan. Así, el espacio político, rayado en dos, ha perdido su intercomunicación (razón intercomunicativa, diría Habermas) Por eso, gane quien gane la presidencia, solo podrá esperar en su contra una oposición brutal, sin tregua.

Para decirlo de modo simple: el país geográfico se encuentra fracturado en dos países políticos. Cada uno de esos países habla un idioma político diferente. Las posibilidades de entendimiento son mínimas. La lógica de la guerra coexistirá con la de la política, pero en desmedro de la política. Cada bloque basa su discurso en la negación radical del otro, una negación sin afirmación, o si se prefiere, una negatividad sin positividad. Chile acaba de reingresar al mundo de hoy. A ese mundo que duele. Bienvenido.

4. ¡Paren al mundo que me quiero bajar! gritó la Mafalda de Quino.

La Entweltlichung, o abandono de mundo, no tiene por qué ser dramática. Si bien las distancias entre el ser y el mundo han sido alargadas, no hay razón para seguir el ejemplo de los suicidas alemanes de noviembre y diciembre. Para los teólogos, alejarse del mundo es una chance para buscar a Dios. Para los filósofos, es el momento de reencuentro del ser consigo, una posibilidad para iniciar un nuevo comienzo.

Los que no somos teólogos ni filósofos también tenemos alternativas. Una de ellas, es irnos a vivir a otro mundo apelando al recurso más preciado de la condición humana, la imaginación. Eso es por lo menos lo que he hecho siempre cuando el mundo se torna ajeno. Busco un libro, por lo general una novela, y me voy de vacaciones mentales. Repasé entonces la lista de los libros no leídos. Elegí el último de Arturo Pérez-Reverte: El Italiano. Sabía que no me iba a equivocar. Los libros de Pérez-Reverte son como los buenos vinos de mesa -un San Pedro, diría un chileno- nunca decepcionan, libros que sin ser la octava maravilla del mundo, sabes que no te van a defraudar.

Descorché entonces un Pérez-Reverte. El Italiano me llevó rápidamente a otro mundo peor que este, al de la segunda guerra mundial. Pero eso es lo que menos interesa a Pérez-Reverte. A mí tampoco. Después de todo, es un mundo imaginado.

La historia, transcurrida en Gibraltar, nos cuenta de un grupo de buzos italianos al servicio de la Italia fascista, jóvenes que arriesgan la vida en labores de sabotaje en una desigual confontación con la marina inglesa, verdaderos guerrilleros de las aguas. Podrían haber sido comunistas o republicanos, al autor no le interesa, pues sus valores, los que más aprecia, no están determinados por ideologías. Los valores de sus buzos corresponden con los de casi todos los héroes de sus novelas. Profesionales cien por ciento, solidarios, valientes, respetuosos del enemigo y, sobre todo, machos, muy machos. Lo mismo las mujeres, muy hembras. Capaces de darlo todo cuando el momento acosa. La consecuencia es que El Italiano es, como casi todas las novelas de Pérez Reverte, una historia de amor. Entre un buzo italiano, Teseo Lombardo y una librera española, Elena Ambués, estalla un amor sin límites, sin condiciones, sin convenciones.

La verdad, no estoy muy seguro de que en la vida real existan muchos personajes como los que nos presenta Pérez Reverte. Me temo que no. Tengo más bien la impresión de que el autor proyecta en ellos sus propios ideales de vida. Por eso mismo, son más bien personajes fílmicos, carecen de vida interior. Son sus zombies personales. Pero da igual, lo importante es que el novelista nos regala cada cierto tiempo historias que nos incitan a imaginar otras realidades que, aunque nunca serán las nuestras, nos permiten bajarnos, aunque sea por unos instantes, de este mundo. Sobre todo cuando sentimos que se nos ha vuelto en contra.

Bajarse de este mundo no solo es un deseo de Mafalda. Hay quienes eligen otros caminos: las drogas, el alcoholismo, el amor e incluso, la locura. No reconvengo a nadie. Cada uno hace lo que puede cuando el mundo duele. La imaginación es también otro recurso. Y cuando la imaginación es literaria, puede ser, además, un goce. La imaginación viene de las imágenes y las imágenes vienen de las palabras que designan a los objetos.

El dolor de mundo es producto de una escisión, por eso duele. En la primera infancia, cuando no entendemos nada del mundo, esa escisión es sobrecogedora. Por eso los bebés lloran como desesperados. Arrancar al bebé de su locura originaria y unirlo con el mundo, será tarea materna y paterna, no siempre (mejor dicho, casi nunca) bien lograda. Ya pasado lo peor, en la segunda infancia, algunos nos inventamos medios menos escandalosos de evasión. Leer, por ejemplo.

Cuando descubrimos que los libros podían trasladarnos a otros mundos, llegamos a ser lectores compulsivos. Hoy recurrí a la ayuda de Pérez Reverte. Antes, muy niño, solicitaba ayuda a otros autores cuyos mundos todavía me acompañan. El capitán Nemo y su submarino Nautilius de Julio Verne, Sandokan y su amigo Morgan de Emilio Salgari, Tom Swayer y Huckleberry Finns de Mark Twain, Jerry de las Islas de Jack London y, por supuesto, Los Conquistadores de la Antártida de Francisco Coloane. Entre tantos otros.

La deuda que tengo con toda esa gente, sean los autores o sus personajes, es impagable.

3 de diciembre 2021

Polis

https://polisfmires.blogspot.com/2021/12/fernando-mires-cuando-el-mundo-...

Las grandes mentiras del (neo-) pinochetismo

Fernando Mires

Ningún asesino dirá jamás que mata porque le gusta matar. El ser humano intenta legitimar sus maldades, está en su naturaleza. Son las trampas de la razón de la que nos hablaba Kant. Con mayor motivo si se trata de asesinatos colectivos, genocidios, o grandes matanzas como las acontecidas a granel a lo largo de la historia universal de la infamia. Incluso Chile, tan alejado del mundo, un país de transcurrir pacífico y relativamente democrático, fue testigo de una de las tragedias más sangrientas conocidas a nivel continental.

La tragedia que comenzó a tener lugar a partir del 11 de septiembre de 1973 está documentada en fotos, en filmes, en testimonios. Es inocultable. Y mientras más lo es, más grande ha sido el esfuerzo de sus ejecutores y de quienes los aplaudían (y aplauden) por otorgarle legitimación histórica. La mayoría de esas legitimaciones utiliza la coartada del golpe bajo la rúbrica “necesidad histórica” como si la historia siguiera una lógica y una razón pre-determinada.

Desde los primeros días del golpe, la dictadura buscó su legitimación. El golpe fue llevado a cabo, propagaron los generales, en contra de un Plan Z, destinado a asesinar a quienes no eran marxistas. La UP guardaba arsenales secretos y un ejército clandestino estaba presto a asaltar al estado y declarar la “dictadura del proletariado”. Y muchos creían esas mentiras no porque fueran verosímiles sino porque necesitaban creer en ellas. Hoy todavía hay quienes arguyen que Chile mantiene una deuda histórica con “su” ejército. Pinochet, pese a uno u otro “error”, habría salvado a Chile de convertirse en una segunda Cuba.

Cuarenta y cinco años después del golpe, el mito “Pinochet defensor de la patria” ha aumentado su intensidad, entre otras razones por la orfandad política en la que se encuentran las víctimas de tres dictaduras latinoamericanas: Cuba, Nicaragua y Venezuela. No faltan incluso quienes en esos países anhelan el aparecimiento de un Pinochet, alguien que expulse a los comunistas, que imponga disciplina y orden y, sobre todo, que conduzca a sus naciones por la vía de la prosperidad. Todas estas, y otras más, son razones que llevan a indagar nuevamente sobre esos hechos que ocurrieron hace 45 años.

