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Alberto Barrera Tyszka

Alex Saab desnuda la Revolución bolivarian

Alberto Barrera Tyszka

El 8 de septiembre, el Tribunal Constitucional de Cabo Verde autorizó definitivamente la extradición de Alex Saab a Estados Unidos. Desde hace más de un año, este empresario nacido en Barranquilla, ciudad de la costa colombiana, se encuentra detenido en el país del noroeste africano.

Para quienes no han oído hablar de Saab, bastaría apuntar que, según investigaciones de la justicia internacional y periodísticas, es reseñado como el operador económico del chavismo, está acusado de lavado de dinero por el Departamento del Tesoro de los Estados Unidos y —entre otras cosas— es señalado por amasar una fortuna vendiendo a sobreprecio leche en polvo de dudosa calidad a un país en emergencia humanitaria. Su caso podría ocupar un lugar destacado en el surrealismo bolivariano.

Desde su detención en Cabo Verde, Saab —en tiempo récord— pasó de ser un comerciante colombiano a un ilustre ciudadano venezolano, un diplomático de alta jerarquía del país, un heroico revolucionario chavista, incansable defensor del amor y la fraternidad. Ha sido un proceso vertiginoso y un poco absurdo. Como si fuera posible, por ejemplo, trabucar instantáneamente a Al Capone en Mahatma Gandhi.

En otra maniobra desesperada para impedir su extradición, el régimen venezolano nombró esta semana a Alex Saab como representante del gobierno en el proceso de diálogo con la oposición que se está desarrollando en México. Lo que ha hecho la dirigencia de la autoproclamada “Revolución bolivariana” por este comerciante es inaudito. El culto al “Comandante eterno” —en referencia a Hugo Chávez— ha sido sustituido por la promoción del negociante turbio. La manera insólita en que ha defendido y luchado por Saab es un gran estriptís. Al defender con exaltada vehemencia a un personaje así, el chavismo ha quedado desnudo: revela que su verdadera naturaleza es la corrupción.

Con una alerta roja de Interpol y siendo investigado por las autoridades estadounidenses, Saab fue detenido en junio de 2020 cuando su avión se detuvo a recargar combustible en Cabo Verde. La Fiscalía de Colombia, por su parte, también lo acusa de actividades financieras irregulares. Tan pronto fue detenido, el chavismo convirtió el caso Saab en un problema político. Acusó al imperialismo y denunció una conspiración internacional en contra del pueblo de Venezuela. Sin embargo, la hipótesis que respira detrás de las investigaciones es distinta: Alex Saab podría ser el testaferro de Nicolás Maduro.

Las primeras búsquedas e indagaciones serias sobre la sorprendente carrera comercial de Saab las realizaron un grupo periodistas venezolanos, quienes desde el portal digital Armando.info pusieron una lupa sobre su historia. Lo que comenzaron a descubrir los transformó en un peligro. Saab los demandó en Venezuela y se vieron obligados a salir del país. Pero siguieron trabajando desde el exterior hasta desentrañar y documentar el complejo entramado de negocios que vinculan a Saab con el gobierno venezolano y que incluye desde la asignación de divisas preferenciales hasta la importación de alimentos, pasando por la construcción de viviendas, el comercio de minerales o contratos con la empresa estatal de petróleo. La estructura financiera desarrollada por Saab se extiende por el mundo, y podría sumar más de 6000 millones de dólares que, según se calcula, pudo haber “ganado” en estos años en Venezuela.

A pesar de todas las investigaciones y de las denuncias documentadas, el chavismo ha desplegado un enorme y sostenido plan nacional e internacional, con muchos esfuerzos diplomáticos, movilizaciones populares, una campaña de grafitis callejeros en Caracas e incluso con la producción de una serie en YouTube (llamada Alex Saab, agente antibloqueo), para sacralizar en el altar de la izquierda al empresario. Quien ganó dinero importando paquetes de alimentos de baja calidad nutricional para los pobres de Venezuela, es presentado ahora como un mártir de la solidaridad. Alex Saab es el Che Guevara del chavismo. El cinismo es la etapa superior de la Revolución.

La reciente designación de Saab como delegado oficial del gobierno en la mesa de negociaciones en México es, también, otra manera de desvestir las intenciones y los procedimientos con los que funciona Nicolás Maduro y su gobierno. Su propuesta supone que la justicia no tiene ninguna independencia, que la voluntad de un dirigente político puede imponerse tranquilamente sobre las instituciones y los tribunales. Es también una confesión, una forma de explicar por qué hay más de 300 presos políticos en Venezuela.

Tras la muerte de su líder en el año 2013, los llamados “hijos de Chávez” no solo continuaron destruyendo y saqueando las riquezas del país, demolieron sus instituciones y arruinaron su capacidad productiva, si no que —con vocación suicida— también despilfarraron y acabaron con el capital simbólico que habían heredado. El espectáculo que vendía el proyecto bolivariano como una revolución —humanista y de izquierda— es ahora puro aserrín, sobras de utilería. No hay ideología sino negocios.

La inminente extradición del empresario colombiano se da justo cuando el chavismo y la oposición están avanzando sobre posibles acuerdos en varios terrenos. Esto incluye, por su puesto, un probable levantamiento o flexibilización de las sanciones internaciones que pesan sobre el país. Es inverosímil pensar que Alex Saab puede participar de alguna manera en estas negociaciones. Pero su historia sí debería estar presente en esa mesa de diálogo.

