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Fernando Mires

Ucrania, mentiras y certezas

Fernando Mires

A occidente también pertenece el antioccidentalismo. Tanto el nazismo como el comunismo han sido doctrinas esencialmente antioccidentales, ambas generadas en occidente. Ese antioccidentalismo occidental se manifiesta, sobre todo hoy, en la guerra que comete Rusia en Ucrania, a través de una adhesión, sí, incluso de una identificación, con el agresor.

No deja de ser sintomático que los partidos extremistas europeos y latinoamericanos sean los que han tomado desde el comienzo posiciones a favor de Putin. En América Latina pesan más los extremistas de izquierda. En Europa, los extremistas de derecha. Y sin embargo, en la argumentación, como si compusieran una conjunta poesía, ambos riman.

El principal método del proputinismo ha sido poner la realidad histórica de cabeza y con los pies hacia arriba. Siguiendo a su versión preferida, los putinistas, militantes o encubiertos, propagan que Putin está librando una guerra defensiva y preventiva en Ucrania en contra de una agresión occidental.

De acuerdo a ese discurso, Putin solo habría reaccionado en contra de la expansión de la OTAN, como si la OTAN anexara naciones a la fuerza y las incorporara a una suerte de imperio occidental dirigido por una siniestra Casa Blanca cuyo objetivo no es otro que acorralar a la pobre e inocente Rusia.

Pensando con serenidad podemos entender en cambio que la OTAN nunca se ha expandido sino, algo muy diferente, se ha ampliado. No es una diferencia semántica. Expandir significa crecer sobre espacios ajenos. Ampliar quiere decir, incorporar a naciones que solicitan su ingreso si ellas están o creen estar geopolíticamente amenazadas por una nación de reconocido pasado y presente imperial, en este caso Rusia. La OTAN crece y crecerá –eso es lo que olvidan los putinistas– de un modo estrictamente proporcional al crecimiento de las democracias nacionales europeas, sobre todo de aquellas constituidas después de la gran revolución democrática que tuvo lugar como consecuencia del colapso de la URSS, vale decir, desde los días de Gorbachov y Yelzin.

En otros términos: La ampliación de la OTAN es el resultado lógico y natural de la ampliación del espectro democrático en Europa Central y del Este. Todas las naciones incorporadas a la OTAN fueron naciones liberadas del imperio soviético. Auto-liberadas, debería ser la palabra más exacta, pues ni EE. UU ni la OTAN movieron un solo dedo para ayudar a liberarse a Hungría, Polonia, Checoeslovaquia y después a Rumania, Estonia, Lituania, Letonia, Eslovenia, Bulgaria, luego a Albania y Croacia y finalmente Georgia, Macedonia, Bosnia y Herzegovina. Por supuesto, todas solicitaron su ingreso a la OTAN. Ucrania, si no hubiera padecido tantas crisis políticas, también habría debido entrar a la OTAN.

La OTAN es en estos momentos, junto con los EE UU, la Europa armada, así como la UE es (o debería ser) la Europa política.

Nunca la OTAN, ni tampoco ningún país miembro de la OTAN, asumió posiciones ofensivas en contra de Rusia. Todo lo contrario, al igual que la mayoría de los países de Europa Occidental, todas sus naciones se esmeraron por mantener buenas relaciones diplomáticas y sobre todo económicas con la Rusia de Putin. Las relaciones contraídas por los países europeos, incluso por los EE UU con Rusia, fueron siempre amistosas, hasta el punto de que llegó a primar en Europa una doctrina que podríamos llamar doctrina de interrelación (diferente a la de coexistencia pacífica elaborada por Jrushchov y Kennedy).

De acuerdo al tenor de esa doctrina, Europa se hizo económicamente dependiente de Rusia y Rusia se hizo económicamente dependiente de Europa. Los lazos que unían a Rusia con Europa parecían ser inseparables.

Nunca en la historia, como en los dos primeros decenios del siglo XXI, Europa y Rusia estuvieron tan unidas y a la vez tan cerca de realizar el ideal kantiano de la paz perpetua. En cortas palabras, jamás la OTAN fue una amenaza militar para Rusia. ¿En qué momento se produjo el quiebre? Esa es una tarea que deberán emprender los futuros historiadores. Lo que hoy podemos aventurar son simples hipótesis.

¿Fue tal vez cuando Putin llegó a la conclusión de que nunca su gobierno podría atraer a las naciones liberada de la URSS a volver a vivir en comunidad con Rusia? ¿Fueron las doctrinas de los nacional-bolcheviques (partido fundado por el extravagante filósofo antioccidentalista Aleksandr Dogin) en las filas del gobierno de Rusia? ¿Fueron los fanáticos sacerdotes antioccidentales dirigidos por Kirill? ¿O fue simplemente la mente diabólica de Putin que aguardó el momento preciso para contraatacar? No lo sabemos, quizás hay un poco de cada cosa.

Lo cierto, lo objetivamente cierto, es que así como ningún gobierno occidental quería enemistarse con Rusia, ninguno quería, ni por nada en el mundo, una guerra. Y si eso es así, significa que solo alguien quería una guerra. Ese alguien se llama Vladimir Putin.

En esa decisión Ucrania no fue más que un pretexto, y por dos razones: La primera, es que todos los países europeos más los EE. UU, estaban de acuerdo en no hacer ingresar a Ucrania en la OTAN. La segunda, es que Ucrania nunca fue una amenaza para la soberanía de Rusia. Incluso Zelenski, a diferencias de su predecesor Porochenko, se manifestó dispuesto a mediar entre los intereses de los ruso-parlantes y de los ucranianos, haciendo diversas concesiones a los primeros. ¿No recuerda nadie cuando Zelenski repartía personalmente pasaportes rusos, accediendo a una petición de Putin?

Sin embargo, ya tenemos algunas certezas: Cierto es que la invasión del 24-F no surgió como reacción espontánea frente a alguna agresión occidental. Una empresa de ese tipo, cualquiera lo sabe, requiere de larga planificación. Cierto es que los países europeos, antes de esa fecha ya habían acordado el no-ingreso de Ucrania a la OTAN. Cierto es que desde mediados de 2021, los servicios de inteligencia de los EE UU y del Reino Unido ya habían detectado el plan invasor de Putin (a diferencia de los servicios alemanes y franceses que solo se enteran por la prensa). Cierto es que, poco antes y después del 24-F, los gobiernos europeos y la UE insistían en buscar una solución diplomática al conflicto. Cierto es, por último, que Putin no aceptó ninguna salida diplomática.

Y bien, a la luz de todos estos hechos, afirmar que Europa y EE UU empujaron a Ucrania a la guerra para después abandonarla, es una falsedad que solo puede provenir de mentes putinistas fanáticas.Hablar de la irresponsabilidad de los gobiernos europeos frente a Putin, no solo es injusto. Y hacerlo en medio del genocidio que está cometiendo Putin en Ucrania, es criminal.

P S. He leído atentamente las declaraciones de Putin en el “Foro Internacional” de San Petersburgo. Definitivamente, ha cambiado su libreto. Ya no habla de su guerra defensiva o preventiva en Ucrania, ni tampoco de preservar la seguridad internacional de Rusia frente a amenazas reales o imaginarias. Habla, como todos los enajenados con poder que lo han precedido – llámense Hitler o Stalin, Castro o Bin Laden – de crear un nuevo «orden mundial». Así nos enteramos al fin de lo que ya sospechábamos. De que Ucrania es solo una pieza en el juego meta-histórico del dictador ruso.

Al parecer, nadie ha dicho a Putin que los órdenes mundiales no son el producto de actos de guerra, sino de configuraciones objetivas que tienen lugar en diversos espacios simultáneos, sean los de la cultura, la ciencia, la economía, el arte y la política. Y de esos espacios, Rusia, gracias a la propia obra de Putin, se encuentra muy alejada. Cada vez más alejada.

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS, Político,

Tiempos de paz, tiempos de guerra

Fernando Mires

No voy a defender aquí a Angela Merkel, cuya biografía la defiende por sí sola. Voy a defender sí, su concepto de la política. Un concepto que a su vez define a la política como actividad existencial.

Entiendo por actividad existencial enfrentar a los hechos tal como se presentan sobre la superficie de la realidad. Por eso he sostenido en otras ocasiones que la política es actividad superficial, pero no en el sentido de que sea banal, sino porque su práctica tiene lugar sobre una superficie o base existente y no supuesta o imaginaria. Por lo tanto, al defender la existencialidad de «lo político», defiendo su condición ineludible y necesaria: la de su «presentabilidad».

La política tiene lugar en tiempo presente y por lo mismo es representación de hechos que emergen a la superficie desde un fondo oculto que no solo reside en el pasado temporal. Afinemos esta idea: No me refiero al presente de los filósofos ni al de los teólogos, a ese presente que según San Agustín no existiría jamás pues, si digo algo, al decirlo ya es pasado. Pero el futuro tampoco existe porque simplemente está en un futuro, de modo que el único tiempo existente sería el tiempo de Dios, el tiempo absoluto, el tiempo no relativo, el tiempo total.

Guiada por las confesiones de Agustín, Hannah Arendt logró afirmar que el presente surge de una conflagración entre las fuerzas de un pasado que ha dejado de existir y las de un futuro que todavía no existe. De esa conflagración aparece un hueco que es el tiempo situado en seres que están viviendo su tiempo. El presente político, por lo tanto, no es más que una convención formal que abarca al pasado inmediato y al futuro inmediato.

Para entendernos mejor, es el espacio determinado por la aparición de un acontecimiento o de una cadena de acontecimientos. De acuerdo a Hannah Arendt no es la historia la que determina a los acontecimientos sino los acontecimientos a la historia.

Para decirlo con un ejemplo muy cercano: desde el 24 de febrero, día de la invasión rusa a Ucrania, vivimos en medio de un presente determinado por la guerra de Rusia a Ucrania. Es en ese presente donde los diversos gobiernos occidentales interactúan y toman decisiones ya sea en conjunto, o simplemente a nivel nacional, para enfrentar al adversario común: la Rusia de Putin.

Angela Merkel y el pasado-presente

En el presente condicionado por ese acontecimiento llamado guerra, la ex canciller alemana Angela Merkel no es un actor político pues su poder de decisión es prácticamente nulo. No obstante Merkel, como representante de un poder simbólico, ha sido declarada por diversos políticos y medios de comunicación, responsable, algunos dicen culpable, de no haber sabido detener a tiempo a Putin en su proyecto imperial. Entre las diversas faltas que le enrostran hay tres que por reiteradas podemos considerar principales. Son las siguientes.

1.-No haber asumido una posición firme frente a las agresiones de Putin a Georgia durante el 2008.

2.- No haber endurecido las relaciones frente a Putin el 2014, cuando invadió militarmente a Crimea. Según algunos políticos antimerkelistas, incluyendo a algunos miembros del cuerpo diplomático ucraniano, si Merkel hubiese bregado por incorporar de inmediato a Ucrania en la OTAN, la invasión de Rusia a Ucrania no habría tenido lugar. (¿Cómo lo saben?, no lo sé)

3.-Haber convertido a Alemania en una nación energéticamente dependiente (gas y petróleo) de un agresivo imperio antioccidental.

Vamos punto por punto. Durante la guerra a Georgia en 2008 era difícil, no solo para Alemania, sino para toda Europa tomar posiciones ya que allí estaban involucrados diversos problemas que provenían del pasado soviético y aún más allá. No debemos olvidar que el centro de la política en Alemania y en Europa estaba lejos de estar puesto en los problemas de Rusia con su periferia. 2008 fue, además, el año de una gran crisis financiera, comparable solo con la crisis económica de 1929.

Enfrentar a una crisis mundial, la quiebra masiva de empresas, y estimular planes de ahorro con las naciones más pobres de la UE, no eran las mejores condiciones para implementar un programa de confrontación con la Rusia de Putin.

En cuanto la invasión de Rusia a Crimea (2014) hay que subrayar que esta fue saludada por una enorme cantidad de habitantes de Crimea que consideraban a su «nación» como parte de Rusia. ¿Pero no era también esa invasión una amenaza potencial a Ucrania? dirán los geoestrategas. Correcto, pero la pregunta pertinente es, ¿a qué Ucrania? La Ucrania del 2014 –esto es decisivo para entender la política internacional de Merkel- no era la Ucrania del 2022. Por despejar dudas, hagamos un poco de historia.

¿Cúal Ucrania?

Ucrania es hija directa del desmembramiento de la URSS durante los gobiernos de Gorbachov y Yelsin. Nació como nación independiente el año 1991, cuando Leonid Kravchuk, líder de la república soviética de Ucrania, declaró la independencia de Moscú. En 1994 asumió el gobierno Leonid Kuchma, de tendencias occidentalistas. En 1999 Kuschma se hace reelegir en elecciones fraudulentas. El 2004 asume el prorruso Viktor Yanukovich, también en elecciones marcadas por el fraude y manipuladas desde Moscú. Como respuesta ciudadana surge la Revolución Naranja que obligó a repetir las elecciones, siendo elegido esta vez el prooccidental Viktor Yuschenko (2005). Pero pronto sería desatada una lucha interna entre los partidarios de Yuschenko y los de la líder populista Yulia Timochenko.

En medio de ese desbande la OTAN hace la promesa de que un día Ucrania podría entrar a la OTAN. Naturalmente «ese día» debería aparecer cuando Ucrania solucionara su problema de gobernabilidad, algo que todavía estaba muy lejos de ocurrir. Así fue como la indisciplina y corrupción del bando antirruso creó las condiciones para que regresara al poder el prorruso Yanukovich quien en las elecciones del 2010 derrotó ampliamente a Timochenko, acusada de corrupción.

El gobierno Yanukovich, acatando una orden de Putin, rompió relaciones con la UE. Acto seguido, el dictador ruso invade sorpresivamente a Crimea. En abril del 2014 los separatistas prorrusos se apoderan, con ayuda militar de Moscú, de la región del Donbás. En el resto de Ucrania crece la oposición en contra de Rusia. Bajo esas condiciones, en mayo del 2014 asume el empresario proocidental Petro Porochenko cuyo gobierno acompañó su posición antirusa con la más desmedida corrupción. En abril del 2019 el actor y abogado Volodimir Zelenski –prooccidental aunque no radicalmente antirruso– obtuvo la victoria electoral con una impresionante votación (70%) gracias a haber levantado un programa en contra de la corrupción y ofrecer su mediación en la guerra contra los separatistas del Donbás.

Hemos hecho este recuento con el objetivo de hacer una pregunta: ¿por esa Ucrania convulsa, políticamente inestable, iba a iniciar la UE y el gobierno Merkel, una campaña para incorporarla a la UE y a la OTAN? Haberlo hecho habría sido una locura. La UE como la OTAN han intentado siempre incorporar a naciones, si no democráticas, por lo menos políticamente bien constituidas. Ese estaba lejos de ser el caso de Ucrania.

La estabilización política nacional de Ucrania comenzó recién a configurarse bajo el gobierno de Zelenski. Antes de Zelenski, Ucrania era una nación, digamos así, en formación. De ahí que gane o pierda la guerra en contra de Rusia, Zelenski pasará a la historia como el fundador de la Ucrania política.

Muy mala gobernante habría sido Merkel si hubiera bregado por incorporar a la UE a una nación políticamente desmembrada, a una que, en cualquier momento, incluso por vía electoral, podía llevar nuevamente al bando de los prorusos al poder.

La dependencia energética

La tercera acusación a Merkel, relativa a la hipoteca contraída por la dependencia energética de Alemania con respecto a la Rusia de Putin, pareciera, a primera vista, estar mejor fundada. Evidentemente, una nación democrática no debería poner en juego su soberanía política al hacerse económica o energéticamente dependiente de una potencia autocrática. Es cierto que los acuerdos con Rusia, sobre todo los referentes a las importaciones de gas, precedieron al gobierno de Merkel, pero fue bajo su administración cuando lograron extraordinario vigor. A la luz de los acontecimientos actuales dicha dependencia es hoy vista como un enorme error estratégico.

Naturalmente, si Merkel hubiera sabido lo que iba a ocurrir el 24 de febrero del 2022 nunca habrá permitido que bajo su gobierno tuviera lugar una dependencia tan estrecha con la Rusia de Putin. El problema es que no había como saberlo. Por supuesto, nunca Merkel tuvo plena confianza en Putin a quién jamás consideró un demócrata. Pero de ahí a creer que Putin era lo que efectivamente demostró ser, un tirano arcaico poseído por fantasías meta-históricas, hay un largo trecho. Incluso el historiador polaco Adam Michnik, conocedor personal de Putin, confesó en una entrevista que nunca creyó que Putin fuera capaz de invadir a Ucrania, o por lo menos no del modo como lo hizo.

Probablemente Merkel, como la mayoría de los gobernantes europeos (sí, la mayoría) pensó que la dependencia energética con respecto a Rusia era un riesgo. Pero según su percepción había que correr ese riesgo. La razón es simple: como proveedor, Rusia aseguraba la dependencia de naciones occidentales pero a la vez ligaba su economía a esas naciones. Todo vendedor al fin necesita un comprador y Europa, sobre todo Alemania, era y es un muy buen comprador. En breve, nadie pensó, simplemente porque era impensable, que Putin, siguiendo el mandato de sus alucinaciones, iba a arruinar la economía de Rusia en una guerra tan absurda como criminal. «Rusia nos amarra pero nosotros amarramos a Rusia», parecía ser el pensamiento predominante en la Alemania de preguerra. No muy infundado, hay que decirlo.

Fue el barón de Montesquieu quien hace muchos años formuló la teoría del «dulce comercio». Según esa teoría el comercio entre naciones suaviza las costumbres, vuelve corteses a los políticos brutales y permite allanar los caminos que conducen a la paz. Karl Marx se burlaría de las teorías de Montesquieu. Pero el mismo Marx no pudo negar un hecho objetivo, y es el siguiente: la diplomacia nació del comercio. Digamos la tesis completa: así como la política nació de la guerra (en ese sentido toda guerra sería una regresión prepolítica) la diplomacia nació del comercio.

La idea de una interdependencia más que de una dependencia entre Rusia y Occidente parecía ser atractiva a muchos políticos occidentales. En cierto modo fue asumida como la continuación de la diplomacia comercial mantenida entre el bloque comunista y la Europa democrática durante la Guerra Fría. Basta recordar que la teoría de la convergencia de los dos bloques fue defendida en Alemania por gobernantes de la talla de Willy Brandt, Helmut Schmidt, e incluso Helmut Kohl. Angela Merkel no hizo más que seguir la ruta señalada por sus predecesores, pero esta vez con la Rusia de Putin en lugar de la URSS.

Como conocedora de la historia europea sabía, además, que en Rusia siempre han convivido dos almas: un alma occidental y un alma asiática y despótica.

