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Fernando Mires

El apocalipsis como programa

Fernando Mires

Lo hemos repetido muchas veces. La guerra de Putin a Ucrania no es solo contra Ucrania pero comienza y pasa por Ucrania. La guerra de Putin es contra Occidente, lo ha dicho el mismo. Pero no en contra del Occidente geográfico sino en contra del Occidente Político. Así nos lo explicó el mandatario ruso en su mítico discurso del estadio Luzhniki de Moscú:

“Occidente está intentando dividir a nuestra sociedad, está especulando con nuestras bajas (en la guerra) y las consecuencias socioeconómicas de las sanciones, y está provocando una confrontación civil en Rusia y utilizando a esa quinta columna para conseguir ese objetivo. Y hay un solo objetivo, del que ya he hablado, la destrucción de Rusia”.

¿Qué es Occidente para Putin? La respuesta, después de revisar diversos textos, solo puede ser una: Occidente es todo lo que impide la reconstrucción del imperio ruso, núcleo de una visión pan- eslavista a la que su mentor ideológico del momento, Aleksandr Dugin, llama Eurasia. Occidente sería, mirada desde esa visión culturalista, la anti-Eurasia. ¿Y qué es Eurasia? Si nos atenemos a las palabras del corrupto ex-vicepresidente de Rusia, Dimitry Mevdevev, el objetivo de Putin es “construir una Eurasia abierta, desde Lisboa hasta Vladivostok”. Gracias a esa estupidez ya sabemos algo por lo menos: Eurasia, para Putin y su corte, es el objetivo de un proyecto de expansión geográfica y política: una anti-Europa. Nada menos. El problema es que para que ese proyecto tenga un final, deberá haber muchas ciudades mártires, como hoy lo es Bucha en Ucrania.

Así como Che Guevara en su delirio antimperialista llamó a “crear dos, tres Vietnams”, Putin, en su delirio imperialista deberá llamar a «crear cien, doscientas, trescientas Buchas». Ya lo está haciendo. Hay otras ciudades como Bucha en Ucrania.

Para Dugin, Occidente, más que un conjunto de países –todos democráticos pero con distinto formato político – es un régimen universal que se define por una supuesta ideología también universal. Dugin la llama “ideología de la democracia liberal”. En ese punto hay una plena coincidencia entre Dugin y el putinista presidente húngaro Viktor Orban quien ha iniciado una campaña política en contra de lo que él llama, democracia liberal.

Tanto en la versión de Dugin, de Orban y, por cierto, de Putin, el liberalismo es una ideología decadente que lleva al deterioro moral del ser humano, el que librado a su libre arbitrio, entregado al llamado de sus deseos, sobre todo los sexuales, medrará en un mundo sin tradiciones y sin autoridades. Y, por supuesto, sin Dios. En contra de ese mundo en permanente decadencia, Putin, convertido de la noche a la mañana de marxista- leninista en un beato besacruces, opone el ideal de una nación autoritaria, con un estado fuerte, sin rencillas partidarias, donde el parlamento deberá limitarse a dar forma a leyes que provienen de un ejecutivo cuyo poder ha de hacerse sentir con dureza sobre todos los que osen disentir del orden establecido.

Las ideas occidentales, como dijo Putin en su discurso del estadio, son destructivas para el orden ruso que él busca imponer y, por lo mismo, se encuentra obligado a defenderse, aventando a la corrupción occidental (ideas democráticas) dentro de Rusia y luego luchando en contra de los demonios que vienen de afuera, desde ese Occidente apoderado de su amada Ucrania rusificada. Ucrania debe ser liberada, purificada de ideas occidentales. En las palabras de Putin: “desnazificada”

De acuerdo a su descontrolada fantasía, Putin y otros integristas conciben la invasión a Ucrania como una guerra defensiva y liberadora en contra de lo que ellos llaman Occidente. Esa es la ideología que fue inculcada a Putin, entre otros, por el ideólogo Alekandr Dugin. Un autor intelectual –sí, lo es- de los asesinatos que en estos momentos están siendo cometidos en Ucrania.

“Occidente es antes que nada una ideología”, escribió Dugin en un reciente artículo orientado a justificar las crueldades cometidas en Ucrania (24.03.2022). Y luego despacha, así no más, solo porque se le ocurre, una definición: “las ideologías son imágenes (¿?) totalitarias de la realidad impuestas por sistema tecnológicos y psicología de masas”. Absurda definición construida solo para continuar caricaturizado a lo que él necesita que sea Occidente: “La única ideología oficial que existe en Occidente es el liberalismo (¡!) y la globalización no es sino la imposición del liberalismo a toda la humanidad”. Vale decir, en su imaginación afiebrada, Dugin ha convertido a Occidente en un orden totalitario e imperial del cual la Santa Rusia deberá liberarse.

En el marco de las post-verdades putinistas, la invasión a Ucrania debe ser entendida como un medio para alcanzar la liberación nacional de Rusia frente al Occidente opresor aunque eso signifique poner a la realidad patas arriba y cabeza abajo.

El mismo Dugin ha confesado, y se nota, que todas sus concepciones ideológicas las ha tomado prestadas de pensadores europeos. En esos pensadores no hay nada que sea ruso. Tanto en su formación como en su estilo, Dugin es un escritor radicalmente occidental. El mismo ha declarado ser seguidor del tradicionalismo conservador de Julius Evola y de René Guenón. En su “Geopolítica” recurre a la teoría del espacio vital de Karl Hausofer. Posición occidentalista en la que, por lo demás, no se encuentra solo.

El anti-occidentalismo occidental es una de las particularidades de Occidente, el único orden político que genera e integra a sus propias contradicciones. Pues la occidentalidad no son solo los derechos humanos, el parlamentarismo, los debates, la pluralidad cultural, su arte o su literatura. También la negación a Occidente es occidental, venga ella de Marx, de Spengler, de Heidegger, de Dugin. El anti-occidentalismo pertenece, queramos o no, al patrimonio cultural de Occidente.

Occidente –es un punto que aterra a Dugin– supone el reconocimiento de la ambivalencia como forma de vida. A Occidente pertenecen los Médecis y Maquiavelo, Arendt y Mahler, el Louvre y Auschwitz, Churchill y Hitler. El fascismo, el anarquismo, el comunismo, y probablemente, hasta el putinismo, y muchas otras negaciones de Occidente, son producciones netamente occidentales. Occidente no es una sola ideología, como cree Dugin. Son muchísimas. Occidente es lo que ha llegado a ser Occidente. Occidente no es un “es”, es un “estar siendo en el tiempo». Occidente es su propia historia. Eso es lo que no puede aceptar Dugin.

Dugin es un intelectual muy deshonesto. Y lo es hasta el punto que necesita inventarse un Occidente personal para así obtener un meta-enemigo que sirva como justificación a la sangrienta expansión que en este momento comete Putin sobre tierra ucraniana. Y al final, como si estuviéramos frente a las aguas de Narciso, resulta que todo lo que para Dugin es Occidente no es más que la fiel copia de lo que ha llegado a ser la propia Rusia de Putin. Un enorme espacio totalitario, con una sola ideología, con un solo líder, con una sola religión.

La agresión a Occidente comenzada desde Ucrania ha liberado a Rusia de las ataduras que lo ligaban con Occidente, nos dice Dugin. Siguiendo esa tesis, escribe: “En realidad, Putin intentó por todos los medios que Rusia siguiera la ideología, la tecnología, los códigos, los algoritmos, las leyes y los principios occidentales (liberales); pero el aumento de las tensiones simplemente lo destruyó todo. Rusia se está alejando de Occidente como Idea y Occidente ha comenzado a desconectar a Rusia de todas sus redes de control global”.

Lamentablemente, lo último es cierto. Con su des-occidentalización forzada, Rusia está dejando de ser lo que ha sido: un enorme país con dos almas. El alma bárbara y el alma civilizada coexistían en su historia de un modo dramático a veces, de un modo armónico, otras. Pero después de Bucha, la atrayente ambivalencia cultural de Rusia parece haber llegado a su fin. La contradicción entre civilización y lbarbarie, para decirlo con el brillante columnista de ABC, Guy Sorman, ha sido resuelta. Entre la barbarie y la civilización, Putin ha elegido la barbarie. Dugin también.

Me veo entonces en la necesidad de corregir un error. Cuando leía y estudiaba la Geopolítica de Dugin. me pareció ver a un autor epocalista pero erudito, con resabios nazis aunque culto y por momentos, fascinante. Sin embargo, al leer sus artículos escritos bajo las sombras de la guerra desatada por Putin, me encuentro frente a un ser arruinado, un energúmeno ilustrado que ha perdido toda compostura. En sus escritos ya no hay ningún hilo conductor, solo un catársico desenfreno. Y en donde antes me había parecido encontrar una cierta fundamentación filosófica, hoy solo veo charlatanería. En fin, un cerebro lleno de conocimientos, pero sin orden ni estructuras.

Claro está que Dugin ha declarado la guerra a Occidente (una guerra contra sí mismo, debo reiterar). Pero lo menos que uno podía esperar es que frente a ese Occidente, Dugin nos diera a conocer su alternativa, un mundo mejor o peor, una utopía o al menos una distopía. Mas de súbito, Dugin nos dice que no tiene nada que ofrecernos a cambio de las masacres de Putin. Lo suyo es una negación sin afirmación. Solo se contenta con decir que hay que construir una teoría anti-occidental. Y si no me creen, habrá que citarlo:

“Ahora que hemos entrado en una confrontación directa y dura con Occidente es necesario que creemos una ideología alternativa basada en nuestras propias ideas. Ya sabemos lo que rechazamos, pero no ha quedado claro qué es lo que afirmamos”.

Si no hubiera corrido tanta sangre, daría risa. Según Dugin, Putin invade a Ucrania sin saber todavía que es lo que opondrá en contra de la occidentalización. La filosofía destructiva de Dugin es el testimonio de un filósofo que se olvidó de pensar.

Al leer a Dugin no puedo sino concluir en que de verdad Kant tenía razón cuando nos habló del mal radical o de la radicalidad del mal. Siguiendo a Kant, Hannah Arendt describió la banalidad del mal. Para la filósofa, el mal banal era el mal banalizado, ya sea por un argumento, por una ideología, por una supuesta obligación profesional (“Yo solo cumplía órdenes” decían los asesinos nazis en el juicio de Nürenberg) El mal de Dugin, y por ende, de Putin, es en cambio el mal radical, un mal que no se ajusta a ningún derecho, pensamiento o deber. Es el mal por el mal. Es el mal de Thanatos, pero sin Eros. Es un mal que nace del amor a la muerte. Un mal hecho realidad en Bucha.

Dugin, como Putin, es un endemoniado. Pero a diferencias de los personajes de Dostoyevsky en cuya novela Los Demonios nos topamos con provincianos nihilistas, Putin es un endemoniado con todo el poder de un imperio a su disposición. Por ahora, seguirá matando, y Dugin, su criado intelectual, será reducido al penoso papel de legitimador de la muerte colectiva. Probablemente Dugin ya lo presiente. En el futuro de Rusia, o sea, en su futuro personal, ya ve, como lo vieron Goebbels y Hitler antes de matarse, el fin del mundo (su mundo) . El Apocalipsis es su programa. El mismo Dugin, para que no haya ninguna duda, lo anuncia

“Nuestro gran problema ahora es que hemos roto con Occidente y el liberalismo de una forma irreversible: o construimos un mundo diferente y un orden mundial alternativo dentro de los límites de nuestra civilización o … ya sabemos qué sucederá, aunque esto último hace parte de acontecimientos apocalípticos que aún están por venir”.

Hay que detener a esa maldad. Hay que salvar a Europa de Dugin, de Mevdevev, de Lavrov y otros criminales que rodean al asesino Putin. No podemos permitir que este mundo sea convertido en una inmensa Bucha. Para que eso no suceda hay que arrancar a Ucrania de la garras sangrientas de esa pandilla de monstruos. Ojalá los gobiernos de Europa entiendan de una vez lo que todavía, aún después de Bucha, no se atreven a entender. Hay que derrotar a Putin aquí, allí, y ahora.

Por lo menos el canciller alemán Olaf Scholz -aunque tardíamente – parece haberlo entendido. Cuando estaba a punto de terminar este artículo lo oí decir desde la pantalla del televisor: “Putin no debe ganar esta guerra”. Solo espero que Dios, o quien mejor lo represente, lo haya escuchado.

Twitter: @FernandoMiresOl

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS, Político

Ucrania: lo inédito

Fernando Mires

Para quien circula en Twitter -esa ágora virtual de la sociedad de masas- le será fácil encontrar opiniones que condenan a las masacres cometidas por el gobierno ruso en Ucrania (la enorme mayoría), algunas que las defienden o justifican (casi todos exponentes de alguna izquierda trasnochada), y otros que simplemente las relativizan. Estos últimos pueden ser divididos a su vez en dos grupos. Los que intentan convertir a las víctimas en agresores, justificando las muertes como consecuencia de una supuesta expansión de la OTAN, y otro grupo que, insistentemente, intenta disminuir el impacto de las horribles escenas que nos brindan los medios, con otras aparentemente parecidas, llevadas a cabo por EE UU en otras fechas y en otros territorios.

A los exponentes del primer grupo me he referido extensamente en otros artículos. Entre ellos, el lector puede consultar a dos de los más recientes: Las tres grandes mentiras del putinismo y ¿Qué significa derrotar a Putin?

Esta vez me concentraré en los exponentes del segundo grupo. Me refiero a los que al realizar la macabra operación de comparar masacres, destacan que las de Putin son solo unas entre tantas. En contra de esa afirmación cabe decir que ninguna de las por ellos nombradas es igual a otra, o que ninguna es comparable y que, si bien todas son condenables -no conozco a nadie que esté a favor de las guerras, o que diga estarlo– obedecen a distintos contextos históricos. Dicho en términos más coloquiales, no podemos meterlas a todas dentro de un mismo saco.

Nada más absurdo sería hacer una competencia que mida cual invasión es peor. O ponerse a contar cadáveres para justificar a unas en contra de otras. Pues, convengamos: en cada guerra hay por lo menos dos países o dos bloques de países y las razones que legitiman a cada enemigo nunca pueden ser las mismas que las usadas para entender a otras guerras con otros actores y en otros tiempos. En ese punto, sé muy bien de qué estoy hablando.

Quien escribe proviene de una generación en la que muchos nos socializamos políticamente protestando en contra de la guerra de Vietnam. Una generación global, podríamos decir. Tanto en Europa como en Japón, tanto en América del Norte como en América del Sur, los estudiantes salíamos a las calles a protestar con nuestras consignas y pancartas en contra de la guerra de EE UU en suelo vietnamita primero, y en todo el Sudeste asiático, después. Podría afirmar que las manifestaciones en contra de los desmanes de las tropas americanas en Vietnam forjaron una nueva cultura política. Las canciones de Joan Baez, Bob Dylan, las primeras de los Beatles, tararean aún en nuestros recuerdos.