Si bien es necesario debatir sobre el sentido de unas sanciones que afectan de manera directa la crisis humanitaria del país, también es necesario debatir sobre los mecanismos que garanticen que la eliminación de estas sanciones represente realmente un beneficio para las mayorías empobrecidas y no, como hasta ahora, alimenten al sistema hipócrita y corrupto que

(@Barreratyszka)

19 e septiembre 2021

NY Times

https://www.nytimes.com/es/2021/09/19/espanol/opinion/alex-saab-maduro.html

Venezuela: diálogo y supervivencia

Alberto Barrera Tyszka

“A mí ya no me importan ni la oposición ni el gobierno. Yo lo único que quiero es que me dejen de joder”. Lo dice un venezolano que tiene un pequeño puesto de venta de empanadas cerca del centro de Caracas.

Me contó que en estas dos décadas ha sido de todo: votó por Hugo Chávez en 1998, se desilusionó, apoyó después a la oposición y terminó también decepcionado. Ahora solo quiere que lo dejen en paz, tratando de sobrevivir.

Se ha anunciado que el próximo viernes 13 de agosto comenzará, en México y con el acompañamiento del gobierno de Noruega, una nueva mesa de diálogo entre el gobierno y las fuerzas de oposición de Venezuela. La mayoría de la población, sin embargo, no ve este hecho con esperanza. Son demasiados años de desgaste.

Es evidente que el chavismo busca liberarse de las sanciones internacionales y que la oposición quiere recuperar sus espacios políticos. Lo que está menos claro es quiénes representan realmente a los ciudadanos. Cómo y de qué manera está presente en la negociación la realidad cotidiana de los venezolanos.

Salí de Venezuela en el año 2013 pero, por lo menos dos veces cada año, volvía y me quedaba un tiempo en el país. Estuve por última vez en enero de 2020, justo antes de que comenzara la pandemia. Acabo de pasar un mes en Caracas y, como siempre, vuelvo a sentir que el país es otro, que todo cambia demasiado rápido. Nunca antes había sentido un desinterés tan contundente por la política. La hipótesis de un escenario alternativo, la ilusión de posible salida del conflicto, está cancelada. La esperanza ha desaparecido del ámbito público, que se ha reducido a la legítima lucha por la supervivencia. Sobrevivir es también una forma de resistir.

Me asombra, por ejemplo, la naturalidad con que mis amigos o familiares se relacionan con la delincuencia uniformada. “Si vas a manejar —me advierten—, lleva todos los papeles, hasta el título de propiedad del carro”. “Pon un billete de diez dólares en la cartera, de todos, por si acaso”, también me dicen. El término es “matraqueo”. Se corresponde a la “mordida” mexicana. Es lo que hace o intenta hacer cualquier policía o militar que te detiene en una vía pública. Todos mis conocidos han tenido al menos una experiencia con uniformados que los paran en la calle y tratan de sacarles dinero.

Un sobrino trabaja en un restaurante. Salió a las once de la noche, iba a visitar a su novia. En el camino, dos motorizados los detuvieron, lo encañonaron con sus armas. Eran policías. Mi sobrino tenía todos los papeles en regla. Al rato, un poco cansado del trámite, uno de los policías se lo dijo claramente: “Pero ¿y entonces, chamo? ¿No tienes nada ahí para rescatarme?”. Terminó dándoles un sanduche que había preparado en el restaurante y que era la cena de su novia.

Me interesó la expresión “rescatarme”, el verbo: rescatar. Me explicó mi sobrino que es una forma más personal de pedir algo. Las autoridades —la supuesta representación de la institucionalidad— tratan a los ciudadanos de una manera similar que algunos delincuentes. Son rehenes que deben pagar un rescate.

Esa línea indefinida donde se cruzan la violencia y la legalidad apareció de manera más brutal una semana después. Durante tres días, un operativo de las fuerzas de seguridad del gobierno incursionó en la Cota 905, un barrio en el suroeste de la ciudad para enfrentarse con un importante grupo delictivo conocido como la banda del Koki. Los tiroteos dejaron un saldo de 33 muertos, la mayoría de ellos a causa de “balas perdidas o ejecuciones extrajudiciales”. Aunque se ofrecía una recompensa de 500.000 dólares, el gobierno no logró atrapar a los cabecillas de la banda.

Durante ese tiempo, traté de obtener algún tipo de información sobre lo que estaba ocurriendo. En las noches, los noticieros que vi no decían nada. En el día, algunas estaciones de radio mencionaron el enfrentamiento, pero siempre con aséptica prudencia, pero ofreciendo pocos datos y ningún análisis. Las páginas de los periódicos digitales que suelo acceder desde el exterior, estaban todas bloqueadas. Solo quedaba Twitter, que no es un medio de comunicación sino una red cuyas informaciones no son siempre confiables. Había una guerra pero era invisible. El chavismo, para variar, culpó a la oposición y al imperialismo. La oposición culpó del caos al abandono del Estado.

Para muchos venezolanos, ya no importa lo que diga un bando y otro. La política ha pasado a ser un relato ajeno, sin conexión con lo que ocurre. Enganchados en su dinámica polarizada, acusándose todo el tiempo mutuamente, los líderes parecen personajes inverosímiles, cada vez más alejados de la realidad concreta de la población. Mientras se anuncia el nuevo diálogo y una nueva reconversión monetaria, la desigualdad entre la extrema minoría que tiene dólares y el resto de la población se hace cada vez grosera y obvia.

