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Mariana Mazzucato

El suministro mundial de agua dulce pende de un hilo

Mariana Mazzucato
Johan Rockström
Mientras el mundo tenía la atención puesta en la elección estadounidense, los cada vez más numerosos fenómenos meteorológicos extremos (desde las desastrosas inundaciones en España hasta la peor sequía que haya sufrido África meridional en un siglo) destacan la necesidad de no perder de vista el cambio climático, la pérdida de biodiversidad y las alteraciones del ciclo del agua.

La crisis de la seguridad del agua

Mariana Mazzucato
Ngozi Okonjo-Iweala
Johan Rockström
Tharman Shanmugaratnam

La escasez de agua, cada vez más grave, representa una crisis de origen humano que puede resolverse mediante intervenciones humanas. La situación exige nuevas ideas sobre la economía de este recurso crítico y sobre cómo gestionarlo mediante estrategias orientadas a la misión que abarquen todos los niveles de gobernanza.

En lo que respecta al agua, el mundo se enfrenta a una situación insostenible. Sin embargo, solucionar el problema no sólo está al alcance de la mano, sino que también es la solución más fácil para hacer frente al cambio climático y generar empleo y crecimiento.

Por el bien común

Mariana Mazzucato

Después de la reunión de líderes gubernamentales, empresariales y de la sociedad civil en el Foro Económico Mundial de este año en Davos, se ha difundido la observación de que vivimos en una era de «policrisis». La aparición simultánea de varios hechos catastróficos define el clima.

Frente a desafíos tan inmensos como el calentamiento global, la crisis de los sistemas sanitarios, una creciente divisoria digital y modelos de negocios financierizados que aumentan la desigualdad de ingresos y riqueza, no es sorprendente que crezca la desilusión con la política, creándose así condiciones ideales para populistas que prometen remedios fáciles. Pero las soluciones reales son complejas y demandarán inversión, regulación e innovaciones sociales, organizativas y tecnológicas, no sólo de parte de gobiernos y empresas, sino también de personas y organizaciones de todo el arco de la sociedad civil.

Los gobiernos, convencidos de que las políticas sólo pueden aspirar a corregir fallos del mercado, suelen dar respuestas insuficientes y tardías. Incluso bienes públicos como la financiación de actividades de investigación y desarrollo en el nivel básico se ven como formas de corregir un problema de externalidades positivas, así como los impuestos al carbono corrigen un problema de externalidades negativas. Pero lograr un cambio transformador que produzca crecimiento inclusivo y sostenible no depende tanto de corregir los mercados cuanto de configurarlos y crearlos. Esto demanda complementar la idea de los bienes públicos con la de «bien común», que no es sólo una cuestión de «qué», sino también de «cómo».

El bien común es un objetivo al que hay que llegar en forma conjunta mediante la inteligencia colectiva y la coparticipación en los beneficios. Trasciende la idea (en la cual se basa) de los recursos de propiedad comunal, al poner el acento en cómo diseñar inversiones, innovaciones y mecanismos de colaboración en pos de un objetivo compartido. Los bienes comunes son producto de interacciones e inversiones colectivas que demandan modelos compartidos de propiedad y gobernanza. Por eso los beneficios surgidos de esas actividades deben compartirse en forma colectiva. La idea de bien común también atiende a la necesidad de una gobernanza internacional eficaz, destacada en la noción de bienes públicos globales elaborada por mi brillante colega, la fallecida Inge Kaul, que ayudó a inspirar el trabajo de la Comisión Mundial sobre la Economía del Agua.

En su encíclica de mayo de 2015 Laudato si’: sobre el cuidado de la casa común, el papa Francisco defiende con elocuencia un modo de pensar basado en el bien común para un mundo de cambio constante. No es idealismo abstracto. La idea de bien común ofrece un marco útil para fijar objetivos compartidos y determinar el modo de alcanzarlos. Francisco habla de la necesidad de subsidiariedad (el principio de resolver los temas particulares en el nivel más local posible) y de ver el mundo por los ojos de las personas más vulnerables.

Según Francisco, la prioridad en todo cambio social, económico y político debe ser proteger las condiciones esenciales de las que depende la vida humana. La toma de decisiones para el bien común implica defender la dignidad de quienes están marginados en términos sociales, políticos y económicos, no sólo con palabras sino con políticas y nuevas formas de colaboración. Implica crear una red de solidaridad a través de la cual las voces no escuchadas puedan participar en los procesos de decisión cruciales.

Para alcanzar estos objetivos se necesita un nuevo modelo de crecimiento en cuya búsqueda deben participar los que hoy están excluidos; no un modelo que sencillamente se implemente en su nombre. Sirven de ejemplo las organizaciones cooperativas, que se han mostrado eficaces para reunir a personas con medios limitados y darles oportunidades de acción autónoma que no hubieran tenido de otra manera.

Francisco también comprende que en tiempos en que algunos sectores económicos tienen más poder que los gobiernos en ciertos ámbitos, es obligación del Estado defender el bien común en nombre de todos. Para oponerse a la tendencia y hacer frente a los grandes desafíos que tenemos por delante es necesario un cambio fundamental en la política económica. Hoy el principio de bien común se ve como un correctivo para los excesos del sistema actual; pero en vez de eso, debe constituir el objetivo central del sistema.

El dinero no es todo: también es importante fomentar ciertas formas de colaboración. En el caso de la COVID‑19, el mundo hizo una muy exitosa inversión colectiva en la investigación de vacunas. Pero omitió garantizar que el resultado final se trasladara a un «bien común»: en concreto, llegar a que toda la población mundial esté inmunizada.

A menudo tenemos una idea perezosa de las «alianzas» entre diversas partes. La mera asociación entre las partes no quiere decir que estén colaborando correctamente para el bien común; para eso también es necesario que fijen en forma conjunta los objetivos y que armonicen riesgos y beneficios. Todos los participantes deben coincidir en el «qué» además del «cómo». Por ejemplo, no se trata solamente de desarrollar vacunas, sino también de ponerlas al alcance de todos.

Con un enfoque basado en el bien común, cada paso del proceso es casi tan importante como el resultado final. En Estados Unidos, el gobierno destina miles de millones de dólares por año a la inversión pública en I+D en el área de la salud (en 2022, sólo los Institutos Nacionales de Salud proveyeron 45.000 millones de dólares), pero después deja todas las ganancias en manos privadas. Al materializarse la «recompensa» de un esfuerzo colectivo (a menudo en la forma de ganancias empresariales, o como conocimiento valioso), debe compartirse tanto como se compartieron los riesgos.

Como muestro en mi libro Misión economía, hay muchos modos de hacerlo. Uno es condicionar el apoyo público a ciertos requisitos sobre propiedad intelectual o precios, o exigir coparticipación en las ganancias, por ejemplo mediante un modelo accionarial. Otro modo de propiciar una distribución más equitativa del valor entre todos los miembros de la sociedad es mediante estructuras de propiedad colectiva. Todos estos mecanismos permiten limitar la concentración indebida de poder en manos de unas pocas personas y empresas privilegiadas.

Y estos problemas no son exclusivos del ámbito de la salud. La economía digital lleva años creciendo sobre la base de inversiones públicas a gran escala. Como unas pocas empresas poderosas controlan la mayor parte de los datos, tecnologías clave como la inteligencia artificial hoy reproducen sesgos e injusticias preexistentes. Para contrarrestarlo, tenemos que diseñar un marco más inclusivo y transparente que, por ejemplo, imponga ciertos criterios éticos a los términos y condiciones de los servicios digitales.

Finalmente, hay que alentar una mayor valoración del poder de la inteligencia colectiva. Así como los indicadores ambientales, sociales y de gobernanza corporativa (ASG/ESG) ayudan a las empresas a proveer información sobre su conducta y cultura organizacional, un enfoque de bien común exige una mejor provisión de información sobre la dinámica interorganizacional y público‑privada, que exprese la totalidad del ecosistema de colaboración (o de parasitismo, como también puede suceder).

La idea de bien común es una idea de colaboración intensa, de inteligencia colectiva, de creación conjunta de fines y medios y de una correcta distribución de riesgos y beneficios. Políticas industriales y de innovación con orientación de misión muestran cómo se pueden poner en práctica estos principios. Gobiernos u organismos internacionales pueden fijar una meta clara (a menudo mediante un proceso de consulta con otras partes interesadas) y luego crear condiciones para una intensa colaboración público‑privada que permita alcanzar dicha meta. Y en este proceso, la modalidad de prueba y error es un elemento crucial. El rumbo debe estar claro, pero también tiene que haber amplio margen para la experimentación descentralizada.

El bien común es un objetivo compartido. Al poner el acento en el cómo lo mismo que en el qué, permite promover la solidaridad humana, el uso compartido del conocimiento y la distribución colectiva de los beneficios. Es el mejor (y de hecho el único) modo de asegurar una calidad de vida digna para todas las personas en un planeta interconectado.

Traducción: Esteban Flamini

27 de enero 2023

Project Syndicate

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Las instituciones correctas para la transición climática

Mariana Mazzucato

En la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP26) realizada la semana pasada en Glasgow, participé en un panel con líderes políticos nacionales, que incluía a la Primer Ministra escocesa Nicola Sturgeon y la Ministra española de Transición Ecológica Teresa Ribera, para hablar acerca de cómo tomarnos en serio la economía verde. En momentos que los líderes mundiales, abrumadoramente hombres, hacían tiras y aflojas sobre compromisos, posturas y promesas, -lo que la activista sueva Greta Thunberg memorablemente calificó como más “blah, blah, blah”- nuestro panel de cuatro mujeres se centró en qué nuevas herramientas e instituciones necesitará el planeta en su proceso de descarbonización.