Luego vinieron otras guerras y otras invasiones. Así pude comprobar que los que íbamos a las primeras no eran los mismos que fuimos a las segundas. Algunos, por ejemplo, rompimos con las directivas de los partidos, e íbamos también a protestar en contra de la invasión soviética que aplastó a la primavera de Praga. Lentamente comencé a entender que para muchos había invasiones justificables y otras condenables, invasiones buenas e invasiones malas.

Cada tiempo -eso lo percibí mucho después- tiene sus razones, sus éticas, sus ideas e ideologías. Ahora sabemos, por ejemplo, que los regímenes que apoyábamos en Vietnam o en Camboya o en Laos eran dictaduras espantosas. Películas como Apocalipsis Now de Francis Ford Coppola, o The Deer Hunter, de Michel Cimino, terminaron por abrirnos los ojos. Nuestros héroes vietnameses o camboyanos eran, seguro, los mismos que defendían feroces regímenes opresivos. Y, sin embargo, sigo pensando que, de acuerdo a las coordenadas de tiempo en las que nos desenvolvíamos, nuestras protestas fueron justas y necesarias.

El tiempo ha seguido la ruta trazada. Ya maduros, algunos, aún emprendiendo la ruta del regreso, apoyamos a los sandinistas de Nicaragua, aunque, he de decirlo, con ciertas reticencias. No queríamos una segunda Cuba. Y si hubiéramos sabido que la gesta nicaragüense iba a culminar en una dictadura como la de Ortega, no habríamos apoyado nunca a los sandinistas, ni a los de la primera ni a los de la segunda hora. Después, profesionales y más centrados, dimos algunos nuestro apoyo a Walesa de Polonia e incluso salimos a protestar en contra del golpe del general Jarzuzelsky (solo después entendimos que el general había dado el golpe para proteger a su país de una invasión soviética).

Ya en el otoño de mi vida no había muchas razones para protestar, ni en las calles, ni en otras partes. Tampoco para las nuevas generaciones. Naturalmente, los excesos de los militares norteamericanos en Irak eran condenables. También los de Afganistán. Pero ¿quién en su sano juicio iba a salir a la calle en defensa de Saddam Hussein? ¿o de los siniestros Talibanes? ¿Íbamos a justificar a Bin Laden y al 11 de septiembre en aras de la paz? También seguramente podíamos estar en desacuerdo con las avanzadas de Israel en zonas palestinas, pero ¿íbamos por eso a apoyar al terrorismo de Hammas?

No hay invasiones buenas ni invasiones malas, pero sí hay invasiones distintas. Hoy, ahora, ya en el invierno de mi vida, parece ser más que evidente. Esa es la razón por la cual, junto con otros políticos, pensadores y analistas, me he posicionado abierta y radicalmente en contra de la invasión rusa en Ucrania, quizás con la misma furia como cuando protestaba en nombre de los muertos de Vietnam. Y sí: sigo pensando, aún después de tanto tiempo, que la defensa que hicieron los vietnameses de su territorio, más allá de toda justificación ideológica, era legítima y justa porque ese territorio era suyo, de ellos, y de nadie más. Pero también veo las diferencias.

Los vietnameses pertenecen a una cultura muy lejana a la que, si he de ser franco, todavía no entiendo. No así los ucranianos. Los ucranianos pertenecen al mismo Occidente al que uno pertenece. Las diferencias culturales pueden ser, no lo dudo, enormes. Pero en este momento los ucranianos defienden no solo a su territorio, sino a un estado de derecho, a una Constitución, a un régimen político competitivo, a la libertad de opinión y de prensa, a las libertades sexuales, a los derechos humanos, en fin a todo lo que para Putin es decadente, débil o enfermizo. En pocas palabras: defienden a Occidente y a su siempre imperfecta democracia. Ahí reside la unicidad de la resistencia ucraniana. Eso es inédito.

Cuando EE UU llevaba a cabo crueldades en Vietnam, las cometía en contra del género humano representado en los aldeanos de Vietnam. Pero cuando la Rusia de Putin comete las mismas en Ucrania, las comete en contra de nosotros mismos, o en contra de los que, queramos o no, somos o nos definimos como occidentales. No es nuestra sangre, no es nuestra cultura, religión, civilización o tradición lo que nos une con los ucranianos; es nuestra pertenencia a un orden político basado en constituciones y leyes. Las mismas constituciones y leyes con las que ha roto Putin al pasarse todos los acuerdos bi-laterales con Ucrania y con Europa, por el forro. Eso es inédito.

A EE UU no lo unía ningún contrato ni acuerdo bilateral con Vietnam, tampoco ningún pacto de no agresión. Mucho menos con monstruos antipolíticos como fueron Hussein, Gaddafi o como hoy, al- Asad. En cambio Putin ha atentado, como el mismo escribió en su artículo sobre Ucrania, en contra de su propio pueblo. Ucrania, lo dice Putin, es parte inalienable de la cultura rusa, y (solo) en ese sentido cultural, Ucrania y Rusia pertenecen al mismo pueblo. Pero a la vez, y eso es lo que no puede entender Putin ni su ideológico perro faldero, Alexander Dugin, pueblo y nación son dos conceptos distintos. Putin ha masacrado al pueblo ucraniano y al mismo tiempo ha encarcelado al pueblo ruso. A sus dos pueblos que, según él, son uno solo.

¿Tengo que contar a los relativistas que las demostraciones más grandes en contra de la guerra de Vietnam tuvieron lugar en los propios EE UU? ¿Tengo que decirles que el fin de la guerra del Vietnam no lo lograron los vietnameses sino miles, tal vez millones de jóvenes occidentales, muchos de ellos norteamericanos, gente que hizo uso de su legítimo derecho a protestar, sabiendo que nadie los iba a enviar a un campo de concentración como hoy ocurre en la Rusia de Putin? EE UU ha tenido al igual que Rusia presidentes nefastos. Pero los norteamericanos han debido pagar ante la opinión pública sus desmanes. ¿Cuántos casos Watergate se cometen todos los días en Rusia en absoluta impunidad?

¿Habrá que decir a los relativistas que una agresión militar a un país no puede compararse con una guerra de anexión territorial? Estamos hablando, entiéndase, de un tipo de guerra que estaba en extinción después de la Segunda Guerra Mundial. Y sobre todo ¿decirles que esta es la primera guerra, después de las de Hitler, cuyos objetivos previstos y calculados, no son militares sino civiles?

Por cierto, en todas las guerras se producen daños terribles a la población civil. Pero elegir como blanco directo a los hospitales, a los mercados, a las guarderías infantiles, a los barrios residenciales, a todo recinto donde haya seres humanos, es algo que rompe con todas las normas vistas y quizás por ver. Eso es inédito. Tan inédito, que un comentarista televisivo se permitió una broma muy cruel: “hoy las bombas rusas han producido grandes daños en los establecimientos civiles, y también algunos leves “daños colaterales” en los militares”. La broma es siniestra, pero lo es porque no solo es una broma. Es la verdad. Basta mirar las ruinas de Mariupolis. Ahí no quedó nada en pie, ahí no se ve un solo rastro de vida. Eso es inédito.

Como inédita es la amenaza de utilizar armamento nuclear no solo en contra de las naciones de la OTAN en caso de que estas intenten ayudar directamente a los patriotas ucranianos, sino también en contra de Ucrania. “Si os acercáis, volaremos todo por los aires”, había sido hasta ahora una frase que pronunciaban los criminales enloquecidos de las series de la TV. Putin ha roto así no solo con las leyes de su país y de Ucrania, con los tratados y con las convenciones internacionales. También lo ha hecho con los tabúes que hacen posible la convivencia humana sobre un mismo planeta. Eso es lo inédito.

Eso, la infinita maldad de ese maldito ser humano llamado Putin, eso es lo inédito.

1 de abril 2022

Polis

https://polisfmires.blogspot.com/2022/03/fernando-mires-ucrania-lo-inedi...

¿Qué significa derrotar a Putin?

Fernando Mires

El hecho de que el secretario de estado Antony Blinken se haya visto en la necesidad de reinterpretar a Joe Biden, después que el presidente en un rapto de retórica emoción y fuera de libreto dijera que “Putin no puede seguir en el poder”, muestra una inaceptable falta de coordinación estratégica. Fueron palabras que sin duda hablan muy bien de Biden como persona moral –millones deseamos lo mismo– pero como persona de estado, Biden cometió un error político de proporciones.

Putin, nos guste o no, es el representante del estado de Rusia, elegido presidente de acuerdo al sistema de votación ruso y, como tal, reconocido por la comunidad internacional. No corresponde al presidente de una nación, aunque sea EE UU, decidir quienes deben o no gobernar en otro país. Lo más grave es que con esa frase, Biden oscureció el sentido de la guerra que lleva a cabo el pueblo ucraniano.

La guerra que libra Ucrania es contra un país cuyo mandatario busca anexarla, es decir, hacerla desaparecer del mapa como nación. Para Ucrania es, por lo tanto, una guerra de vida o muerte. Una guerra existencial. Lo que está en juego es nada menos que la existencia de Ucrania como nación independiente y soberana.

Ucrania no ataca a Rusia - ¿habrá que repetirlo? -pero Rusia sí ataca a Ucrania. La de Ucrania es –y esto es lo decisivo- una guerra esencialmente defensiva. Por eso mismo, legítima, justa y necesaria. Y por ser defensiva, la guerra debe ser mantenida dentro del espacio del territorio a ser defendido. Lo que pase con Putin en el territorio ruso no debe ser tema para el gobierno de Ucrania y mucho menos para el presidente de un país como EE UU.

Con su desafortunada frase Biden pasó por alto, además, los objetivos de la guerra de los patriotas ucranianos, objetivos que son exactamente lo contrario a los que persigue la Rusia de Putin. Digámoslo en su modo más simple: Putin quiere derrocar a Zelenski pero Zelenski no quiere derrocar a Putin

Todos conocemos los objetivos de la Rusia de Putin: convertir a Ucrania en una provincia rusa como logró hacerlo con Chechenia y Georgia, o en el mejor de los casos, en un apéndice colonial como Bielorrusia. Y para cumplir ese objetivo, Putin necesita hacer desaparecer a la institución jurídica y política que da forma a Ucrania como nación: el estado ucraniano, representado por el gobierno de Volodymyr Zelenski.

Seamos claros: el objetivo de Rusia no es oponerse a la expansión de la OTAN, como divulgan los propagandistas de Putin. La OTAN es la institución militar que cobija y protege naciones democráticas europeas y, por lo mismo, sus objetivos no son imperiales sino estrictamente defensivos. No hay ninguna nación que forme parte de la OTAN que esté ahí en contra de la voluntad de sus gobiernos y de sus ciudadanos. Es muy esclarecedor el hecho de que Zelenski, cuando ofreció como garantía de paz al gobierno ruso su renuncia a solicitar el ingreso de Ucrania a la OTAN, no haya apaciguado en absoluto la guerra declarada por Putin. En el fondo, a Putin le importa un bledo la OTAN. Lo que sí le interesa, lo único que le interesa, es hacer desaparecer a Ucrania como nación y por lo mismo como estado, esté Ucrania dentro o fuera de la OTAN.

Ahora bien, ese único objetivo de Putin es el que debe configurar el único objetivo de Occidente. Y este no puede ser otro sino evitar que Putin haga desaparecer a Ucrania como nación. Para y por eso, Occidente necesita que Putin pierda la guerra en Ucrania. Y perder la guerra significa para el gobierno ruso reconocer la existencia de Ucrania. Como escribiera el siempre pragmático Michael Ignatieff: “El objetivo estratégico de Occidente en esta guerra debería ser preservar el gobierno de Zelenski. Al salvar el gobierno, Occidente puede salvar a Ucrania. Cualquier esfuerzo ruso para acabar con el gobierno de Zelenski debería ser la línea roja de Occidente: el momento en el que envíe un mensaje a Putin de que si no se detiene, responderá con fuerza”.

En otras palabras, derrotar a Rusia significa preservar la vida del presidente como persona, pero sobre todo, como institución. La razón es obvia; Zelensky, no solo es un héroe. Zelenski es antes que nada la representación humana del estado ucraniano. Así lo entendió el ex-presidente Poroshenko al deponer sus diferencias políticas frente a Zelenski. Lo que está en juego, lo dijo, es el estado de la nación común, de esa polis a la que pertenecen todos los ciudadanos de Ucrania.

La guerra, hay que decirlo mil veces, no es una cosa en sí. La guerra es un medio para lograr un objetivo de poder. Ganar una guerra significa derrotar al enemigo lo que a su vez significa impedir que los objetivos del enemigo sean convertidos en realidad. Solo teniendo claro el objetivo se pueden tener claros los medios para alcanzarlo. El fin no justifica, pero sí, determina a los medios.

Las sanciones a Rusia por ejemplo, no pueden estar destinadas a castigar al pueblo ruso ni mucho menos a perseguir la ilusoria esperanza de que un día, cansado y hambriento, ese pueblo se levantará en contra de Putin. Ni la política ni la guerra se pueden hacer sobre la base de fantasías. Eso quiere decir también: no se saca nada con cerrar locales de Mc Donald o de Pizza Hut si los gobiernos de Europa, sobre todo Alemania, continúa pagando a Putin por el gas y por el petróleo y así financiando la guerra a Ucrania. Las sanciones, para ser efectivas, deberían apuntar estratégicamente a bloquear todos los canales que lleven al perfeccionamiento de la guerra ofensiva de Putin.

Lo mismo se puede decir con respecto a la ayuda militar que Occidente presta al ejército de Ucrania. Las armas a ser enviadas deben ser, en primera línea, aptas para la guerra defensiva. La ayuda militar no puede ser simbólica, como el vergonzante envío de chatarras bélicas expropiadas a la ex RDA por el gobierno alemán. El armamento que necesita Ucrania debe corresponder con los más altos y sofisticados niveles de la moderna guerra defensiva. Detener tanques y hacer estallar aviones es primordial para derrotar a Putin. Un misil bien disparado vale más que cualquier argumento frente al cruel autócrata ruso. Es duro decirlo, pero es la verdad.

Mucho más claro que Biden fue la primer ministro de Estonia, la aparentemente frágil Kaja Kallas: “En la OTAN, nuestro enfoque debe ser simple: El Sr. Putin no puede ganar esta guerra. Ni siquiera puede pensar que ha ganado, o su apetito crecerá. Necesitamos demostrar voluntad y comprometer recursos para defender el territorio de la OTAN. Para controlar la agresión de Rusia, debemos implementar una política a largo plazo de contención inteligente” (...) “los soldados ucranianos son combatientes capaces, pero necesitan armas y material, incluido activos de defensa aérea y misiles antitanque para proteger mejor los cielos. La ayuda militar defensiva debe ser nuestra principal prioridad y debemos comprometernos con ella a largo plazo”.

