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Fernando Mires

La “fortuna” de Putin o la miseria del pacifismo europeo

Fernando Mires

Uno de los dos presidentes del Partido Verde Alemán, Robert Habeck (la otra presidente es la candidata a canciller Annalena Baerbock) después de haber conversado largamente con el presidente ucraniano Volodymyr Selensky y llegado al convencimiento de que frente a las ostensibles amenazas rusas, Ucrania carece de potencial defensivo (sobre todo en las costas del Mar Muerto y del Mar de Azov) decidió presentar públicamente la magnitud de un problema que, si se discutía, solo lo era a puertas cerradas, y bajo siete llaves.

En otras palabras, Habeck decidió politizar el tema de la vulnerabilidad de Ucrania frente a Rusia en la única forma en que era posible: a través de la vía pública. Probablemente su intención fue provocar un debate y así sacar a luz las controvertidas opiniones que mantiene la clase política alemana frente al expansionismo de Vladimir Putin.

Habeck es hombre de reconocido formato político. A diferencia de la candidata Baerbock, es buen conocedor de la política internacional. Por formación intelectual, sabe reflexionar de un modo político-filosófico sobre la realidad inmediata. De tal modo que probablemente contaba con que sus opiniones iban a desatar un vendaval de críticas tanto en la partidocracia alemana como en su propio partido el que, además de su carta de identidad ecologista, ostenta una línea pacifista. Más todavía en un tiempo pre-electoral, cuando los atribulados electores, recién saliendo del acoso pandémico, lo que menos quieren es saber de armas, de escenarios bélicos y de amenazas internacionales.

La petición de Habeck fue respaldada inmediatamente por el presidente de Ucrania Volodymyr Selensky. A través del Frankfurter Allgemeinen Zeizung dijo: “Habeck lo entendió”. Y agregó: “Alemania no nos ha prestado ninguna ayuda militar, pero podría hacerlo”. Y luego pidió ayuda. Directamente. Por la prensa. Un aterrado S.O.S.

Y evidentemente, si el presidente Selensky pide ayuda con ese inusual modo, es porque la necesita con urgencia. Todo el mundo sabe que las milicias pro-rusas en el Este de Ucrania son entrenadas, armadas y financiadas desde Rusia, algo que Putin nunca ha intentado ocultar. Es cierto que Ucrania no es un miembro directo de la UE, pero es candidata a serlo y como tal ha sido aceptada por unanimidad en el acuerdo de asociación de vecindad que incluye protección militar frente a amenazas externas. Desde ese punto de vista, la UE, y por ende Alemania, al no apoyar directamente a Ucrania, está incumpliendo ese acuerdo. Eso fue lo que quiso transmitir de modo público Habeck.

Que la petición Habeck- Selensky iba a chocar con uno de los fundamentos ideológicos de la política alemana había que presupuestarlo y, por lo mismo, contar con duros ataques desde las filas del partido Die Linke (La Izquierda) y de la socialdemocracia. La segunda presidente de los Verdes, siguiendo la línea y la tradición pacifista de Los Verdes, tomó distancia por primera vez en su vida de las opiniones de Habeck.

Uno de los pocos que apoyó a Habeck dentro de su partido fue el diputado verde Manuel Sarrazin, especialista en asuntos relativos a Europa del Este. Su argumentación tiene lógica: “La guerra contra Ucrania debe ser resuelta diplomáticamente”, dijo. Pero agregó esta frase clave: “solo si fortalecemos la defensa (militar) de Ucrania será posible una solución diplomática”. Argumentación que por ser inteligente no fue demasiado atendida. Aunque es evidente: soluciones diplomáticas sin respaldo militar nunca han llevado a ninguna parte. Selensky lo sabe en carne propia. Su país está objetivamente en guerra con el país de Putin. Y bien: esa guerra la está perdiendo.

Podemos diferenciar entonces tres posiciones en el seno de la política alemana frente al caso Ucrania. Una extremadamente minoritaria -es la que representa Habeck- supone respaldar las soluciones diplomáticas sin renunciar a la ayuda militar a Ucrania, única argumentación que parece entender Putin. La segunda posición es doctrinaria, más bien dogmática: la ideología pacifista prohíbe de modo casi sacramental todo intento de utilizar armas en el marco de las relaciones internacionales. Dicha posición es apoyada por la mayoría de los dirigentes de los Verdes y de la Linke, aunque esta última más bien la usa como chantaje (en el pasado reciente apoyó a Milosevic en la guerra del Kosovo y a Putin en el Oriente Medio y en los alrededores de Rusia, incluyendo Bielorrusia). La tercera posición basa su discurso en la lógica de la razón económica a la que adscribe el gobierno Merkel. Como por el momento es la posición oficial, puede ser importante prestarle atención.

Heiko Maas, quien usa frente a Putin un lenguaje cuidadoso, no vaciló en responder a la petición pública del presidente ucraniano con una arrogancia indigna de su cargo ministerial. No solo enrostró a Selensky la ayuda económica que presta Alemania a Ucrania (no venía al caso) sino, además, negó cualquiera posibilidad de traspasar armas a Ucrania frente a una intensificación de la agresión rusa. En el hecho notificó a Putin que Alemania no hará nada en contra -aparte de sancionar uno que otro producto de exportación ruso– si este decidiera invadir el Este de Ucrania.

Maas no habla por sí solo: él es miembro de un partido y de un gobierno que parecen compartir la creencia de que con un gobierno con el cual se mantienen buenas relaciones económicas, es el caso de Rusia, siempre habrá una puerta abierta para que problemas que eventualmente puedan surgir en el plano político, puedan resolverse de modo diplomático.

En cierto modo esa creencia del gobierno alemán está basada en “la tesis del dulce comercio” formulada por Montesquieu. En la sección de El Espíritu de las Leyes que se ocupa de cuestiones económicas, afirmaba el filósofo francés: “Es casi una regla general que dondequiera que haya costumbres sosegadas habrá comercio y dondequiera que haya comercio habrá costumbres sosegadas”. Tesis que ha demostrado ser cierta en los conflictos entre dos naciones regidas por un orden democrático. El hecho de que nunca, o casi nunca, ha habido guerra entre dos naciones democráticas, así lo comprueba. El “pequeño” problema es que Rusia no es una nación democrática. Y esto es lo que parece olvidar el ministro Maas: Ni Rusia es una nación democrática, ni Putin es un gobernante democrático.

Si se quiere entender a Putin no debemos leer a Montesquieu sino a Maquiavelo. Más aún: de todos los gobernantes de nuestro tiempo, Putin parece ser el más maquiavélico de todos. No solo porque ha sabido poner la “fortuna” a favor de la “virtud” (de poder), no solo porque prefiere ser más temido que amado, no solo porque no trepida en usar cualquier medio cuando se trata de conseguir un objetivo, no solo porque en lugar de poner su política al servicio de intereses económicos pone estos últimos al servicio de su política, sino sobre todo porque intenta convertir a su nación, Rusia, en una potencia territorial, tan grande o más grande que la que gobernaron Pedro el Grande y Stalin. Putin, en el sentido maquiavélico más estricto, es un príncipe de la guerra y no un heraldo de la paz.

Se equivocan Merkel y Maas si piensan que pueden controlar a Putin con la dulzura del comercio o con las menos dulces pipelinas. Putin solo retrocederá si su potencial enemigo es más fuerte y está decidido a mostrar su fuerza si el caso así lo requiere.

Merkel y Maas, así como los dirigentes de la partidocracia alemana, no parecen haberse dado cuenta de que para Putin, Ucrania -así como Bielorrusia y los países bálticos- es considerada miembro natural de la nación rusa. En tal sentido el presidente de Ucrania es visto por el ruso como un usurpador mantenido por occidente. En este caso, para Putin pareciera aplicar una máxima de Maquiavelo escrita en los discursos sobre las décadas de Tito Livio: “Es difícil que un pueblo que después de haber tenido el hábito de vivir bajo un Príncipe, cayó por una casualidad eventual bajo un gobierno republicano, permanezca en él”. Actualizando esa máxima podríamos leer: el destino de Ucrania -según la idea recibida por Putin de su maquiavélico consejero Alexander Dugin– sería regresar a la Gran Rusia.

Parece haber en fin dos tipos de pacifismo: el pacifismo romántico e ingenuo de los Verdes y de la izquierda en general, y el pacifismo utilitario del gobierno alemán y de la UE. Los dos tienen en común que, aplicados a la realidad práctica, ninguno puede asegurar la paz. Todo lo contrario. Ambos crean condiciones para un enfrentamiento mucho más dramático que el que se habría podido evitar si desde un comienzo los sectores políticos democráticos hubieran mostrado la decisión de poner límites al enemigo en cierne.

En 1983, uno de los más destacados políticos socialcristianos alemanes, Heiner Geißler, dijo: “el pacifismo de los años treinta hizo posible a Auschwitz”. No quiso decir que el pacifismo había causado a Auschwitz como intentaron difamar sus adversarios, sino que, como consecuencia de un pacifismo opuesto a todo tipo de violencia, y de otro pacifismo que intentaba meter a Hitler en un corset diplomático, fue demorada la inevitable guerra en contra de la Alemania nazi. Entre los críticos de Geißler se contaba el joven Joschka Fischer quien, años después, como ministro del exterior del gobierno de Schröder, hubo de defender la participación de Alemania en la guerra del Kosovo. También demasiado tarde. Cuando las tropas de la NATO entraron a detener a los esbirros de Milosevic, las “limpiezas étnicas” ya habían tenido lugar.

¿Qué esperan Alemania y la UE para mostrar a Putin la decisión de defender a Ucrania? La reacción del ministro Maas al negar abruptamente ayuda militar al gobierno de Ucrania ocurre en los mismos días en que Putin, después de haber ordenado a Lucashenko violar el espacio aéreo europeo, ha terminado prácticamente por anexar a Bielorrusia. Al mismo tiempo consolida su poder interno, prohibiendo a todos los partidos que defiendan a Navalny participar en las próximas elecciones. Como diciendo a Europa: “en vuestras ridículas sanciones yo me siento”.

Escribo dos semanas antes del encuentro que tendrá lugar en Ginebra entre Putin y Biden. Putin ya advirtió que no guarda expectativas para ese encuentro. Al fin y al cabo sus ambiciones territoriales no pasan directamente por sus relaciones con los EE UU. Cualquiera iniciativa que tome con respecto a Ucrania solo afectará sus vínculos con Europa. Y si Europa no reacciona, ese no puede ser un problema de los EE UU.

Europa, hay que llegar a esa conclusión, puede pero no sabe o no quiere defenderse. Esa es una “fortuna” para Putin. Su maquiavélica “virtud” será la de saber usar a su favor esa “fortuna”.

Europa está condenada a llegar siempre tarde. Y como dijo Michael Gorbachov: “quien llega tarde, será castigado por la historia.

3 de junio 2021

Polis

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Lobos sin piel de oveja

Fernando Mires

Alexander Lukashenko, el último dictador de Europa (o penúltimo, el gobernante de Hungría, el también putinista Victor Orban, le pisa los talones) mandó secuestrar a un avión poniendo en peligro la vida de 170 pasajeros occidentales. El aparente objetivo: arrestar a un crítico del régimen de Bielorrusia. El más probable objetivo: desafiar a Europa Occidental en nombre del dueño del circo: Vladimir Putin. “¿Qué más tiene que pasar para que la UE y Occidente actúen finalmente con determinación?” preguntó, sin ocultar su indignación el reportero jefe de la DW, Midrag Soric.

¿Qué significa en este caso actuar con determinación? Para entender esa frase tenemos que considerar la dimensión de los hechos. Objetivamente, el acto de desviar un avión que sobrevuela territorio europeo es una violación a las convenciones internacionales, un atentado a la soberanía de un país miembro de la UE, un acto terrorista y criminal. Así lo han dicho algunos representantes de la UE en Bruselas. Puede entenderse como un acto de guerra. O por lo menos como uno de abierta hostilidad. Frente a este hecho, el secuestro del activista bielorruso Roman Potrasevich y de su novia Sofía Sapega resulta, a pesar de toda su alevosía y maldad, secundario con respecto a lo que significa romper la normatividad internacional a través de un operativo militar.

Como era de esperarse, la UE reaccionó de la única forma que sabe reaccionar: de modo reactivo, con sanciones, algunas simples amenazas, otras probablemente más realizables. Hay además reacciones que bordean el ridículo, entre ellas las del ministro del exterior alemán Heiko Maas quien anunció que las sanciones serán llevadas a cabo en “forma de espiral”. Con toda seguridad, a esta misma hora, después de un anunciado almuerzo conjunto, Putin y Lukashenko se mueren de la risa gracias a la “espiral” de Maas.

Lo que de verdad toma forma de espiral son las provocaciones de la siniestra pareja autocrática. Van de menos a más. A los dos les tiene sin cuidado la opinión pública mundial y mucho menos la de Europa a la que, según un ideario compartido, consideran un continente en decadencia moral e incluso política. En cierto modo tienen razón: la política internacional europea, si es que existe, es decadente, vale decir, burocrática, sin objetivos y radicalmente predecible. La UE es, cuando más, una unión geográfica, administrativa, monetaria, comercial, pero para ser política le falta mucho todavía.

Fue error de la oposición bielorrusa, así como la de Navalny y sus seguidores, haber confiado en que los países europeos iban a dar un apoyo incondicional a sus iniciativas. Putin, un muy buen conocedor de Europa, lo sabe muy bien. Sabe por ejemplo que después de los crímenes que comete cada cierto tiempo, levantará una polvareda, pero también que pocos días después nadie hablará más de eso. Menos aún en tiempos de pandemia. Además, Putin no está solo.

