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Fernando Mires

Putin contra Lenin

Fernando Mires

En su primer discurso de sábado 24-J, cuando creyó que las fuerzas mercenarias comandadas por Jevgeni Prygozhine avanzaban de verdad hacia Moscú, Putin sorprendió al mundo con una insólita y denigrante mención al año 1917, nada menos que el año más glorificado por la ex URSS y por el movimiento comunista mundial.

1.

A quienes no conocen la ideología ultranacionalista y reaccionaria de Putin, o a quienes han querido ver en él un continuador de la URSS y de las tradiciones comunistas, la mención negativa de Putin al año sagrado del comunismo mundial, sorprendió aún más. Pero para quienes hemos venido siguiendo la evolución ideológica de Putin, desde los tiempos en que era un comunista convencido, instalado en la RDA, y viera en el fin del comunismo soviético «la catástrofe geopolítica más grande del siglo XX», no nos sorprendió demasiado. Cuando Putin formuló esa frase, se refería, efectivamente, no al comunismo de la vieja guardia bolchevique dirigido por Lenin, sino al de Stalin, en quien creyó encontrar al restaurador de la perdida grandeza de la Santa Rusia.

Podríamos decir que Putin es un trotsquista al revés. Fundamentamos: para Trotski y sus seguidores, el periodo de Stalin significó una contrarrevolución nacionalista que reivindicó para sí la dominación zarista (bajo otras formas) Pues bien, Putin vio exactamente lo mismo, pero mientras para los primeros esa fue una traición de Stalin a la URSS, para Putin, Stalin aparece como el salvador de la antigua Rusia a la que Lenin y los bolcheviques habían intentado destruir. Putin ha visto en Stalin, y con razón, el regreso del poder absoluto del Zar en gloria y majestad.

Stalin, quien hizo asesinar a todos los amigos, seguidores y compañeros de Lenin, es un héroe de Putin. Aunque hay que reconocer que, en su admiración por los genocidios cometidos por Stalin, ha procedido con cierta cautela. En sus elocuciones ha evitado –aunque no siempre– nombrarlo directamente.

Evidentemente, sabe que en Rusia hay todavía mucha gente que adhiere a esa religión revolucionaria que fue el marxismo-leninismo y que esa gente, además, vota. Pero de modo indirecto, sobre todo cuando conmemora la participación de la URSS en la segunda guerra mundial, no oculta un cálido elogio a Stalin.

Putin alaba el progreso industrial que alcanzó Rusia durante la postguerra, pero calla sobre el Gulag. Según Putin los horrores cometidos por el sanguinario dictador no logran opacar su supuesta grandeza. Al fin y al cabo, los logros han predominado sobre los sacrificios, ha dicho en diversas ocasiones. Incluso ha justificado el pacto Hitler-Stalin, cuyo objetivo, según Putin, era «proteger a Rusia de Occidente» (sic) y no lo que fue: un intento de Stalin por repartirse Europa alegremente con su colega nazi, comenzando por poner en bandeja Polonia a Hitler, desatando con ello la segunda guerra mundial.

Un pacto que no fue traicionado por Stalin –como bien se sabe– sino por Hitler. Para decirlo con Orlando Figes, autor de los más prolijos libros sobre la historia moderna de Rusia: «Desde el principio de su régimen, Putin se propuso restaurar el orgullo de la historia soviética. Era uno de los pilares de su plan para hacer volver a Rusia una gran potencia. La recuperación del pasado soviético, Stalin incluido, sancionó el programa autoritario de Putin y lo legitimó como la continuación de una larga tradición rusa, de un poder estatal que se remontaría hasta antes de 1917, con los zares»

Cuando Putin habla de la URSS la denomina Rusia, algo que ha pasado inadvertido a muchos observadores, incluyendo a Figes. En ese punto también sigue a Stalin. Al igual que Putin hoy, Stalin mandó a combatir a sus tropas, no en nombre del socialismo soviético, sino de «la madrecita Rusia».

En términos propios a los comunistas de antaño, Putin es un revisionista de la historia de su país. Si el fin de la URSS bajo Gorbachov –a quien nunca durante Putin le fue adjudicado un rol positivo– significó una catástrofe política, el nacimiento de la URSS bajo la batuta de Lenin fue, para Putin, una gran tragedia histórica. No de otra manera nos explicamos la relación que trató de establecer Putin entre la asonada de junio del 2023 con al año 1917, cuando indirectamente comparó al gánster terrorista – no otra cosa es Prigozhin – con el hasta hace poco sacramentado Lenin cuyo cuerpo todavía yace embalsamado, aunque hoy más bien como atracción turística que como símbolo político.

2.

Según las obsesiones historicistas de Putin, la secuencia histórica puede ser leída atendiendo a diferentes fases o etapas. Así, si seguimos el hilo de su discurso, leeremos que Rusia era grande bajo el zar hasta que, en 1917, la revolución rusa y Lenin la destruyeron en nombre de una revolución socialista (cuyo origen ideológico es europeo y occidental), entregando partes de su territorio (entre ellos Ucrania) a Occidente. Stalin, en cambio, reconstruyó a la antigua Rusia geográfica, reincorporando a las naciones rusas «traicionadas» por el occidentalista Lenin. Sin embargo, a fines del siglo XXI, «el traidor Gorbachov», en complicidad con Occidente, destruyó a la obra de Stalin, en nombre de Lenin (lo que es cierto).

Jelzin, continuando el hilo, osciló entre el legado de Lenin y el de Stalin, pero al final (guerras a Chechenia más su decidido apoyo al serbio Milosevic) se decidiría por el de Stalin.

La gran tarea histórica asumida por Putin debería ser, en consecuencias, la de restablecer el poderío de la antigua Rusia como potencia antioccidental.

En la versión del dictador ruso, el Zar, Stalin y Putin son tres personas distintas y una sola Rusia. Una versión pervertida de la santísima trinidad cristiana, sin duda.

3.

Putin, no lo puede ni lo quiere disimular: intenta borrar del mapa histórico a Lenin por tres razones.

1.Lenin destruyó la estructura zarista del poder central.

2.Lenin capituló militarmente frente a Europa.

3.Lenin ratificó la independencia de las naciones rusas, sobre todo la de Ucrania.

La primera razón es parcialmente válida para los tres primeros años que siguieron al legendario octubre de 1917. A partir de ese mes, Lenin continuó –impulsado por la reacción masiva al fallido intento de golpe dirigido por el general Kornilov (agosto)– la obra comenzada con la revolución de febrero del mismo año, cuando Rusia pasó a ser una monarquía parlamentaria primero, y después de la abdicación de Nicolas ll, una república parlamentaria. Del mismo modo, fue también bajo el gobierno provisional dirigido desde la Duma cuando surgió el llamado «doble poder», en un principio sincronizado entre los concejos o soviets y el gobierno provisional.

La gran diferencia entre el gobierno provisional y la socialdemocracia rusa (de la cual los bolcheviques eran solo una fracción) residía en el dilema militar: ¿debía continuar o no Rusia la guerra con Alemania y otros países europeos? Pero en materia de políticas locales hubo, entre el gobierno liberal de febrero, y el comunista de octubre, más acuerdos que desacuerdos. En eso coinciden los muchos historiadores que se han ocupado de la revolución rusa de 1917.

Inmediatamente después de la caída del Zar, y asumiendo el modelo jacobino francés, el gobierno provisional y la nueva Duma llevaron a cabo la separación entre la Iglesia y el Estado, justamente la misma que está liquidando hoy Putin al haber convertido a la iglesia ortodoxa rusa en el principal aparato ideológico del régimen, restaurando así, de modo inequívoco, al modelo zarista de dominación. No olvidemos que para el patriarca Kiril, la guerra de Putin a Ucrania es una guerra santa, e incluso, así lo ha dicho en varias ocasiones, una cruzada.

La segunda razón del antileninismo de Putin, tiene origen en el proyecto de Lenin –imperdonable para Putin– por lograr la paz con Europa impulsando acuerdos con los países europeos, sobre todo con Alemania, en la llamada paz de Brest Litvosk (1918). Naturalmente, para el iniciador de una guerra contra Ucrania, que es una guerra objetivamente dirigida contra Europa, un Lenin que capitulaba frente a Europa no es precisamente el ejemplo que más conviene seguir a Putin. Por el contrario, para Putin, la paz lograda por Lenin fue una afrenta a la dignidad nacional. Lo dijo el mismo Putin en su psicodélico discurso del 24-J. Citemos:

«Fue un gran golpe el que recibió Rusia en 1917, cuando el país estaba librando La Primera Guerra Mundial. Pero la victoria le fue robada. Conspiraciones, disputas, políticas a espaldas del ejército y del pueblo, se convirtieron en la mayor conmoción. La destrucción del ejército y el colapso del estado, la pérdida de vastos territorios. Como resultado, la tragedia de la guerra civil. Los rusos mataron a otros rusos hermanos y todo tipo de aventureros políticos y fuerzas extranjeras, dividieron al país. Lo destrozaron y se beneficiaron egoístamente de ellos. No dejaremos que esto suceda de nuevo. Protegeremos a ambos: a nuestra gente y a nuestro Estado, de cualquier amenaza. Incluyendo cualquier traición interna».

Nunca antes Putin había hablado de un modo tan directo sobre lo que él piensa de la revolución rusa de 1917. Contrariando a toda bibliografía, aún a la más anticomunista, afirmó nada menos que Rusia durante 1917 estuvo a punto de derrotar a sus enemigos europeos. Y bien, esa enorme mentira es lo que el dictador piensa que está sucediendo de nuevo.

En una versión meta-histórica, Putin imagina levantarse en contra de la reacción europeísta a fin de restaurar la grandeza del imperio perdido. Por eso, en contra del nuevo Lenin (para ese rol eligió a ese personaje embrutecido llamado Prigozhin) luchará Rusia hasta la inmolación. Putin, así lo cree, se erigirá como el vengador tardío de la mancillada historia de Rusia.

Putin es, o quiere ser, el anti-Lenin de nuestro tiempo. Evidentemente, si uno lo piensa bien, se trata de obsesiones de un loco de remate. Pero, he aquí el gran problema: Estamos hablando de un loco atómico.

No queda claro por lo demás a cuál revolución de 1917 se refirió Putin en su discurso del 24-6. Porque en verdad, ese año hubo tres revoluciones. Si a la de febrero (la de la Duma, la del gobierno provisional, la democrática liberal, la de Kerenski), si a la social de abril, (mes en el que estallaron los movimientos campesinos exigiendo paz y tierra, a la vez que fueron creados los soviets campesinos dirigidos por los socialistas revolucionarios mientras los bolcheviques se concentraban en Moscú y San Petersburgo) o si a la tercera, la de octubre (cuando el audaz Lenin se anticipó al segundo congreso nacional de los soviets llamando a tomar el poder aunque en verdad no había nada que tomar, pues el ejército se había autodisuelto y el Palacio de Invierno estaba vacío). Sobre la revolución de octubre hay un excelente documental francés dirigido por Cédric Tourbe, con fotografías, imágenes y escenas de la época: Lenin, la otra historia de la revolución rusa” (2018)

La tercera razón del furioso antileninismo de Putin es, sin duda, Ucrania.

Lenin es considerado todavía, sobre todo por Putin, como el impulsor de la república de Ucrania. Tampoco es tan cierto. El mérito de Lenin –al igual que después fuera el de Gorbachov– fue haberse negado a aplastar al movimiento autonomista de Ucrania y de otras naciones que intentaban separarse de la gran Rusia. El proyecto utópico de Lenin era formar una confederación de naciones dirigidas por partidos afines al bolchevismo, en espera de la gran revolución socialista que, según sus cálculos, debería tener lugar en Alemania. Justamente por eso Lenin firmó con Alemania la paz de Brest Litovsk. El pacifismo europeo de entonces, a diferencias del amedrentado pacifismo europeo de nuestros días, era radicalmente revolucionario.

Según Putin, Ucrania es una creación artificial de Lenin. Justo un día antes de la invasión a Ucrania dijo Putin: «La Ucrania moderna fue creada en su totalidad por Rusia, o para ser más precisos, por la Rusia bolchevique y comunista. Este proceso comenzó prácticamente después de la revolución de 1917 y Lenin y sus socios lo hicieron de una manera extremadamente dura para Rusia: separando, cortando lo que es históricamente tierra rusa”.

A confesión de parte, relevo de pruebas. Putin, no solo es un reaccionario en contra de la revolución democrática de 1989-1990, no solo es un reaccionario en contra de la revolución democrática (incluyendo a la democracia sexual y genérica) de nuestro tiempo, es además un reaccionario en contra de la revolución rusa de 1917. El enemigo histórico de Putin no es Biden. Es Lenin.

4.

Lejos de enaltecer a la figura de Lenin, cuyo autoritarismo y antidemocratismo están históricamente comprobados, hay que ser honestos y reconocer que, al lado de Putin, Lenin era un prodigio democrático. Lenin, a diferencias de Putin, adhería a un concepto político de nación basado en el principio de autodeterminación de los pueblos. Stalin en cambio, en su opúsculo sobre «la cuestión nacional», estableció el territorio, el idioma, y la cultura como base constitutiva de una nación.

Putin ha ido aún más lejos que Stalin: su concepto de nación –así lo ha dejado testimoniado en su largo artículo del 2021– se basa en el principio de consanguinidad. Putin es eslavista, es decir, racista.

Putin, claro está, no es Stalin, ni Hitler, ni Franco. Pero es los tres a la vez. De Stalin, tomó el modelo del estado despótico de tipo asiático, de Hitler, el de la unidad cultural y racial de una nación, y de Franco, el integrismo religioso, o reunificación de la Iglesia con el Estado.

Este es el Putin antileninista que en nombre de un leninismo que nunca han asimilado, defienden y representan en América Latina esos micro putines llamados Díaz Canel, Maduro y Ortega. No se trata, por lo tanto, el que vivimos, de un conflicto entre derechas e izquierdas. Más bien, estamos más cerca del conflicto entre civilización y barbarie, formulado entre otros, por el argentino Domingo Faustino Sarmiento.

Putin, lo estamos viendo día a día en Ucrania, representa el regreso de la barbarie. Su contrarrevolución no es por un futuro supuestamente mejor, sino en contra del pasado. Pocas veces un personaje tan fuera de sí ha acumulado tanto poder en sus manos. El mundo se encuentra, frente al poder de ese dictador iluminado por una misión histórica, en una situación límite. Hay que decirlo.

Referencias:

Orlando Figes, LA REVOLUCIÓN RUSA, LA TRAGEDIA DE UN PUEBLO (Tauros, Madrid 2022)

Vladimir Putin – SOBRE LA UNIDAD HISTÓRICA DE RUSOS Y UCRANIANOS (2021)

Fernando Mires – LA CONTRARREVOLUCIÓN ANTI-PARLAMENTARIA Y ANTI-SOVIÉTICA DE VLADIMIR ILICH LENIN (polisfmires.blogspot.com)

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.

https://talcualdigital.com/putin-contra-lenin-por-fernando-mires/

Pensar el mundo

Fernando Mires

Si me preguntaran si todavía pienso en si la historia está sujeta a leyes, respondería: sí. Estoy convencido de que la historia está sujeta a una ley fundamental. A esta ley la denomino, la ley de la contingencia. Esa ley dice: nunca los hechos, ni siquiera los procesos (que son articulaciones de hechos) van a resultar como tú lo imaginas. Quiero decir: el futuro imaginado es un imaginario que actúa sobre una base real (lo real según Lacan, es lo indeterminado, lo desconocido, lo que está más allá de la realidad chiquitica que habitamos) En esa mini realidad, pensamos y actuamos: es nuestro minimundo.

¿Y quiénes somos nosotros? Responderé con Sartre: seres que hemos sido arrojados al mundo sin saber por qué ni para qué. Pero ya que estamos aquí, tenemos que ser en lo más inmediato: vivir. Y como nos hicieron pensantes, tenemos que pensar, es decir, hacernos preguntas que intentamos responder desde dentro de la caverna, tan lejos de la luz platónica. Y como no se puede pensar sin hacer preguntas, seremos seres preguntones. Y como a las preguntas hay que responderlas, seremos también, seres respondones.

En breve, no solo vivimos en el mundo como las almejas, además, pensamos en el mundo. Hagas lo que hagas, no podemos sino pensar. Vivir es pensar (entre otras cosas). Ahora, pensar es pensar a través del tiempo, es ser en el tiempo y, por lo mismo, pensar es una actividad tridimensional. Pensamos en el presente, desde el pasado y hacia el futuro.

Un futuro sin pasado es un tiempo imposible. El futuro no es sino el pasado que avanza. Un río que va «a dar a la mar que es el morir» según la copla de Jorge Manrique. Por eso, si el río no avanza hacia el futuro, el presente se convierte en puro pasado. Los días están atados con un hilo, dijo con razón Hamlet, y el mismo entendió que para entender su locura, debía aceptar que el hilo que ataba a los días se había roto. Esa ruptura la denominamos en palabras poco amables, locura. Mantener el hilo, o la cuerda que ata a los tiempos, la llamamos en cambio, cordura. Ser cuerdo es vivir atado a la cuerda que ata a los tiempos del ser.

Pensemos por ejemplo en cualquier gran suceso que haya marcado la historia: la toma de la Bastilla, la batalla de Waterloo, la primera guerra mundial, la segunda guerra mundial, el derrumbe del muro de Berlín, el 11-9 norteamericano, la invasión rusa a Ucrania, y varios más. Para todos esos hechos tenemos explicaciones, algunas cuerdas, otras descabelladas. Pero las tenemos porque fueron hechos, y los hechos se hicieron. Podemos indagar acerca de por qué ocurrieron. Lo que no podemos hacer –si es que no somos negacionistas– es negar que existieron.

Ucrania como contingencia

Pensemos, para ejemplificar, en el último de los hechos nombrados, la invasión rusa a Ucrania. Puede que no sea el hecho histórico más importante (eso lo sabremos después) pero en el tiempo, es el más cercano. Un hecho que ahora, visto después que ocurrió, aparece ante nuestros ojos como algo muy fácil de haber sido previsto. Incluso documentalmente previsible.

Putin –como Hitler, quien antes de ser electo escribió que «la raza judía» debía ser eliminada de la faz de la tierra– había escrito un ensayo asegurando que Ucrania por razones derivadas de una común consanguinidad (!¡), era parte de Rusia (2021). Putin había anexado por la fuerza a otras naciones (parte de Chechenia y Georgia en el 2008) y había invadido a Ucrania el 2014, robándose Crimea.

Ya había anunciado incluso que había que modificar el orden político mundial (discurso de Münich 2007) y sin embargo, el 24 de febrero de 2022, a pesar de todos esos anuncios, la mayoría de los gobernantes occidentales fueron sorprendidos por la invasión rusa a Ucrania. ¿Cómo podemos explicarnos esa sorpresa frente a un hecho que hoy nos parece tan previsible?

Barajemos algunas hipótesis: la más divulgada es la que afirma que la mayoría de los gobernantes europeos fueron seducidos (comprados, dicen otros) por el gas y el petróleo ruso. No obstante, esta hipótesis no responde a la pregunta del por qué. Y para responderla nos vemos obligados a formular una segunda hipótesis: pues, porque sencillamente no creían que Putin iba a hacer una invasión a Ucrania. Así no más. Pero la respuesta no está dada. Ahora viene entonces la pregunta clave:¿por qué no lo creían capaz de hacerlo? La respuesta no puede ser otra que la siguiente: la mayoría de los gobernantes occidentales proyectaron su propia racionalidad hacia la cabeza de Putin.