Toda la gran literatura rusa, desde Dostoyevski y Tolstoy, Gogol y Turgeniev, tiene como tema central la coexistencia conflictiva de esas dos almas. Desde el punto de vista psicopolítico parecía ser adecuado entonces estimular el alma occidental de Rusia, lo que solo sería posible con un acercamiento diplomático y comercial y no con amenazas militares. ¿Cuándo Putin dejó de seguir a su alma occidental y comenzó a escuchar las voces de su alma asiática o despótica? Eso no lo podemos saber. Merkel tampoco. Nadie.

Angela Merkel no es una política futurista. En general los gobernantes democráticos no lo han sido. Es difícil que lo sean. La mayoría son elegidos por uno o dos periodos, y en las democracias parlamentarias, si sobrepasan ese tiempo –es el caso de Merkel– están sujetos a coaliciones programáticas. La mayoría de los dictadores, en cambio, sí son futuristas. En su enfermiza imaginación piensan que fueron llamados al poder para cumplir una misión histórica.

Hitler, Stalin, Mao, Castro, fueron futuristas. Putin también lo es. El dictador ruso cree que su misión es reconstruir el imperio como poder rector de una Eurasia unida (Putin ha llegado a compararse a sí mismo con Pedro el Grande). Merkel en cambio es, como la mayoría de sus colegas occidentales, presentista. Conoce el tiempo limitado de la política e intuye que el futuro no lo puede conocer ni prefijar nadie. Tal vez por eso pensó que Putin era en el fondo un ser racional. No haber advertido lo que no advirtió nadie, fue su gran error.

Merkel fue la canciller de un país en tiempos de paz y actuó consecuentemente con las condiciones que en ese tiempo imperaban. Ahora estamos en tiempos de guerra, y a pesar de no ser política activa Merkel no ha dudado un segundo en ponerse al lado de los gobiernos que apoyan militarmente a Ucrania. En su última entrevista captó la esencia del problema. Dijo: «Ucrania es un rehén político que Putin usa para dañar a todo Occidente». Eso no lo han dicho ni Macron ni Scholz.

Cada tiempo tiene su tiempo, está escrito en el Eclesiastés. Hay efectivamente un tiempo para la paz y un tiempo para la guerra (Eclesiastés 3:8 PDT). Hay también políticos que actúan en tiempos de guerra como si estuviéramos en paz y dedican su tiempo a llamar por teléfono a Putin con el ingenuo propósito de calmar sus ambiciones imperiales.

Merkel no lo habría hecho. Así como asumió la crisis financiera mundial del 2008, así como asumió la crisis de refugiados del 2015, así como asumió la crisis pandémica del 2020, con la misma intensidad habría asumido la crisis provocada por esa guerra todavía no mundial que comenzó el 2022.

Nadie sabe cómo terminará esta atroz guerra que estamos presenciando, ni mucho menos cuáles serán sus consecuencias. Y es comprensible que así sea. El futuro es y será siempre un vacío.

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS, Político,

¿Negociar sobre Ucrania o negociar a Ucrania?

Fernando Mires

No es necesario ocultarlo. Entre las democracias occidentales que apoyan a Ucrania y adversan a Putin, hay diferencias. Para simplificar podríamos afirmar que esas diferencias tienen lugar entre quienes sostienen que para terminar la guerra cuanto antes hay que ofrecer mediante concesiones una salida “digna” que no "humille" a Putin, y otra línea que sostiene que primero hay que derrotar militarmente a Putin.

Uno de los primeros en plantear ese dilema occidental fue el filósofo alemán Jürgen Habermas al elogiar al por la prensa vilependiado canciller Olaf Scholz, quien ha tratado de conciliar lo aparentemente no conciliable, a saber, apoyar a Ucrania pero sin llegar a una intervención que invite a Putin a escalar hacia una confrontación con los países miembros de la OTAN.

Como Habermas no es un político sino un filósofo social, limitó su exposición a presentar el dilema sin definirse por uno de sus términos. ¿Cómo no perder sin ganar una guerra? Es su tácita pregunta. Imponiendo una alternativa diplomática, que dejando descontentos a ambas partes, no pase por la vía de la humillación a ninguna de ellas, podría ser una respuesta provisoria. Esa al menos parece ser la posición del presidente de Francia Emmanuel Macron quien, utilizando el verbo humillar, sugiere abrir una rampa a Putin para que, logrando algunos de sus objetivos (no ha dicho cuáles) pueda presentarse ante los suyos sin humillarse. Dicha posición ha sido criticada con firmeza por la historiadora Anne Applebaum, y por los analistas políticos Alina Palakova y Daniel Fried

De acuerdo a Applebaum, crear una salida a Putin supone otorgarle el crédito de cumplir con los acuerdos que subscribe, algo que ha demostrado no hacer desde el momento en que invadió a Ucrania, violando incluso los tratados por el mismo firmados. Putin, aduce, no está interesado en lograr ningún compromiso. Textual: “Putin ha dejado claro que destruir Ucrania es, para él, un objetivo esencial, incluso existencial. ¿Dónde está la evidencia de que lo ha abandonado?”. En ese punto tiene razón Applebaum. Solo se negocia a partir de la voluntad de negociar, y no por una, sino por ambas partes.

En el mismo sentido de Applebaum se han expresado opinadores que día a día pulsan el curso de la guerra. Entre ellos, Alina Palakova y Daniel Fried, quienes afirman: " .....La guerra a Ucrania no es similar a un conflicto del siglo XVlll o XlX en el que una provincia podía pasar de un país a otro sin consecuencias catastróficas para la mayoría de las personas que allí viven".

No puede hablarse de territorios sin pensar en los habitantes de esos territorios, dicen Palacova y Fried . "Aquellos que piden a Ucrania que ceda territorio deben, por lo tanto, asumir las consecuencias. Millones de personas no volverían nunca a sus hogares. Miles de civiles serían asesinados, torturados y violados. Los niños serían separados de sus padres".

Que a Putin no interesa negociar antes de haber logrado su objetivo, la destrucción de Ucrania, es un problema. Pero el problema mayor lo ven los autores citados en una verdad irrefutable: toda negociación con Putin implica conceder territorialidad.

La pretensión de convertir la territorialidad de Ucrania en objeto negociable aún cuando estamos lejos de alcanzar el fin de la guerra, no es un infundio. A diferencias de Macron que habló de negociar territorialidad solo entre líneas, el ex secretario de estado, Henry Kissinger, todavía una de las voces más influyentes en política internacional, lo dijo sin ambages. Según Kissinger, Estados Unidos y Occidente no deben buscar una derrota vergonzosa para Putin, advirtiendo que así podría empeorar la estabilidad de Europa a largo plazo. La idea de Kissinger es la de llegar a un status quo, pero sobre la base de que Ucrania deba ceder territorio a Rusia.

Como era de esperarse, Kissinger fue muy criticado por quienes apoyan a las fuerzas patrióticas de Ucrania. Y con razón. No es posible hablar de ceder territorios en medio de una guerra que tiene justamente como objetivo defender territorios. Tampoco es posible hablar de ceder territorios cuando ni siquiera ha habido un atisbo de negociación entre las partes en conflicto. Tal como fueron dichas, las palabras de Kissinger en Davos fueron un llamado a la capitulación de Ucrania. Zelensky, al escucharlas, no pudo ocultar su desilusión, incluso, indignación. Describió las sugerencias de Kissinger como similares a los intentos de apaciguar a los nazis en el periodo previo a la Segunda Guerra Mundial. “Tengo la sensación de que en lugar de año 2022, el señor Kissinger tiene 1938 en su calendario”, dijo con doliente ironía.

Lo más probable es que Kissinger haya pensado de acuerdo a su propio modelo geoestratégico al que continúa siendo fiel. Puede ser también que sus sugerencias apaciguadoras no tengan solo como referencia a Ucrania sino a voces beligerantes de los Estados Unidos, me refiero explícitamente a algunas declaraciones hechas por Joe Biden y por su ministro de defensa Lloyd Austin. A esos dos puntos me referiré a continuación.

Dijo Joe Biden en marzo: “Putin no puede permanecer en el poder”. Agregó el ministro de defensa Lloyd Austin en abril, que esperaba “ver a Rusia debilitada hasta el punto de que no pueda hacer el tipo de cosas que ha hecho al invadir a Ucrania”. Haciéndose eco de ambas declaraciones, escribió Max Boot, redactor del Washington Post, en mayo: “Rusia debe sufrir una derrota tan devastadora que pasarán muchas décadas antes de que otro líder ruso piense en atacar a un país vecino”. De acuerdo a la primera declaración, la del presidente, el objetivo es desbancar a Putin. De acuerdo a la segunda, la del ministro, el objetivo es inhabilitar militarmente a Putin. Las dos declaraciones sugieren avanzar más allá de la defensa del territorio de Ucrania, es decir, más allá de los límites fijados por el mismo gobierno de Zelenski. Probablemente contra ese exceso de épica reaccionó Henry Kissinger.

En el mismo sentido, Kissinger se pronunció en contra de quienes desde el gobierno norteamericano han iniciado una confrontación verbal con el gobierno chino sobre el tema de los derechos humanos y sobre una probable ocupación china de Taiwán. Es evidente, para Kissinger, y con toda razón, EE UU no está en condiciones de enfrentar a dos superpotencias al mismo tiempo.

Por cierto, Kissinger exageró la nota al poner sobre la mesa la distribución de territorios que no le pertenecen a nadie sino a Ucrania. Explicable en ese sentido la ira contenida del presidente Zelenski. Sin embargo, todos los que manejan algunas nociones de política internacional conocen el pensamiento de Kissinger. En su libro World Order expone mejor que en otros la esencia de su esquema geoestratégico. Para el ex ministro existen, en efecto, tres poderes geopolíticos: China, Rusia y los EE UU. La garantía de la paz mundial la fundamenta en una noción para el, clave: equilibrio. Ese equilibrio pasa por una definición clara de la territorialidad y de las esferas de influencias de cada potencia.

Kissinger no es ingenuo y sabe muy bien que las aspiraciones de las tres grandes potencias no pueden permanecer congeladas y por lo mismo hay desplazamientos que deben ser diplomáticamente discutidos, pero teniendo en vista dos objetivos: la paz y el equilibrio mundial. Probablemente desde su óptica global a Kissinger el tema de Ucrania le parece muy poca cosa para desatar una guerra que podría llevar al holocausto nuclear. Si quisiéramos reproducir sus palabras en jerga popular, podríamos traducirlas así: "entreguemos a Putin "ese par de kilómetros más que él quiere en Donbass" (dixit), y busquemos todos juntos una solución para seguir viviendo en paz”. En otras palabras, se trataría de imponer el mismo juego que hizo Kissinger bajo el gobierno de Nixon al decidir hablar directamente con Mao ofreciendo retirar a EE UU de Vietnam si China y no la URSS lo integraba dentro de su zona de influencia. Pero por otra parte cabe la pregunta: ¿Está seguro Kissinger que los deseos de Putin pueden ser medidos en metros cuadrados?

Una opinión exactamente contraria a la de Kissinger mantiene por ejemplo la profesora ucraniana Tatania Stanovaya: "Sin embargo, los principales objetivos de Putin en esta guerra nunca han sido adquirir territorios; más bien quiere destruir Ucrania en lo que el llama un proyecto "antiruso" y así evitar que Occidente use el territorio ucraniano como cabeza de puente para realizar actividades geopolíticas antirusas".

Tal vez sería necesario decir a Kissinger que Ucrania no es Vietnam. Ucrania es un país europeo e institucionalmente democrático. Ucrania pertenece a la comunidad política occidental. Y Occidente, a diferencia de los EE UU en Vietnam, no ha perdido todavía la guerra. Las opiniones de Kissinger, en ese punto tiene razón Zelenski, están fuera de tiempo y de lugar. Pero tan fuera de tiempo y lugar como la declaraciones de Biden y Austin. Lo que tienen en común las tres declaraciones, la del presidente, la del ministro y la del exministro, es referirse a Ucrania como a un objeto inerte. Para los dos primeros la guerra en Ucrania sería un medio para liquidar militarmente a Rusia. Para Kissinger sería necesario convertir a Ucrania en una pieza de cambio en aras del equilibrio y de la paz mundial. Las palabras de Biden y Austin subordinan la negociación a la guerra. Las de Kissinger la guerra a la negociación.

Puede pensarse que políticos como Biden y Austin se han expresado de modo épico en un sentido propaganístico. Al fin y al cabo toda guerra contiene una confrontación gramatical. Fue probablemente esa razón la que llevó al presidente Biden a escribir -esta vez con prestancia de estadista- un clarísimo artículo, dirigido no solo a sus lectores sino también al propio Putin. En ese artículo titulado "Esto es lo que los EE UU hará y no hará en Ucrania", Biden precisó nueve puntos:

1. "La meta de los EE.UU es clara: queremos que Ucrania sea democrática, independiente, soberana y próspera, y que tenga los medios para repeler más agresiones y defenderse de ellas".

2. "Esta guerra acabará de manera definitiva mediante la diplomacia".

3. "Seguiremos cooperando con nuestros aliados en las sanciones contra Rusia, que son las más fuertes que se han impuesto contra una economía importante".

4. "También continuaremos reforzando el flanco oriental de la OTAN".

5. "No buscamos que haya guerra entre la OTAN y Rusia".

6. "No estamos alentando ni permitiendo que Ucrania ataque más allá de sus fronteras".

7. "Nada sobre Ucrania sin Ucrania".

8. "Cualquier uso de armas nucleares en este conflicto, a cualquier escala, sería completamente inaceptable para nosotros, así como para el resto del mundo, y tendría graves consecuencias".

9. "Apoyar a Ucrania en estos momentos de necesidad no solo es lo correcto. Es nuestro interés nacional vital garantizar una Europa política y estable, y dejar claro que no por tener la fuerza se tiene la razón"

En fin, todos los demócratas del mundo -Biden también- deseamos que ese excremento del demonio llamado Putin sea derrotado sin apelaciones en Ucrania. Sería hipocresía no decirlo. Pero entre el deseo y su realización está el muro de la realidad, debe haber pensado Biden. Como se deduce de su artículo, toda guerra requiere de límites (aunque para Putin esos límites parecen no existir) No podemos sino concluir entonces en que la guerra de Rusia a Ucrania deberá terminar, como dicen Zelenski y Biden, con una negociación. Probablemente con un acuerdo transitorio que no dejará feliz a ninguna de las partes.

Quizás por eso mismo no vale la pena ocultar que la alianza atlántica mantiene en su interior dos tendencias: una más negociadora que épica, representada en el eje Alemania-Francia. Otra más épica que negociadora, representada en el eje Inglaterra-EE UU. De la comunicación y del debate entre ambas tendencias depende el curso y el discurso de la guerra.

Lo que desde el punto de vista ético y político no es posible aceptar es que la línea negociadora pase por encima de las posiciones del gobierno de Ucrania, como se desprende de la posición de Kissinger. Como dijo Biden: "Nada sobre Ucrania, sin Ucrania" . Pero tampoco la alternativa puede ser asumir un delirio épico irresponsable que, usando el nombre de Ucrania, lleve la guerra a un punto de no retorno.

El punto arquimédico situado entre la guerra y la paz, no ha podido ser encontrado. Y no lo será porque ese punto no yace fuera de la guerra, sino en su interior. El curso de la guerra determinará su discurso, no al revés. Y eso quiere decir: la única alternativa que en estos momentos tiene Occidente es intentar hacer mejor lo que está haciendo: Apoyar a Ucrania con todos los medios a disposición. Y al interior de cada país, continuar debatiendo, haciendo uso de ese don que diferencia al occidente democrático de las autocracias: la participación en el discurso colectivo por medio de la palabra. Sea la pensada, la hablada o la escrita.

Este texto es la reelaboración ampliada y actualizada de un capítulo de un ensayo del autor titulado "El discurso de la guerra".

REFERENCIAS:

Alina Polvakova, Daniel Fried: UCRANIA: PAZ SÍ, PERO NO A CUALQUIER PRECIO (polisfmires.blogspot.com)

Anne Applebaum - ¿QUÉ SIGNIFICA DERROTAR A RUSIA? (polisfmires.blogspot.com)

JÜRGEN HABERMAS - ¿HASTA DÓNDE APOYAMOS A UCRANIA? (polisfmires.blogspot.com)

Henry Kissinger - WORLD ORDER, 2014

Max Boot - No te preocupes por los sentimientos de Putin. Rusia debe pagar por su invasión (polisfmires.blogspot.com)

FERNANDO MIRES - SOBRE LA GUERRA DE RUSIA A UCRANIA (textos) (polisfmires.blogspot.com)

Tatiana Stanovaya- EN LO QUE OCCIDENTE (TODAVÍA) SE EQUIVOCA SOBRE PUTIN (polisfmires.blogspot.com)

10 de junio 2022

Polis

https://polisfmires.blogspot.com/2022/06/fernando-mires-negociar-sobre-u...

El discurso de la guerra

Fernando Mires

Sea en Foucault o en Habermas, en Derrida o en Lyotard, o en otros que han aplicado su entendimiento a descifrar la lógica del discurso, podríamos llegar a un denominador común: la realidad política es discursiva, lo que quiere decir -siguiendo a Juan el evangelista- primero está la palabra (el verbo, el logos). Todo lo demás viene después. La realidad política es discursiva quiere decir también que la con-formamos a través de las tres dimensiones de la palabra: el pensamiento, el habla, la escritura. De la conjunción de esas tres dimensiones surge lo que llamamos el discurso público del que somos partícipes, ya sea cavilando, discutiendo, o escribiendo,

El discurso del discurso

En la formación de un discurso pueden intervenir todos los propietarios de la palabra, y esa posibilidad de intervención es la base de aquel orden político surgido en la polis griega, al que llamamos democracia. La expresión gramatical practicada en común, surge y recrea a una realidad cruzada por líneas continuas y discontinuas. A esas líneas las llamamos opiniones. De tal modo que para que surja una opinión pública hegemónica, tiene que haber libertad de opinión. Si la libertad de opinión es coartada, no hay discurso, y al no haber discurso, no hay democracia. El discurso es la razón de ser de la democracia. A la vez, la democracia es la razón de ser de ese espacio no territorial que denominamos occidente político. Donde no hay política no hay democracia y luego, no hay discurso público. La democracia para que sea, debe ser discursiva. Donde no hay libertad de opinión ni de palabra no hay libertad de ser. Esa es la diferencia entre el occidente político y el resto del mundo.

En Rusia o en China para usar dos ejemplos actuales, no hay comunicación colectiva, luego la realidad que ahí se vive, no es discursiva. Naturalmente, la discursividad que precede a toda discusión no garantiza la exactitud del decidir. A veces la maraña discursiva que se forma en cada nación democrática impide una oportuna toma de decisiones. Solo las dictaduras deciden rápido.