En un bodegón, una tienda de productos importados, vi a un hombre joven que hablaba por su celular en voz alta empujaba un carrito lleno de alimentos y botellas de licores importados. Tras él iba su chofer (o tal vez su guardaespaldas) empujando otro carrito. A voz en cuello, el hombre ultimaba los detalles de una fiesta y, con pretendida graciosa complicidad, trataba a su interlocutor de “comandante”. Este tipo de escenas, muy frecuentes, deshacen cualquier retórica sobre el bloqueo y las sanciones. La burguesía revolucionaria hoy se exhibe sin temor y sin pudor. La dolarización y el aislamiento han hecho más evidente su reinado. Es una élite privilegiada en medio de una mayoría cada vez más pobre.

Una de las justificaciones centrales en la génesis del chavismo fue la condena a la represión al pueblo que reclamaba sus derechos. Después de más de dos décadas en el poder, el chavismo ha terminado siendo también mucho peor que cualquiera de los gobiernos anteriores. Basta mirar la persecución a las organizaciones civiles, a los sindicatos, a los periodistas y medios de comunicación independientes. Más allá de la política y de las fuerzas de oposición, el chavismo ha desarrollado un ataque a cualquier representación popular que no controle. Esta semana, metió presa a una enfermera que protestaba por un sueldo justo y por el derecho a vacunarse.

Todo esto también tiene que estar presente en la mesa de diálogo en México.

Por supuesto que cualquier posible negociación entre las fuerzas opositoras y el gobierno representa un avance en la solución del conflicto en Venezuela. Pero junto con el chavismo, que solo se representa a sí mismo y a su interés por permanecer en el poder sin sanciones internacionales, y a la oposición, que representa muy diversos grupos, divididos y desesperados por recuperar espacios y posibilidades de maniobra, también tienen que estar representadas la tragedia y el desencanto de la gente.

Ahí tienen que estar las víctimas de la violencia, de la economía, de la extorsión política, de la segregación, de la persecución estatal. Aquellos que ya no creen en nadie, en nada. Quienes solo quieren que los dejen de joder.

8 de agosto 2021

NY Times

https://www.nytimes.com/es/2021/08/08/espanol/opinion/dialogo-venezuela-en-mexico.html?campaign_id=42&emc=edit_bn_20210810&instance_id=37529&nl=el-times&regi_id=69591975&segment_id=65830&te=1&user_id=2747f13685c783553ecfcc4aab3c7bd2

Venezuela: el largo retorno a la negociación

Alberto Barrera Tyszka

Con la designación de nuevas autoridades electorales, Venezuela inicia, otra vez, la posibilidad de una negociación para salir de la crisis.

Los planes opositores —desde la imposición de un gobierno interino hasta una supuesta implosión dentro del sector militar, pasando por la fantasía de una invasión desde Estados Unidos comandada por Donald Trump— fracasaron rotundamente. Y las maniobras del chavismo por conseguir alguna mínima legitimidad internacional y por lograr eliminar las sanciones internacionales al régimen no han tenido ningún éxito. Ambos bandos, nuevamente, están obligados a regresar a lo que detestan: reconocerse y tratar de llegar a un acuerdo.

Las dudas, entonces, vuelven a dar vueltas en el aire: ¿Es posible, acaso, confiar en el chavismo, que ha desarrollado un modelo autoritario y ha demostrado que solo usa la negociación para ganar tiempo y buscar legitimidad? ¿Es posible confiar en una oposición dividida, con planes muy diversos, que ya ha demostrado que no es capaz de negociar ni siquiera consigo misma? En ambos casos, la respuesta es no.

Quizás ninguno de los dos lados entiende algo indispensable: sobre la mesa de negociación no están las intenciones. La confianza no se debe poner en lo que piensa o en lo que desea cada bando sino en los acuerdos concretos que se establezcan para mejorar, aunque sea poco, las condiciones de los venezolanos; y en los procedimientos y en las garantías que haya para que estos acuerdos se cumplan. No es lo ideal. Es lo posible.

Una de las consecuencias más peligrosas y nefastas de la polarización política es el purismo moral: el proceso que sacraliza la propia opción política convirtiendo cualquier postura diferente en una suerte de pecado ético, de enfermedad social. Tanto el chavismo como la oposición hablan desde el “lado correcto de la historia”, se proclaman y declaran como estandartes de verdades inamovibles, como destinos religiosos. Desde estas perspectivas, obviamente, cualquier tipo de acuerdo con un adversario solo es una forma de traición.

Pensar que la única negociación posible implica la salida de Nicolás Maduro de la presidencia y la renuncia del chavismo a todas sus cuotas de poder es tan ingenuo e irreal como, del otro lado, proponer como condiciones para la negociación el levantamiento inmediato de las sanciones sobre Venezuela y el reconocimiento internacional de los poderes ilegalmente constituidos. Hay que comenzar por cambiar el punto de partida. “Todavía ninguna de las partes quiere terminar de aceptar que la negociación no es una opción sino que es la única opción verdadera”, ha dicho el experto en políticas públicas Michael Penfold.