Acostumbrados a pensar en términos de costos- beneficios, los mandatarios, sobre todo los europeos, supusieron que Putin no iba a arriesgar el futuro de Rusia sacrificando sus excelentes relaciones económicas y políticas con Occidente. Claro, puede ser que Putin también se haya equivocado y pensado en que, aparte de un endurecimiento temporal de las sanciones no era mucho lo que iba a pagar por su atrevimiento invasor.

De acuerdo a su propia racionalidad, puede que no haya imaginado la decisión con que Occidente iba a enfrentar la ocupación de Ucrania. Así como Occidente cultivaba la noción de un Putin cruel, pero racional, Putin cultivaba la visión de un Occidente enriquecido, pero incapaz de arriesgar el bienestar de sus naciones por una «provincia» llamada Ucrania.

Suponiendo entonces que la invasión a Ucrania ocurrió como consecuencia de una doble equivocación, la de Occidente con Putin y la de Putin con Occidente, la conclusión es evidente: hay un error fundamental en la que los humanos solemos caer, y este error es pensar en los otros como si nosotros fuéramos los otros.

Me refiero a esa impronta propia al pensamiento humano que lo lleva a no poder escapar de su propia subjetividad. Más todavía si pensamos en que ese pensamiento no es tan libre como nos imaginamos pues, de alguna manera, está determinado, aunque sea inconscientemente, por el deseo de que algunas cosas no sucedan. Solo una inteligencia artificial está libre del peso del deseo. Y como el deseo se expresa siempre en tiempo presente, imaginamos el futuro, aún el más lejano, como si fuese una simple extensión del presente.

«¿Por qué fue necesaria una guerra asesina en Ucrania para que Alemania se diera cuenta de la amenaza de Rusia?», es el largo título de un interesante artículo escrito por la historiadora alemana Helene von Bizmark. Su respuesta, en cambio, es corta. Nadie pensó en Alemania (en Europa tampoco) que la Rusia de hoy no es solo una prolongación de la ex URSS, sino algo muy distinto.

En otros términos, casi nadie pensó en lo peor. Como en los comienzos de Hitler, nadie pensó en el Holocausto, como en los comienzos de Stalin nadie pensó en el Gulag, como durante los primeros años del gobierno Putin, nadie pensó –aunque los indicios se acumulaban– en el genocidio que hoy es cometido en Ucrania. Volviendo a las primeras líneas, nadie pensó en la contingencia que nos depara el futuro porque la imaginación que surge de nuestros deseos bloqueaba ese pensamiento.

No estamos condicionados, quiero decir, para pensar en lo peor. No podemos aceptar que el futuro no es solo una simple prolongación del presente, sino algo distinto, determinado por hechos imposibles de prever. Y sin embargo, he aquí nuestra tarea de Sísifo: como seres pensantes estamos obligados a pensar en el futuro. El campo de lo imaginario es un futuro pensado con la simbología del campo del presente.

Pensamos el mundo pero pensamos en el mundo. ¿Cómo será el mundo después de la invasión de Putin a Ucrania? Todo depende en parte de la forma como se resuelva la guerra, eso lo sabemos. ¿Con una victoria de Rusia y la consiguiente anexión de Ucrania, o con una victoria de Ucrania la que aún perdiendo parte de su territorio podría llegar a emerger como una nación europea, libre, soberana y democrática?

No obstante, también sabemos, o mejor dicho presentimos, que la confrontación en Ucrania puede llegar a ser un detalle de no mucha importancia comparado con el dilema mundial que aparecerá nítido después de Ucrania: la confrontación entre dos megapotencias, China y Estados Unidos, buscando cada una ocupar un lugar hegemónico en el mundo. ¿Cómo se resolverá este antagonismo? Esa respuesta ha sido intentada responder por el conocido internacionalista norteamericano, Ian Bremmer.

El orden del futuro

Ian Bremmer, un pensador muy original, ha escrito recientemente un artículo cuyo título es decidor: «La próxima potencia mundial no será la que se piensa». Deconstruyendo los tenores dominantes en los pronósticos mundialistas, Bremmer nos sorprende con una afirmación: «Ya no vivimos en un mundo unipolar, bipolar o multipolar». Por el contrario, aduce, el mundo que se avecina será interactivo. En cierto modo ya lo es. Lo que hoy tenemos, y al parecer, seguiremos teniendo –es su tesis– son múltiples órdenes mundiales «separados pero superpuestos». En otras palabras, habrá un escenario de hegemonías compartidas.

Estados Unidos, según Bremmer, seguirá siendo un actor dominante en términos de seguridad (para bien o para mal, no lo dice) Pero el poderío militar norteamericano no es suficiente para establecer las reglas de la economía global y, en ese punto, deberá competir y compartir con China pues la economía norteamericana y la china han llegado a ser, en el espacio global, intensamente interdependientes. «No se puede tener una guerra fría económica si no hay nadie dispuesto a luchar contra ella», dictamina Bremmer con mucha lógica.

En ese marco descrito por Bremmer, la Unión Europea actuará como un mercado insustituible para China y Estados Unidos, Japón seguirá siendo una potencia económica y si India mantiene sus actuales índices de crecimiento, se unirá a la multipolaridad dominante.

Pero existe, además, otra posibilidad: y esta es que, debido a la aceleración de la revolución tecnológica de nuestro tiempo (por ahora digital y energética) las empresas tecnológicas, imbricadas entre sí en un tejido interminable de redes, lograrán una autonomía relativa con respecto a los estados nacionales, hasta el punto en que, emancipadas de amarras políticas, pueden llegar a dictar condiciones a los estados, y no a la inversa. De acuerdo a esa posibilidad, Bremmer configura tres escenarios:

  1. Si los estados nacionales siguen ejerciendo preeminencia sobre la tecnología, puede desatarse «una guerra fría tecnológica» (podría ser la que estamos viviendo).
  2. Si las tecnologías se emancipan relativamente de los estados nacionales, puede tener lugar la conformación de un orden mundial digitalizado, reservándose para los estados nacionales los espacios económicos y de seguridad.
  3. Si el espacio tecnológico supraestatal se convierte en dominante, puede llegar a conformar «un orden mundial por sí mismo» en condiciones de dictar reglas en la seguridad y en la economía internacional. Por ahora este escenario parece de ciencia ficción pero, para Bremer, es inevitable.

El poder del destino

Imaginar el futuro es gratis. Cada uno puede hacerlo según sus ideas, creencias o, como Bremmer, cálculos. Sus escenarios pueden ser perfectamente posibles. No lo ponemos en duda. Pero también pueden no darse. Los hechos se dan solo cuando se dan, más allá de las condiciones que los hacen posibles.

Pienso por mi parte que este, y otros cuadros imaginativos, aun los que se basan en tendencias reales como las que configura Bremmer, dejan de lado algunos aspectos que pueden ser tan determinantes como los aquí expuestos.

El primer aspecto es que los seres humanos no solo compiten tecnológica, económica y militarmente entre sí. La mundialidad económica, tecnológica y militar, no suprime las diferencias de ser en el mundo, diferencias que pueden ser religiosas, culturales o de simples modos de vida.

Para nadie es un misterio, por ejemplo, que para ordenes reglados por la religión o por la tradición, Occidente continuará siendo perverso, blasfemo y libertino. Peor todavía: Occidente, por el solo hecho de existir, es occidentalizador. Su fuerza no reside solo en los números ni en los aparatos, sino en su inevitable poder de atracción devenido de libertades que en otras partes no se dan.

Estados Unidos y Europa son por muchos, odiados, pero masas de seres humanos quieren vivir en Estados Unidos y en Europa, o por lo menos, como en los Estados Unidos y en Europa. De ese poder de atracción carece China. En materias relativas a las libertades humanas, China no está en condiciones de competir.

En lo que entendemos por Occidente, la revolución digital corre de modo paralelo con una revolución en las relaciones de género y de sexo, revolución que, guste o no, existe. En el no-Occidente, la revolución tecnológica avanza, pero las relaciones culturales y sexuales continúan siendo rehenes del más lejano pasado. Sus gobiernos despóticos, también.

Las confrontaciones entre el pasado y el presente suelen ser tanto o más cruentas que las económicas o tecnológicas. Al sobrevalorar a las primeras en desmedro de las segundas, analistas como Bremmer no dejan ningún espacio para la competencia política, expresada hoy en la contradicción esencial que se da entre ordenes democráticos y ordenes autocráticos, sean estos últimos dictatoriales o totalitarios.

Las teocracias islámicas así como el despotismo totalitario que crece en China, puede llevar a tensiones imposibles de ser resueltas mediante el concurso de la razón tecnológica y económica. La política, en fin, no es un subproducto de la economía, ni del desarrollo de las fuerzas productivas, según los marxistas, ni de las invisibles leyes reguladoras del mercado, según los liberales.

No por último hay que tener en cuenta que la historia está hecha por seres humanos y no por procesos objetivos, por más universales que ellos sean. Y bien, no hay nada más impredecible que un ser humano cuando, independientemente a constituciones y leyes, llega a controlar por sí solo los mecanismos del poder político. Lo estamos viendo hoy en los casos de Kim Jong-un y de Putin.

Tampoco hay una póliza de seguros que convierta en imposible un triunfo de Trump o de Le Pen o incluso de algo peor (pienso en el avance creciente de la ultraderecha alemana). Del mismo modo, no hay ninguna lógica objetiva que nos proteja de la irracionalidad de sectas religiosas como las que controlan el poder en Irán o Arabia Saudita, o de la de mandarines ideológicos como son lo que comandan el Partido Comunista Chino. Lo que hoy aparece como imposibilidad, mañana puede aparecer como posibilidad.

La guerra en Ucrania, para ejemplificar con una realidad actual, no era inevitable y por lo mismo no puede ser considerada el resultado de un proceso histórico objetivo. Por el contrario, todo parecía indicar, ya desde los tiempos de Gorbachov y Yelzin, que Rusia iba a unir su destino económico y tecnológico, incluso cultural, con Occidente.

Tuvo que aparecer un monstruo contingente llamado Putin para que toda la promesa encerrada en un proceso histórico que parecía posible, fuera revertida y con ello, desatados todos los horrores que día a día estamos viendo en la pantalla.

Escribió Antonio Machado: «Caminante, no hay camino, se hace camino al andar». Hoy podríamos decir: «Caminante, no hay destino, se hace destino al pensar». Y como las realidades en las que pensamos, llegan y se van, no hay otra posibilidad que pensar el destino del mundo de modo constante. No sé si esa tarea es nuestra condena. Pero si no la cumplimos, dejamos de pensar.

Referencias:
Ian Bremmer – LA PRÓXIMA POTENCIA GLOBAL NO SERÁ LA QUE SE PIENSA (polisfmires.blogspot.com)

Helene von Bismarck – ¿Por qué fue necesaria una guerra asesina en Ucrania para que Alemania se diera cuenta de la amenaza de Rusia? (polisfmires.blogspot.com)

Fernando Mires – EL NUEVO-VIEJO ORDEN POLÍTICO MUNDIAL (polisfmires.blogspot.com)

Twitter: @FernandoMiresOl

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.

Maduro y el nuevo orden político mundial

Fernando Mires

Parecía un cuento de mal gusto el protagonizado en Caracas por la primera dama del gobierno más misógino del mundo, el de la teocracia de Irán, país donde han sido asesinadas mujeres por el solo hecho de usar un velo de un modo divergente a los gustos de los machos religiosos del régimen (en el Corán no hay ninguna palabra que ordene portar un velo así o asá). O simplemente fue una provocación de la «primera combatiente» Cilia Flores cuando invitó a la dama iraní a reunirse con un grupo de mujeres intelectuales (por cortesía no les voy a poner comillas) del micromundo chavista (no se dio ningún nombre de tan selecta audiencia) para conversar «acerca de los derechos de la mujer en sus respectivos países» (sic). A primera vista, una de esas chanzas ordinarias que solía gastarse el difunto Chávez, a quién tanto gustaba hacer reír a su séquito adulador.

Naturalmente, la reacción fue explosiva. Las pullas, las diatribas, las fotos de mujeres mártires, los relatos de los escarnios en las cárceles de Irán, comenzaron a circular con la velocidad de un rayo a través de las redes. Sin embargo, después de la risa (o el llanto, depende de cada cual) pensamos algunos que detrás del grotesco espectáculo había algo más serio: un acercamiento cada vez más intenso, en todos los niveles, del gobierno de Maduro con la mayoría de los gobiernos dictatoriales, o simplemente autoritarios del mundo, entre los que por su crueldad sobresale el de Irán.

Sobre todo entre los que conforman el amplio círculo antioccidental que actúa de acuerdo a la línea acordada entre Putin y Xi Jinping y cuyo objetivo manifiesto es dar vida a un nuevo orden mundial, no solo económico, sino político, uno destinado a sustituir al que emergió después de la segunda guerra, primero y del derrumbe del comunismo, después.

Un bloque cuyo principal conductor es China seguida por tres naciones atómicas, la Rusia de Putin, la Corea de Kim Yong-un y el Irán de los ayatolas. Uno, en fin, formado al calor de la invasión de Putin a Ucrania, hecho que ha permitido el alineamiento explícito de agrupaciones globales hasta ahora solo existentes a nivel implícito.

Aparentemente, ninguna novedad. Desde los tiempos del presidente occiso, el chavismo ha intentado incluir a Venezuela en los círculos más antidemocráticos del mundo. Las relaciones de hermandad de Chávez con tiranos de la calaña de Gadafi, Hussein, al-Assad (un humanista, según Chávez) son de sobra conocidas. La simbiosis establecida con Cuba y Nicaragua se mantiene vigente. El hecho de que pocos días antes de la invasión a Ucrania, Putin hablara de usar Cuba y Venezuela como base de operaciones militares, fue algo más que un exabrupto, sobre todo si vemos que eso es precisamente lo que está haciendo el régimen de Jinping al convertir a Cuba en un asentamiento de los aparatos de inteligencia china.

Cuba es una ficha ruso-china. Venezuela, sobre todo si Maduro gana las elecciones que se avecinan, llegará a ser lo mismo. A la luz de estos antecedentes, parece inaudito que un presidente democrático como Lula haya intentado presentar a Maduro en el encuentro de Brasilia como víctima de una falsa narrativa. Lo peor es que si no hubiera sido por la intervención decidida de los gobernantes de Chile y Uruguay, lo habría logrado. Al final solo queda concluir en que, lamentablemente Brasil bajo Lula, intensifica no solo su dependencia económica sino además la política con el imperio chino.

Lula es una llave de China en el proyecto de cambiar el orden mundial por uno más conveniente a los proyectos del eje Bejing, Moscú, Teherán. En ese contexto, la aspiración de Lula es convertirse en el líder de un subbloque latinoamericano de naciones «neutrales» (leáse, antinorteamericanas) y, si es posible, afín a los dictados de Beijing. En ese proyecto, la Venezuela de Maduro, no solo desde un punto de vista estratégico económico (petrolero), sino también geopolítico, sería una pieza fundamental.

Por ahora el régimen de Venezuela es de tipo binario. No es una dictadura salvaje como la de Cuba o Nicaragua, pero está muy lejos de ser una democracia en forma, como las de Uruguay, Costa Rica o Chile. Con un lavado de cara, debe haber pensado Lula, Maduro podría llegar a ser un aliado presentable en el macroproyecto que lleva a la conformación de un nuevo orden mundial.

Que Maduro ya es un aliado de fiar para el proyecto antioccidental, lo demuestra el tono impreso a sus declaraciones sobre materia política internacional. Por ejemplo, sabedor de que Erdogan está esperando el momento para cambiar de bando (en el caso de que Europa sea doblegada por Putin en Ucrania, por ejemplo) Maduro lo felicitó, expresando el deseo de «seguir trabajando juntos para cambiar el nuevo mundo».

Después de Turquía, donde recibió trato preferencial, Maduro apareció en Arabia Saudita (6 de junio) junto al príncipe Mohamed bin Salman, a quien Maduro no se cansó de hacer referencias en torno al nuevo orden mundial. Para el siniestro príncipe, la visita de Maduro no solo tenía que ver con la conexión petrolera, sino, además, como un modo para mostrar públicamente su predisposición a buscar aliados dentro de la órbita antinorteamericana. La visita a Caracas de la dama persa, vista así, solo fue un nuevo paso en la firme adhesión de Maduro con la «internacional de dictaduras» cuya consanguinidad ideológica hará posible la transformación de un mundo donde las democracias políticas serán reducidas a un lugar secundario.

No inventamos nada; no especulamos. Es la articulación de hechos reales la que nos hace posible fijar la siguiente conclusión: la introducción no solo informal (así ha sido hasta el momento) de Venezuela dentro de un marco compartido con Rusia, China, Irán, Corea del Norte, y otras antidemocracias, encierra peligros, no solamente externos en la región latinoamericana, sino también al interior de la propia Venezuela. Esos peligros se presentan en dos costados. En uno, los países antidemocráticos estarán muy interesados en que Maduro no pierda las elecciones presidenciales del 2024. En otro, Maduro y los suyos se sentirán inducidos a cometer, si llega a darse el caso, todo tipo de alteraciones a las normas electorales (la reciente designación de un nuevo CNE es solo un signo) al saberse protegidos por una red de dictaduras que operan en todos los reductos del globo.

A Diosdado Cabello hay que tomarlo en serio cuando dijo «De aquí no nos vamos, ni por las buenas ni por las malas». Lo dijo porque sabe que no está solo en el mundo. Si Putin, para poner un ejemplo, se atrevió a interferir en las elecciones de la sólida democracia estadounidense, hay que imaginar lo que haría en Venezuela, país al que el gobierno le abre todas las puertas. En nombre del avance del ideal del nuevo orden mundial, como ayer en nombre del comunismo, todo está permitido.

Lo dicho significa que la política exterior del gobierno venezolano es parte de la interior. Las líneas que en el pasado preglobal se interponían entre realidades locales y mundiales, si no han dejado de existir, son muy borrosas. En otras palabras: hoy vemos una relación directa entre la filiación internacional de un gobierno y la conformación del orden político interno. Quiere decir que así como en el pasado reciente hubo procesos de democratización, hoy asistimos a un cada vez más creciente proceso de autocratización.

El nuevo orden mundial –bipolar y en ningún caso multipolar– ya no es un objetivo lejano. Está impuesto. A un lado, el espacio occidental, con sus democracias, sus alternancias en el poder, sus derechos y sus libertades. Al otro, el muro de las autocracias, con sus ideologías religiosas y con sus religiones ideológicas, con sus poderes absolutos, con minorías sexuales, culturales y sociales desprovistas de toda opción política. A un lado, el mundo de la discusión y el debate. Al otro, el de la obediencia y el del sometimiento. En ese choque, no de culturas, no de civilizaciones, pero sí de ordenes políticos, América Latina no está ausente. Es por eso que no nos hemos cansado de afirmar: Cada gobierno de tendencias autocráticas –sea de izquierda o derecha– que se imponga en la región, será un botín conquistado por el nuevo eje de dominación mundial.