Así como ocurrió durante el tiempo de las tiranías comunistas pro-soviéticas, Putin también tiene organizaciones que lo apoyan en todos los países europeos: son los movimientos y gobiernos nacional-populistas, en su mayoría de extrema derecha, pero también algunos de izquierda, entre ellos Podemos en España, los socialistas de Melenchon en Francia, la Linke en Alemania. Lo importante para Putin es que, siendo de derechas o de izquierdas, estén todos en contra de la Unión Europea. En ese punto reside la diferencia fundamental entre el imperio chino y el ruso.

Mientras el imperio chino es económico más que político, el ruso es político más que económico. De ahí que el objetivo de Putin sea, en primera línea, conquistar la hegemonía política, y si es posible, la territorial, sobre Europa. Si alguna vez, para poner un ejemplo, los lepenistas lograran apoderarse del gobierno de Francia, Putin tendrá la mitad del camino hecho.

Salvo raras excepciones son pocos los políticos que se atreven a decir, a viva voz y en público, que el atentado espacial de Lukashenko no fue fraguado en Minsk sino en Moscú, en el mismo Kremlin. Todo habla a favor de esa hipótesis. El cometido fue un atentado de enorme magnitud, un hecho sin precedentes en tiempos de paz como para que un enano internacional como Lukashenko se hubiera atrevido a cometerlo por su cuenta sin el permiso del gigante vecino. Para nadie es un misterio que Bielorrusia no es un país autónomo sino, cuando más, una provincia de Rusia. Solo incautos periodistas europeos no lo creen. No han faltado los que arguyen que con sus sanciones la UE estaría arrojando a Lukashenko en los brazos de Putin, como si alguna vez el dictador bielorruso hubiera sido un demócrata, como si fuera políticamente recuperable, como si Bielorrusia hubiera sido, antes del atentado aéreo, una república independiente.

No fue por tanto casualidad que Putin, pasándose la opinión pública por el forro, hubiera recibido a Lukashenko inmediatamente después del atentado, con los brazos abiertos, como si su intención hubiera sido burlarse de Europa ante los ojos del mundo entero. Y ese fue quizás su propósito. Mostrar de modo directo que su gobierno hace lo que quiere, cuando quiere y como quiere en Europa.

“Ha llegado la hora de dejar de demonizar a Bielorrusia” dijo el ministro del exterior ruso Sergei Lavrov. Lo peor es que tiene razón: el verdadero demonio no está en Bielorrusia sino en Rusia.

Solo tres gobiernos europeos mostraron una directa oposición a Putin/Lukashenko: Lituania, Polonia y Ucrania. El hecho de que las tres naciones sean colindantes con la Rusia de Putin, esto es, territorialmente amenazadas, explica en gran parte esa actitud. La violación del espacio lituano es equivalente a una ocupación territorial, precisamente en un país que en el pasado reciente fue propiedad del imperio soviético. En Polonia a su vez, sus habitantes saben que toda expansión rusa comienza o termina en Polonia. Hecho problemático y paradójico para el gobierno que controla el nacional-populista Kazinsky. Por una parte Kazinsky es definitivamente anti EU y en esa posición su mejor aliado es el autócrata húngaro quien a la vez es el mejor amigo de Rusia en Europa.

Pero a diferencias de este último, el polaco es como todo gobierno nacionalista de ese país, anti- ruso (por lo menos, acata la opinión pública nacional polaca que es y será definitivamente anti-rusa). Ucrania es en cambio el país más afectado, entre otras cosas, porque está en la mira expansionista inmediata de Putin. Precisamente avistando ese hecho, el inteligente presidente del Partido Verde alemán, Robert Habeck, planteó que Europa debe ayudar con armas al gobierno de Ucrania. Palabras que le costaron la protesta no solo de la izquierda bien pensante alemana, sobre todo al interior de su propio partido, sino también la de la socialdemocracia y por cierto, la de los partidos putinistas, como son la Linke (cuyo objetivo es liquidar a la OTAN) y la proto-fascista AfD, partidaria abierta del putinismo.

Habeck, sin embargo, pensó en perspectiva. En junio del 2021 tendrán lugar conversaciones directas entre Putin y Biden. El objetivo de Biden será marcar las líneas de separación geopolítica entre ambas naciones, las únicas que, de acuerdo a la política exterior de Biden, podrían asegurar una duradera paz mundial. Y bien, Biden y sus colaboradores entienden que las primeras líneas de demarcación son las que separan a Rusia de Ucrania. Visto así, puede ser que la violación del espacio aéreo europeo no haya sido más que un intento de Putin para poner el tema de Bielorrusia y no el de Ucrania en el centro de las conversaciones con Biden. Esperemos que la experiencia de Biden sepa entender esa artimaña. Si es así, la UE, como ocurrió con Europa occidental durante todo el periodo de la Guerra Fría, no tendrá más posibilidad que someterse a la conducción de los EE UU y abandonar el sueño de una Europa política y militarmente soberana. Lamentable.

Los demócratas europeos siguen aprisionados en la trampa que ellos mismos tendieron. La de creer que la democracia liberal es un dogma inapelable, uno que obliga a renunciar a la defensa frente a enemigos, sean estos potenciales o reales. Lo que no han podido entender es que si la democracia liberal se convierte en dogma, deja de ser liberal (pues no hay dogmas liberales). Mucho menos han entendido que para poder subsistir en un mundo de lobos, hay que mostrar cada cierto tiempo los dientes. Sobre todo cuando los lobos, llámense Lukashenko o Putin, ya ni siquiera se toman la molestia de vestirse con piel de oveja.

Mayo 28 de 2021

Polis

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Chile, democracia viviente

Fernando Mires

1.

Hay una relación casi directa entre política e historia. Podríamos afirmar incluso que cada nación se constituye a sí misma por medio de la acción política. Sin vida política la historia de una nación sería una suma de hechos inconexos. La política ordena acontecimientos, los conforma como procesos y traza las líneas divisorias entre fines y comienzos. Y dentro de ese acontecer, las elecciones periódicas ocupan un lugar privilegiado.

A través de cada elección una nación mide sus fuerzas, rearticula alianzas y señala cuando finaliza o comienza un capítulo de una novela sin fin. Así, podríamos distinguir dos tipos de naciones: las jurídicamente constituidas y las que, además, son políticamente constituidas. Chile pertenece al segundo tipo. Y con mayor razón ahora, cuando gracias a una elección para-constitucional, esa “larga y angosta faja de tierra” ha decidido re-constituirse políticamente.

Cierto, dirán algunos, pero hay que distinguir entre elecciones de primer y segundo orden. Las de primer orden, se supone, serán las presidenciales, donde el panorama, como en toda democracia, volverá a cambiar. No obstante, hay razones para pensar que las que tuvieron lugar el 16.05 del 2021 no solo fueron de primer, sino de primerísimo orden. Lo digo porque si hay algo que está por sobre la figura presidencial, es la Constitución. Y ese día de mayo los chilenos decidieron los nombres de los actores que deberán dar origen a un nuevo orden constitucional. En ese sentido fue una elección histórica.

Histórica además porque marcó nuevos comienzos. Fueron elecciones paritarias, fue establecido un espacio de representación fija a los pueblos originarios (15 escaños), surgieron vías para la descentralización administrativa (ese es el sentido de la sustitución de la figura del intendente por la de gobernador) y las agendas fueron actualizadas porque además de las temáticas puramente sociales o económicas incorporaron las de género, indigenistas, ambientalistas, e incluso generacionales (hubo masiva participación juvenil).

En el hecho, tuvieron lugar cuatro elecciones: las de alcaldes, las de concejales, las de gobernadores y las constitucionales. No sabemos si fue buena idea mezclar lo más local con lo más nacional. Lo que sí sabemos es que los electores votaron de modo distinto en cada una de esas elecciones, es decir, supieron distinguir entre lo político-inmediato y lo político-histórico.

Desde el punto de vista de lo político-inmediato, la bomba atómica fue la debacle de la derecha. Desde el punto de vista de lo político-histórico, lo más imponente fue el triunfo de los independientes políticamente organizados. Difícil encontrar un fenómeno parecido en la historia de la tierra y del universo celestial. Ya hablaremos sobre eso. Comencemos por lo inmediato.

2.

La debacle electoral de la derecha era de esperarse. Todo gobierno en sus fases terminales muestra síntomas de desgaste. Recordemos que en un periodo similar al que resta a Piñera para terminar su mandato, Bachelet bajó al sótano del 12% de aprobación. Si a ello sumamos los efectos de la pandemia, más allá del éxito del programa de vacunación –no hay nada más impopular que las cuarentenas– el retroceso electoral de la derecha era de esperarse. Y si agregamos la impopularidad que ha creado el mismo Piñera alrededor de su persona, el clima de lucha por la igualdad que ha sobrevenido en el país después de los estallidos sociales del 2019, y sobre todo, las profundas divisiones entre los partidos de derecha, apenas ocultable por una aparente lista única ("Vamos por Chile"), nadie podía esperar un resultado favorable.

Lo nuevo, lo sísmicamente nuevo, fueron las proporciones de la derrota: 20,56% y 30 electos.

Desde una perspectiva de izquierda, si se quiere sacar cuentas alegres, los resultados parecían ser favorables. Por lo menos para la exportación. Medios de comunicación como Washington Post, New York Times, CNN, Deutsch Welle, como si se hubieran de puesto de acuerdo, dieron a conocer un día después de las elecciones el siguiente resultado. Los partidos de izquierda 33,19%. Los de derecha 21,37%.

Cualquier lector no avisado podría creer que Chile había sido tomado por la izquierda, esta vez sin UP y sin Allende. Una segunda mirada muestra que no fue así. Pues esas diversas izquierdas no solo no son sumativas sino competitivas e incluso excluyentes entre sí.

A riesgo de simplificar, distingamos dos bloques. Una izquierda a la que llamamos histórica o tradicional y otra a la que llamamos emergente. Ahora, si observamos la votación del primer bloque, organizados junto con la Democracia Cristiana en la lista “Apruebo” y heredera de la antigua "Concertación", la votación alcanza un 18,74% y 28 electos. Significa: la izquierda tradicional se encuentra más abajo todavía que la derecha tradicional. A partir de ahí podemos hacer entonces otra lectura: no solo la derecha, sino toda la clase política tradicional chilena se encuentra, como dice el tango: “cuesta abajo en la rodada”. Para muchos chilenos, novedoso. Pero visto desde una perspectiva global, nada extraordinario.

3.

Chile ha sido contagiado por la crisis mundial del tronco político de la modernidad occidental. El mismo fenómeno lo podemos observar en países como Francia, España, Portugal e incluso Alemania. Pero ¿no está Chile en Sudamérica? ¿A qué viene esta comparación? La respuesta es simple: Chile es el único país sudamericano cuyos partidos mantienen una relación de equivalencia con las formaciones políticas europeas. Para explicar de modo anecdótico, recuerdo que una vez un político argentino me dijo: “Tienen suerte los chilenos aquí en Europa. En todos los países europeos hay partidos liberales, conservadores, socialistas, comunistas, socialcristianos, como en Chile. En cambio yo, mire hacia donde mire, no encontraré jamás un partido peronista”. Y es cierto, por razones que es imposible analizar en un breve artículo, la formación política chilena es un producto de importación.

Chile es un país del tercer mundo con una superestructura política europea. Y eso, en contra de lo que pensaba el argentino, tiene también desventajas. Una es que los chilenos están viviendo, a su modo, la crisis de la formación política euro-occidental, una que se caracteriza por el deterioro del tronco político tradicional de la modernidad y cuyas cuatro ramas son los partidos conservadores, liberales, socialcristianos y socialistas. Basta mirar las cifras: socialistas: 4,84%, demócrata cristianos: 3,65%, PPD (socialdemócratas): 3,65%. No son resultados para saltar en una pata.

Y bien, al igual que en diferentes países europeos, la desintegración de la solidez del tronco político tradicional (“derrota transversal” en las palabras del presidenciable de derecha, Mario Desbordes) no ha generado un vacío, sino más bien una zona gaseosa en donde han aparecido diversas fracciones políticas. Zona más cultural que política que ha dado origen a agrupaciones heterogéneas como el Frente Amplio en cuyos interiores pulula una flora y fauna, desde feministas, indigenistas, veganos, ecologistas, animalistas, ex marxistas, revolucionarios, post-revolucionarios, libertarios, en fin, como se dice en Chile “de un cuanto hay”. A toda esa masa aparentemente inorgánica se suma el Partido Comunista (4,99%) con su vertical disciplina y experiencia social. Desde allí aparecerán nuevos partidos. Serán los neo-partidos de la posmodernidad chilena. Algunos están tomando formas: Revolución Democrática (5,99%), Convergencia Social (3,23%), Federación Regionalista Verde Social (1,74%).

En breve, Chile está viviendo de modo paralelo a la crisis de representación, un proceso de transición que llevará hacia la construcción de una nueva formación política. “Hacia otro país”, en las palabras del democristiano Ignacio Walker (El Mostrador 19.05).

Naturalmente, entre los viejos y los nuevos partidos de izquierda habrá alianzas, compromisos, bloques. El “chuchoqueo” está recién comenzando y ya apunta hacia las presidenciales. Aunque un bloque total entre las dos izquierdas, aparece como algo difícil.

La derecha dura, la vamos a llamar metafóricamente, derecha “trumpista”, a diferencias de una derecha “merkelista”, apareció borrada del mapa. Pero cuidado, las apariencias engañan. La abstención, que fue enorme, se alimentó en parte de un electorado de derecha que, al haber optado por el “rechazo” en octubre del 2020, no quiso a acudir a los lugares de votación y prefirió la abstención. Cierto, es una especulación, pero con alto grado de probabilidad. En octubre del 2020 la participación alcanzó un 50,9%. En mayo del 2021 apenas un 42,5%.