La tragedia del país en tan enorme como compleja: abarca una crisis política que mantiene dos gobiernos paralelos, dos asambleas y un proyecto en marcha de un parlamento comunal; una debacle económica casi absoluta, con cifras récord de inflación y un aparato productivo destruido. La situación social es alarmante, a nivel de emergencia humanitaria, agravada además por las sanciones y la pandemia. Y a esto habría que sumarle los problemas con el crimen organizado, con el narcotráfico, con la guerrilla colombiana, con la minería ilegal en el Amazonas venezolano.

El empleo sistemático de la represión y de la censura estatal, la persecución institucional de cualquier disidencia, el ataque a medios de comunicación y organizaciones no gubernamentales, han permitido al chavismo consolidar una dictadura eficaz, que garantice su permanencia en el poder. Pero sigue siendo gobierno pésimo, corrupto y negligente, incapaz de resolver los problemas del país. El chavismo puede administrar el caos pero no puede conjurarlo ni solucionarlo.

Este país inviable forma parte del dilema interno del chavismo y también de cualquier posible negociación. La situación de la gran mayoría de la población, sometida por la pobreza y con el riesgo de la pandemia, es cada vez más crítica. Durante un tiempo, tanto el chavismo como la oposición usaron esta realidad como elemento de presión. Por fin, ahora el primer punto del acuerdo parece estar centrado en la atención a la urgente necesidad de atención médica y alimenticia de los venezolanos. Un programa de vacunación masiva solo debe ser el inicio de un plan conjunto, que reúna a todos los sectores de la sociedad alrededor de esa prioridad.

Nada garantiza que estos esfuerzos, sin embargo, signifiquen el inicio del camino hacia la reinstitucionalización o hacia la vuelta a la democracia en el país. Venezuela no parece estar cerca de una transición. Pero ciertamente hay un cambio importante en el escenario político. Aunque el chavismo se encuentre más consolidado internamente en su modelo autoritario, sigue sin poder resolver su problema con la comunidad internacional. Eso lo obliga a negociar.

La oposición está en una posición menos ventajosa. Necesita negociar para, entre otras cosas, reinventarse. Y tal vez debería empezar por dar la cara ante la ciudadanía, por ofrecer una disculpa y un argumento que haga más digerible el salto que va del “cese de la usurpación” a la “mesa de negociación”. El largo retorno al verbo negociar supone un cambio profundo en el ánimo colectivo y demanda una explicación.

La designación de las nuevas autoridades del Consejo Nacional Electoral, aun teniendo una mayoría chavista, abre la posibilidad de garantizar unas elecciones más equilibradas y transparentes, confiables, con observación internacional; permite retomar el camino de la política y del voto. También vuelve a abrir un viejo dilema: La negociación con el chavismo y la participación de la oposición en un proceso electoral ¿legitiman la dictadura? Sí, probablemente. Pero también permiten conquistar otros espacios, crear y establecer otras relaciones, interactuar de otra manera con la sociedad civil organizada, generar una comunicación distinta y directa con la población. No solo es un tema de estrategia sino de redefinición del proceso, de la acción política. Como dice la politóloga Maryhen Jiménez: “Si la democracia es el destino, la democracia también tiene que ser la ruta hacia ella”.

Una mesa de negociación no es una fiesta. Es una reunión forzada, donde además intervienen muchos otros actores, donde existen distintos niveles de interacción y debate. ¿Hasta dónde está dispuesto a ceder y a perder el chavismo? Es muy difícil saberlo. De entrada, de seguro solo intenta eliminar las sanciones sin arriesgar su control autoritario en el país. La oposición y la ciudadanía pueden enfrentar esto negociando y presionando.

No hay otra manera de hacer política que la impureza. La única forma de intervenir en la historia es contaminándose con ella. No existe otra alternativa.

@Barreratyszka.

30 de mayo 2021

NY Times

https://www.nytimes.com/es/2021/05/30/espanol/opinion/venezuela-maduro-o...

Las goticas milagrosas del doctor Maduro

Alberto Barrera Tyszka

“Diez goticas debajo de la lengua cada cuatro horas, ¡y el milagro se hace!”. Eso dijo el presidente de Venezuela el 21 de enero, asegurando que la fórmula era capaz de “neutralizar” al coronavirus al 100 por ciento y anunciando que, muy pronto, sería enviada a la Organización Mundial de la Salud para su certificación. Si el panorama de la pandemia, en Venezuela y en el mundo, no fuera tan trágico, quizás esta anécdota podría ser chistosa. Pero casi tres millones de muertos en el planeta conspiran contra el humor.

Hace dos semanas, el gobierno venezolano y la oposición llegaron a un acuerdo para —a través del Covax, un programa internacional creado para asegurar el acceso equitativo a las inoculaciones— comprar y distribuir vacunas contra la COVID-19 en Venezuela. El pacto parecía ser el final de un proceso que comenzó en junio de 2020 y el comienzo de una negociación política mayor, que abría nuevamente una posibilidad hacia una salida dialogada de la profunda crisis que vive el país. Todo esto, sin embargo, se deshizo en dos segundos. A última hora, una jugada oficial vuelve a demostrar que el chavismo no tiene ningún interés en negociar, que está dispuesto a usar la enfermedad y hasta la muerte para obtener un beneficio.