Como ya hemos formulado en un reciente artículo, la democracia (en su forma liberal o constitucional) se encuentra en estos momentos a la defensiva. En cada elección nacional puede jugarse el destino de otros países. En ese punto están de acuerdo la gran mayoría de los observadores: si la guerra en Ucrania está en el centro de la política global, es porque Ucrania se ha convertido en una trinchera que separa a dos mundos. Si triunfa la Ucrania occidental y democrática, será un gran golpe en contra de la expansión autocrática mundial. Al revés también: si Putin logra apoderarse del sufriente país europeo, tanto Rusia como China continuarán una expansión, no solo territorial. Una ONU, controlada por poderes autocráticos ya no es una distopía; es una latente posibilidad.

En el país de Maduro, esa confrontación macro y micro política a la vez, tendrá lugar el 2024. Maduro enfrentará a una oposición social muy grande a la que hasta ahora –sobre todo debido a los terribles errores cometidos desde 2018 por los partidos políticos que adversan al gobierno, cuando en un acto de fatuo heroísmo decidieron practicar la abstención– no ha logrado la mínima unidad que se requiere para ser alternativa política. Las primarias que pronto tendrán lugar entre una cantidad desmesurada de candidatos, no será un enfrentamiento entre opciones políticas sino entre personas que, como en los concursos de belleza, sacan a relucir sus dotes personales, reales o inventadas. En medio de ese corso, llama la atención la incapacidad intelectual de los políticos para dimensionar el significado de las elecciones que avecinan. Un triunfo de Maduro significará, digamos con todas sus letras, la consolidación del régimen dentro de un marco internacional y antidemocrático que lo ampara.

Hoy no es igual que ayer. Ayer, cuando ganaba Chávez o Maduro, ganaban en primer lugar ellos. Hoy si gana Maduro, ganan en primer lugar Xi y Putin. ¿Por qué hasta ahora ninguno de los candidatos dice esta verdad, tan grande como una catedral?

Probablemente, algunos tienen serias limitaciones políticas. Puede ser también que otros tengan miedo a ser inhabilitados por el gobierno, antes de competir en las primarias. Quizás hay otras razones. Sin embargo, sería injusto dejar caer todo el peso de la crítica solo sobre las personas de los candidatos. En este sentido hay que ser conscientes de que los políticos son rara vez productores de ideas. Su tarea es representarlas, y cuando llega el momento, ejecutarlas. Pero no crearlas. De modo que la incapacidad discursiva que hoy hacen gala los candidatos, no es solo de ellos. Al menos debe ser compartida con los que sí tienen como tarea producir ideas políticas (ideas-fuerzas, las llamaba Gramsci). Me refiero a la llamada clase intelectual cuyos miembros, desde artículos semanales, echan a volar ideas para que sean recogidas por eventuales actores políticos. Y bien, es en ese campo, el de la producción de ideas, observamos no solo en Venezuela, sino en casi toda América Latina, un desierto más grande que el del Sahara.

Concentrémonos en el caso de Venezuela. ¿Cuántos son los llamados pensadores que han tematizado la vinculación de Maduro con el nuevo orden mundial y las consecuencias que de ahí derivan para el destino nacional? Pero bajemos el tono, quizás eso sea mucho pedir. Preguntemos de otro modo: ¿Cuántos y cuáles son los que han dado a conocer el sentido que tiene para el país un triunfo o una derrota de occidente en Ucrania? Es decir, ¿cuántos son los que se han dado cuenta de que Venezuela no es un mundo sino un país que habita en el mundo?

Leo a gente que antes leía con interés y hoy cada vez menos. Los que mencionan ese drama de nuestro tiempo donde se juega gran parte del destino del mundo, son minoritaria excepción. En la mayoría de los que se pronuncian por la democracia, con relación a la tragedia ucraniana observo un silencio aterrador: una «indolencia que duele». Incluso no han faltado algunos que indirecta o directamente toman partido a favor del agresor. Entre ellos están por cierto los que padecen de ese cretinismo tan latinoamericano llamado antiyanquismo (incluyo en ese grupo al papa Francisco). Para esa especie, EE UU no es una potencia que ha cometido grandes errores y grandes aciertos, sino la representación del mal sobre la tierra.

Por el otro lado, no faltan los que se sienten agredidos por las luchas culturales de nuestro tiempo, sobre todo las sexuales que tienen lugar en los países occidentales, en su jerga, decadentes. No lo dicen, pero al igual que los antiguos derechistas otean a gobernantes como Putin y Xi como garantes del orden sexual y familiar puesto en cuestión por los movimientos identitarios. También hay que agregar a los analistas que se las den de cientistas sociales objetivos, a los que no pronuncian jamás la palabra invasión, a los que proponen ceder parte de Ucrania a Rusia sin consultar a los ucranianos, a los que intentan disimular su adhesión putinista aduciendo que «el problema es muy complejo» para terminar con la vil coartada de “la neutralidad de valores» y otras hipocresías. Por último, no faltan tampoco los que piensan de acuerdo a los cánones de la inteligencia artificial. Para ellos, comunista o no, Xi, corresponde con la imagen del empresario exitoso de la era global. Son los mismos que ven a las naciones como grandes empresas y a los gobernantes como eximios gerentes.

Mirando desde este desolador panorama no podemos exigir a los candidatos venezolanos pensamientos que no ha producido nadie. No obstante, no es tarde para advertir sobre el abismo que se cierne sobre el país de Maduro. Venezuela está a punto de convertirse en una base de operaciones al servicio de un núcleo de poderes autocráticos, dictatoriales y totalitarios. Ya lo es, me dirá algún tuitero. Sí, responderé. Pero todavía no lo es oficialmente.

Lo cierto es que en las elecciones venezolanas del 2024 es mucho lo que está en juego en estos tiempos de guerra. Quien vote por Maduro, votará, aunque no lo sepa, por Xi, Putin, y los ayatolah. Puede que saberlo no aumente el caudal de votos, pero entre no conocer la realidad o desconocerla, siempre será mejor conocerla.

Ojalá los venezolanos, sus políticos, sus intelectuales honestos (también los hay), y no por último, sus ciudadanos, se den cuenta hacía que lugar oscuro del mundo los está llevando Maduro. Ojalá logren unirse en torno a una persona, sea quien sea y, si no triunfan, logren al menos recrear una oposición que solidarice con las víctimas de otras dictaduras, pero también con esos millones de venezolanos que vagan por el mundo en busca de un destino arrebatado. Cada país tiene sus propios ucranianos.

Comenzamos este artículo refiriéndonos a la primera dama iraní, en su visita a Venezuela. La verdad, las palabras pronunciadas por Cilia Flores tuvieron el poder de una alerta. Decir que la esposa de un gobernante femicida es representante de los derechos de las mujeres es una horrorosa mentira. Sin embargo, en Irán esa mentira es una verdad oficial. Esa representación escandalosa auspiciada por la «primera combatiente» es el pan de cada día en la televisión de Irán. Es también la norma en los países autocráticos. Al fin siguen el ejemplo señero de Putin. ¿No llama Putin a una guerra, operación especial? ¿No llama a la revolución democrática y proeuropea de Maidán, golpe fascista? ¿No llama a los genocidios que a diario comete en Ucrania desnazificación? ¿No dice a su gente que los territorios ocupados, son territorios liberados?

El nuevo orden mundial, ese mismo que auspician Xi y Putin, los ayatolahs y Maduro, puede ser mañana la nueva normalidad. Tenía razón Hannah Arendt en sus «cuatro lecciones sobre el Mal»: cada ser humano vive entre la verdad y la mentira. Cada uno puede y debe elegir la una o la otra. Cada uno puede convertir a las verdades en mentiras y a las mentiras en verdades. A estas últimas las llamaremos, postmentiras. El autocratismo, sea mundial o local, es la institucionalización de la postmentira.

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.

Twitter: @FernandoMiresOl

https://talcualdigital.com/maduro-y-el-nuevo-orden-politico-mundial-por-...

La democracia en la defensiva

Fernando Mires

La democracia como forma de gobierno, pero más: como forma de la política, ha sido y es expansiva y conflictiva. Al haber surgido desde y en contra de ordenes no democráticos, es vista por estos como amenaza. Así ha sido al menos desde su renacimiento premoderno y moderno. Reaparecida tímidamente en la Carta Magna de los ingleses, consagrada constitucionalmente en la revolución norteamericana, expandida militarmente a través de Francia, ese espíritu político nacido bajos las luces de Atenas, ha continuado su línea ascendente, no de un modo vertical, sino zigzagueante. Eso significa que ha habido periodos de auge y otros de repliegue, e incluso de retroceso democrático.

Y bien, aquí aventuraremos la tesis de que en estos momentos nos encontramos en uno de repliegue y, tal vez, de retroceso. Mirando desde una perspectiva macrohistórica, este repliegue y/o retroceso no nos sorprendería si tomamos en cuenta que la línea que lleva hacia la democratización de las naciones ha atravesado dos periodos consecutivos de muy alto ascenso. Uno, después de la derrota de la Alemania nazi, en 1945. El otro, después del derrumbe del imperio soviético, en 1989-1990.

La razón democrática

Para evitar confusiones, debemos precisar que es lo que entendemos cuando hablamos de naciones democráticas.

Como hemos insinuado en otros textos, nos referimos a dos niveles. Uno formal, a saber, la democracia como forma de gobierno y otro más amplio e informal, a saber, la democracia como modo de vida. La forma de gobierno hace alusión a la institucionalización de un sistema de libertades y derechos consagrados por la tradición, por la cultura y por una constitución que rige para todos los habitantes de una nación quienes conforman una ciudadanía, concepto político que postcede al concepto demográfico de población.

La democracia como modo de vida, en cambio, supone un cuestionamiento a todo lo que dentro de una democracia no es democrático, o está dejando de serlo. Para decirlo a modo de ejemplo, las democracias decimonónicas integraban estructuras antidemocráticas en contradicción con la constitución nacional (la esclavitud en los Estados Unidos, por ejemplo). Las de hoy, no tanto. ¿Qué es lo que nos dice el ejemplo? Algo muy simple: la democracia no es un orden establecido sino uno en permanente formación, un orden no estático sino en movimiento. Eso significa que la democratización no termina nunca de ser dentro de una democracia. La democracia es su autoreproducción, o en las palabras que en su tiempo puso de moda Niklas Luhmann, es autopoiética. Lo que era democrático ayer, puede que mañana no lo sea.

La constatación relativa a que sin democratización no puede haber democracia ha llevado a decir a muchos que la única y auténtica democracia es la democracia liberal. De eso no estamos muy convencidos. La razón es la siguiente: El liberalismo es una ideología, y la democracia es un campo de recreación de ideas e ideologías, pero en sí misma, no puede ser regida por una ideología, por muy democrática que sea. De lo que sí estamos seguros, y en eso hay cierto consenso, es que la democracia, para que exista, debe ser constitucional e institucional.

El gobierno del pueblo, esto es, la democracia en sentido literal, solo puede existir en un marco determinado por leyes e instituciones. Visto así, toda democracia es delegativa. Las experiencias históricas parecen confirmar esta afirmación. En cada país donde ha sido intentada una democracia directa o de base (consejos, soviets, juntas) han aparecido feroces autocracias.

La amenaza autocrática

Ahora bien, la democracia, la que conocemos, a la que algunos llaman liberal y otros simplemente constitucional e institucional, se encuentra en estos momentos cuestionada desde fuera y desde dentro de las naciones democráticas. En los términos popularizados por Hungtinton nos encontraríamos frente al avance de una muy alta ola antidemocrática. Todo indica que la historia del siglo veintiuno será signada por esa contradicción mundial, vale decir, por un choque no civilizatorio, ni siquiera cultural, entre movimientos democráticos y movimientos antidemocráticos.

El punto fijo de esa contradicción se ha vuelto evidente con la invasión de la Rusia de Putin a la Ucrania de Zelenski. Por eso, entre quienes hemos condenado sin cesar a la agresión rusa, prima la opinión de que, si bien tuvo lugar en Ucrania, fue una agresión a todo el orden democrático mundial.

Putin, efectivamente, pasó por encima de todos los acuerdos de postguerra, tanto geográficos, militares, políticos. El mismo dejó muy claras sus intenciones, pocos días después de la invasión. En los juegos olímpicos de Beijing, Putin y su colega Xi Jinping, dieron a conocer públicamente una comunicación según la cual ambos permanecen unidos en el seguimiento de una estrategia común: nada menos que la de organizar un nuevo orden mundial.

Un orden que no solo puede ser entendido como económico (los órdenes económicos no se imponen, simplemente aparecen) sino un nuevo orden político, opuesto al occidental, o más directamente, al democrático. Si es que hubo desacuerdo entre ambos megadictadores, ese no está en los fines, sino en los medios.

China, siguiendo sus intereses geoestratégicos, ha manifestado su oposición al empleo de armas nucleares; y con razón: a China interesa la sobrevivencia económica de Occidente aunque solo sea para seguir copiando sus invenciones científicas y tecnológicas, base al fin de su crecimiento global. Y a los comunistas chinos interesa la dominación, no la destrucción del planeta. De ahí que la amistad estratégica de China con Rusia juega ante los ojos de los gobernantes occidentales un papel irónicamente regulador. Hecho que ha llevado a algunos de ellos, Macron y Lula entre varios, a hacerse ilusiones sobre el rol pacificador que podría jugar Xi frente a Putin durante la guerra de Ucrania. Pero se engañan. Xi está tan interesado como Putin en disminuir los principios de la democracia occidental, hoy hegemónicos a nivel mundial.

Para nadie es un misterio que la Carta de las Naciones Unidas es vista desde Beijing como una imposición de la cultura occidental a naciones que provienen de otras tradiciones. Para China, mucho más importante que una democracia mundial, es cementar el principio de la autodeterminación, esto es, que los gobernantes de cada nación puedan cometer los crímenes que decidan, sin exponerse al dictado de injerencias externas. De acuerdo a la visión china, las Naciones Unidas deberían limitarse a ser un simple organismo de consulta. Aunque parezca paradoja, China – dícese comunista – es partidaria de un neoliberalismo geopolítico que permite actuar con impunidad a todos los poderes autocráticos de la tierra.

Desde la perspectiva china, la constante apelación a los derechos humanos en países democráticos es parte de un discurso imperialista destinado a someter culturas milenarias a los patrones culturales occidentales. Recordemos, para poner un ejemplo, que en su última visita a Alemania, el ministro del exterior chino, Wang Yi, sorprendió a la prensa con esta frase: «ustedes tienen a Kant y Hegel, pero nosotros tenemos a Confucio y Lao Tze».

Quería decir que hay que aceptar las diferencias culturales entre las naciones, algo que nadie en Occidente ha puesto en discusión. La ministra alemana Baerbock, sorprendida por su colega chino, se limitó a mostrar su mejor sonrisa. Si ella no conociera la diplomacia, la respuesta obvia habría sido: «lo que nos separa de ustedes no es la filosofía sino dos formas de gobierno, uno que ha sido elegido por un partido y otro que ha sido elegido por la ciudadanía a través del sufragio universal». O también: «uno que no acepta la universalidad de los derechos humanos y otro que piensa que los humanos tenemos derechos por el solo hecho de ser humanos, independientemente de tradiciones, religiones y culturas”.

El histórico abrazo dictatorial de los juegos olímpicos de Beijing, y la declaración conjunta a favor de un nuevo orden mundial, fue confesión bipartita, de que la ocupación rusa de Ucrania es para Putin y Xi, solo una pieza en la avanzada política y militar de las antidemocracias, en aras de la creación de un nuevo orden político mundial bajo hegemonía chino-rusa. En otras palabras, la guerra de invasión no es solo contra Ucrania, ni siquiera contra los EE UU, sino contra el occidente democrático.

Sin especular demasiado, podríamos deducir que la dirigencia política de China ya estaba informada de la invasión a Ucrania antes de que fuera puesta en acción ese fatídico 24-F-22. Justamente por esas razones, los gobernantes más lúcidos del mundo occidental entienden perfectamente por qué es necesario que Rusia no solo no gane, sino, además, pierda totalmente la guerra.

Los tres segmentos de la barbarie antioccidental

Lo cierto es que después de los Juegos Olímpicos, la tarea emprendida por los dos presidentes antidemocráticos, ha sido la de formar un bloque mundial alternativo al bloque occidental, uno en condiciones de disputar a EE UU y Europa, no solo la hegemonía económica, también la política y la militar. De hecho, deben haber comprobado que en el mundo hay una gran cantidad de naciones dispersas, abiertamente opuestas a los EE UU. La mayoría de esas naciones están gobernadas por dictaduras y autocracias. Seguramente por eso, Xi Jinping decidió modificar el discurso mundialista de Mao Zedong, de quién él intenta presentarse como su sucesor histórico.

De acuerdo a la división maoísta, el mundo estaba dividido entre naciones dominantes (incluía a la URSS) y naciones subalternas («aldeas que rodean a las grandes ciudades», en su metafórica expresión). China, según Mao, estaba destinada a convertirse en la nación vanguardia de la revolución anticolonialista y antimperialista mundial. Para Jinping, la división es otra: el mundo, según su óptica, está dividido en dos bloques: las naciones occidentales conducidas por Estados Unidos y Europa y las naciones antioccidentales, conducidas por China. Que esta sea la misma división que hizo Biden, entre democracias y autocracias, evita mencionarlo Xi. Como todos los dictadores, Xi y Putin piensan que el colmo de la democracia es la que ellos representan en sus respectivos países.

China y Rusia, o mejor, Rusia bajo dirección de China, intentan perfilarse como naciones directrices de la contrarrevolución anti- occidental –léase antidemocrática– de nuestro tiempo. Para facilitar la explicación de esta tesis, parece ser conveniente dividir provisoriamente el bloque de apoyo antioccidental, en tres grandes segmentos.

  1. Las potencias económicas y militares de segundo rango, sobre todo Corea del Norte, Irán, Siria
  2. Las naciones no-occidentales pero tampoco (todavía) antioccidentales, como son India, Sudáfrica, Arabia Saudita, y Brasil
  3. Las naciones pobres gobernadas por regímenes autocráticos o simplemente por democracias precarias, como son gran parte de las naciones africanas y una parte fluctuante de las latinoamericanas.

El primer segmento es el núcleo duro sobre el que reposa el eje chino-ruso. Se trata de naciones dominadas por gobiernos que han hecho del antioccidentalismo una profesión de fe, una doctrina e incluso, en el caso de Irán, una guerra santa.

Fue Putin, antes de Xi, quien descubrió la posibilidad de agrupar a las naciones islámicas en una orientación antioccidental.

Eso sucedió el año 2013, cuando aprovechando el trauma norteamericano que dejó la intervención en Irak, y nada menos que en nombre de la guerra en contra del terrorismo internacional, desató una guerra a muerte en contra de las organizaciones para-democráticas surgidas en Siria durante la llamada «primavera árabe». Esa estrategia denominada «de tierra arrasada» sería puesta después en práctica en la invasión a Ucrania.