No vamos a negar que en las guerras también existen triunfos simbólicos o victorias morales. Dentro de estas últimas, una de las más elocuentes fue esa cantidad de 141 votos de las Naciones Unidas condenando la agresión de Putin. Hay que agregar que Europa, hasta hace poco sumida en ociosas discordias, está hoy unida más que nunca; y lo está en torno a Ucrania. E incluso, la por Trump tan maltratada China, ha decidido asumir una posición neutral frente a la locura putinista. Pero todo eso no servirá de nada si Ucrania, apoyada por Occidente, pierde la guerra militar.

Ganar la guerra militar no significa matar a Putin. Pero sí significa evitar que Putin mate a Zelenski, o a quien lo represente, en la legítima defensa del estado nacional ucraniano. Ese y no otro es y debe ser el objetivo de Occidente en la guerra desatada por Putin.

29 de marzo de 2022

Polis

https://polisfmires.blogspot.com/2022/03/fernando-mires-que-significa-de...

El occidente de Vladimir Putin

Fernando Mires

Dijo Vladimir Putin en su ya legendario discurso pronunciado en el estadio olímpico Luzhniki de Moscú (18.03.2022): Occidente está intentando dividir a nuestra sociedad, está especulando con nuestras bajas (en la guerra) y las consecuencias socioeconómicas de las sanciones, y está provocando una confrontación civil en Rusia y utilizando a esa quinta columna para conseguir ese objetivo. Y hay un solo objetivo, del que ya he hablado, la destrucción de Rusia.

Pero cualquiera, y en especial el pueblo ruso, podrá distinguir a los auténticos patriotas de la chusma y los traidores, y simplemente los escupirá como si fueran una mosca que ha entrado en la boca.

Estoy convencido de que esa necesaria y natural autopurificación de la sociedad fortalecerá a nuestro país, nuestra solidaridad, nuestra cohesión y nuestra capacidad para responder a cualquier desafío.

Pocas veces las palabras han sido tan reveladoras. Con ellas, Putin ha cavado una zanja. Su guerra a Ucrania no es a Ucrania, lo dice el mismo, sino a Occidente. Ucrania, en su lenguaje alucinado, es solo una representación de Occidente. Luego, la invasión a Ucrania no tiene mucho que ver con el avance de la OTAN –Zelenski ha dicho varias veces que Ucrania no pertenecerá a la OTAN- sino por que en ese país ha tenido lugar un proceso de occidentalización. No la OTAN sino las democracias que cobija militarmente la OTAN es lo que está en proceso de expansión. Como dice Putin, emulando al repertorio de Hitler, su lucha es “por la necesaria y natural autopurificación de la sociedad”. Purificación lo traduce como desnazificación, palabra inventada por su consejero de cabecera, Alexandr Dugin. Quiere decir: des- occidentalización.

Occidente, según la visión putinista, es impuro. La sangre derramada en Ucrania lavará las impurezas occidentalistas que la contagian. La de Putin –según el cavernario patriarca Kiril- adquiere las características de una guerra santa, de una cruzada, de una Yihad de la ortodoxia asiática.

¿Por qué odia Putin a Occidente? Pregunta que solo puede ser respondida con otra: ¿Qué es Occidente? Occidente no es el Oriente, pero eso no nos dice nada. Pronunciado en lenguaje político, tampoco es un punto geográfico.

Occidente, lo sabemos todos, ha llegado a ser el significante de muchas naciones que han hecho suyos determinados principios, entre ellos, un estado de derecho, la independencia de los poderes públicos, libertades como las de opinión, de culto, de prensa y de movimiento, elecciones libres y democráticas, parlamentos que procesan el debate público.

¿Occidente es entonces la democracia? En gran medida lo es, pero Occidente es algo más que la democracia. En términos escuetos: todas las naciones democráticas son occidentales y todas las naciones occidentales son democráticas. Pero Occidente es más que la suma y síntesis de todas las naciones que lo constituyen. Occidente es más bien una tautología: Occidente es la historia de Occidente, y eso quiere decir: Occidente es lo que ha llegado a ser Occidente y, más aún: lo que puede llegar a ser en el curso de su historia. La nación occidental, dicho con uno de los fundadores de la socialdemocracia austriaca, Otto Bauer, es una “comunidad de destino”. “Una idea”, agregaría a su modo, Ortega y Gasset:

Efectivamente, la historia de Occidente no es una historia en sí, sino la historia de las naciones en las que la occidentalidad anida. Ahí reside la diferencia entre una nación occidental y otra que no lo es. La segunda, la nación no occidental, ha sido entendida por Putin de acuerdo a las lecciones que le inculcara el oscurantista filósofo del anti-democratismo ruso, Alexandr Dogin: una unidad territorial cuyos habitantes están vinculados por un lenguaje, una tradición, una cultura y una religión común. En cambio, la nación occidental se define fundamentalmente por otras propiedades, entre ellas: el territorio, un estado constitucional, una historia común y su acreditación en las Naciones Unidas.

De acuerdo a la concepción arcaica y etnológica de Putin, Ucrania es una simple prolongación natural de Rusia, un territorio puesto a disposición de su imperio. Así lo dice con fe ciega: Permítanme enfatizar una vez más que Ucrania para nosotros no es solo un país vecino. Es una parte integral de nuestra propia historia, cultura, espacio espiritual (discurso 21.02 2022)

Y en su largo artículo La Unidad histórica de Rusos y Ucranianos (2021), escribía el gobernante: Confío en que la verdadera soberanía de Ucrania sólo es posible en asociación con Rusia. Nuestros lazos espirituales, humanos y civilizatorios se formaron durante siglos y tienen sus orígenes en las mismas fuentes, se han endurecido por pruebas, logros y victorias comunes. Nuestro parentesco se ha transmitido de generación en generación. Está en los corazones y la memoria de las personas que viven en la Rusia moderna y Ucrania, en los lazos de sangre que unen a millones de nuestras familias. Juntos siempre hemos sido y seremos muchas veces más fuertes y exitosos. Porque somos un solo pueblo.

Sin embargo, de acuerdo a una concepción moderna, a la que apela el mismo Putin, Ucrania como nación nunca podría definirse “por lazos humanos, espirituales, civilizatorios”, ni mucho menos por “lazos de sangre”. Lo que caracteriza a una nación moderna es una Constitución, la existencia de partidos políticos, la práctica de elecciones libres de acuerdo al principio de la alternancia en el poder, y la mantención de una -aunque sea breve- historia forjada por revoluciones y elecciones. Y no por último, hay que subrayarlo siempre, el reconocimiento internacional a través de instituciones como la UE y la ONU. Esa es una nación política a diferencia de una nación cultural o pre-política, como es la de Putin. Las credenciales de Ucrania son y serán la de una nación independiente de Rusia.

Por lo demás, la propia invasión rusa ha terminado por crear lo que Putin niega a Ucrania: un sentimiento de nacionalidad muy profundo. Así como el sentimiento de pertenencia nacional fue creado en el pueblo judío por las constantes persecuciones a que ha sido sometido, la guerra y la invasión a Ucrania ha creado una idea de nacionalidad cuya principal afirmación es su negación a Rusia, una radicalmente opuesta al asiatismo despótico representado por Putin. Quiero decir: aunque Putin logre someter a Ucrania, nunca los ucranianos se sentirán miembros de Rusia. Cultural y emocionalmente su población se ha constituido como un pueblo, el pueblo en ciudadanía y la ciudadanía, en nación.

La Rusia de Putin es y será para los ucranianos; representación de la barbarie. Y el mundo occidental, representación de la civilización. No ser rusos ha pasado a ser, después de la sangrienta invasión, un sinónimo de ser ucraniano, y ucraniano, una forma de ser occidental. Putin, digamos con descaro, ha fundado con su maldita guerra, a la nueva nación ucraniana.

Putin, como Stalin ayer, ve en Occidente un peligro existencial. De acuerdo a su mentor ideológico, Dogin –quien iniciara su carrera política como miembro fundador del “partido nacional-bolchevique” (variante semántica del nacional-socialismo pre-hitleriano)- Occidente simboliza a la decadencia. La tesis no es nueva.

De acuerdo al libro clásico de Oswald Spengler, La Decadencia de Occidente (1923), Occidente ha entrado a su fase de decadencia. La misma opinión sustentará otro clásico, Arnold Toymbee en su famoso A Study of History (1934-1961) para quien las culturas, también la occidental, están destinadas a perecer cuando no se encuentran en condiciones de responder a los desafíos de la historia. De dos autores eslavófilos, Ivan Illyn, y más recientemente, el ya citado Dogin, se nutre la tesis del naturalismo histórico cultural del anti-occidentalismo ruso. Según la fundamentación de esa tesis, las culturas son cuerpos colectivos sometidos a las mismas leyes que los cuerpos biológicos: nacen, se desarrollan, pasan por la juventud, alcanzan la madurez y, al final, decaen, mueren, o son absorbidas por otras culturas. Por lo tanto, las culturas se encuentran en permanente conflicto consigo mismas y por eso, con otras culturas. Afirmación popularizada por el ya también clásico Samuel Hungtinton (The Clash of Civilizations, 1996). No obstante, la afirmación de Hungtinton sería correcta solo si aceptamos que Occidente es “una” cultura. Y bien, justamente ahí yace la diferencia entre Occidente y las demás culturas: Occidente, si es una cultura, es y será una cultura solo si permite en su seno la existencia de otras culturas.

Occidente nunca ha sido monocultural: nació de un cruce entre diversas vertientes religiosas y culturales: la religión de los judíos, la prédica anticanónica de Jesús y Paulo, la filosofía griega (sobre todo la platónica-socrática) y el derecho romano desde donde tomó forma y figura el principio del estado secular, hoy hegemónico en el mundo occidental. Visto entonces el tema en contra de la perspectiva de Spengler, no se trata de que Occidente esté en decadencia, sino de todo lo contrario: la decadencia es una forma de ser de Occidente.

Occidente, desde Atenas hasta ahora, ha caído y decaído muchas veces. Pero la llama de la luz ateniense continúa ardiendo no solo al exterior sino también al interior de las naciones occidentales e incluso de las no occidentales. En cada lucha democrática nace un proyecto de Occidente. Bajo cada dictadura, despotía, o simplemente autocracia, decae Occidente. Como en Ucrania: cuando sus habitantes luchan por sobrevivir físicamente, libran, desde una visión macro-histórica, una guerra desgarradora entre la democracia occidental y la barbarie rusa que busca imponer Putin.

No deja de ser notorio: mientras menos democrática es una nación, menos occidental será. En ese mismo orden, mientras menos democrática, mayores serán las posibilidades del imperio ruso para expandir su poder mundial. Eso quiere decir que la contradicción política de nuestro tiempo, la que avistara a nivel mundial el presidente Joe Biden, entre democracia y autocracia, tiene lugar no solo entre naciones sino al interior de cada una de ellas. Allí donde late nuestro deseo de ser libres, comienza a nacer Occidente. Allí donde emerge la autorepresión, la culpa y el castigo, brota el no-Occidente. Allí donde prima el principio de muerte crece la anti-occidentalidad. Allí donde triunfa el de la vida -para decirlo en el sentido teológico de Paulo de Tarso- muere la muerte.

En el fondo de nuestros corazones, muchos somos hoy ucranianos.

27 de marzo 2022

Polis

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Las tres grandes mentiras del putinismo

Fernando Mires

La mentira, no lo vamos a descubrir ahora, es un arte de la guerra. Al enemigo para derrotarlo hay que sorprenderlo y, por lo mismo, engañarlo. Pero no es a esas mentiras a las que me referiré en este texto sino a otras. Las llamaré, siguiendo como tantas veces a Hannah Arendt, pero esta vez en contraposición a ella, mentiras de opinión (Arendt hablaba de verdades de opinión y de verdades de hecho). También podríamos llamarlas, mentiras legitimatorias. No son mentiras de guerra, sino mentiras sobre la guerra. Son las que pretenden justificar a una guerra sobre la base de algunas verdades, pero encapsuladas en grandes mentiras. De esas mentiras he elegido a tres que parecen ser predominantes.

1. La primera gran mentira afirma que la guerra a Ucrania es realizada por el gobierno de Putin para evitar que Ucrania ingrese a la OTAN y con ello ponga en riesgo la seguridad interior y exterior de Rusia.

Esa es también la tesis oficial del gobierno Putin. Ha tenido incluso acogida en personas y grupos que no pueden ser calificados como acólitos de Putin. Para la gran mayoría de quienes la sustentan –algunos por reflejos condicionados originados en la Guerra Fría- la OTAN es una institución expansiva al servicio de los intereses del -por el movimiento comunista así denominado- imperialismo norteamericano. Quienes alcanzamos a convivir bajo el influjo de las ideologías de ese periodo recordaremos que en los círculos de izquierda, sobre todo en los pro-soviéticos, el carácter imperialista de la OTAN estaba fuera de toda discusión. La verdad, sin embargo, dice otra cosa.

La OTAN comenzó a ser forjada desde 1947 a solicitud de los gobiernos democráticos de Europa a los EE UU cuando Stalin no ocultaba sus propósitos de enfilar hacia Turquía y Grecia. Fue entonces cuando el presidente Truman, a petición de Churchill, lanzó su legendaria advertencia a Stalin: “ni un paso más”. Así nació la OTAN, institución destinada a contener militarmente el avance soviético. De esos hechos se deducen tres consecuencias.

Primero: la OTAN nació como institución militar antimperialista (en contra del imperio de la URSS) En 1952, Grecia y Turquía ingresaron a la OTAN y con ello, la puerta del avance stalinista hacia el sur de Europa fue cerrada con candado. Si no hubiera sido por la OTAN, alguno países del sur europeo, incluida Italia donde un 40% votaba por los comunistas, habrían pasado a formar parte del imperio soviético.

Segundo: la OTAN nació como institución esencialmente defensiva y no expansiva.

Tercero: el objetivo de la OTAN de acuerdo al artículo 51 de su reglamento interno, no era proteger a todas las naciones europeas sino a las de carácter democrático. Hoy, tal vez con la excepción de la Turquía de Erdogan (no dictatorial, pero sí autoritaria) todos los países de la OTAN son democráticos.

Considerar la composición democrática de la OTAN es fundamental para contrarrestar la tesis putinista de la expansión de la OTAN en menoscabo de Rusia. En efecto, no es la OTAN la que se ha expandido, sino el número de los países democráticos europeos, los que al serlo, han solicitado su ingreso a la OTAN. Eso quiere decir desde un punto de vista historiogáfico que la tesis de la amenaza de la expansión de la OTAN debe ser puesta en orden secuencial pues al aumentar la expansión democrática en Europa aumentó el radio de acción de la OTAN, y no al revés. La conclusión es: Putin no invadió Ucrania porque podía ser miembro de la OTAN, sino porque Ucrania llegó a ser un país democrático. Un país que, por lo mismo, mantiene un régimen político alternativo y antagónico al que impera en Rusia. En otra frase: un país que es una amenaza política pero en ningún caso militar para Rusia.