El rechazo oficial al uso de la vacuna AstraZeneca ha interrumpido el proceso impidiendo la llegada de vacunas, justo cuando —según reconoce el propio gobierno— el país se encuentra en la peor etapa de toda la pandemia. Aunque, en general, siempre ha habido escasa y poco confiable información sobre el virus —las cifras oficiales señalan un total de 160.497 casos positivos y 1602 defunciones—, en estos momentos hay indicios de una saturación de urgencias hospitalarias en Caracas, la situación está fuera de control. El gremio médico continúa reportando bajas, en marzo se contabilizó un aumento de 48 defunciones de trabajadores sanitarios. En las redes sociales se repiten cada vez con más frecuencia mensajes con peticiones de auxilio clínico o notificaciones de muertes.

¿Por qué precisamente ahora, en la peor circunstancia, el chavismo rechaza vacunas? Porque su lógica es otra, porque su prioridad no son las víctimas, porque sus acciones no están destinadas a atender la emergencia sino —más bien— a aprovecharla en función de sus objetivos, de su plan de acumulación y permanencia en el poder.

Tras culpar a la oposición, el gobierno ha hecho una nueva propuesta: usar otras vacunas, alguna de las fórmulas cubanas —Abdala o Soberana 02— y la rusa Sputnik V. Las primeras, sin embargo, se encuentran aún en fase de experimentación, y, en el mejor de los casos, será posible usarla dentro de varios meses. La segunda forma parte de otra vieja promesa del gobernante: el 15 de noviembre de 2020, Maduro anunció la compra de diez millones de vacunas a Rusia, señaló que se aplicarían en el primer trimestre de este año y también dijo que Venezuela las fabricaría en su territorio. Hasta ahora, sin embargo, no hay ninguna información clara al respecto. Solo Maduro y su esposa han aparecido en televisión recibiendo sus dosis de vacunas.

Mientras la realidad parece comenzar a desbordarse, el discurso oficial mantiene su tono incoherente, por momentos incluso delirante. La periodista Florantonia Singer ha hecho un breve registro de las “invenciones” de Maduro durante la pandemia: según él, la COVID ha sido desde “un arma de guerra” hasta un “virus colombiano” y sus posibles curas pueden ir desde la “homeopatía” hasta una “molécula” creada en Venezuela, pasando, claro está, por las fabulosas “goticas milagrosas”. Es tan absurdo que casi parece un homenaje —involuntario y permanente— a Cantinflas. Si mañana Nicolás Maduro asegurara, con un estetoscopio al hombro, que tiene una nueva vacuna hecha a base de semillas de guayaba fermentadas en orines de leopardo marino, nadie en el planeta se sorprendería. No en balde, por promover información falsa o engañosa, Facebook acaba de bloquear su cuenta.

Pero este caos discursivo solo es una apariencia. Disfraza un orden distinto, más profundo y más cruel. Como afirma la politóloga Paola Bautista, el chavismo no ha realizado una aproximación al problema de la COVID en “clave humanitaria sino en clave del poder”. Ahora está tratando de sacar provecho de la tragedia. Más allá de situación de los ciudadanos, sin un plan de vacunación claro y con un sistema de salud debilitado desde antes de la pandemia, Maduro solo quiere ganar terreno, liberarse de la presión internacional, anular a la sociedad civil organizada e independiente, avanzar en su proyecto totalitario.

El chavismo deja en un extraño limbo la posibilidad de que lleguen vacunas a Venezuela pero, mientras tanto, sigue actuando con puntual eficacia en su modelo de control: basta recordar que casi 3000 personas fueron ejecutadas por policías o por militares durante 2020. Esta semana, por publicar una crónica en una red social, fueron detenidos los escritores Milagros Mata Gil y Juan Manuel Muñoz.

La represión, la censura y la pobreza son las “gotas” reales que el doctor Maduro le aplica a los venezolanos.

4 de abril 2021

NY Times

https://www.nytimes.com/es/2021/04/04/espanol/opinion/vacunas-venezuela-...

Los ñaca ñaca

Alberto Barrera Tyszka

En el oficio de escribir guiones para la televisión usamos la expresión “ñaca ñaca” para referirnos a los personajes de maldad caricaturesca. Nicolás Maduro, Diosdado Cabello y la cúpula chavista se han esforzado por reclamar esa vileza al criminalizar hasta la solidaridad en Venezuela.

La expresión tiene, popularmente, significados distintos en diferentes países. Me apresuro a aclarar que me refiero a una modalidad que tiene que ver más con el oficio que con la geografía. En el mundo de la escritura para televisión en el cual me muevo, muchos guionistas usamos estos dos sonidos para designar a un tipo de vileza caricaturesca. Nos referimos a un “villano ñaca ñaca” para hablar de un personaje típico de la telenovela más clásica: el malo malísimo, el perverso a dedicación exclusiva; el villano que despierta todas las mañanas soñando y planeando qué crueldad puede hacerle a los demás. Para eso vive.

Los líderes de la autoproclamada Revolución bolivariana a veces se empeñan demasiado en parecer unos villanos de ese estilo. Se muestran presumidos y altaneros. Les gusta exhibirse, les parece magnífico aparecer en público irrespetando las formas y demostrando su poder. Todos los miércoles en la noche, Diosdado Cabello, figura capital de la cúpula chavista, tiene un programa en la televisión del Estado. Su símbolo es un mazo cavernícola. Su espectáculo, en general, consiste en burlarse, acusar e intimidar a cualquiera que el propio Cabello señale como enemigo de la patria. Es un esquema simple pero eficaz: un animador cínico y burlón, un público diseñado para aplaudir cuando tiene que aplaudir, un mensaje permanente, dicho siempre con una sonrisita de medio lado: cuidado conmigo, tenga miedo, yo soy un malo ñaca ñaca.