La guerra en Siria fue una invasión colonialista de Rusia a Siria, llevada a cabo ante la complacencia de los gobiernos occidentales. Como resultado Siria pasó a convertirse en un condominio colonial ruso. Años después, China, mediante la aplicación geopolítica de su poder económico, se encargaría de mediar entre Siria y el resto de las naciones de la región, reintegrando a la dictadura de al-Assad en la Liga Árabe. El hecho de que al-Assad fuera recibido con los brazos abiertos por el príncipe Mohammed bin Salman de Arabia Saudita hay que ponerlo en la cuenta positiva de la política internacional china.

Las naciones islámicas, incluyendo a Turquía, hasta hace poco trenzadas en guerras hegemónicas (la más cruenta, la de Yemen, será negociada con Arabia Saudita e Irán con patrocinio chino) están siendo convencidas por China de la necesidad de posponer sus sangrientas diferencias y unirse bajo el amparo de un mismo techo. De más está decir, ese techo es China.

En fin, tanto para Putin como para Xi, ha llegado la hora de formar en el mundo islámico una especie de comunidad religiosa-militar, radicalmente antioccidental, bajo la protección económica de China y militar de Rusia.

Los EE UU ya han perdido su hegemonía política sobre Arabia Saudita, y probablemente por sobre todos los potentados petroleros de la región. Una muestra más de que Occidente sufrirá esta y otras pérdidas en el curso de la confrontación en contra del eje chino-ruso. Putin por su lado podría cumplir una parte de su utopía, la de arrebatar a Occidente el espacio clientelístico que había ejercido la URSS sobre el despótico “socialismo árabe” (Irak, Yemen, Libia, Sudan y Egipto) pero esta vez, bajo conducción de China y de Rusia.

Con respecto al segundo segmento, formado por ese grupo anodino configurado por las naciones mal llamadas emergentes, Xi Jinping aprovecha la irreversible dependencia económica y financiera en que han caído algunas naciones con China, para ordenarlas políticamente bajo su batuta. La idea de un Club de la Paz, formada por potencias emergentes bajo dirección china, destinada aparentemente a servir de mediación entre Occidente y Rusia en la guerra a Ucrania, no persigue otro propósito que sustraer a “países intermedios” de la órbita política occidental. Primero, económicamente. Segundo, es el paso actual, diplomáticamente.

El intento de maquillar políticamente a gobiernos como el de Maduro, llevado a cabo por Lula en la cumbre de Brasilia, hay que entenderlo como parte de un proyecto de unificación geopolítica de connotaciones continentales, en el marco que da lugar a la formación de un nuevo orden político bipolar. Que después de Brasilia, Maduro apareciera en Arabia Saudita abogando por un nuevo orden mundial, muestra el nivel de organización alcanzado por el bloque autocrático en formación. La estrategia, evidentemente, es ampliar la zona de influencia de China en América Latina, más allá de las tres naciones antidemocráticas (Cuba, Nicaragua y Venezuela) en un tercer segmento, formado por las naciones más pobres, que son también las que poseen las estructuras políticas más precarias. Frente a ese segmento, Xi Jinping se nos vuelve «tercermundista» e, incluso, maoísta.

El caso de una pobrísima Honduras, rompiendo ridículamente con Taiwan (que no es una nación jurídica constituida) puede parecer muy tropical, pero en cierto modo revelador de una predisposición antinorteamericana, cultivada durante años por las elites de la región.

En el contexto sudamericano resulta útil observar el caso de Brasil, nación que pertenece al segundo y al tercer segmento a la vez. Desde mucho antes del segundo gobierno de Lula, Brasil depende más de la economía china que de la norteamericana y, en general, de la occidental. El rol conferido por Jinping a Lula parece ser el de agrupar a la mayoría de los gobiernos latinoamericanos, en la órbita de los “países neutrales”. La fuerte predisposición ideológica antinorteamericana de la que hacen gala (no solo) las izquierdas latinoamericanas, puede facilitar esa misión. El galeanismo como ideología, ha sobrevivido a Galeano. Asumir el rol de víctimas, tiene como efecto adicional, absolver a las clases políticas latinoamericanas de todas las barbaridades que han cometido y seguirán cometiendo.

Pero esta historia no ha terminado

En breve, el Occidente político, desde la invasión a Ucrania, se encuentra amenazado. Esto no significa caer en predicciones catastrofistas, al estilo de las de Spengler, Toymbee y Huntington. Significa simplemente aceptar que estamos frente al aparecimiento de un nuevo orden político antidemocrático y mundial, y que en el curso de su conformación, Occidente deberá pasar a la defensiva.

Hay momentos ofensivos y hay momentos defensivos. Vivimos una historia cuyo final no puede predecirse. No existen leyes universales que prefijen el futuro. Puede ser que la imaginación occidental no esté agotada. Occidente sigue siendo el punto de partida de diferentes transformaciones a nivel mundial. La revolución democrática iniciada una vez en Estados Unidos y Europa, continúa su marcha. Pero no solo las relaciones sociales siguen democratizándose, también las que dicen relación con la corporeidad y la intimidad. Las brechas que separaban a los sexos, y a las formas del ser sexual (géneros), están siendo cerradas.

En los espacios científicos y tecnológicos, artísticos y culturales, Occidente sigue siendo vanguardia. A todo esto agrega una revolución energética cuyas consecuencias a nivel mundial todavía no son predecibles. Las innovaciones en la energía eólica y solar, por nombrar solo a dos rubros, tendrán impactos en naciones que apostaron todo su crecimiento a una economía basada en la explotación de la energía fósil. Muchas de esas naciones son regidas hoy por gobiernos autocráticos.

Cierto es que existe un fuerte resentimiento antioccidental -muchas veces entendible – incluso dentro del propio Occidente. Pero también es cierto que la mayoría de los jóvenes en los países antidemocráticos quieren ser, o llegar a ser, occidentales, y no solo en los ámbitos del consumo catarro, como imaginan los gobiernos autoritarios. Occidente es mucho más que McDonald. Así lo han comprendido algunas dictaduras.

Cada mujer que lucha por el derecho a no usar un velo es una enemiga occidental en el Irán de los ayatolas. Cada gay apaleado en las calles de Moscú, es un enemigo occidental en la Rusia de Putin. Cada estudiante o intelectual disidente enviado a prisión, es un enemigo occidental en la China de Jinping.

Y quizás hay algo aún más importante. Mientras en los países antioccidentales existe un enemigo llamado Occidente, en ese no-lugar virtual llamado Occidente, no existe ningún enemigo llamado Oriente. En los países occidentales, Oriente no es más que una noción geográfica, nunca una unidad geopolítica o cultural. Para los gobiernos antidemocráticos, en cambio, Occidente es un enemigo político y militar al que hay que derrotar y someter. Pero fuera de eso no los une nada más. Si desaparece el odio antioccidental, volverán a ser enemigos entre sí.

Occidente, en fin, no está en guerra en contra de ningún Oriente. Más allá de ser una noción geográfica, Oriente no existe como unidad política. Mucho menos como un modo de vida. Y al fin y al cabo, nadie puede ser derrotado por un enemigo que no existe. Hasta para ser antioccidentales, los enemigos de «la sociedad abierta» (Popper), necesitan de Occidente.

Twitter: @FernandoMiresOl

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.

Las falsas narrativas de Lula

Fernando Mires

Pensaba escribir este fin de semana un artículo sobre las muy importantes elecciones municipales que tuvieron lugar en España. Mi interés, sin embargo, fue desplazado rápidamente hacia los intercambios polémicos entre los presidentes de Chile y Uruguay por un lado, y el presidente de Brasil por otro, acerca de la inclusión de Venezuela, por nadie cuestionada, en las cumbres latinoamericanas.

El problema –si es que lo podemos llamar así– fue provocado por el mismo Lula, al declarar no válida la narrativa que predomina sobre Venezuela, a saber, la de un gobierno autoritario, incluso autocrático, aunque de origen electoral, pero a la vez irrespetuoso con los derechos humanos y con las normas democráticas. Esa narrativa –es lo que no dice Lula– está basada sobre hechos reales, como se testimonia, entre otros muchos informes, el documento elaborado por la comisión Bachelet desde la ONU (2019). De más está decir que para un presidente chileno como Gabriel Boric, aceptar la narrativa de Lula habría significado, sin más ni menos, declarar como falsa la «narrativa» auspiciada por una ex presidente de Chile en dos periodos consecutivos: Michelle Bachelet.

La verdad, ni Boric ni Lacalle Pou pensaban poner condiciones a Maduro ni mucho menos cuestionar una participación que corresponde a Venezuela por derecho –podríamos decir, natural–. Las condiciones para una eventual exclusión las puso el mismo Lula al proponer una revisión de las opiniones que priman sobre el gobierno de Maduro.

No sabemos si fue una provocación consciente o una torpeza verbal del gobernante brasileño. Nos inclinamos por la primera opción. Maduro y Lula mantuvieron una secreta reunión –algo inusual según el presidente Lacalle– antes del inicio de la Conferencia. El hecho es que fue Lula –no Boric, tampoco Lacalle– quien puso a bailar a Maduro sobre la mesa de los invitados.

Lula, lo hemos visto continuamente, no oculta sus intenciones por aparecer como un líder continental, un estadista a cargo de una nación que, no sé por qué raras razones, es calificada como potencia emergente, más aún, de una nación cuyo gobierno ha pasado a formar parte de un macro-plan dirigido desde Beijing, elaborado en función de dos objetivos. Uno inmediato y otro a largo plazo. El inmediato es formar un frente de naciones «no alineadas», bajo hegemonía china, cuyo propósito es crear una mediación en la guerra de Rusia a Ucrania. Ese frente o «club de la paz» (en las palabras de Lula) estaría formado por naciones como India, Sudáfrica, Irán, probablemente Arabia Saudita, y Brasil. De acuerdo al no oculto plan chino, se trataría de construir a largo plazo un bloque de decisión mundial alternativo al formado por las naciones occidentales, aliadas a Estados Unidos.

¿Y qué tiene que ver Maduro con esto? preguntará con razón, el amable lector. Más que algo.

Las razones del presidente Lula

Venezuela bajo Maduro puede ser considerada un aliado de la Rusia de Putin, quien es, al mismo tiempo, un aliado económico, político y probablemente militar de China. En breves palabras, Maduro puede ser una pieza importante en el tablero ruso-chino. No es casualidad que Sergei Lavrov, el brazo internacional de Putin, haya viajado a América Latina para entrevistarse con los gobernantes de Cuba, Nicaragua, Venezuela y Brasil (abril 2023). Los motivos del viaje no eran turísticos. Son precisamente los países que el eje ruso-chino observa como aliados potenciales en América Latina.

En ese contexto, la Venezuela de Maduro podría llegar a ser una pieza política en el nuevo orden mundial que sueñan Vladimir Putin, Xi Jinping y Lula, el presidente del país latinoamericano más dependiente de China. No exageramos: China es la principal fuente de inversión extranjera en Brasil, con una inversión acumulada de 66.100 millones de dólares entre 2007 y 2020, según un estudio del CBCE. También representa el 47% de toda la inversión china en los países de América Latina.

El problema para el proyecto chino-brasilero es que, junto a Ortega, Maduro goza de desprestigio universal. En las palabras que usan los periodistas, un «paria». De ahí entendemos el interés de Lula por blanquear al gobierno de Maduro. Visto así, la narrativa que busca imponer Lula no habría sido resultado de un acto irreflexivo o un impulso provocado por la intemperancia, sino una jugada muy bien urdida con vista a la configuración de una estrategia internacional en el «Sur Global» (para decirlo con la neolengua del eje Moscú-Beijing). En fin, un putinista democratizado por acción y gracia de un líder continental llamado Lula. No sabemos si fue exactamente así. Pero las piezas encajan.

Encajan más si vinculamos lo sucedido en la cumbre de Brasilia con el reciente comportamiento internacional de Lula. Es sabido que desde que gobierna, Lula no ha manifestado el más mínimo asomo de simpatía por la lucha de liberación nacional del pueblo de Ucrania. Todo lo contrario. Ha llegado incluso a culpar a Ucrania de la invasión perpetrada por Putin. Si bien Lula tuvo que reconocer ante la presión internacional, que la guerra de Rusia surgió de una invasión, se ha negado a escuchar a las representaciones oficiales ucranianas, llegando al punto de esconderse de Zelenski, cuando el presidente ucraniano, en la cumbre del G7 en Hiroshima, solicitara entrevistarse con su colega brasileño.

Uno de los acompañantes de Lula dijo a los periodistas: «nos pusieron una trampa». Lula, advirtiendo la metida de pata, agregó que no habla con Zelenski por temas de agenda. Rara expresión la de un presidente que quiere presentarse como fundador de un «club de la paz» cuando se niega a intercambiar palabras con una de las partes involucradas en la guerra.

Esa fue la razón por la que los gobiernos de países cuyos gobiernos se han hecho escuchar rara vez en la arena internacional, como son los de Chile y Uruguay, no quisieron aceptar la narrativa lulista que nos presenta a un Maduro democrático, remarcando que esto no significaba oponerse a la participación de Venezuela en el evento.

Decimos como Lula, «narrativa». En efecto, si seguimos a Lyotard, la realidad está construida por diferentes narrativas. Pero las narrativas dependen de quien las narra y del cómo se hacen. Hay narrativas construidas sobre opiniones y hay otras construidas sobre hechos reales. Esa es la diferencia entre la narrativa de Lula, construida sobre sus opiniones personales, y la de Boric-Lacalle, construida sobre la base de hechos reales.

Probablemente los presidentes de Chile y Uruguay piensan que es más conveniente mantener a un gobierno como el de Maduro dentro del marco diplomático latinoamericano. Fuera de ahí, podría, junto con Cuba y Nicaragua, intentar generar de nuevo un mamarracho antidemocrático como fue la fenecida ALBA, fundada por Hugo Chávez.

Las asociaciones internacionales no deben ser regidas por determinaciones ideológicas. En ese punto hay coincidencia general. La Unión Europea es un ejemplo. Incluso, a un gobierno que se ha propuesto dinamitar todas las resoluciones de la UE, como es el del húngaro Viktor Orban, jamás le ha sido negado su derecho de pertenencia a la asociación. Lo mismo podría suceder con la Venezuela de Maduro. Sin embargo, así como en la UE nadie calla sobre la falta de libertad de opinión, de prensa, e incluso hostigamiento al parlamento en Hungría, también los presidentes Lacalle y Boric hicieron uso del derecho que les corresponde al oponerse al blanqueamiento de Maduro por parte de Lula. En el caso de Lacalle-Pou, perfectamente explicable. El presidente uruguayo pertenece a una derecha democrática y liberal opuesta radicalmente a todas las antidemocracias, y con mayor razón a las de izquierda. Algo más complejo es el caso de Boric.

Las razones del presidente Boric

El presidente chileno proviene de una izquierda irredenta en donde tienen cabida todas las posiciones habidas y por haber en el mundo izquierdista. Fracciones de esas izquierdas, sobre todo las que controla el partido comunista, mantienen relaciones e incluso ensalzan a los gobiernos antidemocráticos de América Latina. Boric, en cambio, es fiel a una posición mantenida desde sus tiempos estudiantiles. Repetidamente ha dicho: «no se puede estar en contra de una dictadura de derecha si al mismo tiempo no se está en contra de las dictaduras de izquierda. Los derechos humanos son universales o no son».

De tal modo, cuando Boric lidia en contra de la narrativa antidemocrática de Lula, lo hace también en contra de las tendencias antidemocráticas que forman parte del Frente Amplio chileno, de las que hacen gala algunos representantes del partido comunista (Jadué, entre otros).

Boric, evidentemente, sigue la ruta trazada por sus antecesores de izquierda. Tanto Lagos, directamente, tanto Bachelet, por medio del ministerio del exterior, se pronunciaron repetidamente en contra de la violación a los derechos humanos cometida en la Venezuela de Chávez y de Maduro. En ese sentido Boric se encuentra en continuidad y no en ruptura con sus antecesores de izquierda.

Tanto o más necesaria si se toma en cuenta que en Chile han surgido posiciones que, conjuntamente con el auge del nacional-populismo de derecha encabezado por José Antonio Kast (tan similar al franquismo ideológico del Vox español), intentan reivindicar a la dictadura de Pinochet. De acuerdo a la encuesta CERC-MORI (mayo del 2023) un 36% de los chilenos justifica a la dictadura de Pinochet. La réplica de Boric desde Brasilia, fue muy clara: «Augusto Pinochet fue un dictador, esencialmente anti demócrata, cuyo gobierno mató, torturó, exilió e hizo desaparecer a quienes pensaban distinto. Fue también corrupto y ladrón. Cobarde hasta el final hizo todo lo que estuvo a su alcance para evadir la justicia». Pero también Boric debe haber comprendido que el hecho de que Pinochet, pese a todos sus crímenes siga siendo popular en Chile, tiene también que ver con el apoyo de sectores de izquierda a regímenes como los de Cuba, Nicaragua, Venezuela, Rusia y China. Efectivamente, esa izquierda es responsable de haber convertido el concepto de dictadura en agua potable.

Con su rechazo a la narrativa de Lula, Boric intentó marcar una línea tanto hacia el interior como al exterior de su país. En ese intento fue unos pasos más allá que Lacalle. No solo desmintió la falsa narrativa de Lula, además se pronunció en contra de las sanciones impuestas desde EE UU a Venezuela. ¿Lo hizo para equilibrar sus palabras en contra de Maduro? Puede que sí. Pero también para distanciarse de una fracción antidemocrática de la oposición venezolana que, bajo la conducción extremista de Guaidó, López y también, Machado, han jugado a la carta de una insurrección, sin tener siquiera los medios para realizarla.
Evidentemente, Boric es un fenómeno nuevo en el contexto latinoamericano. Aunque nunca, por cierto, va a ser un líder continental. Proviene de un país alejado del mundo, sin peso internacional y, por si fuera poco, carece de un fuerte apoyo nacional.

En política no hay hermandades

En el Chile de Boric se repiten de modo asombroso las tendencias que se dieron en las elecciones municipales de España (sobre las que pensaba escribir): Una izquierda en retroceso, una avanzada fuerte de la derecha y de la extrema derecha populista y un muy peligroso vacío de centro. Pero al menos Boric ha entendido que la tarea primordial de nuestro tiempo es defender los espacios democráticos frente a una ola autocrática que crece y crece. Una narrativa autocrática de la que Lula, al igual que su antecesor Bolsonaro, se han hecho parte.

Lula tampoco puede aspirar al liderazgo continental. No es un autócrata, pero carece de una narrativa coherentemente democrática. Sus silencios frente a la guerra de Ucrania, su sometimiento político a los dictados que provienen de China, sus distanciamientos frente a las democracias occidentales, lo inhabilitan para ejercer cualquiera pretensión de liderazgo.

Frente a esa ausencia de conducción, los gobiernos latinoamericanos se verán obligados a crear coaliciones puntuales entre sí, sean de carácter bilateral, como la que se dio de modo espontáneo entre Boric y Lacalle, sean de carácter multilateral. Esa es también la razón por la cual, reuniones como las de Brasilia, son tan necesarias. Allí los gobiernos pueden discutir desde sus respectivas posiciones, fijar acuerdos y desacuerdos, unirse y dividirse, en breve, hacer política.