Cuenta Joe Biden que el por él considerado muy inteligente Jinping, le dijo en una conversación que la democracia, al retardar el proceso de toma de decisiones, no se adapta al nivel decisionista que exige un mundo tan complejo como el de hoy. Ergo: Jinping, sin haberla vivido, ha relegado a la democracia a una fase superada en la historia de la humanidad. Putin, a su vez, no tan refinado como Jinping, ha sabido crear un poder no-comunicativo, uno que no se sirve del discurso público y que a través de la dominación absoluta sobre los medios de comunicación y el parlamento crea las opiniones públicas que le parecen más convenientes, razón por la que en un texto hemos llegado a opinar que, acicateado por las espuelas de la guerra, Putin está cruzando la línea divisoria que separa a un régimen autocrático de un sistema totalitario.

El mismo Zelenski en su emotiva alocución de Davos lamentaba que Occidente no tenga una posición unánime frente a la invasión rusa en Ucrania. Efectivamente, es así. La unanimidad, donde impera la formación discursiva de la realidad política, nunca, o muy rara vez, será posible.

Occidente no solo está involucrado en una guerra contra la Rusia de Putin, además lo está en el discurso de la guerra. La guerra –y con ella, la ayuda militar y económica a Ucrania- es en este caso el objeto del discurso. El sujeto del discurso, vale decir, la formación de una opinión pre-dominante, no está todavía constituido. Hay diferencias y esas diferencias son las líneas del discurso de la guerra. ¿Cuál será la línea que definitivamente se impondrá? No lo sabemos. Trataremos al menos en este texto, de reconocerlas. Digamos de modo preliminar que distinguimos tres principales. En tanto ninguna es todavía hegemónica, son solo líneas pre-discursivas de un discurso en formación. Aquí las denominaremos de modo provisorio, la línea putinista, la línea negociadora, la línea épica.

La línea putinista

La democracias integran en su interior a líneas antidemocráticas. Tales líneas sirven incluso para fortalecer el discurso democrático, opinan algunos liberales. De ahí que la mayoría de las democracias occidentales invitan a las formaciones políticas anti- democráticas a formar parte del discurso público, siendo excluidas solamente si sobrepasan las leyes, incurriendo en actos violentos. Naturalmente, puede suceder que en condiciones de crisis políticas o económicas las anti-democracias lleguen a hacerse del poder, como ya sucedió en Italia con Salvini y la Liga Norte, en Hungría con el Fidesz de Orban, en Polonia con las posiciones clericales e integristas que lidera Kaczynski, y en Francia, siempre en jaque por el lepenismo. La democracia vive en peligro permanente y a veces sucumbe. Visto así, la contradicción que estableciera Joe Biden entre democracias y autocracias se manifiesta no solo entre países sino también al interior de cada país democrático. Y bien, precisamente porque es así, el putinismo, vale decir, las corrientes políticas que apoyan a Putin, pueden trazar sus líneas al interior de las democracias occidentales. Ahora bien, paradojalmente el putinismo tiende a cristalizar en dos extremos supuestamente opuestos: en la extrema izquierda y en la extrema derecha.

Hay efectivamente un putinismo de extrema izquierda y un putinismo de extrema derecha. Ambos suelen coincidir en los debates parlamentarios. La razón de esta aparente anomalía reside en que Putin ha logrado integrar en su discurso político personal ambas tendencias. Desde una perspectiva occidental Putin puede ser considerado un extremista de izquierda y de derecha a la vez. Este es precisamente uno de los puntos que ha llevado a algunos autores a afirmar que Putin es fascista, pues el fascismo, en su forma originaria, la de Mussolini y Hitler, integra discursos de izquierda y de derecha. No por casuallidad el partido de Hitler se llamó nacional- “socialismo”. El putinismo de izquierda toma del discurso de Putin el antiamericanismo, derivado del anti-occidentalismo.

Putin, según esta línea, debe ser apoyado pues constituye un obstáculo para las pretensiones de los EE UU. Interesante es constatar que esa versión de “izquierda” es más popular en América Latina que en Europa. Explicable por el hecho de que en América Latina las llamadas izquierdas no vivieron en toda su intensidad las consecuencias del derrumbe del comunismo como en Europa. Así fue posible que elementos de la ideología estalinista, en los países europeos cuestionados por las propias izquierdas democráticas, permanecieron en América Latina congelados. El mismo concepto, “imperialismo norteamericano”, al que recurren de modo monótono, fue una invención “teórica” de Stalin, quien rompió en ese punto con Lenin.

Como es sabido, la teoría del imperialismo de Lenin tiene como base las teorías del británico Hobson y del austriaco Hilferding, sobre todo de este último, quien entendió al imperialismo como una fase en el desarrollo del capitalismo y no como atributo de una determinada nación. Stalin mantuvo fidelidad a esa teoría y solo se atrevió a postular a EE UU como nación imperialista a partir de 1948, cuando Truman, a instancias de Churchill, decidió frenar el avance de la URSS en Europa.

Desde ese entonces las izquierdas latinoamericanas repiten el disco rayado de Stalin sin darse cuenta de donde proviene. Post-stalinistas de la catadura de los Castro, Chávez, después Maduro, Morales y Ortega, han elaborado su retórica en contra del “imperialismo norteamericano”, algo que cuidan de hacer las izquierdas extremas de Europa, como son las que representan Podemos en España y los socialistas de Melenchon en Francia. Tanto Maduro, Morales y Ortega ven en Putin un enemigo del “imperio” y en consecuencias debe ser apoyado si invade a Ucrania. Solo el presidente Boric de Chile –hay que reconocerlo- al condenar la invasión rusa a Ucrania, ha sabido salir, ante sus consternados seguidores, de la trampa post-estalinista latinoamericana.

En Europa en cambio, las emergentes ultraderechas han declarado, por razones muy distintas su adhesión a Putin. Salvini y Le Pen son definitivamente putinistas. Lo mismo AfD en Alemania. Orban, es un quiste putinista en la UE y en la OTAN. VOX, ha ocultado en parte su adhesión al putinismo buscando una posición “imparcial” frente al agresor y al agredido. Y si Erdogan no va más lejos a favor de Putin, no es porque no comparta sus “valores”, sino porque ve en Putin un rival hegemónico potencial en la región caucásica.

En todos los aspectos, las ideologías de la ultraderecha son coincidentes con la “visión de mundo” de Putin: nacionalismo extremo, personalismo, adhesión religiosa, patria orden y familia, patriarcalismo sexual, anti UE y, sobre todo, una visión compartida de Occidente como expresión de la decadencia moral, de la pornografía, de la drogadicción, del libertinaje. En fin, las ultraderechas europeas ven en Putin a uno de los suyos. Y lo es. Es por eso que me he atrevido a escribir en otros textos que Putin es el representante máximo de una rebelión internacional de las autocracias en contra de las democracias.

Naturalmente, esta, ni ninguna, puede ser considerada como la explicación única de la invasión. El monocausalismo no existe en la realidad, ni en la cuántica ni en la política. Pero negar los hechos de que todas las naciones que apoyan a Putin son antidemocráticas y que todas las naciones que apoyan a Ucrania -con la excepción de la democracia formal de Turquía- son democráticas, es dar las espaldas a la realidad. Ese enfrentamiento, percibido con justeza por Biden, tiene, para usar la expresión de Freud, un carácter sobredeterminante en todos los conflictos que se presentan en esta tierra.

La línea negociadora

La línea putinista forma parte del discurso de la guerra. Pero al poseer un potencial muy bajo de comunicación externa, las posibilidades de que llegue a convertirse en línea hegemónica son precarias, por no decir imposibles. Más que discursiva, se trata de una línea autodiscursiva, hecha para el consumo de quienes las representan. El verdadero debate tiene lugar al interior del espacio democrático antiputinista. O en palabras más generales, entre quienes sostienen que para terminar la guerra cuanto antes, hay que ofrecer mediante concesiones una salida “digna” a Putin, y otra línea que sostiene que primero hay que derrotar militarmente a Putin.

Uno de los primeros en plantear ese dilema occidental fue el filósofo alemán Jürgen Habermas al elogiar al por la prensa vilependiado canciller Olaf Scholz, quien ha tratado de conciliar lo aparentemente no conciliable, a saber, apoyar a Ucrania pero sin llegar a una intervención que invite a Putin a escalar hacia una confrontación con los países miembros de la OTAN.

Como Habermas no es un político sino un filósofo social, limitó su exposición a presentar el dilema sin definirse por uno de sus términos. ¿Cómo no perder sin ganar una guerra? Es su tácita pregunta. Imponiendo una alternativa diplomática, que dejando descontentos a ambas partes, no pase por la vía de la humillación a ninguna de ellas, podría ser una respuesta provisoria. Esa al menos parece ser la posición del presidente de Francia Emmanuel Macron quien, utilizando el verbo humillar, sugiere abrir una rampa a Putin para que, logrando algunos de sus objetivos (no ha dicho cuáles) pueda presentarse ante los suyos sin humillarse. Dicha posición ha sido criticada con firmeza por la historiadora Anne Applebaum.

De acuerdo a Applebaum, crear una salida a Putin supone otorgarle el crédito de cumplir con los acuerdos que subscribe, algo que ha demostrado no hacer desde el momento en que invadió a Ucrania, violando incluso los tratados por el mismo firmados. Putin, aduce, no está interesado en lograr ningún compromiso. Textual: “Putin ha dejado claro que destruir Ucrania es, para él, un objetivo esencial, incluso existencial. ¿Dónde está la evidencia de que lo ha abandonado?”. En ese punto tiene razón Applebaum. Solo se negocia a partir de la voluntad de negociar, y no por una, sino por ambas partes.

Que a Putin no interesa negociar antes de haber logrado su objetivo, el apoderamiento de Ucrania, es evidente según Applebaum. Pero el problema mayor lo ve en una verdad irrefutable: toda negociación con Putin implica conceder territorialidad.

La pretensión de convertir la territorialidad de Ucrania en objeto negociable aún cuando estamos lejos de alcanzar el fin de la guerra, no es un infundio de Applebaum. A diferencias de Macron que habló de negociar territorialidad solo entre líneas, el ex ministro del exterior estadounidense, Henry Kissinger, todavía una de las voces más influyentes en política internacional, lo dijo sin ambages. Según Kissinger, Estados Unidos y Occidente no deben buscar una derrota vergonzosa para Putin, advirtiendo que así podría empeorar la estabilidad de Europa a largo plazo. La idea de Kissinger es la de llegar a un status quo, pero sobre la base de que Ucrania deba ceder territorio a Rusia. No dijo cuales son esos territorios.

Como era de esperarse, Kissinger fue muy criticado por quienes apoyan a las fuerzas patrióticas de Ucrania. Y con razón. No es posible hablar de ceder territorios en medio de una guerra que tiene justamente como objetivo defender territorios. Tampoco es posible hablar de ceder territorios cuando ni siquiera ha habido un atisbo de negociación entre las partes en conflicto. Tal como fueron dichas, las palabras de Kissinger en Davos fueron un llamado a la capitulación de Ucrania.

Zelensky, al escucharlas, no pudo ocultar su desilusión, incluso, indignación. Describió las sugerencias de Kissinger como similares a los intentos de apaciguar a los nazis en el periodo previo a la Segunda Guerra Mundial. “Tengo la sensación de que en lugar de año 2022, el señor Kissinger tiene 1938 en su calendario”, dijo con doliente ironía. No obstante más allá de las analogías con el periodo nazi, puede ser que Kissinger haya pensado de acuerdo a su propio modelo geoestratégico al que continúa siendo fiel. Puede ser también que sus sugerencias apaciguadoras no tengan solo como referencia a Ucrania sino a voces beligerantes que están actuando en los Estados Unidos, me refiero explícitamente a algunas declaraciones hechas por Joe Biden y por su ministro de defensa Lloyd Austin. A esos dos puntos me referiré a continuación.

La línea épica

Dijo Joe Biden en marzo: “Putin no puede permanecer en el poder”. Dijo el ministro de defensa Lloyd Austin en abril, que esperaba “ver a Rusia debilitada hasta el punto de que no pueda hacer el tipo de cosas que ha hecho al invadir a Ucrania”. Haciéndose eco de ambas declaraciones, escribió Max Boot, redactor del Washington Post, en mayo: “Rusia debe sufrir una derrota tan devastadora que pasarán muchas décadas antes de que otro líder ruso piense en atacar a un país vecino”.

De acuerdo a la primera declaración, la del presidente, el objetivo es desbancar a Putin. De acuerdo a la segunda, la del ministro, el objetivo es inhabilitar militarmente a Putin. Los dos planes tienen en común avanzar más allá de la defensa del territorio de Ucrania, es decir, más allá de los límites fijados por el mismo gobierno de Zelenski. Probablemente contra ese exceso de épica reaccionó Henry Kissinger. En el mismo sentido, Kissinger se pronunció en contra de quienes desde el gobierno norteamericano han iniciado una confrontación verbal con el gobierno chino sobre el tema de los derechos humanos y sobre una probable ocupación china de Taiwán. Es evidente, para Kissinger, y con toda razón, EE UU no está en condiciones de enfrentar a dos superpotencias al mismo tiempo.

Por cierto, Kissinger exageró la nota al poner sobre la mesa la distribución de territorios que no le pertenecen a nadie sino a Ucrania. Explicable en ese sentido la ira contenida del presidente Zelenski. Sin embargo, todos los que manejan algunas nociones de política internacional conocen el pensamiento de Kissinger. En su libro World Order expone mejor que en otros la esencia de su esquema geoestratégico. Para el ex ministro existen, en efecto, tres poderes geopolíticos: China, Rusia y los EE UU. La garantía de la paz mundial la fundamenta en una noción para el, clave: equilibrio. Ese equilibrio pasa por una definición clara de la territorialidad y de las esferas de influencias de cada potencia.

Kissinger no es ingenuo y sabe muy bien que las aspiraciones de las tres grandes potencias no pueden permanecer congeladas y, por lo mismo, hay desplazamientos que deben ser diplomáticamente discutidos, pero teniendo en vista siempre dos objetivos: la paz y el equilibrio mundial. Probablemente, desde su óptica global, a Kissinger, Ucrania le parece muy poca cosa para desatar una guerra que podría llevar al holocausto nuclear. Si quisiéramos reproducir sus palabras en jerga popular, podríamos traducirlas así: “vamos muchachos, entreguemos a Putin "ese par de kilómetros más que él quiere en Donbass" (dixit), no provoquemos a Rusia y busquemos todos juntos una solución para seguir viviendo en paz”. En otras palabras, se trataría de imponer el mismo juego que hizo Kissinger bajo el gobierno de Nixon al decidir hablar directamente con Mao ofreciendo retirar a EE UU de Vietnam si China y no la URSS lo integrara dentro de su zona de influencia.

El problema, este fue a mi juicio el error de Kissinger en Davos, es que -aparte de que Putin desea mucho más que un par de kilómetros- Ucrania no es Vietnam. Ucrania es un país europeo e institucionalmente democrático. Ucrania pertenece a la comunidad política occidental. Y Occidente, a diferencia de los EE UU en Vietnam, no ha perdido todavía la guerra. Las opiniones de Kissinger, en ese punto tiene razón Zelenski, están fuera de tiempo y de lugar. Pero tan fuera de tiempo y lugar como las bravuconadas de Biden y Austin.

Lo que tienen en común las tres declaraciones, la del presidente, la del ministro y la del exministro, es referirse a Ucrania como a un objeto inerte. Para los dos primeros la guerra en Ucrania sería un medio para liquidar militarmente a Rusia. Para Kissinger seria necesario convertir a Ucrania en una pieza de cambio en aras del equilibrio y de la paz mundial. Las palabras de Biden y Austin subordinan la negociación a la guerra. Las de Kissinger la guerra a la negociación.

Cada guerra genera su propia épica. La invasión a Ucrania no es una excepción. Todos los demócratas del mundo deseamos que ese excremento del demonio llamado Putin sea derrotado sin apelaciones en Ucrania. Sería hipocresía no decirlo. Pero entre el deseo y su realización está el muro de la realidad. Al final, no podemos sino concluir que la guerra de Rusia a Ucrania deberá terminar alguna vez con una negociación. Probablemente con un acuerdo transitorio que no dejará feliz a ninguna de las partes. El discurso de la guerra, como todo discurso, es y será siempre inconcluso. Con eso hay que contar. Justamente por eso no vale la pena ocultar que la alianza atlántica mantiene en su interior dos tendencias discursivas pre- hegemónicas: una más negociadora que épica, representada en el eje Alemania-Francia. Otra más épica que negociadora, representada en el eje Inglaterra-EE UU. De la comunicación y del debate entre ambas tendencias depende el discurso de la guerra. Y está bien que así sea. Ambas tendencias se necesitan entre sí. Siempre el pensamiento dual será más poderoso que el pensamiento único.

Lo que desde el punto de vista ético y político no es posible aceptar es que la línea negociadora pase por encima de las posiciones del gobierno de Ucrania. Pero tampoco la alternativa puede ser asumir un delirio épico irresponsable que, usando el nombre de Ucrania, lleve la guerra a un punto de no retorno. El punto arquimédico situado entre la guerra y la paz, no ha podido ser encontrado. Y no lo será porque ese punto no yace fuera de la guerra, sino en su interior.

El curso de la guerra determinará su discurso, no al revés. Eso quiere decir: la única alternativa que en estos momentos tiene Occidente es intentar hacer mejor lo que está haciendo: Apoyar a Ucrania con todos los medios a disposición. Y al interior de cada país, continuar debatiendo, haciendo uso de ese don que diferencia al occidente democrático de las autocracias: la participación en el discurso colectivo por medio de la palabra. Sea la pensada, la hablada o la escrita.

REFERENCIAS:

Anne Applebaum - ¿QUÉ SIGNIFICA DERROTAR A RUSIA? (polisfmires.blogspot.com)

JÜRGEN HABERMAS - ¿HASTA DÓNDE APOYAMOS A UCRANIA? (polisfmires.blogspot.com)

Henry Kissinger - WORLD ORDER, 2014

Max Boot - No te preocupes por los sentimientos de Putin. Rusia debe pagar por su invasión (polisfmires.blogspot.com)

FERNANDO MIRES - SOBRE LA GUERRA DE RUSIA A UCRANIA (textos) (polisfmires.blogspot.com)

28 de mayo 2022

Polis

https://polisfmires.blogspot.com/2022/05/fernando-mires-el-discurso-de-l...