Todo esto no pasaría de ser un performance peculiar si no tuviera consecuencias. La violencia que, desde el Estado, ejerce el chavismo sobre la ciudadanía no solo es impune sino descarada, grosera. Por eso cada vez contrasta más con la lentitud, la prudencia y a veces hasta el silencio de algunos organismos multilaterales. ¿Acaso no es necesario tratar de reaccionar de otras maneras ante un poder que —tras perseguir a la oposición política, a los medios de comunicación y a la sociedad civil— ahora acosa a las organizaciones humanitarias?

El pasado 12 de enero, la Dirección General de Contrainteligencia Militar allanó, sin una orden judicial, la sede de la organización Azul Positivo en la ciudad de Maracaibo. Se llevaron detenidos a cinco de sus miembros, presentándolos primero ante un tribunal militar y acusándolos de legitimación de capitales y asociación para delinquir. Azul Positivo es una organización que se dedica a la atención y el apoyo a comunidades vulnerables en el estado Zulia, incluyendo a gente que vive en situación de inseguridad alimentaria o personas con VIH. Pero el régimen y sus voceros piensan, más bien, que nada de esto es cierto, que la acción humanitaria solo esconde la intención de dar un golpe de Estado.

No es una novedad. El año pasado, en plena pandemia y en el contexto de la alarmante crisis venezolana, el gobierno congeló las cuentas de organizaciones similares como Alimenta la Solidaridad y Caracas Mi Convive, también allanó la sede de la asociación civil Convite. Pero en este comienzo de 2021 el chavismo avanza con renovada saña en contra de los espacios de poder y de organización de la ciudadanía. En su programa, Cabello amenazó a Rafael Uzcátegui y a Marino Alvarado, miembros de PROVEA, una organización no gubernamental de defensa de los derechos humanos en el país, tildando además al segundo de “colombiano”, como si esto fuera un insulto. En la misma tónica, mencionó a Carolina Jiménez, directora de investigación de Amnistía Internacional para la región. Todo forma parte de un afinado plan para —ahora desde la Asamblea Nacional, que domina el chavismo después de las elecciones legislativas del año pasado, ampliamente consideradas fraudulentas— implementar un estatuto legal que impida el financiamiento exterior de las organizaciones civiles.

El chavismo también comenzó este año arremetiendo con mayor furia contra los medios de comunicación independientes. Siempre con el mismo estilo y sin ningún recato. En lo que va de año, ha atentado de distintas maneras en contra de diferentes espacios: el canal VPItv, las plataformas de los periódicos Panorama y Tal Cual, los medios digitales El Pitazo, Caraota Digital, Efecto Cocuyo… Esta semana, en las redes sociales de la Fuerza Armada aparecieron mensajes que criminalizan a Efecto Cocuyo, a la Red Fe y Alegría y al Sindicato de Trabajadores de la Prensa, acusándolos de ser instrumentos de intereses extranjeros en la guerra en contra de Venezuela. Como los villanos de las telenovelas: no descansan. Esa es su formar de asumir y de ejercer el poder. Viven para destruir.

Por eso no sorprenden las primeras decisiones del chavismo tras la ocupación ilegítima de la Asamblea Nacional (AN): exigir juicio y detención de los diputados anteriores, despedir a todos los empleados, proponer una sesión para discutir el costo de la renta que supuestamente paga el líder opositor Leopoldo López en Madrid… Esto es lo que les preocupa e interesa a los nuevos supuestos “representantes” del pueblo, mientras el país que dirigen sin contrapesos tiene 3713 por ciento de inflación. Muy pocos días han hecho falta para confirmar que la AN solo responde a los intereses de la casta, solo es una herramienta del régimen.

Nicolás Maduro, esta semana, le ha pedido a Joe Biden dejar atrás la “demonización” del chavismo y “pasar la página”. Pero el chavismo debería entender que esa puesta en escena no funciona, que nadie les cree, que no se puede ser al mismo tiempo un villano ñaca ñaca y un emotivo pacifista. Mientras Maduro denunciaba la “crueldad de Trump”, los cinco miembros de la organización humanitaria Azul Positivo, detenidos en una sede de la Dirección General de Contrainteligencia Militar, comenzaban a presentar síntomas de contagio del coronavirus.

24 de enero 2021

NY Times

https://www.nytimes.com/es/2021/01/24/espanol/opinion/venezuela-ong.html

Maduro quiere reconciliarse

Alberto Barrera Tyszka

Esta es la imagen: en un cuidado y elegante jardín, sentados a sana distancia, están Nicolás Maduro e Ignacio Ramonet. El gobernante venezolano viste de traje y corbata, y es ostensible que no está pasando hambre. El periodista francoespañol viste de manera más informal pero con mucha elegancia. Es evidente que se tiñe el cabello y el bigote. Ambos se agradecen y celebran mutuamente la tradición de estar juntos. Todo parece una puesta en escena para un comercial esperanzador: 1 de enero de 2021. ¿Qué le ofrece Nicolás Maduro a Venezuela este año?