Al fin y al cabo, todos los pensadores de la política, llámense Antonio Gramsci, Max Weber, Carl Schmitt, Ernesto Laclau, Hannah Arendt, y otros, están de acuerdo en un punto: no la unidad forzada sino la que surge de la división y del debate, es condición de la política. Los quejidos nostálgicos de Lula con respecto a que hoy no existe en Latinoamérica la hermandad que había ayer, cuando volaban de lado a lado maletines llenos de plata, están fuera de lugar. Nunca ha habido –ni debe haber– hermandad en la política. Si la hubiera, la política y los políticos estarían de más.

Twitter: @FernandoMiresOl

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.

Los acuerdos de Hiroshima

Fernando Mires

A primera vista es, o por lo menos era, un club exclusivo, hecho para millonarios, o como dicen los ultraizquierdistas de distintas latitudes, la vanguardia del capitalismo mundial. Sin embargo, el denominado G7, a pesar de haber sido visto hasta ahora como una asociación informal de países occidentales altamente desarrollados, ha llegado a ser, sobre todo hoy, en tiempos de guerra, un organismo internacional de coordinación política más que económica.

ACUERDOS Y CONSENSOS

Habiendo desaparecido las naciones comunistas (solo quedan deshechos como Cuba o Corea del Norte) el G7 ha pasado a ser una institución que convoca a los países líderes del espacio político occidental (en cierto sentido: político-cultural) tan distinto al occidente geográfico. Así podemos ver que bajo las condiciones determinadas por la invasión desatada desde Rusia, el G7 ha llegado a ser el núcleo central de la alianza occidental que apoya política y militarmente a Ucrania. Más todavía si se tiene en cuenta que los objetivos de esa guerra, anunciados por el propio Vladimir Putin, van mucho más allá de Ucrania, apuntando hacia la conformación de un bloque mundial cuyo eje dominante deberá ser China, en estrecha alianza con la dictadura rusa y la tiranía clerical de Irán.

Estados Unidos y Canadá, Inglaterra, Francia, Italia, Alemania y Japón, sin ostentar el título, son por el momento naciones líderes del occidente político. Sin la participación conjunta y activa de ese grupo de autoelegidos, Occidente carecería de representación política estatal para enfrentar problemas mundiales en contra de declarados enemigos anti-democráticos como también frente a dilemas de dimensión global (como el cambio climático y las pandemias, por ejemplo)

De tal manera, si tuviéramos que hacer un catálogo de los temas discutidos por los gobernantes presentes en Hiroshima (19.05.2023) habría que dividirlos en dos grupos. A los primeros podemos llamarlos temas globales. A los segundos -los más candentes, los derivados de la guerra de Rusia a Ucrania y los latentes conflictos geo políticos, económicos y militares entre China y los EE. UU- podríamos denominarlos, temas geo-estratégicos.

Acerca de los primeros, los gobiernos del G7 estuvieron de acuerdo en continuar trabajando hacia un objetivo que, por ahora, parece imposible: la desnuclearización militar del globo. No se trata por cierto de un proyecto de paz mundial -eso sería aún más utópico– sino simplemente de un intento para impedir que gobiernos anti- democráticos como son los de Rusia, Corea, Irán, entre otros, pretendan poner de rodillas al resto del mundo mediante el chantaje nuclear, como lo ha venido intentando Putin durante la invasión a Ucrania. Evidentemente, en ese punto los gobiernos del G7 esperan contar con la colaboración de China, cuyo gobierno, a diferencias del de Rusia, no tiene ninguna vocación suicida, entre otras razones porque el crecimiento económico de China depende de las economías occidentales. En ese mismo orden, los siete gobiernos reunidos en Hiroshima, habiendo extraído las enseñanzas de la reciente pandemia, también se comprometieron a trabajar en conjunto en la formación de un sistema mundial de la salud. Los epidemias y pandemias, fue la fatal lección que dejó el COVID 19, no reconocen barreras políticas, ni culturales, ni mucho menos, geográficas.

Al ítem de los temas globales pertenece también la revolución energética de nuestro tiempo.

Los siete firmantes estuvieron de acuerdo en mantener una política tendiente a la reducción de la energía fósil y su reemplazo por energías verdes, eólicas y solares, entre otras. Un proceso que avanza aceleradamente en América del Norte, en el sudeste asiático y, esto es muy importante, también en China, cuyo gobierno ha avistado la posibilidad de ejercer liderazgo en la producción de tecnologías en el rubro de las energías renovables. Sin embargo, en ese punto, es posible que China se vea obligada a navegar entre dos mares.

Por una parte China dispone de mecanismos para liderar junto con Europa y los EE. UU las transformaciones energéticas que tienen lugar a nivel mundial. Pero, por otra, su gobierno mantiene a nivel geopolítico una estrecha relación con las mal llamadas potencias emergentes, las que en su mayoría viven de la venta de materias primas tradicionales, como gas y petróleo (sobre todo Rusia, Irán, Arabia Saudita y las naciones de Asia Central)

De una manera u otra, la reunión del G7 demostró claramente que, mientras la agresión de Rusia a Ucrania es el problema más inmediato y por eso mismo el más grave, el problema central se llama China. O para formularlo en un dilema: ¿cómo mantener una relación pacífica con un gigante territorial que a la vez es y seguirá siendo un socio comercial, un competidor tecnológico y financiero y un rival (a veces, un enemigo) sistémico, vale decir, político y militar? Un tema, sabemos, en el que no hay acuerdo total entre los Estados Unidos y los demás miembros del G7.

Francia y Alemania, tal vez Italia, no parecen demasiado dispuestos a bajar su nivel de cooperación económica con China si el conflicto entre China y EE. UU llega a incentivarse. La frase brutal de Macron en Pekín, “No hay que dejarse arrastrar por los Estados Unidos” fue compartida por personeros del gobierno y de la oposición alemana, aunque si bien, como es su costumbre, Scholz se limitó a no decir nada. Tal vez con el objetivo de no hacer públicas sus discrepancias los gobiernos asistentes optaron por un “acuerdo de caballeros”: reducir las dependencia con China en áreas llamadas estratégicas (no se mencionó ninguna) a fin de evitar una crisis como la que estuvo a punto de producir en Europa el corte de gas ruso, pero a la vez solicitar al gobierno de Xi Jinping que modere sus pretensiones geopolíticas en el mar de China y que intente bajar las tensiones sobre la soberanía de Taiwan, lo que evidentemente China no hará.

No es demasiado probable, como advierten algunos observadores, que China invada a Taiwan arriesgando una guerra de desarrollo impredecible. Pero por otro lado tampoco le convendría bajar las tensiones, pues ha descubierto que el problema Taiwan puede ser reactivado cada vez que China necesite mostrar sus dientes a EE. UU, más todavía si existe la posibilidad de un retorno de Donald Trump, cuya chinofobia va más allá de la simple rivalidad económica. En todo caso, las tensiones derivadas de Taiwan no las bajará China mientras no termine la guerra en Ucrania (y eso ni Dios sabe cuándo puede ocurrir).

El pedido del G7 a China para que interceda frente a Putin en la guerra a Ucrania, fue solo un acto pro-forma. Todos los habitantes del mundo –quizás con la excepción de Lula- saben que Rusia es un aliado, si no estratégico, por lo menos táctico: una especie de brazo armado del proyecto chino orientado a alcanzar la hegemonía económica mundial. Reiteramos económica, porque acceder a la hegemonía política será muy difícil, pues para ejercerla se requiere de cierta hegemonía político-cultural, y esa hegemonía –por su imposibilidad- es lo que menos parece interesar a los comunistas-capitalistas de China.

OCCIDENTE COMO AMENAZA POLÍTICA Y CULTURAL

Probablemente los dirigentes chinos no han estudiado a Max Weber, a Antonio Gramsci, mucho menos a Hannah Arendt (como tampoco los miembros del G7 han estudiado con intensidad a Confucio y Lao Tsé) y al parecer no han reparado en la estrecha relación que en la zona política occidental se da entre pensamiento, debate y política. En el discurso político chino por ejemplo, no existe la noción de hegemonía política, la que en Occidente es imprescindible. Da la impresión incluso de que dentro del discurso político de China la palabra hegemonía es un sinónimo de dominación o, en el mejor de los casos, de supremacía. En esos dos ámbitos, dominación y supremacía, China podría lograr, por lo menos periódicamente, objetivos económicos y geoestratégicos. Puede ser entonces que los observadores chinos se hubieran sentido desconcertados cuando en la declaración de Hiroshima aparecieron dos puntos muy inusuales en los encuentros inter-estatales. Uno es el que se refiere a la necesidad de mantener control sobre la expansión de la llamada inteligencia artificial. El otro se refiere al apoyo conjunto de los gobiernos del G7 a las libertades sexuales y de género logradas en los países occidentales por movimientos como los articulados bajo la sigla LGTB.

Con respecto al tema de la inteligencia artificial, los gobiernos occidentales han tomado noticias de los alertas que diversos estudios han emitido sobre el problema que surge al sustituir al pensamiento humano –por ser humano, equívoco y contradictorio- por otro tipo de pensamiento superior en precisión, claridad y objetividad, cuya aplicación puede ser muy útil en diversos aspectos de la vida cotidiana, sobre todos en los referentes a tecnología, la ciencia y la producción de bienes y servicios. Pero aplicado más allá de la esfera de la racionalidad instrumental, puede derivar en el deterioro de esa otra esfera del pensamiento constituida por la afectividad, la emocionalidad, y no por último, por la espiritualidad, vale decir, sobre esa capacidad del humano de “pensar más allá del pensamiento” de acuerdo a un pasado revivido, orientado hacia el futuro (Arendt), capacidad que lo lleva a emitir y rectificar juicios en el debate colectivo, fase previa a la decisión que lleva a la acción política.

La extensión de la inteligencia artificial a los espacios de lo privado y de lo público, llevaría al deterioro de lo privado y de lo público a la vez, es decir, a asumir como normal un estilo de pensamiento propio a los regímenes totalitarios. De más está decir que un proyecto de extensión acrítica de la inteligencia artificial contaría con el apoyo entusiasta de gobernantes como Xim Jong Un, Xi Jinping, Vladimir Putin.

No es casualidad que Putin haya declarado que los países que mejor dominen los mecanismos que demanda el desarrollo de la inteligencia artificial, controlarán al mundo. En otras palabras, lo que ha captado el asesino presidente, es la posibilidad de imponer un tipo de pensamiento puramente instrumental, ese que a él mismo impide sentir el más mínimo dolor frente al asesinato en masa de niños, mujeres y ancianos que cada día manda a ejecutar en Ucrania. Para decirlo con cierta sorna: la inteligencia de dictadores como Putin es, de por sí, artificial.

El segundo nuevo punto introducido en la declaración de Hiroshima, el de apoyo a las demandas que claman por la aceptación de las diferencias sexuales, debe haber sorprendido a los jerarcas de los países regidos por dictaduras, sea en China, en Rusia y en la mayoría de los países islámicos. Para sus gobernantes quedaría confirmada la tesis de que Occidente es un espacio decadente y, por cierto, marcado por la degeneración sexual. Por lo demás, la persecución sistemática a que son sometidos los homosexuales en Rusia o en Irán (no en China) cuenta con el apoyo más decidido de las extremas derechas occidentales. De ahí que tanto a esas derechas, como a las sectas putinistas e islamistas, la declaración del G7 -que no solo lleva a la aceptación de las diferencias sexuales sino (¡horror!) a su apoyo- debe haber aparecido como una afrenta a la moralidad y a la tradición que ellos imaginan representar en sus respectivos países. Visto desde ese prisma, la des-occidentalización que debe comenzar en sus naciones, es una obligación moral, e incluso, para los ayatolas y los monjes ortodoxos de Rusia, una misión sagrada.

Así como en las castas dominantes de los países anti-occidentales, existen en los países occidentales grupos no siempre minoritarios que jamás aceptaran la idea de que entre el sexo, como actividad reproductora y el género como identidad social y cultural, debe haber una diferencia. Por eso mismo nunca aceptarán que las constituciones reconozcan la diversidad de la vida en el marco de una igualdad que solo puede ser ante la ley.

Las demandas por más libertades sean de sexo o de género (es decir, las demandas por la libertad de ser) son sentidas por los gobiernos autocráticos como una ofensa a la integridad del poder. Y en cierto modo lo son. Las libertades del ser siempre serán ofensivas -y contaminantes- para las autocracias y otras formas autoritarias de gobierno. Más todavía si esas formas sustraen los cuerpos a quienes se han adjudicado el derecho a controlarlos mediante los “dispositivos del poder” (Foucault) sean estos privados o públicos.

La democracia, se comprueba una vez más, no solo es una forma de gobierno, o no solo es un sistema político, sino sobre todo, un lugar de reproducción de la lucha por la libertad del ser, sea como ciudadano, sea como entidad corporal. Eso significa que alguna vez deberemos reconocer el legado político de esa línea intelectual iniciada por Freud quien estudiando la polimorfía sexual de sus pacientes logró separar a la reproducción de la sexualidad (separación entre sexualidad y género, según la terminología actual). Línea después continuada por Lacan, al entender que no es el objeto el que construye al deseo sino el deseo al objeto y, no por último, por Foucault, quien de modo directamente político planteó –ante el espanto de la patanería pseudointelectual- que no existe la represión corporal pues la represión será siempre corporal, sea ejercida en un cuerpo social, en un cuerpo laboral o en un cuerpo biológico y sexual (bío-poder). En otras palabras –y ese es el hueso de la proposición de Foucault- es imposible una liberación social sin una liberación corporal.

El ser no es solo una noción filosófica. El ser del humano es un cuerpo-ser y un ser-cuerpo. Eso quiere decir que las libertades originarias del liberalismo filosófico han bajado del cielo de las ideas para materializarse en el lugar donde pertenecen: el cuerpo humano. Ahora bien, ese encuentro entre la libertad como idea y la libertad como cuerpo que estamos presenciando en el asomo desordenado, anárquico, a veces exhibicionista y hasta antipolítico de los movimientos orientados a las demandas por la diversidad de género, porta consigo el sello de la revolución democrática occidental. En efecto, las demandas de género se encuentran en continuidad con las demandas liberales del siglo XlX, con las demandas sociales del siglo XX, con las demandas feministas de los siglos XX y XXl. Frente a todas esas demandas han surgido contra-movimientos e incluso contrarrevoluciones, muchas veces triunfantes. Con mayor razón aparecen con furia en países como China, Rusia e Irán, donde nunca ha habido ni siquiera un asomo de revolución democrática.

No son pocas las críticas a la exclusividad del G7, o al hecho de que sus participantes no hayan invitado a Rusia o China a formar parte de la institución. El problema es que si China o Rusia hubieran formado parte del grupo, una declaración a favor de la libertad y de las diferencias como fue la firmada por los gobiernos presentes en Hiroshima, no habría sido posible.

Hay momentos en que Occidente necesita estar a solas consigo. Hay momentos también en los que la democracia debe ser desafiada para entender todo lo que perderíamos si es que alguna vez ella se nos va. Todos sabemos, por ejemplo, lo que significaría para la ciudadanía ucraniana una rusificación forzada o para la población de Taiwan, una des-occidentalización no menos forzada. Las libertades nacieron no solo para gozarlas, también para defenderlas.

27 de mayo 2023

Polis

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El poder de la tradición

Fernando Mires

Las elecciones presidenciales turcas de mayo del 2023 fueron seguidas con pasión en Europa y otras zonas del mundo. Como afirmamos en un artículo anterior, toda elección local tiene hoy –sobre todo en tiempos de guerra– una connotación global. Más todavía si hablamos de un país como Turquía, miembro de la OTAN, puente cultural entre la Europa moderna y el mundo islámico.

Con un gobierno autoritario, tendencialmente autocrático, cada vez más parecido al de la Rusia de Putin, pero que económica y culturalmente ha integrado a valores y formas políticas de la Europa posmoderna, originando así una contradicción que ha llegado a ser parte de la vida cotidiana del país. Tradición en contra de la modernidad, dirán los seguidores de Max Weber. Pero la tradición es mucho más que el otro polo de la modernidad. Sobre eso, discutiré en este texto.

La Turquía de Erdogan

En Turquía colisionan todas las tendencias incubadas en la modernidad con la resistencia que ofrece su pasado histórico, contradicción no solo turca pero que se da con mayor claridad en Turquía que en otros países.

Las esperanzas de que esta vez Erdogan iba a ser desbancado no eran infundadas. Turquía padece una profunda crisis económica, una inflación desatada, un terremoto que no solo dejó ruinas sino, además, mostró ineficiencia administrativa para manejar la crisis. Por esas razones, las encuestas optimistas a favor de la Alianza Nacional representada por el político centrista Kemal Kilikdarouglu hacían suponer que el optimismo parademocrático estaba bien fundado.

Los resultados son conocidos. Pese a todas sus falencias, Erdogan logró imponerse en la primera vuelta bordeando la mayoría absoluta (49,5%). Todo hace suponer que, en la segunda, Erdogan aumentará su porcentaje pues los votantes del ultranacionalista Sinan Ogan y su partido ATA (5%) están más cerca del erdoganismo que de la opción de Kilikdarouglu. Definitivamente tenemos que llegar a una conclusión: la mayoría de la ciudadanía turca está con Erdogan.

Fraude no hubo. La campaña, cierto, no fue limpia, como no lo es bajo ningún gobierno autocrático. Pero con eso había que contar. De modo que la conclusión se mantiene: los votantes turcos prefieren un gobierno autoritario, uno que tiene las cárceles llenas de opositores, uno que restringe la libertad de opinión, uno que mantiene amistad con dictaduras islámicas y autocracias europeas, uno que ni siquiera ostenta números exitosos en el manejo de la reciente crisis económica. Pero todo eso –y es mucho– no debería asombrarnos si partimos de una premisa históricamente comprobada: Ningún pueblo, el pueblo turco tampoco, es democrático por naturaleza.

La opción democrática no es más que eso: una opción, y quienes no la eligen tienen razones a las que, sin estar de acuerdo con ellas, deberíamos por lo menos tratar de entender. Sobre todo, si consideramos que Erdogan está lejos de ser el primer autócrata que accede al poder para después mantener su apoyo popular. Los latinoamericanos sabemos algo de eso. Ni un Chávez, ni un Evo, ni un Bukele ni un Bolsonaro, y ni siquiera un Ortega o un Maduro, llegaron al poder por medios no democráticos. La autocratización viene después: es, si se quiere, posdemocrática.

La democracia es en ocasiones tan democrática que permite el acceso al poder de candidatos cuyo objetivo es restringirla. O como en los casos de Hitler ayer y Putin hoy, destruirla. Con mayor razón puede ocurrir en un país como Turquía, depositario de tradiciones a las que de ningún modo podemos designar como democráticas.

En clave weberiana podríamos decir que, entre el candidato de la tradición y el candidato de la modernidad, la ciudadanía turca se inclinó a favor de la tradición, pero de una tradición –y aquí abandonamos de inmediato a Weber– que no está en el pasado sino situada en un lugar del presente político.

Tradición es el pasado constituido, vivo en tiempo presente en instituciones que fueron creadas en el pasado. Un pasado-presente en donde el tradicionalismo, viniendo de ayer, vive en el presente con más fuerza que en el pasado de donde vino. Y es claro: la tradición del pasado nunca fue vista por quienes la vivieron, como tradición. La tradición es una invención del presente. Todos los tiempos han sido modernos para sus contemporáneos. De modo que un pasado-presente, es el fundamento de toda vida humana, sea individual o social.