Tras la COP26 es más evidente que nunca que las promesas desde arriba no bastan y que, más bien, se necesita una transformación estructural e institucional desde las bases mismas. Nuestra única esperanza de mantener el calentamiento global dentro de límites “seguros” (de hecho, el objetivo acordado es mucho más seguro para unos que para otros) es acelerar una transición verde con una masiva inversión pública coordinada que apunte a saltos de innovación y a un cambio de paradigma económico.

Tal como el cambio climático es un fenómeno dinámico y no lineal causado por una serie de puntos de inflexión –cada uno con repercusiones que hacen extremadamente difícil de predecir el ritmo y la escala de cambio-, el proceso de restringirlo o incluso revertirlo depende de puntos de inflexión en cascada en la dirección contraria. Si se pudieran dar saltos sinérgicos en innovación tecnológica y transformación institucional, se podrían precipitar bucles de retroalimentación positiva y efectos multiplicadores acumulativos.

Esa es precisamente la dirección de lo que llamo una política de innovación orientada a una misión. Tenemos que reunir y organizar recursos y alinear políticas en torno a objetivos medibles, como el surgimiento de nuevas innovaciones tecnológicas y la preparación de nuevos mercados. Cada misión debe inspirar y catalizar, y hacer que nuevos actores y sectores innoven de maneras nuevas y colaborativas, sea para hacer que una ciudad alcance la carboneutralidad o lograr un océano sin plásticos. Cada misión debe reunir inversiones de distintos actores, con unas fuertes condiciones para cualquier tipo de apoyo público, de modo que impulse “cascadas de inflexión hacia arriba” Sin embargo, para reorientar la economía en torno a saltos de innovación, necesitaremos nuevas instituciones en todos los niveles, desde lo local a lo global, que amplíen el actual horizonte tecnológico y abran el camino hacia un futuro de emisiones cero.

En el nivel internacional, por ejemplo, un “CERN de tecnologías climáticas” (que tenga por modelo el cuerpo de investigación científica supranacional europeo) podría coordinar las inversiones de los gobiernos participantes, mediante una hucha colectiva para financiar el desarrollo de tecnologías innovadoras que el sector privado no desee desarrollar por ser estas muy riesgosas o sus retornos financieros demasiado escasos. Esta idea fue destacada en el informe final del Panel del G7 sobre Resiliencia Económica, en el que representé a Italia.

En el nivel nacional, los bancos públicos de inversión verde pueden proporcionar el capital paciente necesario para expandir mercados de cero emisiones de carbono. Un modelo prometedor es el del Banco Nacional Escocés de Inversiones (a cuya creación tuve el honor de ayudar), una institución financiera pública cuya principal misión es ayudar a descarbonizar la economía escocesa. El nuevo banco canalizará la inversión entre sectores y empresas que se estén especializando en tecnologías de cero emisiones de carbono.

Por último, pero no menos importante, está el nivel municipal, que es donde la acción climática se materializa en proyectos tangibles como la vivienda de cero emisiones de carbono, vecindarios sin vehículos y cadenas de suministro circulares. Aquí, el nuevo Consejo de Iniciativas Urbanas, del que el University College de Londres, la Escuela de Economía de Londres y ONU Hábitat son coanfitriones, tiene un papel crucial para compartir información sobre proyectos exitosos y alinearla con acuerdos internacionales, no en menor medida los que provengan de la COP26.

Para despegar, estas instituciones deberán ganarse la confianza y la participación de los ciudadanos, específicamente los trabajadores vulnerables. Los gilets jaunes (chaquetas amarillas) y otros movimientos de protesta ciudadana han demostrado por qué el impulso para la transición verde debe venir desde abajo. Las consideraciones que sustentan las propuestas del Nuevo Trato Verde giran alrededor de cómo hacer las que las energías populares pongan a la gente al centro de la transición económica.

Participación popular significa involucrar a los ciudadanos en procesos de nivel comunitario, como la Comisión de Renovación de Camden, que ha hecho uso de debates clave entre asociaciones de residentes para poner conjuntos de viviendas sociales al centro de la estrategia de crecimiento limpio del municipio de Londres. Además, implica invitar a asociaciones comunitarias, cooperativas y sindicatos a formar “asociaciones por los bienes públicos” con los gobiernos. Otra opción es crear asambleas ciudadanas sobre el cambio climático, como se ha hecho en España. Tales innovaciones institucionales servirán de base para un nuevo contrato social, la única forma de generar confianza pública y alcanzar una transición socialmente justa.

El mayor error del activismo climático ha sido no comunicar de manera realista y atractiva una transición verde que promueva los intereses de los trabajadores. Un Nuevo Trato Verde que genere buenos empleos nuevos, eleve los estándares de vida, y reduzca la precariedad y la desigualdad debería ser su máxima prioridad. El éxito de la transición verde dependerá de medidas que aseguren a los trabajadores cuyos empleos estén amenazados por la descarbonización el desarrollo de habilidades y empleos en la nueva economía. En su defecto, se les debería otorgar un ingreso mínimo garantizado como un derecho básico.

Eso no ocurrirá a menos que los trabajadores tengan un lugar en la mesa de negociaciones. Sean cuales sean los nuevos compromisos a los que llegue la COP26, debemos redoblar el trabajo tras bambalinas de desarrollo de instituciones, con especial énfasis en ampliar la participación para incluir a los ciudadanos de a pie. Para evitar un desastre climático se necesitará una experimentación generalizada con nuevas tecnologías y, no menos importante, con nuevas instituciones en todos los niveles.

16 de noviembre 2021

Traducido del inglés por David Meléndez Tormen

Project Syndicate

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Un nuevo consenso económico mundial

Mariana Mazzucato

El Consenso de Washington está llegando a su fin. En un informe publicado esta semana, el Grupo de Expertos del G7 sobre Resiliencia Económica (donde represento a Italia) exige una relación radicalmente distinta entre los sectores público y privado para crear una economía sostenible, equitativa y resiliente. Cuando los líderes del G20 se reúnan el 30 y 31 de octubre para discutir sobre la manera de «superar los grandes desafíos actuales» —entre ellos, la pandemia, el cambio climático, la creciente desigualdad y la fragilidad económica— deben evitar caer nuevamente en los supuestos desactualizados que nos condujeron al desastre actual.

El Consenso de Washington definió las reglas del juego para la economía mundial durante casi medio siglo. El término se puso de moda 1989 —el año en que el capitalismo al estilo occidental consolidó su alcance mundial— para describir la batería de políticas fiscales, impositivas y comerciales fomentadas por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. Se convirtió en el lema de la globalización neoliberal y fue por eso atacado —incluso por las figuras más eminentes de sus instituciones centrales— por exacerbar las desigualdades y perpetuar la subordinación de los países del Sur global a los del Norte.

Después de escapar dos veces, por poco, de un colapso económico mundial —primero en 2008 y luego, en 2020, cuando la crisis del coronavirus casi hizo caer al sistema financiero— el mundo enfrenta ahora un futuro con riesgos, incertidumbres, agitación y una degradación climática sin precedentes. Los líderes mundiales tienen una opción simple: seguir apoyando a un sistema económico fracasado, o deshacerse del Consenso de Washington y reemplazarlo con un nuevo contrato social internacional.

La alternativa es el «Consenso de Cornwall», recientemente propuesto. Mientras que el consenso de Washington minimizó el papel del Estado en la economía y presionó a favor de una agresiva agenda de libre mercado, desregulación, privatización y liberalización comercial; el Consenso de Cornwall (que refleja los compromisos expresados en la cumbre del G7 en Cornwall en junio del año pasado) invertiría esos mandatos. Con la revitalización del papel económico del Estado, nos permitiría dedicarnos a implementar metas sociales, crear solidaridad a escala internacional y reformar la gobernanza mundial en pos del bien común.

Esto significa que para obtener subsidios e inversiones de las organizaciones estatales y multilaterales los beneficiarios estarían obligados a implementar una rápida descarbonización (en vez de una rápida liberalización del mercado, que exigen los préstamos del FMI para programas de ajuste estructural). Esto significa que los gobiernos pasarían de reparar —intervenir solo cuando el daño ya fue hecho— a preparar: actuar anticipadamente para protegernos de los riesgos e impactos futuros.

El Consenso de Cornwall también nos llevaría de la corrección reactiva de las fallas de mercado a la modificación y creación proactiva de los tipos de mercados que necesitamos para cultivar una economía verde. Nos llevaría a reemplazar la redistribución por predistribución. El Estado coordinaría asociaciones público-privadas orientadas a misiones para crear una economía resiliente, sostenible y equitativa.

¿Por qué es necesario un nuevo consenso? La respuesta más obvia es que el modelo anterior ya no produce beneficios ampliamente distribuidos, si es que alguna vez lo hizo. Demostró ser desastrosamente incapaz de responder con eficacia a los grandes impactos económicos, ecológicos y epidemiológicos.

Cumplir los Objetivos de Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas adoptados en 2015 ya iba a ser difícil con los acuerdos de gobernanza mundial predominantes, pero ahora, después de una pandemia que llevó a las capacidades estatales y de los mercados más allá del punto de quiebre, la tarea se tornó imposible. La actual situación de crisis hace que un nuevo consenso mundial sea fundamental para la supervivencia de la humanidad en este planeta.

Estamos en el punto de inflexión de un cambio de paradigma que debió haber ocurrido mucho tiempo atrás, pero este progreso fácilmente se puede desandar. La mayoría de las instituciones económicas siguen rigiéndose por normas anticuadas que les impiden conseguir las respuestas necesarias para poner fin a la pandemia, ni que hablar de la meta del acuerdo climático de París de limitar el calentamiento mundial 1,5 °C respecto de los niveles preindustriales.