El origen de la segunda expansión de la OTAN sucedió como consecuencia de la liberación nacional de los países europeos que formaban parte del área de dominación soviética, inmediatamente después de las revoluciones democráticas de 1989-1990. En todos esos acontecimientos, ni la OTAN, ni los países democráticos de Europa, movieron un solo dedo. La liberación de los países sometidos a la URSS fue pacífica, electoral y nunca militar. Luego, otra vez hay que secuenciar: primero vino la revolución democrática y después, la admisión de los países liberados, en la OTAN. No al revés. Si en Europa del Este y Central ha habido alguna expansión no ha sido la de la OTAN sino la de las democracias. La OTAN solo ha prestado cobertura militar a las democracias post-soviéticas después que estas se habían constituido.

La Ucrania de Zelenski, al solicitar su ingreso a la OTAN, no ha hecho nada distinto a lo que hicieron en el pasado reciente los gobiernos de la ex Checoeslovaquia, Polonia y Hungría, entre varios. Una Ucrania en la OTAN nunca habría sido un peligro militar para Rusia, aunque Rusia sí era un peligro para una Ucrania sin OTAN. Por lo demás, los derechos reclamados por Putin para anexar a Ucrania, todos formulados en su extenso artículo “Sobre la unidad histórica de rusos y ucranianos” (puede ser hallado en Google), no menciona a la eventual pertenencia a la OTAN como razón de reclamo, sino a los elementos míticos que, según su arcaica ideología, conforman a una nación (lenguaje, carácter, y sobre todo, “espacio vital”). De acuerdo al tenor de ese artículo, Ucrania pertenece a Rusia “por naturaleza” (idea de origen netamente fascista).

Hemos dicho que la democracia es expansiva. Desde las “revoluciones madres” de la modernidad, la norteamericana y la francesa, la democracia como forma política hegemónica no ha cesado su expansión. Con cierta razón Claude Lefort entendía a la democracia como una revolución permanente. No solo se profundiza hacia adentro sino, además, crece hacia afuera. Revolución democrática que avanza en forma de olas –en ese punto tiene plena razón Samuel Hungtinton-.

Una gran ola apareció en los tres últimos decenios del siglo XX. Primero con las evoluciones democráticas europeas en Europa del sur: Grecia, Portugal y España. Luego con la gran revolución democrática que puso fin al comunismo y a la dominación rusa en los países de Europa Central y del Este y, finalmente, el declive de las dictaduras militares del Cono Sur en Latinoamérica. Hoy en cambio asistimos a la aparición de una fuerte ola antidemocrática, encabezada por la Rusia de Putin y seguida por una gran cantidad de gobiernos autoritarios y autocráticos en Europa, en el Oriente Medio y en América Latina. Víctima de esa contrarrevolución ha sido Ucrania, como ayer lo fueron Georgia y Chechenia.

Para poner las cosas en orden: el gran error de la OTAN no fue haber dado protección a Ucrania sino no haberlo hecho a su debido tiempo, cuando Ucrania lo solicitó. Hoy ya es tarde. Hacer ingresar en estos momentos a Ucrania a la OTAN, llevaría a una tercera guerra mundial de carácter atómico. Esa es la amenaza pronunciada por Putin. De tal modo que la renuncia a ser miembro de la OTAN planteada por Zelenski puede ser considerada como una capitulación parcial y necesaria, pero en ningún caso como el reconocimiento de un error.

Ucrania, si no hubiera mediado la amenaza atómica, habría pasado a formar parte de la OTAN. Puede ser anexada por Putin, pero -y en eso están de acuerdo la mayoría de los observadores– por derecho, por su formación política y por su reciente historia, Ucrania debe pertenecer y probablemente pertenecerá algún día a la OTAN o a una organización continental similar que la suceda. Cuando el virus de la democracia contagia a una nación, nunca se va de ella.

El ingreso a la OTAN no conducirá a ninguna nación europea a la democracia, pero el ingreso a la democracia sí debe conducir a la OTAN. Es no lo quieren entender los putinistas debido a una razón muy simple: afirmar que Putin arrasa con Ucrania para evitar la expansión de la OTAN, confiere al horroroso genocidio que hoy se está cometiendo en Ucrania, un aparente carácter defensivo y no ofensivo. No Ucrania, sino la Rusia de Putin sería la víctima. Luego, la guerra de Putin, es justa. Los anti- OTAN, sobre todo los de la “izquierda jurásica”, asumen el discurso criminal de Putin como propio.

2. La segunda gran mentira afirma que Ucrania fue impulsada por los países miembros de la OTAN y por la UE a la guerra, para luego dejarla abandonada a su suerte.

El objetivo de esa afirmación no puede ser más venenoso. La intención es hacer aparecer al gobierno de Zelenski como una marioneta de la OTAN, de los EE UU y de la UE. Precisamente lo que busca Putin. Pero esa mentira pasa por alto el hecho de que la lucha por la independencia de Ucrania no ha comenzado ahora. Por el contrario, es una historia de larga data. Comenzó antes de que apareciera Putin, desde la disgregación de la URSS.

La independencia de Ucrania fue confirmada en diversos tratados, entre otros en el artículo 2.4 de la Carta de Naciones Unidas, en el Acta de Helsinki de 1975, en los compromisos contraídos por Moscú con Ucrania sobre su integridad territorial, en el Tratado de Minsk que formaliza la disolución de la URSS en diciembre de 1991; en el Memorándum de Budapest de 1994 por el que Ucrania entregó sus armas nucleares a Rusia a cambio de una garantía de seguridad; y el Tratado de Amistad entre Rusia y Ucrania de 1997.

Naturalmente, Occidente y sus instituciones han prestado colaboración a cada uno de los acuerdos nombrados. En ese sentido ha continuado la línea política que mantuvo con los movimientos democráticos de la Europa comunista, línea que se puede definir en una frase: apoyo sin intervención. Así fue como Occidente apoyó al Solidarnosc de Lech Walesa, a Charta 77 de Vaklav Havel, y a muchos otros movimientos, pero nunca de modo directo. Recordemos que cuando se produjo el golpe de estado en Polonia en 1981, la OTAN tampoco acudió en defensa de Solidarnosc, haciendo oídos sordos ante quienes lo pedían. Ya antes, en 1956, cuando la rebelión húngara fuera destrozada por las fuerzas represivas de la URSS, la OTAN tampoco intervino, ni militar ni políticamente. Lo mismo en 1968, cuando los tanques rusos entraron a Praga. Y mucho más recientemente, cuando Lukashenko ha llevado a cabo en Bielorusia una brutal persecución a todo lo que parezca oposición, Europa y la OTAN no movilizaron a ninguna fuerza en su contra.

Tampoco Occidente ha intervenido en contra de las espantosas masacres llevadas a cabo por Putin en Georgia y en Chechenia. Y cuando el dictador ruso ocupó Crimea en 2014, Occidente dejó que los propios ucranianos resolvieran sus problemas con Rusia.

La mentirosa tesis de Putin y sus seguidores, relativas a que los patriotas ucranianos son conducidos por Occidente y la OTAN solo busca reforzar la afirmación de que Ucrania no es una nación independiente. Pero la realidad muestra exactamente lo contrario. Las luchas por la independencia nacional en Ucrania han resultado de complejas confrontaciones internas. La llamada “revolución naranja” del 2004, los avances de los grupos dirigidos por Víctor Jutschtschenko, el fracaso del pro-ruso Víctor Yanukovitsch, la ascensión de Petro Poroschenko y recientemente de Volodimir Zelenski, todo eso nos habla de una nación que ha ido formando su personalidad política en interesante y apasionada conflictividad. Ucrania, dicho en breve, posee su propia historia. Es una nación política. En virtud de los tratados firmados por los propios gobiernos rusos, es una nación jurídica. Y por su pertenencia a la ONU, es una nación independiente y soberana. Una nación que nunca ha agredido a otra y cuyo objetivo ha sido buscar un lugar en el mundo, más cerca de Europa que de Rusia, a la que aún anexada, nunca más pertenecerá.

No, Occidente no ha movilizado a Ucrania en contra de Rusia ni tampoco la ha dejado abandonada como afirman los sofistas del putinismo internacional. Pero sí ha respetado sus derechos y en su lucha por la independencia la apoya con solidaridad, dinero, ayuda a los millones de refugiados y provisión de materiales bélicos. Quizás pueda y debería hacer algo más. No hay que olvidar que Ucrania es un país que cumple con todos los requisitos para ingresar a la UE. Hasta ahora, los políticos miedosos y los burócratas de la letra chica, lo han impedido. A pesar de todo, Ucrania no está sola.

3. La tercera gran mentira es la que busca nivelar a la sangrienta invasión a Ucrania con las cometidas por EE UU y otros países occidentales en otras latitudes.

Nadie lo va a negar. Las invasiones dirigidas por Washington a Vietnam, a Irak, a Afganistán, o a otras regiones, son en muchos aspectos condenables. Así como los excesos de las tropas de Israel en Palestina. O las persecuciones al pueblo kurdo llevadas a cabo desde Estambul. Todos eso, y muchos más, no son hechos que enorgullecen la historia de esos países. Podríamos incluso seguir enumerando episodios luctuosos en donde han actuado naciones democráticas, no solo en el pasado colonial, también en nuestros días.

Nadie dice que los gobernantes y los partidos políticos de los países occidentales son ángeles de la paz. Probablemente hay algunos tan canallas como el mismo Putin. No obstante, el solo hecho de que los putinistas se sientan obligados a legitimar masacres con otras masacres - frente a las que muchos de ellos nunca protestaron en el momento en que se produjeron- solo nos muestra una perversión mayor: la de relativizar crímenes con crímenes.

Más allá de la sangre derramada, y sin intentar disculpar a nadie, parece ser necesario poner el acento en algunos puntos que confieren a la invasión y a las consecuentes masacres inducidas por el régimen de Putin en Ucrania, como un hecho inédito y mucho más peligroso que las guerras propiciadas o ejecutadas desde o por Occidente en el pasado reciente.

Un punto dice que todas las guerras de Occidente han tenido lugar en contra de dictaduras. Nunca, ningún país democrático ha ido a la guerra contra otro país democrático. No queremos decir con esto que las naciones democráticas sean poseedoras de un pasaporte de inmunidad militar. El problema es otro, y no es moral. Tal vez ni siquiera es político. Lo que se intenta destacar es que los países dominados por dictaduras carecen de medios comunicativos para resolver de modo político los conflictos que se presentan entre ellos o con otros países, sean estos democráticos o no. Esos mismos gobiernos actúan en un estado de guerra permanente en contra de su propia ciudadanía. El caso de Putin es paradigmático. El presidente ruso debe ser el gobernante que más opositores ha envenenado. Cada opositor es un enemigo. Los procedimientos en contra de Navalny así lo demuestran. Cada vez que tiene problemas, Putin aumenta los años de prisión al líder. Putin y la mayoría de los tiranos que asolan el mundo no saben, ni quieren, y tal vez ni pueden, resolver diferencias en términos políticos pues las estructuras de dominación de sus países no son políticas.

Otro punto es que los gobernantes de democracias que llevan a cabo desmanes en otras latitudes, están sujetos a vigilancia, sea parlamentaria, sea de la prensa o de sus propios partidos. No son en fin, personas políticas autónomas. Alguien puede criticarlos a fondo como ocurrió a Nixon en EE UU y después al mismo Bush jr., sin temor a ser encerrado en una cárcel. Más aún, son revocables y con ello, sus políticas también lo son. No ocurre lo mismo con dictadores como Putin. La guerra a Ucrania continuará hasta donde él, consultando a su almohada, decida mantenerla.

Hay también un tercer punto, y probablemente el mas importante. Ese punto constata que nunca un país democrático ha amenazado a otra nación en término atómicos como lo ha venido haciendo Putin, incluyendo a naciones no involucradas en el conflicto.

4. Y una reflexión final …...

La conclusión no puede ser más deplorable. Ucrania solo será una nación definitivamente libre cuando en Rusia imperen relaciones democráticas, o por lo menos, cuando se vaya Putin. Algo que por ahora solo nos está permitido soñar, porque de eso estamos lejos. Lo que sí presentimos es que debe haber millones de seres en esta tierra que pensamos lo mismo: en que el mundo sería más habitable si Putin nunca hubiera nacido.

Y así y todo lo dudamos: nunca sabremos por ejemplo si el nazismo fue una creación de Hitler o si Hitler fue un producto del nazismo. Lo mismo sucede con Putin. Más todavía cuando en este tiempo hemos observado a cantidades de personas con predisposiciones putinistas, sea en la política, en los gobiernos, en los medios de comunicación, en las redes. Seres que buscan legitimar el crimen cometido a Ucrania con sofismas o simplemente mentiras. Oportunistas que intentan desviar la atención hacia problemas secundarios. Jueces improvisados que reparten puntos para lado y lado como si la invasión a Ucrania fuese un juego de boxeo. Algunos publican su indignación porque a un director de orquesta le fue solicitado distanciarse de la guerra a Ucrania, pero callan sobre los mártires de Mariopolis y Kiev. No faltan los hipócritas que repiten “toda las guerras son malas”, como si se tratara de otra epidemia. Y aún hay peores: los que convierten a las víctimas en hechores, a los asesinados en culpables y a los perseguidos en perseguidores.

Si algo ha mostrado con claridad la guerra a Ucrania es la enorme cantidad de lacra que yace esparcida sobre el mundo. El problema es que esa lacra es humana. Los asesinos y sus seguidores viven entre nosotros. Con esa verdad tenemos que confrontarnos. La democracia no tiene seguro de vida. La democracia, al fin y al cabo, es un plebiscito cotidiano.

17 de marzo 2022

Polis

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La ruleta rusa

Fernando Mires

Para ser realistas hay que partir de una premisa. Lo peor puede suceder porque lo peor ya ha sucedido en otras ocasiones. Nadie imaginó por ejemplo, que de una escaramuza regional entre Serbia y la unidad austro-hungara iba a tener lugar la primera guerra mundial con una secuela de millones y millones de muertos. Tampoco nadie imaginó que ese grotesco payaso que se hizo del gobierno alemán iba a cumplir las barbaridades escritas en Mein Kampf, incendiar a toda Europa, e intentar hacer desaparecer de la faz de la tierra a un pueblo bíblico. Lo peor ha sucedido y lo peor puede suceder, aunque después los historiadores no se atrevan a explicar por qué sucedió. Lo peor puede suceder y ha sucedido cuando del poder humano se apodera la radicalidad del mal en toda su inconcebible dimensión.