O dicho a la inversa: La clausura del pasado, llamada de modo clínico amnesia, destruye al presente y conduce a la locura, sea esta individual o colectiva. Así nos explicamos por qué los movimientos que han pretendido hacer de nuevo a la historia, destruyendo a los fundamentos del pasado, han llevado a grandes catástrofes.

Erdogan es tradicionalista, y a su modo, Kilikdarouglu también lo es. Pero bajo Erdogan, no hay que olvidarlo, Turquía accedió a la economía y a la tecnología moderna. En la visión de sus electores, Erdogan ha conducido a su país a la modernidad sin romper con la tradición. Recordemos también que entre 2003 y 2007 la economía turca creció a ritmos inusitados hasta llegar a ser una semipotencia económica moderna. Turquía es hoy la 19. economía del mundo, con un PIB anual de 819.04 Usd millones, es miembro de la OCDE y del G20, y durante la guerra en Ucrania, su peso político internacional continúa aumentando.

Por cierto, Erdogan es un hombre profundamente tradicionalista. Su concepto de sociedad es patriarcal al extremo, las diversas tendencias que contradicen su visión del mundo, sean políticas o sexuales, no solo están prohibidas, son además perseguidas desde el poder. Su estilo de gobierno es personalista, no oculta su aversión por el debate parlamentario, y sus ideales de orden, familia y patria son rígidos.

En breve: Erdogan no es un dictador no porque no quiera, sino porque no puede. Así nos explicamos por qué la mayoría de la población de las grandes ciudades, sobre todo profesionales, intelectuales, más la juventud universitaria, son predominantemente occidentalistas y, por lo mismo, antiErdogan. El mundo agrario y suburbano, en cambio, es profundamente erdoganista.

No extraña entonces que gran parte de la ciudadanía haya reelegido a Erdogan en contra de una occidentalidad política y cultural frente a la cual imaginan sentirse amenazados en sus propios reductos internos.

Erdogan pertenece a un término medio turco. Económicamente es liberal, políticamente es antiliberal. De tal manera, quienes votaron por Erdogan votaron por la tradición, pero por una tradición modernizada bajo la tutela del mismo Erdogan. Además, es muy religioso. Y a la religión, no solo en el mundo islámico, pertenece la tradición. Verdad que aprovechó el ministro de justicia turco para plantear que la elección presidencial del 14 de mayo fue «entre creyentes e infieles». Evidentemente, no era así, pero no pocos votantes lo entendieron así.

Kilikdarouglu también es religioso, y a pesar de sus ideas sociales más que socialistas, es un hombre de corte conservador. No obstante; el bloque que lo apoya, formado por diversos partidos, dista de representar el orden de una manera tan monolítica como lo hace el Partido Desarrollo y Justicia de Erdogan (AKP).

Si damos un vistazo a los principales partidos de la coalición anti-Erdogan (CHP), veremos que ahí conviven no solo posiciones diversas, sino antagónicas: Partido Republicano Liberal, Centro izquierda «kemalista» (al que pertenece Kilikdarouglu, es más bien social demócrata), Partido Bueno (conservador y nacionalista), Partido de la Felicidad (islamista y conservador), Partido Demócrata (centro derecha). A ese abanico se sumó el partido nacionalista kurdo HDP, que más bien asusta a los sectores medios del país en lugar de ganarlos.

En fin, una bolsa de gatos. Así tenemos que mientras más grande es la coalición antiErdogan, mayor es la inviabilidad política que muestra. En cierto modo, lo único que une a todos esos partidos es el antierdoganismo, y eso no es suficiente para cuestionar el principio de autoridad encarnado en la persona de Erdogan.

En suma: La coalición de Kilikdarouglu, prometía más libertad, pero no prometía más estabilidad. Y, aunque no nos guste, tenemos que aceptar que las grandes mayorías de cada nación anhelan orden, seguridad y estabilidad.

Además, Erdogan no está solo y por lo mismo está lejos de ser un fenómeno singular. Por el contrario, puede ser visto como un miembro de una familia internacional formada por gobiernos como el de Hungría, Polonia, Serbia, y en los últimos tiempos, Israel. Todos abiertamente antiliberales y, por si fuera poco, confesionales. El triunfo de Erdogan no ha hecho más que seguir un curso dominante en la política europea y occidental ¿por qué no podía darse en una nación semieuropea, como es Turquía?

Los autócratas de nuestro tiempo han redescubierto a la religión y a sus instituciones como factor de poder. En la práctica forman parte, junto a la Rusia de Putin –cuyo autoritarismo ha derivado en la reconstrucción de un poder totalitario– de una contrarrevolución antiliberal, anti- parlamentaria, personalista y autoritaria de carácter planetario.

Sexualidad política

Hemos escrito «contrarrevolución antiliberal». Ese «contra» es muy importante. De hecho, da por supuesto que en Occidente tiene lugar una revolución. Efectivamente, así es, aunque para los occidentales, los cambios experimentados en los últimos tiempos no sean vistos como revolucionarios, de acuerdo a cualquiera definición, estamos viviendo una revolución en la que desde el momento en que tuvo lugar el fin del comunismo, aumenta la cantidad de países que adoptan la democracia no solo como forma de gobierno sino también como modo de vida, afectando no solo al orden social, sino también al interfamiliar e incluso al individual.

Nos referimos en este punto, a la revolución sexual del siglo XXI, una que ha hecho del cuerpo humano y no a la persona jurídica abstracta, un sujeto que, siguiendo la ruta trazada por Foucault, ha puesto en debate público esa parte más corporal de la corporeidad que es la sexualidad. Y aunque usted no lo crea, ese motivo, la irrupción de la corporeidad, tiene una importancia política que alguna vez deberá ser reconocida.

Al menos los ayatolas de Irán ya han entendido que la lucha en contra de la obligatoriedad del velo, asumida por mujeres, pero también por algunos hombres, tiene un potencial político altamente explosivo, y ese no es otro que sustraer al cuerpo humano de los dictámenes del patriarcalismo familiar, en los países islámicos base del patriarcalismo estatal y dictatorial. En Turquía esa obligatoriedad no existe, pero la presencia ostentosa de la siempre muy velada primera dama de la nación, indica claramente cual es el modelo a seguir, según Erdogan.

Las luchas feministas y femeninas (no es lo mismo) han impulsado a la lucha por la corporeidad, confrontándose con instituciones, sean estas religiosas o gubernamentales. De una manera u otra, puede decirse que en territorio occidental las reivindicaciones político-sexuales han logrado imponerse. Incluso ya están establecidas, normativizadas e institucionalizadas en leyes como son las de la permisión del aborto bajo determinadas circunstancias, o el matrimonio igualitario, y no, por último, en el derecho a cambiar de sexo.

Naturalmente, si esta nueva realidad despierta aversiones culturales en los países occidentales (sin la que fenómenos como el trumpismo, y otros exabruptos de extrema derecha serían impensables) con mayor razón aparecen de modo multiplicado en regiones y países en donde la palabra de la religión (o del partido, como en China) prima sobre la palabra de la Constitución.

Imaginemos por ejemplo a un campesino turco de Anatolia quien, después de la faena diaria, llega a su casa y enciende el televisor y de pronto se ve confrontado con escenas donde no solo es predicada sino además practicada la bi, la trans y la intra sexualidad. Naturalmente, si no se siente ofendido, deberá sentirse al menos desorientado. No será extraño entonces que ese campesino comience a clamar por la reconstitución del orden perdido, por la restauración de la vida familiar de tipo patriarcal que él consideraba natural (y lo es, de acuerdo a la economía campesina). Y bien, a favor de la recuperación de ese orden perdido está Erdogan y sus colegas internacionales, tanto en el mundo islámico como en el europeo del este y, por supuesto, en ese lejano occidente llamado América Latina.

Junto a la ampliación de las libertades y, por ende, de la democracia, estamos viviendo reacciones antiliberales y antidemocráticas, a veces muy virulentas. Es lógico que así sea. Muchos de los que votaron por Erdogan, lo hicieron en defensa de sus identidades patriarcales y autoritarias, incluso en contra de sus propios intereses. Y si hacemos un esfuerzo e intentamos ponemos en el lugar de esos votantes, podría suceder que, desde el punto de vista de ellos, encontraremos razones a las que hay que prestar atención. Hay, en efecto, multitudes de seres que se sienten desautorizados por los cursos de una modernidad a la que no pueden tener acceso. Que reclamen por el restablecimiento de lo que ellos creen ver como la autoridad perdida, tanto en la vida familiar como en la nacional, no es algo difícil de entender.

¿Qué es la autoridad?

Pero para decirlo con Hannah Arendt, no todas las posiciones que llevan a exigir el restablecimiento de la autoridad, son necesariamente autoritaristas.

En su texto ¿Qué es autoridad? (1957) hacía Arendt una fina diferencia entre poder y autoridad. El poder ejercido mediante la coacción y la violencia, afirmaba, es todo lo contrario al principio de autoridad. De la conservación constitucional e institucional de ese principio, aducía, depende la existencia del espacio político. Sin autoridad institucional, no hay política, es su deducción. Eso no quiere decir, entiéndase bien, que la política debe ser autoritaria. Quiere decir simplemente que –por lo menos en formato democrático- solo puede tener lugar en el marco de un orden institucionalizado y constitucionalizado.

Autoridad, orden, constitución, son pilares sobre los cuales reposa todo orden jurídico y político. En un mundo anárquico, en pleno desgobierno, en la lucha de todos contra todos, no puede haber política. Por eso decía Arendt que las legítimas luchas en contra del hambre y la miseria no llevan de por sí a un orden donde primará automáticamente una mayor libertad. Todo lo contrario, un orden democrático, institucional y constitucionalmente establecido, es la condición para que las luchas sociales tengan lugar de modo político, a través del debate y los representantes que elegimos. En ese sentido Arendt invierte la posición weberiana: entre tradición y modernidad no hay contradicción, afirma. Solo a través del reconocimiento de la tradición pueden ser creadas las condiciones que hacen posible las innovaciones, e incluso las rupturas con respecto a la tradición.

La pensadora política recurre para ejemplificar, al dictamen romano que dice: «el poder reside en el pueblo, la autoridad reside en el senado», distinguiendo claramente entre el origen (simbólico) del poder y la residencia (no simbólica) del poder. Pues bien, esa parte del discurso arendtiano nos invita a dejar de lado la arrogancia occidentalista y tratar de entender por qué, en determinadas ocasiones, el pueblo usa su poder para restablecer el principio de la autoridad perdida o simplemente amenazada.

Por supuesto, los pueblos también se equivocan. No son pocas las veces en las que, en el deseo de restablecer el principio de autoridad, vale decir, de recomponer esa necesaria conexión que debe darse entre presente y pasado, los pueblos eligen a dictadores que usurpan el poder del pueblo y con ello al propio principio de autoridad que los convirtió en gobernantes (quizás el ejemplo de Putin es el más claro).

Esa necesaria autoridad, aduce Arendt, es la que llevó a los antiguos griegos a instituir los consejos de ancianos, institución que hacía de nexo entre el pasado y el futuro. De acuerdo al espíritu genial de su tiempo, los griegos entendieron que sin pasado no hay futuro.

El ser no es un ser del presente, es un ser en el tiempo, pensaba Heidegger, en su intento compartido por Arendt de hacer revivir el espíritu griego. En la filosofía, según Heidegger. En la política, según Arendt.

La autoridad viene de la tradición, y sus sujetos principales no son las personas sino las instituciones a las que hay que preservar hasta que sea necesario removerlas y fundar en ese mismo espacio, otras. Esa es la razón por la que países económica y políticamente muy desarrollados de Europa mantienen vivo el principio simbólico de una monarquía cuyos reyes no mandan ni gobiernan, pero sí actúan como representantes de un pasado que ha hecho posible la existencia del presente. En algunos países –EE UU y Alemania entre otros – el Rey ha sido sustituido por el reinado de la Constitución. La idea es la misma: el presente no solo viene de la tradición: la tradición también forma parte del presente.

Puedo explicarme entonces por qué muchos jóvenes turcos residentes en Europa votaron por Erdogan. Puede que algunos hayan votado por “un padre” o incluso siguiendo a su propio padre. Decisión a la que no me atrevo a criticar. Para vivir en política, aun no estando de acuerdo con los diferentes, hay que tratar de entenderlos y también, si se da el caso, cuestionar no solo a ellos, sino a nosotros mismos.

Los cambios culturales y políticos que tienen lugar en Occidente son al fin un legado de la tradición de la Ilustración, de las reformas religiosas, de las revoluciones democráticas en EE UU y en Francia y, no, por último, de la revolución democrática que puso fin a las dictaduras comunistas en 1989-1990. No podemos exigir entonces el mismo comportamiento político a pueblos que han vivido otras historias. El camino que los llevará a la democracia (si es que alguna vez los lleva) no será el mismo que han recorrido los pueblos de occidente.

El camino que eligió Ucrania, para poner el ejemplo más quemante de nuestros días, lo decidieron los ucranianos el año 1991, cuando por aplastante votación (80%) optaron por ser parte del mundo occidental y no de una autocracia antioccidental, como es la dictadura de Putin. Del mismo modo, el resultado de la primera vuelta de las elecciones presidenciales de mayo del 2023 que dieron el triunfo a Erdogan, fue una decisión política de los ciudadanos turcos cuyo mensaje puede leerse como un pronunciamiento en contra de lo que ellos ven como una pérdida del principio de autoridad. En los dos casos, la decisión fue política. Y la política, sobre todo la electoral -lo acepten o no los electores turcos- nació en Occidente.

Twitter: @FernandoMiresOl

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.

Global y local

Fernando Mires

El tiempo ha terminado por dar la razón –por lo menos en parte– a Samuel Hungtinton. Al menos una de sus tesis principales ha sido verificada. Dijo Huntington que los procesos de democratización avanzan en forma de olas y, por lo mismo, los de antidemocratización en forma de contraolas. Siguiendo la tesis, podría suceder que en la oceanografía como en la historiografía las contraolas lleguen a ser tanto o más violentas que las olas originarias. Así sucedió durante la contrarrevolución formada por la Santa Alianza europea, como también en la aparición de los totalitarismos fascistas y estalinistas, el primero una contrarrevolución antidemocrática interoccidental, y el segundo, una contrarrevolución antileninista, antidemocrática y antioccidental.

Olas y contraolas

Usando los términos, más filosóficos que historiográficos de Claude Lefort, muy diferentes a los de Huntington, podríamos hablar de una gran revolución democrática surgida desde que en EE.UU y en Francia fuera iniciada la, por él llamada, revolución democrática, una revolución que no cesa a pesar de las contrarrevoluciones que en su avance provoca.

La última ola democrática percibida por Huntingon tuvo lugar en los tres últimos decenios del siglo XX con la democratización del sur europeo (Grecia, Portugal, España), con el fin de las dictaduras militares latinoamericanas (principalmente en el Cono Sur) y, sobre todo, con la revolución democrática, nacional y popular que liquidó a las dictaduras comunistas del Este europeo. De acuerdo a esa perspectiva, estaríamos hoy situados en medio de otra gran contrarrevolución antidemocrática dirigida en contra de la cultura y la política occidental, la que oteando el horizonte político con mirada secuencial, podemos apreciar como respuesta a la revolución anticomunista de 1989-90 y a la consecuente ampliación democrática que continuó a lo largo y ancho del espacio occidental. Esa ampliación democrática –estoy escribiendo en términos macrohistóricos– ha continuado ampliándose en el siglo XXI, tanto al exterior como al interior de los propios países occidentales

Así vemos hoy como, radicalizando las premisas del liberalismo político, diversos sectores socioculturales hacen valer sus derechos, a veces de modo irracional (convengamos: los procesos revolucionarios nunca obtienen un certificado de buena conducta) en contra de conservadoras y patriarcales resistencias, interpelando a los humanos más allá de clases e ideologías, e incluso en su propia corporalidad, sea esta de género o de sexo.

En otras palabras, intentamos afirmar que la ampliación del liberalismo político, expresado en el crecimiento del espacio geográfico y político democrático mundial, continúa avanzando, aún más allá de las llamadas «libertades liberales». Precisamente, en contra de ese avance responden los contramovimientos autodenominados iliberales surgidos desde comienzos del siglo XXI, a los que en otros textos hemos denominado, nacionalpopulistas, movimientos aparecidos incluso al interior de los propios EE. UU con Trump y el trumpismo. Hoy esos movimientos ya están convertidos en gobiernos en países como Polonia, Italia, Hungría, Turquía, muy cerca de gobernar en Francia, o formando parte de coaliciones con la derecha tradicional, como ha sucedido en Israel, Austria y en los países escandinavos.

Y bien, gran parte de esos movimientos y gobiernos han sintonizado con los «valores» propagados por la Rusia de Vladimir Putin, a saber: la defensa de la familia patriarcal, de la patria, la reintegración de la religión al estado y un rechazo visceral a la multiculturalidad sexual. Occidente y su ideología liberal es para todas esas contraolas políticas (la verdad: más idemocráticas que iliberales), el lugar de la disolución de la nación, de la desintegración social, de la decadencia moral. Y bien, justo ahí, en ese punto, tenemos nuevamente que conceder la razón a Huntington.

Estamos asistiendo a un choque político pero, además, cultural a nivel global. Un choque –eso no lo previó Huntington– no solo entre naciones, sino también al interior de cada nación, vale decir, un choque internacional e intranacional a la vez.

La canción del nuevo orden mundial

El nuevo orden mundial, proclamado desde Rusia y China a partir de los extremadamente amistosos encuentros entre Putin y Xi, tiene su origen no tanto en contra de la economía occidental (de la que ambos imperios profitan y a la vez necesitan como campo de reproducción del capital) sino en contra del orden político occidental al que ven como una amenaza existencial no solo desde fuera, sino también hacia el interior de sus respectivos campos de dominación.

El mismo Putin, en su discurso de Munich del 2007, dejó claro que su objetivo era modificar el orden mundial. Dijo Putin en esa ocasión: «Pienso que para el mundo de hoy, el modelo unipolar no solo es inadecuado, sino totalmente imposible. Pero no porque los recursos políticomilitares ni los económicos sean suficientes para un solo liderazgo en el mundo de hoy. Lo que es más importante, el modelo en sí mismo resulta poco práctico porque no tiene una base propia y no puede ser la base moral de la civilización moderna».

Esas palabras fueron continuadas poco después con las sangrientas invasiones a Georgia y a Chechenia en el 2008 y a Siria en el 2013. El hecho de que la mayoría de los gobernantes europeos haya mirado para otro lado, no aminora la claridad de las palabras del dictador ruso. En efecto, podemos estar muy en contra de Putin, pero no podemos decir que el dictador ha ocultado sus intenciones expansionistas.

De más está decir que el orden unipolar que Putin ha comenzado a cambiar sangrientamente, es solo el mundo político. En lo económico, en el 2007, el mundo ya era económicamente bipolar (EE. UU- Europa y China) y militarmente tripolar (Rusia, China y los EE. UU). Por lo demás, fueron las agresiones militares de Rusia a partir del 2008 las que provocaron la gran ampliación de la OTAN el 2009, las que dejaron fuera, como un gesto de consideración con Rusia, a Ucrania.