Summa summarum: Chile, aunque gane la izquierda, no es un país de izquierda. Una futura alianza izquierda-izquierda pasaría por la exclusión de la DC y por la deserción de los sectores más centristas de la izquierda histórica. Pero sí podría llegar a ser en un corto plazo un país de izquierda-centro e incluso de centro-izquierda. Las derechas, a su vez, tendrán que esperar un nuevo turno, y para eso falta mucho. Lo cierto es que desde las elecciones de mayo ha sido abierto un abanico de acuerdos y alianzas. Chile continuará manteniendo una democracia de hegemonías alternadas, sin eternizaciones en el poder. Como debe ser. Más todavía después que frente al dilema constituyente emergió como fuerza mayoritaria la de los independientes políticamente organizados (“no neutrales”)

4.

El resultado obtenido por los independientes fue histórico: nada menos que 45 escaños. Un terremoto que tiene muchos antecedentes, opina el columnista del diario La Tercera, Daniel Matamala. Entre ellos los proto-estallidos en Magallanes, Aysén, Chiloé y Calama; las luchas medioambientales de Freirina y Petorca; el No a Hidroaysén; la marcha de No+AFP; el movimiento feminista, y tantos otros. Así y todo la irrupción de los independientes fue un fenómeno: un hecho inédito, uno que escapa a toda norma, uno que diferencia al paisaje político chileno de todos los modelos europeos y latinoamericanos a la vez. ¿Cómo interpretarlo?

A primera vista, una revolución socio-constitucional en contra de la clase política. Algo hay de verdad en eso.

El independentismo político chileno no fue solo expresión de un desencanto con la política sino una decisión colectiva destinada a implantar posiciones más allá de los partidos. Una clara demostración según la cual los electores decidieron no ser partidistas, por lo menos no a ultranza. Ni militantes, ni clientes, ni siquiera, simpatizantes de acuerdo a las clasificaciones de Max Weber ("Política como Profesión"). Pero tampoco apolíticos. Todo lo contrario, el movimiento de los independientes –podemos llamarlo así- es la expresión de una decisión ordenada para reconfigurar un nuevo modo de (auto) representación electoral. Esa es una gran diferencia entre la conducta de los electores chilenos y los de otras latitudes. Frente a la crisis institucional, ideológica e incluso moral de los partidos, los candidatos independientes no se dejaron llevar por la marea populista. Todo lo contrario: canalizaron las demandas masivas por una vía constitucional, institucional y democrática.

Para ser más claros: existe populismo cuando por lo menos se dan tres factores: una masa en estado anómico, un líder redentor y mesiánico, y un sobrepaso de la institucionalidad vigente. Y bien, en las elecciones de mayo no apareció ninguno de esos tres factores. El desborde anómico que pareció irrumpir en las fases ulteriores del estallido social del 2019 fue canalizado constitucional, institucional y electoralmente. A su vez, ni en los estallidos ni en las elecciones apareció un caudillo nacional. Corresponde con la orientación gregaria, relativamente impersonal -portaliana dirán algunos- de la política chilena. Como sea, los caminos para que aparezca un Chávez o un Evo, un Bolsonaro o un Bukele, están por el momento cerrados. Y no por último, el movimiento independiente no solo actuó en los marcos de la Constitución, sino que, además, su cometido será generar una nueva Constitución.

Ni siquiera podemos decir que el movimiento de los independientes (claro está, algunos no son tan independientes) es anti-partido. Los independientes impusieron su mayoría en las elecciones para-constitucionales, no así en las locales. Como si los electores estuvieran dirigidos por una suerte de pensamiento colectivo, no quisieron que la nueva Constitución fuera dictada por la ideología o por los intereses de los partidos. Pero a la vez reconocieron que el rol de los partidos debe ser mantenido en las circunscripciones territoriales, sean gobernaciones o comunas. Al pueblo lo que es del pueblo, a la política lo que es de los políticos.

No obstante, aún en en esta repartición de competencias hay hechos novedosos. No pocos candidatos fueron elegidos más por sus cualidades personales que por sus pertenencias partidarias. Eso también es nuevo en Chile. Para poner dos ejemplos: Yasna Provoste, presidenta del Senado, es la política más popular de Chile al mismo tiempo que su partido fue el más grande damnificado a nivel nacional en las elecciones de mayo. Daniel Jadue, el comunista reelegido alcalde de Recoleta con más de un 60%, lo fue no porque sus votantes sean marxistas-leninistas sino porque ven en él virtudes políticas personales de las que carecen otros (dedicación, honestidad, sentido social). Así, podemos decir que Jadue fue elegido no gracias, sino pese al partido al que pertenece.

5.

Cuatro elecciones en donde se mezcla lo inmediatamente contingente con lo histórico trascendente. Las elecciones locales han preparado el camino para las presidenciales las que, más allá de las diversas constelaciones y alianzas, no cambiarán la orientación política centrista de Chile. Lo más probable es que surgirá una combinación de izquierda-centro que muy pronto se transformará en una de centro-izquierda la que convertida en gobierno creará las condiciones para la recuperación de las derechas y esas a su vez solo podrán crecer si orientan sus pasos hacia el centro. Al fin y al cabo la democracia solo vive cuando hay alternancia en el poder, y nada indica que en Chile esa cualidad se perderá.

Más problemático parece ser el proceso que llevará a la Nueva Constitución. En ese punto solo cabe esperar que el Dios de la Democracia ilumine la mollera de los constituyentes. Que les haga saber que una nueva Constitución no puede hacer tabla rasa con la Constitución anterior. Todo lo contrario. Desde 1833 las Constituciones han sido dictadas en Chile atendiendo a lo nuevo pero manteniendo líneas de continuidad con el pasado. No hay ninguna razón para que ahora ocurra lo contrario. Ojalá entiendan que una nueva Constitución no es para mañana sino para por lo menos tres decenios más. Que sepan que no puede haber Constituciones de izquierda o de derecha sino para todos los ciudadanos del país. Que ojalá alguien les diga que las Constituciones solo son ideológicas en los países regidos por dictaduras y autocracias. Y, sobre todo, que ninguna Constitución, aún la más sabia, solucionará por sí sola los problemas sociales y económicos del país. Cuando más, solo puede crear el marco jurídico para que esas soluciones sean debatidas por los actores más representativos, o lo que es lo mismo, para que la democracia sea una realidad viviente y no moribunda, como ya lo es en otros países de la tierra.

20 de mayo 2021

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Sobre la tiranía del mérito

Fernando Mires

Alrededor de los libros

El trumpismo como forma de gobierno parece haber quedado atrás. Por ahora. Pero el trumpismo, como movimiento social enraizado en la sociedad norteamericana continua vivo y coleando. Además, parece reiterar, con o sin Trump, el nacimiento de una fuerza política, el populismo del siglo veintiuno al que autores como Enzo Traverso llaman post-fascismo y al que preferimos llamar nacional-populismo pues ha logrado vincular grandes movimientos de masas con ideologías ultra-nacionalistas.

Movimientos que, a diferencias de populismos crónicos establecidos en naciones con escasa o mala tradición democrática como son las latinoamericanas, surgen de la descomposición de las democracias liberales de Europa y, más recientemente, lo que nadie esperaba, en los propios EE UU. El trumpismo –ya apoderado del Partido Republicano- fue y será un movimiento popular, anti-institucional y autoritario, pero también un producto neto del descenso de la sociedad industrial en un periodo de larga transición hacia la sociedad digital.

El trumpismo, como el brexismo inglés y el lepenismo francés, representa a un movimiento de masas políticamente organizado, radical y extremista a la vez y –este es el punto nodal- que se hace cargo de demandas a las que hay que tomar muy en serio porque son verdaderas. Tan verdaderas como fueron las de la masa obrera pauperizada de los comienzos del siglo XX a la que comunistas y socialistas organizaron, sindical y políticamente. Tan verdaderas como la inflación de los años treinta o los peligros que significaba la expansión soviética, hechos que impulsaron el nacimiento de los fascismos europeos.

El trumpismo -y ese es un punto de partida del libro de Michael J.Sandel, La Tiranía del Mérito- es hijo de realidades verdaderas, portador de una rebelión en contra de una sociedad políticamente discriminatoria cuya nueva clase dirigente (no confundir con clase dominante: Gramsci) ya no está formada por los propietarios de los medios de producción -como fueron los capitalistas de la pre-globalización- sino por una elite egoísta, encerrada en sí misma, a la que Sandel denomina meritocracia. Frente a esa elite, el trumpismo y otros movimientos similares, operan como fuerzas revolucionarias, pero en el peor sentido disociativo del término. Para enfrentarlas hay que reconocer entonces las razones que provocan a esos movimientos, es una de las proposiciones de Sandel. Y una de las más importantes reside en el resentimiento, no solo social, sino también cultural que, de modo ostensible, despiertan las clases políticas establecidas, en amplios sectores de la ciudadanía que no han tenido acceso a la educación universitaria, fuente de origen del poder meritocratista. Este es el primer enunciado del ya famoso libro de Sandel.

Digamos de antemano que Sandel, meritorio filósofo político, no se pronuncia en contra del mérito. Tampoco piensa que el mérito no debe ser compensado; todo lo contrario. Lo que postula Sandel -y eso es lo que no logran entender sus críticos – es que el mérito no puede ni debe ser usado como ideología de una clase política y, mucho menos, como un medio para legitimar la cada vez más creciente desigualdad social que tiene lugar en los EE UU y otros países.

Fiel a los postulados comunitarios que viene manteniendo desde décadas –su Liberalismo y los Límites de la Justicia continúa siendo un clásico- sostiene Sandel que el uso del mérito como medio de ascenso social y político, debe tener un límite. Y ese límite es el deterioro del bien común, vale decir, el de la desarticulación de los lazos que constituyen a una nación como sociedad política.

Con filosófica metodología, Sandel desmonta los supuestos de la ideología del mérito. El primero dice que todo lo que hemos alcanzado en este mundo se debe a nuestros méritos. El segundo dice que todos somos dueños y responsables de nuestro destino. El tercero, el más cruel, dice que el mundo se divide entre ganadores y perdedores, siendo los últimos culpables de su propia mala suerte. El cuarto dice que solo los créditos universitarios certifican al ciudadano como agente social meritorio.

No todo lo que hemos logrado en la vida se debe a nuestro esfuerzo, aduce Sandel, y da muchos (quizás demasiados) ejemplos. La obtención de méritos es una carrera con distintos puntos de partida. Unos correrán cien metros, otros cinco mil y otros la maratón, para llegar a la meta. Por cierto, hay quienes ganan la maratón pero los que deben abandonarla por razones de edad, de formación muscular, de alimentación, son muchos. Del mismo modo es muy distinto el caso de un estudiante universitario que logra estudiar en la universidad más prestigiosa gracias a las donaciones que hace su padre (el ejemplo de los hijos de Trump, entre muchos), al que ingresa con una beca que alcanza solo para comer. La universidad, lejos de ser el lugar de formación profesional destinada a ser invertida en el bien común, ha llegado a transformarse en muchos países en el criadero de los futuros miembros de la clase dirigente, no tanto por méritos, sino más bien como producto de desigualdades sociales.

El segundo supuesto desmontado por Sandel, el de que solo nosotros somos responsables de nuestro destino, deja claro que los éxitos y ascensos sociales suelen ser en muchos casos resultados de factores que poco tienen que ver con nuestras decisiones. En este punto Sandel introduce un factor que seguramente escandalizará a deterministas, sean científicos, filosóficos o teológicos. Ese factor, es “la suerte”. En términos de Maquiavelo -agregamos- la fortuna, en sus dos acepciones: fortuna como riqueza heredada y fortuna como suma de golpes de suerte.

La vida es contingencia pura. Casi nada de lo que hemos llegado a ser deviene de un plan. Los golpes de buena o mala suerte –revise cada uno su biografía– suelen ser determinantes. Hemos leído por ejemplo que magníficos proyectos personales y colectivos se han venido abajo gracias a la pandemia. Pero también hay quienes se hicieron millonarios por haber adquirido casualmente antes de la pandemia fondos donde actúan Astrazeneca, Bayontec, Johnson Johnson, Sputnik. Nada de eso puede ser considerado como productos de meritorios planes.

Quienes hemos ganado en algunas cosas, también hemos perdido en otras. No hay ninguna razón, por lo tanto, para arrogarse superioridad por méritos adquiridos gracias a la buena fortuna, ni mucho menos asumir con orgullo un rol de ganador frente a supuestos perdedores.

Por lo demás, los méritos no siempre son propios. Si algunos logran ocupar un lugar destacado en la escala social o cultural es porque ha habido condiciones que así lo han hecho posible. No pocos académicos de mi generación, por ejemplo, pudimos estudiar en la universidad gracias a que esta era gratuita, lo que no pueden decir quienes hoy no han podido hacerlo como consecuencia de la extrema privatización universitaria que hoy tiene lugar en diferentes países.

Asumir el rol de ganadores frente a los catalogados como perdedores, no solo es un indicio de arrogancia, sino de crueldad. Ese es el punto central del discurso de Sandel. La ideología meritocrática no solo está hecha para legitimar a las elites dirigentes, sino para trazar una separación clasista entre meritorios y no meritorios. A estos últimos, los que no forman parte de los estamentos meritocráticos, solo quedan tres posibilidades. O asumirse como perdedores, posición que incide en una degradante pérdida de la autoestima. O encontrar un chivo expiatorio a quien culpar de las desgracias que conllevan (suelen ser los extranjeros, los negros, los más débiles). O convertir el resentimiento colectivo en pasto para los líderes, partidos, movimientos y gobiernos nacional-populistas.