En rigor, no es una entrevista. Ramonet no pregunta: acaricia. Sus interrogantes están diseñadas para que Maduro se autoelogie. Es un espectáculo inocuo, predecible. Maduro habla bien de sí mismo y Ramonet asiente. Maduro se repite y Ramonet sonríe. Maduro no dice nada y Ramonet casi aplaude. El gobernante, señalado por la Corte Penal Internacional de cometer crímenes de lesa humanidad, habla de la fortaleza de la “unión cívico-militar-policial” y dice que aspira a “la reconciliación de los venezolanos”. El periodista vuelve a asentir, sonríe de nuevo. Parece que, aun antes de que Maduro hable, Ramonet ya está de acuerdo. Más que una conversación, mantienen una complicidad.

Detrás de esta simple simulación, sin embargo, hay una historia difícil y trágica. Durante los últimos cinco años, con una gran violencia del Estado, se han ido agotando los posibles escenarios de salida de la crisis. Con la instalación de la nueva Asamblea Nacional (AN), realizada esta semana, se cierra un ciclo. El parlamento electo de manera democrática en diciembre de 2015 era el último espacio legítimo e independiente, el único ámbito institucional para el ejercicio de la democracia. Al ser invadido y tomado por el chavismo, después de unas elecciones llenas de irregularidades, en las que no participó la oposición ni el 80 por ciento del electorado y que no fueron reconocidas por buena parte de la comunidad internacional, las posibilidades de un cambio en Venezuela son todavía más complicadas.

Para la mayoría de los venezolanos, golpeados duramente por la crisis, el futuro es ahora más incierto y más pobre: se acabaron las alternativas.

El chavismo insiste, inútilmente, en tratar imponer su simulacro. No renuncia a su proyecto totalitario, pero, encima, pretende maquillarlo, venderlo como si fuera una democracia ejemplar. Su cinismo ya no es indignante sino patético. Cuando el canciller Jorge Arreaza condena “la polarización política y el espiral de violencia” en Estados Unidos, ya no resulta irritante sino ridículo, rebaja la diplomacia al nivel del absurdo.

Cuando Jorge Rodríguez, como presidente de la nueva AN, celebra la diversidad y promete impulsar un proceso de diálogo nacional no logra ya ni siquiera molestar a sus adversarios más radicales. Su sarcasmo es un monólogo tedioso que no le interesa nadie. Destruir la política también tiene consecuencias para el propio chavismo: su simulacro es ahora más frágil. Queda todavía más desnudo.

El liderazgo opositor ha cometido errores pero —hay que repetirlo— estos errores no hacen que el chavismo sea más democrático. Durante estas dos décadas y más allá de sus adversarios y de las coyunturas —incluidas las sanciones económicas—, el chavismo ha ido construyendo su escalada autoritaria. En el congreso del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) de 2009, Chávez abiertamente trazaba líneas para el desmontaje del capitalismo y la eliminación del “Estado burgués”. En ese proceso han terminado destruyendo casi todo. Han saqueado las riquezas nacionales y arrasado con el aparato productivo. La economía está dolarizada y el país está en quiebra. La corrupción es un trámite cotidiano, parte de la cultura de la supervivencia. La nación está sometida por una difícil mezcla de poderes donde conviven la fuerza militar y el crimen organizado. La oposición política ha sido aniquilada. El chavismo sigue avanzando hacia su verdadera utopía: el control absoluto, el fin de la democracia, un país sin política.

En ese camino, el próximo paso ya está en marcha: eliminar o controlar a los medios de comunicación y organizaciones sociales independientes que trabajan en el país. Esta semana, el chavismo ha incrementado desde distintos flancos la descalificación y ataques a oenegés y medios digitales que apoyan procesos de base, desarrollan reportajes de investigación, realizan denuncias y ofrecen una versión distinta de lo que ocurre, una versión del país que no aparece en las entrevistas de Nicolás Maduro. Ya neutralizado el parlamento, ahora el chavismo arremete directamente contra el espacio cívico, contra la ciudadanía. El ataque a estos medios y a estas organizaciones es la primera promesa de futuro que ofrece el Estado chavista en 2021. La comunidad internacional debe estar atenta y tratar de detener esta brutal campaña de asedio.

Mientras Nicolás Maduro e Ignacio Ramonet, en su lujoso escenario, juegan su coqueto y tierno ping pong simbólico, muy cerca de ahí agoniza Salvador Franco, un indígena de la etnia Pemón, preso político desde 2019. Franco está desnutrido y enfermo. Desde el 21 de noviembre del año pasado, un tribunal ha ordenado su traslado a un centro de salud y, sin embargo, la orden nunca se ha cumplido. Muere el 3 de enero en la cárcel El Rodeo.

Maduro habla de la fortaleza de la “unión cívico-militar-policial” y dice que aspira a “la reconciliación de los venezolanos”. Ramonet sigue asintiendo. Esta es la imagen completa.

10 de enero 2021

New York Times

https://www.nytimes.com/es/2021/01/10/espanol/opinion/venezuela-2021.html?s=09#click=https://t.co/FLMV9BtLAa

La voz de las heridas

Alberto Barrera Tyszka

Hay palabras que se llevan más fácilmente que otras. Quizás son más manejables, tal vez permiten mayores matices. “Dictador”, al parecer, es una de ellas. Nicolás Maduro ha lidiado con esa palabra durante todos estos últimos años. Desde 2014, cuando anunció medidas de control y regulación de los medios de comunicación, y sentenció: “me van a llamar dictador, no me importa”; hasta enero de este mismo año, cuando tildó de “imbéciles” a quienes lo calificaban de esa manera, asegurando que “cuando me llaman dictador ofenden a todo el pueblo de Venezuela”.