Ni siquiera después de la invasión a Ucrania del 2014, Occidente intentó hacer ingresar a Ucrania. Cuando los plumarios de Putin afirman que EE. UU «sembró la guerra en Europa movilizando a sus títeres de la OTAN», o lo dicen acatando ordenes rusas o buscando congraciarse con las autocracias de sus países. Esos miserables pasan por alto que, así como fueron alemanes quienes derribaron el muro de Berlín, fueron ucranianos quienes en 1991 votaron por la independencia de su país, nada menos que un 80 %. Fueron ucranianos los que mantuvieron en contra de Rusia una guerra de posiciones desde el 2014 hasta el 2022. Fueron ucranianos quienes pidieron su ingreso a la UE, y luego armas para defender a su país del agresor.

Afirmar que Ucrania ha sido utilizada por los EE. UU y la OTAN para expandir las fronteras de Occidente, es de una vileza sin nombre. Ni una ayuda a Ucrania ha sido hecha sin la aprobación, incluso sin la exigencia, del legítimo gobierno del país.

Una lectura honesta de los hechos lleva en cambio a pensar en una conclusión contraria. Gracias a que Europa no incorporó a Ucrania a la OTAN, Putin se atrevió a invadirla el año 2022.

Teniendo en cuenta estos sucesos –no son opiniones personales– podemos decir que en las guerras de Putin a Chechenia y a Georgia, ya estaba contenido el propósito consumado el 2014, cuando Putin anexó Crimea y convirtió a los territorios del Dombás en base de operaciones con vista a Kiev para, desde ahí, librar una «guerra santa» (Kiril dixit) en contra del Occidente político, y en nombre de lo que él llama un nuevo orden político mundial.

Fue el canciller alemán Olaf Scholz en su epocal discurso de 2022 titulado Zeitwende (punto de inflexión) quien captó perfectamente que, lo que intentaba iniciar Putin a partir de Ucrania, era una revancha histórica contra Europa y los EE. UU, en fin contra Occidente, por haber colaborado (en su imaginación tortuosa) en la disolución del imperio ruso, fuera en su forma zarista o en su forma estalinista. En breve, la agresión de Putin a Ucrania no solo fue un acto de piratería territorial, sino un «avance tardío» en contra de la nueva Europa surgida desde las revoluciones democráticas de 1989-1990 a cuya tradición pertenecen en Ucrania «la revolución naranja» del 2004 y la revolución del Maidán del 2014 («golpes de estado» según la narrativa de los servidores de Putin) .

Otro mandatario, antes que Scholz, Joe Biden, se dio cuenta de que el carácter imperialista de las movilizaciones militares de Putin era apoyado por diversos regímenes antidemocráticos. Por eso planteó, ya en el año 2021, que la contradicción fundamental de nuestro tiempo era la que se daba entre democracia y autocracia. División que en su aparente simpleza es muy importante para entender la geoestrategia norteamericana frente a las potencias Rusia y China. Por de pronto, nos permite situar el tema de la agresión de Putin a Ucrania en el plano político, pero no solo como una lucha entre culturas «a la Huntington», tampoco como una contradicción entre dos formas económicas según la lectura marxista, sino como una tensión entre dos formas de gobiernos excluyentes entre sí, una que se da no solo entre naciones, sino al interior de cada nación.

Para decirlo con un ejemplo: Cuando gobernantes como Lukashenko o Maduro, Orban o Erdogan, dan su apoyo a Putin, lo hacen no solo a favor de Putin sino en contra de los movimientos democráticos que existen al interior de sus países. El hecho de que la mayoría, si no todos los gobiernos que han dado apoyo explícito o tácito a la invasión de Putin, sean dictaduras o autocracias, refuerza la veracidad de la demarcatoria política propuesta por Biden.*

Quienes, a diferencias de Scholz y Biden no entendieron el peligro que representan las guerras de Putin para el mundo democrático, fueron también dos presidentes, dominados ambos por una mentalidad predominantemente tecnocrática. Me refiero a Macron en Francia y a Lula en Brasil. Para ambos mandatarios, en efecto, los conflictos entre naciones tienen siempre una ratio económica y por lo mismo son superables si se muestra al enemigo buena voluntad para negociar respectivos intereses. De acuerdo a esa reducción economicista de la política, los dos mandatarios han intentado crear nexos de entendimiento con Putin apelando a la dictadura china, a la que ofrecen expectativas económicas a cambio de una interferencia a favor de la paz que permita aplacar las ambiciones territoriales del dictador ruso.

Por cierto, todas las negociaciones en aras de la paz son importantes, pero lo que no logra captar la insensibilidad política de presidentes como Lula y Macron, es que estas negociaciones no pueden hacerse a espaldas de quienes en estos momentos están luchando no solo por ellos sino por toda Europa: los ucranianos. Tampoco a espaldas de los EE. UU, nación que, al otorgar más ayuda militar a Ucrania que todos los países europeos juntos, ha impedido que Ucrania se convierta en una simple provincia rusa.

Y ni por nada del mundo estas negociaciones deben dejar afuera a los gobiernos de las naciones del Este europeo, amenazadas desde muy cerca por las tropas de Putin. Intentar negociar con Putin por cuenta propia, es –hay que decirlo con todas sus letras– romper la unidad democrática occidental, haciéndose eco de un propósito perseguido por Putin y Xi.

Lo global y lo local

La afirmación de Biden relativa a que la contradicción predominante de nuestro tiempo es la que se da entre autocracias y democracias, tanto a nivel local, como a nivel internacional, tiene además el mérito de otorgar un sentido histórico global a las luchas políticas libradas al interior de cada nación. Con esto se quiere afirmar que, aunque no lo digan, incluso, aunque no lo sepan, quienes forman parte o apoyan a los movimientos antiautocráticos al interior de cada nación –sea está el Irán de los ayatolas, la Turquía de Erdogan, la Bielorrusia de Lukashenko, la Nicaragua de Ortega, el Salvador de Bukele, la Cuba de Díaz Canel, la Venezuela de Maduro, y otras antidemocracias– están librando una lucha objetiva a favor de un orden político mundial donde primarán las democracias y no las autocracias y, en este sentido, ayudando también, objetivamente, a la Ucrania de Zelenski.

La política local ya no es una contradicción con respecto a la política global. Mas bien la primera es condición de la segunda. La guerra en contra del imperio ruso, o lo que podría ser peor, contra un orden político mundial dirigido por tres dictaduras atómicas (China, Irán y Rusia), no tiene lugar en las galaxias –para decirlo según la fantasía cinematográfica de Reagan– sino también al interior de cada nación, en cada región, en cada comuna, en cada voto por la democracia, en cualquier reducto desconocido de cualquier país en donde se dé una lucha en contra de algún autócrata. Más todavía si se tiene en cuenta que, apelando a la utopía negativa del nuevo orden mundial, Putin y Xi han logrado articular a la mayoría de las naciones regidas por gobiernos autocráticos, en un sistema de alianzas globales. Un ejemplo lo hemos visto en esos últimos días con en el reingreso de la autocracia de Siria a la Liga Árabe. Ahí, evidentemente, están las manos de Xi y de Putin.

Sé que es una verdad elemental, pero no por eso menos olvidada: no se puede estar en contra de una autocracia nacional sin estar en contra de Putin y la invasión a Ucrania. O dicho a la inversa: no se puede estar en contra de Putin y la invasión a Ucrania sin estar en contra de una autocracia nacional.

PS – Estas líneas las escribo dos días antes de las elecciones presidenciales en la Turquía de Erdogan. Un acontecimiento que desde Europa será seguido con tanta o mayor atención que las elecciones norteamericanas. En el pasado reciente esas elecciones habrían sido solo una entre tantas más. Hoy, cualquiera sea el resultado de ellas, sabemos que pueden incidir en el ordenamiento político de Europa y quizás del mundo. Eso quiere decir que vivimos, nos guste o no, en una era «glocal», donde lo global es local y lo local es global.

* Entendemos por autocracias a diferencias de dictaduras, a gobiernos autoritarios que concentrando los poderes del Estado incorporan elementos constitutivos a las democracias, introduciendo elecciones no-competitivas, cuyos candidatos pueden ser vetados por el ejecutivo. Un orden autocrático podría derivar, bajo determinadas condiciones, en un régimen democrático pero también, bajo condiciones determinadas por la expansión militar, en uno de tipo totalitario como ya es el de Putin en Rusia. Para estudiar el tema de la formación autocrática, sugiero leer el notable trabajo de Héctor Briceño ¿Qué tan distintos son los nuevos autoritarismos?, en Revista LASA Forum, Vol. 54, Issue 2.

Escribe Briceño “Los nuevos liderazgos autoritarios ya no compiten abiertamente en contra de la democracia promoviendo un sistema alternativo, en su defecto imitan sus instituciones y prometen perfeccionarla”.

Twitter: @FernandoMiresOl

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.

El totalitarismo del siglo XXI

Fernando Mires

Aunque algún académico de tipo weberiano pueda no estar de acuerdo, ni la historia ni la política se dejan regir de acuerdo a tipologías. Pues si pensamos que los procesos históricos asumen movimientos multideterminados, la razón tipológica debe contentarse solo con detectar situaciones y señalar características del mismo modo como cuando fotografiamos un paisaje sabiendo que al día siguiente después de una lluvia ya no será el mismo.

Tampoco, por cierto, debemos renunciar a la confección de «tipos». Por el contrario: los necesitamos para comparar estructuras y procesos. Al fin y al cabo, todo conocimiento es comparativo. Basta con manejar los «tipos» con prudencia, a sabiendas que no son «cosas» sino, para decirlo con Norbert Elías, simples «figuraciones». O tal vez en lugar de «tipos» deberíamos hablar de formas o formaciones (la forma fascista, la forma dictatorial, la forma democrática, etc.) Y naturalmente, de la forma totalitaria, la más fácil de definir por una razón muy sencilla: Totalitarismo alude a todo el poder concentrado, ya sea en una persona, en un estado, en un partido. Totalitarismo es el poder total. Si esa totalidad del poder no existe, no hay totalitarismo.

El totalitarismo de la era posindustrial

En textos anteriores nos hemos regido por una escala de formas de dominación no o antidemocráticas, las que pueden, bajo determinadas condiciones, culminar en esa fase llamada totalitarismo. Así hemos hablado de gobiernos autoritarios, autocráticos, dictatoriales y, finalmente, totalitarios, que son los que acumulan la totalidad del poder, de un poder que al politizarlo todo, deja de ser político. En ese punto hay cierto consenso: el totalitarismo fue un fenómeno del siglo veinte que cristalizó en tres países: la Alemania hitleriana, la Rusia estalinista y la China maoísta.

Después del derrumbe del comunismo, no pocos autores llegaron a pensar en que la posibilidad de un resurgimiento de nuevos regímenes totalitarios estaba descartada. No obstante, tras dos decenios transcurridos del siglo XXI, podemos decir que tal esperanza carecía de fundamentos. En el hecho, ya hay dos países a los que, sin titubeos, podemos caracterizar como totalitarios (o por lo menos, neototalitarios): la Rusia de Vladimir Putin y la China de Xi Jinping. El primero alude a un poder totalitario personal y el segundo, colectivo (el PCCH) aunque en los dos últimos años este ha derivado desde el colectivismo partidario hacia un personalismo excluyente representado en la figura de Xi Jinping.

Importante es mencionar que tanto en China como en Rusia, se trata de reaparecimientos totalitarios lo que nos indica que, los por Hannah Arendt constatados elementos de la dominación totalitaria, permanecían latentes, sin desaparecer, en ambos países. En la China postmaoísta (que no estudio Hannah Arendt) fueron mantenidas todas las estructuras de la dominación totalitaria, pero el poder, sobre todo bajo Deng Xiao Ping (1979-1997), asumió formas deliberativas, las tendencias fueron permitidas y las discusiones circulaban bajo la luz pública. Bajo la era de Xi Jinping, de acuerdo a lo mostrado en el faraónico 20. congreso del PCCH, el partido volvió al centralismo antidemocrático y al oprobioso sistema de las «purgas».

En Rusia, el proceso que ha llevado hacia la (re) totalización del poder ha transitado de modo más lento. Durante Gorbachov (y su entrada a la «casa europea») y durante los primeros tiempos de Yeltsin, Rusia pareció experimentar un proceso de occidentalización. Putin, desde su llegada el año 2000, hasta 2007, con su inesperada agresión verbal a Occidente en la Conferencia de Münich, había mantenido la apertura postdictatorial, cumpliendo al menos con las formas electorales. La conversión del poder autoritario en una autocracia personalista comenzaría a cristalizar con las agresiones a Chechenia y Georgia el año 2008, cumpliéndose así una premisa de Arendt, en el sentido de que el totalitarimo es impulsado por el imperialismo (Origins of Totalitarianism).

Por el momento no es posible esclarecer con exactitud si fueron las guerras de Rusia las que llevaron a la dominación totalitaria, o fue el proyecto totalitario que acariciaba Putin, la razón que impulsó las guerras de expansión de Rusia. Los indicios –sobre todo a partir de la invasión a Crimea en el 2014– apuntan más bien hacia la segunda posibilidad. Lo importante es que el proceso que llevó del autocratismo al totalitarismo está articulado con la expansión territorial de Rusia. Lo que es explicable: durante una guerra rige el estado de excepción, y si esa excepción no es transitoria sino permanente, deja de ser excepción.

En el caso de China, no fueron guerras, pero sí desafíos geoestratégicos los que probablemente impulsaron al partido dominante a instituir un «estado de excepción en permanencia». El crecimiento económico de China convenció a su dirección política que debía reconocer el punto de inflexión donde la nación no solo debía ser una potencia económica sino, además, política. Para Xi y los suyos había llegado la hora en la que China debería reclamar derechos hegemónicos como conductor, no solo de la economía, sino de las relaciones políticas internacionales a nivel mundial.

La era de la globalización –ese es un evidente convencimiento de Xi– exigía una China global y no regional: Política, militar y no solo económica. Desde ese autoreconocimiento, Taiwán no solo interesa a China por razones económicas sino también simbólicas. Eso quiere decir que si China logra sentar soberanía política sobre Taiwán, mostrará al mundo que ya está en condiciones de doblegar la hegemonía política-militar, si no la occidental, por lo menos la norteamericana.

Y para enfrentar esa escalada global, China necesita de sus perros de presa atómicos. Ya tiene por lo menos a tres: Kim Jong Un en Corea del norte, el Irán de los ayatolas, y naturalmente, la Rusia de Putin.

La Rusia de Putin ha seguido un camino diferente en la ruta que conduce hacia la totalización del poder. Para Putin, lo ha dicho el mismo, no se trata de alcanzar un futuro luminoso, sino de recuperar un pasado sagrado: el de la Santa Madre Rusia. De tal manera, mientras el totalitarismo chino puede ser definido como posmoderno, el de Rusia es evidentemente premoderno (un imperialismo de la era posimperial según Timothy Garton Ash).

En los dos casos, sin embargo, no nos encontramos solo con una simple reedición de los totalitarismos maoísta y estalinista, sino con nuevas formas totalitarias, concordes con su tiempo. Ambos totalitarismos, dicho en breve, son totalitarismos del siglo XXI.

Y eso significa, mientras los totalitarismos del pasado reciente surgieron en el marco determinado por la era de la industrialización, los del presente pueden ser vistos como totalitarismos posindustriales.

Para poner un ejemplo, la base social que lleva a la emergencia del fenómeno totalitario provino, en el caso del nazismo y del comunismo, de la conversión de las clases en masa. Pero aquí debemos puntualizar: las masas que hoy emergen en China y Rusia son diferentes a las que nos describiera Arendt y otros autores (Gene Sharp, por ejemplo) que se han ocupado del tema del totalitarismo. Quiere decir, mientras las de los totalitarismos del siglo XX eran masas pauperizadas, utilizadas como carne de cañón para alcanzar objetivos meta-económicos por medio de la industrialización forzada, las masas del periodo postindustrial son masas consumistas, férreamente ligadas al mercado local. En ese sentido (solo en ese) las masas de Putin se parecen más a las de Hitler que a las de Stalin y Mao.

Hitler, recordemos, elevó los ingresos, el consumo y el bienestar de las masas de trabajadores (ocupación plena, vacaciones pagadas, seguro social, automóviles). El trabajo esclavizado impuesto por Stalin en las fábricas urbanas y en las granjas colectivas (koljoses), lo reservó Hitler para el infierno de los campos de concentración, los que también existían en cantidades en la Rusia y en la China comunista. Podríamos decir incluso que bajo los totalitarismos stalinista y maoísta, tuvo lugar, y en un muy corto plazo, ese proceso de acumulación originaria (Marx) que en el mundo capitalista se extendió a lo largo de siglos. Sobre y no durante esa fase de acumulación, fueron erigidos los totalitarismos del siglo XXI.

Occidentalización económica, desoccidentalización política

Si volvemos a recordar a Hannah Arendt, encontraremos dos elementos inherentes a la dominación totalitaria del siglo XX: el terror y el adoctrinamiento ideológico. Ambos existen sin duda bajo las dictaduras de Xi y de Putin, pero en un nivel más bajo y, a la vez, distinto. El terror continúa de modo más sutil. Ya no se trata tanto de la vigilancia policial, casa por casa, sino de una más bien digitalizada, menos estricta, más eficiente. Basta simplemente que los ciudadanos no participen en política, actividad reservada en China para la casta comunista, y en Rusia suprimida del todo.

Raramente, solo en contadas ocasiones, las masas de ambos países son movilizadas para vitorear a sus líderes. Más importante es que se queden en casa, informadas por la televisión estatal, y en los tiempos libres, que acudan a los mercados a consumir productos, aunque algunos sean inventados en el odiado occidente. Contradicción que no parece importar demasiado a los administradores del poder. Ellos no están en contra del mercado occidental, están solo en contra de las ideas y de los derechos humanos occidentales. O lo que es lo mismo: ni Xi ni Putin están en contra de la occidentalización del mercado pero sí en contra de la occidentalización de la política.

Que las masas de los respectivos países consuman toda la chatarra que quieran, sigan todas las modas, bailen y canten la música occidental, los tiene sin cuidado. Incluso, dichas inclinaciones son estimuladas desde el alto poder. Pero ay de las mujeres si asumen el feminismo occidental, ay de los ciudadanos si reclaman pluralismo político, ay de quien defienda los derechos fundamentales del ser humano.

Las ideologías del poder neototalitario

Desde un punto de vista doctrinario, hay también una gran diferencia entre los totalitarismos del siglo XX y los del XXI. Los detentores del poder del antiguo totalitarismo creían actuar en nombre de doctrinas, la fascista y la marxista leninista, a las que eran conferidas dos características: La universalidad y el futurismo. De acuerdo a esas doctrinas, los tres dictadores imaginaban que sus ideologías eran válidas para todo lugar y que el mundo terminaría, tarde o temprano, siendo fascista, para unos, comunista para otros. El Tercer Reich iba a ser mundial y el comunismo también. De una u otra manera, los dictadores totalitarios del siglo XX creían tener a la historia universal de su parte.