LAS OCULTAS RAZONES DEL GOLPE

Hagamos un poco de historia: desde mediados de 1973, el gobierno de Allende había alcanzado su fase de declive. De hecho, ya no contaba con el apoyo de las capas medias. Estudiantes y escolares llenaban las calles protestando. La SOFOFA (Sociedad de Fomento Fabril), la SNA (Sociedad Nacional de Agricultura) y CONFECO (Confederación de Comercio), vale decir, los tres pilares de la economía habían declarado la guerra al gobierno y la negociación con ellos ya no era posible. Peor aún: la UP ya había perdido a los sindicatos del cobre y del acero. Las elecciones de la CUT (Confederación Unitaria de Trabajadores) tradicional reducto comunista-socialista, fueron objetivamente ganadas por la Democracia Cristiana (DC). Allende, sin las dos cámaras, gobernaba por decretos.

Todas las encuestas daban al gobierno un número menor de votos al obtenido en las presidenciales de 1970. Para aparentar la fuerza que ya no tenía, Allende nombraba generales en los ministerios, de modo que, de facto, el gobierno ya estaba tomado desde dentro por los militares. El golpe había comenzado, efectivamente, antes del golpe. Los militares realizaban allanamientos sin ordenes judiciales y en las calles se veían, ya en agosto, soldados armados por doquier, mientras el cielo era cruzado por aviones haciendo “ejercicios”. La Armada había entrado en un proceso de “depuración” y los marinos allendistas, acusados de complotar, eran hechos prisioneros y torturados. En fin, Allende había perdido el poder antes de perderlo.

Estos hechos hay que tenerlos en cuenta a la hora de emitir un juicio. Pues el golpe del 11 de septiembre no fue realizado en contra de una revolución triunfante sino en contra de un gobierno débil, al punto del colapso. ¿Por qué entonces fue tan sangriento? La versión oficial del pinochetismo fue unánime: para impedir que Chile se convirtiera en otra Cuba.

Sin embargo, para que Chile se convirtiera en una nueva Cuba se requería una de dos condiciones: un ejército leal y/o un fuerte apoyo internacional. El ejército ya había sido ganado por la derecha, sobre todo entre los oficiales y suboficiales y Allende lo sabía. La segunda condición era internacional: una nueva Cuba solo podía ser posible con el apoyo de la URSS y es un hecho, no una especulación, que la URSS negó su apoyo al proceso chileno.

Desde el punto de vista económico, Chile no podía avanzar un solo centímetro si no pagaba la deuda externa. De modo casi humillante, Allende viajó a la URSS a solicitar un crédito (diciembre del 1972) que le permitiera saldar en parte la inmensa deuda (en la práctica, la conmutación de 350 millones de dólares que Chile pagaba a la URSS) Pero Allende volvió con los bolsillos vacíos. La URSS sufría bajo Breschnev un periodo de estagnación. Cuba por si sola costaba más de un millón de dólares diarios. Además, se avecinaba un periodo de distensión con USA en donde debía ser negociada la retirada de tropas norteamericanas en Vietnam y Kissinger exigía, como parte del negocio, la no intromisión de la URSS en Sudamérica. Razón por la cual el comercio internacional de Chile con la URSS se mantuvo durante el socialista Allende por debajo del mantenido por la URSS con Argentina, Brasil, Uruguay y Colombia.

La URSS no quería otra Cuba. Hecho geopolítico que explica por qué la URSS mantuvo poco después relaciones comerciales y -sobre todo- políticas con la Argentina de los generales. En efecto: donde prima la geopolítica no hay política. Eso lo sabía Pinochet: después de todo fue profesor de geopolítica. En fin, Chile no podía ser otra Cuba y, aunque la cubanización de Chile le sirviera de propaganda, Pinochet decidió dar un golpe por razones que tenían poco que ver con Cuba. ¿Con qué tenían que ver?

Recordemos que Allende, después de su fracaso en la URSS, reunió a todos los dirigentes de la UP y planteó crudamente la situación. Su gobierno estaba aislado nacional e internacionalmente. Para evitar la total capitulación solo cabía una posibilidad: el plebiscito. La reflexión era correcta. En caso de triunfar Allende, su gobierno emergería fortalecido. En caso de perder, había que convocar a nuevas elecciones. Si en esas elecciones triunfaba la DC -era lo más probable- no sería por mayoría absoluta y en consecuencias, un gobierno DC estaría condicionado al apoyo de la UP, invirtiéndose la relación que se había dado en octubre de 1970 gracias a las cual Allende pudo ser elegido presidente después de intensas negociaciones con la DC. Vale decir, aún perdiendo el plebiscito, la UP podía conservar algunas posiciones hacia el futuro.

El buen plan de Allende topaba, no obstante, con dos obstáculos. El primero se sabía: el PS, el partido de Allende, bloqueaba la alternativa plebiscitaria. El segundo se supo después: el propio ejército, mejor dicho, Pinochet, vio en el plebiscito una amenaza para una salida militar al conflicto. Así fue que precisamente en los días en los que Allende se aprestaba a anunciar un plebiscito, Pinochet decidió apresurar el golpe. De tal modo Pinochet no dio un golpe solo en contra de la UP, sino en contra de una salida política que, en las condiciones imperantes en septiembre, no podía sino ser plebiscitaria. En cierto modo, la lucha contra el “marxismo” fue un pretexto de Pinochet para hacerse de todo el poder estatal.

Hábil como pocos, Pinochet había establecido una alianza tácita con el sector dominante de la DC: el de Eduardo Frei Montalva. De este modo Pinochet neutralizaba a los partidarios de la salida plebiscitaria dentro de la DC (Fuentealba, Tomic) a cambio de la promesa de realizar una transición de corta duración para después apoyar a un gobierno de centro-derecha presidido por Frei. Pero esa salida “bonapartista”, como sabemos, no estaba en el plan de Pinochet. Su objetivo, por el contrario, era formar un gobierno militar de larga duración, uno que diera fundación a una nueva república de inspiración “portaliana” (sin partidos políticos) En fin, no se trataba de cambiar un gobierno por otro sino de realizar una revolución bajo la conducción de un ejército libertador conducido por Pinochet. El golpe, visto desde esa perspectiva, fue una declaración de guerra a todo el orden político y social prevaleciente.

Solo así podemos explicarnos el carácter sanguinario del golpe militar. Un golpe que no fue solo un golpe: fue el inicio de una guerra en contra de la política, sus instituciones y por supuesto, sus personas. Una guerra llevada a cabo por el ejército mejor armado del continente en contra de una ciudadanía desarmada. Pues hablemos seriamente: los pocos grupos armados de la izquierda chilena -comparados con los Montoneros y el ERP argentino, o con los Tupamaros uruguayos- eran una risa. Ni hablar del Sendero Luminoso que enfrentó Fujimori y mucho menos de los ejércitos de las FARC, las que no lograron, pese a controlar vastas extensiones territoriales, derrumbar los pilares sobre los cuales se sustentaba la república colombiana.

La guerra de Pinochet duraría a lo largo de todo su gobierno. El llamado pronunciamiento del 11 de septiembre fue solo el comienzo de una revolución en contra de toda la clase política chilena de la cual la eliminación física de la izquierda había sido solo su comienzo. La derecha, en abierta complicidad, no hizo resistencia y se autodisolvió. El atentado cometido al general Óscar Bonilla (marzo 1975), hombre de Frei dentro del ejército, marcaría un punto de inflexión. El freísmo y Frei ya no tenían nada que hacer. El posterior asesinato a Frei solo sería la consecuencia lógica de la revolución pinochetista. Una revolución que no se hizo solo en contra de la izquierda y sus partidos, sino, reiteramos, en contra de la política como forma de vida ciudadana. Pinochet mismo lo decía al referirse con desprecio, cada vez que podía, a “los señores políticos”. En esa lucha en contra de la política, la izquierda “solo” puso a los torturados, a mujeres violadas, a los prisioneros, a los exiliados y, sobre todo, a los muertos.