Nuestro informe destaca la urgente necesidad de fortalecer la resiliencia de la economía mundial contra futuros riesgos e impactos, ya sean agudos (como las pandemias) o crónicos (como la polarización extrema de la riqueza y el ingreso). Argumentamos a favor de una reorientación radical en nuestra forma de pensar el desarrollo económico: pasar de medir el crecimiento en términos de PBI, VAB (valor agregado bruto) o rentabilidad financiera a evaluar el éxito sobre la base de la consecución de metas comunes ambiciosas.

Tres de las recomendaciones más destacadas del informe están vinculadas con la COVID-19, la recuperación económica pospandemia y la degradación climática. En primer lugar pedimos al G7 que garantice la equidad en las vacunaciones a escala mundial, y que invierta sustancialmente en la preparación para pandemias y el financiamiento de la salud orientado a misiones. Debemos lograr que el acceso equitativo, especialmente a las innovaciones que se benefician gracias a las grandes inversiones y los compromisos de compra anticipada del Estado, se convierta en una prioridad.

Reconocemos que para esto será necesario un nuevo enfoque en la determinación de los derechos de propiedad intelectual. De manera similar, el Consejo de Economía de la Salud para Todos de la Organización Mundial de la Salud (que presido) enfatiza que se debe reformar la gobernanza de la propiedad intelectual para reconocer que el conocimiento es resultado de un proceso de creación de valor colectivo.

En segundo lugar, sostenemos que es necesaria una mayor inversión estatal para la recuperación económica pospandemia y compartimos la recomendación del economista Nicholas Stern de aumentar ese gasto al 2 % del PBI por año, captando así un billón de dólares por año desde ahora hasta 2030. Pero conseguir más dinero no es suficiente, la forma en que se lo gasta es igualmente importante. Se debe canalizar la inversión pública a través de nuevos mecanismos contractuales e institucionales que midan e incentiven la creación de valor a largo plazo en vez de beneficios privados a corto plazo.

Y en respuesta al mayor de los desafíos —la crisis climática— solicitamos un «CERN de tecnología climática». Inspirado en la Organización Europea para la Investigación Nuclear, un centro de investigación orientado a misiones y centrado en la descarbonización de la economía concentraría la inversión pública y privada en proyectos ambiciosos, entre ellos, la eliminación del dióxido de carbono de la atmósfera y la creación de soluciones sin emisiones de carbono para sectores «de difícil mitigación» como el transporte, la aviación, el acero y el cemento. Esta nueva institución multilateral e interdisciplinaria funcionaría como catalizador para crear y modificar nuevos mercados de energías renovables y producción circular.

Estas son solo tres de las siete recomendaciones que hicimos para los próximos años. Juntas proporcionan el andamiaje para construir un nuevo consenso mundial, una agenda de políticas para regir el nuevo paradigma económico que ya empieza a tomar forma.

Está por verse si el Consenso de Cornwall se mantendrá, pero algo debe reemplazar al consenso de Washington si queremos prosperar en vez de simplemente sobrevivir en este planeta. La COVID-19 nos permite entrever los problemas trascendentales de acción colectiva que enfrentamos. Solo la cooperación y coordinación internacional renovada de las capacidades estatales ampliadas —un nuevo contrato social avalado por un nuevo consenso— puede prepararnos para abordar las crecientes crisis entrelazadas que nos aguardan.

13 de octubre 2021

Traducción al español por Ant-Translation

Project Syndicate

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Reconstruir el Estado

Mariana Mazzucato

Es indudable que haber desarrollado vacunas contra la COVID‑19 en menos de un año fue un logro importante. Pero el despliegue ha sido muy deficiente. En los Estados Unidos, la Operación Warp Speed cumplió las metas de fabricación acordadas, pero hubo problemas en la coordinación de los primeros envíos. No se priorizó a los receptores según las necesidades, ni se hizo lo suficiente por resolver la desigualdad

Es evidente que crear vacunas seguras y eficaces no es lo mismo que crear programas de vacunación equitativos. En Estados Unidos, agencias de innovación orientadas a objetivos, en particular la Agencia de Proyectos de Investigación Avanzados de Defensa (DARPA) y la Autoridad para la Investigación y el Desarrollo en Biomédica Avanzada (BARDA), tuvieron un papel fundamental en las primeras etapas de desarrollo de las vacunas avanzadas de ARNm. Pero ¿está el objetivo tecnológico de Warp Speed vinculado con el objetivo sanitario de ofrecer una «vacuna para la gente»?

El gobierno del presidente estadounidense Joe Biden tendrá que mantener presente esta distinción mientras intenta «reconstruir mejor» y fortalecer la financiación destinada a ciencia y tecnología, tras cuatro años de desprecio de Donald Trump hacia la ciencia y los científicos. El despliegue de las vacunas en Estados Unidos (y aun más en Europa) muestra que así como es importante definir bien los detalles de los acuerdos de asociación público‑privados, también es importante fijarse desde el principio un objetivo general ambicioso.

En mi nuevo libro, Mission Economy: A Moonshot Guide to Changing Capitalism [Economía orientada a misiones: una guía basada en la misión a la Luna para cambiar el capitalismo], sostengo que el programa de la NASA para llegar a la Luna sigue ofreciendo enseñanzas respecto de cómo catalizar y dirigir una relación eficaz entre el sector público y el privado. Con un costo para los contribuyentes equivalente a 283.000 millones de dólares de la actualidad, el Programa Apolo estimuló la innovación en múltiples sectores (aeronáutica, alimentos, electrónica, software, etc.) y al mismo tiempo fortaleció las capacidades del sector público.

La NASA pagó cientos de millones de dólares a empresas como General Motors, Pratt & Whitney (que entonces se llamaba United Aircraft) y Honeywell para que inventaran los nuevos sistemas de combustible, propulsión y estabilización de los legendarios cohetes Saturno V. Luego, estas tecnologías desarrolladas con la financiación pública generaron numerosos productos derivados que seguimos usando, entre ellos la leche de fórmula (a partir del alimento desecado de los astronautas) y las aspiradoras sin cables (a partir de los aparatos para extraer muestras de la superficie lunar). Los circuitos integrados para la navegación se convirtieron en elemento fundamental de la computación moderna.

El quid de la cuestión es que la NASA se aseguró de que el gobierno obtuviera un trato justo, mediante contratos «a precio fijo» que obligaban a las empresas a operar en forma eficiente y daban incentivos para la mejora continua de la calidad. Y los contratos contenían cláusulas contra ganancias excesivas, para que la motivación de la carrera espacial fuera la curiosidad científica en vez de la codicia o la especulación.

Además, la NASA evitó una dependencia excesiva del sector privado. Externalizar las funciones de gobernanza la hubiera puesto a merced de que aquel impusiera sus criterios en los procesos de compra. Pero como la NASA ya tenía experiencia interna, sabía tanto de tecnología como los contratistas y estaba bien preparada para negociar y administrar los contratos.

Fortaleciendo las capacidades del sector público y fijando objetivos claros para las alianzas público‑privadas, el gobierno de Biden puede estimular el crecimiento y colaborar en la lucha contra algunos de los mayores desafíos de nuestra era, desde la desigualdad y la deficiencia de los sistemas sanitarios hasta el calentamiento global.

Estos problemas son mucho más complejos y multidimensionales que poner a un hombre en la Luna. Pero demandan lo mismo: una gobernanza estratégica eficaz del espacio en el que la financiación pública se encuentra con la industria privada. Por ejemplo, aunque las grandes farmacéuticas describen al sector público como un mero consumidor de medicamentos, muchas drogas se descubren a partir de investigaciones financiadas por el Estado.

Basta pensar en los 40.000 millones de dólares que el gobierno de los Estados Unidos invierte cada año en los Institutos Nacionales de la Salud (NIH). Los NIH (junto con el Departamento de Veteranos de los Estados Unidos) apoyaron con más de diez años de investigación financiada por los contribuyentes el desarrollo del sofosbuvir, un medicamento contra la hepatitis C. Pero luego la biotecnológica privada Gilead Sciences adquirió la droga y fijó el precio de un tratamiento de doce semanas en 84.000 dólares. Asimismo, se calcula que uno de los primeros tratamientos antivirales contra la COVID‑19, el remdesivir, recibió unos 70,5 millones de dólares de financiación pública entre 2002 y 2020. Hoy Gilead cobra 3.120 dólares por las dosis para cinco días.

Esto habla de una relación parasitaria en vez de simbiótica. Los NIH tienen que esforzarse más en asegurar precios y acceso justos a las innovaciones que financian, en vez de restarse atribuciones, como cuando en 1995 eliminaron la cláusula sobre precios justos de sus contratos de cooperación en investigación y desarrollo. Hay que pensar en poner condiciones a las innovaciones surgidas de agencias orientadas a objetivos, como DARPA, BARDA y la propuesta Agencia de Proyectos de Investigación Avanzada en Salud (ARPA‑H), que se concentrará exclusivamente en las prioridades sanitarias.

En el caso de la pandemia, varios gobiernos destinaron 8.500 millones de dólares al desarrollo de vacunas que hoy fabrican y venden empresas estadounidenses como Johnson & Johnson, Pfizer, Novavax y Moderna. Hoy la pregunta es si el conocimiento científico y práctico en relación con las vacunas se compartirá con tantos países como sea posible para poner fin a la pandemia. ¿Se unirán los NIH a un fondo de patentes voluntarias que creó la Organización Mundial de la Salud para dicho fin?

En lo referido a preparar la era pospandemia, la promesa de Biden de «reconstruir mejor» implica más que un regreso a la normalidad. Pero para reformular mejor la economía es necesario no sólo un cambio de mentalidad sino también un nuevo contrato social que promueva la creación de valor por sobre la extracción de ganancias; que socialice las recompensas así como los riesgos; y que invierta en el bien común, en vez de empresas o sectores específicos.

