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Humberto García Larralde

Tener razón no basta

Humberto García Larralde

Uno de los aprendizajes más frustrantes que han tenido que hacer los venezolanos de bien, es que el triunfo de la justicia no se sustenta sólo en tener razón. Me refiero, claro está, a su experiencia ante el régimen de Maduro. Éste ha destruido sus medios de vida, condenando a las grandes mayorías a niveles de miseria desconocidos, con su secuela de muertes por enfermedad y desnutrición. Sus jefes tienen las manos manchadas de sangre por los centenares de manifestantes asesinados, la mayoría jóvenes. Recordemos que Maduro se hizo filmar bailando, en una ocasión, para demostrar que estas protestas le resbalaban.

Bajo este régimen, son miles los «ajusticiados» en operativos de los cuerpos de seguridad en zonas populares y fronterizas. Ha sido denunciado reiteradas veces por los organismos más respetados de defensa de los derechos humanos, tanto de la ONU, la OEA, como por ONGs reconocidas, de torturar y dar muerte a disidentes encarcelados, y de cometer crímenes de lesa humanidad contra la población venezolana, con acumulación de evidencias.

Tiene una investigación abierta en su contra por la Corte Penal Internacional por este motivo. Bajo su amparo, se han producido las mayores corruptelas de América Latina. Ha pisoteado la soberanía nacional al someterse a los dictados del régimen cubano, permitiendo la intervención de sus agentes en asuntos de seguridad nacional, y a los intereses geoestratégicos e imperiales de Rusia, China e Irán. Y la cosa no para ahí.

Pero, a pesar de haber obrado tan denodadamente en contra del bienestar de los venezolanos, Maduro seguía ahí. El acabose fue cuando se hizo «reelegir» trampeando las elecciones. «Reelegir» al peor gobierno que, por mucho, ha tenido la Venezuela moderna, representó un contrasentido total, difícil de asimilar, ya que ofendía los principios más básicos de justicia social y política. Conforme a cualquier criterio racional, ello jamás debería haber ocurrido. Con una convicción tan contundente, negarle todo derecho a existir y hacer presión, tanto con interminables protestas y/o con acciones heroicas como las de Oscar Pérez, bastaría para que se fuera. «Maduro, vete ya», resumía esta actitud. Confiados en que tal convicción era compartida por quienes, desde otros países mostraban su compromiso con la restitución de la democracia en Venezuela, muchos creyeron que, más temprano que tarde, se hallarían los medios para deshacerse de tan nefasto personaje. «Todas las opciones están sobre la mesa».

Sucede que el régimen de Maduro ha evidenciado una resiliencia inaudita frente a estas consideraciones de racionalidad y justicia. Los venezolanos hemos ido entendiendo que enfrentamos una fuerza con insospechados recursos para permanecer en el poder. Y costó aceptarlo, porque estos recursos tienen poco que ver con los que tradicionalmente caracterizan a las luchas políticas en democracia. Hasta las dictaduras que asolaron a América Latina el siglo pasado solían rendirles tributo a ciertos símbolos democráticos para cuidar sus espaldas –notoriamente mantener el visto bueno del Depto. de Estado de USA—, mientras hacían desaparecer a quienes luchaban por su restitución y cerraban la prensa crítica, en nombre de combate contra la subversión comunista. Es decir, a pesar de sus crímenes y numerosas corruptelas, cuidar las apariencias era un activo que procuraban no estropear para “legitimarse”.

La dictadura de Maduro es otra cosa. Su permanencia en el poder se ha valido de la corrupción abierta de factores decisivos, en primer lugar, de quienes controlan a la fuerza armada, a los tribunales y, desde luego, a la industria petrolera. Ungidos de un lenguaje redentor que capitalizó los resentimientos de quienes se sintieron marginados de los beneficios que presuntamente les correspondían por ser ciudadanos de un país rico, los «revolucionarios» que tomaron el poder «justificaron» el desmantelamiento de las instituciones del Estado de Derecho. Edificaron una realidad alterna en la que lo correcto, políticamente hablando, se identificaba por su funcionalidad para con la consolidación del chavismo.

Todo criterio independiente de verdad y de justicia fue avasallado por una moralina que fundamentaba un Nuevo Orden, supuestamente superior. Y encontró eco en apetencias de poder parecidas de quienes, en otros países latinoamericanos, se sentían legitimados en la mitología construida en torno a la revolución cubana, avalada también ahora por la retórica antiimperialista de Chávez.

Como lo recogió Milovan Djilas con relación al caso Yugoeslavo, sus dirigentes no pestañearon en justificar sus privilegios crecientes a cuenta de haberse sacrificado por la liberación popular. Se sustituían, así, los mecanismos de asignación de recursos de un capitalismo «decadente», amparados por un Estado «burgués», por aquellos que favorecían la construcción del socialismo. Se afincaba, en realidad, el régimen de expoliación que en Venezuela conocemos tanto, sujeto al arbitrio de quienes acapararon el poder, pero cobijado en una burbuja ideológica que los proyectaba como auténticos herederos del Libertador.

La lealtad y obsecuencia para con el líder indiscutible y con sus acólitos más cercanos se transformó en la llave que abría oportunidades inusitadas de lucro, más cuando el petróleo se mantuvo, durante años, en torno a los $100 el barril en los mercados internacionales. Más aún, el mero disfrute de derechos ciudadanos dependía de profesar la adecuada lealtad. Se consolidó, así, una alianza non sancta de intereses comprometidos con el mantenimiento de un orden fundado en el uso de la fuerza y la instrumentación parcializada del poder judicial, sustentado en la inobservancia de los derechos humanos, como de los mecanismos legales de control y de rendición de cuentas, que acabó con las libertades básicas y llevó al país a la ruina. Y buscó el apoyo de autocracias diversas a nivel internacional, hermanadas en su enfrentamiento al orden mundial dominado por EEUU.

A pesar de los trágicos destrozos que han infligido al país, quienes ostentan el poder siguen sirviéndose de las mismas tesis para potabilizar, ahora, la generación de ingresos provenientes de fuentes que antes tanto denostaban, el empresariado privado. No obstante, los reacomodos que, sin duda, se habrán producido ante las adversidades que ellos mismos provocaron, su perspectiva continúa siendo, básicamente, la del mundo al revés que proyectaron para «legitimar» su «revolución», pero referida, ahora, a una realidad muy diferente a la de entonces.

En absoluto manifiestan propósitos de enmienda con relación a la necesaria reposición de garantías mínimas a la inversión y al emprendimiento, ni al reconocimiento de derechos civiles y políticos sobre los que descansan la confianza y la seguridad requerida para que éstos prosperen. Continúan los atropellos de quienes reclaman sus derechos, el acoso o prohibición de medios de comunicación independientes y el cierre de emisoras.

Desde la impunidad que les regala un poder judicial abyecto, siguen pontificando contra los «enemigos» de Venezuela. Y se juegan la carta, ahora arriesgada, de alinearse con el genocida Putin, el gánster Ortega y con la cada vez más corrompida Cuba, para mantener sus fueros criminales ante quienes los acusan de violar los derechos humanos, argumentando la autodeterminación de los pueblos. Ni hablar de su contubernio con la guerrilla colombiana o de sus alianzas con organizaciones terroristas de Medio Oriente e Irán.

Estos son los referentes ante los cuales articular una política coherente y eficaz por parte de la oposición democrática en pro de la superación de la terrible tragedia que agobia a los venezolanos. El chavo-madurismo sigue contando con recursos poderosos, notoriamente del apoyo de una cúpula de militares traidores, cómplices centrales del régimen de expoliación, quienes se creen dueños del país. Pero se ha visto obligado a moverse ahora ante una realidad que responde a estímulos diferentes a los que se han acostumbrado a aplicar. Empiezan a verse las costuras. ¿Podrán encontrar en Petro y, previsiblemente, en Lula, el refugio que anhelan? Porque el entorno internacional tampoco es el mismo de antes.

Las protestas han vuelto a sacudir calles y pueblos. Ante la desidia e incompetencia de quienes deben responder y los yerros de una política económica incapaz de estabilizar los precios y el dólar, están los elementos para construir una fuerza lo suficientemente poderosa, capaz de forzar los cambios que permitirían un proceso de transición hacia una verdadera democracia. Si bien es suicida cerrarnos en una postura de «Maduro vete ya», es ingenuo creer que, impulsado por las exigencias de reactivar la economía, debamos esperar que respete, simplemente por las buenas, sus reglas de juego.

Mail: humgarl@gmail.com

Humberto García Larralde es economista, Individuo de Número de la Academia Nacional de Ciencias Económicas. Profesor (j) de la Universidad Central de Venezuela.

Descomposición y gobernabilidad

Humberto García Larralde

En la medida en que se resquebraja la imagen de “normalización” que quiere proyectar Maduro, cobra mayor pertinencia la discusión sobre cómo materializar la salida de tan oprobioso personaje de la jefatura del Estado.

Algunos sectores de oposición enfatizan la realización de primarias para escoger un candidato único que enfrentaría sus pretensiones de reelección en 2024. Este proceso tendría que conectarse, necesariamente, con las expectativas y luchas a nivel local, gremial y nacional, para que la candidatura única contase con el respaldo que da la confianza de las mayorías.

Las posibilidades de triunfo en unas eventuales elecciones presidenciales deben afincarse, no sólo en las características y fortalezas de quien enarbole la opción presidencial, sino también en el proyecto político que lo(la) respalde como alternativa factible al desastre chavo-madurista. Debe expresar las aspiraciones de esas mayorías, como las condiciones que hagan posible y factible su cumplimiento.

Por supuesto, supone que las elecciones presidenciales se realicen, en condiciones aceptables. El riesgo que ello plantea para la continuidad en el poder de Maduro es un elemento que, sin duda, estará sopesando, si quiere seguir jugando con la carta de la normalización con la ilusión de que le dispensen algunas sanciones.

Crucial a ese proyecto alternativo son las propuestas en materia económica, epicentro de las desdichas y tragedias de tantísimos venezolanos. De ahí la necesidad de recoger las demandas de la gente en torno al restablecimiento de garantías y condiciones que permitan responder a sus necesidades.

No se trata sólo de explicar los elementos sine qua non de toda reactivación económica, sino de nutrirlo con propuestas particulares a los problemas del día a día de los venezolanos, tanto en Caracas como en localidades del interior.