Ucrania, la OTAN y sus enemigos

Fernando Mires

1. Las grandes potencias, porque lo son, suelen tener muchos enemigos. Mas todavía si estas potencias no son solo económicas y militares, sino también políticas. Probablemente, más que la antigua Roma, EE UU ha sido y es odiado en muchas naciones y culturas, por fundamentalistas religiosos y por fanáticos ideológicos. Es explicable: en la pre- historia de cada gran potencia hay muchas guerras, y las guerras producen, inevitablemente, catástrofes irreversibles. Por supuesto, una gran potencia como EE UU está condenada a verse envuelta en los grandes conflictos del planeta. Es su destino.

No importa que a pesar de las injusticias y desmanes cometidos, EE UU haya contribuido de modo determinante a salvar a Europa y al mundo de los dos imperios totalitarios de la modernidad. EE UU es, antes que nada, la capital simbólica, económica y política del Occidente democrático. Lo que nos lleva a afirmar que el antinorteamericanismo es un derivado del antioccidentalismo, ideología dominante de las autocracias y dictaduras de este mundo. Para los enemigos de Occidente, EE UU es la nación líder de un conglomerado planetario que ejerce dominación mundial gracias a su “aparato represivo internacional”, la OTAN.

Si uno pregunta a cualquier fanático de extrema izquierda o de extrema derecha, sea comunista o trumpista, recibirá la misma respuesta: “lo que pasa en Ucrania es culpa de los EE UU y de la OTAN”. Algunos, claro está, querrán aparecer como moderados –los crímenes de Putin han sido demasiado horrorosos- afirmando que condenan a las masacres en Ucrania, pero terminan diciendo que todo ha sido el resultado de la política expansiva de los EE UU y de la OTAN. Así Putin queda justificado. La guerra en Ucrania será presentada para ellos como la respuesta inevitable de Rusia frente a la expansión de la OTAN. O dicho con las cínicas palabras de Putin, como una guerra defensiva y preventiva. El agresor será convertido en agredido.

2. Un amigo me envió recientemente un interesante artículo; “La estrategia de los americanos”. El autor es el el profesor John Mearsheimer (de ahora en adelante JM) muy influyente en el discurso público de los EE UU. Repito, es interesante. Pero no por su valor analítico, más bien bajo, sino por su carácter documental. En efecto, como pocos textos el citado documenta el ideario del que se sirve Putin para justificar la invasión a la república democrática de Ucrania. Quien me envió el texto, debo agregar, mantiene contactos con círculos pacifistas, sobre todo con ese pacifismo de izquierda “made in Germany” siempre escondido detrás de un supuesto trauma histórico. “En todas partes me topo con argumentos similares a los de este artículo”, me escribió mi amigo. Frase que entendí como una invitación a confrontar los argumentos del profesor JM. Es lo que a continuación haré.

Tanto en su estructura como en su formulación, es un texto simple, hecho para personas de entendimiento medio, en un lenguaje asequible y cotidiano. Aunque desde sus primeras líneas la idea es demostrar que no Rusia sino los EE UU son los causantes de la invasión a Ucrania, JM la expone en modo de veredicto en las últimas líneas : “Está fuera de discusión que los rusos hacen el trabajo sucio. No quiero restar importancia a este hecho, pero ¿que ha llevado a los rusos a cometer este hecho? Mi respuesta a esa pregunta es muy simple: Los Estados Unidos de América”.

A demostrar esa terrible acusación dedicará el autor sus palabras. Sin embargo comete el error de revelar desde el primer momento su metodología. Esta consiste en apelar a una relación de causa- consecuencia, método rechazado en las academias historiográficas. Putin, es presentado como una consecuencia, Biden es en cambio una causa. Para que ese alegato aparezca plausible, el autor opta por comenzar a contar la historia desde el año 2008 cuando, según su opinión, EE UU intentó integrar a Georgia y a Ucrania en la OTAN.

La historia nos dice en cambio que no EE UU, tampoco la OTAN, buscaron integrar a Georgia y Ucrania en la alianza militar. Más bien sucedió al revés: Georgia y Ucrania, al sentirse desprotegidas al lado de un vecino que nunca ocultó su interés por convertirse en superpotencia, solicitaron protección a la OTAN. En contra de lo que afirma el autor, dentro de la OTAN hubo voces contrarias a la integración de Ucrania, entre ellas las francesas y las alemanas. Por lo demás, el hecho objetivo de que la integración de Ucrania en la OTAN no llegaría a concretarse, aún después de la invasión rusa a Crimea, prueba que la tendencia predominante en la OTAN no era enrolar a Ucrania.

Recordemos que en el breve periodo que se extiende desde diciembre del 2021 hasta el 24 de febrero de 2022, o sea, desde que Putin movilizó 200.000 soldados a los límites con Ucrania, las peticiones, incluso súplicas, del presidente Zelenski para ingresar a la UE y a la OTAN fueron muchas. Todas fueron negadas. Occidente temía, quizás con razón, que la invasión en ciernes derivara en un enfrentamiento directo entre la OTAN y Rusia. Por eso sucedió lo contrario. Desde diciembre del 2021 hasta el 24 de febrero del 2022 las declaraciones de la UE, así como las de cada país por separado, buscaron el diálogo y la negociación. Sin embargo – eso lo oculta el profesor JM - Putin no accedió a ninguna de las peticiones para tratar el conflicto por la vía de la diplomacia, aún sabiendo que la mayoría de los gobiernos de Occidente estaban dispuestos a no dejar ingresar a Ucrania en la OTAN.

¿Cómo respondió Putin? No solo negándose a negociar. Todo lo contrario: aumentó los contingentes militares en los límites con Ucrania. La invasión, no hay duda, ya estaba decidida desde diciembre, y probablemente, en la cabeza de Putin, desde mucho antes. Los hechos no mienten. A un lado los llamados a concordia de Occidente. Al otro, las mentiras de Putin y Lavrov afirmando que los soldados solo realizaban ejercicios militares en los límites con Ucrania. La afirmación del profesor JM relativa a que Occidente no ofreció ninguna alternativa a Putin es falsa.

Según JM, la supuesta intransigencia de Occidente se dio porque los gobernantes de los países democráticos creían que Putin tenía la intención de reeditar el antiguo imperio soviético. Si ese era el propósito de Putin, no lo sabemos. Tampoco JM lo sabe. Como tampoco sabemos si Stalin quería reeditar el imperio de los zares. Lo que sabemos en cambio es algo que también sabe pero no dice JM: Putin no ha ocultado nunca que su política exterior es expansionista. Tanto como Putin también lo saben los chechenios y los georgianos, los habitantes de Kirgistán y los de Azerbayán, y más recientemente, miles de bielorrusos en prisión y en el exilio. Desde 2014, lo saben, además, todos los ucranianos.

Putin intenta pasar a la historia como el fundador de un nuevo imperio. Si va a ser el de los zares o el de la URSS, no tiene importancia. Y que Ucrania deba ser por tradición, por cultura y por “lazos de sangre” (Putin dixit) parte de la nueva Rusia imperial, lo proclamó el mismo Putin. Su largo artículo sobre Ucrania, escrito el 2021, anunciaba el propósito de invadir a Ucrania de un modo tan claro como Hitler anunció en su Mein Kampf su propósito de borrar al pueblo judío de la faz de la tierra. Ni a Hitler ni a Putin le creyeron. No creer a los dictadores cuando escriben, se paga caro.

El profesor JM no solo ignora el escrito de Putin. Además anuncia que la expansión de Putin terminará en Ucrania. Su intención es evidente: Occidente y la OTAN –es lo que se deduce de su texto- debieron haber permitido a Putin hacerse de Ucrania como un prueba de que la OTAN no tiene nada en contra de Rusia. Con la integración de Ucrania a Rusia nuestra paz, la de los rusos, la de todo Occidente, e incluso la de los ucranianos, convertidos en flamantes ciudadanos rusos, habría quedado asegurada. No la desaparición en la OTAN de las fronteras rusas, sino su inacción frente a las agresiones de Rusia a Ucrania, habría demostrado la voluntad de paz de Occidente con Rusia.

Ahora, ¿cuál es el gran argumento que esgrime el autor para convencernos de que la expansión rusa iba a finalizar con Ucrania? No es uno, son tres: El primero dice que el producto social bruto de Rusia es muy bajo como para embarcarse en proyectos de dominación continental. El segundo, es la incapacidad militar de Rusia. El tercero: Putin no desearía tener problemas con naciones ocupadas como sí los tuvo la URSS con Checoeslovaquia, Polonia, Hungría y Alemania del Este.

Veamos el primer argumento: Hacer depender la expansión imperial de Rusia de factores como el producto social bruto es ignorar definitivamente la historia de la URSS y de Rusia. Es de sobra conocido que la ocupación de diversos países europeos por Stalin se dio en medio de la miseria y la hambruna de la URSS. Mas bien el argumento del profesor JM parece estar puesto sobre su cabeza. Si los países dominados por dictaduras recurren a la vía expansionista suelen hacerlo cuando atraviesan profundas dificultades económicas. Externalizando antagonismos internos los gobiernos autoritarios imponen economías de guerras y así decretan un estado de excepción en permanencia. Como dice la investigadora alemana Sabine Fischer, la autocracia rusa se ha convertido, no pese, sino gracias a la guerra contra Ucrania, en una dictadura (sobre el carácter no democrático de la dominación rusa, el profesor JM no gasta una sola palabra). Hay pues una relación directa entre guerra y totalización del poder político. Cuando las naciones gozan de bienestar material y armonía social, no necesitan expandirse territorialmente.

El segundo argumento de JM es el de la incapacidad militar de Rusia. Tal vez en términos convencionales Rusia no posea una gran capacidad militar. Así al menos lo está demostrando en Ucrania. Pero sí tiene una gran capacidad atómica, la que también es militar. Increíble que un geo-estratega haya pasado por alto ese “detalle”. Putin en cambio lo ha computado bien. En repetidas ocasiones, tanto él como sus íntimos Lavrov y Medvedev, han amenazado a Occidente con emplear medios nucleares. Hasta ahora el chantaje ha dado resultados. Si no fuera por el armamento nuclear que dispone Rusia, Occidente habría barrido con la amenaza rusa en Ucrania en pocos días. La capacidad militar la tiene Rusia: y esa capacidad se llama, armamento nuclear. Nadie sabe si Putin sería capaz de aplicarlo. Pero la amenaza, funciona.

El tercer argumento de JM es el más absurdo de todos: afirmar que Putin, habiendo ocupado a Ucrania se detendrá ahí por razones lógicas. Pero ¿cómo lo sabe? Pues, porque su lógica estratégica (la de JM) así lo indica. En otras palabras: Putin pensaría de acuerdo a lo que JM cree que debe pensar. De tal modo, nuestro estratega transfiere su propio modo de pensar a Putin para luego imaginar que Putin debe hacer lo mismo que él piensa debería hacer.

Los dictadores son seres que no se dejan guiar por las máximas kantianas de la razón pura. Putin, como ayer Hitler, ha demostrado que su lógica no es la de seres comunes y corrientes. Los delirios de grandeza, la ausencia de límites, la creencia en grandiosas fantasías (designios divinos, misiones históricas y otras anomalías) forman parte del inventario mental de los dictadores. Putin parece ser, en ese sentido, un nuevo psicópata en el poder. Elegir intencionalmente a la población civil como blanco de ataque, por ejemplo, nos muestra que estamos frente a un criminal de envergadura. Más todavía -este es otro punto que iguala a Putin más con Hitler que con Stalin quien usaba al buró político como organismo consultor- no hay sobre Putin ningún otro poder que no sea el mismo Putin. Pensar entonces que Putin va a detener sus atrocidades después que Occidente le regale Ucrania, es solo un deseo de JM. Los ciudadanos de Moldavia, de Finlandia, de Suecia, de los países bálticos, tienen el deber y el derecho a pensar, de acuerdo a sus propias experiencias, todo lo contrario.

3. La tesis central de JM dice que Rusia se siente existencialmente amenazada por la OTAN. No explica por qué. ¿Ha arrebatado alguna vez la OTAN un solo centímetro de territorio a Rusia? Rusia en cambio sí se ha apropiado de naciones vecinas. Si hay quienes deben sentirse existencialmente amenazados son las naciones que colindan con Rusia. Imperdonable en ese punto es que un académico de la talla de JM decida usar como argumento la antigua tesis estalinista de la expansión de EE UU a través de la OTAN.

Pero vamos a seguir por un momento el juego del profesor JM: Supongamos que Putin se siente de verdad amenazado por la OTAN. Pues bien, si así fuera, estaríamos nada menos frente a la confesión de Putin de que su objetivo es continuar su política de expansión. El corolario es obvio. Para que Putin no se sienta amenazado por la OTAN habría que permitir que Rusia continuara anexando naciones. ¿Es eso lo que propone el profesor JM? No lo dice. Pero es lo que se deduce.

Afirmar como hace JM, que Putin solo invadió a Ucrania porque se siente amenazado existencialmente por la OTAN, es excusar los crímenes horrendos que comete el dictador en Ucrania, es torcer la realidad de los hechos, es hacer aparecer al agresor como agredido y, no por último, es falsificar la historia reciente de Ucrania.

La historia reciente de Ucrania no solo es la de Ucrania. Es parte del difícil y discontinuo proceso de democratización vivido por diversos países después del derrumbe de la URSS. La Ucrania democrática de hoy en su filiación histórica proviene de esa revolución democrática, nacional y popular que comenzó en Polonia, Hungría, Checoeslovaquia, países que para protegerse de una eventual recuperación militar de Rusia solicitaron ingresar a la OTAN, al igual que los países bálticos. Luego de la primera explosión liberadora, tendría lugar la segunda, en proyectos de democratización generados en naciones como Georgia, Moldavia, Ucrania. La lenta revolución democrática ucraniana debe ser vista entonces como parte de esa gran ola democrática que siguió al fin de la URSS y a la caída del muro de Berlín, y en ningún caso como un producto de una supuesta expansión imperial de la OTAN, como afirma Putin, coreado por la corte de autócratas que gobiernan en Bielorrusia, en Siria, en Cuba, en Hungría, y hasta en Turquía.

La expansión de EE UU a través de la OTAN. Esa es la causa determinante de la invasión de Rusia a Ucrania según todos los enemigos de Occidente y de EE UU. Esa es también la tesis de JM. Tendrían tal vez razón si EEUU y la OTAN fueran un imperio territorial como el de Putin. Pero ni EE UU busca anexar naciones, ni la OTAN se encuentra en estado de expansión. En ese punto la confusión reside en el uso del término “expansión”.

La OTAN no se expande, se amplía. La terminología exacta debe ser, “ampliación” de la OTAN. No, no estoy haciendo un ocioso ejercicio semántico. Expansión significa ocupar terrenos ajenos o enemigos, en este caso, en la Rusia de Putin o en sus países aliados. Ampliación significa en cambio integrar a naciones amigas, sobre todo las que comparten una suma de valores a los que llamamos occidentales.

La OTAN, no es casualidad, está formada en su inmensa mayoría, por gobiernos democráticos (nunca ha habido en la historia una guerra entre países democráticos) Por eso la OTAN puede ser considerada como una comunidad militar de naciones democráticas en donde EE UU, al ser la nación militarmente más poderosa, ocupa un lugar de liderazgo. Sus objetivos quedaron fijados desde el momento de su propia fundación, en 1949. La OTAN nació como una institución militar de carácter defensivo frente a las pretensiones de Stalin de avanzar hacia el espacio griego-turco. Desde ahí fue concebido por Stalin el dogma de la OTAN como brazo armado de la expansión del imperialismo norteamericano.

El carácter esencialmente defensivo de la OTAN fue abandonado por Bush hijo. A partir de la destrucción de las torres gemelas, el 11 de septiembre del 2001, y la consiguiente declaración de guerra al “terrorismo internacional” hecha por Bush, la OTAN vivió un periodo ofensivo. No está de más recordar aquí que el mismo Putin aparentó convertirse en aliado de la OTAN para llevar a cabo su expansión hacia el mundo islámico. Tanto la guerra a la ciudadanía islámica de Chechenia, como el apoderamiento de Siria, fueron hechos en nombre de la guerra en contra del terrorismo internacional. Incluso Obama, con tierna buena fe, dejó hacer a Putin en Siria, retirando sus tropas del país. Solo cuando ya fue evidente que la expansión de Putin amenazaba directamente a naciones europeas que habían optado por su independencia y por la democracia, la OTAN recuperó su carácter defensivo originario.

La OTAN de hoy es nuevamente una institución militar defensiva y su proyecto no es invadir territorios rusos sino solo servir de contención a los proyectos de Putin hacia Europa, a la que países como Ucrania, Georgia y Moldavia pertenecen políticamente, aún sin ser miembros de la OTAN. Putin, en consecuencias, no está en contra de la expansión de la OTAN, pero sí está en contra de su ampliación, sobre todo si esta ha sido decidida por países que en el pasado pertenecieron al imperio de la URSS y hoy son naciones libres, independientes y soberanas. La OTAN no ha obligado a ninguna de esas naciones a pedir su ingreso. Más bien ha ocurrido lo contrario, son estas naciones las que piden protección a la OTAN solicitando su ingreso.

Para sintetizar: la OTAN nació del nuevo orden mundial construido después de la guerra en contra del nazismo. Fue convertida en el principal bastión europeo en contra del comunismo estalinista. Asumió un carácter ofensivo, en sociedad con Rusia en la guerra en contra del terrorismo internacional, y hoy ha vuelto a ser un baluarte defensivo, democrático y militar en la guerra en contra de la expansión del imperio Putin. Esa es la OTAN que inquieta existencialmente a PUTIN e intelectualmente al profesor JM.

4. JM es un académico y un geo-estratega. Desde la perspectiva de su especialidad observa el tablero mundial como un ajedrecista. En el ejercicio de su profesión parecen no interesar a JM los principios, los fundamentos jurídicos y la historia de los países en contienda. Para él Ucrania es una ficha en el tablero, una a la que, si es preciso, hay que sacrificar para asegurar la paz mundial. Que Ucrania, después de altos y bajos haya optado por la vía democrática, parece no importarle demasiado. Que la línea divisoria que separa a Putin y los gobiernos representados en la OTAN, coincida exactamente (exceptuando a la Turquía de Erdogan) con la línea que separa a las naciones democráticas de las que no lo son, le importa menos. Siendo para él Ucrania una pieza en el juego, opina que EE UU la movió mal y por eso carga contra el gobierno de su país. En ese punto, sin decirlo, coincide con los enemigos de EE UU y la OTAN. No afirma por cierto que Zelenski es un títere de los EE UU, pero evidentemente es lo que piensa cuando afirma que EE UU ha obligado a Ucrania a pedir su ingreso en la OTAN. Aquí opinamos exactamente al revés: no ha sido EE UU, ni la UE, ni mucho menos la OTAN las instancias que han obligado a Ucrania a ingresar a la comunidad democrática occidental, sino la resistencia patriótica de los ucranianos ha obligado a EE UU (que todavía andaba perdido en el esquema anti-chino impuesto por Trump), a la UE y a la OTAN a reconstituirse como unidades geográficas y políticas a la vez.