La ley estadounidense CARES («ayuda, alivio y seguridad económica frente al coronavirus») impuso a las empresas que recibieran ayuda del gobierno la condición de mantener empleos, pero el nuevo Plan de Rescate de Estados Unidos por 1,9 billones de dólares y el propuesto Plan de Empleo Estadounidense (por dos billones de dólares) tienen que ir más lejos. Deben asegurar que la inversión del sector público vaya acompañada de una transformación de la relación entre el Estado y el sector privado.

En esto se puede aprender de Europa. En Francia, el presidente Emmanuel Macron estipuló que la provisión de fondos de recuperación a aerolíneas y automotrices tuviera como condición el compromiso de reducir las emisiones de carbono. En Austria y Dinamarca, el compromiso de las empresas receptoras de esos fondos fue no usar paraísos fiscales.

El gobierno de Biden tiene por delante la tarea de aportar liderazgo a las misiones que definirán las décadas futuras, empezando por el combate al cambio climático. En 1962 el presidente John F. Kennedy dijo que Estados Unidos se ponía el objetivo de ir a la Luna no porque fuera fácil, sino porque era difícil. Hoy, esa clase de liderazgo visionario no es una opción, es una necesidad.

Necesitamos una dirección jerárquica para catalizar la innovación y la inversión en toda la economía. Y en esto pueden servir de modelo los ejemplos de liderazgo gubernamental, audacia en los contratos de interés público y dinamismo del sector público de tiempos del Programa Apolo. Si no los seguimos, «reconstruir mejor» no pasará de ser una consigna vacía.

Traducción: Esteban Flamini

15 de abril

Project Syndicate

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No retiren el apoyo financiero a la BBC

Mariana Mazzucato

En las Conferencias Reith —la serie anual de radio de la BBC— del año pasado el exgobernador del Banco de Inglaterra, Mark Carney, observó que desde la crisis financiera de 2008 cada vez más es el valor monetario el que define a las normas e instituciones. Lo que suele faltar en esta discusión sobre la confusión entre precio y valor es la forma de captar el valor real de las instituciones públicas que nos enriquecen.

Es apropiado que Carney presente este planteo en un programa de la BBC; después de todo, la BBC fue la primera emisora pública en incorporar la noción de «valor público» en su marco de gobernanza. La British Broadcasting Company se convirtió, junto con el Servicio Nacional de Salud y The Open University (La Universidad Abierta), en una de las instituciones más queridas y de mayor renombre internacional del Reino Unido; llega a una audiencia de 460 millones de personas cada semana.

Sin embargo, una minoría que se hace oír (a menudo guiada por las publicaciones de Rupert Murdoch) desea destruir a la emisora. Menosprecian el compromiso de la BBC con la inclusión y la diversidad, considerándolo una mera exhibición de corrección política, y la acusan de «desplazar» a los medios privados debido a la escala y el alcance de sus servicios. Para ellos es el sector privado el encargado de crear valor, el Estado solo debe centrarse en cubrir las brechas y arreglar lo que los economistas llaman «fallas de mercado».

Para esos críticos, la solución es simple: retirar el apoyo financiero a la BBC. Esto implicaría despenalizar la falta de pago de la licencia anual obligatoria con la que se financia. Si la BBC pasa a depender de un modelo suscripciones, sin embargo, su futuro sería mucho más endeble, que puede ser el deseo de sus rivales, dado que Murdoch actualmente está tratando de crear una versión para el Reino Unido de su red de noticias de extrema derecha en Estados Unidos, Fox News.

El Reino Unido saldría perdiendo si se debilita o destruye a la BBC, como demostramos en un nuevo informe con otros autores. Su valor va más allá del mandato de las emisoras públicas tradicionales de proporcionar acceso universal a noticias objetivas, programas creíbles y arte, que confina al Servicio de Difusión Pública en EE. UU. La BBC también ha sido pionera en los formatos comerciales, creando así nuevas oportunidades de negocios —atrayendo (no desplazando) empresas— y logrando al mismo tiempo metas sociales importantes, como la incorporación de diversidad a la pantalla.

Para entender la manera en que la BBC logró todo esto debemos volver a considerar al Estado como creador de valor colectivo, no solo como corrector del mercado. La difusora funcionó simultáneamente como inversora, inventora, innovadora y plataforma de consumo, desempeñando un papel integral en el desarrollo de la infraestructura británica para la

Desde sus primeras emisiones radiales hasta las plataformas actuales de video en continuo y en directo, las inversiones de la BBC funcionaron reiteradamente como catalizadoras de nuevos mercados en diversas industrias creativas. La BBC es el mayor inversor en contenidos británicos originales y su fuerza creativa asume riesgos de programación. La venta de sus contenidos originales le permite obtener ingresos significativos, al tiempo que simultáneamente exhibe el talento británico y atrae a grandes talentos extranjeros. Esas actividades inciden sobre los mercados por doquier. Los ingresos luego se destinan al desarrollo, producción y difusión de contenidos adicionales.

Más allá de la programación, la BBC ha desarrollado tecnologías innovadoras como el iPlayer y BBC Sounds, estableciendo así estándares tecnológicos para el sector (como DAB para el audio y DVB-T2 para video) y creando economías de escala para los fabricantes de electrónica. La investigación e innovación de la BBC contribuyen al desarrollo de un entorno más seguro y sostenible en Internet a través de iniciativas colaborativas, como la Digital Futures Commission, que busca eliminar trabas a la innovación digital para beneficiar a los niños y los jóvenes, y el proyecto Databox, que fija elevados estándares en el sector para la gestión de los datos y la privacidad.

Algo fundamental es que a menudo las inversiones de la BBC respondieron más a los valores sociales que al valor financiero. El BBC Micro, un sistema de microcomputadoras que llegó a todas las aulas británicas, ayudó a reducir la brecha digital. El Micro surgió de un programa de educación tecnológica, el Proyecto de Educación Informática de la BBC (BCC Computer Literacy Project), a principios de la década de 1980. Para llevar adelante el proyecto, la BBC tuvo que trabajar con Acorn Computers, que usó la inversión de la BBC para aumentar considerablemente su escala. La misión social de la BBC creó, a su vez, valor para la industria.

Incluso el papel más básico de la BBC —la creación y distribución de contenidos— produce beneficios sociales de gran alcance. Durante la pandemia, cuando la gente debió confinarse en sus hogares, la BBC ofreció tres horas diarias de contenidos educativos y de entretenimiento. Además, el alcance de la BBC y la confianza que el público deposita en ella contrarrestan las tendencias de desinformación, ya sea sobre el cambio climático o las vacunas contra la COVID-19. Mantener el alcance de la BBC, que depende de su financiamiento, garantiza su posición en el abarrotado mercado de medios como una fuente legítima que goza de amplia confianza. Y la «conciencia» que los críticos condenan —que, por ejemplo, brindó a las mujeres una plataforma donde desempeñarse como presentadoras deportivas— contribuye a un clima cultural de mayor inclusión y tolerancia.

Aunque es difícil medir el valor público dinámico de la BBC, sabemos que por cada dólar del erario público que se invierte en la producción cultural, la economía crece 5 USD en promedio. En la industria automotriz, el efecto multiplicador es solo la mitad, no solo porque es menos intensivo en mano de obra, sino porque no impulsa tantas inversiones nuevas en otros servicios, tecnologías y materiales. Una vez más, aun cuando la BBC no se centra en el valor financiero, lo crea e incentiva de manera muy eficaz.

Para entender las contribuciones de la BBC a la economía en su conjunto —y el concepto de valor público en términos más amplios— es necesario un nuevo marco de trabajo. Hay que desarrollar nuevos indicadores que aumenten la propia responsabilidad de la BBC, para asegurarnos de que avance la frontera de los mercados y aumente la necesaria diversidad, tanto en la programación como para el conjunto de proveedores vinculados a ella. Tenemos que repensar los indicadores tradicionales de desempeño, que se centran en los costos y beneficios estáticos más que en los efectos dinámicos de las decisiones de inversión que dan forma a los mercados. Debemos hacerlo con urgencia, antes de que se destruya una valiosa institución.

Y las lecciones van más allá de la BBC, solo si repensamos la generación del valor público podemos pasar del debate sobre si corresponde financiar las instituciones públicas a otro sobre cómo estructurarlas y usarlas para fortalecer nuestro entramado social y producir una economía más creativa. La BBC es un excelente lugar donde comenzar esta discusión. Las lecciones que podemos aprender responden a preguntas clave: ¿cómo y por qué valoramos a nuestras instituciones públicas, y cómo podemos fortalecerlas en vez de cuestionar continuamente su propia existencia?

Traducción al español por Ant-Translation

22 de febrero 2021

Projecto Syndicate

https://www.project-syndicate.org/commentary/defund-the-bbc-public-value...

La inminente escasez de capital patrimonial

Mariana Mazzucato

Seamos optimistas y supongamos que se descubre que una o más de las 11 vacunas para el COVID-19 que hoy están en la Fase 3 de los ensayos clínicos son seguras y efectivas a comienzos de 2021. También imaginemos que la producción se puede acelerar rápidamente, para que los países puedan vacunar a una parte significativa de sus poblaciones para fines del año próximo.

En este escenario esperanzador, el actual “período especial”, en el que el distanciamiento social restringe seriamente las actividades económicas –desde escuelas a universidades, restaurantes a aerolíneas, conciertos a eventos deportivos y ceremonias religiosas a casamientos-, durará sólo un año más. Una vez que se levanten las medidas de distanciamiento social, la demanda reprimida de celebraciones, reuniones sociales, viajes y los placeres de la interacción humana probablemente alimenten fuertes recuperaciones.