En los tres casos, observa Sandel, las consecuencias de esas alternativas atentan en contra del bien común, disocian relaciones de solidaridad, desestructuran el orden social y lleva a conflictos que si no son asumidos por las elites dirigentes (dentro de las cuales incluye a gran parte de los progresistas e izquierdistas occidentales) solo podrán ser atajados por la fuerza policial y militar. Los estallidos sociales aparecidos en diferentes países han aumentado tanto en frecuencia e intensidad de modo alarmante. Conflictos que no llevan a una democracia superior, sino todo lo contrario: al declive de la llamada democracia liberal.

El cuarto punto observado por Sandel, es la conversión de la universidad en una suerte de escuela primaria para la clase política. Los títulos universitarios han pasado a ser, en su opinión, credenciales para ingresar a la meritocracia, independientemente de las profesiones estudiadas. Lo importante, lo decisivo, es haber pasado por una universidad. En cierto modo, acotamos, el título universitario está por convertirse en un equivalente de los títulos nobiliarios del periodo medieval. Con la diferencia, opina Sandel, que los siervos de la tierra no se sentían desgraciados por no ser duques o marqueses pues ese era simplemente su destino. En cambio, en nuestro tiempo, quienes realizan útiles e importantes trabajos técnicos o manuales, aún obteniendo ingresos más altos que muchos egresados universitarios, son despreciados por la clase meritocrática. “Política de la humillación”, la llama no sin razón, Sandel. El resultado no puede ser peor: la meritocracia ha devaluado la dignidad del trabajo en una sociedad que precisamente existe gracias al trabajo, individual y colectivo.

No es mucho lo que dice Sandel -aparte de ciertas recomendaciones a las universidades- para cambiar el rumbo del orden meritocrático. No obstante, en su libro hay abundante material para seguir pensando sobre el tema. Por de pronto, parece ya ser imposible retornar al orden social pre-meritocrático. Como el mismo Sandel anota, el orden actual ha sido un resultado de los procesos de globalización económica, y esa globalización, hay que admitirlo, es irreversible. Ningún América First la puede revertir.

La crisis de representación política observada en la mayoría de los países democráticos no ocurrió por un decreto de los meritócratas. En los EE UU, por ejemplo, el Partido Demócrata ya dejó de ser el partidos de los granjeros y de la población trabajadora. Mucho más dramático ha sido el caso de los laboristas ingleses y de los socialdemócratas europeos. Su base de apoyo histórico, los trabajadores sindical y políticamente organizados, están a punto de desaparecer. El “proletariado” de los marxistas se ha convertido en una clase internacional pero sin bases de acción nacional sobre la cual practicar su “lucha de clases”. Ha llegado a ser –eso no lo imaginó Marx- una clase global, tan global como lo son las empresas financieras. La enajenación del trabajo por el capital ha alcanzado tal radicalidad que casi ningún trabajador sabe si sus verdaderos patrones están en Singapur, Hong Kong o Taiwan. Y bien, contra esos empresarios invisibles no hay huelga que valga. El nexo que unía a la economía con la política ha sido roto, y quizás para siempre. Razón que explica por qué los partidos políticos, en particular los llamados progresistas y de izquierda, después de haber representado a la “clase obrera”, se han convertido en partidos que solo predican un moralismo igualitario (feminista, anti-racista, ecologista) pero emancipado de los actores sociales que alguna vez representaron. En cierto modo, tales partidos han llegado a ser parte del problema: el de la desigualdad de derechos que se da entre los meritoristas y las grandes masas excluidas de toda representación meritocrática.

En cierto modo, lo que propone Sandel, es el cambio de un discurso cuyos orígenes míticos se encuentran en el propio “sueño americano”, exportado con éxito a diversas regiones de la tierra. Hay que romper definitivamente, es su opinión, con la falsa diferencia entre oficios meritorios y no meritorios. Hay que recuperar de una vez por toda la creencia de que no hay trabajos más dignos que otros si todos sirven al bien común. No hay ninguna razón para pensar que el trabajo de un plomero o de un electricista es inferior al de un cientista social. Por cierto, hay malos electricistas y malos plomeros. Pero también hay cientistas sociales, algunos egresados de las más renombradas universidades, que no son más que simples charlatanes (podría certificarlo).

Hay que dejar de lado la antigua creencia relativa a las grandes diferencias (las hay pero no son tan grandes) entre el trabajo manual y el intelectual. Al fin y al cabo las manos del trabajador manual no se mueven solas, las manda el cerebro. Hay que terminar en fin, con los políticos de criadero y ceder el paso a los auténticos representantes de las demandas e intereses reales.

Un gran intelectual, pienso en el checo Váklav Havel, puede ser sin duda un gran presidente. Pero también personas como Abraham Lincoln o Lech Valesa, que nunca pasaron por una universidad, pueden ser, y lo fueron, magníficos mandatarios. Para gobernar bien no se requiere diplomas ni doctorados. Las virtudes principales de un gobernante, dice Sandel, son dos: “la sabiduría práctica y las virtudes cívicas”.

Sandel sabe que un cambio discursivo no tendrá lugar de la noche a la mañana. En términos optimistas, podemos pensar que eso solo sucederá cuando los trabajadores surgidos en el periodo de transición que va de la sociedad industrial a la sociedad digital, alcancen un mínimo de autoconciencia social.

Los oficios que requieren cualidades programadoras, los trabajadores del servicio público y privado, los cientos de miles que laboran aislados en su home office, y no por último, los trabajadores emigrantes, deberán crear, tarde o temprano, formas colectivas de organización política y social. Pero eso solo sucederá cuando aparezcan políticos dispuestos a reivindicar la dignidad del trabajo, sea este el más sucio o el más poético. Los necesitamos a los dos. Sin ellos, somos nada. O muy poco.

Interesante: la mayoría de los críticos de Sandel lo ubican como un filósofo de izquierda. Sin embargo, las fuentes a las que recurre Sandel están muy lejos de las de cualquier izquierdista. Sus mentores teóricos son John Rawls y su Teoría de la Justicia, y Friedrich August von Hayek y su conocida diferencia entre “mérito y valor”. Y casi al final de su libro, Hegel. El abstruso (sic) G.W.F. Hegel y su teoría del reconocimiento.

Ese Hegel que rompió con la teología cristiana del mérito, la ética protestante del trabajo (en contra de las ideas originarias de Calvino y Lutero, agrega Sandel) según la cual, los que se portan bien en esta tierra (los que trabajan) serán los ganadores e irán al cielo y los que se portan mal (los que no trabajan) al infierno.

Para el Hegel de La Filosofía del Espíritu, el ser tiene dos dignidades: la que le otorga su propio ser, y la que le otorgan los demás. Pero sin la segunda, la primera no aparecerá nunca. El ser, el humano al menos, necesita ser reconocido como tal, en su trabajo y en su vida. Sin el reconocimiento del otro -justamente el no practicado por “la tiranía del mérito”- perdemos nuestra dignidad de ser en el mundo. Reconocimiento que vale para los políticos como para los no políticos. Los primeros requieren de los representados para no convertirse en mercachifles productores de eslogans atractivos, simples narcisistas, encerrados en las jaulas de un poder cada vez mas imaginario. Los segundos, los representados, requieren de sus representantes, seres ligados a ellos, ojalá salidos de sus propias filas, espejos de ellos mismos en las salas del poder.

Y si eso no sucede, el mensaje político de Sandel es muy claro: vendrán los Trump y las diversas variantes internacionales del trumpismo, sea en sus versiones de izquierda o de derecha, y asaltarán a este mundo como si este mundo fuera lo que puede llegar a ser: un inmenso Capitolio global.

13 de mayo 2021

Polis

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Votar en Madrid

Fernando Mires

Era parte de nuestros rituales. Año 1963 y de ahí adelante, asistíamos cada vez que aparecía en la pantalla Morir en Madrid, el legendario documental del montenegrino Fréderic Rossif. Al final cantábamos puño en alto canciones como Dime donde vas Morena, El Ejército del Ebro, Los Cuatro Generales y tantas más. “Venid a ver los muertos en las calles” (Neruda) nos recitaba el actor Roberto Parada, y el grito dramático de La Pasionaria (¡No pasarán!) se dejaba oír en las calles mientras jurábamos vengar a García Lorca asesinado.

El drama español continuaba viviendo en la romántica izquierdista de los sesenta, incluso allí en mis recuerdos, en la concha del mundo, en ese Santiago de Chile tan inocente, cuando no había pinochetes y ser revolucionario era pasarlo más o menos bien, con buenos vinos y amores imposibles. Socialista, comunista, o simplemente izquierdista era ser, antes que nada, un post-redentor de la Guerra Civil española. Nuestro mito era España. Y España era el mito de la izquierda mundial.

Morir en Madrid, la vi hace poco otra vez. Esta vez sin entusiasmo. Casi asustado de tanto muerto, de tanta sangre inútil, tragedia del siglo XX concentrada en una nación devorada por los colmillos internacionales del fascismo y del estalinismo.

El Madrid revolucionario iniciado con la victoria del Frente Popular de 1936 parecía estar remitido para siempre al inconsciente de la España irredenta. Pero ese “para siempre”, lo comprobamos una vez más, nunca será un para siempre de la historia. Los madrileños del 2021, así lo han demostrado, quieren vivir bien en Madrid, a pesar de los gobiernos que han tenido que soportar. Y hoy, cuando asumen la política, van a votar, no a morir, como intentó hacer creer ese dúo extremista formado por Santiago Abascal y Pablo Iglesias. Empeñados en convertir a la que fuera una tragedia, en una parodia.

Las adelantadas por Isabel Díaz Ayuso fueron elecciones de segundo orden, es cierto, pero lo que estaba en juego era allí demasiado. Voto en mano, iban a dibujarse los rasgos de la fisonomía política del país.

En el país de las dos derechas y de las tres izquierdas, ganó el centro. Afirmación que podría considerarse un despropósito puesto que la derecha PP encabezada por Díaz Ayuso obtuvo más votación que el conjunto de la izquierda. Más todavía si se considera que el partido del centro formal, Ciudadanos, de 26 bancas – caso digno de Ripley – obtuvo 0. Y tal vez por ahí podemos comenzar. Pues del cadáver de Ciudadanos se alimentó principalmente el PP.

Para entendernos mejor, diré que hay dos modos de enfocar los resultados electorales: de acuerdo a los partidos o de acuerdo a las tendencias. Desde la segunda perspectiva, la tendencia apunta al centro y no a los extremos. Cabe agregar que aunque los términos izquierda y derecha han perdido connotación ideológica universal, siguen siendo una norma regulativa para medir resultados electorales. Viéndolo así, el PP se impuso a ambos extremos y de paso derrotó al gobierno.

La victoria de Díaz Ayuso no pudo ser más contundente (65 bancas). En términos geométrico- políticos, la hegemonía madrileña ha pasado a la derecha-centro. Para que eso fuera posible, Díaz Ayuzo debía conquistar el apoyo de la mayoría de los ex ciudadanistas (lo que ocurrió), y arrebatar votos al PSOE (lo que también ocurrió). A cambio, cedió con gusto la extrema derecha antes cobijaba por el PP, a Vox y a su candidata Rocío Monasterio (personificación política de la maldad, según Manuel de la Rocha). Tuvo así lugar una leve metamorfosis: el derechista PP fue convertido en un partido de derecha-centro (no confundir con centro-derecha). Si esta conversión será solo madrileña, o nacional, está todavía por verse. Gracias a la aparición de Vox, el PP se ha liberado de sus lastras mas roñosas, para iniciar una larga marcha hacia el centro.

Fenómeno muy parecido al que ocurrió con el social-cristianismo alemán el que, gracias a la batuta de Merkel, y liberado de sus sectores ultraderechistas guarecidos hoy en el neo-fascista AfD, ha pasado a convertirse en un moderno partido de derecha-centro, en condiciones de coalicionar con los socialistas e incluso con el ecologismo de los verdes.

“Nunca pensé que iba a votar PP alguna vez”, anunció ese persistente votador socialista que es Fernando Savater. Muchos pensaron lo mismo. Pero votaron PP. Y como Savater, no votaron por Díaz Ayuso porque era la más guapa ni la más inteligente, sino en contra de los dos extremos: Vox y Unidas Podemos.

Por el lado izquierdo también hubo desplazamientos. La aparición de Mas Madrid (24 bancas) ha permitido mover los punteros de la brújula de izquierda un par de puntos hacia el centro. Los grandes derrotados han sido sin duda el PSOE (24) y Unidas Podemos (10). Mas Madrid, - en parte gracias a la interesante campaña de racionalismo pandémico llevada a cabo por Mónica García - emerge en cambio como un factor que podría reconstituir a la izquierda bajo nuevas formas. Una tendencia que seguramente se reflejará en futuras elecciones, con partidos similares a Mas Madrid, vale decir, ni socialdemócratas ni extremistas. Por ahora, solo una hipótesis.

La debacle del PSOE era de esperar, aunque no en esas proporciones tan catastróficas. Cuatro son las razones que, a nuestro juicio, la explican. La pandemia, la alianza maligna con Podemos, el sanchismo como estilo político, y la crisis terminal de las socialdemocracias europeas.

La pandemia -comencemos por ahí- no nació para fortalecer a ningún gobierno, incluyendo a aquellos que han realizado medidas cuerdas para contenerla. El maldito bicho obliga a cualquier gobernante a asumir medidas antipopulares, entre ellas, restricciones a la movilidad, hecho que aprovechan las oposiciones, sobre todo cuando son demagógicas o populistas.