Podemos coincidir con JM en que hay que evitar el escalamiento de la guerra. No podemos coincidir si el camino que él indica es el de seguir los dictados de Putin, y no cruzar las líneas rojas que el mismo dictador establece. Si de algo sirve la historia es para aprender de ella. Los que confiaron que el hambre de Hitler quedaría saciada con la ocupación de los Sudetes y de Polonia, tuvieron que pagar caro sus falsas ilusiones. No vamos a decir que la historia se repite. Pero a veces rima.

Por cierto, la guerra en Ucrania terminará, como todas las guerras, con un acuerdo de paz. Pero para llegar a ese acuerdo de paz hay que dialogar y para dialogar es necesario que Putin fracase en Ucrania. Ese fracaso puede ser resumido en una frase: reconocimiento de Ucrania como nación independiente y soberana. Con OTAN o sin OTAN.

Aunque el mismo JM nos amenace con la posibilidad que da como hecho, de que Rusia no terminará la guerra en Ucrania, aunque sea al precio de la destrucción total del país, EE UU, la UE la NATO, en fin Occidente, no pueden hacer más que ayudar con todos los medios a su alcance a defender a Ucrania. A esa Ucrania que no fue empujada por EE UU a la guerra como afirma JM, sino a esa Ucrania que decidió ser una nación de Europa y no una región del imperio militar ruso. No debemos dejarnos entonces enredar en el chantaje de quienes nos dicen que estamos usando a Ucrania como escudo protector. Son los mismos que elevarían el grito al cielo si es que las fuerzas occidentales decidieran actuar directamente, arriesgando una guerra mundial con terribles consecuencias nucleares. Los ucranianos, hay que tenerlo en cuenta, no están luchando por Occidente ni por nosotros. Están luchando en primer lugar, por su país. Que eso tenga ademas, serias implicaciones para el resto del mundo, es obvio. Como escribió el historiador británico Timothy Snyder: “Si Ucrania no hubiera resistido, esta habría sido una primavera oscura para los demócratas de todo el mundo. Si Ucrania no gana, podemos esperar décadas de oscuridad”

No descartamos por cierto la posibilidad de la destrucción total de Ucrania que nos pinta JM pero tampoco descartamos otra diferente. Nadie tiene en sus manos una bola de cristal para fijar en el tiempo escenarios que pueden darse, como bien pueden no darse. Dar por conocido el futuro y adecuar el presente a ese imaginario futuro, es confundir a los hechos con sus interpretaciones. La historia no se mueve de acuerdo a imaginados escenarios, sino en virtud de contingencias que nadie, ni siquiera un estratega de tanta reputación como JM, está en condiciones de prever.

Después de todo no hay mejor forma de forjar un buen futuro que haciendo bien bien las tareas que nos depara cada día. Y, a nivel internacional, la tarea del día es defender a Ucrania de la agresión putinista. Esa es la tarea que ha asumido Occidente.

Referencias:

John Mearsheimer (Video) https://youtu.be/q_OD0GvKO3k

POLIS : ARTÍCULOS DE FERNANDO MIRES SOBRE LA GUERRA DE RUSIA A UCRANIA (polisfmires.blogspot.com)

Sabine Fischer - PODER Y CONTROL EN LA RUSIA DE PUTIN (polisfmires.blogspot.com)

Timothy Snyder - DEBERÍAMOS DECIRLO: RUSIA ES FASCISTA (polisfmires.blogspot.com)

22 de mayo 2022

Polis

https://polisfmires.blogspot.com/2022/05/fernando-mires-ucrania-la-otan-...

Ucrania, la razón y la moral

Fernando Mires

Decía Kant que entre moral y política no hay ninguna contradicción, y cuando esta aparece, algo anda mal en la política, o algo anda mal en la moral. En consecuencia, si esta contradicción es constatada, importa mucho realizar el correspondiente ajuste para que moral y política no aparezcan desfasadas entre sí. Lo expuesto no significa que Kant hubiera dicho que política y moral sean lo mismo. Solo afirmó que la política no debe prescindir de un sustrato moral, lo que es distinto. En ese sentido Kant puede ser visto como un anti-Maquiavelo.

Pero que Maquiavelo haya separado a la moral de la política no se debe a que Maquiavelo hubiera sido muy maquiavélico, sino al simple hecho de que en su tiempo la razón política estaba recién apareciendo en contraposición a la razón teológica. Maquiavelo, de ahí viene su gloria, intentó emancipar a la política del pensar teológico, y lo logró. Ese mérito nadie se lo va a quitar. Pero transformar a la política en la simple consecución de objetivos sin atender a razones morales, no se le ocurrió ni siquiera al mismo Maquiavelo.

Para zanjar el litigio entre Kant y Maquiavelo, si es que hay uno, podríamos decir que, para Kant, si el político no debe ser un moralista, su acción debe estar situada en el marco de una constitución y de unas leyes, hijas genéticas de la razón moral. Mientras que para Maquiavelo la moral se deducía del poder, para Kant el poder se deducía de la moral (y de la Ley)

Una moral que no solo está en las leyes sino en su espíritu, agregaría con precisión Montesquieu, dando forma sintética a la frase de Kant, quien afirmaba que cuando no hay ley que legitime un acto, hay que actuar como si existiera una. Ese fue tal vez el motivo que llevó al kantiano Jürgen Habermas a percibir que entre la indignación moral que provocan los crímenes de Putin y una política necesaria para impedir una escalada de la guerra a Ucrania, hay algo que no encaja bien.

Las opiniones de Jürgen Habermas

Según Habermas, el compromiso moral de algunos gobiernos occidentales al apoyar a Ucrania no es excluyente con una actitud pragmática orientada a buscar una salida que no pase necesariamente por una guerra mundial y su consecuente holocausto nuclear. Ese término medio no lo conoce Habermas, ni nadie. Su ensayo titulado Guerra e Indignación, debe ser considerado como un llamado a buscar ese término medio. Por cierto, la argumentación de Habermas es mucho más matizada que esta conclusión. Podemos estar o no de acuerdo con el filósofo-sociólogo alemán. Pero es evidente que realiza un esfuerzo por buscar una política de guerra a partir de las condiciones que esa guerra determina. Todo político que se precie de tal, debería leer este breve ensayo de Habermas.

Habermas comienza su ensayo defendiendo al Canciller Olaf Scholz, muy criticado por los medios debido a sus indecisiones, vacilaciones y contradicciones para enviar armamento, sobre todo de artillería pesada, a Ucrania. Pero según Habermas, Scholz está obligado a actuar de modo dubitativo y reflexivo puesto que Alemania y Occidente caminan sobre terreno fangoso. Cada paso debe ser calculado con precisión y cautela a fin de no desatar una escalamiento que obligará a Occidente a ser parte explicita de la guerra (implícita ya lo es, olvidó decir Habermas).

Según Habermas, al no ser parte explícita de la guerra, Europa se ha atado las manos. Está encerrada en un dilema, escribe. Tal vez deberá elegir entre dos males: «la derrota de Ucrania o la conversión de un conflicto limitado en una tercera guerra mundial». Sin embargo, hay caminos que están moral y políticamente vedados, pues Europa no puede ni debe dejar jamás a Ucrania librada a su suerte. Justamente este es el punto que diferencia a Habermas de los signatarios de una carta de algunos intelectuales y artistas que pedían a Scholz no enviar armamento pesado a Ucrania.

Para Habermas no hay que capitular frente a la política del miedo ni tampoco dejarse chantajear por el dictador ruso. Pero a la vez, reconoce Habermas, el chantaje es inevitable pues «la amenaza nuclear por parte de Rusia depende de que Occidente crea capaz a Putin de utilizar armas de destrucción masiva». ¿Creerle o no? No hay ningún motivo para no creerle, piensa Habermas.

Habermas, en contra de su sobria costumbre, no pierde palabra para adjetivar de modo negativo al dictador ruso. Estamos frente una persona imprevisible, dominado por ideologías arcaicas, y aconsejado por ideólogos fascistas – esa es su opinión-. Y bien, precisamente estas deformaciones humanas son las que convierten paradojalmente a Putin en agresor y a la vez en el conductor de la guerra. Puede que Putin esté verdaderamente loco. Pero lo esté o no, lo decisivo es que lo crean loco. Gracias a esa locura, real o supuesta, está en condiciones de decidir sobre el curso de la guerra. «Esto» – dice Habermas – «proporciona al bando ruso una ventaja asimétrica sobre la OTAN, la cual, debido a las dimensiones apocalípticas de una guerra mundial – con la participación de cuatro potencias nucleares – no quiere convertirse en parte beligerante». Dicho de modo más popular, Putin tiene tomada la sartén por el mango. Su chantaje puede resumirse así: o me dejan apoderarme de Ucrania, o volamos todos.

¿Simple jaque o jaque mate?

Occidente, según Habermas, no puede dejar de apoyar a Ucrania, pero tampoco puede hacerlo con todo su arsenal so pena de desatar un escalamiento del delirante dictador ruso. Habermas no se engaña en ese punto. Sabe muy bien que si Putin se apodera del estado y del gobierno en Ucrania, las horas para Moldavia, Georgia y los países de la región balcánica, estarán contadas. Putin ha descubierto la amenaza atómica como arma de guerra y con ella ha puesto en jaque a Occidente. Todavía no es un jaque mate. Por eso mismo, parece pensar Habermas, hay que buscar una salida. En esa búsqueda, la prudencia y el cálculo racional son indispensables. Para jugar ese juego, aconseja Habermas, hay que dejar de lado toda actitud heroica.

Vivimos un periodo post-heróico, aduce Habermas. Los soldados, por los menos los occidentales, son profesionales a quienes pagamos para que nos defiendan. La guerra, para Occidente, es y debe ser una actividad instrumental, aunque sometida a una razón que viene de la moral. En otros términos, podría afirmarse que, dadas las condiciones en las que está siendo librada la guerra contra Ucrania, no hay que esperar ganar ni perder en forma definitiva y para siempre. Después de ese veredicto, el Canciller Scholz repetiría casi textualmente las palabras de Habermas: «Ucrania no puede perder esta guerra». Pero ni el uno ni el otro dijo: «Ucrania debe ganar esta guerra».

La diferencia entre no perder y ganar, aparentemente sutil, reside en que Ucrania, para no perder la guerra, no puede derrotar en términos definitivos al enemigo.

De una u otra manera, ambos bandos, para no perder la guerra, estarán obligados a hacer mutuas concesiones. De eso precisamente se trata: del curso de la guerra dependerán las concesiones que deberán hacer los unos o los otros y no como parece pensar Habermas, de las concesiones el curso de la guerra. El problema adicional es que hasta ahora Putin no ha mostrado la menor voluntad para hacer alguna concesión. Su desorbitado objetivo es reconstruir a la antigua Rusia imperial y así crear un nuevo orden mundial. ¿Cómo hacer frente a un enemigo que amenaza nada menos que con una inmolación colectiva? O preguntando otra vez en términos ajedrecistas: ¿qué hacer contra un jugador que amenaza con patear el tablero antes de reconocer un jaque? Podemos creerle, pero también no creerle, repetimos. Y bien, esa duda, es la que mantiene frenado a Occidente en su defensa a Ucrania. Pero por otro lado Ucrania no es negociable. ¿Cómo salir de ese problema? La salida no está dada: hay que buscarla. Ese es el muy modesto mensaje de Habermas.

Como seres racionales, la gran mayoría de los políticos occidentales está de acuerdo en que como en muchas guerras, la que tiene lugar en Ucrania deberá generar una salida negociada. El problema es que Putin, al estar empeñado en la anexión total de Ucrania, no quiere (todavía) negociar, y así puede continuar usando a la amenaza nuclear como extorsión (o bajo tortura, dice la profesora Adela Cortina) sin necesidad de buscar el diálogo con el enemigo. El objetivo entonces (esto no lo dice Habermas) debería ser, obligar a Putin a negociar. Ese es el punto que en líneas generales separa a los políticos de Occidente en dos grupos.

A un lado, los de tipo “kantiano”, a los que pertenece Habermas, piensan que la ayuda militar a Ucrania debe practicar una autocontención a fin de no constituirse en parte oficial de la guerra y así impedir que Putin lleve sus amenazas hacia un escalamiento irreversible en donde la guerra deberá ser decidida con el uso de armas atómicas.

El otro grupo, al que podríamos denominar “maquiavélico”, aduce que nunca Putin llegará a la negociación si no es obligado. Y para obligarlo se hace necesario expulsarlo de Ucrania. El grupo “kantiano”, apela al poder de la razón. El grupo “maquiavélico”, en cambio, a la razón del poder.

Y como el poder, en una guerra se decide con armas, las precondiciones de la negociación deberán ser deducidas desde el propio terreno militar. Esa, a mi entender, es la verdadera diferencia que separa a los políticos democráticos de Occidente, y no esa división caricaturizada por Habermas entre quienes “solo pueden imaginar la guerra desde la alternativa entre la victoria y la derrota, y los que “saben que las guerras contra una potencia nuclear ya no se pueden “ganar” en el sentido tradicional”. No, no es así.

Todos sabemos que en guerras sobre las que se ciernen amenazas nucleares, no puede haber victorias ni derrotas totales. Incluso los que gritan: “Putin a la Haya”, saben que eso es un deseo imposible de ser cumplido. Luego, la diferencia radical entre los dos sectores se puede resumir en una pregunta y después en una sub-pregunta: La pregunta: ¿Cómo evitar que la guerra se convierta en nuclear sin entregar Ucrania a Putin? La sub-pregunta:¿Haciendo concesiones militares o infligir derrotas a Putin que lo obliguen a negociar no a Ucrania, sino con Ucrania y con el Occidente democrático?

Nadie está pidiendo que Putin pida perdón y se rinda. Basta que reconozca a Ucrania como lo que es: una nación independiente y soberana, tan independiente y soberana como es Rusia.

Ese punto, lamentablemente, no lo afirma Habermas con decisión. Con cierta razón, Slavoj Žižek critica al ensayo de Habermas al sugerir que la intención del filósofo alemán es mostrar a una Alemania amenazada por dos chantajes: el atómico de Rusia y el moral de Ucrania. Sin embargo, por el respeto que me merece Habermas, prefiero interpretarlo de otro modo: el dilema de Alemania, de Europa y de Occidente, es elegir entre la amenaza de un chantaje atómico y una obligación moral y política ineludible con Ucrania Hay que ir a negociar, por supuesto. Más todavía: hay que obligar a Putin si es preciso con las armas, a negociar. Pero el tema de la independencia de Ucrania no puede estar sobre la mesa de ninguna negociación.

Escenarios

Sin la sabia reflexibilidad de Habermas, pero gracias a su experiencia política, el ex ministro de relaciones exteriores de Alemania, Joschka Fischer, ha oteado el horizonte bélico de un modo diferente, hasta llegar a dibujar tres escenarios que complementan el dualismo habermasiano (guerra nuclear – obligación moral)

El primer escenario de Fischer es el más temido por Habermas. Pero también es al que más hay que evitar, a saber, que la OTAN se vea arrastrada a un conflicto directo con Rusia, desatándose una guerra continental, y con ella, la posibilidad de un conflicto nuclear.

El segundo escenario tendría lugar si Putin, aun utilizando los medios más brutales de lucha, no logre someter a Ucrania. Pero como los líderes rusos actuales seguirían al mando – deduce Fischer- «lo mejor que se podría afirmar es que Ucrania no habría perdido y Putin no habría ganado». Esa parece ser también la tesis habermasiana.

El tercer escenario, al que Fischer, después de las atrocidades cometidas por el ejército ruso en Bucha y otros lugares, no ve como posible, sería «una suerte de tregua basada en algún tipo de compromiso negociado».

Probablemente Fischer sabe muy bien que los llamados escenarios son solo construcciones abstractas basados sobre la realidad actual la que seguramente irá cambiando en la medida en que los acontecimientos vayan precipitándose. Lo más seguro entonces es que no se dé ninguno de estos escenarios, y la alternativa que aparezca sea una combinación de ellos y otros imaginados por la inagotable fantasía humana. El pasado existió, el futuro no existe y el presente está existiendo.

Putin está matando a mucha gente, inspirado en un pasado imaginario y en función de un futuro inexistente. Esa es la locura que hay que parar. Ni Habermas el filósofo, ni Fischer el político, saben cómo. Para ser honestos, nadie lo sabe. Hay que aprenderlo. Lo único claro, y en ese punto coincidimos con Fischer, es que Europa, después de esta absurda guerra, nunca volverá a ser la misma que conocimos. La utopía de una Europa sin guerras deberá ser postergada para otra ocasión.

«Ahora tiene la palabra el camarada Mauser», escribió una vez Bertold Brecht. Eran, claro está, otros tiempos. Hoy habría que decir «Ahora tiene la palabra el camarada misil». El detalle es que ninguno de ambos camaradas, ni el fusil ni el misil, sabe hablar. Solo saben matar. No debemos darles nunca la palabra. El idioma de las armas es el de Putin. El de Occidente debe ser, no renunciar nunca a la palabra, o lo que es igual, a la política. Pero no desde fuera –en esto estarían de acuerdo Maquiavelo y Kant– sino desde los interiores más oscuros de la guerra. De una que Occidente nunca ha querido ni buscado. La guerra, en fin, es hoy la realidad. Desde ahí hay que comenzar a pensar.

Textos de referencia:

Adela Cortina – ¿NEGOCIACIÓN BAJO TORTURA? (polisfmires.blogspot.com)

Joschka Fischer – LA GUERRA A UCRANIA Y EUROPA (polisfmires.blogspot.com)

JÜRGEN HABERMAS – ¿HASTA DÓNDE APOYAMOS A UCRANIA? (polisfmires.blogspot.com)

POLIS : ARTÍCULOS DE FERNANDO MIRES SOBRE LA GUERRA DE RUSIA A UCRANIA (polisfmires.blogspot.com)

SLAVOJ ŽIŽEK – HÉROES DEL APOCALIPSIS (polisfmires.blogspot.com)

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS, Político,

Twitter: @FernandoMiresOl

Rusia: el retorno del totalitarismo

Fernando Mires

Imposible hablar de totalitarismo sin referirnos a la clásica obra de Hannah Arendt The Origins of Totalitarism. En alemán: Elemente und Ürsprunge totaler Herrchaft (elementos y orígenes de la dominación total) El título alemán es más largo pero más preciso, pues Arendt va mucho más allá de la indagación sobre los orígenes históricos del fenómeno totalitario.