Sin embargo, para muchas empresas que ya han soportado seis meses de disrupción generada por la pandemia, un año parece una eternidad. Las empresas capaces de sobrevivir hasta entonces –en especial en los mercados emergentes- tendrán un futuro brillante, pero balances débiles. Habrán experimentado 18 meses de flujos de caja negativos en los que su capital patrimonial en gran medida se habrá evaporado.

Es verdad, muchos bancos centrales han ofrecido niveles sin precedentes de estímulo monetario, no sólo reduciendo las tasas de interés, sino también comprando enormes cantidades de activos (alivio cuantitativo) y comprometiéndose a mantener esta política por un período sustancial. Esta llamada “forward guidance” (orientación prospectiva) está destinada a convencer a los bancos de que deberían prestar más a tasas de interés más bajas, porque estas tasas no van a subir por un bien tiempo.

Pero los bancos prestarán solamente a prestatarios solventes –y la solvencia no depende sólo de las perspectivas prometedoras de los prestatarios, sino también de cuánto capital patrimonial tengan-. El capital actúa como una suerte de garantía de que el prestatario es tiene capacidad de pago. Si las cosas no resultan tan bien como sugieren las hojas de cálculo, la empresa de todas maneras puede pagar un crédito porque debe menos de lo que vale.

En este sentido, el capital patrimonial y la deuda se complementan: cuanto más capital tiene una empresa, más puede pedir prestado. Los bancos normalmente exigen que los prestatarios mantengan su ratio de deuda-capital por debajo de cierto límite.

De modo que, en el escenario optimista que se describe más arriba, habrá muchas empresas con perspectivas promisorias, pero con patrimonio insuficiente para garantizar un mayor endeudamiento. Su crecimiento dependerá de lo rápido que incrementen su capital –ya sea de manera acelerada, a través de una inyección de capital, o mucho más lentamente, a través de utilidades retenidas-. Claramente, una infusión rápida de capital hará que la política monetaria sea mucho más efectiva y la recuperación, mucho más robusta.

Pero el capital es institucionalmente mucho más complejo que la deuda. La deuda implica el compromiso de pagar una cierta cantidad fija de dinero en determinadas fechas. Es fácil para un prestador saber si el pago se produjo y convencer a un juez cuando éste no haya ocurrido.

El capital, en cambio, es un derecho sobre lo que queda después de que todas las otras partes interesadas ya han cobrado, incluidas no sólo las deudas con proveedores, trabajadores y acreedores, sino también los salarios, bonos, gastos de representación y aviones corporativos de los gerentes. El derecho de los accionistas sobre el flujo de caja residual de la empresa, por ende, puede evaporarse muy fácilmente.

Impedir esto y tranquilizar a los inversores de capital patrimonial requiere una buena gobernanza corporativa y una ejecución judicial confiable. Los accionistas deben contar con algunos derechos como el poder de elegir y remover a la junta, controlar el pago de los ejecutivos y limitar la cantidad de operaciones riesgosas en las que entra la compañía. También deberían tener derecho a ser informados por auditores independientes sobre lo que está haciendo la empresa y garantizar que quienes tengan información privilegiada no comercialicen sus acciones de manera ventajosa.

Ahora bien, establecer una estructura de gobernanza que pueda ofrecer esas garantías resulta costoso. En Estados Unidos, esto ha propiciado el crecimiento de la industria de “private equity”, que prefiere evitar esos costos retirando de la bolsa a empresas previamente listadas. En la mayoría de los países en desarrollo, las bolsas de valores, cuando existen, comprenden sólo a las empresas más grandes, incluidos bancos, compañías de seguros, empresas de telecomunicaciones, energía eléctrica y unas pocas manufacturas grandes. Para el resto de las empresas, el capital proviene de amigos y familiares.

A menos que tuvieran una participación mayoritaria en la compañía, los fondos de “private equity” globales que han intentado ingresar en los mercados emergentes desde los años 1990 muchas veces vieron evaporarse el valor de sus inversiones. Asimismo, la ausencia de bolsas de valores líquidas significa que cuando quieren desinvertir, se encuentran en una situación tipo Hotel California, en la que pueden dejar la habitación, pero nunca marcharse. Esto es particularmente problemático para los fondos de “private equity” que prometen devolver el capital a sus inversores después de un período predeterminado.

El costo social de estas ineficiencias se disparará durante la recuperación post-vacunación. Lidiar con ellas de manera efectiva hoy puede ser una de las inversiones de mayor retorno que se haya visto.

Parte de la solución debería venir de la innovación financiera liderada por el sector privado. Los fondos de capital privado que se transan como acciones no necesitan períodos de desinversión predeterminados y, por lo tanto, no tienen ningún apuro en vender. En Estados Unidos, las empresas de adquisición de propósito especial (SPAC, por su sigla en inglés) obtienen su capital a través de una oferta pública de acciones antes de saber qué harán con el dinero, y están listas para invertir cuando aparezcan las oportunidades. No tienen que estar listadas en el país en el que invierten, lo que significa que pueden salir a bolsa en lugares con mejores instituciones y mercados más líquidos.

Los países emergentes se beneficiarían enormemente si le encontraran una solución a la inminente escasez de capital. Las empresas familiares, por ende, necesitan considerar las ventajas de aceptar nuevos accionistas y la resultante dilución de la autoridad de los miembros de la familia en la toma de decisiones, a menos que quieran ver cómo los competidores que sí aceptan a esos fondos les quitan el mercado.

Mientras tanto, las autoridades económicas en países emergentes deberían hacer un esfuerzo por mejorar los marcos regulatorios –asegurando, por ejemplo, que los fondos de pensión y las compañías de seguros puedan invertir en los nuevos vehículos de capital-.Y los fondos globales, con el estímulo de instituciones como la Corporación Internacional de Finanzas del Grupo Banco Mundial e IDB Invest, parte del Grupo Banco Interamericano de Desarrollo, deberían crear fondos de “private equity” para invertir en estos países.

Nada de esto es neurocirugía, y puede rendir grandes frutos en términos de una recuperación más rápida. Una razón más para ser optimistas.

9 de octubre 2020

Project Syndicate

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El capitalismo después de la pandemia, Consiguiendo la recuperación correcta

Mariana Mazzucato

Después de la crisis financiera de 2008, los gobiernos de todo el mundo inyectaron más de 3 billones de dólares en el sistema financiero. El objetivo era descongelar los mercados de crédito y hacer que la economía mundial volviera a funcionar. Pero en lugar de apoyar la economía real -la parte que implica la producción de bienes y servicios reales- el grueso de la ayuda acabó en el sector financiero. Los gobiernos rescataron a los grandes bancos de inversión que habían contribuido directamente a la crisis, y cuando la economía se puso en marcha de nuevo, fueron esas empresas las que cosecharon los frutos de la recuperación. Los contribuyentes, por su parte, se quedaron con una economía mundial tan quebrada, desigual e intensiva en carbono como antes. "Nunca dejes que una buena crisis se desperdicie", dice una máxima popular de la política. Pero eso es exactamente lo que pasó.

Ahora, mientras los países se tambalean por la pandemia de COVID-19 y los consiguientes cierres, deben evitar cometer el mismo error. En los meses posteriores a la aparición del virus, los gobiernos intervinieron para hacer frente a las crisis económicas y sanitarias concomitantes, desplegando paquetes de estímulo para proteger los puestos de trabajo, emitiendo normas para frenar la propagación de la enfermedad e invirtiendo en la investigación y el desarrollo de tratamientos y vacunas. Estos esfuerzos de rescate son necesarios. Pero no basta con que los gobiernos intervengan simplemente como último recurso cuando los mercados fallan o se producen crisis. Deben dar forma activamente a los mercados para que ofrezcan el tipo de resultados a largo plazo que beneficien a todos.

El mundo perdió la oportunidad de hacerlo en 2008, pero el destino le ha dado otra oportunidad. A medida que los países salen de la crisis actual, pueden hacer algo más que estimular el crecimiento económico; pueden dirigir la dirección de ese crecimiento para construir una economía mejor. En lugar de prestar asistencia sin condiciones a las empresas, pueden condicionar sus rescates a la adopción de políticas que protejan el interés público y aborden los problemas de la sociedad. Pueden exigir que las vacunas COVID-19 que reciben apoyo público sean accesibles universalmente. Pueden negarse a rescatar a las empresas que no reduzcan sus emisiones de carbono o que no dejen de esconder sus beneficios en paraísos fiscales.

Durante demasiado tiempo, los gobiernos han socializado los riesgos pero han privatizado las recompensas: el público ha pagado el precio de la limpieza de los desórdenes, pero los beneficios de esas limpiezas se han acumulado en gran medida para las empresas y sus inversores. En tiempos de necesidad, muchas empresas se apresuran a pedir ayuda al gobierno, pero en los buenos tiempos, exigen que el gobierno se aleje. La crisis de COVID-19 presenta una oportunidad para corregir este desequilibrio mediante un nuevo estilo de negociación que obliga a las empresas rescatadas a actuar más en el interés público y permite a los contribuyentes compartir los beneficios de los éxitos que tradicionalmente se atribuyen únicamente al sector privado. Pero si en lugar de ello los gobiernos se centran únicamente en poner fin al dolor inmediato, sin reescribir las reglas del juego, entonces el crecimiento económico que siga a la crisis no será ni inclusivo ni sostenible. Tampoco servirá a las empresas interesadas en las oportunidades de crecimiento a largo plazo. La intervención habrá sido un desperdicio, y la oportunidad perdida sólo alimentará una nueva crisis.