Acentuar la presión en torno a su solución, con protestas y otras movilizaciones, obligaría al régimen a tomar posición, pues ahora su narrativa es (supuestamente) la de auspiciar una economía productiva. Su desidia pondría al descubierto su indisposición para afectar los intereses de quienes tanto se han beneficiado de la rapiña de la cosa pública --pero también privada—con la excusa de construir un “socialismo del siglo XXI”, ¡con Hombre Nuevo y todo! ¿Podrá reformarse desde adentro el régimen de expoliación? Como sea, el costo político para Maduro será ineludible.

Aun cuando podamos coincidir con que, “¡Es la economía, estúpido!”, como motivación de la campaña opositora --lema que, como se recordará, ayudó a elegir a Clinton en EE.UU.--, existen otros problemas, gravísimos, que no pueden ser desestimados. De su superación dependerá la gobernabilidad del país para cualquier opción política que aspire a conducir las riendas del Estado a futuro.

Aunque sea brevemente, son inescapables algunas consideraciones acerca de la descomposición social, moral y política asociada a más de veinte años de destrozos en manos “revolucionarias”.

En primer plano resalta la terrible destrucción de las normas de convivencia entre venezolanos, que ha sido resultado del desmantelamiento de las instituciones de la democracia liberal y de las garantías del Estado de Derecho. Es producto de la asunción de Venezuela como territorio conquistado por parte de los jerarcas chavo-maduristas, propio de un ejército de ocupación.

La violación extendida y constante de derechos humanos básicos, incluyendo el de la vida, se auxilia en la criminalización de toda protesta, en la impunidad y ausencia de responsabilidad (accountability) con que fuerzas policiales especiales y militares realizan razias –frecuentemente letales—en barrios y zonas fronterizas, en la persecución y tortura de opositores y disidentes, y en la negación de condiciones fundamentales para la subsistencia de las poblaciones más vulnerables.

Cómo hacer con la feudalización de una estructura castrense expoliadora (Redis, Zodis, Ardis), y con la presencia de criminales en la DGCIM y el Sebin, resultados de la destrucción de la institución militar, debe ser estudiado, en beneficio de la paz y la estabilidad de cualquier gobierno que se proponga consolidar una verdadera democracia.

Las recomendaciones y mandatos de las misiones de las NN.UU. para que sean observados plenamente los derechos humanos en Venezuela, como las que resultan del monitoreo de crímenes por parte de valientes ONGs venezolanas, HRW y otros, así como de la investigación que adelanta la Corte Penal Internacional, deben constituirse en plataforma obligada de cualquier proceso de transición democrática.

El saneamiento del poder judicial habrá de jugar un papel central, así como el espinoso asunto de un régimen provisorio para procesar delitos y crímenes cometidos desde el poder. Son reveladores los trapos sucios que ventilan entre sí Rafael Ramírez y Maduro sobre numerosos robos y corruptelas.

La estabilidad política de una democracia restablecida requiere de bases que alimenten la confianza en que habrán de restablecerse plenamente los derechos y se hará justicia, como en la imparcialidad de las instituciones. Debe hacerse lo posible para conjurar los estallidos violentos que podrían alimentar revanchismos y/o apetencias de quienes quieren seguir disfrutando de los privilegios derivados de su usufructo excluyente del poder, que hagan zozobrar el retorno a la democracia.

Luego está la desastrosa situación en que ha quedado la prestación de servicios públicos a la población, incluidos la educación y la salud. ¿Cuántos funcionarios calificados en el área de energía eléctrica, de suministro de agua, gas, de telecomunicaciones, se habrían ido del país buscando una remuneración acorde con sus capacidades y condiciones dignas de trabajo? ¿En qué estado se encuentran estos servicios, qué presupuesto tienen asignado, quiénes están a cargo? ¿Planes de recuperación?

En el campo de la salud pesa de manera cruel la suspensión de los informes de morbilidad y mortalidad atribuidas a variadas afecciones, como del estado de las instalaciones hospitalarias, ambulatorios y de otros servicios de salud, que dejaron de publicarse en 2016. Ni siquiera hay información confiable sobre contagios y muertes ocurridos por Covid, como del estado de la vacunación entre la población. La migración de decenas de miles de valiosos médicos, enfermeros y técnicos variados en este campo complica aún más y de forma severa la adecuada prestación de salud a los venezolanos.

Asimismo, el estado de la educación, tan crucial para el desarrollo futuro del país, no puede ser más comprometedor, tanto por la exigua asignación presupuestaria, los bajísimos salarios de maestros y profesores y los intentos de imponer un pensum fascistoide en relación con materias de naturaleza social e histórica. Luego está el cerco presupuestario persistente a las universidades nacionales, la conculcación de su régimen autonómico y el sometimiento de su personal –docente y empleado—a condiciones miserables de vida, que ha lesionado sus capacidades de formación, investigación y para ofrecer soluciones a los innumerables padecimientos que, en distintos planos, afectan a la población.

Hay material de sobra para continuar con esta letanía. Pero terminemos haciendo referencia a la ausencia de datos sobre el desempeño económico real, del sector externo, la gestión presupuestaria, el manejo de los agregados macroeconómicos y del comportamiento de distintos sectores de la economía, que son tan importantes para un correcto diagnóstico de los problemas a encarar y de las medidas que, en consecuencia, deben ser consideradas. El BCV, MinFinanzas y el INE dejaron de publicarlos.

Los requerimientos y las modalidades de financiamiento externo a negociar para abordar las insuficiencias en la gestión pública, en la prestación de servicios y otros, junto al diseño e instrumentación de un régimen fiscal idóneo a nivel nacional, regional y local, precisan de información confiable. De lo contrario, se continuará a ciegas. La negación del situado constitucional a las regiones, declarando el ingreso petrolero como “extraordinario”, la práctica de asignar el presupuesto discrecionalmente y las reiteradas corruptelas, ilustran las perversiones que deben ser superadas en el saneamiento de la gestión pública.

Lo comentado no pretende desconocer que una campaña exitosa debe priorizar objetivos y expresarlos en términos que la gente haga suya para posibilitar la derrota del fascismo. Pero debemos estar más que alertas de que no basta sacar a sus personeros. Prepararnos para acometer las soluciones a tanta destrucción será, en su momento, decisivo para la sobrevivencia de una democracia reconquistada.

Economista, profesor (j), Universidad Central de Venezuela

humgarl@gmail.com

Un “arreglo” sin productividad

Humberto García Larralde

Un principio básico de economía, grabado en piedra, es que la productividad determina la capacidad adquisitiva de una población en el tiempo. Nos referimos a la productividad laboral, que mide los bienes y servicios producidos por trabajador. Entre los factores que explican su mejora está la inversión en maquinaria y equipos, la innovación y aplicación de nuevas tecnologías, la capacitación de la mano de obra y la reducción de las trabas de todo tipo a las actividades de producción e intercambio.

Durante muchos años Venezuela eludió esta ley de hierro gracias a las rentas internacionales que captaba por la venta de su crudo. Permitían, en el marco de un esquema proteccionista, remunerar a trabajadores y empleados por encima del valor de su productividad. Bajo los gobiernos democráticos redundó en altos niveles de bienestar. Pero alimentó una cultura rentista, propicia a prácticas populistas y clientelares, cuyas perversiones fueron minando las bases de sustento de la democracia. Le tendió la cama al advenimiento de un “salvador de la Patria”, quien buscó el control personal de PdVSA para dilapidar estas rentas entre cómplices y en programas populistas que le dieran réditos políticos: “ahora PdVSA es de todos” (¡!). Con tan formidables recursos, Chávez procedió a desmontar las instituciones que amparaban a las actividades económicas del sector privado, bajo la consigna de construir el “Socialismo del Siglo XXI”. Creó, así, las condiciones que terminaron por arruinar la economía.

Como sabemos, Maduro acentuó este desastre. A ello contribuyó mucho la profundización y extensión de prácticas depredadoras entre militares corruptos y “enchufados”, propiciadas por su mentor. Ahora resultaban aún más decisivas para mantenerse en el poder. Pero al bajar los precios internacionales del crudo de los niveles abultados que había disfrutado Chávez, la economía cayó en barrena. Se encogió a menos de la cuarta parte de cuando asumió Maduro. Imposible satisfacer en estas circunstancias a sus secuaces y mantener un nivel manejable de paz social. Atendiendo, presumiblemente, a quienes habían asesorado a Rafael Correa en Ecuador, Maduro engavetó la prédica socialista y se acercó al sector privado, liberando precios y la circulación de dólares. A pesar de respuestas que parecían auspiciosas, la incipiente liberalización no tardó en verse comprometida por los desequilibrios intrínsecos a la gestión chavo-madurista. Saltó el precio de la divisa, con impacto en algunos precios internos, porque el sustrato productivo de la economía seguía siendo muy precario. Veamos.

Durante los años en que la actividad económica se reducía (2014-2020) y, con ello, la productividad laboral, Maduro pretendió defender la capacidad adquisitiva de los trabajadores decretando sucesivos aumentos del salario mínimo (21 hasta finales de 2021). Pero, con el colapso de la base impositiva por la ruina de la economía doméstica y de la capacidad productiva de PdVSA, y el aislamiento financiero internacional del Estado, luego del default fáctico sobre sus deudas en 2017, no tenía cómo pagarlos. Acudió al financiamiento monetario del Banco Central, que terminó multiplicando la liquidez en más de 70 millones durante estos años, sumiendo al país en una hiperinflación pavorosa. Sus decretos produjeron el efecto contrario: para finales de 2021 el salario mínimo real (con bono de alimentación) se había reducido a solo el 5% de cuando asumió la presidencia. Pero en marzo, Maduro decretó otro alza.

El combate a la hiperinflación lo emprendió Maduro demasiado tarde, cuando ya había acabado casi por completo la capacidad adquisitiva de los venezolanos. Se concentró, además, en reducir de forma drástica la oferta monetaria, recortando el gasto público, paralizando prácticamente la actividad crediticia de la banca con encajes prohibitivos y vendiendo los escasos dólares que entraban al BCV para “anclar” su precio y absorber liquidez. Contribuyó, así, a deprimir aún más la actividad productiva y, con ello, la remuneración de los trabajadores. En absoluto introdujo medidas que buscaran reequilibrar la economía promoviendo una mayor demanda de las variables monetarias. De ahí su precariedad.