Sin caer en tipologías de estilo weberiano, Arendt ofrece una caracterización conceptual muy necesaria para quienes no vacilan en endilgar el concepto de totalitarismo a cualquiera dictadura o autocracia de las muchas que aparecen y seguirán apareciendo en este desdichado mundo. Fue por eso que para diferenciar, propusimos en otro texto una escala provisoria que comienza por un gobierno autoritario, sigue por una autocracia, continúa por una dictadura militar y culmina en el totalitarismo.

El totalitarismo podría ser visto como la forma más alta (o la más baja, depende desde donde miremos) de los sistemas de dominación política no democráticos. Desde un punto de vista evolutivo, el totalitarismo como forma de dominación existe en estado germinal en todo gobierno no, o anti-democrático. No obstante, sin intentar aquí naturalizar a la historia, podríamos asegurar que la existencia de una semilla no garantiza su transformación en árbol. Para que la semilla alcance la forma de un árbol concurren varios factores (clima, altura, temperatura, agua, entre otros) Y bien, a estudiar estos factores constitutivos dedica Arendt su atención. No ahondando el tema –estoy escribiendo un artículo de opinión, no un ensayo- me referiré a algunos que parecen ser decisivos para indagar sobre algo que estoy intuyendo desde hace algún tiempo, antes aún de que Putin comenzara a cometer sus pavorosos crímenes en Ucrania.

En la tercera parte del libro titulada Totale Herschaft (dominación total), anuncia Arendt que uno de los antecedentes de todo totalitarismo reside en la desintegración de la sociedad de clases (p. 502). O lo que es parecido: en el surgimiento de la sociedad de masas. Invirtiendo la línea marxista, Arendt logra convencernos de que la desaparición de las estructuras clasistas no lleva a un orden social superior sino a su descomposición (anomia la llamaría Durkheim). El ascenso de masas desclasadas en su forma de masa o chusma conduce a la disociación social y en el curso de ese proceso, a la negación de la sociedad como tal.

Pero esos son solo los orígenes del fenómeno. No el fenómeno en sí.

Observando la historia de Rusia después del fin del comunismo, la desintegración de la sociedad de clases no tuvo lugar como generalmente se piensa, bajo Gorbachov, sino bajo Yeltsin.

Gorbachov era hombre de aparatos, un disidente interno pero a la vez un miembro de la Nomenclatura. Yeltsin también. Pero Jeltsin, por lo menos en los comienzos de su mandato, decidió romper con el aparato partidario- dictatorial. Bajo su gobierno terminaría de derrumbarse la clase dominante o Nomenclatura pero, y esto fue lo que aterró al joven Putin, sin que surgiera una nueva clase que la sustituyera en el poder.

Desde el punto de vista politológico podríamos definir a Yeltsin como un gobernante populista. Después de su decidida oposición al golpe de 1991, superó en popularidad a Gorbachov. Pero como buen populista, llegado al poder como un producto del desorden, produjo más desorden todavía. Emmanuel Carrère nos dice incluso, en su políticamente muy importante novela, Limonov, que el único periodo de felicidad que ha conocido Rusia en su historia fue bajo Yeltsin.

Sin embargo, el exceso de libertades, en un país que no estaba preparado para institucionalizarlas, debía derivar en un inevitable caos. Para quienes habían sido educados en la rígida disciplina comunista, el de Yeltsin era un gobierno anárquico. Para la extrema derecha comunista, para los sacerdotes de la conservadora ortodoxia cristiana y sobre todo, para las multitudes de funcionarios que quedaron sin trabajo después del derrumbe de la Nomenclatura (entre miles, Putin) el gobierno de Yeltsin era, en las palabras de Putin, el resultado de “una catástrofe de la historia”. Pero para los estudiantes libertarios, para los periodistas independientes, para la inmensa mayoría de los intelectuales y artistas, para gays y lesbis, en fin, para los amantes de la alegría y de la libertad, los primeros meses del gobierno Yeltsin fueron una verdadera primavera.

Frente al desorden generalizado que siguió al derrumbe de la sociedad de clases, no solo los representantes del antiguo régimen, la mayoría de los rusos que profesaban tradiciones autoritarias, comenzarían a clamar por una mano dura. Rusia, para decirlo en los términos de Hannah Arendt otra vez, vivía en ese momento una típica “crisis de autoridad”. El mismo Yeltsin, tal vez asustado de su propia obra, tuvo la mala idea de reclutar a un agente secreto para que pusiera algo de orden en el corral. Con las matanzas ordenadas en contra de los rebeldes musulmanes de Chechenia, comenzaría la carrera vertiginosa del joven Putin.

Aunque todo esto es historia conocida, hay sin embargo una pregunta que la historiografía deberá alguna vez responder. ¿Tenía ya en su cabeza Putin un proyecto de dominación totalitaria o este apareció como producto de las circunstancias? Difícil saberlo. Pero quizás lo uno no excluye a lo otro. Putin ha sido siempre autoritario y, evidentemente, quería terminar con el desorden. Como ex agente secreto maneja la lógica instrumental. De acuerdo a esa lógica, primero hay que trazar un objetivo y después generar los medios para cumplirlo. Y Putin tenía un objetivo: reconstruir a la Rusia imperial. Ahora, para cumplir ese objetivo era necesario aplicar la violencia en diversas zonas del antiguo imperio soviético. Las guerras a Chechenia fueron solo las más conocidas por ser las más cruentas, entre otras libradas en la periferia rusa. Y precisamente aquí nos encontramos con otra característica de la dominación totalitaria, según Hanna Ahrendt: la fusión entre el poder y la violencia y la producción del terror (p.550). O en otros términos, la transformación del poder-violencia (Gewalt) en poder-terror.

En una primera fase la violencia fue externa. Pero muy pronto llegaría a ser también interna. Comenzó con en el acallamiento de voces disidentes. Los asesinatos cometidos en contra de adversarios ya suman decenas. Navalny es solo un símbolo representativo. Cualquiera manifestación en contra del régimen ha sido violentamente suprimida. Contrasta con la libertad que los rusos gozaban aparentemente en otras esferas ajenas a la política.

A diferencias de Stalin, pero no de Hitler, Putin permitía la libertad económica siempre y cuando los empresarios no se inmiscuyeran en política. La política era patrimonio del estado y de su máximo líder. Fue así como manteniendo los rituales de una democracia formal, Putin logró la monopolización de un poder político, sustentado en cuatro pilares: el militar, el policial, una oligarquía mafiosa y para-estatal, y los servicios secretos, dirigidos por el mismodictador. Putin llegaría a ser Stalin y Beria a la vez.

Los fundamentos del poder totalitario ya estaban consolidados antes de que Putin diera inicio a la guerra contra Occidente, comenzando por Ucrania. La que pasará a la historia como la tercera guerra mundial, solo convertiría en manifiesta una realidad ya implícita.

Rusia está en vías de configurarse como el tercer estado totalitario de la modernidad. Punto por punto los elementos del estado totalitario señalados por Hannah Arendt han sido cumplidos: La alianza entre las masas y la elite de poder ya está formada. El proceso continuó con la creación de un partido -estado, Rusia Unida, sustituto del antiguo partido comunista, pero sin comité central ni buró político. El control interno de la sociedad fue llevado a cabo por organizaciones de espías, tanto al interior como al exterior del estado. La primacía de la violencia y no de la política, es de sobra conocida. Quien levante la voz en contra de Putin, caerá en prisión (por lo menos 15 años, según informa Nina L. Jruschov en un reciente artículo titulado Los orígenes del totalitarismo en Rusia). Y si es peligroso, será asesinado. Si a ello agregamos la eliminación de cualquier atisbo de prensa libre y la implantación de una ideología única, ya tenemos configurado el cuadro totalitario arendtiano en todas sus formas.

¿Ideología Única? Preguntará más de alguien con cierto asombro. ¿Acaso hay una ideología putinista como fue el nacionalismo para Hitler o el marxismo-leninismo para Stalin? Efectivamente, la hay. Pero bajo una forma más refinada. Esa ideología única es nada menos que el cristianismo ortodoxo, redescubierto por Putin como medio de dominación ideológica. Para decirlo en síntesis: de la misma manera como Stalin castró al marxismo de su procedencia europea occidental (Marx pertenece a la tradición hegeliana, no hay que olvidarlo) para convertirlo en un conjunto de manuales doctrinarios cuyo custodio era la Academia de Ciencia de la URSS, Putin ha castrado a la Iglesia Ortodoxa de su espiritualidad, convirtiéndola en un aparato de propaganda al servicio del estado. Si Stalin convirtió a una ideología en una religión, Putin ha convertido a una religión en una ideología. Las ventajas adicionales de esta segunda operación son evidentes.

El cristianismo ortodoxo forma parte de la “Rusia profunda”, sobre todo de la agraria. Como toda religión, el cristianismo ortodoxo busca controlar las almas de los creyentes. Pero para controlar las almas es preciso controlar los cuerpos, y como los cuerpos son sexuales, hay que controlar la sexualidad: la parte más íntima de cada ser humano, si seguimos a Foucault. Por ejemplo, la intensa persecución a los homosexuales practicada por el régimen ha operado bajo bendición eclesiástica.

Como destacó Arendt, el totalitarismo es consumado cuando se apodera de la intimidad de las personas (p.549). En Rusia la Iglesia y sus implacables confesores tienen acceso a los secretos de la intimidad de cada individuo y de cada familia. Hay espías con sotana, incluso en los bizantinos confesorios. En la violación de la intimidad, incluyendo la sexual, Putin ha logrado sobrepasar a Hitler y a Stalin.

Los ideales patriarcales que proclama Putin no son diferentes a los de los patriarcas religiosos. No extrañe entonces que la marca de fábrica de la ortodoxia rusa, su extrema animosidad en contra de Occidente, la ha hecho Putin suya. Es sabido que para el fanático patriarca Kirill, la guerra de Putin en contra de la occidentalizada (en el lenguaje de Putin, facistizada) Ucrania, adquiere la forma de una cruzada. Putin ha convertido a la iglesia ortodoxa de su país en un aparato de propaganda del régimen. A diferencia de Stalin que tuvo que construir ese aparato, Putin lo tomó de la realidad ancestral de Rusia.

Putin ha aprendido mucho de sus precursores totalitarios: Hitler y Stalin. Pero también, en materias de totalización del poder, ha sido un innovador. Ha llegado al punto de controlar el poder medial no solo mediante la apropiación estatal de la prensa, la radio y la televisión, sino también a través de un complejo y sofisticado aparato digital. El de Putin –a diferencias de Hitler y Stalin que actuaron sobre la base de una sociedad industrial– es el totalitarismo de la era digital, un enorme imperio territorial y cibernético. A través de las redes, públicas y secretas, Putin puede influir en los mercados internacionales, en los sistemas noticiosos, en la opinión pública mundial y, no por último, en las elecciones, como fue comprobado en los EE UU de Donald Trump.

Controlada la intimidad corporal, el siguiente paso será ejercer control sobre el pensamiento. Y como no tenemos otra alternativa que pensar con palabras, Putin intenta, como el Gran Hermano de Orwell, ejercer el control sobre las palabras. Al poder vertical ejercido por el estado lo llama democracia. A los disidentes los llama traidores. A la guerra genocida en Ucrania la llama “operación especial”. A la invasión la llama “sentar soberanía”. A la democracia ucraniana la llama fascismo. A los países democráticos de occidente, naciones invasoras. La destacada historiadora Anne Applebaum ha observado en un iluminador artículo titulado Ucrania y las palabras que conducen al asesinato en masa, como el lenguaje putinesco está dirigido a deshumanizar a las víctimas. “Los ucranianos” - nos dice- “no son seres humanos para quienes obedecen a Putin. Son simplemente nazis ucranianos.

Bajo las condiciones impuestas antes y durante la guerra a Ucrania, la formación totalitaria del régimen ruso ha alcanzado su cenit. Sin temer a equivocarnos afirmamos que la guerra ha generado un punto de inflexión en la historia reciente de Rusia. Hannah Arendt nos habló en ese sentido del fin de las ilusiones. Una de esas ilusiones residía en la esperanza de que la ciudadanía pudiese revertir el proceso de totalización del poder. Pues bien, esa ciudadanía incipiente formada bajo Gorbachov y Yeltsin, ha dejado prácticamente de existir. Un ochenta por ciento de la población rusa apoya a la invasión. No tiene otra alternativa. A los descontentos les está prohibido pensar. Las palabras del pensar han sido alteradas. El poder de Putin ya es total.

El retorno del totalitarismo en Rusia, ha terminado por cristalizar. Eliminadas las contradicciones sociales (no hay quienes las porten) el totalitarismo ha alcanzado un punto de irreversibilidad. La idea acariciada por observadores occidentales relativa a que mediante las sanciones a la economía, la población (no la ciudadanía) rusa iba a rebelarse alguna vez en contra del régimen, debe ser descartada de plano. No lo hizo durante Stalin, tampoco lo va a hacer durante Putin. Por el contrario, lo más probable es que con una economía arruinada, el régimen establecerá, como suele ocurrir, un control directo sobre el consumo alimentario. El racionamiento ha sido probado por diferentes dictaduras como uno de los más eficaces medios de control social. Quien quiera comer, debe obedecer. El pueblo ruso será, en gran medida ya lo es, una de las víctimas de una economía de guerra que se extenderá más allá de la guerra.

¿Como salir de la dominación totalitaria putinista? De acuerdo a las dos experiencias de la modernidad europea, ha habido dos salidas. Una, la catastrófica, que fue la que sufrió Alemania: la derrota militar absoluta, la destrucción total del país. De más está decir que esa salida llevaría hoy a una guerra nuclear y gran parte de Europa pagaría en sí misma la destrucción militar del totalitarismo ruso. Las radiaciones radioactivas, como se sabe, son muy internacionalistas. No respetan límites geográficos.

La otra salida, que fue la de la URSS de Stalin, llevó a la evolución de la dominación totalitaria soviética hacia una dictadura no totalitaria sino más bien burocrática, la de las nomenclaturas. Pero para que eso ocurriera fue necesaria la muerte de Stalin. Y aquí topamos con un problema que merece ser considerado adicionalmente: todos los totalitarismos, sea el de Hitler, el de Stalin, o el de Putin, han sido unipersonales. En todos ellos el poder reside concentrado en el cuerpo del dictador. Hitler y Stalin antes, Putin ahora, no solo han sido representación personal del Estado. Son el Estado. De ahí que la muerte del dictador suele ser también la muerte de un tipo de estado: el estado totalitario personalista. En términos muy directos: para salir del totalitarismo ruso, Putin debe morir.

Sabemos que Putin no es inmortal. Rumores acerca de una enfermedad terminal que lo estaría consumiendo no son más que eso, rumores, y mientras no sean comprobados, son simples deseos. Muy justificados. Putin es seguramente el personaje más odiado del mundo. Millones de seres, no solo ucranianos, ruegan a Dios todos los días para que se lo lleve. Pero nadie está seguro que Dios, aunque exista, los escuchará. Y si aún escuchara, nadie sabe lo que puede suceder después de Putin, máxime si se tiene en cuenta que, a diferencia de Stalin, quien detrás de su tiránica figura mantenía un buró político, detrás de Putin no hay nada parecido. Putin no confía en nadie que no sea el mismo. El poder de Putin comienza y termina con Putin.

Partamos entonces de una posibilidad realista. En estos momentos Putin vive, y puede que siga viviendo durante un tiempo. En estos momentos también, tiene lugar una guerra de Rusia a Ucrania la que, para la distopía imperial de Putin, es imperioso ganar. Para Occidente, por el contrario, es fundamental que Rusia pierda esa guerra. Una guerra perdida no significaría el fin del totalitarismo ruso, pero podría al menos llevar a su limitación geográfica. Eso obligaría a Occidente a aceptar la alternativa de continuar coexistiendo de modo muy tenso con Rusia, en una especie de guerra fría mucho más caliente que la del siglo XX, o quizás a padecer un largo tiempo de guerras limitadas pero alternadas. En cualquier caso, una situación más aceptable que la desaparición de un trozo enorme del planeta como consecuencia de una guerra nuclear apocalíptica.

Ucrania no puede ni debe perder la guerra. Ganar la guerra significa para Occidente el reconocimiento de Rusia a Ucrania como una nación política y jurídicamente constituida. Ese reconocimiento sería a la vez la precondición para el mantenimiento de una paz europea y mundial.

Rusia ya se ha expandido demasiado. Ha llegado la hora de detenerla. Hay que obligar a Putin a reconocer sus límites, tanto personales como geográficos. Y sobre todo, hay que llevar a los europeos a convencerse a sí mismos de que una paz estable y duradera supone la existencia de una Ucrania libre, soberana, independiente, democrática y europea. Con Putin o sin Putin.

@FernandoMiresOl

Referencias:

Anne Applebaum - UCRANIA Y LAS PALABRAS QUE CONDUCEN AL ASESINATO EN MASA (polisfmires.blogspot.com)

Hannah Arendt – Elemente und Ürsprunge totaler Herrschaft, München 1993

Fernando Mires -DEMOCRACIA CONTRA AUTOCRACIA (Polis)

Nina L. Jruschov – Los orígenes del totalitarismo en Rusia" https://polisfmires.blogspot.com/2022/05/nina-l-jruschov-los-origenes-de...

7 de mayo 2022

Polis

https://polisfmires.blogspot.com/2022/05/fernando-mires-rusia-el-retorno...

Por un pacifismo político

Fernando Mires

No hay nada peor que una guerra. Lo estamos viendo día a día en la pantalla. Y la peor de todas las guerras es aquella donde la población civil es convertida en objeto preferencial de ataque. Como en Ucrania donde Putin ya ha ganado, junto a Stalin, Hitler, Mao, Milosevic, el poco honroso título de genocida. La de Putin, lo muestra las ciudades hecha añicos que han dejado sus tropas, pasará a la historia como guerra de exterminio. Por eso ya no dudamos en calificar a Putin como una de las representaciones del mal sobre la tierra. Un engendro del demonio, como dijo Churchill de Hitler.

No hay nada peor que una guerra, porque una guerra saca hacia afuera la maldad escondida en la condición humana, que es mucha, aunque a veces, en condiciones normales, necesaria, pues es la parte de nuestro ser que nos permite reaccionar en búsqueda del bien. No nos referimos, en eso hay que ser cuidadosos, a una supuesta bondad o maldad natural. Si somos buenos o malos no es por causa de la naturaleza. Rousseau y su buen (o mal) salvaje no tiene nada que ver en este asunto. Más si se tiene en cuenta, que nuestra naturaleza no está dada, sino que en gran parte, es adquirida, modificada, estructurada, codificada, legalizada.