LA PODREDUMBRE EN EL SISTEMA

Las economías avanzadas habían estado sufriendo grandes fallas estructurales mucho antes de que COVID-19 llegara. Por un lado, las finanzas se financian a sí mismas, erosionando así los cimientos del crecimiento a largo plazo. La mayoría de los beneficios del sector financiero se reinvierten en las finanzas -bancos, compañías de seguros y bienes raíces- en lugar de destinarse a usos productivos como la infraestructura o la innovación. Sólo el diez por ciento de todos los préstamos bancarios británicos, por ejemplo, apoyan a empresas no financieras, y el resto se destina a bienes inmuebles y activos financieros. En las economías avanzadas, los préstamos inmobiliarios constituían alrededor del 35% de todos los préstamos bancarios en 1970; en 2007, habían aumentado a alrededor del 60%. La estructura actual de las finanzas alimenta así un sistema impulsado por la deuda y las burbujas especulativas que, cuando estallan, llevan a los bancos y a otras personas a mendigar el rescate del gobierno.

Otro problema es que muchas grandes empresas descuidan las inversiones a largo plazo en favor de las ganancias a corto plazo. Obsesionados con los rendimientos trimestrales y los precios de las acciones, los directores generales y los consejos de administración de las empresas han recompensado a los accionistas recomprando acciones, aumentando el valor de las acciones restantes y, por lo tanto, de las opciones sobre acciones que forman parte de la mayoría de los paquetes de remuneración de los ejecutivos. En la última década, las compañías de Fortune 500 han recomprado más de 3 billones de dólares de sus propias acciones. Estas recompras se hacen a expensas de la inversión en salarios, capacitación de los trabajadores e investigación y desarrollo.

Luego está el vaciamiento de la capacidad del gobierno. Sólo después de un fallo explícito del mercado suelen intervenir los gobiernos, y las políticas que proponen son demasiado escasas, demasiado tardías. Cuando el Estado no es visto como un socio en la creación de valor sino como un simple fijador, los recursos financiados públicamente se ven privados de recursos. Los programas sociales, la educación y la atención sanitaria no reciben fondos suficientes.

La relación entre el sector público y el privado se rompe.

Estos fracasos se han sumado a mega crisis, tanto económicas como planetarias. La crisis financiera fue causada en gran medida por el exceso de crédito que fluyó hacia los sectores inmobiliario y financiero, inflando las burbujas de activos y la deuda de los hogares en lugar de apoyar la economía real y generar un crecimiento sostenible. Mientras tanto, la falta de inversiones a largo plazo en energía verde ha acelerado el calentamiento global, hasta el punto de que el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático de las Naciones Unidas ha advertido que al mundo le quedan sólo diez años para evitar sus efectos irreversibles. Sin embargo, el gobierno de los Estados Unidos subvenciona a las empresas de combustibles fósiles con unos 20.000 millones de dólares al año, en gran parte mediante exenciones fiscales preferenciales. Los subsidios de la Unión Europea ascienden a unos 65.000 millones de dólares al año. En el mejor de los casos, los encargados de formular políticas que tratan de hacer frente al cambio climático están considerando la posibilidad de ofrecer incentivos, como impuestos sobre el carbono y listas oficiales de las inversiones que cuentan como ecológicas. No han llegado a emitir el tipo de reglamentos obligatorios que se requieren para evitar el desastre para 2030.

La crisis de COVID-19 sólo ha empeorado todos estos problemas. Por el momento, la atención del mundo se centra en sobrevivir a la crisis sanitaria inmediata, no en prevenir la próxima crisis climática o la próxima crisis financiera. Los cierres han devastado a la gente que trabaja en la gigante peligrosa economía. Muchos de ellos carecen tanto de los ahorros como de las prestaciones del empleador, a saber, la atención de la salud y las licencias por enfermedad, necesarias para capear la tormenta. La deuda de las empresas, una de las principales causas de la anterior crisis financiera, sólo está aumentando a medida que las empresas obtienen nuevos y cuantiosos préstamos para hacer frente al colapso de la demanda. Y la obsesión de muchas compañías por complacer los intereses a corto plazo de sus accionistas las ha dejado sin una estrategia a largo plazo para superar la crisis.

La pandemia también ha revelado cuán desequilibrada se ha vuelto la relación entre el sector público y el privado. En los Estados Unidos, los Institutos Nacionales de Salud (NIH) invierten unos 40.000 millones de dólares al año en investigaciones médicas y han sido uno de los principales financiadores de la investigación y el desarrollo de los tratamientos y vacunas de COVID-19. Pero las compañías farmacéuticas no están obligadas a hacer que los productos finales sean asequibles para los estadounidenses, cuyo dinero de los impuestos los está subvencionando en primer lugar. La compañía Gilead, con sede en California, desarrolló su medicamento COVID-19, remdesivir, con 70,5 millones de dólares de apoyo del gobierno federal. En junio, la compañía anunció el precio que cobraría a los estadounidenses por un tratamiento: 3.120 dólares.

Era un movimiento típico de la Gran Farmacia. Un estudio examinó los 210 medicamentos aprobados por la Administración de Alimentos y Medicamentos de EE.UU. de 2010 a 2016 y encontró que "los fondos de los NIH contribuyeron a cada uno". Aun así, los precios de los medicamentos de EE.UU. son los más altos del mundo. Las compañías farmacéuticas también actúan en contra del interés público al abusar del proceso de patentes. Para evitar la competencia, presentan patentes que son muy amplias y difíciles de licenciar. Algunas de ellas están demasiado adelantadas en el proceso de desarrollo, permitiendo a las empresas privatizar no sólo los frutos de la investigación sino también las propias herramientas para llevarla a cabo.

Igualmente se han hecho malos tratos con Big Tech. En muchos sentidos, el Valle del Silicio es un producto de las inversiones del gobierno de EE.UU. en el desarrollo de tecnologías de alto riesgo. La Fundación Nacional de Ciencia financió la investigación detrás del algoritmo de búsqueda que hizo famoso a Google. La Armada de los Estados Unidos hizo lo mismo con la tecnología GPS de la que depende Uber. Y la Agencia de Proyectos de Investigación Avanzada de Defensa, parte del Pentágono, apoyó el desarrollo de Internet, la tecnología de pantalla táctil, Siri, y todos los demás componentes clave del iPhone. Los contribuyentes se arriesgaron cuando invirtieron en estas tecnologías, pero la mayoría de las empresas tecnológicas que se han beneficiado no pagan su parte justa de impuestos. Entonces tienen la audacia de luchar contra las regulaciones que protegerían los derechos de privacidad del público. Y aunque muchos han señalado el poder de la inteligencia artificial y otras tecnologías que se están desarrollando en Silicon Valley, una mirada más atenta muestra que también en estos casos fueron las inversiones públicas de alto riesgo las que sentaron las bases. Sin la acción del gobierno, las ganancias de esas inversiones podrían volver a fluir en gran medida a manos privadas. La tecnología financiada con fondos públicos debe ser mejor gobernada por el Estado -y en algunos casos propiedad del Estado- para asegurar que el público se beneficie de sus propias inversiones. Como ha puesto de manifiesto el cierre masivo de escuelas durante la pandemia, sólo algunos estudiantes tienen acceso a la tecnología necesaria para la escolarización en el hogar, una disparidad que no hace sino aumentar la desigualdad. El acceso a la Internet debería ser un derecho, no un privilegio.

VALOR DE REPLANTEAMIENTO

Todo esto sugiere que la relación entre el sector público y el privado está rota. Arreglarlo requiere primero abordar un problema subyacente en la economía: el campo se ha equivocado en el concepto de valor. Los economistas modernos entienden el valor como intercambiable con el precio. Este punto de vista sería un anatema para los teóricos anteriores como François Quesnay, Adam Smith y Karl Marx, que veían los productos como teniendo un valor intrínseco relacionado con la dinámica de la producción, valor que no estaba necesariamente relacionado con su precio.

El concepto contemporáneo de valor tiene enormes implicaciones para la forma en que se estructuran las economías. Afecta a la forma en que se dirigen las organizaciones, a la forma en que se contabilizan las actividades, a la forma en que se priorizan los sectores, a la forma en que se ve al gobierno y a la forma en que se mide la riqueza nacional. El valor de la educación pública, por ejemplo, no figura en el PIB de un país porque es gratuita, pero sí el costo de los sueldos de los profesores. Es natural, entonces, que tanta gente hable de "gasto" público en lugar de "inversión" pública. Esta lógica también explica por qué el entonces director general de Goldman Sachs, Lloyd Blankfein, pudo afirmar en 2009, justo un año después de que su empresa recibiera un rescate de 10.000 millones de dólares, que sus trabajadores estaban "entre los más productivos del mundo". Después de todo, si el valor es el precio, y si el ingreso por empleado de Goldman Sachs está entre los más altos del mundo, entonces, por supuesto, sus trabajadores deben estar entre los más productivos del mundo.

Cambiar el statu quo requiere dar una nueva respuesta a la pregunta, ¿Qué es el valor? En este sentido, es esencial reconocer las inversiones y la creatividad que aportan una amplia gama de agentes de toda la economía, no sólo las empresas, sino también los trabajadores y las instituciones públicas. Durante demasiado tiempo, la gente ha actuado como si el sector privado fuera el principal impulsor de la innovación y la creación de valor y, por lo tanto, tuviera derecho a los beneficios resultantes. Pero esto simplemente no es cierto. Los medicamentos farmacéuticos, Internet, la nanotecnología, la energía nuclear, la energía renovable... todo ello se desarrolló con una enorme cantidad de inversión gubernamental y con la asunción de riesgos, a espaldas de innumerables trabajadores y gracias a la infraestructura y las instituciones públicas. Apreciar la contribución de este esfuerzo colectivo facilitaría que todos los esfuerzos se remuneraran adecuadamente y que los beneficios económicos de la innovación se distribuyeran de forma más equitativa. El camino hacia una asociación más simbiótica entre las instituciones públicas y privadas comienza con el reconocimiento de que el valor se crea colectivamente.