La economía venezolana revela actualmente un desempleo altísimo de recursos productivos, mídase como se mida. Obviando la incómoda discusión de cuál es el producto potencial real del país en estos momentos –parte del aparato productivo ha sido destruido más allá de toda recuperación--, es patente que, con las políticas adecuadas, la actividad económica podría incrementarse radicalmente en poco tiempo. Estamos hablando de superar el nivel más alto del PIB (real) registrado, el de 2013, en menos de quince años. Por el contrario, con la “normalización” de Maduro ello tardaría, en el mejor de los casos, unos 40 años. Tan rápida reactivación conllevaría un incremento significativo de las transacciones –actividades de compraventa, contrataciones, créditos, empleo, inversiones-- que permitirían reabsorber los excedentes monetarios. Sería un ajuste expansivo. En presencia de un fuerte desempleo de recursos, la política antiinflacionaria no debe dejar por fuera la activación de la demanda monetaria.

¿Cómo se diferenciaría de la gestión de Maduro? A continuación, algunos aspectos centrales:

1) Un retorno al ordenamiento constitucional y a las garantías inherentes al Estado de Derecho, que impliquen reglas de juego que den seguridad y confianza a los inversionistas;

2) La concertación de un generoso financiamiento internacional, con una reestructuración profunda de la deuda externa, capaz de auxiliar un programa exitoso de estabilización macroeconómica y proveer los recursos con los cuales recuperar la capacidad de gestión del Estado;

3) Aprovechamiento cabal de la capacidad ociosa del aparato productivo nacional en el corto plazo;

4) Una estrategia de desarrollo explícitamente orientada al desarrollo de la competitividad, con base en políticas industriales bien concebidas y articuladas, favorables al emprendimiento productivo;

5) El aprovechamiento de la transición energética y de las oportunidades de la 4ª Revolución Industrial, fortaleciendo las capacidades de innovación y de desarrollo tecnológico del aparato productivo.

La “normalización” de Maduro se centra, por el contrario, en el consumo de bienes importados pagados en dólares. Un rentismo raquítico, porque éstos escasean. Muy poco va en aumentos en la producción y en la generación de empleo productivo. De ahí su tipificación como burbuja. Para nada se orienta a superar los factores que entraban el aprovechamiento de la enorme capacidad inutilizada que presenta, hoy, el aparato productivo doméstico, en particular:

a) La emigración de mano de obra calificada y de talento profesional;

b) El colapso de los servicios públicos y de la infraestructura física;

c) Un marco institucional –leyes, reglamentos— asfixiante y punitivo, aplicado a discreción;

d) La destrucción del tejido industrial (clusters que sustentan la competitividad): proveedores, industrias complementarias, servicios especializados de apoyo, etc.

e) Una banca atrofiada, que ha visto reducir sus activos en un 90% y su capacidad de intermediación en su casi la totalidad desde 2013;

f) El colapso de la capacidad de respuesta administrativa y de gestión del Estado en tantas áreas;

De resolverse exitosamente los cuellos de botella señalados, el salto en la productividad sería inmediato. Permitiría aumentar las remuneraciones significativamente en un corto plazo, satisfaciendo expectativas de mejora sostenida en las condiciones de vida de la población trabajadora. Pero ello sólo sería posible en el marco de condiciones como las referidas arriba. ¿Podrá Maduro con eso?

“¡Mucho camisón pa’ Petra”!, habrían exclamado nuestros padres. Por las denuncias que se leen a diario, Maduro en absoluto le interesa alterar la dinámica de expoliación de militares corruptos y enchufados. ¿Dónde están las garantías para quienes quisieran invertir con miras en el largo plazo? ¿Y para que el talento emigrado retorne, aunque sea en parte? ¿Dónde los derechos laborales que permitan luchar por mejoras en las condiciones de trabajo y negociar las remuneraciones que se merecen? ¿Y la transparencia y la rendición de cuentas en el manejo de los recursos de la nación que se confían a quienes dirigen el Estado? ¿Dónde están los derechos humanos y civiles que amparen la movilización ciudadana a favor de la recuperación de los servicios públicos y niveles dignos de seguridad? ¿Cómo queda la libertad? Agenda obvia para el cambio político por el que claman los venezolanos.

Economista, profesor (j), Universidad Central de Venezuela

humgarl@gmail.com

La encrucijada de Maduro

Humberto García Larralde

De un tiempo para acá el régimen de Maduro viene tomando decisiones para una mayor liberalización y apertura de la economía, poco congruentes con cualquier idea de “socialismo del siglo XXI”. Suspendió los controles de precio a muchos bienes y servicios (pero sin abrogar la Ley de Precios Justos); derogó la Ley de Ilícitos Cambiarios, permitiendo la circulación y posesión de divisas; reemplazó el control de cambio por un régimen de flotación “sucia” (intervención del BCV); liberalizó el comercio exterior; anunció la venta de activos públicos, amparada en una “Ley Antibloqueo”, y la de acciones de algunas empresas públicas; y aprobó una Ley de Zonas Económicas Especiales para atraer inversiones, si bien poco “liberal” y muy discrecional en su aplicación. Promueve inversiones extranjeras también en el sector petrolero y crea un Centro Internacional de Inversión Productiva, en el marco de la Ley Antibloqueo. Por boca de la vicepresidente Delcy Rodríguez, también ministra de Economía y Finanzas, nos enteramos de una Agenda Económica Bolivariana con 18 motores productivos. Supongo que la idea es que ahora no operen en retroceso. Maduro, por su parte, habla de construir un poderoso sistema tributario, alabando al existente en EE.UU. y otros países avanzados, a la par que se acerca al sector privado, anunciando el desarrollo de su “vocación productiva y exportadora”.

A la par, se aplicó un ajuste draconiano para acotar la hiperinflación. Redujo drásticamente el gasto estatal, incluyendo sueldos, a costa de un deterioro aún mayor de los servicios públicos; ancló el precio del dólar, liquidando divisas escasas en el mercado cambiario; y asfixió la actividad crediticia de la banca imponiendo niveles de encaje prohibitivos. Aun así, la inflación (anualizada) sigue entre las más altas del globo --137,1% para finales de julio. Y, con el anclaje cambiario, se sobrevaluó todavía más el bolívar.

No es de sorprender que ante una mayor estabilidad y luego de tantos años reprimidas con toda suerte de controles y arbitrariedades, algunas actividades económicas respondieran positivamente, a pesar de las inconsistencias o insuficiencias de algunas medidas. Se volvieron a llenar los anaqueles en los supermercados y se activó una burbuja en torno a la comercialización de bienes importados y alguna construcción al este de Caracas. Algunos rubros agropecuarios e industrias también pudieron aumentar su producción al tener libertad para importar insumos (con sus propios dólares).

Maduro no resistió la tentación de cantar victoria: el país “se estaba arreglando”. Esta ilusión, a espaldas de las penurias de la inmensa mayoría de la población, de la proliferación de apagones, de las carencias en el suministro de agua y de servicios de todo tipo, se insufló con la perspectiva de que la relación con Colombia mejoraría tras el triunfo de Gustavo Petro. Parecía abrirse la oportunidad de admitir elecciones creíbles para atemperar, así, algunas sanciones y el ostracismo externo a que fue sometido. Ya no serían tan riesgosas, dado su “éxito económico” y el desarreglo en que aparentaba encontrarse la oposición.

Pero arreglar al país no es “soplar y hacer botellas”. Las medidas referidas escasamente modificaron el sustrato sobre el que se levanta la economía chavista. Siguió la desconfianza derivada de la ausencia de garantías económicas y humanas, de la inseguridad asociada al desmantelamiento del Estado de derecho, así como de la precariedad de una política antiinflacionaria apoyada en el anclaje cambiario: la destrucción de la industria petrolera dejó al Estado sin suficientes divisas para asegurar la estabilidad del tipo de cambio. Como se temía, este arreglo no pudo sostenerse. El precio del dólar ha aumentado un 45% desde mediados de agosto. La expectativa de que la economía caiga de nuevo en un espiral de depreciación – inflación, con impactos adversos sobre el nivel de vida de los venezolanos, plantea un difícil problema a Maduro, sobre todo porque el colapso de estos últimos ocho años ha dejado a la economía doméstica con escasa capacidad de respuesta ante ello.

No puede olvidarse que Chávez hizo lo posible por reemplazar el ordenamiento constitucional, el Estado de derecho y los mecanismos de mercado, por el imperio de su propia voluntad, a cuenta de encarnar, por antonomasia, los fines redentores de su “revolución”. Al amparo de la ausencia de garantías, de la opacidad y de la no rendición de cuentas que trajo la destrucción de la autonomía y el equilibrio de poderes --incluyendo medios de comunicación independientes y una ciudadanía activa —y de una impunidad asegurada a cambio de profesar lealtad al “comandante”, aparecieron poderosas mafias dedicadas a expoliar la riqueza nacional. Una vez que quedó atrás la bonanza petrolera de 2008 a 2014 –precios del crudo por encima o cercanos a los $100/barril—se desnudó la inopia que hoy plaga al país. Imposible satisfacer ahora las alianzas que sostenían a Maduro, sobre todo el apoyo de militares que traicionaron su juramento, y hubo que instrumentar medidas de liberalización económica que abrieran un respiro a muchos de sus cómplices. Y de la economía venezolana, dada la enorme potencialidad que aún tiene a pesar del desastre chavista, no dejaron de brotar mejoras visibles. Rápidamente fueron capitalizadas políticamente por el régimen con aquello de que “Venezuela se arregló”.

Pero la implantación de una economía de mercado que materializara estas potencialidades, ni siquiera está a mitad de camino. ¿Cómo atraer inversiones, fomentar la producción y generar empleo bien remunerado, sin eliminar la estructura de privilegios y de intereses creados que depredan al Estado? No basta con retirar los ojos de Chávez de las edificaciones públicas. ¿Cómo restablecer un intercambio fructífero con Colombia sin atacar a los traficantes de gasolina, de drogas, contrabandistas y las bandas criminales que han operado bajo las narices o con participación activa de militares quienes, supuestamente, custodian la frontera? ¿Cómo fomentar el abastecimiento cuando a los productores agropecuarios se les confiscan buena parte de lo transportado en alcabalas y puertos? ¿Cómo ser competitivo y aumentar la producción industrial cuando no se cuenta con un suministro eléctrico, de agua, gasolina y gas, estables? Y, sin contar con un aparato productivo robusto y en ausencia de financiamiento internacional, la estabilización de precios y del tipo de cambio se hace muy cuesta arriba. Sobre todo, es poco lo que puede aportar un Estado tan malogrado para que las medidas funcionen.