No hay nada peor que una guerra y por eso amamos la paz. Porque si hay algo digno en el ser, es su deseo de vivir en paz. El ser es deseo de convivir entre nosotros y con los otros. El ser, quiere ser. Esa es la razón por la cual, después de haber vivido cruentas guerras, muchos han optando por asumir la noble vocación pacifista. El pacifismo es, ha sido y será, una declaración de guerra a la guerra.

El deseo de vivir en paz es tan antiguo como la humanidad. Precisamente para no matarnos aparecieron las primeras instancias morales y, por cierto, una de las primeras prohibiciones: “No matarás”. Mandato inscrito en los libros sagrados de todas las religiones. Ley moral que en nuestra modernidad ha pasado a ser ley jurídica e impresa en las constituciones de los estados, ha pasado a ser ley política.

La guerra, es cierto lo que dice Clausewitz, es la continuación de la política por otros medios, pero -esto es lo que no dice- aparece allí donde ha fracasado la política. La política -tenía razón el jurista Carl Schmitt– es guerra sin armas. Y si es así, la guerra es política con armas. La política contiene en sí a la lógica de la guerra (quizás por eso nos gusta tanto). Eso quiere decir que si la política es guerra gramaticalizada, la guerra militar aparece justo en el momento cuando y donde ha fracasado la palabra.

Mientras los enemigos hablan no disparan, decía el ex-canciller alemán Helmuth Schmidt. Cuando fallan las palabras nos comunicamos con balas, con bombas, con muertos. Amar y buscar la paz sobre todas las cosas nos convierte en pacifistas. Y para ser pacifistas hay que hablar sobre la paz. Lo sabía Kant cuando en su Paz Perpetua escribió que el lugar de donde hay que salir de la guerra no está fuera sino dentro de la guerra, en los llamados armisticios o altos al fuego. Solo por esa opinión podemos considerar a Kant como fundador del pacifismo político moderno. A ese punto volveremos luego.

Pacifismos y pacifismos

Lo dicho nos permitirá diferenciar entre diversos pacifismos. Hasta el momento podemos observar cuatro: El pacifismo moral, el pacifismo religioso, el pacifismo político y uno, evidenciado en estos últimos días, al que llamaríamos pacifismo ideológico.

Entiendo por pacifismo moral aquel que surge de una necesidad básica: la preservación de la vida, expresada en ese contrato tácito que tan bien nos describiera Freud en su Totem y Tabú: “para que no me mates, no te mataré”. De esa frase imaginaria podemos deducir un enunciado: la paz nació desde la guerra y no la guerra desde la paz.

El pacifismo religioso viene de la razón moral codificada en mandatos o mandamientos provenientes de una autoridad superior a la que a falta de otro nombre llamamos Dios. Según Kant, contraviniendo a todos los teólogos de su tiempo, la razón moral precede y, en cierto modo, determina. a la razón religiosa.

Pacifismo político, en cambio, es aquel que surge de la deliberación y del debate sobre la base de condiciones muy reales y concretas.

El pacifismo ideológico, muchas veces confundido de modo errado con el pacifismo político, proviene de doctrinas y dogmas que reducen al enemigo de la paz a uno solo. En el caso del pacifismo autodenominado antimperialista, ese enemigo será siempre EE UU. “Pacifismo campista” lo denominan Pierre Dardot y Christian Caval. “Antimperialismo de los idiotas”, lo llamó Leila Al -Shami. “Pacifismo de los idiotas”, llamaríamos entonces al que hoy calla e incluso apoya a Vladimir Putin, aceptando su mentirosa versión de que la invasión fue realizada para salvar a Ucrania de la OTAN y del imperialismo norteamericano.

Naturalmente, ninguno de los pacifismos nombrados aparece de un modo químicamente puro.

El pacifismo moral suele aparecer después o antes de las guerras. Viene del horror, del arrepentimiento y del deseo. Horror, cuando son contados los mutilados y los cadáveres. Arrepentimiento que lleva a decir, “esto no puede volver a suceder”. Deseo, por volver a gozar los bienes de la paz. En la modernidad que habitamos, surgió en la vieja Europa como reacción a esa cadena de matanzas que tuvieron lugar durante el siglo XlX. Todavía los pacifistas de hoy rinden honores a a sus líderes totémicos: Emile Arnaud, Jenny Techman, y por cierto, a Bertha von Sutter, la inolvidable autora de Abajo las armas, éxito literario solo comparable al que después de la segunda guerra mundial recibiría Erich María Remarque gracias a su legendaria novela Sin novedad en el Frente. Lo moral y lo religioso han continuado impregnando la historia del pacifismo de nuestro tiempo. El lema del pacifismo alemán, después de la segunda guerra sigue siendo, “Nie wieder Krieg”: nunca más guerra. Por supuesto, ha habido y seguramente seguirá habiendo guerras.

Del pacifismo moral al pacifismo político

Durante los primeros años de la guerra en Vietnam, el pacifismo emergente adquirió primero un carácter religioso y moral. No obstante, en el transcurso de su oposición a la guerra fue tomando ribetes políticos. La guerra en Vietnam en efecto, estaba realizándose mediante la acción de dos estados nacionales, el de los EE UU y sus marines y el de la URSS en cuya representación actuaban las tropas vietnamitas, hecho que impidió a las multitudes manifestantes cuestionar la presencia invisible de la URSS, limitada a proveer armamentos a los guerrilleros del Vietkong. El enemigo de la paz fue configurado en el Estado norteamericano, tanto o menos culpable que el Estado soviético.

Precisamente, el cuestionamiento de los manifestantes de diferentes países a EE UU, permitió que dentro del movimiento pacifista de los años sesenta penetraran grupos políticos que habían hecho de la lucha en contra del imperialismo norteamericano una bandera identitaria. De este modo, el movimiento pacifista sufriría una profunda división. A un lado los que postulaban el fin de la guerra. Al otro los que solo buscaban derrotar al “imperialismo norteamericano”.

Ya alcanzada la paz gracias a las negociaciones de Kissinger en China, el pacifismo mundial continuó fracturado en dos partes: el pacifismo sin apellido, y el pacifismo ideológico antimperialista. La enemistad entre dos figuras del pacifismo norteamericano, Joan Baez y Jane Fonda, fue un símbolo de esa fractura. Naturalmente, gracias al aparataje de los partidos de izquierda, el pacifismo ideológico anti-norteamericano ha logrado en diversas ocasiones imponerse por sobre el pacifismo político, sirviéndose incluso de elementos constitutivos a los pacifismos moralistas y religiosos de antaño.

Frente a la guerra desatada por el imperio ruso en Ucrania, los cuatro pacifismos han hecho su puesta en escena. Los fines de semana, las plazas de algunos países europeos se ven colmadas de protestas. Unos, los religiosos ruegan (tal vez a Dios) por la paz. Otros, los moralistas, portan pancartas con palomas de la paz, las de Picasso o las de Magrit. Los ideológicos izquierdistas, pero también los neo-fascistas (unidos jamás serán vencidos) esgrimen banderas antinorteamericanas gritando en contra de la UE y de la NATO. Solo los pacifistas políticos condenan abiertamente a Putin.

La emoción y la política

Ahora bien, la importancia real de los movimientos pacifistas hay que medirlas de acuerdo a la incidencia que obtienen en la política. En ese sentido, pese a ser muy ruidoso, al pacifismo ideológico, o antinorteamericano, podemos dejarlo de lado. Por una parte, su acceso a las decisiones gubernamentales es casi nulo. Por otra, equivocan radicalmente al enemigo, en este caso, el gobierno de Vladimir Putin. Si obtienen alguna influencia, es solo sobre los partidarios de gobiernos autocráticos sin relevancia mundial como son en Latinoamérica los de Cuba, Nicaragua o Venezuela. Incluso el pro-putinista Victor Orban de Hungría, se encuentra bloqueado por su pertenencia a la UE, donde es minoría absoluta.

Más importantes parecen ser los antiguos pacifismos morales y religiosos. La razón es explicable. Las reacciones frente a las guerra son en primera instancia, emocionales. Por eso, la indignación frente al espectáculo sangriento que todos los días nos ofrecen las pantallas, con sus fosas de cadáveres amontonados, niños asesinados, ancianos agonizantes, mujeres violadas, gente arrojada como estropajos en el suelo, seres llorando mirando sus casas destruidas donde ayer hubo familiar comensalidad, cuerpos sangrando por las calles, caravanas de fantasmas con los ojos vacíos sin saber a dónde ir, en fin, todo ese infierno dantesco, es el sustrato de donde surge todo clamor por la paz. Sin esa indignación moral, ningún pacifismo, ni aún el más político, sería posible.

La política, al ser realizada por seres humanos, no solo reposa sobre la lógica. Proviene también de la emoción. Y, sin embargo, la emoción frente al destrozo de vidas no serviría de nada si solo terminara allí. Como igualmente no sirve de nada clamar por la paz sin entender las razones que llevan a la guerra. Fue ese el caso del pacifismo emocional de 27 intelectuales y artistas alemanes quienes solicitaron al gobierno de su país no enviar armamento pesado a los ucranianos por temor a que la guerra escalara y llegara a convertirse en un holocausto nuclear. Pero no se necesitaba mucha perspicacia para entender que quienes subscribieron esa carta no solo estaban emocionados, sino asustados de que en su país, Alemania, pudiera ser alterado el “pacifismo de sofá” como lo denominarían con justificada indignación, otros intelectuales y políticos de la nación. El miedo también es una emoción.

El pacifismo político, esta es su primera condición, no solo está en contra de las guerras sino en contra de los que las causan. Justamente porque es político, ese pacifismo no ignora la existencia de sujetos con nombre y apellido. Los invasores y los invadidos no son factores sino seres actuantes y responsables. A ellos deben ser dirigidos los mensajes. Por eso antes de la invasión, inspirados en un pacifismo político, los gobiernos de Europa exigieron agotar todas las posibilidades para buscar una solución diplomática al conflicto. Y lo hicieron apelando a la razón y a la cordura. El dictador ruso sin embargo, mintió y mintió. Mintió cuando afirmaba que su propósito no era invadir a Ucrania, tratando de paranoicos a los gobiernos y a los medios occidentales. Mintió a su pueblo al suprimir la palabra invasión del vocabulario diario. Mintió diciendo que Ucrania estaba gobernada por nazis. Mintió afirmando que la OTAN preparaba un ataque contra Rusia. Mintió cuando ocultó su fracaso militar callando sobre las cuantiosas pérdidas en sus propios destacamentos. Y continuará mintiendo.

Putin y a radicalidad del mal.

Desde el 24 de febrero los gobiernos occidentales supieron que la invasión no había sido evitable pues ya estaba decidida desde mucho tiempo atrás por Putin, un dictador que arrasaba con todos los tratados y acuerdos firmados por sus antecesores, por el mismo, por los gobiernos europeos, entre Rusia y Ucrania, entre Rusia con la UE y los EE U. Para decirlo con la terminología de Kant, Putin es el representante corpóreo de la radicalidad del mal.

La radicalidad del mal, o mal absoluto, no requiere según Kant de coberturas (banalizaciones según Hannah Arendt) porque es premeditado y consciente. El mismo Kant señalaba que el mal radical no proviene del desconocimiento de las leyes y constituciones sino de su conocimiento, y pese a eso, es cometido. Es el caso de Putin. No solo su propia palabra no tiene ningún valor. Tampoco la tienen las instituciones, ni las de su país, ni las de los demás países, ni las internacionales, ni siquiera la ONU. Lo único que vale es su voluntad de poder. De un poder que se alimenta de sí mismo, sin otra justificación que no emane de su mente alucinada, de sus descontrolado odio a Occidente, que como en tantos casos, no es sino odio hacia una parte de su propia personalidad.

“No es un demonio”, dijo Sartre de Hitler; “es un ser humano”. Definitivamente, era un ser humano. No un demonio, lo aceptamos. Pero era un ser endemoniado. Bien, frente a un ser así, nadie, ni siquiera el pacifismo, aún el más tierno y dulce, puede ser neutral. Mucho menos puede serlo un pacifismo político. A diferencias del pacifismo religioso o moral que carece de sujetos, el pacifismo político solo existe en referencia a sujetos reales.

Pero aún así: el pacifismo político, justamente por ser pacifismo, no debe cesar jamás de buscar la paz. Y no hay camino hacia la paz que no lleve al diálogo y a la negociación. Y por ser político, ese pacifismo debe intentar por todos los medios el regreso de la razón política. El problema es que Putin se ha cuidado muy bien de decir cuales son los objetivos reales que persigue en su guerra a Ucrania. Busca por cierto la capitulación del gobierno de Zelenski, y si no la logra destruirá a toda Ucrania. La suya, ya lo vemos, es guerra total, guerra a muerte, sin condiciones. ¿Cómo negociar entonces con un dictador que solo quiere destruir sin atender a otras razones?

Como sea, el pacifismo político de los gobiernos occidentales debe seguir buscando el poder de las palabras. Y si Putin no acepta negociar, hay que obligarlo a negociar. Y si la negociación pasa por la derrota de Putin, hay que derrotarlo. Esa es la lógica de esta guerra. Buscar la paz por todos los medios, aunque esos medios sean tanques, aviones y balas. Al fin y al cabo, vivir es un riesgo. Y quien no se arriesga, no vive. Solo existe. Eso fue lo que pensó tal vez ese matemático y filósofo llamado Bertrand Russell.

Pocos abogaron y escribieron tanto por la paz como Bertrand Rusell. Pocos se opusieron tanto como él a las guerras, llegando a pagar con prisión su pacifismo, durante la primera guerra mundial. Pero cuando comprendió que ninguna palabra, ninguna lógica del mundo podía detener a los demonios que empujaban a Hitler, supo definitivamente que para alcanzar la paz había que luchar por ella.

Nunca perder como objetivo a la paz, luchar por ella, otorgar ese objetivo a la guerra y en la guerra, aun cuando esta sea inevitable, esa y no otra, es la razón del pacifismo político. Hay que confiar en que tarde o temprano, la razón y la verdad lograrán imponerse. Sin creer en eso, la vida no valdría nada.

@FernandoMiresOl

2 de mayo 2022

Polis

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El día en que todos fuimos franceses

Fernando Mires

Contre nous de la tyrannie

L'étendard sanglant est levé

(De la Marsellesa)

No nos vamos a dejar llevar por análisis estereotipados. De esos que dicen “ganó Macron con voto prestado”. De los que agregan, “la derecha le ganó a la derecha extrema”. De los pseudo-originales que plantean: “aún perdiendo, Le Pen ganó”. De las bolas de cristal que proclaman la caída de Francia bajo las garras del post-lepenismo ¡en cuatro o cinco años más! Y sobre todo de los superdotados que afirman con absoluta convicción: “ganó el mal menos peor”.

Señores, aquí nadie ha descubierto la pólvora. Los que creen que las de Francia son elecciones sui generis porque desde hace tiempo los candidatos ganan frente a Lepen, o los que arguyen, Macron ganó gracias al cuco (dicho en chileno) o al coco (dicho en español) de la extrema derecha, se sorprenderán con una simple (quizás demasiado simple) constatación. Lo sucedido en Francia no tiene nada de francés. Todo lo contrario: Lo sucedido en Francia es una característica general de todas las elecciones en las cuales hay una segunda vuelta o balotaje. En todas ellas, cuando no gana un candidato con mayoría aplastante y absoluta, el electorado va a tener que dividirse en dos partes.

Entonces muchos irán a votar no a favor del candidato de sus amores sino en contra del candidato de sus odios (con el pañuelo en la nariz, de acuerdo a la manida imagen) Entonces el presidente será elegido con voto prestado. Entonces, los periodistas iluminados escribirán “ganó el mal menos peor”. Entonces la desilusión de muchos, será grande.

Y bien, hablando a esos últimos, los desilusionados, presentaré una tesis abiertamente contraria. Dice así: No hay nada más político en las elecciones que una segunda vuelta. ¿Por qué lo digo? Pues, porque en una primera vuelta la ciudadanía aparece fragmentada entre diversas candidaturas. En una segunda vuelta, en cambio, la ciudadanía está dividida en dos opciones. Ahora bien, entre fragmentación y división hay una diferencia importante. La fragmentación, tanto la psíquica como la política, lleva a la incapacidad para tomar decisiones. La división en cambio, lleva a una decisión. Buena o mala, no importa en este caso. La segunda vuelta electoral rompe definitivamente el maligno cerco de la indecisión.

No votar a favor de un candidato sino en contra del otro, es aún más político. Cuando uno vota solo a favor, vota desde un sí que precede al no. Ese sí, es un sí débil, pues parte de una afirmación sin negación. En cambio, cuando uno vota por un candidato no a favor de él sino en contra del otro, estamos frente a un sí que viene del no. Ese es un sí fuerte puesto que proviene de una negación, del reconocimiento de una realidad que te hace preferir lo menos peor por sobre lo más peor. Una decisión que requiere, evidentemente, de previa reflexión.

El que vota solo por el sí sin reflexionar, es militante o cliente de un partido, o un ser ideologizado (pensado por una ideología). El que vota por el no a uno y da el sí a otro, es un elector soberano. Ese elector presta su voto conservando su soberanía personal. El que vota solo sí sin decir no, en cambio, regala su voto. Por eso el elector soberano, el político, no se desilusionará si su elegido no cumple con sus promesas. Pero el elector incondicional, si su elegido no satisface su yo, o caerá en un estado de depresión, o se sentirá íntimamente traicionado. Siguiendo esas razones, quien escribe estas líneas, cuando ha votado, lo ha hecho siempre en contra de algo o alguien. Mi voto nunca será incondicional. Mi voto será siempre prestado, nunca regalado, sea votando aquí o en la quebrada del ají. Esa fue la diferencia entre los electores de Le Pen y los electores de Macron.

Los votos dirigidos a Le Pen eran incondicionales. Los dirigidos a Macron, fueron, en buena parte, prestados y condicionados. Muchos fueron votos pensados y discutidos. Por tanto, fueron votos políticos. De una u otra manera, al atraer para sí a sus no condicionales, Macron fue convertido por quienes desde lejos presenciábamos el evento electoral, en una esperanza democrática. Los ciudadanos franceses iban a elegir entre el candidato de la opción democrática (Macron) en contra de una alternativa más autocrática que democrática (Le Pen).

En cierto sentido el triunfo de Macron ha salvado a Francia y a Europa. No de Le Pen, eso hay que dejar claro. Francia es una democracia de verdad y por lo mismo puede correr el riesgo de que al gobierno lleguen, cada cierto tiempo, líderes o partidos no precisamente democráticos. Justamente en esas ocasiones la democracia es puesta a prueba. EE UU ha sido un ejemplo. En un lapso breve de su historia ha tenido que soportar a mafiosos como Lyndon Johnson, a conspiradores como Richad Nixon, a mentirosos e incapaces como Bush Jr., a un ricachón grosero, populista y anti-político como Donald Trump. Y en todos esos momentos, las instituciones han probado ser más sólidas y firmes que sus representantes.