Las desproporcionadas masacres -innecesarias desde todo punto de vista militar- no se explican solo por las alteraciones sádicas de Pinochet y los suyos, propias al fin a todos los dictadores. Ellas formaban parte de la lógica de la revolución militar: la de crear un punto de no retorno. Vale decir: mientras más ensangrentaban sus manos los seguidores de Pinochet, mientras mas estrecha era la complicidad de los pinochetistas con la muerte, más lejana aparecería la posibilidad de un regreso a la vida democrática.

Durante Pinochet, Chile se convirtió en una nación-cuartel: sin debates, sin partidos, sin política. Razón por la que Pinochet, a diferencia de otros dictadores, no intentó fundar un partido pinochetista. Su partido ya estaba formado: era el ejército. Sin embargo, sí intentó durante un breve periodo, una nueva asociación: una alianza entre el estado militar y los gremios económicos. Fue el periodo de gloria de su entonces yerno, el fascista Pablo Rodríguez. La alianza duró poco. Pronto comprendería Pinochet que toda alianza funciona en base a compromisos y se deshizo rápidamente de Rodríguez y su poder gremial. El lugar de Rodríguez -el de la eminencia gris- fue ocupado por el “portaliano” Jaime Guzmán.

Asesorado por Guzmán, Pinochet comenzó a fraguar su proyecto histórico: el de un Estado antipolítico “en forma”, situado por sobre las instituciones, pero con un margen de deliberación entre ex-políticos elegidos desde arriba. En otras palabras, los miembros del Estado Mayor del Ejército serían convertidos en una suerte de ayatolas uniformados, secundado por “notables” fieles al régimen.

EL “MILAGRO ECONÓMICO CHILENO”

Lo que nunca pasó por la cabeza del dictador fue que en nombre de la lucha en contra del marxismo, estaba creando, solo bajo otras formas ideológicas, un sistema político muy similar al que regía en Cuba. Pues así como en Europa los regímenes de Hitler y Stalin se parecían entre sí, el de los Castro y el de Pinochet también estaban marcados por signos de semejanza. La diferencia es que en Chile la clase política demostró tener una mayor capacidad de resistencia que la clase política cubana. Pero es inevitable pensar que, durante Raúl Castro, con la apertura violenta de Cuba al capital extranjero, comenzó a tener lugar la alianza perfecta entre el mercado y el estado militar que una vez imaginaron Pinochet y Guzmán para Chile. Ambos murieron sin saberlo. Y los pinochetistas, aunque lo supieron, lo aceptaron en nombre de las, según ellos, milagrosas obras económicas de la dictadura. Pocos términos han sido más falsos que referirse a algunos éxitos numéricos, como un “milagro económico”. Expresión muy infeliz de Milton Friedman.

Friedman conocía el origen alemán de esa expresión y por cierto, sabía también que aludía a un proceso no solo diferente sino completamente contrario al que se dio en el Chile de la dictadura: la recuperación de la economía de post-guerra alemana gracias a la alianza de tres fuerzas: el estado, el sector empresarial y los obreros sindicalmente organizados. Esta última fuerza imprimió un sentido keynesiano al proceso y daría, además, origen a otro término: “economía social de mercado” (Ludwig Erhard). La de Pinochet en cambio fue una economía anti-social de mercado. O para decirlo así: mientras Allende intentó llevar a cabo una política de equidad sin crecimiento, Pinochet llevaría a cabo una política de crecimiento sin equidad.

Citando a una de las voces más autorizadas de la academia económica chilena, Ricardo French Davis: “Es cierto que durante la dictadura de Pinochet se produjeron diversas modernizaciones en Chile. Sin duda, varias de ellas han constituido bases permanentes para las estrategias democráticas de desarrollo, pero otras constituyen un pesado lastre. El crecimiento económico del régimen neoliberal de Pinochet, entre 1973 y 1989, promedió sólo 2,9% anual, la pobreza marcó 45% y la distribución del ingreso se deterioró notablemente”.

Cabe entonces hacerse una pregunta: ¿puede ser caracterizada como exitosa una economía que si bien muestra números positivos en el papel lleva a una nación a niveles de desigualdad sin precedentes, a uno de los más altos del mundo? Si el objetivo de una política económica no son los seres humanos, uno se pregunta cual puede ser.

El milagro económico de Pinochet es, si no un mito, una de las grandes mentiras del neo-pinochetismo. Como señala el mismo French Davis, el crecimiento económico de Chile comenzó a darse con vigor desde el momento en que los gobiernos de la Concertación incorporaron políticas públicas y sociales a sus programas. “La Concertación logró mejores niveles de crecimiento económico, del empleo, y de los ingresos de los sectores medios y pobres. El crecimiento económico entre 1990 y 2009 fue de un 5% (5,3% si se excluye la recesión de 2009). (....) “Dicho crecimiento económico más políticas públicas activas redujeron la pobreza del 45% al 15,1% de la población. En la dimensión social, no sólo se redujo la pobreza mediante políticas públicas. En efecto, los salarios promedios reales eran 74% superiores en 2009 que en 1989 y el salario mínimo se había multiplicado por 2,37; agudo contraste con los salarios durante la dictadura, que en 1989 eran menores que en 1981 y que en 1970. (...) “Así Chile avanzó más rápido que los otros países de América Latina, y acortó significativamente la distancia que lo separa de las naciones más desarrolladas. El PIB por habitante se expandió a un promedio anual de 3,6%, en comparación con 1,3% en 1974-89”. (Leer versión extendida en: http://www.asuntospublicos.cl/2012/06/el-modelo-economico-chileno-en-dic... )

Hay que agregar por último que no hubo una sola política económica durante Pinochet. Por lo menos hubo cuatro: entre 1973- 1979, la llamada “política de shock” (alzas de precio, recortes presupuestarios, disminución de la demanda, desocupación laboral masiva). Entre 1979-1982, un neoliberalismo clásico. Entre 1982-1986, motivada por la contracción del sistema exportador, una política económica de neto corte estatista, incluyendo expropiaciones, control de precios y emisiones monetarias. Desde 1982 hacia adelante, una política pragmática que combinó la libertad de mercado con inyecciones monetarias de tipo keynessiano. Lo único que une a esas cuatro políticas al fin, es el constante ensanchamiento de la tijera social y una baja pero también constante tasa de crecimiento numérico.

REFLEXIÓN FINAL

Al llegar a este punto, una reflexión: ¿Y si de todas maneras la política económica hubiese sido tan exitosa como dicen sus partidarios de ayer y de hoy, estaría entonces Pinochet legitimado frente al altar de la historia? De ningún modo. Ni aunque Chile fuese hoy el país más rico del mundo, no hay ninguna razón para justificar crímenes de estado. Pero hay quienes sí lo hacen. Apartando toda ética, reducen la historia a una relación costos-beneficios, aunque los primeros se paguen en vidas humanas, cuerpos torturados, familias destruidas, biografías rotas y violaciones sistemáticas a todos los derechos humanos.