Y así se pinta la encrucijada que enfrenta hoy Maduro. O arremete contra los intereses creados que, junto con su mentor, alimentó --para desgracia de Venezuela-- o languidece, con escasas posibilidades de cosechar el éxito político anhelado, en una situación de limitada capacidad económica, creciente conflictividad social y política, perpetuación de su aislamiento internacional y creciente vulnerabilidad. El gobierno de EE.UU, acaba de aclarar que se mantienen las sanciones. Difícilmente, puede esperarse de Maduro las reformas que el país demanda. Fiel a su naturaleza fascista, ha respondido a las amenazas que percibe a su poder, incrementando las medidas represivas.

Sin embargo, para bien de las posibilidades de transición hacia la democracia, existe ahora un factor que debe ser aprovechado. La narrativa del gobierno ha cambiado diametralmente. Ya no es congruente que enfrente o se haga el loco ante los reclamos de que sean cumplidas algunas garantías constitucionales propicias al establecimiento de una economía productiva, incluidas las referentes a los derechos humanos, a cuenta de estar construyendo el socialismo del siglo XXI. A menos que prefiera revertir al caos anterior, con el consiguiente costo político, debe admitir la pertinencia de estos reclamos. No es que creamos que el gobierno empiece ahora, como si nada, a responder ante estas demandas. Pero se ha abierto un espacio favorable a una plataforma de reivindicaciones, legitimadas en las pretensiones que --al menos de la boca para afuera-- anuncia el gobierno, para apalancar las fuerzas para el cambio. Y ello debe ser aprovechado para poner en evidencia las contradicciones del chavismo y erigirse en la alternativa auténtica posible al desastre chavomadurista.

Sólo un movimiento cohesionado en torno a un programa coherente y viable, capaz de interpretar las aspiraciones de la gente y respaldada con las posibilidades de contar con importantes financiamientos internacionales, podrá sacar al país de este atolladero. No desaprovechemos la oportunidad.

Economista, profesor (j), Universidad Central de Venezuela

humgarl@gmail.com

“El poder absoluto corrompe absolutamente”

Humberto García Larralde

La conclusión de Lord Acton, recogida arriba, es axiomática: en ausencia de contrapesos, quien ostenta el poder puede hacer lo que le da la gana. Y el poder absoluto se define, precisamente, por eso, por la ausencia de contrapoderes que lo limiten. La famosa máxima del historiador y político inglés partía de señalar, como se sabe, que el poder en sí tiende a corromper.

De ahí la importancia decisiva de erigir instituciones que lo acoten, hagan inviolables los derechos ciudadanos, y obliguen a la rendición de cuentas y a la transparencia de la gestión de los poderes públicos. En una democracia auténtica, en la que reina el equilibrio de poderes independientes, conforme a la fórmula de Montesquieu, y existen medios de comunicación libres y una ciudadanía protagónica, tiende a reducirse al mínimo las posibilidades de cometer atropellos, y a expandirse al máximo las garantías y libertades individuales.

Y es aquí donde se desnuda el régimen de Maduro. En apenas una semana ha condenado a ocho años de prisión a Juan Requesens, acusándolo –sin prueba alguna—de tener participación en el supuesto atentado del dron, ese que puso a correr a sus chafarotes; ha anulado, de un solo plumazo, conquistas laborales fundamentales, cercenando el pago de vacaciones y bonos a los empleados públicos, incluidos los profesores universitarios, a pesar de contemplarse en los respectivos contratos colectivos; y, para mayor ridiculez, el fiscal en funciones, Tarek William Saab, emite una orden de captura a la periodista Carla Angola por una opinión emitida en una entrevista en EE.UU. Si a eso se le añade la prisión sin juicio de Roland Carreño y de Javier Tarazona, como de centenares de presos políticos por el hecho de ser críticos del régimen; el bloqueo de fuentes independientes de información en la red; y el atropello de los cuerpos represivos del Estado en barrios populares o en zonas fronterizas --entre otros desmanes--, tendremos una aproximación a los horrores asociados al ejercicio, sin freno, del poder.

Porque la corrupción a la que se refería el barón inglés no se restringe a las marramuncias que pueden cometerse con los dineros públicos. Ataña directamente a la condición humana. Es la degradación del espíritu de aquellos que, por creer que disfrutan de un poder ilimitado, desprecian a quienes no son sus acólitos para maltratarlos cruelmente. Desaparece toda referencia moral y ética como criterio de convivencia civilizada entre quienes divergen en sus gustos, preferencias y opiniones, para dar paso al ejercicio desnudo de la fuerza contra quienes, al haberse destruido el Estado de Derecho, se encuentran desamparados ante las arbitrariedades de los poderosos. Y esta crueldad se exacerba si quienes la ejecutan se sienten inspirados por una misión trascendental que los sitúa por encima del bien y el mal.

Ese fue, quizás, el mayor crimen que pudo haber cometido Hugo Chávez. Con su lenguaje de odio y descalificación, convenció a sus huestes de que quienes discrepaban no tenían derecho a ser tratados como iguales. Hizo del adversario político legítimo, un enemigo irreconciliable. Su pecado, no haber sucumbido a las soflamas patrioteras de quien se proyectaba como heredero del Libertador y someterse, sin chistar, a su liderazgo. La demolición de las instituciones democráticas y el uso “persuasivo” de la violencia por parte de sus camisas rojas, en un contexto de militarización creciente del quehacer político, desembocó en un régimen neofascista, animado por la consigna “patria, socialismo o muerte”.

La prédica militarista-patriotera, reforzada luego con la asimilación de algunos mitos del comunismo castrista, forjó el apego de sus partidarios a un pensamiento único, cuidadosamente cultivado por Chávez. El culto a su persona y la erección clara de un enemigo “mortal” –el imperio estadounidense—le pasó la aplanadora toda idea independiente al interior de sus filas. Con formulaciones maniqueas simplistas, amalgamó a sus fieles tras de sí, eliminando todo posible contrapeso. El poder creciente de Chávez tuvo como único freno su propia percepción de la conveniencia política de emprender algunas acciones; hasta dónde tenía sentido llegar en su proceso de desmantelamiento institucional.

Maduro, sin la ascendencia de su mentor, se aferró a su legado para permanecer en el poder. Acentuó la corrupción de contingentes del alto mando militar ofreciéndoles oportunidades de lucro de todo tipo para amarrarlos, como cómplices en el despojo de la nación, a su gobierno. El constructo ideológico con que se quiso “legitimar” este despojo --que es en lo que se convirtió la llamada “revolución” bolivariana—hizo que algunos de militares se creyesen el cuento de ser herederos del ejército libertador y, por tanto, propietarios exclusivos de Venezuela. Se forjó un Estado patrimonial, amparado en un poder judicial obsecuente y también cómplice. Al desatar una mayor represión y extender las prácticas de terrorismo de Estado, se ha afianzado en sectores del chavo-madurismo la percepción de que su poder carece de contrapesos. A ello han ayudado los errores que impidieron a las fuerzas opositoras mantenerse como opción clara de poder. Internacionalmente apuestan a Putin, con la esperanza de que, con su apoyo, los desembarace de las reglas de juego que castigan a sus prácticas gansteriles. Y, con la toma de posesión de Petro en Colombia, se ilusionan de contar también con su anuencia ante los desmanes cometidos.

El patrimonialismo instaurado lleva a un personaje tan emblemático como Diosdado Cabello a alertar a Repsol y a ENI que, si bien ahora tienen licencia para exportar crudo venezolano a Europa y cobrarse sus acreencias con PdVSA, tienen que “dejarles alguito para el café”. Maduro, les entrega 10.000 km cuadrados (un millón de hectáreas) a sus “panas” iraníes para cultivo, amén de condonarle la deuda a países del Caribe que compran petróleo venezolano.

Adicionalmente, la asamblea oficialista aprueba una ley de Zonas Económicas Especiales que le confiere la discreción al presidente y a otros jerarcas de decidir quién (o quiénes) pueden beneficiarse de los incentivos provistos. Y los ejemplos siguen. Es en esta veta que las ministras de Educación y de Educación Superior le pasan por encima a los contratos colectivos de profesores y empleados, como al principio de progresividad del derecho, para rebajarles sus remuneraciones. Y los hermanos Rodríguez, violando descaradamente la autonomía universitaria, hacen levantar un monolito a la memoria de su padre en terrenos de la UCV (“Tierra de Nadie”) como si fueran de ellos, sin pedir permiso a las autoridades correspondientes.

Y todo ello ocurre cuando, aparentemente, se adelantan medidas orientadas a una mayor liberación de las fuerzas de mercado: la “normalización” de la que quiere beneficiarse Maduro. Pero todo paso en esa dirección implica ofrecer alguna garantía a los agentes económicos, si se quiere que funcione. La manifiesta incongruencia con el ejercicio de poder sin restricciones comentado arriba, lleva a pensar que hay confusión e intereses contrapuestos en juego en el seno del chavo-madurismo.

La ausencia de contrapoderes institucionalizados obliga a las fuerzas democráticas a ejercerlos por la vía de hecho. Es la verdad de Perogrullo que tanto atormenta a la oposición: el deber de constituirse en fuerza, en un poder efectivo, con capacidad de arrebatarle al oficialismo las garantías que permitan afianzar posibilidades para la apertura democrática y para proveer oportunidades de sustento digno a los venezolanos. No hay otro camino que acompañar a los distintos sectores en sus luchas, procurando que sus objetivos particulares se concatenen en una plataforma política que apunte a la restitución de los derechos fundamentales de los venezolanos, tanto en el plano político como en el económico y el cultural. Sin transformarse en esa fuerza, en ese contrapoder, Maduro no accederá a realizar elecciones confiables, más cuando los EE.UU. y la UE tienen, claramente, prioridades más importantes que atender.

La escogencia de un candidato unitario a través de primarias debe convertirse en un paso decisivo en la construcción de esa fuerza. Es menester hacerlo al calor de una discusión fructífera en torno a las reivindicaciones económicas y políticas del momento, que se plasme en una narrativa que la gente haga suya y se movilicen para su concreción. Quizás sea la mejor forma de visualizar la cohabitación a que se refiere el Secretario General de la OEA, Luis Almagro. Aprovechar los amagos de apertura de Maduro para exigir los derechos sobre los que tendría que fundamentarse para ir ganando la confianza de la población como alternativa viable de poder, garante de que se restituyan las libertades democráticas y el Estado de Derecho. Las elecciones de 2024 y, mucho menor, el triunfo de la oposición, están dados.