La radicalidad del mal fue un concepto elaborado y afinado por Kant en diversos textos. Según el filósofo, en el humano existen predisposiciones hacia el bien, condicionadas por esa sociabilidad política natural que descubrió Aristóteles en nuestra especie. De allí viene la noción moral, después la religión, después la razón, después la ley civil, después la Constitución. En ese orden. Hasta la llegada de la fase constitucional, el ser humano no está constituido como ente político.

Continuamente aclaraba Kant (Metafísica de las Costumbres) que el mal no viene del desconocimiento a la ley sino de su conocimiento, en el mismo sentido como Jesús no consideraba pecadores a quienes no conocían el pecado (“perdónalos Señor, no sabe lo que hacen”) La radicalidad del mal proviene de la negación de la ley, la que para ser negada debe ser conocida. El mal es transgresión a la ley: a la ley moral, a la ley religiosa y a la ley política. El mal radical va más allá: es la destrucción intencional de la ley. De acuerdo al dictamen kantiano, Vladimir Putin sería uno de los exponentes máximos de la radicalidad del mal. Solo comparable con Hitler.

No se trata de construir analogías. Pero hay un punto en el que la comparación Hitler-Putin es innegable. Para ambos, el derecho, ya sea nacional o internacional, está subordinado a una instancia, si se quiere, a una ratio superior. Esa no es otra que la ratio del pueblo mítico, en el caso de Hitler el germano, y en el caso de Putin el eslavo. La Germania de Hitler es un equivalente a la Eurasia de Putin, concepto tomado por Putin de los fanáticos eslavistas Ivan Illyn y Aleksandr Dugin. Bajo el influjo de ambos escribió Putin un artículo (2021) en donde postula la imposibilidad de Ucrania para ser nación debido a su pertenencia “natural” a la Gran Rusia.

A Putin no importaba, por supuesto, que Ucrania hubiera sido reconocida como nación independiente y soberana por el gobierno de Yelsin, por su propio gobierno, por la UE y no por último, por la ONU. De acuerdo con José Ignacio Torreblanca: “Con la invasión de Ucrania y el vigente intento de anexión o sumisión, Rusia no sólo ha incumplido todos los compromisos de respeto de la integridad territorial de sus vecinos asumidos en el marco internacional (en concreto el artículo 2.4 de la Carta de Naciones Unidas) y europeo (Acta de Helsinki de 1975) sino los específicamente contraídos por Moscú con Ucrania respecto a la salvaguarda de su integridad territorial: el Tratado de Minsk que formaliza la disolución de la URSS en diciembre de 1991; el Memorándum de Budapest de 1994 por el que Ucrania entregó sus armas nucleares a Rusia a cambio, otra vez, de una garantía de seguridad; y el Tratado de Amistad entre Rusia y Ucrania de 1997, donde ambas partes reiteraron dicho compromiso”. En breve, con toda la legislación vigente a escala internacional.

El hecho de que la concepción geopolítica del gobierno ruso no se encuentre ajustada al derecho internacional sino a una concepción mitológica de la historia, dificulta enormemente la posibilidad para que las naciones occidentales puedan establecer con el régimen ruso una comunicación diplomática. Para Putin, las leyes, los reglamentos o los acuerdos son bagatelas comparadas con los principios supralegales en los que él cree con fervor religioso. Peor todavía si pensamos en que los principios en los cuales cree Putin, al ser míticos, no son transables y, al no serlos, tampoco son politizables.

Lo mismo que con Putin sucedía con Hitler. El caudillo nazi no se dejaba regir por ninguna ley o acuerdo. Para él todos los tratados podían ser desconocidos si una razón superior -de la cual el creía ser su voz depositaria- lo ameritaba. Así se explica por qué la ruptura del pacto de no agresión entre Alemania y Rusia fue considerada por Stalin como una traición mientras que para Hitler era una simple estratagema al servicio del mito germánico. En ese punto Putin se encuentra más cerca de Hitler que de Stalin. Como Hitler con relación a Alemania, Putin cree en el destino manifiesto de la gran nación rusa.

Podría pensarse que lo que más diferencia a Hitler de Putin es el furioso antisemitismo profesado por el primero. Probablemente Putin no es antisemita, pero sí es algo muy parecido: es anti-occidental. Y eso lo acerca demasiado al antisemitismo hitleriano. Para Hitler, no hay que olvidarlo, los judíos no eran tanto miembros de una religión sino el pueblo que más y mejor había llegado a representar a los “decadentes” valores occidentales, sobre todo en los campos de las artes, de las ciencias, de las letras, del comercio y de la economía. Los judíos eran la representación simbólica y real del anti-occidentalismo de Hitler. En cambio, para Putin, su anti-occidentalismo es directo y puro y no necesita representación. Occidente es lo que hay que destruir y los que siguen a Occidente también. Con toda seguridad, Zelenski y los suyos son para Putin traidores occidentalistas de la Madre Rusia y por lo mismo han de ser ser liquidados. Lo mimo el pueblo ucraniano que, por no recibir a sus “libertadores” rusos con los brazos abiertos, deberá ser castigado, sometido a un escarmiento infernal. La guerra a Ucrania es la expiación de sus habitantes.

Estas son razones que llevan a pensar qué durante y después del episodio de Ucrania, Occidente debe estar preparado para vivir lo peor. Putin ha descubierto la fórmula para paralizar a sus enemigos. Nos referimos a la amenaza nuclear. Esa es la particularidad de la actual guerra en Ucrania. Putin ha arrasado con todos los acuerdos y tratados relativos a la reglamentación de las armas nucleares y amenaza con convertirse en el violador del que, después de Hiroschima y Nagasaki fuera denominado, “pacto nuclear”, respetado durante todo el periodo de la Guerra Fría por los dos bloques en contienda. Eso, más que la magnitud de la masacre cometida en Ucrania, es lo absolutamente inédito en la guerra pre-mundial desatada por Putin. Eso es también lo que no logra entender una corriente relativista que ha calado hondo entre algunos sectores políticos occidentales para quienes los crímenes de Putin están justificados a priori por las invasiones armadas cometidas por EE UU en diversos puntos del globo (otros agregan las de Israel y de Turquía). Lo que no divisan esos sectores –por lo general militantes o clientes de alguna izquierda- es que en esos conflictos militares del pasado ninguna nación amenazó con poner en juego el destino de toda la humanidad mediante una operación nuclear. Ahí, justo en ese punto, yace el hueso de la maldad radical de Putin. El poseso dictador ha amenazado con que, si las naciones occidentales prestan ayuda directa a Ucrania, pulsará botones nucleares. Solo con esa declaración Putin ha roto el tabú que hacía posible la convivencia mundial, aún entre naciones enemigas, después de la segunda guerra mundial. Definitivamente, ha traspasado todos los límites. O lo dejan hacer en Ucrania lo que él quiera, o se acaba la, o una parte de, la humanidad.

Una amenaza hábil, dirán entre sí los putinistas (antioccidentalistas) admirando a su ídolo, aunque seguramente en el fondo piensen que Putin no va a cumplir con lo que dice. Putin se hace el loco, afirman algunos, no con menos admiración. No obstante, nadie está muy seguro. Pues si continuamos comparando al jerarca ruso con su par, Hitler, podríamos llegar a formular una terrible pregunta. ¿Creen ustedes de verdad que, si hubiese tenido acceso a la energía atómica, al saberse derrotado en su bunker, Hitler habría vacilado en apretar el botón del mundicidio? Entre una Alemania derrotada, humillada y ofendida, o entre pasar a la historia como pasó a ser, un monstruo ¿por qué no elegir a la nada? Recordemos que Hitler asesinó a su esposa Eva Braum antes de suicidarse. Recordemos que Joseph Goebbels asesinó a sus seis hijos mientras su mujer, Magda, decía "En la Alemania que viene no hay lugar para mis hijos".

No creo que Putin sea muy distinto a Hitler. Los dos grandes asesinos tienen algo en común: sus decisiones no están controladas por nada ni por nadie. Putin, como Hitler ayer, se ha autonomizado de toda directriz colectiva. Encerrado en sus mansiones digitalizadas, no tiene necesidad de dar cuenta a nadie. Pudiera ser incluso que Putin no va a apretar el botón nuclear como creen muchos. Pero el solo hecho de depender todos de la buena o mala voluntad de un tirano, es espeluznante. Tampoco nadie puede decir que el holocausto nuclear sea una absoluta imposibilidad. Irse de esta vida llevándose consigo, si no al mundo, a la perversa y decadente Europa, es, guste o no, algo perfectamente imaginable. Estamos siendo chantajeados por un maleante internacional. Esa es la irrefutable verdad de la guerra a Ucrania.

Para los cómodos putinistas de Occidente es muy fácil culpabilizar a las naciones democráticas y a la que en su repertorio ideológico es la “causa” de todos los males de este mundo, la OTAN. Han llegado al descaro de afirmar que la UE y los EE UU arrojan a Ucrania a la hoguera para después dejarla abandonada, haciendo aparecer así a Zelenski y a todos los que luchan por la independencia de su país, como simples títeres de los EE UU y de la UE. En otras palabras, han asumido el discurso de Putin como propio. Sospechosamente son los mismos miserables que se oponen al envío de armas a Ucrania y a las sanciones al gobierno de Rusia. Es por eso que la lucha en contra del putinismo no solo debe tener lugar en contra del gobierno de Rusia, sino al interior de cada nación. Basta ver las redes y comprobar como Putin cuenta con fans, con partidos organizados, incluso con gobiernos, sean de ultraderecha en Europa o de ultraizquierda en América Latina. Putin, lo hemos dicho otras veces, es el líder de la contrarevolución antidemocrática de nuestro tiempo.

Es cierto que Putin encontró en Ucrania una resistencia que no esperaba. Es cierto que los gobiernos de Europa han sabido unirse entre sí a pesar de no contar con instituciones que representen esa unión (la UE es una institución financiera y burocrática y no fue creada para enfrentar una guerra) Es cierto que el clamor en contra de la agresión a Putin es planetario, expresado en 141 votos contados en la ONU. Es cierto que China de aliada de Putin ha pasado a posicionarse de un modo algo neutral. Todo eso es cierto. No obstante nadie puede ni debe sacar cuentas alegres. Ni tampoco dejarse llevar por raptos de entusiasmo y repetir con Yuval Harari que “Rusia puede ganar muchas batallas y perder la guerra”. No: en la guerra no hay victorias morales. En la guerra solo hay victorias y derrotas militares.

No estamos seguros si ya hemos entrado a través de las puertas que llevan a la tercera guerra mundial. Lo único que sabemos es que en la ruleta rusa de Putin no solo está en juego el destino de la admirable y valiente Ucrania. Hay mucho más puesto en la ruleta de esa guerra. Está en juego, entre otras cosas, el derecho internacional y la jurisdicción destinada a proteger la autodeterminación de las naciones. Están en juego todos los acuerdos de posguerra, entre ellos los de la protección a la población civil. Están en juego todos los reglamentos contraídos por las potencias atómicas, incluyendo a la misma Rusia. Están en juego Polonia, los países bálticos, Finlandia e incluso Suecia. Está en juego el orden de seguridad mundial. Y no por último, y dicho sin ningún dramatismo, pero con todas sus letras, está en juego el destino de la humanidad.

13 de marzo 2022

Polis

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Putin: hegemonía y dominación

Fernando Mires

“Nosotros estamos luchando en esta guerra porque no queremos perder lo que tenemos;

no queremos perder nuestro país” (Wolodymyr Zelenski)

Si vamos a utilizar el concepto de hegemonía en lenguaje político no podemos hacerlo sin nombrar a Antonio Gramsci. Es su concepto central, el eje donde articula toda su concepción de la política. La hegemonía, en sentido gramsciano, no puede a su vez ser explicada sin utilizarse la palabra «consenso» el que, para serlo, tiene que surgir de las diferencias. No puede haber hegemonía sin diferencias y eso es lo que enlaza al concepto de hegemonía con la política.

1.

La política es lucha por el poder. En ese punto tuvieron razón, cada uno por su lado, Max Weber y Carl Schmitt. Pero a los dos les faltó agregar las dos palabras claves: poder hegemónico. Sin apelación a lo hegemónico, la lucha por el poder deja de ser política. Mucho más cerca de Gramsci que de los dos autores citados, Hannah Arendt hizo la diferencia entre poder –un concepto para ella político– y violencia -un concepto antipolítico-. Según Arendt, allí donde impera la violencia no hay lucha por el poder.

El uso de la violencia -e inevitablemente estamos pensando en el ser más violento de nuestra era: Vladimir Putin– supone la negación de la política. Expresado en vocablos gramscianos, en la lucha por el poder prima una lucha hegemónica entre la política y la violencia. Allí donde reina la violencia, desaparece la política. Así lo subrayó Arendt.

De lo que se trata, según Gramsci, es oponer el poder de la política por sobre el poder de la violencia. Razón que llevo a Ernesto Laclau a disertar sobre el carácter impuro (difuso, opaco) de la hegemonía. Para ser hegemónica, o dirigente, la política necesita ser orquestada, y su musicalidad ha de surgir de diversos instrumentos. Sin heterogeneidad y antagonismo, no hay política.

La democracia, mirada desde esa perspectiva, es el campo de encuentro y confrontación entre diversas demandas, intereses e ideales, y para que tenga lugar, precisa de instituciones, entre ellas las de los representantes y las de los representados.

Quiere decir: La política, aún sin parlamentos, debe ser parlamentada (hablada, discurseada, gramatizada). Fue así como Gramsci nos llevó a pensar sobre la diferencia entre clase dirigente y clase dominante. La política democrática sería la lucha por obtener la dirigencia (hegemonía) y no la dominación. La primera es el objetivo de lo político, lo segundo, de lo militar.

2.

La lucha social, entendida por Gramsci, no es una confrontación brutal sino, sobre todo, una lucha cultural. Sin hegemonía cultural no puede haber hegemonía política, así puede ser resumido su dictamen. No obstante, como no vivió en la era de la globalidad, sus referencias solo apuntaban a las políticas internas de cada nación. Fue un politólogo y político norteamericano, Joseph Nye jr., asesor de Clinton y Obama, quien intentaría de modo explícito extender el concepto gramsciano de hegemonía hacia el plano de las confrontaciones internacionales.

Nye desarrolló su conocida teoría del «poder blando», en contraposición al poder «duro» basado en la dominación militar. De más está quizás decir que los escritos de Nye fueron alertas y después consecuencias de las atrocidades militares y antipolíticas cometidas por Bush jr., sobre todo en Irak. Gracias a Bush jr. EE UU perdió un enorme poder hegemónico (disuasivo) en extensas áreas del globo. Hoy intenta recuperarlo, a duras penas, Joe Biden.