De acuerdo a esa noción sacrificial entre medios y fines, ellos podrían, efectivamente, justificar a los regímenes más monstruosos de la historia moderna. Pues con el mismo criterio con que hoy justifican a Pinochet, pudieron haberlo hecho con Hitler ayer. ¿No puso fin Hitler al desorden generado por la República de Weimar? ¿No terminó con la inflación y el paro? ¿No construyó las mejores carreteras de Europa? ¿No tuvieron todos los alemanes acceso a un Volkswagen? ¿No mejoró el sistema previsional? Y por último, ¿no impidió el avance del comunismo desde dentro y desde fuera de Alemania? ¿Y el Holocausto? Sí, un “pequeño error”. ¿Y no está iniciando Putin, en estos mismos momentos, una reivindicación de la memoria de Stalin? ¿No convirtió Stalin un país de siervos de la tierra en una potencia económica y militar de carácter mundial? ¿Y los millones que murieron en el Gulag? Sí, quizás fue “algo” duro. ¿Y Franco? ¿No dio estabilidad y disciplinó a un país salido de una guerra fratricida? ¿No salvó a su país del comunismo? ¿Y Fidel Castro? ¿No liberó a Cuba del imperialismo? ¿No eliminó el analfabetismo? ¿No tienen los cubanos asistencia médica gratuita? Y así sucesivamente.

A esos, los defensores de tiranos, sean de derecha o de izquierda, los vamos a seguir encontrando en todas partes, dispuestos a inclinarse frente a los del pasado y frente a los que en el futuro vendrán. Sin esa gente, ninguna dictadura habría sido posible.

¡Malditos sean todos!

14 de noviembre 2021

Polis

https://polisfmires.blogspot.com/2018/09/fernando-mires-la-grandes-menti...

Kimmich (o el miedo al miedo)

Fernando Mires

Información previa para legos: Joshua Kimmich es mediocampista central de Bayern Münich y de la selección alemana. Sus primeros pasos los dio como defensa derecho en reemplazo del veloz y recordado Phillip Lahm, posición que le asignó en la selección el ex DT, Joachim Löw.

Kimmich es un jugador polifuncional. Pero con la llegada del genial DT Hansi Flick a Bayern y después a la selección, Kimmich afirmó su lugar en el mediocampo, desplazando al hasta entonces inamovible madrileño Toni Kroos. Sus pases largos, la profundidad de juego, sus potentes balazos, y no por último, su desplante, personalidad y hasta simpatía, hacen prever de que estamos frente a un jugador que pasará a la historia de los grandes íconos deportivos de su país. Pero nadie es perfecto: ese gran jugador también tiene un defecto.

Joshua Kimmich no se quiere vacunar.

Que haya demasiados ciudadanos que no quieren vacunarse contra el Covid -19 no es igual a que un Kimmich diga públicamente que no lo quiere hacer. Kimmich es un ídolo, sobre todo para los jóvenes. Su ejemplo puede hacer escuela, y de hecho ya la está haciendo afirman muchos, entre ellos los más destacados virólogos alemanes. Tienen razón. Propagar el mensaje anti-vacuna en un momento en que el bicho anda suelto, elevando la incidencia a los niveles más altos, solo puede aumentar los peligros de contagio.

Los grupos políticamente (sí, políticamente) organizados de los antivacunas: los ultraderechistas, los populistas, los neofascistas, o como usted quiera llamarlos, intentan presentar a Kimmich como portaestandarte de la campaña antivacuna. No sé si Kimmich quiera gozar de ese nuevo estatus. Al parecer, no. En las entrevistas se le ve más bien reservado. Poco a poco ha ido matizando su opinión afirmando que no es enemigo de las vacunas sino más bien un escéptico. Intenta justificarse con la insuficiencia de información (lo que es falso, las estadísticas muestran que, de modo mayoritario, quienes atestan las salas de tratamiento intensivo no han sido vacunados).

Kimmich está en el ojo del huracán. Tanto personalidades futbolísticas como políticas y sobre todo periodísticas lo han puesto sobre el debate público. Sus amigos aducen que Kimmich tiene derecho a no vacunarse. Claro que lo tiene. Pero, como escribió Kant, si bien no debemos hacer lo que las leyes prohíben, tampoco debemos hacer todo lo que las leyes permiten. Quiere decir: no al margen, sino más allá de las leyes, hay un espacio deducido de la misma legislación general. Es el espíritu de las leyes, según Montesquieu. Y bien: no a las leyes sino a su espíritu está faltando Kimmich. Un caso que llevó a la misma Angela Merkel a opinar maternalmente sobre Kimmich, aduciendo que confía en que el joven jugador rectificará y terminará vacunándose. Pero hasta el momento Kimmich se mantiene fiel su “no”.

Kimmich es quizás un destacado exponente del antivacunismo, pero dista de ser una excepción. Lejos de ser un imbécil – también los hay entre los vacunados – sabe expresarse con soltura y fluidez. Además, las excelentes calificaciones que obtuvo en el bachillerato muestran un coeficiente intelectual que va de mediano a alto. Prueba de que entre los vacunafóbicos no solo hay una chusma salvaje (con ellos hay que contar siempre). También encontramos a músicos, actores, literatos e incluso médicos. Estos últimos son los que menos pueden alegar falta de información.

¿Cómo explicar el miedo a la vacuna?

A riesgo de parecer tautológicos, podríamos decir: los que tienen miedo, tienen miedo. ¿A la vacuna? No. Ahí está la cosa. Tienen simplemente miedo, y ese miedo se expresa objetivamente en contra de la vacuna. Ese es el común denominador de todas las fobias: el objeto del miedo no es el objeto del miedo. El objeto es solo un representante del miedo. ¿Miedo a qué entonces?

Solo un psicoanalista experimentado, en conversación directa con Kimmich, podría llegar a descubrir su miedo originario. Por el momento solo podemos permitirnos opinar en términos generales y afirmar, también de modo general, que el más originario de los miedos, es el miedo a la muerte.

Ese miedo lo tenemos todos. Por eso mismo nos vacunamos. Kimmich, sin embargo, hace lo contrario. Su miedo a la muerte lo traslada a un objeto que lo puede, eventualmente, librar de la muerte. Ahí reside precisamente la astucia del miedo fóbico. Se trata de un miedo que actúa por asociación pues, de una u otra manera, la vacuna, al salvarnos de la muerte, está asociada a la “existencia de la muerte”. O sea, el miedo a la muerte puede ser tan grande que, nuestro inconsciente, justamente para defendernos de ese miedo, lo traslada a todo lo que tenga que ver, aunque solo sea asociativamente, con la muerte.

El de Kimmich parece ser así un miedo equivocado, errado, errático. Desde esa perspectiva, la neurosis de Kimmich, al ser explicable, es muy normal. No hay ser humano que no tenga miedo a la muerte, pero, obvio, nadie quiere enfrentar a ese miedo. Entonces cosificamos al miedo: lo transformamos en “miedo a una cosa”, en este caso, en miedo a la vacuna.

Freud, en sus "Lecciones sobre el psicoanálisis" (1916-1917), distinguía dos tipos de miedo: a uno lo llamaba miedo real. Al otro, irreal. El primero nos defiende de los peligros que enfrentamos a diario. El segundo, al que también Freud llama miedo neurótico, a objetos representativos del miedo.

Lacan a su vez (casi nadie lo dice) invirtió el pensamiento de Freud en un punto esencial. La realidad, según Lacan, no es la que percibimos como realidad, sino solo representación de una realidad que nunca podremos alcanzar, cuando más presentir. La realidad de lo que no sabemos lo que es, pero es. Esa realidad es, para nosotros, un abismo.