Economista, profesor (j), Universidad Central de Venezuela

humgarl@gmail.com

¿Podremos entendernos?

Humberto García Larralde

La posibilidad de negociar con el chavo-madurismo bases mínimas de un acuerdo para superar la terrible tragedia que sufren los venezolanos, descansa en la suposición de que podemos entendernos y que estamos dispuestos a ello, que usamos palabras con igual significado y hacemos referencia a una misma realidad, aun discrepando en la manera como abordarla. Pero tal obviedad no está dada.

Si hay algo que caracteriza a regímenes de naturaleza fascista es su sujeción a una realidad alternativa, construida con base en símbolos que sirven para proyectar una visión maniquea, moralista, de la lucha política, según la cual los buenos (“nosotros”) enfrentan a los enemigos del pueblo –aquellos que no se pliegan a los designios de la patria declaradas por el líder-- para asegurar su necesaria derrota. De ahí la preeminencia de la jerga militar, de conspiraciones hostiles y de la búsqueda de culpables. En el caso venezolano, Chávez erigió esa falsa realidad invocando la lucha independentista, posicionándose como una especie de Bolívar redivivo y descalificando a todos que se le opusieran como “traidores”. Campañas de odio llevaron al acoso y la discriminación de estos “apátridas” y a la suspensión progresiva de sus derechos. En absoluto había interés en entenderse con estos; había que aplastarlos.

Pero esto es historia conocida. El abandono del “socialismo del siglo XXI” con el levantamiento de los controles, la dolarización de las transacciones y ciertas privatizaciones, ¿no indicaría que estamos, hoy, frente a una realidad distinta, que permite pensar que, al fin, el oficialismo empieza a entender la realidad del país? Pero ahí está Diosdado Cabello, vicepresidente del PSUV, recogiendo la costumbre del nefasto Motta Domínguez, de acusar, ahora no a las iguanas o a un francotirador por la caída del servicio eléctrico, sino al gobierno estadounidense por la ruptura de una tubería de gas. El ministro de Relaciones Interiores, Justicia y Paz, Remigio Ceballos, se molesta por la denuncia que hace Valentina (¡valiente!) Quintero, del cobro de matraca por militares en las alcabalas, denuncia repetida innumerables veces por agricultores del Táchira, ganaderos y comerciantes en general. Declara que es irresponsable “opacar la labor policial y militar enmarcada en la ética profesional de quienes se dedican a la protección, defensa y servicio al pueblo venezolano, poniendo a un lado su propia seguridad”. ¿En qué país vive este señor? Con los miserables sueldos que se les paga y el patrón que exhiben sus superiores, ¿por qué no la extorsión? El expolio de oro y coltán en Guayana, la negociación de crudo, el contrabando de hierro y cabillas, el narcotráfico y mucho más, dan cuenta de esta supuesta “ética profesional”. Cuentan, además, con una impunidad cómplice al ser ensalzado como herederos del Ejército Libertador. Y se lo creen.

El problema está en que los militares traidores que sostienen a Maduro se comportan, en realidad, como un ejército de ocupación. Sus patrones, referencias y su desprecio por el mundo civil, inculcados por la retórica patriotera de Chávez, reflejan la convicción de ser dueños del país, ungidos por la Patria. Permanecen anclados en esta visión retrógrada y primitiva porque les absuelve sus atropellos. Ampara, además, sus pretensiones patrimoniales como columna vertebral de un sistema que expolia a la nación. ¿Dónde están los resguardos institucionales que limitan el abuso de quienes tienen el poder de las armas? ¿Cómo ponerles coto a sus arbitrariedades en zonas fronterizas, en Guayana? ¿Y las torturas en la DGCIM y el SEBIN? ¿Es parte de la “protección, defensa y servicio al pueblo venezolano”?

Pero, algunos aparentan no estar anclados en el pasado. El propio protegido por este gorilismo, Nicolás Maduro, anuncia medidas de apertura para atraer inversiones. Rompe con el hechizo que lo ataba al charlatán español, Serrano Mancilla –aquel que lo había convencido de que el financiamiento monetario del gasto no era inflacionario-- para suspender, primero, los controles de precio y permitir la libre circulación de la divisa. Y, para darles contenido, contrae drásticamente el gasto público, en el más rancio sentido neoliberal, y asfixia el crédito con encajes prohibitivos para contener la hiperinflación. Y combina lo anterior con la quema de escasas divisas para estabilizar el precio del dólar.

La economía privada no podía dejar de responder a este pequeño respiro. Entusiasmado, Maduro, lanza ahora un folleto anunciando las maravillas que aguardan a quien invierta en el sector de hidrocarburos. Salvando el pésimo gusto de ponerle el nombre de Hugo Chávez Frías a la Faja petrolífera del Orinoco, sorprende que proyecta la imagen de una industria integrada: yacimientos, gasoductos, mejoradores de crudo, oleoductos, refinerías y empresas petroquímicas asociadas, operando al unísono, sin problemas. Y con las mayores reservas probadas del mundo. El folleto culmina con una serie de incentivos dispersos acumulados en distintos instrumentos jurídicos aprobados por el chavismo, incluida una “Ley (in)constitucional de Inversión Extranjera Productiva” aprobada en 2017 por la infausta asamblea constituyente. Cierra con alusiones a la Ley de Zonas Económicas Especiales y una extraña referencia a la “Ley Antibloqueo” como “mecanismo de protección de los activos públicos y de los socios e inversores del país” (¡!). Todo el mundo sabe que esta ley se aprobó para evadir controles y la rendición de cuentas al privatizar, bajo el amparo de condiciones de confidencialidad otorgadas a discreción.

En fin, nos enfrentamos a una oligarquía opresiva cuyo componente militar sigue viendo a Venezuela como su coto particular de caza, mientras Maduro intenta cambiar la narrativa para atraer inversiones. ¿Rompe con el pasado? El folleto referido se delata con una foto a toda página, al comienzo, de un “comandante eterno” visionario oteando el futuro, acusa a las sanciones impuestas por los EE.UU. del deterioro de PdVSA, y repite frases emblemáticas de los planes chavistas (“Suprema Felicidad del Pueblo”). Maduro va a tener que ir más allá si quiere, de verdad, atraer inversiones. ¿O se trata sólo de un expediente temporal para solventar problemas de caja? Hechos valen más que palabras. Garantías, acuerdos bilaterales / multilaterales de inversión, financiamiento, la taquilla única ofrecida, respuesta oportuna de la Administración Pública y, por supuesto, servicios públicos –agua, luz, gas, seguridad, infraestructura vial, de puertos y aeropuertos—confiables. Incompatible con el sistema de expoliación que ha servido hasta ahora como base del apoyo prestado por militares traidores, cobijada en mitos revolucionarios. Se pone a prueba la autenticidad de la “normalización” alardeada por Maduro.

Es posible que la dinámica desatada por estas medidas de liberalización, hasta ahora incompletas e inconexas, pueda plasmarse en aspectos de una institucionalidad favorable a la iniciativa privada y ello permita aprovechar las enormes potencialidades existentes en el país para que los venezolanos vayan conquistando, para sí, medios para una vida digna. Pero los intereses atrincherados en el sistema de expoliación existente se resistirán a abandonar sus privilegios. Muchos se amparan en el imaginario construido por Chávez para desentenderse de toda presión de cambio.

Toca a las fuerzas democráticas aprovechar la promoción anunciada por el gobierno para recoger las aspiraciones de mejora de la gente y presionar por la concreción de las reformas ahí implícitas. Y ojo, de ser sincero Maduro, muy probablemente quiera ir hacia alguna modalidad del modelo chino, con control centralizado y derechos restringidos. Y lo haría lentamente, para evitar afectar intereses. No hay nada que indique, hasta ahora, que lo anunciado redunde en una ampliación de los derechos civiles y políticos de los venezolanos y el retorno a un eventual Estado de Derecho.

No hay sustituto de una fuerza democrática mayoritaria, consustanciada con una plataforma política unitaria de cambio, para forzar, cuanto antes, las condiciones que nos permitan salir de esta tragedia.

Economista, profesor (j), Universidad Central de Venezuela

humgarl@gmail.com

Rentismo, del peor

Humberto García Larralde

La semana pasada Nicolás Maduro declaró que la economía venezolana había crecido dos dígitos durante el primer semestre. No precisó cifra alguna. Como se sabe, el Banco Central de Venezuela dejó de publicar datos sobre la economía real desde 2019. No obstante, entes bastante más serios corroboran que, según sus propias estimaciones, hubo un crecimiento significativo el primer trimestre del año con respecto a igual período del año pasado; del 7,8% según el Observatorio Venezolano de Finanzas (OVF). ¿Qué puede decirse al respecto?

En primer lugar, es menester poner las cosas en perspectiva. Se trata de un aumento con relación a niveles de actividad económica absolutamente paupérrimos. A pesar de la inexistencia de cifras oficiales, hay coincidencia en señalar que, para el cierre del año 2020, ésta había descendido a apenas la cuarta parte de la de 2013. El ligero aumento que se presume hubo el año pasado no altera las magnitudes en referencia: una tasa de crecimiento del 7,8%, de sostenerse durante todo el año, equivaldría a apenas el dos por ciento en una economía del tamaño de la de 2013.

Otra manera de calibrar la magnitud de la devastación urdida por los «revolucionarios» sobre los medios de vida de los venezolanos es señalar que recuperarse de una caída del 75% implica que la economía aumente un 400% (¡!).

Eppur si muove. La razón fundamental es el incremento en la actividad petrolera. Cifras oficiales, reproducidas en el boletín mensual de la OPEP, señalan un aumento del 138% en la producción petrolera de Venezuela durante el primer semestre de 2022, con relación al primer semestre de 2021. Tampoco es que se está aproximando a las cifras lanzadas al garete por Maduro, que habló de 2 millones de barriles diarios (b/d) para finales de 2022 (¡!) Los datos del propio gobierno señalan una producción promedia de 745 mil b/d, mientras que, según fuentes secundarias, estaría en torno a 716 b/d. Al arribar Maduro a la presidencia, se producía, según cifras oficiales, por encima de 2,7 millones de b/d. Para cuando EE.UU. empezó a aplicar sanciones contra Pdvsa –enero de 2019–, militares y otros pícaros puestos por Maduro para dirigir (ordeñar) la empresa, habían destruido a la mitad esta producción.