Francia también, gracias a su Constitución y a la solidez de sus instituciones está en condiciones de soportar a una Le Pen, y si alguien como ella resulta elegida, el mundo no se va a venir abajo. Tal vez alguna vez, si continúan su línea ascendente, los nacional-populistas franceses llegarán al gobierno. Pero en esta ocasión, precisamente ahora, en medio de una guerra declarada por la Rusia de Putin a todo Occidente, eso, eso era precisamente lo que no debía ocurrir. Quiero decir: un triunfo de Le Pen no es una tragedia. Pero en estos días, sí: habría sido una tragedia.

Lo quisiera o no, Le Pen era objetivamente (repito: objetivamente) la ficha electoral de Putin en Francia. Por eso las elecciones de Francia fueron percibidas desde el exterior de modo invertido a la frase que hizo famoso a Clausewitz. Esas elecciones iban a ser la continuación de la guerra por otros medios. No solo para los franceses. También para todo ese mundo que esperaba el resultado de las elecciones con tensión y con pasión. Ese día 24-A, todos fuimos franceses.

¿Qué habría pasado si las elecciones las hubiera ganado Le Pen? Primero, el eje central de la UE formado por Francia y Alemania habría llegado a su fin. Segundo, la UE habría tenido que admitir en su interior una fracción anti-UE formada por Polonia, Hungría, y Francia. Los dos últimos, soterradamente putinistas. Tercero: los movimientos y partidos del nacional-populismo, entre ellos VOX de España, habrían recibido un fuerte espaldarazo en su camino hacia el poder. Cuarto: el apoyo militar y político de la UE a Ucrania habría mermado de modo radical. En suma: Europa habría amanecido quebrada en dos fracciones irreconciliables. Visto desde ese prisma, un triunfo de Le Pen era letal para la unidad europea y, por eso, un regalo caído del infierno para Putin.

Me atrevería a decir que una victoria de Le Pen, habría sido, para la estrategia anti-europea y anti-occidental de Putin, más importante que la anexión de Ucrania. Una verdadera bomba atómica-política sin humo y sin ejércitos. Cada francés con su voto iba a decidir la suerte del orden político mundial. Nada menos. Y nadie estaba seguro si los electores franceses se habían dado cuenta de la tremenda responsabilidad que portaban sobre sus hombros.

Pero sí, se habían dado cuenta. El resultado electoral lo comprobó. La amplia mayoría (menor a la obtenida en tiempos más felices) votó por Macron y al votar por Macron votó por Europa, en contra de la larga marcha del nacional-populismo, a favor de Ucrania y de los ucranianos, y en contra de ese siniestro y oculto candidato llamado Vladimir Putin.

Los temores de perder a Francia eran fundados. La primera vuelta demostró que la de Macron era una mayoría muy relativa. No todos quienes dieron su voto a Le Pen o a Melenchon eran fascistas o socialistas. Ambos grandes extremos se nutrieron de una protesta social generalizada en contra de la política económica de Macron. Muchas personas que no estaba contentas ni con el sistema salarial, ni con el de la salud pública, ni con los impuestos, ni con los precios de los productos de consumo inmediato (disparados en los días electorales) dieron su voto a Le Pen o a Melenchon. Quizás alguna vez, en un no lejano futuro, será el centro en sus versiones de centro-derecha y centro-izquierda, quien tendrá que elegir entre una oferta nacional-populista y una socialista en una eventual segunda vuelta. Pero esa es solo una hipótesis. Y la política no se hace en base a hipótesis sino en el cada día.

Macron era un candidato más economicista (neo-liberal lo llaman los izquierdistas) que político. Y Le Pen + Melenchon eran candidatos más sociales que políticos. En la segunda vuelta, Macron debió transformarse, o fue transformado por quienes por él votaron, en el candidato político de la política. El de Macron en la segunda ronda fue un triunfo político mas que económico o social. Eso quiere decir que los franceses no solo votaron en francés, también lo hicieron en europeo, algunos en contra de la razón de sus propios bolsillos. Chapeau.

En tiempos de guerra, volvamos a la idea, la política está subordinada a la guerra. Esa máxima lleva a pensar que cada elección forma parte de una estrategia más militar que política. Significa también que cada elección en cualquier país puede ser importante e incluso decisiva en el curso de la guerra. Las elecciones dejan de ser así dilemas locales y se transforman en campos de lucha donde tienen lugar enfrentamientos que pueden ser tan, o más relevantes, que los puramente militares. No está de más recordar que ese mismo día 24-A, el candidato nacional populista de Eslovenia, Janes Yanza, perdió rotundamente las elecciones frente al liberal -ecologista Robert Golob. Ese día Putin debe haberse sentido políticamente más aislado que el día anterior. Acerca de si eso será importante para su creciente aislamiento militar, lo sabremos recién cuando los historiadores escriban la historia de esta guerra. Si es que después de esta guerra hay una post-historia, por supuesto.

27 de abril 2022

Polis

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Democracias contra autocracias

Fernando Mires

La contradicción propuesta por Joe Biden a nivel planetario es la de democracia contra autocracia. Como Biden es presidente de los EE UU, es decir, un político y no un politólogo, no explicó la razón de esa nueva contradicción. Nueva, porque en el pasado reciente no era la principal para los EE UU. La del periodo de la Guerra Fría, recordemos, era comunismo versus democracia. Después de 1990, sin embargo, la impresión general fue que, si no entrábamos al fin de la historia, adveníamos a un mundo multipolar que pondría fin a la confrontación de bloques. Luego, al desaparecer el bi-polarismo, sería difícil situar una contradicción principal de carácter mundial. La de Biden, democracia contra autocracia, en cambio, reactualiza en su simpleza un nuevo orden político binario, una nueva división en bloques bajo otro formato.

1. Definiciones y conceptos

No quiso decir Biden que la contradicción democracia-autocracia eliminaba otras contradicciones históricas, pero sí que la de democracia-autocracia adquiría un lugar hegemónico. Podríamos afirmar entonces que la de democracia-autocracia surge como una contradicción regulativa y que los EE UU ajustarán a ella, al menos durante la administración de Biden, su política internacional.

Naturalmente, salta la pregunta: ¿Por qué democracias contra autocracias? ¿O por qué no nos habló, Biden lisa y llanamente de una contradicción entre democracias y dictaduras? ¿O es el concepto de autocracia un término de uso diplomático cuyo objetivo es no irritar a los dos principales oponentes de los EE UU, China y Rusia? ¿O hay para Biden, y por supuesto, para quienes discutieron el nuevo antagonismo, una intención, una cuyo objetivo es caracterizar a un nuevo tipo de formación política emergente, materializada en gobiernos que no siendo democráticos tampoco podemos caracterizar como dictatoriales? Al parecer así es: cada vez son más las naciones gobernadas de modo no democrático que no corresponden a los parámetros del siglo XX, los que tomaban como referencia a las dictaduras del mundo comunista, a las militares del sur europeo y a las clásicas militares latinoamericanas.

Inevitable será entonces preguntarnos acerca del significado del término autocracia. Intentemos, a modo de premisa, una definición preliminar. Como el nombre indica, autocracia se refiere a una forma de dominación política ejercida por un líder o un círculo político, burocrático o militar. La diferencia con una dictadura es que la autocracia no monopoliza o no intenta monopolizar todo el poder, sino que mantiene franjas o segmentos subalternos que permiten la existencia del juego político.

2. Una escala de diferencias

Para mejorar la idea, quizás sea mejor entender el concepto autocracia a partir de una escala de diferencias. Dicha escala estaría construida con los siguientes peldaños: el de un gobierno democrático, el de un gobierno autoritario, el de un gobierno autocrático, el de una dictadura militar y el de una dictadura totalitaria.

Un gobierno democrático garantiza la plena división de los poderes públicos sometidos a una constitución reconocida por toda la ciudadanía. Un gobierno autoritario tiene como característica fundamental un sobrepeso del ejecutivo por sobre el legislativo y no necesariamente puede ser catalogado como no-democrático. Un gobierno autocrático es el que concentra una parte de la totalidad del poder, manteniendo, como ya ha sido dicho, segmentos o espacios formales para la práctica política. Así nos explicamos por qué algunos autores, al referirse a las autocracias, nos hablan a veces de dictaduras electorales, o dictaduras híbridas o mixtas.

Pero una dictadura, a diferencia de un orden autocrático, no permite ningún espacio político, ni formal ni real. Una dictadura aparece allí cuando gobierno y estado son convertidos en sinónimos. Una dictadura totalitaria en cambio va mucho más allá en la escala anti-democrática. De acuerdo a Hannah Arendt podemos hablar de totalitarismo solo cuando en nombre de una ideología única y total desaparecen los límites que separan al espacio de lo privado del de lo público y, al ser todo político, será eliminada la política.

Y bien, hasta aquí con las definiciones.

Las definiciones son solo aproximaciones a la realidad la que al transcurrir es dinámica, cambiante y por sobre todo, histórica. Ninguna definición puede dar cuenta total del objeto definido. Toda definición es parcial y transitoria. En cada definición sobra o falta algo. En consecuencias, el punto que en este momento nos preocupa, la caracterización de las autocracias, topa con el problema de que las formas que las constituyen suelen ser modificadas en el transcurso de su propia historia.

Un gobierno autoritario puede llegar a ser de modo inadvertido una autocracia y esta, transformarse en una dictadura. Así lo demuestra un reciente artículo de Jan Werner Müller (“Cómo soportar una autocracia”) al analizar como la autocracia ya establecida por Viktor Orban en Hungría, daba cuenta de la dificultad para precisar el carácter exacto de una autocracia en sus diversos momentos históricos.

3. Del autoritarismo al autocratismo

Orban, según Werner Müller, inició su carrera presidencial como un gobernante democrático. Luego, y muy lentamente, pasó a la fase autoritaria. Hoy es un perfecto autócrata.

Orban ha establecido un predominio absoluto del ejecutivo por sobre los demás poderes, ha eliminado la libertad de prensa en términos casi absolutos, su partido Fidesz es gobierno y estado a la vez. Orban propaga un gobierno confesional y unipersonal. En fin, el de Orban, en su cuarto periodo, está al borde de ser una dictadura con todas sus letras. Si no lo es, es porque Hungría está inserto en un marco europeo democrático-liberal, al cual él, con su concepto i-liberalismo, intenta subvertir, pero del que no se puede desligar ni política ni económicamente en tanto siga siendo miembro de la UE. Lo mismo podemos decir del catolicismo ultraconservador de Kacsinsky en Polonia.

Pero a diferencias de Hungría, Polonia se encuentra geopolíticamente en peligro frente a la voracidad del imperio ruso, situación que la obliga a permanecer inscrita dentro del marco occidental, aunque solo sea por razones militares. Más cerca de Orban en su sentido integrista, nos encontramos con el gobierno turco de Erdogan. La diferencia es que este último ha sido obligado por la oposición a recorrer un camino contrario al de su homólogo húngaro, hecho que demuestra que una autocracia puede llegar a ser dictadura, pero a la inversa, que también puede ser presionada para volver a la condición de simple gobierno autoritario.

Desde la perspectiva de una politología-historiográfica, el proceso más interesante de todos parece ser el de Rusia desde los tiempos de la URSS. Bajo Stalin primó un régimen totalitario en el más clásico sentido del término. Pero a partir de Jruschev, pasando por Breschnev, descendió un peldaño en la escala, para llegar a conformarse como una dictadura burocrática de estado (Nomenklatura). Bajo Gorbachov, descendió otro peldaño más, convirtiéndose en una simple autocracia personalista. Bajo Yelsin, otro peldaño hacia abajo, llegando a ser un simple gobierno autoritario.

4. Putin: del autoritarismo al totalitarismo

Bajo Putin, en cambio, Rusia ha reiniciado un proceso ascendente en la escala no- democrática. Putin inició su mandato como un gobernante autoritario (durante su primer periodo se llegó a hablar de la incorporación de Rusia a la UE e incluso a la OTAN). Todavía pertenece al G-20. Muy pronto Putin se convertiría en un autócrata con tendencias militaristas y expansivas. La reconversión de Rusia en un imperio llevaría a Putin a adoptar la forma dictatorial de gobierno, desarticulando por la fuerza a cualquiera oposición en condiciones de disputar el poder. En la Rusia actual ya no rige un estado de derecho. La Duma (parlamento) no es más que un brazo del presidente cuya palabra es ley, y los opositores son asesinados o encarcelados.

Y bien, durante el curso de la guerra a Ucrania, Putin ha alcanzado el último escalón antidemocrático. En el marco determinado por la guerra a Ucrania, Putin está a punto de convertir a su dictadura personal, en un nuevo sistema totalitario.

Ya de hecho, los rasgos estaban inscritos en la ideología ultraconservadora del régimen, en la reglamentación de la sexualidad, en la vigilancia de los cuerpos ciudadanos, en la multiplicación de los servicios secretos, en fin, dicho en los términos de Foucault, en el desarrollo de un bío-poder.

Hoy, durante la invasión a Ucrania, Putin ha pasado a convertirse en un presidente de corte orwelliano. Las principales connotaciones del totalitarismo están presentes en todas sus formas, antes que nada, en la alteración del lenguaje. Ya hay palabras prohibidas (guerra, anexión, invasión) La agresión a un país democrático la llama Putin “desnazificación”, los opositores son llamados traidores.

Nadie sabe como terminará la guerra de Putin a Ucrania. Pero sí sabemos que, mientras continúe Putin al mando de Rusia, sean cuales sean los resultados de esa guerra, estaremos presenciando el regreso del totalitarismo en Rusia.

Ni Catalina la Grande, ni Pedro el Grande, ni Stalin. Putin, es el precursor y creador de un orden totalitario multiforme que integra en sí al expansionismo zarista, a la ideología de la Madre Rusia, a la crueldad del stalinismo, al culturalismo fascista, al populismo de Mussolini, al integrismo religioso de Franco y al odio a Occidente y a la democracia de Hitler.

Hemos vuelto, queramos o no, a la era del totalitarismo. Putin nos ha llevado a ella. Bajo otras formas, sí. Pero es totalitarismo. Por donde lo miremos.

5. La alianza entre el totalitarismo ruso y las autocracias de Occidente

¿Tenemos entonces que sustituir la contradicción democracia-autocracia propuesta por Biden por la contradicción democracia -totalitarismo como ocurrió durante la era de Hitler y Stalin? No necesariamente. Si en Rusia termina de imponerse la tendencia totalitaria, Putin deberá buscar aliados entre las naciones no democráticas de la tierra, las que en su inmensa mayoría son regidas por gobiernos autocráticos. De tal manera que la derrota política del totalitarismo putinista pasa por desarticular su sistema de alianzas internacionales con naciones autocráticas. Eso, como lo demostró la votación de la ONU (02.03.2022), cuando 141 naciones condenaron la invasión de Rusia a Ucrania, es perfectamente posible. Hay gobiernos no democráticos a los que conviene más ser clientes de Occidente que de un totalitarismo desprestigiado internacionalmente como es el de Putin (China, por ejemplo). Por otra parte, la línea de demarcación de Biden tiene un efecto suplementario. Esa línea no solo cruza el campo de las relaciones internacionales, también la vemos trazada al interior de la mayoría de las naciones del mundo. Más todavía, como ya han destacado muchos autores, la guerra de Putin a Ucrania ha tenido por efecto fortalecer la “idea de Occidente”. Ha nacido, en contra de la brutal agresión a Ucrania, una suerte de “orgullo occidental”.

El Occidente político, muy distinto al Occidente geográfico, enfrentado al peligro de una tercera guerra mundial, ha descubierto su identidad, la de ser un espacio de libertad para la coexistencia de diversas culturas siempre y cuando estas subscriban a las constituciones y a las instituciones democráticas. Por eso es tan importante defender a Ucrania, un país que ha encontrado su identidad nacional y su identidad occidental en lucha contra un invasor cruel y despiadado. Ucrania era y debe seguir siendo una democracia: un lugar donde puedan expresarse las diferentes tendencias políticas del país, sean estas de izquierda o de derecha.

La resistencia de Ucrania ha tenido el efecto de ser un verdadero test al exterior y al interior de las naciones. No es casualidad que en las dos votaciones de la ONU sobre Rusia, la de condena de la agresión y la de exclusión de Rusia de la Comisión de los Derechos Humanos, Rusia no recibió el apoyo de ninguna nación democrática. La línea de separación según Biden, ha probado ser cierta en la práctica.

6. América Latina merece una mención especial.

En el subcontinente, las líneas políticas de demarcación no son hoy muy diferentes a las que se dan en Europa y muestran como la globalización no ha sido solo económica y digital, sino también política. Incluso, en líneas generales, podemos observar un cierto crecimiento del ideal democrático en gran medida manifestado en oposición a la agresión a Ucrania.

La alianza internacional de las izquierdas antidemocráticas anhelada por Castro, Guevara y Chávez, está muy lejos de ser cumplida. Las dictaduras militares de derecha también pertenecen al pasado. La línea cursa más bien en dirección contraria: tanto izquierdas como derechas están paulatinamente democratizándose pero sin reconocer todavía su occidentalidad política a la cual históricamente pertenecen. Los mismos conceptos de “izquierda” o “derecha” son denominaciones occidentales (en la mayoría de los países islámicos, no hay izquierdas ni derechas, en China y en el sudeste asiático tampoco). La Rusia de Putin no es de izquierda ni de derecha, es “otra cosa”. Si la dictadura de Putin es todavía apoyada por algunos harapos políticos, son simples remanentes de un anti-norteamericanismo anacrónico que permanece incrustado en el discurso de las izquierdas latinoamericanas desde los tiempos de Stalin.

Tratando de conjugar analogías, así como hablábamos en el pasado de países en vías de desarrollo, desde una perspectiva no económica sino política, podemos hablar de países en vías de democratización. A esa categoría pertenece la mayoría de los países latinoamericanos. Aparte de Cuba -síntesis de lo peor de las dictaduras centroamericanas y de lo peor de las ex burocracias soviéticas- y de la dictadura neo-somocista de Ortega en Nicaragua, la lucha entre el ideal autocrático y el ideal democrático sigue librándose al interior de cada país latinoamericano.

Quizá muchos observadores no se han dado cuenta que del futuro de la guerra de Putin en contra de Ucrania depende el destino político de muchas naciones del globo. Si el dictador ruso no logra imponerse sobre la inmolada Ucrania, las autocracias de la tierra, que son muchas, habrán perdido su eje de rotación. La derrota de Putin sería, en este caso, una victoria de la democracia a nivel mundial.

22 de abril 2022

Polis

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