Díaz Ayuso, amante apasionada del poder, no vaciló en comportarse frente a la pandemia de un modo demagógico y populista, pero desde el punto de vista electoral, muy efectivo. Su consigna “Libertad” aludía a la libertad fiscal, a la libertad de la educación privada, pero sobre todo a la libertad para pasarlo bien en medio de la pandemia (“el estilo de vida madrileño”). En días de funerales y salas de tratamiento intensivo, no vaciló en levantar consignas lúdicas. Ganó así el apoyo de gran parte de la juventud festiva. Agraciada con la suerte, comenzará su gobierno en momentos en que la pandemia comienza a declinar, cuando el goce colectivo irá imponiéndose en los bares, hoteles, y calles de Madrid.

Pero más allá de la pandemia, otra gran parte de los electores, al votar en contra del PSOE, no lo hizo tanto en contra del histórico partido, sino en contra de dos factores que van unidos: Unidas Podemos y el sanchismo.

Con respecto a Unidas Podemos, no sabemos si el rechazo que ha despertado en la opinión pública se debe a la personalidad de Pablo Iglesias o a su proyecto político. De hecho, ambas dimensiones van de la mano. Iglesias es líder de un socialismo sui generis, arcaico en su ideología, post-moderno en su práctica, representante de sectores sociales desarticulados, y sin un eje clasista de rotación, como fueron los sindicatos obreros en los socialismos del siglo veinte. En el fondo, un movimiento populista partidizado cuya ideología está formada por fragmentos de un marxismo decimonónico.

Ese arcaísmo es precisamente el punto que lo une con el otro extremo, el de Vox, partido que apela a supuestas virtudes del conservatismo franquista militar del siglo XX, pero que a la vez enlaza con el post-moderno nacional-populismo europeo del siglo XXl, mal llamado de ultra derecha. Tanto Unidas Podemos como Vox son anti-EU en materia internacional y ninguno hace ascos a la Rusia de Putin. Ambos son también caudillescos. Ambos se pronuncian en contra de la clase política y, no por ultimo, ambos se necesitan mutuamente. VOX nació precisamente para combatir al “comunismo” de Unidas Podemos, y Unidas Podemos encontró su vocación socialista, usando como antítesis el “franquismo” de Vox.

Cabría agregar que tanto Vox como Unidas Podemos son partidos parasitarios. La estrategia de Vox nunca será viable sin el concurso del PP. Y sin el PSOE de Sánchez, Podemos nunca habría llegado al poder. Y bien, precisamente en contra de esa alianza espuria, vale decir, en contra del pacto de gobierno establecido entre Sánchez e Iglesias, se pronunciaron vastos sectores de la región, incluyendo muchos que hasta hace poco votaban PSOE. Estos últimos, manifestaron su descontento no tanto al PSOE sino al sanchismo.

Ni corta ni perezosa, Díaz Ayuso descubrió que el talón de Aquiles del PSOE no residía en la bonhomía de Ángel Gabilondo sino en la Moncloa y hacia allá enfiló sus dardos en contra del sanchismo. El sanchismo, palabra que ha llegado a ser en España el símbolo de una política sin más doctrina que el poder por el poder. Una que, como hace Sánchez, pone los objetivos al servicio de las alianzas, y no estas últimas al servicio de los objetivos. El gran derrotado, más que el PSOE, fue el sanchismo del PSOE.

No obstante, el PSOE tampoco puede ser presentado como víctima inocente de Pedro Sánchez. De una u otra manera, como ocurre con la mayoría de los partidos socialistas europeos, es un partido que se encuentra en histórica retirada dejando detrás de sí un

vacío que en países como Alemania ya ha sido cubierto por los Verdes, algo que también podría suceder en Francia, y en España - está por verse - por partidos regionales al estilo de Más Madrid.

Ciudadanos, si es que no hubiese provocado su propia muerte gracias a la absurda política que intentó imprimir Albert Rivera, la de perfilar al partido como una tercera derecha, estaba llamado a liderar el proceso político español. Todo indicaba que iba a ser así. Anti-secesionista y a la vez regional, europeísta y a la vez muy español, logró concitar el apoyo de gran parte de los profesionales e intelectuales del país.

Cierto es que Sánchez, a fin de conseguir su alianza con Unidas Podemos, se empeñó en destruir el centro político ocupado por Ciudadanos, pero no menos cierto es que Rivera y los suyos se dejaron destruir. Los ademanes conciliadores del candidato Edmundo Bal no bastaron para imprimir un cambio de rumbo. Lo cierto es que después de Ciudadanos, a la España de hoy le llora un centro político. Pocas veces un partido ha sido notado tanto por su ausencia como Ciudadanos en las elecciones del 04.05 en Madrid.

Quienes no estuvieron ausentes fueron los electores. En contra de los pronósticos, ese 83,73% que bajo condiciones pandémicas acudió a las urnas, muestra cabalmente como hoy la política española está más viva que nunca. Una que no quiere morir, sino vivir en Madrid. Sin alardes pasionarios, los electores madrileños impusieron un claro “no pasarán” a ambos extremos, detuvieron al pasadismo reaccionario de Vox y al aventurerismo de Unidas Podemos y de su narcisista líder, quien si de verdad es de “mala índole” -como lo catalogó Javier Marías- se las arreglará para volver alguna vez.

Con sabiduría los madrileños eligieron a Isabel Díaz Ayuso. Fue, eso sí, un voto sin amor y, en cierto modo, muy condicionado. Como debe ser.

Mayo 06, 2021

Polis

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El Diablo en contra del Demonio

Fernando Mires

La opción del escritor y político Mario Vargas Llosa, así como la de su hijo Alvaro, la de llamar a votar por lo que ellos consideran “el mal mejor” (o el menos peor), es en política, muy legítima. No es la primera vez por lo demás en que ambos Vargas toman la misma decisión. Cuando optaron por el fallecido Alan García en contra de Keiko Fujimori, el padre Vargas llamó a votar con un pañuelo en la nariz en contra de la propia Keiko. También legítimo. Votar por el menos peor es una decisión muy política. No se endiosa a nadie, se elige poniendo condiciones, y se hace uso de un deber ciudadano.

Sin embargo, debemos decir que “el menos peor” de unos no es siempre “el menos peor” de otros. Para una persona con inclinaciones ultraderechistas siempre será mejor votar por un fascista que por un comunista, y para un ultraizquierdista, siempre será mejor votar por un estalinista que por un fascista. En cierto modo, ambos están en su derecho ciudadano y contra eso no se puede hacer nada. Así es la democracia de masas. Para bien o para mal.

Quien escribe estas líneas subscribe en términos generales la posición de los Vargas Llosa. Un realismo pesimista obliga a no entregarse por completo a la persona de un líder o de una opción política. Solo los fanáticos, los que adoran a un super-macho, los carentes de juicio y razón, los seres-rebaños, votan por “el mejor de todos los mejores”.

Votar por “el menos peor” es también mi regla.

Votar es un derecho y a la vez un deber ciudadano. Por eso no me cansé de llamar a votar en Venezuela, tanto en las presidenciales del 2018, como en las parlamentarias del 2020. Lo hice sabiendo que había que votar con cartas marcadas, que la CNE no es imparcial, que Maduro es tramposo por excelencia. Lo hice, y lo voy a repetir aunque sea por última vez, porque votar no solo es elegir sino también protestar, porque una elección saca a la gente a la calle, porque en las campañas electorales nacen nuevos líderes, porque esa oposición no conocía otra vía sino la electoral, porque solo se puede defender el voto si se vota y porque, con dedicación y esfuerzo, se podía, además, ganar.

Sostuve que la abstención, en el caso venezolano llevaría a la nada. Y así fue: la oposición - conducida por el dúo extremista López/Guaidó, con la aprobación de oportunistas como Ramos Allup y con las indecisiones permanentes de Capriles- llevó a la nada. Ya prácticamente no existe. Pero sobre eso ya no vale la pena seguir discutiendo. La derrota es irreversible. La oposición regaló al régimen la presidencia y el parlamento. Quienes votaron por Falcón solo lo hicieron de modo simbólico, como un saludo a la bandera arriada por el aventurerismo, sabiendo que iban a votar sin posibilidades. La voluntad de voto fue definitivamente quebrada. Y esa voluntad no será recuperada de un día a otro, por lo menos no con esa dirigencia que jugó al golpe de estado, que se entregó al delirio trumpista y que creyó en invasiones imaginarias.

Volviendo al punto inicial, hay que afirmar que tienen razón los Vargas Llosa. Votar por “el menos peor” es una decisión que requiere del análisis y de la reflexión. Es también una regla a seguir. Pero como toda regla, esta también reconoce excepciones.

Una excepción se da, por ejemplo, cuando no existe un candidato “menos peor”, sino cuando los dos son los peores. O como se dice en lenguaje cotidiano, cuando cada uno es peor que el otro. Una excepción que tampoco, como todas las reglas, es general.

Unos votarán en la segunda vuelta peruana (6 de junio) porque esperan obtener mejores salarios. Otros porque esperan una baja de los impuestos. Otros, porque habrá más oportunidades, para los pobres o para los ricos. Otros porque siempre han votado derecha y otros porque siempre han votado izquierdas. Cada voto es individual y en la decisión de voto está involucrado todo el ser de cada uno. Pero en mi opinión, digo, solo en mi opinión, yo no votaría por ninguno de los dos. En mi opinión, repito por tercera vez. Y mi opinión no es la de un peruano que vive la vida diaria, sino la de un pensador político extranjero que está profesionalmente obligado a pensar en marcos generales.

El candidato Pedro Castillo, un típico ejemplar tercermundista con profundas raíces en el espacio rural, cree en la lucha de clases, en la polarización social, en que los ricos empobrecen a los pobres, en el antimperialismo, en asambleas constituyentes en contra de la constitución “burguesa”, en el evismo boliviano, en el orteguismo nicaragüense, y probablemente, ve sin antipatía a Maduro y a Putin.

Keiko Fujimori a su vez, cree que la economía privada produce riqueza por sí sola, en el neo liberalismo volcado hacia afuera, en que las inversiones extranjeras, sobre todo las chinas, traerán consigo prosperidad y progreso para la nación entera, en el anticomunismo como doctrina ideológica, en el autoritarismo, y en las glorias militares del Perú, incluyendo las del Fujimori padre. Desde una perspectiva internacional, Keiko está cerca del bolsonarismo, de las posiciones ultraderechistas del boliviano Luis Fernando Camacho y del fundamentalismo post-pinochetista del republicano José Antonio Kast en Chile.

Y bien, para el autor de estas líneas, ambas candidaturas son peligrosas para la democracia y para la estabilidad política de América Latina. Y como afortunadamente no voto en Perú, me limitaré a señalar que no apoyo a ninguna de las dos opciones, que no veo ningún mal menor, y que lamento mucho que un país tan admirable como el de los Vargas Llosa, haya caído en la bipolaridad, alteración psíquica individual que cuando es elevada al plano político colectivo, no tarda en provocar grandes estragos.

No hay nada peor que no votar en política, lo he sostenido siempre. Pero cuando se enfrentan fuerzas anti, o no democráticas, entre sí –comunistas contra fascistas, por ejemplo - también puede ser legítimo levantar la opción del no votar, aún sabiendo que esa opción carece de toda perspectiva. Pues la historia ha demostrado que cuando se enfrentan dos extremos, al votar por uno lo hacemos por el otro.

Quienes en España por ejemplo votaron por Podemos terminaron creando a Vox. Los de Vox nacieron para combatir a Podemos, y los neo-estalinitas de Podemos encontraron su destino manifiesto al oponerse al neo-franquismo de Vox. Podemos y Vox están unidos como solo la noche puede unirse con la oscuridad. Si se vota por uno, más crece el otro. Afortunadamente existen en España (todavía) opciones de centro. En Perú, no.

Ningún país es igual a los demás, y las condiciones de tiempo y lugar se diferencian a lo largo de todas las latitudes. Lo importante es que el elector conserve su soberanía electoral, tanto la individual como la política. Soberanía que puede llevar a votar por quien cree mejor, o por el menos peor, o a no votar cuando, como en el caso peruano, se trata de elegir entre el demonio y el diablo.

Acerca de quien es el diablo y quien es el demonio, se lo dejo a la fantasía de cada lector.

Polis

20 de abril 2021

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Ese símbolo llamado Navalny

Fernando Mires

Cuando comienzo a escribir estas líneas, Rusia es conmovida por grandes demostraciones exigiendo, como punto mínimo, que el preso político número 1 del régimen, Alexei Navalny, sea tratado de forma humanitaria. Según todas las informaciones, Navalny está recluido en un campo de concentración, el tétrico IKZ, en el oeste de Rusia. Su salud está muy debilitada, no puede ser asistido por un cardiólogo que no sea del régimen. El mismo Navalny, al lograr comunicarse con Instagram, ha señalado: “soy un esqueleto”.

A diferencias de otras demostraciones, las que en estos días tienen lugar a favor de Navalny no comenzaron en las grandes urbes. Fueron iniciadas en Siberia, en ciudades como Kémerovo, Irkutsk, Tomsk. Después avanzaron hacia Nobisibirsk para estallar finalmente en San Petersburgo y Moscú. Hecho que muestra tres aspectos. Primero, el muy alto grado de organización de las protestas. Segundo, sus dimensiones nacionales, incluyendo la “Rusia profunda” y sus bastiones putinistas. Tercero, la inmensa resonancia internacional.

Un plan coordinado en contra de Rusia, aduce el inefable ministro del exterior, Sergei Lavrov. Efectivamente, es un proyecto que sigue una línea planificada, pero no en contra de Rusia, ni siquiera en contra de Putin, sino a favor de las libertades democráticas avasalladas en el inmenso país. Un intento para poner límites al proyecto putinista, uno que va mucho más allá de Rusia, uno que obedece a la línea demarcatoria que estableció desde un comienzo el presidente Biden cuando señaló al primer ministro de Japón: “la contradicción principal de nuestro tiempo es la que se da entre las democracias y las autocracias”.