RESCATES MALOS

Más allá de repensar el valor, las sociedades deben dar prioridad a los intereses a largo plazo de los interesados en lugar de los intereses a corto plazo de los accionistas. En la crisis actual, eso debería significar el desarrollo de una "vacuna popular" para COVID-19, una que sea accesible a todos los habitantes del planeta. El proceso de innovación en materia de drogas debería regirse de manera que se fomente la colaboración y la solidaridad entre los países, tanto durante la fase de investigación y desarrollo como cuando llegue el momento de distribuir la vacuna. Las patentes deben ser agrupadas entre universidades, laboratorios gubernamentales y empresas privadas, permitiendo que el conocimiento, los datos y la tecnología fluyan libremente en todo el mundo. Sin estos pasos, una vacuna COVID-19 corre el riesgo de convertirse en un producto caro vendido por un monopolio, un bien de lujo que sólo los países y ciudadanos más ricos pueden permitirse.

En términos más generales, los países también deben estructurar las inversiones públicas de manera menos parecida a las dádivas y más parecida a los intentos de configurar el mercado en beneficio del público, lo que significa atar las cuerdas a la asistencia gubernamental. Durante la pandemia, esas condiciones deben promover tres objetivos particulares: En primer lugar, mantener el empleo para proteger la productividad de las empresas y la seguridad de los ingresos de los hogares. En segundo lugar, mejorar las condiciones de trabajo proporcionando una seguridad adecuada, salarios decentes, niveles suficientes de subsidios de enfermedad y una mayor participación en la toma de decisiones. Tercero, avanzar en las misiones a largo plazo, como la reducción de las emisiones de carbono y la aplicación de los beneficios de la digitalización a los servicios públicos, desde el transporte hasta la salud.

La principal respuesta de los Estados Unidos a COVID-19 -la Ley CARES (Coronavirus Aid, Relief, and Economic Security), aprobada por el Congreso en marzo- ilustra estos puntos a la inversa. En lugar de poner en marcha apoyos efectivos para la nómina de sueldos, como lo hicieron la mayoría de los demás países avanzados, los Estados Unidos ofrecieron mayores beneficios de desempleo temporal. Esta elección dio lugar al despido de más de 30 millones de trabajadores, lo que hizo que los Estados Unidos tuvieran una de las tasas más altas de desempleo relacionado con una pandemia en el mundo desarrollado. Debido a que el gobierno ofreció billones de dólares en apoyo directo e indirecto a las grandes empresas sin condiciones significativas, muchas empresas tuvieron la libertad de tomar medidas que podían propagar el virus, como negar días de enfermedad pagados a sus empleados y operar en lugares de trabajo inseguros.

La Ley CARES también estableció el Programa de Protección a los Sueldos, bajo el cual los negocios recibían préstamos que serían perdonados si los empleados se mantenían en la nómina. Pero el PPP terminó sirviendo más como un subsidio masivo en efectivo a las tesorerías corporativas que como un método efectivo de salvar empleos. Cualquier pequeña empresa, no sólo las que lo necesitaban, podía recibir un préstamo, y el Congreso rápidamente aflojó las reglas respecto a cuánto una empresa necesitaba gastar en la nómina para que se le perdonara el préstamo. Como resultado, el programa hizo una pequeña mella en el desempleo. Un equipo del MIT concluyó que el PPP entregó 500.000 millones de dólares en préstamos, pero sólo salvó 2,3 millones de puestos de trabajo en aproximadamente seis meses. Asumiendo que la mayoría de los préstamos son finalmente perdonados, el costo anualizado del programa es de aproximadamente 500.000 dólares por trabajo. Durante el verano, tanto el PPP como los beneficios de desempleo ampliados se agotaron, y la tasa de desempleo de los EE.UU. todavía superaba el diez por ciento.

El Congreso ha autorizado hasta ahora más de 3 billones de dólares en gastos en respuesta a la pandemia, y la Reserva Federal inyectó unos 4 billones de dólares adicionales más o menos en la economía - en total más del 30 por ciento del PIB de los EE.UU. Sin embargo, estos enormes gastos no han logrado nada en cuanto a abordar cuestiones urgentes y a largo plazo, desde el cambio climático hasta la desigualdad. Cuando la senadora Elizabeth Warren, demócrata de Massachusetts, propuso que se impusieran condiciones a los rescates para asegurar salarios más altos y un mayor poder de decisión para los trabajadores y restringir los dividendos, las recompras de acciones y los bonos de los ejecutivos, no pudo obtener los votos.

El objetivo de la intervención del gobierno era evitar el colapso del mercado laboral y mantener las empresas como organizaciones productivas, es decir, actuar como aseguradoras de riesgos catastróficos. Pero no se puede permitir que este enfoque empobrezca al gobierno, ni que los fondos financien estrategias empresariales destructivas. En caso de insolvencia, el gobierno podría considerar la posibilidad de exigir posiciones de capital en las empresas que está rescatando, como ocurrió en 2008 cuando el Tesoro de los EE.UU. asumió la propiedad de las participaciones en General Motors y otras empresas en problemas. Y al rescatar empresas, el gobierno debería imponer condiciones que prohíban todo tipo de mal comportamiento: entregar bonos intempestivos a los directores generales, emitir dividendos excesivos, realizar recompras de acciones, asumir deudas innecesarias, desviar beneficios a paraísos fiscales, participar en grupos de presión política problemáticos. También deberían evitar que las empresas se aprovechen de los precios, especialmente en el caso de los tratamientos y vacunas contra el COVID-19.

Otros países muestran cómo es una respuesta adecuada a la crisis. Cuando Dinamarca ofreció pagar el 75 por ciento de los costos de nómina de las empresas al inicio de la pandemia, lo hizo con la condición de que las empresas no pudieran hacer despidos por razones económicas. El gobierno danés también se negó a rescatar a las empresas que estaban registradas en paraísos fiscales y prohibió el uso de fondos de ayuda para dividendos y recompra de acciones. En Austria y Francia, las aerolíneas se salvaron con la condición de que redujeran su huella de carbono.

El gobierno británico, en cambio, dio a easyJet acceso a más de 750 millones de dólares en liquidez en abril, a pesar de que la aerolínea había pagado casi 230 millones de dólares en dividendos a los accionistas un mes antes. El Reino Unido se negó a poner condiciones a su rescate de easyJet y otras empresas en problemas en nombre de la neutralidad del mercado, la idea de que no es tarea del gobierno decir a las empresas privadas cómo deben gastar su dinero. Pero un rescate nunca puede ser neutral: por definición, un rescate implica que el gobierno elija salvar a una empresa, y no a otra, del desastre. Sin condiciones, la asistencia del gobierno corre el riesgo de subvencionar las malas prácticas empresariales, desde los modelos de negocio ambientalmente insostenibles hasta el uso de paraísos fiscales. El plan de cesantía del Reino Unido, por el cual el gobierno pagó hasta el 80 por ciento de los salarios de los empleados cesantes, debería como mínimo haber estado condicionado a que los trabajadores no fueran despedidos tan pronto como el programa terminara. Pero no fue así.

LA MENTALIDAD DE CAPITALISTA DE RIESGO

El Estado no puede limitarse a invertir, sino que debe llegar a un buen acuerdo. Para ello, debe empezar a pensar como lo que he llamado un "Estado emprendedor", asegurándose de que, al invertir, no sólo se burla de las desventajas sino que también obtiene una parte de las ventajas. Una forma de hacerlo es tomar una participación en los negocios que hace.

Considere la empresa solar Solyndra, que recibió un préstamo garantizado de 535 millones de dólares del Departamento de Energía de EE.UU. antes de quebrar en 2011 y convertirse en un sinónimo conservador de la incapacidad del gobierno para elegir ganadores. Alrededor de la misma época, el Departamento de Energía dio un préstamo garantizado de 465 millones de dólares a Tesla, que pasó a experimentar un crecimiento explosivo. Los contribuyentes pagaron por el fracaso de Solyndra, pero nunca fueron recompensados por el éxito de Tesla. Ningún capitalista de riesgo que se precie estructuraría las inversiones de esa manera. Peor aún, el Departamento de Energía estructuró el préstamo de Tesla de manera que obtendría tres millones de acciones en la empresa si Tesla no podía devolver el préstamo, un acuerdo diseñado para no dejar a los contribuyentes con las manos vacías. ¿Pero por qué el gobierno querría una participación en una empresa en quiebra? Una estrategia más inteligente habría sido hacer lo contrario y pedir a Tesla que pagara tres millones de acciones si era capaz de devolver el préstamo. Si el gobierno hubiera hecho eso, habría ganado decenas de miles de millones de dólares, ya que el precio de las acciones de Tesla creció en el curso del préstamo, dinero que podría haber cubierto el costo de la quiebra de Solyndra, con un montón de sobras para la siguiente ronda de inversiones.

Pero el punto es preocuparse no sólo por la recompensa monetaria de las inversiones públicas. El gobierno también debe poner condiciones estrictas a sus acuerdos para asegurar que sirvan al interés público. Los medicamentos desarrollados con ayuda del gobierno deben tener un precio que tenga en cuenta esa inversión. Las patentes que expida el gobierno deben ser estrechas y fácilmente licenciables, para fomentar la innovación, promover el espíritu empresarial y desalentar la búsqueda de rentas.

Los gobiernos también deben considerar la forma de utilizar los beneficios de sus inversiones para promover una distribución más equitativa de los ingresos. No se trata de socialismo; se trata de entender la fuente de los beneficios capitalistas. La crisis actual ha dado lugar a nuevos debates sobre un ingreso básico universal, en virtud del cual todos los ciudadanos reciben del gobierno un pago regular igual, independientemente de que trabajen o no. La idea que subyace a esta política es buena, pero la narración sería problemática. Dado que el ingreso básico universal se considera una limosna, perpetúa la falsa noción de que el sector privado es el único creador, y no un cocreador, de riqueza en la economía y que el sector público es simplemente un recaudador de peaje, que desvía las ganancias y las distribuye como caridad.