En su libro más popular The future of Power (2011) Joseph Nye postula que el poder blando (o hegemónico) es un instrumento complicado: primero, muchos de sus recursos vitales están fuera del control de los gobiernos y, segundo, tiende a «trabajar indirectamente formando el entorno para la política, y algunas veces toma años para producir resultados esperados». El libro identifica tres amplias categorías de poder blando: «cultura», «valores» y «políticas». Atendiendo al primer punto, el de la cultura, Nye contradice a Samuel Huntington quien ve entre las culturas solo un choque o colisión. Según Nye, la lucha cultural –ahí recurre a Gramsci– se da por medio de la persuasión, del argumento, y del convencimiento.

Como Gramsci, Nye intenta devolver la política internacional a su concepción griega originaria: el antagonismo verbal, ya no en la plaza pública sino en el espacio de la polis global, virtual y real a la vez. La política debe ser convincente, si no para todos, para la mayoría. En ese sentido, las 141 naciones que en la ONU condenaron la agresión a Ucrania infligieron a Putin una de las más estruendosas derrotas políticas que haya experimentado gobernante alguno en toda la historia de la política internacional.

Derrota política que no ha menguado la furia del déspota sobre el martirizado pueblo ucraniano. Más bien parece haberla incentivado. Esa es la razón por la que se ha escrito tantas veces que no pese, sino gracias a la probable victoria militar que logrará Putin en Ucrania, solo obtendrá una derrota moral, cultural y política cuyas enormes consecuencias son todavía difíciles de mencionar.

No sería esa por cierto la primera vez que una victoria de la dominación por sobre la hegemonía se traduce en una fuerte derrota política. En las guerras de Esparta contra Atenas, Esparta aniquiló a Atenas. Pero, ¿quién habla de Esparta hoy día? Las ideas de Atenas, en cambio, iluminan el horizonte cultural de todos los tiempos.

Joseph Nye, descubrió donde reside la principal fuerza de Occidente: en su capacidad de hegemonizar. Lo prueban las mismas oleadas migratorias que avanzan hacia Europa. ¿Cuál emigrante quiere irse a Rusia? Naturalmente, a la gran mayoría los guía la posibilidad de prosperar, pero entre hacerlo con libertad o sin ella, eligen lo primero. Occidente sigue siendo, quiera o no, un faro luminoso que atrae a jóvenes musulmanes, chinos, rusos y de otras latitudes. Por eso Occidente es un peligro para las autocracias y las dictaduras. Como también lo fue Alemania Occidental para Alemania Oriental. Como era y es la democrática y próspera Ucrania, frente a la militarizada y despótica Rusia.

3.

China o Rusia no temen a la economía, ni siquiera a los ejércitos de Occidente, pero sí temen a la promesa de libertad que ofrece Occidente. A ese Occidente que en términos políticos no es un punto geográfico sino el significante que vincula a todas las naciones en donde impera la pluralidad política, la libertad de pensamiento, la división de los poderes públicos, y el estado de derecho. En breve: la democracia.

La democracia, para criminales como Putin –en eso concuerda con las tendencias más fundamentalistas del Islam- es obscena. En ese punto, fiel creyente del cristianismo más conservador, el de la iglesia ortodoxa rusa, Putin ha iniciado una cruzada antidemocrática en contra de Occidente. Ucrania debe ser castigada por su occidentalidad, o lo que es igual, por no querer ser rusa sino por querer ser occidental.

Putin ha llegado a convertirse en el portaestandarte de la contrarrevolución antidemocrática de nuestro tiempo. Pudo incluso haberse convertido en el núcleo hegemónico de esa contrarrevolución. Pero ya ni eso puede ser. Pues Putin, al recurrir a la violencia sin política en contra del pueblo ucraniano, ha renunciado a ejercer hegemonía, aún entre los países que lo siguen. Entre la hegemonía y la dominación, eligió definitivamente la dominación.

La particularidad de la dominación putinista había sido, antes de la guerra a Ucrania, la de un poder híbrido. Por cierto, Putin falsificaba resultados electorales, perseguía o asesinaba a disidentes, prohibía partidos, y a pesar de eso, conservaba algunas formas de una república democrática. Pero la guerra emprendida en contra del pueblo ucraniano, ha determinado la derrota política de Putin.

La violencia hacia afuera no ha tardado en convertirse en violencia hacia dentro. Las cárceles de Rusia están llenas de presos políticos. Ya no existe libertad ni de opinión ni de prensa. Hay palabras como «guerra» o «invasión» que han sido proscritas. En Rusia hubo un autogolpe de Estado y nadie lo quiere decir.

La imposibilidad de ejercer hegemonía hacia el exterior ha invalidado el poder hegemónico de Putin hacia el interior. Antes de la invasión a Ucrania, el dilema de Rusia era el de ser una autocracia o una democracia. Después de la invasión el dilema ruso es: o caer bajo una dictadura militar o bajo una dominación totalitaria.

Lo más probable es que sea más lo primero que lo segundo. En tiempos digitales será muy difícil ejercer el control total sobre las mentes como en la Rusia de Stalin. Ni siquiera Putin cuenta con una ideología integrista como fue el marxismo leninismo. Sus mentores ideológicos, como ayer Iván Ilyín y hoy Aleksandr Dugin, son defensores de un eslavismo atávico, racista, patriarcal y decimonónico que a nadie, excluyendo a fascistas (o putinistas, hoy son lo mismo) atrae en Occidente. En fin, todo indica que solo una nueva revolución democrática podría salvar a la Rusia de Putin. Pero esa alternativa es por ahora un deseo. No hablemos más de ella.

Lo que sí interesa remarcar es que la invasión de Putin a Ucrania ha marcado con líneas profundas los tres poderes geopolíticos que determinarán la historia del siglo XXI. China, como representante del poder económico tecnológico y militar. Rusia, como un poder militar. Occidente, como un poder político hegemónico que no renuncia a lo militar. La constante entre esos tres poderes es “lo militar”.

No sabemos si ya estamos dentro de la tercera guerra mundial, como afirma Noam Chomsky. Hasta el momento Rusia ha perdido la guerra política frente a Occidente y Putin, con una bomba atómica en cada mano, intenta vencer, mediante chantaje, en la guerra militar. Occidente, bajo esas condiciones, no puede renunciar, más aún, debe incrementar la atracción de su poder hegemónico.

Pero este, por muy importante y decisivo que sea, no puede excluir su defensa militar. Las atenas de hoy no deben dejase avasallar por las espartas que lo acosan. La hegemonía que propusieron ayer Gramsci y ahora Nye, debe ser también defendida con armas. La frase de Unamuno, «venceréis pero no convenceréis» no sirve en medio de la guerra que Putin ha declarado a Occidente con su invasión a Ucrania. Hoy no se trata solo de con-vencer sino de vencer.

Expliquémoslo: Hemos dicho que hay dos tipos de lucha, la lucha por la hegemonía y la lucha por la dominación. En Occidente prima la primera. Pero eso no impide que en la lucha en contra de potencias antidemocráticas, sobre todo frente a un sanguinario ultranacionalista como Putin, un canalla que excluye los medios políticos de lucha, no hay que defenderse en contra de la dominación. Todo lo contrario. Como dice el Eclesiastés (3.8) «hay un tiempo para la paz, y hay un tiempo para la guerra». Lo importante es no confundir los tiempos. Hoy vivimos en tiempos de guerra.

4.

La democracia liberal no puede ser liberal con sus enemigos cuando estos, como Putin, se han convertido en enemigos existenciales. Para vencer cuenta Occidente, además del militar, con un poder económico que Putin no tiene y con un poder político hegemónico que nunca tendrá. Ahora bien, debido al predominio de lo político por sobre lo antipolítico, Occidente está en condiciones de concordar ocasionalmente con naciones no democráticas. Y es evidente que ahora hablamos de China, propietaria de un inmenso poder económico y militar, pero con una baja intensidad hegemónica y/o política.

La concordancia puntual entre Occidente y China es una alternativa que no puede ser perdida de vista. Tanto China como Occidente tienen mucho que perder en una tercera guerra mundial. Nunca seremos aliados perpetuos de China, con eso hay que contar, y es bueno que así sea. Pero el arte político, que los chinos también conocen a escala internacional, podría y debería llevar a Putin al total aislamiento mundial. Por el bien de la hoy inmolada Ucrania. Por el bien de China y Occidente. Por el bien de la misma Rusia. Y sobre todo, por el bien de todos los habitantes de esta tierra.

Para decirlo de modo gramsciano, se trata de asegurar la hegemonía de la paz política por sobre la de la guerra, sin que esta última desaparezca como posibilidad. La guerra –la frase de Clausewitz está todavía vigente– es la continuación (pero también el origen) de la política bajo otras formas. Pero lo es en el mismo sentido como la muerte es la continuación de la vida bajo otras formas. Y este mundo, no debemos olvidarlo, pertenece a los vivos.

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS, Político,

Homo politicus

Fernando Mires

Los acontecimientos continúan sucediéndose. En la noche en que escribo estas líneas, Kiev está rodeada por los tanques de Putin. Nadie sabe lo que pasará mañana. En las Naciones Unidas los representantes de cada país pronuncian discursos que quedarán para la historia pero no la cambiarán. Ursula von der Leyen, comisionada de la UE, planteó claro el dilema.

Ucrania está a punto de caer en las manos de Putin, un agresor cuyo equivalente más cercano solo puede ser Hitler. Lo más probable es que Ucrania no sea un episodio aislado en el mar de la historia. Habrá un después de Ucrania y en ese después el mundo seguirá atravesado por una contradicción que es la misma que llevó Putin a atacar a Ucrania. Esa es la contradicción que hoy se presenta -en las palabras de Biden que Ursula von der Leyen hizo suyas- entre autocracias y democracias, entre estados que se rigen de acuerdo al derecho constitucional e internacional y gobernantes que intentan imponer la ley de la selva. Esa contradicción es a su vez también la misma que en términos antropológicos ha impregnado a toda la historia de la humanidad. Es la que se ha dado y sigue dándose entre la civilización y la barbarie.

La historia no tiene porque ser diferente a sus actores. Así como en cada ser humano laten los impulsos más agresivos y las ideas más sublimes, así ocurre en el alma colectiva, constatación que hizo decir a Kant que, aunque si fuéramos ángeles necesitamos de una república asentada sobre la base de leyes. El economista A. O. Hirschman, reviviendo la constatación kantiana, sugirió que el progreso de la humanidad solo ha sido posible gracias a la conversión de las pasiones en intereses. Pesimista como era, Hirschman pudo percatarse, además, que las pasiones lograban disfrazarse cada cierto tiempo bajo la forma de intereses para terminar imponiendo su hegemonía sobre otras instancias del ser. En cierto modo Hirschman rearticulaba una idea sugerida por Freud, a saber, que el Yo racional es el resultado de una conflagración entre nuestros impulsos primarios – entre ellos el de matar– anidados en las capas superiores del Ello y los de nuestros ideales, encapsulados en el por Freud llamado “aparato” del Sobreyo. De esa conflagración comenzó a surgir esa línea mediadora que es nuestro Yo de cada día. Un Yo que debe coordinar entre nuestra naturaleza más arcaica y el mundo de la razón, tarea que demanda tanto trabajo que en algunos termina por ocasionar un profundo malestar. Es el que Freud llamó, Malestar en la Cultura. Tesis muy conocidas y que aparentemente nos llevarían a contradecir las teorías evolucionistas de Charles Darwin, no en el sentido de que la humanidad avanza desde formas simples a más complejas, sino en que las primeras no han sido superadas por las segundas.

Hay dos modos de entender a Darwin. Podemos hacerlo de un modo mecánico, que es el que se enseña en las escuelas secundarias, o podemos entenderlo de un modo dialéctico. Marx, que como Hegel era dialéctico lo entendió así hasta el punto que pensó dedicar El Capital al evolucionista británico. Al final, tal vez para no meterse en bretes, optó solo por enviarle como regalo su monumental obra. Nunca se supo si Darwin la leyó.

Desde el punto de vista dialéctico, el humano no habría sustituido sino solo superado al mono de tal modo que el mono continuaría viviendo al interior de cada humano, domesticado por el poder de nuestra razón e inteligencia. O dicho así: nuestra civilización, surgida de la más oscura noche de la barbarie, no habría anulado ni sustituido a la barbarie sino simplemente integrado de modo subordinado al interior de la civilización.

En términos darwinianos, las mutaciones cambian o modifican el curso del desarrollo de las especies, pero no eliminan las fases primarias, simplemente las transportan a nuevos estadios. Por lo mismo, ni como seres individuales ni como seres colectivos estamos libres de caer en los pozos de la barbarie más primaria. Ahora bien, justamente, para evitar esas caídas, nos hemos inventado las religiones, después la moral codificada o civil, y finalmente las leyes y las constituciones por las que regimos los actos de nuestra vida en ese espacio que a falta de un nombre mejor denominamos sociedad. En términos antropológicos, el Homo sapiens no había suprimido al neandertaler sino, de acuerdo al conocido postulado de Yuval Harari, a vivir junto con él, o más todavía: con él y en él, integrado en nuestra propia naturaleza. Pero ese bárbaro maltratado por la civilización y la cultura se niega a desaparecer y cada cierto tiempo asoma su desobediente cabeza, sin borrar del todo a la civilización sino -y este es el caso de los grandes criminales de la modernidad como Hitler, Stalin y Putin -sirviéndose de alguno de sus logros, sobre todo de la ciencia y de la técnica– para imponer su ideal supremo: el regreso a la barbarie. Si quisiéramos definir a Putin en una fórmula física habría que escribir entonces: A+BA =P (Atila, más bomba atómica, igual Putin)

Como la historia no está determinada por nada diferente a su propia autoreproducción, las mutaciones experimentadas a través de su curso han sido casi siempre resultados de casualidades o errores, vale decir, de hechos no previstos. Y bien, una de esas invenciones ha sido la democracia, la que no habría sido nunca posible si no hubiéramos inventado antes a la política, pues la democracia no es más que una forma de la política.

De la política en la polis nació la democracia a la que podemos definir provisoriamente (toda definición es provisoria) como un orden político reglamentado por el derecho público y privado surgido de la discusión y del debate público en el espacio de un territorio llamado nación. El estado-nación, sería, a su vez, la nación jurídica y políticamente constituida. Esa constitución de cada nación es la que explicaría, entre otras cosas, porque entre dos naciones políticas y democráticas nunca ha habido guerra. Lo que no quiere decir que entre dos naciones democráticas no surjan antagonismos. Quiere decir simplemente que esos antagonismos son regulados por dispositivos racionales (órganos discutitivos o parlamentarios) del que carecen las naciones no democráticas.

Las guerras, o confrontación no política, surgen siempre entre naciones no democráticas, o entre una nación no democrática y otra democrática. Disculpen, pero es así. Ha sido siempre así. Y eso quiere decir que, para vivir en paz, no solo requerimos de instituciones republicanas civilmente reglamentadas como ocurrió en la antigua Roma, sino de instituciones que regulen interna y externamente las diferencias a través del debate discursivo, como ocurrió en la antigua Grecia.