Y bien, la capital de todas las autocracias y de los movimientos nacional-populistas del mundo entero, es la Rusia de Putin. Prácticamente no existe gobierno anti-democrático en esta tierra que no mantenga fuertes vínculos con Rusia.

Al fin, después de contemplar pasivamente la expansión territorial de Rusia en sus aledaños, sus permanentes amenazas a Ucrania, sus intentos de penetración política en la Europa democrática, sus alianzas con gobiernos criminales como el de Siria, su apoyo irrestricto a la dictadura persa y a la autocracia turca, la popularidad que goza entre partidos de ultraizquierda y de ultraderecha, y no por último, los intentos para distorsionar la propia democracia norteamericana durante la era del pro-ruso Trump, son acciones que, para los gobiernos democráticos de Europa, han colmado todos los vasos de agua. Y bien, en contra de todo eso, ha prestado su cuerpo Alexei Navalny. Acto inmolatorio. Pero, para Navalny, inevitable. La otra posibilidad era el exilio en un país extranjero y así seguir el destino triste de tantos políticos perseguidos por tiranías.

La opción de Navalny, vista desde su perspectiva, aunque parezca cruel decirlo, es realista. Cierto, decidió arriesgar el todo por el todo: su propia vida. Pero al fin y al cabo, después de haber sido envenenado por los esbirros de Putin, Navalny ya conocía los ojos de la muerte. El mismo, probablemente, se considera a sí mismo como un resucitado. Putin enfrenta a un político que ha perdido el miedo y eso, evidentemente, lo desconcierta. Por eso se muestra muy nervioso. Los dos segundos de Navalny, Kira Yarmish y Libvov Sóbol, se encuentran detenidos. Durante las noches, hay continuos allanamientos. Putin, poco a poco, comienza a cruzar la delgada línea que separa a una autocracia de una vulgar dictadura.

Angela Merkel, una persona a la que no podemos considerar admiradora de sacrificios inútiles, entendió el sentido de la lucha que simboliza Navalny. El día martes 21 de abril, pronunció ante el Consejo Europeo, en Strasburgo, las siguientes palabras: “Los ciudadanos no pueden ser (propiedad) del estado” (…..) “los derechos humanos son el núcleo fundamental de la constitución en los estados democráticos”. Palabras dichas con acostumbrada tranquilidad, pero lo suficientemente claras para contrariar a los eternos tacticistas que imaginan que con los valores políticos se puede jugar póquer, a los que creen solucionar todos los problemas con reuniones secretas, o por medio de negocios suculentos, a los que piensan que hay que tolerar, nada menos que en las cercanías de Europa, a autócratas y dictadores.

La Europa unida, en la visión de Merkel, no puede ser solo una unión aduanera. Antes que nada debe ser una confederación política y democrática. Por eso sus palabras también fueron dirigidas a los políticos de su país. Pues no solo en su partido hay quienes comparten con el nacional-populismo de AfD el ideal trumpista de que cada nación debe preocuparse solo de sus intereses. Para la Linke, el enemigo es Erdogan, pero Putin es poco menos que un demócrata. Los liberales solo se preocupan de la economía y, en el caso de Rusia, del gas. Los socialdemócratas, desde los tiempos de Gerhard Schröder - premiado por Putin con un suculento puesto en la petrolera rusa Rosneft - nunca levantan la voz por los derechos humanos violados desde y por el Kremlin. Y entre los Verdes, su futura candidata presidencial, Annalena Baerbock, jamás ha pronunciado una sola palabra sobre política internacional.

Navalny es un foco democrático, escribió la columnista Simone Brunner, desde el periódico “Die Zeit”. Mejor habría sido decir, un símbolo. Pues si hay un nombre que comienza a unir a todas las luchas democráticas de Europa, ese nombre es Alexei Navalny. Esa es la razón por la cual políticos a los que nadie puede acusar de soñadores y románticos - además de Merkel y Biden, Macron y Borrel, y gracias a ellos, la mayoría de los gobiernos de Europa (los de América Latina están como siempre en el limbo) - cierran filas alrededor de ese símbolo llamado Navalny.

Navalny no solo es un símbolo moral, aunque también lo es. Estamos en este caso frente a un ejemplo que comprueba la afirmación de Kant relativa a la no separación entre política y moral. Kant, es cierto, vio siempre a los moralistas, vale decir, a los que intentan subordinar la acción política a reglas morales, como un peligro para la política. Pero a la vez estimaba que la moral no podía abandonar a la política, hecho que solo se notaba, lo dijo sutilmente, cuando la moral y la política eran separadas. Este es precisamente el caso de Putin. Pese a todos sus acercamientos a la ultraconservadora iglesia ortodoxa de su país, no puede quitarse de encima el estigma de ser uno de los gobernantes más inmorales del mundo. Un asesino, dicho en las poco diplomáticas palabras de Biden. Un asesino corrupto, además.

Quizás fue el instinto político de Navalny el que lo llevó a fundar un partido orientado a la lucha en contra de la corrupción. Como buen autócrata, Putin paga muy bien a sus esbirros. El problema es que lo hace a costa del erario nacional. El enjambre de mafias que rodea a su administración es grande y complejo.

Navalny descubrió que la corrupción y, en consecuencia, su denuncia, apunta hacia uno de lo talones de Aquiles del régimen. Pero también hacia un segundo talón de Aquiles y ese es, sin duda, el que más causa irritación a Putin. Ese talón es la lucha electoral.

El poder de Putin, como el de todo autócrata, no solo reposa sobre las armas. La suya es una autocracia política. Por lo tanto requiere no solo de la obediencia sino también de la aceptación política de la gran mayoría ciudadana de su país. En otras palabras, para convertirse en un líder de significación internacional, Putin necesita tener resuelto el frente político interno. De más está decir que Navalny y su partido amenazan a este último bastión.

Si pudiera, Putin mandaría a matar inmediatamente a Navalny. En cualquier caso, antes de las elecciones parlamentarias que tendrán lugar en septiembre del 2021. Pero el asesinato a Navalny no aumentaría su caudal electoral y, mucho menos, su áurea política externa. Por el momento Putin ha optado por una imposible vía intermedia, la de mantener a Navalny vivo y muerto a la vez, o dicho brutalmente: en condición agonizante. No obstante, esa vía tampoco parece dar resultados inmediatos. El partido de Putin, Rusia Unida, baja rápidamente en las encuestas y la táctica de Navalny, la del “voto inteligente”, la de apoyar a cualquier candidato que no sea putinista, puede dar resultados muy desfavorables para el presidente ruso.

Así se prueba una vez más que cuando la ciudadanía democrática elige consecuentemente la vía electoral, las autocracias tiemblan. Navalny no es ni será candidato. Pero vivo o muerto será el símbolo que unirá a todos los candidatos de la oposición rusa.

Con toda seguridad los políticos democráticos de Occidente no se hacen demasiadas esperanzas. Saben que un personaje como Putin está dispuesto a renunciar a todo, menos al poder. Pero el intento por reducir o limitar su poder no deja de ser importante. Para cualquier presidente, un hecho no muy grave. Sin embargo, para uno como Putin, cuya aspiración es comandar a un imperio mundial, es un hecho gravísimo.

23 de abril 2021

Polis

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La imposibilidad democrática

Fernando Mires

1. La pandemia no ha creado el problema pero lo ha puesto en evidencia. En la mayoría de los países del mundo los gobiernos han mostrado incompetencias para manejar la expansión del Covid-19. Más todavía, después de la más gigantesca campaña de vacunación masiva conocida en la historia, nadie ve una luz dentro del túnel. Palabras que escribo – téngase en cuenta – desde un país llamado Alemania, cuya gobernante, Angela Merkel, recibe loas universales por su inteligencia, sobriedad, valentía y capacidad de dirección. Y aún bajo esas condiciones, las únicas palabras que encuentro para describir la administración pandémica son: desorden, improvisación, e imposibilidad para lograr acuerdos comunes.

La queja casi angustiosa de Merkel relativa a que en los encuentros con los ministros presidentes se toman acuerdos que al día siguiente nadie cumple, no solo evidencia los problemas derivados de la estructura federal del país. También delata que los ministros presidentes parecen ser más leales a sus partidos y a los grupos económicos de cada región que al gobierno nacional. Lo mismo ocurre con y dentro de los partidos donde, en un año electoral, a los políticos les importa más ser elegidos que solucionar temas pandémicos. Es más seductor prometer el fin del lock down, la apertura de los restaurantes, la vida linda en las calles de la primavera, en fin, todo lo imposible bajo condiciones pandémicas.

Como en diversos países europeos, en Alemania se da una conjunción maligna entre egoísmos partidarios, intereses de grandes empresas, inescrupulosidad de una prensa sensacionalista, guerra sucia entre distintas vacunas, y no por último, baja responsabilidad ciudadana. Todas, realidades que aunque no vistas en tiempos no-pandémicos, existían. Un banquete para posiciones extremas, sin duda.

La pandemia muestra, es el tenor general de los extremistas, que los métodos parlamentarios no sirven para gobernar un país en crisis. El clamor por soluciones autoritarias es cada vez más creciente. Hay quienes con envidia miran a la Hungría de Orban, a la Polonia de Kacyinski, a la Turquía de Erdogan, incluso a la Rusia de Putin. La alianza entre los nacional-populistas y el Covid 19 ya es un hecho. Y sin embargo, volvemos a sostener la idea: la pandemia no ha creado esos problemas. Solo los ha puesto de relieve.

Con o sin pandemia vivimos tiempos malos para las democracias. No por casualidad, diversos autores han puesto el tema de la crisis de la democracia liberal en el centro de sus discursos. Incluso ya han aparecido libros. Uno de los más recientes, escrito por Jason Brennan (profesor en la Georgetown University) se titula nada menos “Contra la Democracia”. Un título hasta hace poco inaceptable que hoy logra convertir un conjunto de argumentos banales en un gran éxito editorial. Signo fenomenológico de que asistimos a un innegable malestar en la democracia.

2. Según las provocaciones de Brennan, la deliberación, en lugar de avivar la política, la embrutece. En ese punto no hace sino repetir tiradas antiparlamentarias, otrora postuladas con elegancia por Donoso- Cortés y Carl Schmitt. La política y la politización, aduce, lejos de empoderarnos, nos des-poderan, alejándonos de las esferas del poder. La solución salta a la vista: la democracia debe ser sustituida. En su rebuscada terminología, por una epistocracia. Vale decir, un gobierno elegido “por los que saben”.

No todos los ciudadanos deben ser electores, solo los que tienen preparación profesional, aduce Brennan. Más allá de que con esa recomendación Brennan corre el riesgo de negarse a sí mismo como elector, nos encontramos frente a un ataque a uno de los pilares de la democracia moderna: el sufragio universal. En fin, un libro que solo puede ser exitoso dentro del clima odioso creado en Estados Unidos por Trump y el trumpismo.

Sin embargo – y esto intranquiliza - Brennan tiene en un punto razón. Efectivamente, no todos los electores son democráticos. Y en determinados momentos los anti-democráticos pueden ser más numerosos que los democráticos. Quiere decir: toda democracia implica el riesgo de sucumbir en las manos de sus electores. De ahí que para proteger a la democracia de sus electores, hay que negar el derecho a voto a los menos competentes, aunque estos sean mayoría. En palabras simples: para defender a la democracia, habría que suprimir a la democracia. Una distopía que sin duda legitimaría las tesis pro-autocráticas del teórico de cabecera de Putin, Alexandr Dugin.

El riesgo de perder la democracia mediante la vía electoral, existe. En el siglo XX Mussolini y Hitler transitaron la vía electoral. Lo mismo se puede decir de las autocracias del siglo XXl. A diferencias de dictaduras militares del pasado reciente, las autocracias modernas se sirven de las elecciones para asaltar el poder. Putin, Erdogan, Orban, Lucazenzko, Maduro, Ortega, y tantos más, son autócratas electorales, incluso electoralistas. Pero a la vez - es lo que calla Brennan – para derrotar a esas autocracias, la única alternativa ha sido arrebatar su predominio numérico convirtiendo a las elecciones en una plataforma de luchas democráticas. Así ocurrió en la Polonia de los comunistas, en la Sudáfrica de los racistas, en el Chile de los pinochetistas.

Las autocracias pueden ser desactivadas con sus propias armas. En Bolivia, una oposición unida desenmascaró el fraude de Evo Morales y luego al presentarse desunida perdió las elecciones. En Ecuador, el autocratismo de Correa no fue derrotado por el conservador opusdeísta Gillermo Lasso, sino por el presidente centrista Lenin Moreno. Y en Venezuela, la oposición habría terminado hace tiempo con Maduro si hubiera continuado la vía que llevó a conquistar la AN en 2015 en lugar de sucumbir ante las tentaciones golpistas de la dupla antipolítica López/Guaidó y los oportunistas que los secundan.

Las elecciones pueden llevar a los autócratas al poder, es verdad, pero también pueden sacarlos de ahí. Sobre lo último Brennan no dice una sola palabra. La tenaz resistencia de las oposiciones democráticas de Rusia, Bielorrusia, Turquía, no existen para el anti-democrático politólogo. Su libro es, efectivamente, un panfleto en contra de la soberanía popular.

3. Lejos de las intenciones antidemocráticas de un Brennan, el politólogo Steven Levitsky, autor del libro “Cómo mueren las democracias” (en co-autoría con Daniel Ziblatt) también constata que las democracias, sobre todo las latinoamericanas, pueden ser perdidas a través de elecciones que consagran a populistas y demagogos en el poder. “En América Latina son gobiernos elegidos con los mecanismos de la democracia los que a veces tumban a la democracia”, afirmó en una reciente entrevista concedida a la BBC. Por cierto, constata que en América Latina hay más democracias que en periodos precedentes, pero a la vez, estas se ven cada vez más amenazadas por el avance de candidatos y movimientos antidemocráticos.