En el caso de Kimmich, es un miedo frente a ese abismo al que Lacan, llama “lo real”. Kimmich, en ese sentido, se defiende de esa realidad que lo acosa y, en su sistema de representaciones, elige a la vacuna como objeto al que hay que negar para sobrevivivir. Quizás, desde ese punto de vista, tiene cierta razón. No hay suficiente información sobre la realidad del más allá. Frente a la realidad lacaniana todos somos indocumentados.

Kimmich, como la mayoría de nosotros, es un ser aterrado: un hijo del miedo. Pero nadie - Kimmich tampoco, su profesión lo obliga – quiere aparecer ante los demás como un ser miedoso. Todo lo contrario: Kimmich quiere ser en la vida lo que es en el fútbol: un jugador que lo arriesga todo, un héroe luchando frente a un enemigo. Por eso no se conforma con no vacunarse y ser, como hay muchos, un anónimo sin vacuna. Kimmich, por el contrario, parece decirnos con su cara de niño biencriado. Eh, mírenme, véanme cómo desafío a la muerte, contemplen como sobrevivo. En palabras clínicas: Kimmich es un perfecto exhibicionista. Pero al fin y al cabo ¿cuál futbolista no lo es? Mostrar sus virtudes ante ochenta mil personas, todas las semanas, más la televisión, conforman, se quiera o no, una predisposición exhibicionista.

Pero ya está dicho. Kimmich no es un caso aislado. Su posición frente a la vacuna está respaldada por cientos, por miles de seres que también semana a semana salen a la calle a protestar no solo en contra de la vacuna, sino también en contra de las restricciones sanitarias, en contra de los virólogos, en contra del gobierno. Guste o no, Kimmich es, o ha llegado a ser, parte de un movimiento social y político a la vez. Pues el miedo nunca, o casi nunca, es un miedo individual.

Para decirlo nuevamente con Freud, hay “miedos flotantes”.

A veces estos miedos yacen sumergidos bajo las aguas de la realidad (la freudiana) pero de pronto salen a la superficie y flotan. Son los miedos colectivos. Suelen aparecer en tiempos de crisis, de desintegración, de anomia. En tiempos como los nuestros, cuando las grandes religiones no cumplen su papel protector, cuando las grandes ideologías están fracturadas, cuando los grandes relatos carecen de veracidad, cuando las distancias entre lo sólido y lo líquido, o entre lo virtual y lo real, se acortan, esos miedos irrumpen con virulencia. Entonces ha llegado la hora de los grandes manipuladores. La hora de los Trumps, de los Bolsonaros, y de tantos más. Ellos son los amos del miedo. Los encargados de trasladar los miedos irrepresentados hacia representantes sólidos: pueden ser los emigrantes, los demócratas, los hombres o las mujeres, los viejos, los políticos en general. Son ellos, los populistas de derecha e izquierda, los aliados que necesita el Covid-19 para continuar ejerciendo su lucha en contra de la vida. Personas como Kimmich son para esos canallas de la política, simples “tontos útiles”.

Puede que Kimmich recapacite alguna vez. Si no lo hace, igual continuaré admirando su fútbol posmoderno, sus pases biométricos, sus certeros tiros libres, su entrega total. Pero solo frente a la pantalla. Si algún día tuviera que cruzarme con alguien como él, ajustaré mi mascarilla y retrocederé dos metros. Vade retro. Después de todo, la vida me ha enseñado a distinguir entre vacunas y vacunos.

4 de noviembre 2021

Polis

https://polisfmires.blogspot.com/2021/11/fernando-mires-kimmich-o-el-mie...(POLIS)

Testimonio y Escritura

Fernando Mires

1. Denis Scheck, crítico literario alemán al que respeto, la recomendó. Ahí me di cuenta de una antigua aseveración. El tema y el argumento no cuentan en la literatura, lo que cuenta es la narración.

Por el tema en sí -un aborto de una muchacha en la Francia de los sesenta- yo no habría leído el libro de Annie Ernaux, El Acontecimiento. Pero hice caso a Scheck. En dos horas, sin levantar la vista, leí como hipnotizado las setenta páginas del testimonio. Impactante, emocionante, desgarrador, todo esto es decir poco. Un relato que duele. Incluso físicamente: duele.

Annie, como tantas adolescentes de su tiempo – en una Francia más liberal que otras naciones europeas- quedó embarazada sin haberlo deseado. En el jolgorio de su juventud no llegó nunca a imaginar que el sexo tuviera relación con nada. “En todo lo relacionado con el amor y el goce no me parecía que mi cuerpo fuera intrínsecamente diferente al de los hombres”. La diferencia empero, llegó a sentirla como una discriminación de la biología a favor de los hombres.

Ni por nada del mundo Annie habría querido interrumpir sus estudios en los que ya apuntaba la destacada intelectual que terminó siendo. Pensaba en un comienzo de que se trataba simplemente de un simple malestar gástrico y acudió a un estomatólogo. Cuando un ginecólogo detectó la presencia de un embrión, su primer impulso, en un irracional acto negacionista, fue romper el certificado de embarazo. No podía ser, pensaba. Sentía su vientre vacío, pero no lo estaba. Su embarazo lo asumía como un veredicto injusto. Un golpe artero de la mala suerte, una desgracia. “A un lado estaban las chicas con sus vientres vacíos, y al otro me encontraba yo”. El embarazo le estaba robando su alegría de ser. Su vientre la condenaba a ser distinta. Embarazo y disociación grupal caminaban juntos. “Me sentía abandonada por todo el mundo”. Al escuchar las risas de sus amigas “me parecía que ya no tenía edad”. La promesa de un hijo le extirpó de modo radical su juventud. Comienza entonces a buscar contactos solidarios entre chicas que ya habían experimentado el aborto. Fue así como tuvo acceso a un mundo ilegal del que hasta entonces no tenía la menor idea.

Lo de las parteras clandestinas que proliferaban al amparo de la prohibición era y es un hecho conocido. Poco se ha hablado en cambio de la complicidad de los médicos, no solo de los que utilizaban la prohibición para su enriquecimiento personal, sino de los que estaban obligados a ser cobardes. Ninguno quería meterse en problemas legales. Desde uno que sin nombrar la palabra embarazo le recetó penicilina para cuando fuera a ir “donde vaya”, pasando por otro que le prescribió un “remedio” sin receta, haciéndola sentir como una delincuente en la farmacia, hasta llegar a uno que la somete a un raspaje soltando una frase terrible: “yo no soy su fontanero”.

Las escenas del intento de eliminar al feto y otras similares, no las escribiré aquí. Solo cabe destacar que, sin ese testimonio, Annie Ernaux nunca podría haberse liberado de un trauma que arrastraba como un pesado fardo. Mirando hacia atrás llegó a la conclusión de que -más allá de la crueldad de personas aisladas, entre ellas un sacerdote que la increpó brutalmente durante la confesión– ella fue víctima de un orden de cosas que recién cuando adulta pudo dilucidar. Interesante entre otros juicios es la analogía que hace entre la prohibición del aborto con otras actividades clandestinizadas de nuestra época, entre ellas las de quienes trafican con emigrantes. Hoy se persigue a esos traficantes, escribe “como hace treinta años se deploraba de las personas que practican abortos. Pero no se cuestionan las leyes ni el orden mundial que provocan este fenómeno”. Algún día conoceremos los testimonios de los emigrantes, de los que fueron estafados por traficantes, de los que padecieron hambre y frío, de los que vieron ahogarse a sus padres o a sus hijos.