Cuando hay diferencias entre naciones no democráticas prima la hegemonía de la guerra por sobre la política. Para decirlo con ejemplos subjuntivos: Si Rusia o Alemania, Serbia o Austria, hubiesen estado dotadas de instituciones democráticas no habría sido posible la primera guerra mundial. O si Hitler no hubiera logrado destruir el legado democrático de la república de Weimar, no habría habido una segunda. Y si en Rusia, la revolución democrática iniciada por Gorbachov y Jelzin no hubiese sido traicionada por Vladimir Putin, no estaríamos al borde de la tercera guerra mundial. Frente a la Rusia de Putin ha fracasado la diplomacia y la política internacional. Si en Rusia no se hubiese impuesto el autocratismo putiniano sobre la débil democracia que sucedió al fin del comunismo, hoy habría distensión en el mundo y Ucrania, convertida en nación independiente y soberana, se aprestaría a vivir en paz y en democracia como cualquiera otra nación de Europa.

De acuerdo al discurso de Putin, la agresión a Ucrania es una respuesta a la expansión de la OTAN cerca de sus fronteras geográficas. En ese sentido Putin pasará a la historia (vamos a suponer que la historia continuará después de Putin) como un manipulador superior a Hitler y a Stalin. No fue en efecto la expansión de la OTAN lo que llevó a la amenaza putinista, sino esta -materializada en genocidos como los de Chechenia o Georgia, o apropiaciones coloniales como en Bielorrusia y Siria- lo que ha llevado a la expansión de la OTAN.

No obstante, en un punto tiene razón Putin. No la NATO, ni siquiera las instituciones públicas occidentales son exportables. La democracia es expansiva, incluso imperialista, aunque no quiera serlo (Michael Ignatieff nos habla incluso de un imperialismo democrático). La realidad lo muestra así. Los jóvenes rusos no miran hacia el pasado arcaico de la Rusia de Putin sino hacia el mundo occidental. Miles de ciudadanos que viven bajo dictaduras o autocracias solo anhelan vivir en los países democráticos del occidente político. Visto así, una democracia como la ucraniana, habría sido para la autocracia rusa tan intolerable como fue la vecindad de la Alemania Democrática para la Alemania Comunista. Nadie quería atravesar el muro hacia el lado oriental. Eso lo sabía hasta ese oscuro y alcoholizado espía llamado Vladimir Putin, cuando vivía en la Alemania comunista. Ucrania, fue quizás su deducción, no debía ser nunca democrática como lo fue Alemania Occidental. Y si llegaba a serlo, debería ser destruida. La democracia es y será siempre un mal ejemplo para los dictadores.

No se trata por supuesto de que en las naciones occidentales habitan ángeles democráticos. La democracia está tejida sobre una frágil estructura y en cualquier momento puede ser destruida, eso lo sabemos todos. En los propios EE UU, el trumpismo, no solo el de los republicanos, rinde culto a Putin. No hablemos de América Latina donde la anti- democracia suele tomar formas masivas (o populistas). Putin como Hitler y Stalin ayer, ha captado que el Homo politicus, producción exquisitamente occidental, no ha asegurado su hegemonía en Occidente, vale decir, que la historia es perfectamente reversible, si no hacia el pasado, hacia otro mundo social y políticamente peor al que conocemos.

El Homo politicus es un proyecto, y no tiene ningún lugar asegurado en el futuro. Tampoco está escrito -eso sería darwinismo puro– que todas las formaciones sociales deben avanzar necesariamente desde el Homo sapiens al Homo politicus. Hay por ejemplo una gran nación llamada China que nunca ha conocido algo parecido a la democracia. China evoluciona, pero hacia otros lindes que no tienen nada que ver con los del mundo occidental. Así lo entendió perfectamente Henry Kissinger después de sus conversaciones con Mao. “China tiene otra historia, dejemos que ellos vivan la suya y nosotros la nuestra, al fin no somos vecinos y no tenemos por qué saludarnos todos los días”, fue tal vez la pragmática conclusión del gran historiador y ministro de Nixon. Distinto es el caso de Rusia, nación que tiene puesto un ojo en la democracia europea y otro en el despotismo asiático. Cuando Rusia (me refiero a sus representantes) ataca a Ucrania, en el fondo lucha consigo misma. Y eso la hace más peligrosa. Pero sobre todo, más impredecible.

Las democracias de Occidente deben aprender a dirigirse y activar a la parte democrática que late en Rusia, pero al mismo tiempo a defenderse de una barbarie despótica, como es hoy la putinista. Tarde, pero necesariamente, Europa Occidental ha entendido que la democracia liberal no puede ser liberal con sus enemigos. Que así como necesitamos dentro de la polis no solo a la polí-tica sino también a la poli-cía para defendernos de nuestros propios bárbaros, necesitamos también de los ejércitos para defendernos de los eternos Atilas que desde fuera nos asolan.

¿Y si el bárbaro -en este caso Putin- nos amenaza directamente y desde un comienzo con el exterminio atómico? A veces hay que aceptar y decir que frente a determinadas preguntas no podemos tener siempre una respuesta inmediata. El Homo politicus no responde siguiendo sus intuiciones sino de acuerdo al orden que imponen los hechos, tal como ellos se van dando. Estamos efectivamente frente a un desafío inédito en la historia universal y sobre ese tema tenemos que seguir pensando y discutiendo de un modo muy intenso.

3 de marzo 2022

Polis

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Al borde de una guerra

Fernando Mires

Con la declaración de independencia hecha por Putin con respecto a las “repúblicas” separatistas de Donetsk y Lugansk (21.02.2022) ha comenzado la ocupación rusa de Ucrania.

Una maniobra habilísima que solo se puede permitir quien consulta sus problemas con la almohada y con nadie más. Una gran ventaja de Putin sobre Occidente, donde cada resolución ha de surgir de compromisos entre una multitud de países con distintos gobiernos y, por lo mismo, con diferentes intereses. Los pasos que vendrán después del reconocimiento de las republiquetas, seguirán una práctica de “solidaridad armada”. Enseguida Putin provocará el terror entre la población de Ucrania hasta consumar la rendición del país y luego su reintegración al imperio ruso, conservado su autonomía “cultural” pero no la administrativa y mucho menos la política, al estilo de Bielorrusia. Donnetsk y Lugansk son por el momento dos enclaves militares rusos hendidos en el Este de la nación ucraniana.

La reacción del conjunto occidental hegemonizado por EE UU fue demasiado previsible. Putin la conocía de antemano: sanciones que no serán cumplidas en su totalidad y que no afectarán demasiado a la economía rusa, máxime si se tiene en cuenta de que esta ya está articulada con economías dirigidas por dictaduras, como son las de China e Irán.

Más del 60 por ciento de las naciones de este mundo no son democráticas y, por lo mismo, aliadas reales o potenciales de Rusia en su cruzada antioccidental.

Con esa parte del mundo le basta a Putin para sobrevivir sin contratiempos a las sanciones norteamericanas y europeas, cualquieras que ellas sean. Para colmo, según cálculos de sectores empresariales, las sanciones de Alemania serán más perjudiciales para la economía alemana que para la rusa. Lo mismo sucederá en otros países europeos. Entre naciones económicamente interdependientes, las sanciones se transforman, tarde o temprano, en autosanaciones.

Aparte de la capacidad de decidir solo y por su cuenta –desde Hitler no existía un gobernante tan desligado de partidos, instituciones y constituciones como Putin– el jerarca ruso, a diferencia de los países europeos, cuenta con la pasividad y control de su frente interno. No permite disidencias, es radicalmente cruel con sus opositores y cuenta con el apoyo de “la Rusia profunda” basada en la servidumbre incondicional al poder central.

En cada aldea, pueblo o ciudad existe un poder putinista expresado en jefes de la policía, alcaldes, gobernadores, toda suerte de pequeños putines, dispuestos a reventar cualquiera oposición antes aún de que esta nazca. Esa es la impresión que deja entrever el escritor francés Emmanuel Carrére en su libro Una novela rusa. Allí nos enteramos como el aparato de dominación zarista, perfeccionado por Stalin y hoy por Putin, continua siendo el mismo de los tiempos de Tolstoi, Chejov y Gorki.

Putin domina sobre un país a prueba de sanciones económicas. No así los países occidentales donde cualquier alza de precios, cualquiera caída de la bolsa, cualquier síntoma de escasez, se traducirá pronto en un malestar activo en contra de los respectivos gobiernos. En ese sentido Putin cuenta con ayudistas internos en los países de Occidente. No me refiero a sus espías, que también los tiene por montones. Ni siquiera a los partidos putinistas como son la mayoría de los nacional populistas de derecha e izquierda. Putin cuenta sobre todo con una población europea que no quiere perder su nivel de vida, que desde hace casi ochenta años no sabe de guerras ni de hambrunas, que aún en sus estratos más bajos quiere gozar la vida material, en fin, con una ciudadanía consumista, turística y lúdica. En un mano a mano con las naciones occidentales para saber quién perdería más en un periodo de tensión bélica, Putin ganaría lejos.

Putin, ha descubierto al igual que sus antecesores despóticos, la estrategia del invierno ruso, solo que esta vez el invierno no es ruso sino europeo. Por eso, Putin, calculador como es, utiliza el negocio del gas como arma militar y política.

Cuenta para eso con el pacifismo europeo, incrustado a fondo en la liturgia de los partidos izquierdistas y socialdemócratas. Ese mismo pacifismo que pavimentó el camino a Auschwitz para decirlo con las palabras de ese gran político socialcristiano que fue Heiner Geißler. Ese pacifismo sigue latente, más aún, fortalecido con la emergencia de los partidos ecologistas cuya fobia a la violencia linda con lo religioso.

Por si fuera poco, Putin cuenta con la corrupción de los gobiernos europeos. Que un “lobbista” financiado por Putin, como el ex canciller Gerhatd Schroeder, maneje los negocios del gas ruso en Alemania, habría sido visto en periodos menos materialistas que los actuales, como un escándalo de proporciones. Schroeder y los grupos mafiosos de la socialdemocracia alemana ligados al gobierno Putin, habrían sido calificados por lo menos de traidores a la patria. Hoy, en cambio, esa corrupción es vista como algo normal, algo así como un mero síntoma de la globalización. “El negocio del gas es un asunto de la economía privada”, dijo sin ningún pudor el actual canciller alemán Olaf Scholz.

Malvado, pero inteligente, Putin ha sabido esperar el momento preciso. Ese momento llegó junto con la pandemia. Definitivamente Putin ha logrado convertir en aliado suyo al Covid 19, en todas sus múltiples variantes. El bicho sigue efectivamente una estrategia muy parecida a la del gobernante ruso. Parece que por momentos se va, pero solo para volver mutado en diversas variantes.

Covid 19 cansa, agota, desquicia psíquicamente a las multitudes enmascaradas de las grandes ciudades europeas, y sobre todo, al igual que Putin, aterroriza a los mortales con la posibilidad de la muerte. Una población histérica y pandemizada no está definitivamente en condiciones de soportar un clima de guerra por mucho tiempo, ha de haber calculado Putin. El tiempo, ese es su otro aliado.

Mientras más pase el tiempo, mejor para Putin. Ese invierno ruso que es la economía occidental no podrá resistir durante largos periodos el auto asedio impuesto a sus países por sus gobernantes. Puede suceder incluso que como su socio el Covid, Putin no termine nunca de irse. Ha olido el olor del miedo europeo y ya sabe como dosificarlo con sus amenazas y chantajes.

Desde el punto de vista político, Putin ha aprendido a actuar en el momento preciso. A primera vista debe haberse dado cuenta de que el tímido Scholz no es Merkel, que está atado dentro y fuera de su partido a múltiples compromisos. Debe haber captado que Macron solo está interesado en su reelección y que una guerra sin solución no es su mejor carta para acceder al gobierno.

Observa como Boris Johnson está al borde de su caída, empantanado en el fango de una crisis política sin precedentes. Y lo más importante: entiende que después del caótico retiro de las tropas norteamericanas en Afganistán, Biden no es visto por nadie como un gran estratega, ni político ni militar. En otras palabras, Putin conoce los talones de aquiles de las democracias liberales. Puede ser entonces que su máxima preocupación sea China y no Europa.

China no se pondrá nunca al servicio de Putin. Eso quedó muy claro en el documento que firmaron durante los Juegos Olímpicos ambos gobernantes, y eso el presidente ruso lo acepta. Pero seguramente no escapa a su atención que después de los destrozos diplomáticos de Trump, China ve con suma desconfianza la política exterior de los EE UU.

Biden, quizás ese ha sido su máximo error, no se ha esforzado demasiado por mejorar las relaciones políticas de EE UU con China. Todavía podría intentarlo, pero bajo peores condiciones que en los comienzos de su mandato. Después de todo, para China, Europa y EE UU son todavía sus mejores mercados. Probablemente Xi Jinping y los suyos, a diferencia de Putin, no está interesado en arruinar a las economías occidentales. Ningún vendedor quiere eliminar a sus compradores. Pero tampoco está dispuesto a aplaudir las acciones de la OTAN ni permitir que los EE UU dirijan el concierto mundial. En fin, Putin está en condiciones de ganar la guerra en contra de Occidente, aunque esta guerra nunca tenga lugar. ¿Cuál será su próxima movida? Nadie lo sabe. Seguramente será la menos previsible.

Quizás no estamos todavía frente a esa decadencia de Occidente proclamada por Oswald Spengler hace ya más de un siglo. El capítulo ucraniano ha mostrado, sin embargo, que Occidente atraviesa por una grave crisis de identidad. Su tecnología y su capacidad de fuego siguen intactas. Pero su depresión política más que económica, lo mantiene paralizado. Puede ser que el descubrimiento de un peligro común, y hoy ese enemigo se llama Putin, haga reaccionar a Occidente. Pero también es posible que cuando eso suceda ya sea demasiado tarde.

Al fin y al cabo, pensarán algunos filósofos, Occidente no es un territorio. Ni siquiera es un conjunto de ideas. Occidente es un modo de ser libre en el mundo. Permanentemente derrotado por naciones bárbaras, el ser de las atenas y las romas ha sobrevivido a través los siglos. Eso es lo que seguramente ignora el Atila de nuestro tiempo: Vladimir Putin. ¿Un pobre consuelo frente a la nueva derrota que nos espera? Puede que sí. Pero es un consuelo basado en la evidencia.