De acuerdo a un criterio estrictamente politológico, Levitsky cree encontrar una explicación en la debilidad de los estados latinoamericanos. Afirmación que abre una pregunta. ¿En dónde reside la debilidad y fortaleza de los estados? La respuesta parece encontrarla el autor en su funcionalidad. Así afirma: “Para mí el problema principal en casi todas las democracias de la región (Chile, Uruguay y Costa Rica son excepciones) es que son estados débiles que no funcionan bien”. Y agrega: “Es muy difícil cobrar impuestos, implementar políticas sociales, controlar la corrupción, mantener la seguridad pública y la gente se harta”.

El hartazgo de “la gente” sería según Levitsky el detonante que eleva al poder a demagogos cuya tarea principal es demoler a las débiles democracias de la región. Peo lamentablemente Levitsky no va más allá de sus descripciones politológicas. Un sociólogo podría afirmar por ejemplo, que los estados son débiles cuando las sociedades son débiles, entendiendo por debilidad de una sociedad la incapacidad de sus miembros para organizar e institucionalizar intereses, pasiones e ideales.

Sin asociaciones empresariales, sin sindicatos de trabajadores, sin organizaciones comunales y vecinales reconocidas y ligadas a las instituciones políticas y gubernamentales, todo estado está destinado a hundirse en el pantano de la disgregación social. En ese sentido, el problema de la debilidad de los estados sería el resultado de la precaria conformación de las sociedades nacionales sobre las cuales reposan. A una sociedad anómica debe corresponder una organización política anómica. Vistos desde esa perspectiva, los movimientos populistas serían la expresión lógica de sociedades desarticuladas conocidas como sociedades de masas (en el hecho sociedades sin asociaciones) en contraposición a las sociedades de clase (Hannah Arendt).

Ahora bien, la masificación (disolución o desintegración de clases y estamentos) siempre ha sido un remanente de la sociedad estructurada. El problema es cuando la masificación - y con ello, la política de masas - se convierte en tendencia predominante. Bajo esas condiciones, la noción de pueblo deja de ser política para transformarse en una simple noción demográfica.

Siguiendo el hilo de Levitsky, deberíamos distinguir entre estados estructuralmente débiles y estados políticamente debilitados. No es lo mismo. Los estados débiles son productos históricos cuyas raíces se remontan a tiempos remotos. Los estados debilitados en cambio, son productos de transformaciones sociales y políticas ocurridas en tiempos determinados. Nadie, por ejemplo, podría decir que en los EE UU había un estado débil antes de Trump. El estado, sin embargo, fue debilitado, tanto por el movimiento trumpista como por el gobierno de Trump. Con el advenimiento trumpista, la tesis de que el populismo es expresión política de naciones atrasadas, se vino al suelo. Desde Trump sabemos que no existe ninguna nación inmune a la amenaza nacional populista.

4. La regresividad de la democracia liberal hacia estadios no democráticos acecha en todos los países occidentales. En la política no existen vacunas anti-populistas. Y la paradoja es que - detalle que de modo rudimentario captó Brennan - la democracia puede ser destruida no solo por vías electorales, como afirma Levitsky, sino por la expansión ilimitada de la misma democracia. Esa es la tesis central presentada por Yascha Mounk, profesor de la Universidad John Hopkins, en su famoso libro “El pueblo en contra de la democracia”.

Mounk entiende al trumpismo, así como a otras expresiones nacional populistas de nuestra era, como un movimiento radicalmente democrático. No toda democracia es liberal, ni todo liberalismo es democrático es su bien construida premisa. Podríamos decir también, cuando la democracia es tan democrática que en su expansión llega al punto de arrasar con las instituciones republicanas, queda abierto el camino hacia el fin de la democracia. Así como los ciudadanos lo son en tanto se someten a determinados límites, las democracias solo pueden existir en el marco de limitaciones institucionales que de por sí no son democráticas.

La democracia significa en sentido literal, el gobierno del pueblo, pero el pueblo nunca podrá gobernar por sí solo. Solo puede hacerlo por delegación. Y ese sujeto, el de la delegación, pueden ser ciudadanos organizados en instituciones, pero también mesías redentores que llevan a la política más allá de todas las instituciones hasta llegar a unificar a sus propias personas con el estado.

5. Finalmente, no puedo callar la impresión de que todos los autores aquí mencionados parten de un malentendido. Y es el siguiente: La democracia es para ellos un orden de cosas más o menos establecido. Ninguno ha enfatizado que la democracia no es una cosa en sí, mucho menos un ideal al que los pueblos deben alcanzar, y en ningún caso, un orden político plenamente definible para todo tiempo y lugar.

La democracia, dicho de modo figurativo, es un edificio con diferentes departamentos. Muchos la definen como una forma de gobierno. Otros, como un tipo de estado. También como una relación entre sociedad civil y estado. Para algunos es el lugar del ejercicio ciudadano. Hay quienes sostienen que no puede haber democracia sin igualdad social. Para otros la igualdad debe limitarse a la igualdad de oportunidades. Y así sucesivamente. Lo cierto es que más allá de esas definiciones, o mejor dicho, precisamente porque hay tantas definiciones, nunca podrá haber una democracia perfecta.

Me atrevería a agregar que precisamente son las imperfecciones de toda democracia las razones que la hacen posible. Pues no puede haber democracia sin luchas democráticas y las luchas democráticas aparecen cuando las imperfecciones de la democracia son visibles y modificables. El día en que termine la lucha por la democracia, se acabará la democracia.

De alguna manera estamos asistiendo solo al final de una fase en el permanente proceso que lleva al discurso democrático. Las transformaciones que han tenido lugar en la era digital han modificado radicalmente el cuadro social que prevalecía en la era industrial. Han aparecido múltiples sectores sociales y culturales que ya no caben en el formato de la triada que dio estabilidad a las naciones occidentales. Me refiero a la conjunción de las tres vertientes políticas de la modernidad: la conservadora, la liberal y la socialista. Tales vertientes no han desaparecido ni desaparecerán en un plazo inmediato. Pero ya no bastan para representar a la totalidad de las demandas sociales y culturales de cada nación. No hay por lo mismo casi ninguna nación democrática que no padezca de vacíos de representación política.

Esos vacíos intentan ser ocupados con partidos-siglas, o con partidos-cometas que desaparecen y aparecen de una elección a otra. En diversos lugares emergerán formaciones políticas sustitutivas, como parece ser el caso de los verdes alemanes y franceses. En otras naciones tendrán lugar transiciones que llevarán hacia nuevas formas de asociación. Y habrá algunas, lo estamos viendo, donde sus actores serán arrastrados por olas anti-democráticas. El malestar en la democracia, como todo malestar puede llevar a su agravamiento como también a su superación. ¿Cómo será la democracia predominante del futuro? Imposible decirlo.

El futuro es una novela que no puede ser escrita por nadie.

15 de abril 2021

Polis

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Biden: el insulto

Fernando Mires

Hay insultos e insultos. Los hay de carácter ofensivo, pero también defensivos. Insultamos cuando no podemos resistir el malestar, odio, rechazo que nos inspira un prójimo. Pero también como respuesta airada al que nos insulta o simplemente ofende.

No pocas veces un insulto opera como un mecanismo de protección. Protege y defiende al "yo" lastimado por un agresor. También hay insultos sutiles, dichos sin procacidad, sin necesidad de ensuciar el lenguaje. Podemos por ejemplo decir a alguien: “lo que usted ha dicho es una imbecilidad”. Pero con cierta finura, decir lo mismo: “Pienso que usted es mucho más inteligente que lo que usted dijo”. Por supuesto, hay insultos irreflexivos, cuando por ejemplo las palabras se nos escapan de la boca. A veces nos arrepentimos de haber dicho lo que dijimos. Por lo general, cuando ya es muy tarde.

En todos los casos siempre insultamos con signos que pueden ser mímicos u orales. Podemos decirle boludo a alguien con un simple movimiento de manos. O estás loco, atornillándonos la sien. Los chicos digitales de nuestro tiempo se insultan hasta con emojis. A veces lo hacemos con los ojos. Ah, sí, sobre todo con los ojos: una mirada de odio duele más que mil palabras. Y no nos olvidemos: hay insultos crueles, pensados lentamente para herir a alguien donde más le duele. Son los peores.

Insultar es una propiedad humana. Los animales no insultan. Ni siquiera odian. Cuando matan, lo hacen por hambre, no por odio. El insulto, aunque parezca raro decirlo, es una línea que separa a la animalidad pura de la animalidad humana. Un producto neto de nuestra cultura. Antes de que aprendiéramos a insultar, nos golpeábamos: con las manos, con piedras, con machetes. Si así se ve, el insulto puede ser considerado como un verdadero logro civilizatorio. Siempre será mejor insultarse que matarse entre sí.

A la larga tipología de insultos, después de conocidas las palabras con las que se refirió el presidente Joe Biden a su equivalente ruso, Vladimir Putin, nos vemos ahora obligados a agregar una nueva categoría. Nos referimos al insulto político.

Un insulto político no es lo mismo que un insulto entre políticos quienes, lo vemos a diario, no escatiman ofensas al referirse a los del bando contrario. Insultos que forman parte de la política del espectáculo, sobre todo en periodos electorales. Y, hablando con sinceridad, sin esos insultos la política sería todavía más aburrida de lo que es.

Entendemos en cambio por insulto político – anoten - un insulto orientado a producir efectos políticos. Fue el caso de Biden cuando se refirió a su colega ruso con el epíteto de asesino. La respuesta al periodista George Stephanopulus cuando este preguntó a Biden si cree que Putin es un asesino, no pudo ser más terminante. “Sí” – “creo que lo es”- . Nada menos que asesino. No fue poco. No era a mí, pero me dolió.

No fue un insulto dicho en medio de una rencilla o acalorado debate; tampoco una respuesta a una agresión verbal. En ningún caso un producto de la ira mal contenida. Ni siquiera fue una palabra emocional o espontánea. Fue un insulto dicho sin enojo, meticulosamente pensado, planeado con una calculadora en la mano. Si se quiere, un insulto instrumental, un medio para conseguir algo que en las palabras de un político de la envergadura, experiencia y responsabilidad de Biden, es un objetivo. Y esa es la pregunta: aparte de que para muchos Biden dijo la verdad, ¿cuál fue el sentido político del insulto?

Comencemos por lo más evidente: El de Biden fue un insulto dicho en el marco de la política internacional de nuestro tiempo. No obstante, quienes nos ocupamos con temas políticos, hemos aprendido que casi siempre las opiniones que emiten los gobiernos en materia internacional, hunden raíces profundas en la política nacional. En efecto, rara vez un político, menos si es presidente, expresa opiniones internacionales que contradigan a sus posiciones nacionales. Desde esa perspectiva, decir que Putin es un asesino, puede ser considerada como una expresión con incidencia en el espacio estadounidense. El mismo Biden lo dijo con suma claridad: “Putin enfrentará las consecuencias de sus esfuerzos para que las elecciones presidenciales favorecieran a Donad Trump”. Y después remachó con ese tono de cowboy al que ya nos tienen acostumbrados los presidentes norteamericanos “Putin pagará un precio”. Acerca de cuál será ese precio, no dijo nada.

El insulto a Putin, imposible opinar de otra manera, fue dirigido a la ya formada oposición trumpista. Al decir, Putin es un asesino, Biden estaba diciendo: con ese asesino estableció empatía el gobierno anterior. A ese asesino le fue permitido inmiscuirse en las elecciones norteamericanas, caso inédito en nuestra historia. Ese asesino, en fin, reconoció a nuestro triunfo de modo muy tardío, esperando que Trump agotara todos sus recursos legales e ilegales, incluyendo el capitoliazo. El insulto entonces fue un alerta dirigido a Putin y a Trump a la vez. Quiso decir: no intenten de nuevo violar la soberanía electoral de nuestra nación. El insulto, así oído, fue también un ultimátum.

El insulto, todos lo saben, no alterará las relaciones económicas entre los EE UU y Rusia. Nada más absurdo que imaginar una paz mundial amenazada por un mero insulto. Pero sí, y esto es lo importante, ha trazado una línea demarcatoria entre la economía y la política. Significa: desde ahora los negocios serán los negocios y la política será otra cosa. Una clara diferenciación con la doctrina Trump.

Si uno sigue con atención los discursos de Trump, será fácil darse cuenta de que para el ex- mandatario no existía diferencia entre la economía y la política. Su máxima era: la política, si existe, está subordinada a la razón económica. Nuestros socios comerciales serán nuestros aliados políticos. Nuestros competidores, China sobre todo, serán nuestros enemigos políticos. Así se explica por qué durante Trump, el respeto a los derechos humanos nunca ocupó un lugar destacado en la planilla de su política exterior. Según el economicismo trumpiano, los acuerdos climáticos, la pertenencia a macro organizaciones como la OMS, la inserción en la NATO, la alianza con la UE, no eran compromisos rechazables por ser ineficaces, sino simplemente porque no eran rentables. El patriotismo de Trump era antes que nada un patriotismo económico.

Naturalmente, afirmar que Rusia está gobernada por un presidente asesino, encierra, además, un mensaje dirigido a los aliados occidentales de EE UU. Para nadie es un misterio que Europa se encuentra acosada desde dentro y desde fuera. Desde dentro, por nacional populismos fascistoides, la mayoría de ultra derecha, pero también de ultra izquierda, todos apoyados desde el Kremlin. De acuerdo a la estrategia internacional de Putin, todos los movimientos, partidos y gobiernos nacional-populistas son caballos de Troya cuya función es desestabilizar a los gobiernos democráticos del continente.