Podemos estar o no de acuerdo con el libro de Ernaux. Pero quien quiera argumentar a favor o en contra del aborto, debería leerlo. Sin conocer realidades como las que ella nos relata, toda discusión sobre ese tema resulta una entelequia. Podemos también embarcarnos en largas polémicas académicas, morales y religiosas sobre el tema. Pero lo que no podemos hacer es ignorar experiencias vividas por tantas víctimas de la indolencia institucional. Si el cuerpo pertenece solo a su dueño o es parte de un cuerpo social o de la voluntad divina, puede ser un debate interesante y atractivo. Pero si no consideramos los daños biográficos, los destinos truncados, los traumas que han marcado a fuego la vida de tantas mujeres, incluyendo la imposibilidad de llevar una vida relativamente normal, toda discusión resulta ociosa.

2. El relato de Annie Ernaux corresponde al género de la literatura testimonial. Tal vez uno de los más difíciles de practicar. Por un lado pertenece a la literatura propiamente tal. Por otro, está ligado a la historiogafía pues sin testimonios es difícil escribir historias. Los testimonios pueden ser piezas literarias pero antes que nada son documentos. Son literarios solo cuando la calidad de su prosa así lo permite. Y bien, el de Ernaux tiene ese doble valor: es literario y documental a la vez. En sí reúne todas las características propias al género. Es personal, pero a la vez ilustra un momento de la cultura francesa durante los años sesenta. El acontecimiento es por lo tanto doble: irrumpe en la vida íntima de Annie pero tiene lugar sobre un piso nacional. Es fidedigno y verídico, y la imaginación, propia a toda literatura, está puesta al servicio del principio de realidad. La escritora no es solo observadora: es autor y personaje, es víctima y testigo.

3. El Acontecimiento, es mi opinión, debería ser sumado a la lista de los relatos testimoniales de la modernidad. Miembro de un género que en áreas muy distintas tiene nombres inolvidables. La mayoría están escritos bajo la forma de “diarios de vida”. En ese sentido, hay testimonios históricos. Me refiero a los que fueron escritos en tiempos dramáticos, como los vividos por Europa en el pasado siglo. Efectivamente, hay testimonios sobre la vida que vivimos pero cuyos interiores no conocemos bien y hay otros que sobrepasan todo conocimiento. Son los testimonios de lo inconmensurable, de la maldad humana llevada más allá de sus propios límites, de la radicalidad del mal (Kant).

El más conmovedor de todos los testimonios del mal hasta ahora conocidos -creo que en ese punto no hay discusión – es y seguirá siendo, el Diario de Anne Frank.

Todo el dolor de un pueblo perseguido y diezmado llegó concentrarse en la figura de una niña que sin prejuicios, sin ideologías y sin siquiera proponerse dejar un testimonio, describe su día a día en un escondrijo que la protegió durante un tiempo de su muerte en un campo de concentración nazi.

Sobre los campos de exterminio nazis, esa maldad radicalizada y banalizada a la vez, también hay testimonios. Uno de los más estremecedores es sin duda el de otro niño judío que, ya convertido en adulto, escribe sobre su vida en los campos de concentración con la inocencia que solo un niño es capaz de expresar. Y, al igual que Anne Frank, sin explicarse sobre las razones que lo llevaron a ese siniestro lugar. Nos referimos al escritor sobreviviente Imre Kertész y a su novela-testimonio Sin destino. Tanto Anne como Imre describen lo que, desde nuestro sitial cotidiano, podemos leer y saber, pero nunca entender.

Sobre los campos de exterminio soviéticos hay también fuertes testimonios. Archipiélago Gulag de Solyenitzin es sin duda un documento agotador, pero sin la atroz realidad que describe nunca podremos darnos cuenta de lo que significó el estalinismo en la URSS. Del mismo modo, la sensible escritora rumana Herta Müller, a lo largo de su copiosa obra nos ha dejado un duro testimonio de la cruel vida diaria bajo la dictadura del dictador Ceauşescu. En una de sus últimas novelas Todo lo que tengo lo llevo conmigo, fiel a los testimonios de su amigo Oskar Piastor, Müller describe en detalle la vida de los prisioneros en los campos de concentración siberianos. Solo recordar esa novela da frío.

Hay también testimonios que no han sido llevados a la escritura porque quienes los vivieron no se atrevieron a hacerlos públicos. Es el caso de muchas mujeres que padecieron la ocupación serbia durante la guerra del Kosovo. En otro marco histórico, el autor de estas líneas ha conversado con diferentes mujeres que pasaron por los centros de torturas de las cárceles de Pinochet. Hay historias que para ellas son inenarrables. “Prefiero soportar el peso de mi trauma a que mis familiares y amigos sepan lo que hicieron conmigo”, me dijo una estimada amiga.

4. Hay, por cierto, testimonios imaginarios. Me refiero a autores que sin haber padecido personalmente los rigores de los acontecimientos históricos, han llegado a imaginarlos con una verosimilitud similar a los vividos por sus actores reales. En los dos últimos años, cuando el Covid 19 alcanzó una dimensión mundial, han sido actualizados autores que escribieron sobre grandes epidemias. Antes que nadie, Albert Camus en La Peste, cuyo abnegado doctor Bernard Rieux ha revivido entre tantos médicos que arriesgan sus vidas luchando en contra del Covid. Tampoco podemos olvidar el clásico de Daniel De Foe, Diario del Año de la Peste, cuyos imaginarios personajes transcriben la peste que azotó Londres durante 1665. En analogía a los primeros días pandémicos es imposible no recordar la trágica historia del compositor Gustav von Aschenbach, en Muerte en Venecia de Thomas Mann. Más cerca de nuestro tiempo, el Amor en los Tiempos del Cólera de Gabriel García Márquez es un anticipo de la relación tortuosa que se da entre la muerte, la peste y el amor. Pero sin duda el caso más asombroso es el de la gran escritora canadiense Margaret Eatwood quien en su novela Orik y Krake (la primera de una trilogía) escribió sobre la pandemia ¡antes de que esta hubiera aparecido! Las similitudes entre la pandemia ficticia de Atwood y la que estamos viviendo, es realmente asombrosa. Por supuesto, el de Atwood, no puede ser catalogado, en sentido estricto, como un testimonio. Pero sí pertenece a un género poco estudiado, me refiero a la literatura profética. Solo con esa novela Atwood se sitúa al lado del 1984 de Orwell

5. Hay dos autores recientes y muy conocidos que han escrito novelas en donde la pandemia es una actriz principal. La primera de todos fue la escritora alemana Julie Zeh en su libro titulado Übermenschen. La siguió el español Manuel Vilas en su más reciente libro, Los Besos. Escritores radicalmente diferentes cuyos libros tienen dos puntos en común. El primero es que ninguno es “sobre” sino solo “en torno” de la pandemia. El Covid 19 determina el destino de los personajes. Pero ninguno de los dos escritores intentó aventurarse en los recovecos del mal bicho. El segundo punto es que en los dos autores mencionados, el amor emerge en medio de, y gracias a la, amenaza mortal.

Desde hace un par de meses la crítica literaria ha venido anunciando la aparición de un “auténtico” libro sobre la pandemia, escrito en forma de diario como el de De Foe, pero sobre situaciones no imaginadas sino directamente presenciales. Al fin un verdadero testimonio, imaginaba yo. Y así fue como me dispuse a leerlo en cuanto apareciera. El libro al cual me refiero es Volver a dónde de Antonio Muñoz Molina. Debo decir que, en este caso, mis expectativas no fueron colmadas. Lo siento.