Twitter: @FernandoMiresOl

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS, Político,

La contrarrevolución antidemocrática de Vladimir Putin

Fernando Mires

Hasta el cansancio ha sido repetida aquella verdad que dice que Putin intenta restaurar el edificio geopolítico de la URSS. Hay quienes sin embargo difieren y sostienen que lo que intenta restaurar es el antiguo imperio zarista. No vamos a entrar aquí en esa más bien académica y políticamente infructuosa discusión. Lo que interesa decir por el momento es que efectivamente Putin es un restaurador, un expansionista, un imperialista e incluso un colonialista, pero sobre todo, como ha destacado recientemente Anne Appelbaum en un emotivo artículo dedicado a analizar a Putin, un antidemócrata. Pero el problema no termina ahí. Putin, además, es el representante máximo de una enorme ola antidemocrática que avanza primero hacia la por él considerada “periferia rusa”, su utópica “Eurasia” religiosa y cultural, equivalente a la “Germania” con la que soñaba ese monstruo llamado Adolf Hitler.

No hay revolución sin contrarrevolución. Desde la Santa Alianza, pasando por los totalitarismos nazi y stalinistas, hasta llegar a nuestros días, han habido diversas olas antidemocráticas, surgidas como reacción a las por Samuel Hungtinton llamadas “olas de democratización”.

La última gran ola fue la que puso término al imperio soviético durante 1989-1990. Putin, desde esa perspectiva macro-histórica, representaría una reacción en contra de la revolución democrática, rusa y europea. En ese sentido es el anti-Gorbachov. Pero no está solo. Putin es solo una parte, quizás la principal, de la contrarrevolución antidemocrática de nuestro tiempo.

Como Stalin ayer, Putin mantiene fuertes enclaves en el Occidente político. Mas, a diferencias de la era Stalin, no se trata de organizaciones doctrinarias como fueron los partidos comunistas pro-soviéticos, sino de una gama de diversos movimientos y gobiernos abiertamente anti-democráticos. Los principales por ahora son los movimientos y partidos antidemocráticos de Europa.

Entre esos gobiernos nos referimos a las autocracias europeas, sobre todo a ese trío representado por Erdogan en Turquía, Orban en Hungría, Kaczinski en Polonia.

Parecerá raro quizás incluir al tercero en la triada pro-Putin dado que Kacszinski, como la mayoría de la ciudadanía polaca, teme a que Putin, en su no oculto proyecto por restaurar la geografía soviética, intente ocupar Polonia. No obstante, Kacszinski, en su visión anti-UE es el mejor aliado de Orban. Y Orban es el más estrecho aliado europeo de Putin.

Al jerarca ruso, a diferencias de Stalin, no importan las convicciones doctrinarias. Pero sí le interesa que sus aliados objetivos de Europa mantengan un desacuerdo vital con la UE y con la OTAN. En ese sentido Kaczinski, como sus homólogos húngaro y turco, comparten con Putin similares convicciones. Los tres son partidarios de un gobierno fuerte y autoritario representado en un líder que encarne la tradición mítica de sus naciones. Los tres se entienden como restauradores del orden familiar, sexual, patriótico y religioso (no importa cual religión). Los tres son enemigos declarados de la democracia parlamentaria. Los tres creen en “el principio del caudillo”. Los tres consideran a la democracia occidental como un producto de la decadencia de Europa.

I-liberalismo llama Viktor Orban al conjunto de ideas y creencias compartidas con sus homólogos. Pero ese i-liberalismo es solo una media verdad. Desde el punto de vista económico los aliados de Putin son radicalmente liberales. Y desde el político, el enemigo no es la ideología liberal sino las instituciones de las democracias europeas. Naturalmente, ellos dicen, y probablemente creen, ser democráticos. Y en sentido literal lo son pues su ideal político está basado en una comunicación directa entre pueblo y caudillo. La democracia que ellos enaltecen no está basada en instituciones ni en constituciones sino en el “principio del líder”, tal como lo formulara el jurista alemán Carl Schmitt al que los nuevos autócratas probablemente no han leído pero, visto objetivamente, han llegado a ser sus mejores discípulos. El odio que en los autócratas despierta lo que ellos llaman “democracia liberal” está, como todo odio, basado en un miedo, en este caso, el miedo a que el control unipersonal del poder sea cuestionado. Como bien observara el historiador polaco Adam Mischnick: “Es posible que Putin no pueda implementar cada escenario, pero ha concentrado el poder político incluso más que Stalin. Stalin, al menos formalmente, estaba limitado por su “politburó”, un organismo político que en principio podía decirle que no, aunque por supuesto no lo hizo. Putin no tiene politburó, es todopoderoso, un monarca absoluto, un César”.

Naturalmente, en su reciente aventura ucraniana, Putin ha contado, si no con el apoyo directo, con el consentimiento indirecto de las tres autocracias mencionadas. Puede que pronto aparezcan más. Los movimientos de la ultraderecha avanzan de modo zigzagueante en todos los países de Europa. La Liga Norte de Salvini ha sido temporariamente desplazada en Italia pero ahora avanza el Vox español que, si bien no se ha declarado miembro del putinismo, comparte con este sus valores esenciales. Las elecciones presidenciales en Francia decidirán sobre el futuro inmediato de Europa. Le Pen es abiertamente putinista y Zemmour puede llegar a serlo sin problemas. Todos son partidarios de una Europa des-unida. Eso al fin es lo que cuenta para Putin. Por si fuera poco, a la derecha nacional-populista europea habría que agregar algunos remedos de la izquierda del pasado. Podemos de España se declara “pacifista” y anti-OTAN. Lo mismo ocurre con los socialistas de Melenchon en Francia y “Die Linke” en Alemania.

Al igual que la antigua URSS, el imperio Putin tiene importantes aliados extra-continentales. Gracias a las vacilaciones de Obama logró convertir a Siria y parte de Irak en un condominio ruso. Irán puede contarse entre sus aliados estratégicos. Los ayatollahs han descubierto que comparten con Putin las mismas obsesiones anti-occidentalistas. Para el ruso como para la camarilla teocrática persa, Occidente es un mundo degenerado. En no pocos puntos, las ideologías teocráticas de los países del Oriente Medio son compatibles con las visiones integristas de la iglesia ortodoxa rusa que ve en Putin un paladín de la cristiandad, cabalgando en contra de los demonios lujuriosos y ateos que acosan Occidente. Sin necesidad de recurrir a Max Weber podríamos afirmar que Putin encabeza una rebelión de la tradición en contra de la modernidad. Pero solamente en contra de la modernidad cultural. No así con respecto a la modernidad tecnológica, la que en sus formas digitales y nucleares pone al servicio de la expansión territorial de su país.

La gran ventaja de Putin es que sabe que al interior de la mayoría de los países occidentales existen multitudes anti-democráticas y que en no pocos de esos países la democracia se encuentra en muy precaria condición. La gran revelación para Putin fue no tanto la presidencia de Trump, la que mal que mal debió ajustar su práctica a las férreas instituciones norteamericanas, sino el carácter del movimiento que encabeza Trump. Por cierto, el ex presidente nunca ha sido un modelo democrático. Su personalismo, su autoritarismo, sus convicciones patriarcales, su escaso respeto por los valores que han permitido forjar a su nación y, no por último, su radical anti-europeísmo, no hablan bien de sus convicciones democráticas. Pero mucho menos democráticos que Trump son los trumpistas. Quizás en este caso habría que invertir la relación entre líder y masas. No es, en el caso de Trump, el líder el que ha producido un fuerte movimiento radical antidemocrático en los EE UU, sino estos últimos son los que han producido el fenómeno Trump. El asalto al Capitolio, por ejemplo, fue una muestra de como la contrarrevolución anti-democrática ha logrado apoderarse, si no del corazón, por lo menos del sistema nervioso de la democracia más antigua de la modernidad. En otras palabras, Putin ha visto en Trump a uno de los suyos.

En donde las instituciones democráticas son débiles o precarias, donde surgen caudillos que enamoran y enardecen a sus pueblos, donde las masas son organizadas desde el estado, donde no hay sociedad civil, y sobre todo, donde los canales de comunicación política se encuentran obstruidos, allí está el campo abonado para que el imperio ruso reclute contingentes. Hay una alianza perfecta entre los movimientos y gobiernos nacional-populistas y el proyecto antidemocrático mundial del cual Putin ha pasado a convertirse en su máximo líder.

Casi no hay dictadura o autocracia en el mundo que no cultive relaciones con el gobierno Putin. Se quiera o no, Putin ha logrado articular en su torno a una internacional de gobiernos y movimientos anti-democráticos. No es casualidad que las tres anti-democracias latinoamericanas, la autocracia mafiosa de Maduro, la dictadura neosomocista de Ortega y la dictadura poscastrista de Díaz Canel, se declaren partidarios incondicionales de Putin.

El proyecto inmediato de Putin es convertir a Rusia en un poder mundial. En el hecho ya lo es. Pero para que este sea más sólido, Putin requiere asegurar su dominación en el que considera espacio vital de Rusia. Ucrania representaría, simbólica y fácticamente, el último bastión que hay que derribar para dar inicio a esa locura distópica llamada por el ideólogo del putinismo, Alexandr Dogin, “Eurasia”. Eso es precisamente lo que no han entendido algunos gobiernos europeos, particularmente el alemán. Si Occidente no opone a través de su diplomacia y de sus ejércitos un decidido “no pasarán” a Putin en Ucrania, Rusia puede, definitivamente, destruir la paz mundial.

Puede ser, así opinan muchos comentaristas, que por el momento Putin decida no invadir a Ucrania. De acuerdo a una relación costo-beneficios, el precio podría ser muy alto, piensan algunos. No obstante, aún sin invadir a Ucrania, Putin ha logrado mostrar al mundo que el bloque occidental se encuentra políticamente dividido a la hora de enfrentar a un enemigo común. Con esa victoria probablemente no contaba Putin antes de enviar a sus cien mil soldados a los límites con Ucrania.

La deserción (sí, objetivamente fue deserción) de Alemania, ha debilitado, se quiera o no, la hegemonía militar y política de los EE UU en Europa. Peor aún, ha debilitado al eje Francia-Alemania y con ello ha dejado a Occidente sin conducción unitaria. Logrado ese objetivo, la invasión a Ucrania –a la que Putin nunca renunciará- puede esperar un tiempo más.

La negativa del gobierno alemán a enviar armas a Ucrania tiene un enorme significado político-simbólico. Significa, lisa y llanamente, que la principal potencia económica europea disiente de las resoluciones de la OTAN negándose con ello a aceptar la hegemonía norteamericana en la región. Para los observadores bienpensantes, Alemania ha llegado a perfilarse como un adalid de la paz. Pero las apariencias engañan.

Si bien en Alemania existen fuertes tendencias pacifistas, no podemos obviar que estas no fueron absolutamente determinantes en la política de Scholz. Hay, se quiera o no, un espacio de decisión que corresponde solo al gobierno. En ese sentido, las razones de la negativa alemana a plegarse a las decisiones confrontativas de la OTAN hay que buscarlas más bien en Olaf Scholz y en su partido. Y aquí hay que nombrar dos hechos que se cruzan entre sí. Uno es que al interior de la socialdemocracia alemana, amparada en los negocios del gas, ha cristalizado una suerte de conexión con el putinismo, vale decir, políticos profesionales que de una u otra manera consideran legítimas las pretensiones territoriales de Putin en Ucrania. Probablemente piensan –y tal vez no les falten razones– que Putin tarde o temprano terminará por construir su imperio euroasiático y con ese imperio habrá que coexistir pacíficamente en el futuro. Ahora bien, si a esas tendencias derrotistas sumamos el fuerte anti-americanismo que prima al interior de sectores de la socialdemocracia alemana y del partido Verde, la mesa estará servida para las ambiciones inmediatas de Putin. No vale la pena, en fin, morir por Ucrania– eso es lo que piensa y no dicen, no solo alemanes sino también algunos políticos europeos-.

Sobre el papel, la idea podría parecer formalmente correcta. Pero la realidad no es un papel. Lo que probablemente no entienden los nuevos estrategas de la geopolítica alemana es que, al mostrar divisiones hacia afuera, Putin ha descubierto que, si anexa a Ucrania -lo dijo el ex minitro del exterior alemán Joschka Fischer- la puerta para apoderarse de los países bálticos sería abierta de par en par. Entonces muchos harán la pregunta que el conocido historiador escocés Neal Ascherson ya formuló irónicamente. ¿Valdrá la pena después morir por Estonia? Y así sucesivamente.

Sin embargo, el problema alemán, como todo problema, tiene dos caras. A la negativa alemana de sumarse a las disposiciones de los EEUU mostrando al mundo la debilidad de liderazgo del gobierno norteamericano, hay que mencionar que, con o sin esa negativa militar, esa debilidad de liderazgo precedió a la negativa alemana. Los europeos, entre otras cosas, recuerdan muy bien que en la caída del imperio soviético EE UU tuvo muy poco que ver.

Digamos de una vez: Desde Bush jr. hasta llegar a Biden pasando por Obama y Trump, los EE UU han descapitalizado su liderazgo mundial. La guerra desatada a Irak por Bush jr. pasará a la historia como uno de los grandes crímenes a la humanidad, más aún que la guerra de Vietnam, donde al fin y al cabo EE UU intentaba frenar la expansión soviética en el sudeste asiático. El invento de las armas de destrucción masiva denunciado por el general Powell es una mancha demasiado sangrienta sobre la historia norteamericana. La reacción anti-Bush de Obama, al ceder prácticamente el espacio sirio al colonialismo ruso, permitió la entrada de la Rusia imperial de Putin en la región islámica. El deterioro de la OTAN y el descrédito que llevó Trump a la UE terminarían por exacerbar los deseos expansionistas de Putin. Si hoy gobernara Trump, Ucrania sería rusa, quizás sin necesidad de una invasión. La retirada caótica de las tropas norteamericanas de Afganistán, no mostró precisamente la cualidades estratégicas del gobierno Biden.

Los latinoamericanos ya sabemos como los intentos norteamericanos, al apoyar a dudosos grupos políticos y económicos -ayer en Cuba y hoy en Venezuela- para derribar a gobiernos anti-democráticos, han bordeado el límite de lo grotesco. En otras palabras, por su poderío económico, militar y cultural, la nación mejor condicionada para ejercer el rol hegemónico en defensa de las democracias de Occidente, no ha sabido o no ha podido cumplir su papel histórico.

Sea porque EE UU ya no tiene pretensiones territoriales en ningún lugar del mundo, sea porque no posee una doctrina internacional supra-estatal, sea simplemente porque sus gobernantes han sido políticamente deficitarios, hay que constatar que en este momento Occidente padece de una seria crisis de liderazgo. Cómo y cuándo será superada esa crisis (seguramente lo será) nadie puede saberlo. Lo que sí sabemos es que en estos momentos, esa crisis –con o sin invasión a Ucrania- favorece a los planes de Putin. Y Putin lo sabe.

Cierto, no hemos hablado de China todavía. Ya lo haremos. Cada cosa a su tiempo.

17 de febrero 2022

Polis

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