Pero, a partir del informe de 443 páginas que la Misión Internacional e Independiente de Determinación de los Hechos sobre Venezuela presentó esta semana ante Consejo de Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas, Maduro deberá comenzar a lidiar con otras palabras, más difíciles y ásperas, que no permiten demasiadas manipulaciones: criminal, torturador, asesino.

El chavismo siempre ha sabido moverse hábilmente en el territorio del lenguaje. Después de veinte años y miles de millones de dólares desaparecidos, los resultados de sus gobiernos —en todos los ámbitos— son catastróficos. Pero su retórica se mantiene intacta. Vive en la ficción épica de su propio discurso. Fuera de su narrativa, el chavismo es un movimiento que tomó el poder y —de manera ilegítima— lo trasformó para permanecer en él, corrompiéndose y haciéndose cada vez más violento. Solo en el lenguaje el chavismo puede ser democrático o progresista, bolivariano o, incluso, revolucionario. Por eso, su principal enemigo, su más contundente adversario, siempre ha sido la realidad.

Este 15 de septiembre una parte fundamental de esa realidad tuvo voz, sonó y se hizo visible en el informe. El documento registra el trabajo de una estructura autónoma, encargada de llevar a cabo el procedimiento conocido como Fact Finding Mission, activado por la ONU el año pasado para seguir evaluando el caso venezolano. La Misión investigó 223 casos, 48 de ellos de manera exhaustiva, y examinó otros 2891, buscando corroborar los patrones de las violaciones de derechos humanos. Es un reporte duro, lleno de detalles y testimonios que permiten establecer responsabilidades directas sobre quién conocía y ordenó las acciones, además de la cadena de mando en su ejecución. Aunque es un informe técnico, su nivel de precisión sobre los lugares de reclusión, los métodos de tortura y las distintas experiencias de las víctimas de la violencia, lo convierten en un material altamente sensible, en un relato cruel y muy doloroso.

El informe considera que tanto Nicolás Maduro como sus ministros del Interior y de la Defensa “tenían conocimiento de los crímenes. Dieron órdenes, coordinaron actividades y suministraron recursos”. Este señalamiento no tiene precedentes en América Latina y tipifica por primera vez en la región el delito de lesa humanidad, abriendo una mayor posibilidad de que las autoridades venezolanas sean juzgadas internacionalmente.

La respuesta oficial era previsible: el canciller de Venezuela, Jorge Arreaza, se aferra a su retórica, descalificando a la Misión, a todas las víctimas y a las organizaciones de derechos humanos que colaboraron con el proceso. Invoca los tópicos clásicos de su repertorio: el imperialismo y las conspiraciones internacionales. No es fácil, sin embargo, destruir 443 páginas con un tuit.

En el informe hay demasiadas heridas. Se registran masacres, disfrazadas con el método de “simulación de enfrentamiento”, ejecuciones arbitrarias, fosas comunes llenas de cadáveres… La investigación confirma, además, un procedimiento según el cual las autoridades superiores pueden dar “luz verde para matar” en los operativos. También se documentan numerosos testimonios sobre detenciones y desapariciones temporales forzadas, donde se aplicaron a las víctimas diversos tipos de tortura, incluyendo palizas y “descargas eléctricas en los genitales”. En muchos casos, también, los detenidos y detenidas fueron violados sexualmente. Un exdirector del Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional asegura que la institución tiene un “comportamiento cultural” de tortura.

No es posible enfrentar una investigación como esta con consignas fáciles. Ante tanta sangre, la ideología no existe. La cháchara bolivariana se arruga, se desvanece. No en balde, como para evitar debates estériles y dejar en claro la línea de la institución, el propio secretario general de la ONU, Antonio Guterres, ha salido a exigir al gobierno de Venezuela que se tome “muy en serio” el informe.

En Latinoamérica pasamos muchos años pensando que las dictaduras eran un asunto del pasado, una tragedia antigua, protagonizada por militares despiadados y ciegos, ya pasados de moda. Creímos que habíamos superado ese horror. Y bajamos la guardia: nuestro sistema de alarmas comenzó a relajarse y, junto al cambio de los tiempos, a la antipolítica, a las crisis de representación, a las nuevas tecnologías y a las redes sociales, dejamos que se nos colara nuevamente el autoritarismo criminal, una política de masacre ordenada y ejecutada desde el Estado.

“No había otra solución. Estábamos de acuerdo en que era el precio que había que pagar para ganar la guerra contra la subversión”. Es una frase que podría decir algún militar de alto rango en Venezuela. Pero en realidad la dijo Jorge Rafael Videla, dictador argentino.

Es necesario respetar las palabras. Este nuevo informe de la ONU tiene 275.901. Cada una de ellas representa una herida, tiene un rostro, su propia historia y la historia de mucha otra gente, de muchas organizaciones de derechos humanos que llevan años denunciando y documentando la salvaje violencia institucional que existe en Venezuela.

Quizás ahora a Nicolás Maduro sí le importe que lo llamen dictador. Tal vez comience a preocuparse por las consecuencias que conlleva ese término. Tal vez ahora su gobierno entienda que, detrás de esa pequeña palabra, también están las víctimas, hablando, buscando, pidiendo justicia contra sus crímenes de lesa humanidad.

20 de septiembre 2020

New York Times