Xi y Putin también creen en doctrinas, pero sus características son radicalmente diferentes. Los dos dictadores nos hablan por cierto de un nuevo orden mundial, pero ese orden lo entiende cada uno a su manera. Lo único que para ellos está claro es que ese nuevo orden significará la derrota económica y política de los EE UU primero, y de occidente después. Pero desde un punto de vista teórico, ético, político e incluso utópico, ese nuevo orden está vacío. Eso explica por qué las ideologías a las que recurren los nuevos totalitarismos distan mucho de ser futuristas, como lo fueron las del comunismo y del fascismo. Al contrario, son más bien – si me permiten el término – “pasadistas”.

La dictadura de Putin, incapaz de ofrecer un futuro esplendoroso, ofrece un regreso a un pasado supuestamente glorioso y heroico: al de la antigua Rusia, sea la de los zares, sea la de Stalin. Para algunos rusos ese retorno –en un vocabulario psicoanalista: esa regresión– puede ser fascinante. Pero es difícil que la gran masa apolítica del país adhiera a las reaccionarias utopías de Putin. Mucho menos atractivo puede ser el culto «pasadista» para habitantes de naciones que ayer pertenecieron al imperio soviético. Imposible, por ejemplo, que las naciones de Asia Central, en su mayoría musulmanas, sientan demasiado entusiasmo por formar nuevamente parte de una Rusia, ya no soviética sino cristiana-ortodoxa.

La doctrina de Putin es nacionalista, pero no mundialista. Peor aún: es «rusista». Como medio de dominación ideológica internacional, no sirve para nada. ¿Qué nos puede ofrecer Rusia aparte de represión, fanatismo religioso, y glorias zaristas? se preguntan con toda razón los ucranianos. Dicho con las palabras del escritor alemán Peter Schneider: «El único objetivo claramente establecido que Putin promete a sus rusos y a los pueblos que van a regresar al Imperio Ruso es la restauración del poder y la grandeza pasados ​​y una participación en el esplendor del imperio resucitado».

La dictadura de Xi Jinping por su parte, parece haber comprendido que la doctrina marxista ha dejado de ser un producto de exportación ideológica. En el mejor de los casos es solo consumible para los cretinos que gobiernan en países como Nicaragua o Venezuela. Eso explicaría por qué, bajo Xi, los jerarcas chinos parecen estar cada vez más preocupados por promover la unidad espiritual de sus habitantes mediante la intensificación y propagación de la filosofía confuciana, hoy obligatoria en todos los establecimientos educacionales.

En cierto modo, el partido comunista chino ha adoptado una doctrina marxista confuciana (algo así como un vaso de leche mezclado con ají) cuyo propósito es reivindicar una tradición nacional y nacionalista y así mantener sujetos ideológicamente a las grandes masas de la inmensa nación. En otros términos, los totalitarismos chino y ruso ya no son internacionalistas sino tradicionalistas. La religión ortodoxa y la filosofía de Confucio, ambas magníficas creaciones del espíritu humano, han pasado, bajo la égida neototalitaria de nuestro tiempo, a convertirse en ideologías de estado. Su función no es nada espiritual: mantener, gracias al carisma (Weber) de la religión y de la tradición, la cohesión del frente interno a fin de avanzar económicamente hacia la construcción de un nuevo orden mundial donde las democracias sean la excepción y las dictaduras la regla.

El problema es que ese objetivo no es imposible. De hecho, los dos totalitarismos del siglo XXI cuentan con el apoyo directo o tácito de todos los antidemócratas del mundo, de casi todas las dictaduras y autocracias del mundo, de muchas mentes tecnocráticas del mundo.

REFERENCIAS:

Jan Claas Behrends – Rusia: TOTALITARISMO Y DICTADURA PERSONAL (polisfmires.blogspot.com)

Hans van Ess – CHINA: CAPITALISMO COMUNISTA CONFUCIANO (polisfmires.blogspot.com)

Peter Schneider – ¿QUÉ OFRECE PUTIN A UCRANIA? (polisfmires.blogspot.com)

Fernando Mires – RUSIA: EL RETORNO DEL TOTALITARISMO (polisfmires.blogspot.com)

Twitter: @FernandoMiresO

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.

El poder y la historia

Fernando Mires

Hay momentos históricos que son resultado de procesos desencadenantes en donde las grandes personalidades no juegan ningún papel decisivo. Así sucedió en la Primera Guerra Mundial. Hay otros, en donde las llamadas condiciones objetivas son articuladas con la aparición de una personalidad dominante, como sucedió durante la Alemania de Hitler (y en cierto modo durante la URSS de Stalin). Hay, por último, otros en donde hechos dramáticos de la historia, como la guerra de invasión a Ucrania, no habrían sido posibles sin la aparición de una personalidad dominante. Por eso, esa guerra —cuyas consecuencias son todavía imprevisibles— ya es conocida como «la guerra de Putin». Sobre esos temas he escrito el presente artículo.

1. Desde que los humanos comenzaron a narrar sobre «lo pasado» nació la historia. Y aparte de las tradiciones orales que hoy ya casi no existen, la historia es historia escrita: historiografía. Pero no todo el pasado es histórico o digno de ser historiografiado. El mirlo azul que dividió la noche para comenzar el día con su vuelo fue muy bello, pero no creo que pase a la historia, ni siquiera a la personal, pues pronto lo olvidaré.

¿Cuál objeto del pasado es el de la historia? Ni los antiguos griegos, que fueron quienes primero comenzaron a historiografiar, pudieron ponerse de acuerdo.

Homero, quien pese a no ser historiador —era más bien lo que hoy llamamos un escritor de ciencia-ficción— nos escribe una historia en dos libros (la Iliada y la Odisea) cuyos capítulos transcurren entre la predestinación de los dioses y la libertad del ser. Más tarde, Heródoto —a quien algunos nombran el padre de la historiografía— se liberó de la tutela de los dioses, pero no del concepto de predeterminación, pues asumió en gran parte como historia la tradición oral (no había otra).

No es, por cierto, la de Heródoto una historia mitológica como fue la de Homero, pero la tradición, sobre todo la popular, está impregnada por mitos prehistóricos. Distinto fue el caso de su seguidor, Tucídides. Para el autor de Las guerras del Peloponeso la dignidad histórica era obtenida por los hechos cuando estos poseían una connotación trágica —puede que Tucídides hubiera sido aquí influido por las tragedias griegas– y como no hay nada más trágico que la muerte (o el morir), el objeto histórico elegido por el historiador fue la guerra.

Sin duda Tucídides influyó muchísimo a la historiografía romana, sobre todo en su predilección por historiar los grandes acontecimientos. La diferencia con Tucídides es que la línea romana formada por historiadores de la talla de Polibio, Plutarco, Flavio Josefo (judío romano a quien interesó un hombre descalzo llamado Jesús) pusieron énfasis en ensalzar a la grandeza de la Roma imperial, representada en las hazañas del emperador en favor de sus súbditos. Desde esos momentos los romanos nos legaron el problema que ha caracterizado a casi toda la historiografía moderna: ¿qué debe ser más importante para el historiador, los hechos o sus promotores?

Cuando Pascal dijo: «Si Cleopatra hubiese tenido la nariz más corta toda la faz de la tierra habría cambiado», puede que no haya bromeado. De hecho estaba planteando dos temas muy serios: el papel del ser humano en la historia y la contingencia del acontecer. Si Cleopatra hubiese sido más chata o más narigona, es decir más fea, no solo Dino de Laurentis no habría producido su portentosa película ni Liz Taylor y Richard Burton se habrían enamorado. Peor aún: las relaciones entre Egipto y Roma habrían sido menos armoniosas y hasta es posible que la decadencia de un imperio desangrado en guerras hubiese comenzado durante el gobierno de Julio César. Vista así, la historia no seguiría el mandato de una razón dialéctica como imaginó Hegel, ni una determinación condicionada por el desarrollo de las fuerzas productivas, según Marx. La historia en tonalidad romana no sería más que una sucesión de «accidencias» (Aristóteles), determinadas por esos seres tan azarosos que somos los humanos.

Estas divagaciones, aparentemente ociosas, surgen de preguntas nada ociosas que se hacen los historiadores al escribir sobre capítulos cruciales del pasado reciente. Una de las más quemantes es: ¿fue el nazismo obra de un genio maligno llamado Hitler o un hecho que, de una manera u otra, estaba destinado a suceder? O dicho así: ¿fue el nazismo una consecuencia de Hitler o Hitler una consecuencia del nazismo? Por supuesto, una pregunta imposible de responder. Pero, como suele ocurrir, aquí la pregunta es más importante que la respuesta.

Han ocurrido grandes catástrofes históricas sin la presencia de un genio maligno o benigno, entre otros, nada menos que una guerra mundial, la primera, la de 1914. En todo el transcurso de esa absurda guerra no nos es posible encontrar ninguna personalidad determinante. Todo comenzó cuando el serbio-bosnio Gavrilo Princip, sin recibir ordenes de nadie, disparó contra el príncipe austriaco Luis Ferdinand y su esposa (junio de 1914), provocando una reacción en cadena de naciones que se declaraban la guerra solo por cumplir antiguos tratados bilaterales, dejando detrás de sí millones de muertos en los campos de batalla. Pues bien, esa guerra declarada por imbéciles no tuvo a ningún personaje como principal actor. Tanto el presidente Poincaré de Francia, el zar Nicolás, el rey alemán Wilhelm II, eran personas pulsilámines, sin grandes ideas ni ambiciones. 1914 fue una sangrienta comedia que después se repetiría como sangrienta tragedia, cuando Hitler, rompiendo todos los tratados, decidió hacerse de los Sudetes (1938) e invadir Polonia (1939).

La Primera Guerra Mundial resultó de un escalamiento incontrolable. La segunda, en cambio, sucedió de acuerdo a decisiones de líderes político-militares como Hitler, Mussolini, de Gaulle, Churchill. ¿Qué nos demuestra esta diferencia? Algo simple: puede ser perfectamente posible que existan grandes acontecimientos históricos sin mediación de grandes actores, pero también hay otros en donde las decisiones de los actores son determinantes.

2. Repitamos entonces la pregunta: ¿fue Hitler la causa del nazismo o el nazismo la causa de Hitler?

La mayoría de los historiadores coinciden en una opinión: pocos acontecimientos históricos han ocurrido como consecuencia del entrelazamiento de factores objetivos y subjetivos de un modo tan claro como fue el ascenso del nazismo y la Segunda Guerra Mundial. Hitler —sobre esto también hay consenso— apareció sobre un terreno abonado para la siembra del mal. La Alemania de los 30 no podía sobreponerse de la gran crisis mundial, la desocupación laboral y la inflación competían entre sí, aterrorizando a sectores sociales intermedios. Hambre, pauperización y, por si fuera poco, incompetencia administrativa, era la tónica de cada día. A la ruina económica sucedió la ruina moral. A quienes no gusta la aridez de los libros de historia sugiero leer la conmovedora novela de Erich Kästner, Fabian. La historia de un moralista. Ahí podrá verse cómo la honestidad y la decencia se convirtieron en rara mercancía durante la república de Weimar. Las élites intelectuales no paraban de hablar de la patria humillada (Tratado de Versalles) culpándose entre sí. Y por si fuera poco, aparecía la amenaza del imperio soviético, no ficticia, muy real.

Stalin repetía incansablemente que el próximo país comunista iba a ser Alemania. Socialistas contra comunistas y ambos contra los fascistas se apaleaban en las calles. En ese ambiente enloquecido comenzaba el ascenso de Hitler, señalando a los dos enemigos de su nación, uno interno y otro externo: la Unión Soviética y los capitalistas usureros, quienes pasaron a ser en su retorcida retórica una raza-clase: los judíos. En fin, las condiciones objetivas y las subjetivas se daban la mano para que Hitler llegara pacíficamente al poder con el cometido de «salvar a la patria» en contra de enemigos reales e imaginarios. Por eso, y por nada más, Hitler fue amado por su pueblo.

El fascismo fue populista, pero no todo populismo es fascista, escribió acertadamente Ernesto Laclau. En el caso de Hitler, se dieron todos los ingredientes del fenómeno populista: comunión del pueblo con el líder, interpelación irracional a las masas, sobrepaso de las instituciones del Estado, entre otros. Esa es la diferencia fundamental entre un líder como Adolf Hitler con quien ya muchos consideran su sucesor del siglo XXI, el ruso Vladimir Putin.

3. Hitler era populista, Putin no lo es. Esto último es fundamental para entender los peligros que estamos presenciando en estos días.

Recapitulando: mientras los sucesos que llevaron a la Primera Guerra Mundial no tuvieron hechores sobresalientes, los que llevaron a la segunda resultaron de la articulación entre realidad objetiva y subjetiva, representada esta última por Hitler y el grupo de orates que formaban su comando central (Goebbels, Himmler, Göring y otros). En los acontecimientos que hoy nos tienen al borde de una tercera guerra mundial también hay un hombre-centro como ayer fue Hitler. Pero se trata de uno que se antepone a todas las condiciones objetivas, un ser que ha transformado a su propia subjetividad en objetividad. Putin no es en términos exactos el Hitler del siglo XXl, es algo más: es Putin. A esa singularidad del fenómeno hay que prestar atención.

Que Alemania pre-Hitler estaba amenazada por Stalin era una verdad. Que la Rusia de preguerra estaba amenazada desde el exterior y desde Ucrania fue una mentira de Putin. Naturalmente, los putinistas de distintos colores argumentan que fue el avance de la OTAN la razón que «obligó» a Putin a invadir a Ucrania. La historia, sin embargo, nos relata otras cosas: la OTAN fue ampliada en la misma proporción en que Europa crecía después de la liberación de nuevas naciones del yugo soviético. Pero nunca la OTAN avanzó hacia territorio ruso. Tampoco intervino después que Putin anexara Chechenia y parte de Georgia y, cuando en el 2014 Putin anexó a Crimea, la OTAN miró hacia otro lado.

Putin jamás hizo un reclamo formal por la ampliación de la OTAN. Ni en vísperas de la invasión a Ucrania puso Putin como condición el fin de la ampliación de la OTAN. La ampliación de la OTAN como razón de la invasión a Ucrania carece de todo basamento histórico.

Que la situación económica y social que llevó a Hitler al poder era catastrófica es innegable. Pero nada parecido ocurría en la Rusia de la preinvasión. La economía, gracias a los grandes niveles alcanzados en la exportación de gas y petróleo hacia Europa, marchaba sobre rieles. Nunca la ciudadanía rusa se había sentido mejor que antes de la guerra a Ucrania, aceptando el contrato tácito de no meterse en política a cambio de un relativo bien pasar. Más aún: pese a un par de leves sanciones formales, las relaciones diplomáticas de Rusia con Europa transcurrían de un modo extraordinariamente amistoso. Los contratos comerciales se multiplicaban y, aparte de pequeños grupos de nacional-eslavistas que giraban alrededor de Alexander Dogin, las élites culturales rusas se sentían integradas a Europa. ¿Por qué Putin entonces inició una guerra en contra de Ucrania?

En la guerra a Ucrania no encontramos ni un escalamiento como el que llevó a la Primera Guerra Mundial ni tampoco una economía destrozada ni a una masa militarista y fanática como fue la del nazismo. Al fin, por más vuelta que demos al problema, no podemos sino llegar a una conclusión: la invasión y la guerra a Ucrania fueron el producto de la mente de Putin. Pocas veces, quizás nunca antes, las condiciones subjetivas han logrado imponerse en la historia con tanta fuerza sobre las objetivas.

La guerra de Putin a Ucrania y por ende a Occidente, no estaba programada en ninguna razón de la historia, en ninguna lógica militar, en ningún plan económico. Esa ha sido, es y será denominada «la guerra de Putin». La de un hombre dominado por nociones premodernas, un reaparecido déspota del siglo XVII, un comunista vuelto fanático religioso, un fantasma del viejo pasado enquistado en las inmediateces de la Europa posmoderna; en fin, un «imperialista posimperial», para decirlo con las palabras del historiador Timothy Garton Ash.

Probablemente los gobernantes europeos se dejaron engañar intencionalmente por Putin. Puede haber sucedido también que no hicieron ningún esfuerzo para entender su irracionalidad, o si se prefiere, su otra racionalidad. Putin es un devoto de la antigua Rusia zarista y, por lo mismo, un antipolítico radical. Sus valores son arcaicos: culto a la patria, a la religión, a la violencia. Piensa como un emperador medieval e imagina que la riqueza de las naciones está basada en su extensión territorial. Como en los tiempos de Maquiavelo, cultiva el asesinato político por envenenamiento y, últimamente, por desfenestración. Su odio a Occidente es un odio a la modernidad, no a la de la técnica —que como a Hitler, lo obsesiona— sino a la del libre pensamiento. Por eso ama al rusista Stalin y odia al europeizado Lenin. Y por eso mismo desprecia a la Europa de hoy, a su multiculturalidad, a su multisexualidad, a las instituciones que limitan el poder.

El poder de Putin es ilimitado, indivisible, incompartible. Probablemente imagina que él es Rusia y Rusia es él. Por lo tanto, los ucranianos, al desear ser europeos, son seres que han traicionado a los «lazos de sangre» (Putin dixit) que los ataban con Rusia, como escribiera en su confuso ensayo del 2021. La destrucción de ciudades ucranianas, asesinatos de niños y seres indefensos, no son equivocaciones en sus objetivos de guerra. Son el objetivo.

4. Cuando llegue el momento de historiar la guerra que comienza en Ucrania, puede que el concepto de historia cultivado por los griegos y por los romanos —centrado en los grandes acontecimientos y en los grandes hombres— no nos sirva demasiado. Putin está muy lejos de ser un gran hombre. Es, por el contrario, un ser pequeño (en eso sí se parece a Hitler) aunque situado sobre un poder inmenso. Las filosofías de la historia, ya sea en sus versiones hegelianas, positivistas, marxistas, centradas en la lógica interna de los procesos, tampoco nos serán muy útiles para analizar el poder unipersonal del Estado putinista, en algunos puntos tan cercano al hitleriano y al staliniano, pero también, en otros, muy distinto.

Quizás la persona que más se parece a Putin existe en la historia de la literatura universal y no en la historia de los grandes acontecimientos hstóricos: sí, me refiero al rey Macbeth.

Llegado al poder asesinando (miles de chechenios lo supieron), atizando intrigas palaciegas y deshaciéndose de potenciales enemigos, Putin, como Macbeth, ha alcanzado la cima del poder absoluto, rodeado de aduladores, entre ellos el miserable Medvédev. La diferencia es que Putin no es el Macbeth escocés de Shakespeare, sino uno internacional, rodeado por los dictadores de la era global. Pero, al igual que el Macbeth originario, solo puede ejercer el poder desde su propia soledad. Lo que no sabían Macbeth ni Putin es que el poder absoluto no fue hecho para los humanos y que, los que han llegado a alcanzarlo, al no encontrar a nadie ni nada que los sostenga, terminan por hundirse en el abismo de su propio vacío.

«El poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente», fue una famosa frase de lord Acton. Modernizando las palabras del aristocrático historiador inglés y mirando desde lejos a Putin, podríamos decir hoy: «el poder enloquece, y el poder absoluto enloquece absolutamente».

Twitter: @FernandoMiresOl

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.