Pero, además, la guerra criminal desatada por el amigo de Maduro, Putin, en contra de la población de su vecina Ucrania, ha hecho volar por los aires los precios del crudo. El marcador de la cesta de exportación de Venezuela, Merey, estaba por encima de USD 90/barril en junio. Por exportación de crudo pudo haber ingresado en la primera mitad del año más de 2,5 veces el monto que entró en 2021. Claro, el ingreso neto es bastante menor por la necesidad de importar productos refinados (incluyendo gasolina) y petróleo liviano para mezclarlo con el pesado de la Faja.

Dada la devastación de la economía doméstica, Venezuela depende hoy aún más de estos ingresos, a pesar de la destrucción de Pdvsa. La pregunta obligada es, ¿qué se está haciendo con este incremento en los proventos del petróleo? ¿Se puede confiar en que apuntalen la recuperación del país?

Conviene una breve explicación de lo que entendemos por «renta petrolera» para discernir lo que está en juego. Una renta es una ganancia extraordinaria, más allá de la que podría considerarse «normal», es decir, aquella que resultaría al fragor de la competencia de muchos en el mercado. Es atribuible a factores monopólicos en la venta del producto, en este caso, petróleo, por lo que no corresponde a la remuneración del esfuerzo productivo, propiamente dicho. Se lo embolsilla el dueño del recurso. En Venezuela, por razones históricas –equívocos que no vamos a explicar en este breve artículo–, la renta –ese ingreso no productivo—la capta el Estado.

Hacia el peor de los rentismos

La utilización de esta renta por parte de gobiernos para adelantar sus objetivos de política es la base del rentismo. La estrategia de la «siembra del petróleo» que se siguió durante buena parte del siglo pasado fue rentista. Desde que Uslar escribió el famoso editorial del diario Ahora, el petróleo se consideró un agente externo al desarrollo, reducido a proveer –a través del incremento de los impuestos– el mayor ingreso posible para los planes de gobierno.

Al comienzo se aplicó un rentismo positivo, pues se invirtieron los proventos de la venta internacional de crudo en infraestructura y servicios públicos de cobertura universal, en incentivos a la actividad productiva de otros sectores y en la mejora en las condiciones generales de vida de la población, en particular, la educación y la salud. No obstante, la competencia política entre los partidos que se alternaban en el poder los fue filtrando hacia prácticas populistas y clientelares. Se exacerbó en Venezuela la caza de rentas (rent-seeking), creándose múltiples vías para transar con quienes decidían su asignación.

Un rentismo malo se adueñó del país, vulnerable a la demagogia de salvadores de la patria. Atendiendo a estos cantos de sirena y oponiendo el intento del segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez por corregir los entuertos que ayudó a sembrar en el primero, desembocamos en la tragedia chavista de estos últimos veintitantos años.

Chávez llevó al rentismo a niveles aún peores de perversión. Desmanteló las instituciones edificadas por la democracia, sobre todo del equilibrio e independencia de poderes, la transparencia y rendición de cuentas de la gestión pública, y las normas que resguardan los recursos de la nación ante prácticas depredadoras. Acabó con los medios de comunicación libres y reprimió la disidencia.

La caza de rentas se convirtió en argamasa para cohesionar lealtades, sobre todo de un núcleo de militares traidores. En fin, se convirtió en el botín a repartir en nombre de una supuesta «revolución» socialista. Pero esta depredación, como vimos, terminó matando la gallina de los huevos de oro. Y murieron, de verdad, por mengua o acribillado por la represión y por bandas criminales, demasiados venezolanos.

Ahora que se presentan estos ingresos extraordinarios –rentas– de que tanto alardea Maduro, cabe preguntarse: ¿el venezolano de a pie podrá esperar un servicio de luz eléctrica confiable, una buena atención de salud, agua permanente, gasolina? ¿Mejorará el alumbrado, se repararán las vías, escuelas, hospitales, las instalaciones universitarias? En el marco de la privatización soterrada (Ley «Antibloqueo») y la venta de acciones de empresas públicas, ¿puede esperarse un proceso de saneamiento del Estado que le devuelva al ciudadano seguridad y ofrezca soluciones a sus problemas?

Una respuesta positiva a las anteriores preguntas supone la instrumentación de medidas que le pongan coto a las prácticas depredadoras que entretejen las alianzas que sostienen a Maduro. Implica el retorno a un Estado de Derecho, a una institucionalidad que resguarde los intereses de las mayorías frente a las apetencias de quienes controlan el poder. ¿Hay razones para pensar que ello esté ocurriendo?

Acontecimientos recientes indican lo contrario. La detención de dirigentes sindicales de Bandera Roja bajo la acusación de terroristas, las amenazas contra ONGs defensoras de derechos humanos, el espionaje y bloqueo de portales de medios independientes y de opositores en general ordenados a Movistar/Telefónica, la permanencia de más de 300 presos políticos y la matraca generalizada, entre otras cosas, son expresión de intereses atrincherados en el poder para mantener sus privilegios.

Algo del incremento en los ingresos petroleros se cuela hacia otros sectores. Lamentablemente, buena parte se malgasta intentando contener el alza del dólar, en medio de un proceso de expansión monetaria. La permanencia, además, de exoneraciones de impuestos a la importación, junto a la sobrevaluación del bolívar, dificulta significativamente la competitividad de muchos sectores productivos.

Los salarios siguen muy deprimidos. Estudios recientes colocan a Venezuela apenas por encima de Haití como el país más pobre de Latinoamérica. ¿Qué va a pasar cuando retornen los precios del crudo de los elevados niveles en que los colocó la cruel matanza de Putin contra el pueblo ucraniano?

Humberto García Larralde es economista, Individuo de Número de la Academia Nacional de Ciencias Económicas. Profesor (j) de la Universidad Central de Venezuela.

Mail: humgarl@gmail.com

Conocer con quién se negocia

Humberto García Larralde

Los encuentros la semana pasada de una delegación gubernamental de EE.UU. con representantes de Maduro y de la oposición, alimentan la expectativa de que se reanudarán las negociaciones entre ambos. Aunque no fuese el objetivo principal de la misión estadounidense, este tema seguramente no fue excluido. Por su parte, el jefe de la delegación de la Plataforma Unitaria opositora, Gerardo Blyde, reiteró su interés por retomar lo iniciado en México el año pasado y, por esa vía, continuar explorando posibilidades de acordar una transición pacífica a un régimen de libertades y de creciente prosperidad.

Para algunos, tales expectativas son ingenuas. Con la excusa del diálogo –no hablaba de negociar— Maduro se ha burlado en reiteradas oportunidades del país, solo para ganar tiempo y desactivar las presiones domésticas. Pero, por más escépticos que seamos, no debe despacharse, así por así, un nuevo intento por ponerle fin a la terrible tragedia arrojada sobre los venezolanos por estos “revolucionarios”. Las condiciones de miseria son demasiado graves y los avatares que golpean a diario a nuestros compatriotas, tan injustas –porque las podría solventar un gobierno democrático--, que sería irresponsable, por decir lo menos, no explorar esta posibilidad. Es demasiado lo que está en juego. No debemos ilusionarnos con que Maduro va a negociar esta vez con los intereses del país por delante (nunca lo ha hecho), pero si debemos identificar qué lo mueve, sus fortalezas y debilidades.

Hugo Chávez reveló muy temprano su inspiración fascista[1]. Invocó la epopeya independentista para promover un proyecto maniqueo y patriotero, asumiendo, como militar, la contienda política en términos bélicos, loas a la muerte de por medio. Su discurso populista, cargado de odios, descalificó a sus opositores y amenazó con vengarse de quienes “habían traicionado a Bolívar”. Los discriminó desde el poder, desconociendo sus derechos constitucionales y atemorizándolos con bandas de choque uniformadas de rojo. Su posterior adopción de categorías discursivas de la mitología comunista, agarrado de la mano de Fidel Castro, no altera esta caracterización. Eso sí, lo vinculó con un universo más amplio, que resultó decisivo para proyectarse internacionalmente como líder antiimperialista. Con esta imagen, labró alianzas con autocracias variadas que sólo tenían en común su odio a EE.UU., como la teocracia iraní, las encabezadas (en su momento) por Hussein, Gadafi y Mugabe y, por supuesto, Putin y su héroe, Fidel. Bajo el tutelaje de este último, accedió al know-how cubano sobre terrorismo de Estado, tan útil para consolidar su poder. Peor aún, al colocarse bajo el paraguas castrista, les entregó gustosamente el país. Accedió a que uno de sus agentes, Nicolás Maduro, lo sucediera al morir.

Al carecer Maduro del carisma de su mentor y no tener ascendencia entre los militares, tuvo que urdir mecanismos para ganárselos, siempre con asesoría cubana. Intensificó la corrupción entre estamentos del alto mando para convertirlos en eje de una red de cómplices dedicados a depredar a la nación, destruyendo, así, a la FAN. De gran ayuda fue el desmantelamiento de las instituciones del Estado de Derecho adelantado por su antecesor. Barrió con la transparencia y la obligación de rendir cuentas de su gestión, así como con las normas que resguardaban la hacienda pública. Le permitió aumentar aún más la represión, con centenares de manifestantes abatidos y las cárceles llenas de presos políticos. Por otra parte, al impedir –tramposamente-- la alternabilidad política, Maduro se convirtió en dictador.

Al acentuar bajo su mandato la expoliación del país, destruyó las bases de tributación del Fisco. Acudió, entonces, a la emisión monetaria para financiar el gasto. La hiperinflación que desató terminó de arruinar la economía y devastar las condiciones de vida de los venezolanos. La liberalización posterior de precios, la libre circulación de dólares y la privatización de activos públicos --sin orden ni concierto—, ¿indican que Maduro está de regreso de tanta locura? Midámoslo contra el contexto de colapso de la administración de Estado y de los servicios públicos, la matraca y la extorsión por doquier, sin mencionar la inobservancia descarada de los derechos humanos de la población. ¿A dónde va, entonces, el régimen? ¿Qué debemos esperar de éste en una negociación que deseamos sea seria?