6. Volver a dónde relata tres meses de la vida de Muñoz Molina, en plena furia pandémica. Durante esos meses el conocido autor vive en confinamiento. Desde su balcón engalanado por flores (que cuida un jardinero), bebiendo cada noche una copa de vino, mira hacia las calles de Madrid. Debido a la restricción de las actividades sociales, tiene mucho tiempo a su disposición y decide utilizarlo en la escritura de un libro sobre sus experiencias con la pandemia. No fueron muchas, en verdad. De ahí que el autor hubiera decidido escribir dos libros en uno: Uno sobre el Madrid pandémico. Otro sobre los recuerdos de su agraria infancia en donde nos cuenta de sus padres, de sus abuelos y abuelas, de sus tías y tíos, y sobre todo, de los frutales y verduras en los campos cercanos de Ubéda, su lugar natal. Esto último, con tanto detalle y esmero que al final queda la impresión de que, si bien uno no aprende mucho sobre la pandemia, recibe por lo menos interesantes lecciones de horticultura.

Bromas aparte, el libro, escrito con la prosa bien cuidada pero nunca demasiado profunda de Muñoz Molina, no es en sí un testimonio. Y sí lo es, no testimonia demasiado sobre la realidad pandémica.

Así nos enteramos que durante tres meses, Muñoz Molina cocina, lee los diarios de Thomas Merton, continúa profesando admiración hacia Benito Pérez Galdós, y se sume en la lectura de una biografía de Hitler. Además aprende a caminar rápido sobre espacios limitados, saca a pasear en las tardes a su perra Lolita, recibe de vez en cuando visitas de familiares cercanos, escucha sonatas de Beethoven mientras toma vino en su balcón y aplaude desde ese mismo balcón a los sanitarios y a la policía y estos a la vez se aplauden entre sí. También reproduce las noticias de El País y el Mundo, y como buen socialdemócrata, echa pestes en contra de la irresponsabilidad de la ultraderecha española.

Y por cierto, recuerda a sus antepasados. En esos recuerdos hay fragmentos muy bien logrados -estamos hablando de un escritor consagrado, no lo vamos a descubrir ahora- como el de la triste muerte de un trabajador nicaragüense, llegado a España huyendo de la macabra tiranía de Ortega. Las visitas a su longeva madre, sus silencios y sus olvidados pasados, contienen algunos episodios conmovedores, no se puede negar. Pero en general, sobre todo en lo que tiene que ver con la pandemia, no es mucho lo que Muñoz Molina nos dice.

7. En suma, seguiremos esperando testimonios sobre la pandemia. Tarde o temprano tendrán que aparecer. La verdad es que los necesitamos. Necesitamos saber más sobre lo que realmente sucedía en los hospitales, de los que murieron por error, de los que sin estar contagiados fallecieron porque el personal solo atendía a contagiados. Queremos saber más sobre la mortandad masiva en las residencias de ancianos. También del dolor de los deudos que despiden a alguien que hace solo un par de semanas vivía rozagante. Es importante que alguien nos cuente sobre la competencia salvaje que se dio entre los laboratorios virológicos. O de cuanto dinero recibieron los periódicos por desprestigiar a unas y ensalzar otras vacunas. Desearíamos saber cuáles eran los políticos que organizaban las marchas de los imbéciles anti-vacuna, y qué propósitos perseguían. También que alguien nos cuente la vida cotidiana de los policías y del personal hospitalario. Y no por último, las experiencias de esos seres intubados, vueltos boca abajo, pensando en los segundos que faltaban para irse de este mundo. En una sola frase: necesitamos más testimonios.

Pronto llegará el momento de escribir sobre la historia de la pandemia. Sin esos testimonios no será posible.

8. Me parece que la pregunta de las preguntas aún no ha obtenido respuesta. ¿Qué es un testimonio?

Aquí parece necesario retornar al comienzo de este artículo y volver a referirnos a la historia del embarazo no deseado por Annie Ernaux. En las páginas finales de El Acontecimiento escribió Ernaux unas palabras que, en mi opinión, son las que más se acercan al concepto de “testimonio”. Dice:

He acabado de poner en palabras lo que se me revela como una experiencia humana total de la vida y de la muerte, del tiempo de la moral y de lo prohibido, de la ley, de una experiencia vivida desde el principio hasta el fin a través del cuerpo (…..) Y quizás el verdadero objetivo de mi vida sea este: que mi cuerpo, mis sensaciones y mis pensamientos se conviertan en escritura, es decir en algo inteligible y general, y que mi existencia pone a disolverse completamente en la cabeza y vida de los demás.

Convertir al cuerpo en escritura: eso es un testimonio.

Octubre 22, 2021

Polis

https://polisfmires.blogspot.com/2021/10/fernando-mires-testimonio-y-esc...

Alemania pospolítica

Fernando Mires

El resultado de las elecciones que tuvieron lugar el 26 de septiembre en Alemania consagró una absoluta primacía de los partidos de centro: un cuarteto formado por SPD (25,7%), CDU/CSU (24,1%), Verdes (14,8%), y FDP (11,5%). Ese cuarteto representa en forma equitativa las cuatro principales corrientes políticas de la modernidad: socialistas, social-cristianas, ecológicas y liberales.

Fuera del espectro de alianzas quedaron ambos extremos: la ultraderecha (AfD 10,3%) y la izquierda extrema (Die Linke 4,9%). La primera porque es un partido (todavía) paria, no coalicionable. La segunda porque el miserable resultado obtenido solo les alcanza para sobrevivir.

La posibilidad de una alianza izquierdista, la de los dos partidos rojos más los Verdes, ha sido aventada. Gracias sobre todo al jefe de los socialcristianos de Baviera, Markus Söder. Para impedir esa alianza a la que algunos socialdemócratas no miraban con malos ojos y muchos Verdes con buenos ojos, llamó Söder a un alerta general. A la caída estrepitosa de la votación del candidato democristiano Armin Laschet, hay que agregar entonces la cantidad de votos que recibió de quienes solo querían impedir una coalición de izquierda-izquierda. En general, la ciudadanía alemana votó en contra de la polarización.

En términos futbolísticos, el partido se está jugando en el medio campo. Todas las alianzas centristas son posibles: desde una repetición de la gran coalición que permitió gobernar a Merkel (la más improbable), hasta llegar a dos tipos de coaliciones, dependiendo con quienes deciden casarse los Verdes y los liberales: si con el partido ganador (“coalición semáforo”: rojo, verde y amarillo) o por la “coalición Jamaica” (negro, verde y amarillo). El verde amarillo y no el rojo y el negro, decidirán quienes conformarán el futuro gobierno de la nación. Las mayorías entonces las decidirán las minorías. Todo muy democrático. Todo muy armónico. Todo muy formal.

En Alemania han sido impuestas dos tendencias predominantes en el paisaje europeo. Primero, la del fin del bipartidismo tradicional (socialistas y conservadores) Segundo- una tendencia más reciente- la recuperación electoral de los partidos socialistas.

Con respecto a la segunda tendencia, hay que resaltar algunos puntos que merecen cierta atención. En efecto, los socialistas han advertido, antes que los conservadores, que si bien las clases sociales siguen prevaleciendo, ya no son las de la llamada sociedad industrial. Eso significa que los socialistas no pueden seguir actuando como representantes exclusivos del sector laboral sindicalmente organizado (las grandes agrupaciones obreras están en vías de desaparición) sino de segmentos que reclaman una mayor atención social.

El ex partido de la clase obrera alemana, siguiendo la orientación de los partidos socialistas escandinavos, todos hoy dirigiendo gobiernos de coalición, ha sido transformado en el partido de las reformas sociales del orden posindustrial, haciéndose eco de demandas que en el pasado reciente no concitaron su atención, entre ellas, las ambientalistas, las de género, las generacionales. O sea, un partido que brinda sus ofertas de acuerdo a un catálogo elaborado por especialistas en materias electorales.