Desde fuera, el acoso a Europa proviene en gran parte de Rusia. Hay países, sobre todo los bálticos, que temen por la violación de su soberanía nacional. Si Trump hubiera sido reelegido, Putin habría dado por descontada la “recuperación” de Ucrania. En ese sentido la palabra “asesino” debe haber sonado en las orejas de Putin con la misma melodía que escuchó Stalin a las de Truman, cuando aconsejado por Churchill dijera la legendaria frase dirigida a la URSS: “ningún paso más” (1947). Asesino en fin, es una palabra cargada con una abierta declaración de hostilidad hacia el gobierno de Putin. Podemos cooperar tecnológicamente, ser socios comerciales, pero amigos, jamás. Punto.

La palabra “asesino” también debe haber sido escuchada con beneplácito en los países sometidos por la Rusia neo-imperial. No olvidemos que Trump no gastó una sola palabra de solidaridad por los demócratas de Bielorrusia. Naturalmente, debe haber pensado, la solidaridad con esa gente no es rentable y la solidaridad no se come.

Los demócratas de Bielorrusia y de otras naciones sometidas a la Rusia de Putin no piensan seguramente que bajo Biden los EE UU intervendrán para liberarlos de la dominación extranjera. Pero al menos ya saben que no están solos en este mundo, ni tampoco librados a su perra suerte. Y eso es importante. Muy importante para la autovaloración de esos movimientos.

Ahora, dejando aparte las implicaciones nacionales e internacionales del insulto proferido por Biden, es imposible no pensar que al leerlo, muchos no dejaron de sentir un sensación liberadora. Al fin alguien decía, con todas sus públicas letras, una verdad que millones repetían en privado. Putin es un gobernante asesino que ha mandado matar a muchos opositores. Entre ellos a ese símbolo de las luchas democráticas llamado Navalny, hoy encerrado en un campo de concentración por el solo delito de no haber muerto. Desde ahora al fin, será posible decir que Putin es un asesino, sin tapujos, sin temer que Twitter u otra red de redes vaya a cerrar tu cuenta. Un tabú ha sido roto.

En el conocido cuento de Hans Christian Andersen, todos los súbditos alababan el traje del emperador, hasta que un niño exclamó: ¡"Pero si el Rey está desnudo”! Por cierto, Joe Biden está muy lejos de ser un niño. Pero su insultante verdad tuvo el mismo efecto que en el cuento: Putin está desnudo.

Marzo 22, 2021

Polis

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Pentatlón: la lucha por la hegemonía mundial.

Fernando Mires

Tienden a ser usados como sinónimos pero no son solo dos conceptos distintos sino opuestos: dominación y hegemonía. ¿Cuál es la diferencia? Dominación, la palabra indica, hace referencia a un sujeto que subordina a otro hasta el punto que puede llegar a convertirlo en un objeto. Hegemonía en cambio supone la primacía de un sujeto con respecto al otro, sin buscar convertirlo en un objeto sino en interlocutor. La dominación, por lo mismo, no excluye la violencia. La hegemonía en cambio la excluye radicalmente. Diferencia que, antes que a nadie, debemos a Antonio Gramsci. La hegemonía, para el filósofo italiano, es siempre cultural. Para alcanzarla hay que estar dotado del don de la palabra, del logos de la lógica, de la persuasión que viene de la razón.

1.

Marxista como era, Gramsci intentó separar la política del PC italiano de la impuesta por la Rusia de Stalin. Con razón es considerado como uno de los diseñadores de la democracia social moderna. Incluso intelectuales de la extrema derecha europea buscan convertirlo en uno de sus puntos de referencia, entre ellos Alain de Benoist quien, utilizando el concepto de hegemonía cultural, intenta probar la superioridad de la cultura europea por sobre las culturas emigrantes, algo que nunca habría pasado por la cabeza de Gramsci.

El hecho objetivo es que el marxismo de Gramsci terminó contradiciendo y trascendiendo al marxismo de los comunistas. Así lo captó a fines del siglo pasado uno de los pensadores políticos más interesantes de los EE UU, Joseph Nye Jr., quien sirviéndose de conceptos gramscianos propuso una estrategia internacional al presidente Clinton, la que tuvo excelente acogida. No erraríamos si afirmáramos que la teoría del “poder blando” de Nye (en contraposición al poder “duro” o violento) fue una de las claves del gobierno de Obama y con toda seguridad, lo será también del de Biden. Los Estados Unidos, es la idea gramsciana de Nye en su libro “Soft Power”, no deben ejercer una dominación mundial, pero sí pueden y deben, en compañía de sus aliados, constituir un centro hegemónico mundial.

Si tuviéramos que ilustrar con ejemplos la diferencia entre dominación y hegemonía, podríamos remitirnos a las dos ciudades-estados más importantes del mundo griego, Esparta y Atenas. Quien lea la “Historia de la guerra del Peloponeso” de Tucídedes, podrá comprobar como Esparta llegó a ejercer una fuerte dominación militar sobre Atenas. En contrapartida nunca pudo alcanzar su hegemonía sobre el micro mundo helénico. ¿Quién habla hoy de la filosofía, del pensamiento, del arte de los espartanos? Atenas, en cambio, ha continuado iluminando la historia universal. Platón, Sócrates, Aristóteles y tantos más, siguen siendo pilares hegemónicos del occidente cultural y político.

¿Por qué escribo acerca de este tema? Por un objetivo declarado y preciso: contradecir a todos los que subscriben la tesis de que China está a punto de ejercer su poder hegemónico sobre el planeta, desbancando a los Estados Unidos y a Europa.

2.

China está en condiciones de superar la fuerza económica y comercial, incluso la militar, de las principales naciones occidentales. No obstante está lejos de ejercer hegemonía en otros espacios constitutivos de la realidad. Aun más lejos que esa antigua potencia industrial que fuera la URSS. En efecto, durante determinados momentos, pareció que, gracias a la explotación masiva de la fuerza de trabajo, la URSS llegaría a superar a los Estados Unidos. Cuando en 1957 el Sputnik-2 y la legendaria perrita Laika llegaron a la luna, cientos de opinadores anunciaron que ese día había quedado sellada la superioridad de la URSS sobre Estados Unidos y Europa. Pero fue solo una ilusión.

A diferencia de la China de hoy, la URSS intentaba, además, disputar a occidente su hegemonía política y cultural. Miles de intelectuales occidentales declararon su amor a Stalin. Pero ya sabemos como terminó el experimento. No llevó al fin de la historia pero si reventó a la URSS. Nadie ha dicho que ese será el caso de China, pero es difícil pensar que alguna vez ese inmenso país llegará a convertirse en centro hegemónico mundial, entendiendo por hegemonía, reiteramos, algo muy diferente a la simple dominación. A diferencias de la ex URSS, China no ofrece ninguna utopía y más de alguna distopía. Que es y será una gran potencia económica y militar, sobre todo en el espacio asiático, está fuera de duda. Pero que va a ser un centro hegemónico mundial, es una posibilidad más que difusa.

3.

Mi tesis: hegemonía es un concepto que surge de la suma y síntesis de - aunque parezca paradoja - diversas hegemonías. Quiero decir: ninguna nación está en condiciones de ejercer hegemonía en todos los terrenos (o espacios, o registros, o niveles) Una nación puede ser así hegemónica en la economía y ocupar un lugar subalterno en la cultura. Pongamos un ejemplo deportivo:

Desde que los griegos antiguos inventaron las olimpiadas no ha habido ningún país que haya ocupado el primer lugar en todas las competencias deportivas. El ganador es el que acumula más medallas de oro, plata y bronce. La hegemonía, esta es la idea, es una noción que al igual que en las olimpiadas surge de la competencia entre diversas disciplinas.

Para seguir con los griegos, ellos inventaron el Pentatlón, cuyo objetivo era buscar al atleta ideal o completo, al más cercano a la perfección de los dioses olímpicos. A ese atleta, usando la noción gramsciana, podríamos llamarlo también, “atleta hegemónico”. Ese atleta no era vencedor en todas las disciplinas. Incluso podía no ganar ninguna y al final, por acumulación de puntos, erigirse en vencedor del Pentatlón. ¿Qué nos dice este ejemplo? Muy simple: la hegemonía resulta del equilibrio entre diversos aspectos. Y no solo en las olimpiadas.

En la antigua Grecia, los deportes del Pentatlón eran: carrera a pie, lucha libre, salto largo, lanzamiento de la jabalina y lanzamiento del disco. Interesante. Si revisamos las luchas hegemónicas que tienen lugar en nuestro tiempo, también podemos detectar cinco competencias: la económica, la científica tecnológica, la militar, la cultural y - no por último – la política. La nación, o alianza de naciones que acumule más puntos ganará el Pentatlón y solo así podrá optar a ejercer la hegemonía mundial. Se trata de cinco competencias inter dependientes, o si se prefiere, inter determinadas entre sí.

La ecomomía, es sabido, depende no solo de una más alta tasa de crecimiento, sino de muchos otros factores como la capacidad de ahorro e inversión, la capacidad de consumo, la relación equitativa entre capital variable y constante, las disponibilidades energéticas, el no deterioro del capital ecológico y humano, el desarrollo escolar, habitacional, medicinal, la ocupación de espacios comerciales, el aseguramiento de recursos derivados del saber científico y tecnológico.

El desarrollo científico y tecnológico supone a su vez no solo la generación de objetos automáticos sino también de la inventiva, capacidad que no consiste en perfeccionar objetos inventados en otros países. La inventiva puede tener lugar en espacios cerrados, como concentrar en laboratorios especializados a grupos de sabios alejados del mundo real. No obstante, ha sido probado que la inventiva puede desarrollarse mucho mejor si en una nación prevalecen garantías que faciliten el libre desarrollo del pensamiento en áreas que no son necesariamente técnicas ni científicas.

Lo mismo ocurre en la lucha por la competencia militar, a la que se supone dependiente de la tecnología. Lo que solo en parte es cierto. No podemos olvidar que, aún en tiempos ultra tecnológicos como son los que vivimos, la potencialidad militar puede ser mejor activada en naciones cuyos habitantes están de acuerdo con los valores nacionales, los que en primera línea son de naturaleza cultural y política.

Naciones que logran desarrollar un alto potencial militar y mantienen un frente interno desgarrado por desigualdades sociales, con seres privados de libertad, con descontentos generalizados, con conflictos sociales y raciales, nunca estarán en condiciones de imponer su hegemonía militar sobre otras naciones. La frase de Unamuno “venceréis pero no convenceréis” cobra en ese contexto, plena actualidad. Casi nadie en fin está dispuesto a morir por defender un orden social y político que en el fondo desprecia.

Las competencia también dice relación con la producción de bienes culturales. Por un lado, están los que provienen de la tradición y de la religión, y esos no son intercambiables. Por otro, los que provienen del crecimiento cultural en el mundo de las artes, en el de las letras, en fin, en el ámbito de la reproducción de ideas, incluyendo las de recreación cotidiana. La utilización del tiempo libre, visto así, es fundamental para la constitución física y mental del ser humano. Divertirse, dar salida a la líbido sexual o no, o simplemente entretenerse, son aspectos que forman parte del inventario de cada cultura nacional. Difícil practicarlo en naciones controladas por un aparato ideológico como es el caso de China. Puedo así imaginar a jóvenes chinos cantando y bailando canciones norteamericanas. Pero no puedo imaginar a jóvenes norteamericanos cantando y bailando canciones chinas.

Las culturas son traspasables y hay naciones que definitivamente irradian atractivos culturales sobre otras, aunque estas mantengan un índice de crecimiento económico y tecnológico asombroso. Los jóvenes de Hong Kong, es un ejemplo actual, no luchan para obtener mejores celulares, sino por la conservación de sus libertades básicas.

La libertad cultural se encuentra a su vez unida a la libertad política. En ese sentido, la política solo puede ser institucional. De nada sirve que una nación avale la declaración de los derechos humanos si carece de instituciones que los resguarden. Menos sirve si acepta en el papel la libertad de opinión, pero sin instituciones donde las opiniones puedan cruzarse entre sí, sea la prensa, sea un parlamento libremente elegido de acuerdo a intereses y doctrinas divididas en partes llamadas partidos. La política es, se quiera o no, no solo el espacio de la lucha por el poder. Es también la actividad mediante la cual la sociedad se piensa a sí misma, el lugar donde los ciudadanos debaten sus diferencias y antagonismos entre sí.

Desde el punto de vista económico, China puede ser campeón olímpico. Desde el punto de vista político, no. Políticamente hablando, es una nación paralítica.

La contradicción de nuestro tiempo, como ya advirtiera Joe Biden, es la que se da entre democracias y autocracias. En sentido más estricto, entre democracias políticas y gobiernos antipolíticos. Al llegar a este punto debemos tomar en cuenta que no pocas autocracias han llegado al poder por vías democráticas y que durante determinados periodos han contado incluso con un fuerte apoyo popular, es decir, han representado, aunque sea solo emocionalmente, a sus pueblos. Es el caso de la Rusia de Putin con un pie situado en el oriente histórico y con el otro en el occidente político. China en cambio nunca ha conocido la vida política y mucho menos a la democracia política. Es un gran imperio económico, tecnológico y militar. Pertenece, si así se quiere, a “otra historia”, hecho que subraya Henry Kissinger en su magnífico libro “China” (2008)

En el Pentatlón de la lucha por la hegemonía mundial, China no podrá ser el campeón hegemónico. A menos, claro está, que este mundo deje de ser un mundo político.

1 de abril 2021

Polis

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