Lo que define al régimen de Maduro es la corrupción. Todas las dictaduras son corruptas, en mayor o menor grado. El gobierno de Chávez también lo fue. Dejaba robar a militares y tomaba nota, no para castigarlos, sino para poder chantajearlos si alguno decidía retirarle su apoyo. Pero lo de hoy alcanza otro plano. La trampa, la mentira y desprecio por la vida de los demás es tal, que se han convertido en el nuevo “normal”. Han socavado los valores básicos que sustentan la convivencia en sociedad. No hay seguridad ni respeto por la suerte del venezolano. Sus problemas carecen de respuestas. Reina el abandono y la anomia. Las decisiones penden del capricho o voluntad de los poderosos. Sepultado quedó el promisor futuro socialista. No obstante, los fascistas siguen refugiándose en clichés “revolucionarios” para proyectar la idea de un país asediado por enemigos, tanto internos como externos, que requiere de su protección. La excusa perfecta para erigirse en dueños de Venezuela. Con impunidad sostenida de sus atropellos, por si hubiese dudas. Una “revolución” de cómplices.

Esta descomposición es propia de la cofradía gansteril de autócratas que amenazan al orden liberal, ya que se interpone a la expoliación de sus respectivos países (o de otros, como pretende Putin). Son cleptocracias poderosas, interesadas en trampear el sistema para hacer avanzar sus negocios. La alianza de mafias que sostiene a Maduro encaja bien ahí. Además de Putin, están Lukashenko, Ortega, Díaz Canel, Al Assad y otros, aliados con Hezbolá, el ELN, traficantes y con quien sea, para imponerse. El problema está en que, al pretender desplazar el orden internacional basado en normas --juego suma-positivo de convivencia entre naciones-- por uno sostenido en la fuerza y el embeleco --juego suma-cero--, se puede terminar del lado perdedor. Y es ese el “tres y dos” en que se debate Maduro.

¿Habrá hecho Putin un mal cálculo? De ser así, ¿debe aprovechar el margen que (aparentemente) le estarían abriendo los gringos? Maduro sopesa cuánto debe ceder para que le retiren algunas sanciones. ¿Tendrá que esforzarse en lucir más convincente en sus alegatos de respeto a los derechos humanos y aplacar, así, al CPI, a la Dra. Bachelet y al Consejo de Derechos Humanos de la ONU? Los militares traidores que lo sostienen le dejan poca opción. El Sebin y la DGCIM siguen arrestando a dirigentes sindicales, periodistas, médicos y otros, acusándolos de “terrorismo y asociación para delinquir” (¡!) Igual amenaza pesa sobre diversas ONGs defensoras de derechos humanos. Por otro lado, ¿le conviene continuar liberalizando la economía en busca de mayor apoyo interno? ¿Debe dar garantías creíbles para atraer inversiones? Eso significaría ceder poder y oportunidades de lucro. No se lo permitirían las mafias. ¿Pero podrá sacrificarse a algunas, las más débiles, sin que lo tumben? En fin, el futuro del régimen está sujeto a muchos imponderables, nada está seguro.

¿Qué implicaciones pueden derivarse para negociar unas próximas elecciones con unas garantías mínimas de que se respete la voluntad popular? Maduro no dará paso alguno hacia la apertura a menos que sea forzado a ella. De ahí lo imprescindible que Putin sea derrotado. En primer lugar, por razones de justicia y por el derecho de los ucranianos a existir en paz, pero también para romperle el espinazo a la cofradía gansteril. Pero eso no está en manos de los opositores en Venezuela. Lo que sí depende de nosotros es lograr que esa inmensa mayoría de venezolanos que clama por soluciones –el Observatorio Venezolano de Conflictividad Social registra 2.677 protestas durante el primer cuatrimestre de 2022—se unifique detrás de una propuesta de cambio, con la fuerza suficiente para obligar a Maduro a ceder.

Sin apoyo internacional, será muy difícil desplazar a los fascistas del poder. Pero sin una fuerza opositora unida, con un proyecto creíble, capaz de erigirse en alternativa real de poder, tal apoyo no ocurrirá.

Economista, profesor (j), Universidad Central de Venezuela

humgarl@gmail.com

[1] Ver, García Larralde, Humberto, El fascismo de siglo XXI: La amenaza totalitaria de Hugo Chávez Frías, Random House Mondadori, 2008

Si no es liberal, la izquierda no es tal

Humberto García Larralde

Ganó Gustavo Petro en Colombia, enarbolando banderas de izquierda. Pero en su nombre, pregonando revoluciones que traerían la justicia social y el progreso, se han impuesto las dictaduras más retrógradas y primitivas, negadoras de las conquistas más importantes de la humanidad. Fidel Castro, Hugo Chávez, Daniel Ortega y muchos otros déspotas se retratan aquí. ¿Debe esperarse lo mismo de Petro?

Suponiendo sinceras sus intenciones (al menos inicialmente), puede atribuirse esta incongruencia al empeño de (cierta) izquierda en fundamentar sus ideas en enfoques colectivistas, argumentando que los intereses personales deben subordinarse al bien común. Rompe con la visión liberal, que enfatiza la inviolabilidad del ser humano en sus atribuciones y prerrogativas fundamentales como ser social, lo que implica la irreductibilidad de sus derechos básicos como individuo.

Para esta izquierda, sin embargo, el liberalismo legitimaría conductas egoístas, no solidarias, contrarias a una justicia social basada en la equidad. La economía capitalista sería la mejor demostración de ello, pues subordina consideraciones sociales o ambientales a la maximización del beneficio privado. Si se es marxista, la acumulación de capital se explica, además, por la explotación de la mano de obra, expresión de la injusticia de clase que ha hecho a unos pocos muy ricos, mientras empobrece a la mayoría. Y la verdad es que el marxismo colonizó hasta tal punto la izquierda que buena parte de sus categorías conceptuales vienen de ahí.

Sin duda suena muy loable sacrificar los intereses personales en aras del bien común. ¿No ha sido en buena medida el motor del progreso de la humanidad? El problema está en cómo definir ese bien común. En la historia real se ha reducido, lamentablemente, en quién o quiénes deciden ese bien común.

Es tentador recurrir a la volonté générale de Rousseau para sortear esta dificultad. Pero resulta un espejismo, pues tal voluntad general no se refiere a decisiones tomadas en colectivo, sino al propósito que, en última instancia, anima el contrato social que cohesiona a una sociedad, por encima de los intereses particulares de quienes la constituyen.

Fundamenta la superación del orden personal y arbitrario del déspota, como la libertad salvaje del mundo natural. Podría decirse que la voluntad general se refiere a un orden social que propicia el bien común, pero que es previo a él. Regresamos, por ende, al punto de partida, a menos que nos aprovisionamos de una idea preconcebida de lo que debe ser ese orden social. Y aquí entran todas las utopías concebidas por la humanidad, tanto las de inspiración religiosa, étnica/racista o de pretendidas ciencias del devenir histórico.

El filósofo polaco, Leszek Kolakowski, alertaba hace unos cincuenta años, en referencia al “socialismo realmente existente”, que todo intento de imponer una utopía, por más bella que pareciera, termina, irremediablemente, en dictadura. Lleva a la fundamentación ideológica del totalitarismo, como lo expuso en su obra magna, Hannah Arendt.

Descomponiéndola en sus raíces semánticas, la ideología no sería más que la lógica puesta en acción de una idea asumida previamente como verdad absoluta. Por antonomasia, esa verdad no admite ser desmentida. Está blindado contra toda contaminación externa, además, por su consistencia interna. Es la llave para entender el universo en que vivimos. Quien no comulgue con tal verdad queda desamparado de su paraguas salvador. Son los “paraísos” construidos con base en la intolerancia absoluta de toda desviación del dogma, propios del sectarismo fundamentalista del ISIS o talibán, pero que siglos antes también exhibieron teocracias cristianas.

Pero quizás más pernicioso han sido los “paraísos” edificados a partir de una supuesta ciencia de la historia que desentraña las causas últimas de la injusticia y ofrece, a través de una labor drástica de reingeniería social a manos de “revolucionarios” esclarecidos, acabar de una vez para siempre con los males que han plagado a la humanidad. Nos referimos, obviamente, a los regímenes nacionalsocialista y del socialismo marxista. El nazismo fue derrotado y, al ser revelado la extensión y profundidad de las atrocidades que cometió, suele pasarse por alto que, previo a la guerra, fue vista por muchos como una propuesta salvadora. Y no sólo en Alemania. Debido a su cruel insania, podemos confiar en que no se le permitirá levantar cabeza de nuevo. ¿Pero sucede lo mismo con el comunismo?

Algunos aun creen que el comunismo fracasó por errores en su ejecución, no por su fundamentación conceptual. Si pasó por alto el respeto a los derechos humanos, fue por perseguir “revolucionariamente” bienes superiores de libertad y justicia, sin detenerse en los “falsos valores” de la democracia liberal. Tales ideas encontrarían justificación en la “ciencia” del materialismo histórico develada por Marx y Engels. No es éste el lugar para discutir estos postulados. Pero sería necio menospreciar la alerta sobre su peligrosidad para la libertad formulada en la Miseria del Historicismo del filósofo austríaco, Karl Popper, y en los escritos, en la misma tónica, de Isaías Berlin

Si se piensa que ser de izquierda implica abogar por la justicia social, la igualdad de oportunidades y la libertad, no puede asentarse en preconcepciones colectivistas. ¿Significa desistir de luchar por el bien común? En absoluto. Sólo que ese bien común debe construirse a partir de las preferencias, libremente expresadas, de los individuos. En una democracia auténtica, la gente se organiza en sindicatos, gremios, centros culturales y asociaciones diversas, para proseguir intereses colectivos. Pero a diferencia del dogma colectivista, estas agrupaciones están sujetas a la voluntad de sus integrantes y deben responder a estos por la manera como se conducen. El sumun de estas expresiones de voluntad colectiva está en la representación política, plural y alternativa, electa para gobiernos locales, regionales y nacionales. Claro está, pueden ser capturados por politiqueros o por oligarquías poderosas, pero evitar eso es, precisamente, el reto de toda sociedad democrática. La solución: más democracia.

La democracia liberal pregona la igualdad de oportunidades para todos, lo que supone leyes y un Estado de Derecho que la aseguren. Lamentablemente, las condiciones para disfrutar de la igualdad ante la ley no están, como todos sabemos, garantizadas. La ausencia de recursos (pobreza), la ignorancia, sesgos a favor de los poderosos en la aplicación de justicia o en la prestación de servicios, prejuicios diversos y otras calamidades, pueden hacer de esta igualdad un derecho vacío, inexistente.