El socialismo de la posmodernidad ya no es el de la modernidad. Incluso no es seguro si todavía podemos seguir hablando de socialismo. SPD, como sus congéneres escandinavos, más que socialista, es hoy un partido social. Esa diferencia es grande.

Social no significa ser clasista. Tampoco es perseguir un orden social “superior”. Solo significa atender a los llamados de los grupos sociales más perjudicados por el orden económico y, a partir de ahí, proponer reformas a cambio de votos. En otras palabras, SPD no es más un partido de programas sino un partido de temas. Esos temas pueden variar de acuerdo a las preferencias que aparecen en el mercado electoral. No puede decirse lo mismo de los conservadores-cristianos.

Para nadie es un misterio que en muchas regiones CDU/CSU sigue siendo el partido de los empresarios, o por lo menos, un partido más económico que social. Visto así, los conservadores son más “clasistas” que los socialistas. Característica que durante largo tiempo fue aminorada por Merkel y el merkelismo (hay quienes dicen que la mejor socialdemócrata de Alemania ha sido Angela Merkel) y por la coalición caracterizada por una desproporcionada representación ministerial de los socialistas. Olaf Scholz, captando el vacío que dejará Merkel, asumió un estilo merkelista en formato masculino. Esa fue una de las razones que explican su rápido e imprevisto ascenso electoral.

Para quienes identifican a la política con la pura gobernabilidad, el resultado no puede ser más satisfactorio. De una u otra manera la coalición que gobierne integrará a parte de la oposición en aras de un gobierno estable. De este modo, en Alemania, ha terminado por imponerse la política del consenso por sobre la política de la diferencia. Todo estaría perfecto, salvo un detalle: la política de la diferencia es la política por excelencia.

Sin diferencias no hay política y mientras más marcadas sean estas, más política será la vida de una nación. De ahí que las siguientes preguntas están lejos de ser inoportunas. ¿Ha entrado Alemania, al igual que otros países europeos, en una fase histórica caracterizada por una “despolitización de la política?” ¿Una fase a la que podríamos llamar pospolítica? ¿Una fase en donde las diferencias entre los partidos son siempre negociables en función de un objetivo común?

Por cierto, las alianzas políticas en contra de un enemigo común han sido una constante en las democracias occidentales. Pero en este momento no hablamos de enemigos sino de objetivos. Y este es el caso de Alemania: la coalición que lleve al gobierno no será erigida para detener a un enemigo peligroso (la posibilidad de un gobierno antidemocrático, por ejemplo) sino simplemente para consolidar un gobierno funcional, en aras de un supuesto bien común.

Sin duda, los admiradores de la democracia alemana pondrán a la futura coalición como un ejemplo de gobernabilidad. Ejemplo que naturalmente tendría justificación si es que no existieran grandes diferencias. Pero si esas diferencias subsisten, y solo son ignoradas, estaríamos frente a un caso de simple oportunismo en donde lo que más une a los partidos ya no son programas, ni ideas, ni bases sociales, sino solo el inocultable e intenso deseo de compartir las mieles del poder que ofrece la ocupación gubernamental del Estado. Pues una cosa es que las diferencias hayan desaparecido y otra es ocultarlas. ¿Cómo puede ser posible, por ejemplo, que partidos que siempre se han repelido, como los liberales y los Verdes, hayan descubierto de la noche a la mañana una enorme cantidad de compatibilidades que antes nunca habían percibido?

Los partidos del centro político están hablando sobre puntos comunes, reales o recién inventados. Naturalmente, todo lo que potencialmente los desune, deberá ser dejado de lado. Ya desde los inicios de la campaña electoral, como si hubieran contraído un acuerdo tácito, los partidos negaron tematizar problemas agudos que entorpecieran la formación de eventuales coaliciones. ¿Las imparables migraciones? Es un problema que debe ser resuelto con una buena integración y con una sabia educación en las escuelas. ¿La intolerancia de los grupos anti-vacuna? Tienen derecho, pero también deberes y deben cumplirlos (acerca del “cómo” nadie dice nada). ¿El enorme crecimiento de la desintegración social, de la desocupación laboral y de la ocupación informal? Muy simple, aparecerán nuevos puestos de trabajo (nadie dice dónde y cómo). ¿El crecimiento desorbitado de las enfermedades psíquicas? Ese al fin, dicen, es un problema clínico, no social. Y así, suma y sigue. Al final, deciden ponerse de acuerdo en dos temas frente a los cuales nadie está en contra y que más bien sirven de coartada para simular unidad: protección al medio ambiente y digitalización. Y que cada uno entiende por ellos lo que quiera.

Ni hablar de la política internacional. Ningún dirigente de partido, mucho menos los candidatos, mencionan a la Rusia de Putin y sus ambiciones territoriales. Nadie dice, para no intimidar electores, que Europa es uno de los espacios más peligrosos de la política internacional de nuestro tiempo. Nadie intenta levantar un mínimo debate frente a las visiones integristas de los gobiernos de Turquía, Hungría o Polonia. Lo importante, al fin, es no alterar la paz espiritual de los electores, evitar conflictos donde y como se pueda, y cuando no es posible, barrerlos hacia debajo de la alfombra. Todo, definitivamente todo, deberá ser realizado en función del principio de gobernabilidad.

La política de Angela Merkel debe continuar. Ese parece ser el mandato común.

Lejos de restar méritos a los talentos administrativos de la canciller saliente, su habilidad para contraer compromisos, su honestidad y capacidad de diálogo, no podemos dejar de notar que ella, quizás gracias a sus propias cualidades personales, ha contribuido a la despolitización gradual de la ciudadanía alemana.

Según Merkel los problemas se resuelven solo cuando se presentan. Merkel no tiene visiones de futuro, lo que en sí puede ser positivo. El problema es que los enemigos de la Europa democrática sí las tienen. Más aún, ellos intentan llevarlas a cabo como sea. Por eso Merkel nunca ha sido clara, como sí lo fue Biden, al establecer líneas demarcatorias entre las democracias establecidas y las nuevas autocracias que aparecen en Europa. No pocos quedarán con la impresión de que, cuando ella gobernaba, reinaba la paz, la tranquilidad y la felicidad en el continente. Sin embargo, hay razones que llevan a pensar que eso no es así.

Los enemigos de la democracia, pese a la marginación puntual que han acusado en estas elecciones, continuarán creciendo. Los gobiernos administrativos, pero no políticos que sucederán a Merkel, deberán enfrentar una enorme cantidad de problemas no resueltos. Por mientras, la nueva coalición que emergerá del centro podrá seguir bailando durante un tiempo sobre la cubierta del Titanic, sin conflictos ni antagonismos políticos que atormenten las almas buenas.

Fue Jürgen Trittin, viejo tercio de los Verdes, quien tuvo que llamar a la atención a la pareja dirigente de su partido, Annalena Baerbock y Robert Habeck (una especie de versión política de Fred Astaire y Ginger Rogers) cuando los vio enfrascados en una discusión acerca de a cual de los dos correspondería el puesto de vice-canciller en un futuro gobierno de coalición. El estupor de Trittin es comprensible: ¿cómo discutir sobre puestos a ocupar sin fijar antes acuerdos con los demás partidos? Evidentemente, Trittin pensaba en los términos de la vieja política.

Ahora ya es imposible ocultarlo: un fantasma avanza sobre Europa: es el fantasma de la antipolítica vendida en el mercado como pospolítica. En vista de esa situación no estaría mal recordar una frase de Freud: “lo que ha sido reprimido” – en este caso la política- “siempre vuelve”. Podríamos agregar: “Y a veces con inusitada furia”.

1 de octubre 2021

Polis

https://polisfmires.blogspot.com/2021/09/fernando-mires-alemania-pospoli...(POLIS)