Y aquí es donde entra la lucha entre el pensamiento de izquierda y el de derecha en una democracia liberal. Como lo demuestran muchos países europeos, se puede conciliar la prosecución de intereses colectivos con la libertad, con base en el ejercicio pleno de derechos individuales que aseguren objetivos de seguridad social y de igualdad efectiva de oportunidades, en condiciones de creciente prosperidad económica.

Es un error pensar que el liberalismo abandona necesariamente la igualdad de oportunidades a los mecanismos de mercado. Ello es propio del neoliberalismo, que subordina lo político a criterios de racionalidad económica, proponiendo un menú ortodoxo que asegure la confianza del capital financiero globalizado. Es una suerte de chantaje en aras de preservar los equilibrios económicos a nivel nacional, pero que relega a un segundo plano problemas que deberían tener alta visibilidad en la agenda liberal, como los relacionados con percepciones de injusticia y con la provisión adecuada de bienes públicos --o de discriminación en su usufructo--, que fundamentan la igualdad de oportunidades y el respeto por las minorías.

Se requiere, por tanto, coordinar acciones a nivel internacional para contener los efectos desestabilizadores de los flujos financieros internacionales sobre las economías nacionales y disuadir, así, la “carrera hasta el fondo” para congraciarse con estos capitales. Ello permitirá recuperar mayor libertad y seguridad de acción de los gobiernos para responder a estas inquietudes.

Razones de espacio impiden atender otros problemas que son centrales a estas reflexiones. Lo que nos hemos limitado a señalar aquí es la bancarrota de imposiciones colectivistas para proseguir agendas que podría considerarse de izquierda. La historia demuestra que llevan a su contrario. Esperemos, por el bien de Colombia y de Latinoamérica, que el gobierno de Petro pueda sustraerse de esta fatalidad.

Economista, profesor (j), Universidad Central de Venezuela

humgarl@gmail.com

Narrativas

Humberto García Larralde

Para cualquier venezolano de bien, ver a Nicolás Maduro simular, tan campante, que preside un gobierno “normal” en un país “normal”, es chocante. Quien destruyó la economía, reduciendo su tamaño hasta casi la cuarta parte del que tenía cuando asumió la presidencia y condenando a más del 94% de sus compatriotas a la pobreza; quien mantiene arbitrariamente presos a centenares de venezolanos por razones políticas, muchos de ellos militares; y a quien organismos de las NN.UU. y la CPI investigan por su presunta responsabilidad, como jefe de Estado, en el asesinato de manifestantes y de torturas y muertes de aquellos mantenidos bajo custodia de sus organismos de seguridad, tranquilamente se pasea por los espacios del poder como si no tuviera que responder a eso y a mucho más: un presidente común y corriente.

Olvidados quedaron su reelección fraudulenta y la de una asamblea constituyente inventada para confiscarle, junto con un tribunal supremo abyecto y obsecuente, las potestades legítimas de una Asamblea Nacional con mayoría opositora. Se invisibilizan, asimismo, las corruptelas, extorsiones y confiscaciones que han nutrido a la nueva oligarquía que se ha enseñoreado del poder.

Muy orondo, invade los medios para comentar temas anodinos o para inventar lo que sea para esquivar sus responsabilidades. Mientras, el país sufre profundos y terribles padecimientos que deberían atenderse resueltamente y con urgencia. Anuncia una que otra decisión, como si el Estado que tan afanosamente ha destruido tuviese capacidad real de atender los asuntos aludidos.

En momentos en que se celebra la Cumbre de las Américas en Los Ángeles, California, se le ocurre visitar a la Turquía del autócrata Erdogán. Claro, le compra el oro depredado ilegalmente, con enorme daño ambiental, por sus huestes en Guayana. De la cita americana, además, fue expresamente excluido por dirigir una dictadura. Le resbala. Como si nada, aparece luego, junto a su esposa y los miembros de una comitiva, haciendo escala en Argelia para hablar generalidades acerca de la necesidad de un mundo multipolar. Emerge de seguidas en Irán, experimentado socio en sortear las sanciones de EE.UU.

Pero no es una gira de Estado programada. Son de las pocas incursiones que se puede permitir sin que le apliquen la orden de captura por narcotráfico y otros delitos, librada por la fiscalía estadounidense. Eso no va con él, querría pretender. Para mayor absurdo, una noticia informa que la Asociación Mundial de Boxeo lo había nombrado “campeón honorario”. Y no, no fue joda por aquello de haber noqueado de manera fulminante a un país otrora sano. ¡Fue una noticia real! ¿Por qué debemos sospechar manejos turbios?

Pero todo lo anterior les resbala a los chavomaduristas. El país es de ellos, tan simple como eso. Les pertenece. Se lo cogieron porque les fue “legado” por el Libertador en la persona de Hugo Chávez. Por tanto, están por encima de todo reclamo.

Además, después de una travesía por el desierto a que los obligó el imperialismo, ¡al fin Venezuela se “arregló”! Así lo demuestra la (supuesta) reactivación de la economía, los negocios repletos de bienes importados, las construcciones modernas en el este de Caracas y la reaparición de producción agrícola en mercados. Incluso, se está exportando.

Sin que nos hayamos dado cuenta, se ha ido colando una nueva narrativa en la que Maduro y los suyos en absoluto aparecen como los malos. Atrás quedaron las peroratas en torno a un perverso “socialismo del siglo XXI” y, más todavía, las pretensiones de extender las potestades del Estado con nuevas confiscaciones y/o inversiones en proyectos “revolucionarios”. Los dólares que circulan han logrado remozar la imagen de Maduro. Deberían suspenderse, por tanto, las sanciones internacionales y las investigaciones penales en su contra, pues obstaculizan el proceso de “normalización” emprendido.

Indigna, efectivamente, esta narrativa. Pero la oposición no debe caer en el error de reducir su acción a desmentir estos alegatos. La economía tenderá a seguir creciendo por la razón básica de que el país posee una potencialidad no aprovechada, asfixiada durante tantos años de opresión chavista, que no puede dejar de brotar cuando se le ofrecen las mínimas oportunidades de expresarse. No tiene sentido oponerse a las constataciones que se hagan al respecto. Claro, en el país de las arbitrariedades, cualquier ocurrencia de uno de los trogloditas que mandan puede acabar con un negocio.

Les corresponde a las fuerzas democráticas proyectar una Venezuela alternativa, que le dé contenido real a las expectativas de la gente, conectándolas con los cambios imprescindibles a conquistar para que éstas puedan hacerse realidad. Insistimos en la importancia de lo económico, pero con una narrativa que vaya más allá de las consabidas propuestas de estabilización y de las reformas a emprender.

Debe construirse a partir de las necesidades de seguridad, de financiamiento, apoyo, servicios públicos eficientes y, sobre todo, de garantías para que las personas o empresas puedan ver fructificar sus esfuerzos productivos y/o comerciales y disfrutar de una vida digna, de calidad.

La lucha por mejorar las condiciones de vida de la población tendrá, como consecuencia lógica, reclamar derechos y exigir el retorno al ordenamiento constitucional. Sería el fundamento de una plataforma política que coadyuve a la unificación de las fuerzas opositoras en su lucha por conquistar las condiciones para el cambio deseado. Asimismo, contribuirá a desnudar la artificialidad de la pregonada “normalización” de Maduro, sin seguridades, incapaz de propiciar la inversión productiva y sujeta a los caprichos que podrán ocurrírsele a él o a sus allegados cuando la situación se les ponga más difícil.

Es notorio que, debajo del reino de fantasías que busca proyectar Maduro, subyace el mismo mundo de terror al que nos han acostumbrado. Hace desaparecer por unos días a unos jóvenes que rendían honor a un muchacho asesinado por reclamar sus derechos, Neomar Lander, y los acusa de “instigación al odio y asociación para delinquir”. Alienta a sus bandas fascistas a agredir a Juan Guaidó que está en gira por el interior. Mantiene injustamente presos a Javier Tarazona, director de la ONG “Fundaredes”, que había denunciado violaciones de derechos humanos en estados fronterizos, a Roland Carreño, vocero del partido, Voluntad Popular, y a muchísimos más. Presos políticos a capricho. Jorge Rodríguez rivaliza con el del mazo amenazando a un banquero y plantea disparates para boicotear las posibilidades de reemprender las negociaciones en México. Y los militares corruptos, como siempre, están muy presentes con sus extorsiones, matracas y confiscaciones.

Mientras, como lo recoge el informe del prestigioso Johns Hopkins Center for Humanitarian Health, Venezuela exhibe uno de los peores datos en materia de salud en el continente. Pero como el gobierno dejó de publicar cifras al respecto desde hace años, el problema no existe. El neofascismo del chavomadurismo sigue vivito y coleando.

Por más insólito e indignante que sea constatar que sigue en el poder el peor gobierno que conoce la historia de Venezuela --tan campante, como si no hubiera roto un plato-- no basta con exigir, ¡Maduro vete ya! Porque en lo que sí han sido eficaces, con ayuda de la dictadura castrista y de los errores de los partidos opositores, es en destruir las esperanzas de cambio y en proyectar la idea de que ellos están para quedarse. Por ende, es mejor aceptar la “normalización” en curso.

El gran desafío de las fuerzas democráticas es, entonces, sobreponerse a esta especie de fatalidad y proyectar una clara y real opción de cambio. Para ello, es menester construir una fuerza capaz de recoger las aspiraciones de mejora de las grandes mayorías de manera que éstas hagan suyas las luchas por los cambios requeridos y se movilicen detrás de una plataforma política que haga de ello el centro de su acción.

Una narrativa alternativa, que inspire confianza por estar respaldada por propuestas serias, conectadas con las realidades de la gente, deberá desarrollar los músculos necesarios para conquistar estos cambios. Con tal respaldo, puede tener sentido negociar con el gobierno, con la anuencia de los países que las han impuesto, la reconsideración de algunas sanciones, siempre contra avances concretos, exigibles.

La pretensión del régimen de hacer ver que las cosas mejoran puede servir, paradójicamente, a fortalecer la opción democrática. Cómo ha ocurrido en tantos países, la gente se preguntará, ¿y por qué no me toca a mí? Ahí es dónde debe haber una respuesta clara de las fuerzas democráticas, acompañando de las acciones requeridas para conquistar los cambios imprescindibles.

Economista, profesor (j), Universidad Central de Venezuela

humgarl@gmail.com