Una mejor alternativa es el dividendo de los ciudadanos. Bajo esta política, el gobierno toma un porcentaje de la riqueza creada con las inversiones del gobierno, pone ese dinero en un fondo, y luego comparte las ganancias con el pueblo. La idea es recompensar directamente a los ciudadanos con una parte de la riqueza que han creado. Alaska, por ejemplo, ha distribuido los ingresos del petróleo a los residentes a través de un dividendo anual de su Fondo Permanente desde 1982. Noruega hace algo similar con su Fondo de Pensiones del Gobierno. California, que alberga algunas de las empresas más ricas del mundo, podría considerar hacer algo similar. Cuando Apple, con sede en Cupertino, California, estableció una subsidiaria en Reno, Nevada, para aprovechar la tasa de impuesto corporativo del cero por ciento de ese estado, California perdió una enorme cantidad de ingresos fiscales. No sólo se deberían bloquear estos trucos fiscales, sino que California debería contraatacar creando un fondo de riqueza estatal, que ofrecería una forma, además de los impuestos, de capturar directamente una parte del valor creado por la tecnología y las empresas que fomentaba.

El dividendo de un ciudadano permite que el producto de la riqueza creada conjuntamente se comparta con la comunidad en general, ya sea que esa riqueza provenga de los recursos naturales que forman parte del bien común o de un proceso, como las inversiones públicas en medicinas o tecnologías digitales, que haya supuesto un esfuerzo colectivo. Esa política no debe servir como sustituto para que el sistema fiscal funcione correctamente. El Estado tampoco debería utilizar la falta de esos fondos como excusa para no financiar bienes públicos fundamentales. Pero un fondo público puede cambiar la narrativa al reconocer explícitamente la contribución pública a la creación de riqueza, clave en el juego de poder político entre las fuerzas.

LA ECONOMÍA DIRIGIDA POR EL PROPÓSITO

Cuando los sectores público y privado se unen en pos de una misión común, pueden hacer cosas extraordinarias. Así es como los Estados Unidos llegaron a la Luna y en 1969. Durante ocho años, la NASA y empresas privadas de sectores tan variados como el aeroespacial, el textil y el electrónico colaboraron en el programa Apolo, invirtiendo e innovando juntos. A través de la audacia y la experimentación, lograron lo que el presidente John F. Kennedy llamó "la más arriesgada y peligrosa y mayor aventura en la que el hombre se ha embarcado". No se trataba de comercializar ciertas tecnologías o incluso de impulsar el crecimiento económico; se trataba de hacer algo juntos.

Más de 50 años después, en medio de una pandemia mundial, el mundo tiene la oportunidad de intentar un “viaje a la luna” aún más ambicioso: la creación de una mejor economía. Esta economía sería más inclusiva y sostenible. Emitiría menos carbono, generaría menos desigualdad, construiría un transporte público moderno, proporcionaría acceso digital para todos y ofrecería una atención sanitaria universal. De manera más inmediata, pondría una vacuna COVID-19 a disposición de todos. La creación de este tipo de economía requerirá un tipo de colaboración público-privada que no se ha visto en décadas.

Algunos que hablan de la recuperación de la pandemia citan un objetivo atractivo: el retorno a la normalidad. Pero ese es el objetivo equivocado; la normalidad está rota. Más bien, el objetivo debería ser, como muchos han dicho, "reconstruir mejor". Hace doce años, la crisis financiera ofreció una rara oportunidad para cambiar el capitalismo, pero fue desaprovechada. Ahora, otra crisis ha presentado otra oportunidad de renovación. Esta vez, el mundo no puede permitirse el lujo de dejar que se desperdicie.

2 de octubre 2020

Foreing Affairs

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¿Quién crea realmente valor en una economía?

Mariana Mazzucato

Tras la crisis financiera global de 2008, surgió un consenso respecto de que el sector público tenía la responsabilidad de intervenir para rescatar a los bancos con importancia sistémica y estimular el crecimiento económico. Pero fue un consenso efímero; pronto, las intervenciones del sector público en la economía pasaron a ser vistas como causa principal de la crisis, y se consideró necesario revertirlas. Fue un grave error.

En Europa, en particular, los gobiernos quedaron en la picota por sus elevadas deudas, pese a que la causa del derrumbe había sido la deuda privada, no la pública. A muchos se les pidió que introdujeran medidas de austeridad, en vez de estimular el crecimiento con políticas anticíclicas. En tanto, se esperaba que el Estado implementara reformas del sector financiero que supuestamente, en conjunto con una reactivación de la inversión y la industria, restaurarían la competitividad.

Pero las reformas financieras en realidad fueron muy pocas, y en muchos países, la industria todavía no se recuperó. Pese a una mejora de las ganancias en muchos sectores, la inversión sigue siendo débil, debido a una combinación de atesoramiento de efectivo y creciente financierización; y hay un récord de recompra de acciones (que busca impulsar las cotizaciones y con ellas, las opciones de compra).

La razón es sencilla: al tan vapuleado Estado sólo se le permitió una respuesta muy tímida. Esto muestra hasta qué punto la formulación de políticas sigue guiándose no por la experiencia histórica, sino por la ideología; en concreto, por el neoliberalismo, que propugna un papel mínimo para el Estado en la economía, y su pariente académica, la teoría de la “elección pública”, con su énfasis en los fallos del gobierno.

Para que haya crecimiento se necesita un sector financiero funcional, que recompense las inversiones a largo plazo en vez de jugadas de corto plazo. Pero en Europa, hubo que esperar a 2016 para que se introdujera un impuesto a las transacciones financieras, y en casi todas partes sigue habiendo escasez de “financiación paciente”. Esto lleva a que el dinero que se inyecta en la economía por medio de, por ejemplo, la flexibilización monetaria termine otra vez en los bancos.

El predominio del pensamiento cortoplacista evidencia malentendidos fundamentales en relación con el correcto papel económico del Estado. Contra lo que indicaba el consenso post‑crisis, una inversión estratégica activa por parte del sector público es esencial para el crecimiento. Por eso todas las grandes revoluciones tecnológicas (ya sea en medicina, informática o energía) fueron posibles gracias a la actuación del Estado como inversor de primera instancia.

Pero seguimos idealizando a los actores privados en las industrias innovadoras e ignorando su dependencia de los productos de la inversión pública. Por ejemplo, Elon Musk no sólo recibió más de 5 000 millones de dólares en subsidios del gobierno estadounidense, sino que sus empresas, SpaceX y Tesla, se han construido sobre el trabajo de la NASA y del Departamento de Energía, respectivamente.

El único modo de lograr una recuperación plena de nuestras economías es que el sector público retome su función crucial de inversor estratégico, a largo plazo y con sentido de misión. Para ello es esencial refutar narrativas erróneas respecto del modo en que se crean el valor y la riqueza.

El supuesto habitual es que el Estado facilita la creación de riqueza (y redistribuye la que ha sido creada), pero que en realidad no crea riqueza él mismo. En cambio, a los líderes empresariales se los considera actores económicos productivos (una idea que algunos usan para justificar el aumento de la desigualdad). Como las actividades (a menudo arriesgadas) de las empresas crean riqueza (y por tanto empleo) sus directivos merecen ingresos más altos. Estos supuestos también dan lugar a un uso erróneo de las patentes, que en las últimas décadas han impedido la innovación en vez de incentivarla, conforme tribunales favorables a protegerlas han ido ampliando excesivamente su alcance, lo cual implica privatizar las herramientas de la investigación, en vez de sólo los resultados finales.

Si estos supuestos fueran ciertos, los incentivos fiscales alentarían un aumento de la inversión empresarial. En cambio, esos incentivos (por ejemplo las rebajas del impuesto de sociedades aprobadas en Estados Unidos en diciembre de 2017) reducen el ingreso del Estado en términos generales, facilitan ganancias récord para las empresas y producen poca inversión privada.

No es sorprendente. En 2011, el empresario Warren Buffett señaló que en realidad el impuesto a las plusvalías no desalienta las inversiones ni reduce la creación de empleo. Según Buffett: “Entre 1980 y 2000 se creó un total neto de 40 millones de puestos de trabajo. Sabemos qué vino después: impuestos más bajos y mucha menos creación de empleo”.

Estas experiencias contradicen las creencias plasmadas por la “Revolución Marginalista” del pensamiento económico, que sustituyó la teoría clásica del valor‑trabajo con la moderna teoría subjetiva del valor basada en los precios de mercado. En síntesis, damos por sentado que toda organización o actividad que reciba un precio genera valor.

Esto refuerza la noción de que los que ganan mucho deben estar creando muchísimo valor (una noción que normaliza la desigualdad). Por eso el director ejecutivo de Goldman Sachs, Lloyd Blankfein, tuvo el descaro de declarar en 2009, sólo un año después de la crisis que su propio banco contribuyó a generar, que sus empleados estaban entre “los más productivos del mundo”. Y es también la razón por la que las farmacéuticas pueden seguir usando la “fijación de precio por valor” para justificar subas astronómicas de los precios de las medicinas, pese a que el gobierno de los Estados Unidos invierte más de 32 000 millones de dólares al año en los eslabones de alto riesgo de la cadena de innovación de la que aquellas medicinas surgen.

Cuando el valor no lo determinan métricas específicas, sino el mecanismo de mercado de la oferta y la demanda, el valor se convierte en algo que “está en los ojos de quien lo mira” y se confunde la renta (el ingreso no ganado) con la ganancia (el ingreso ganado); aumenta la desigualdad; y disminuye la inversión en la economía real. Y cuando la formulación de políticas se guía por posturas ideológicas erradas respecto de la forma en que se crea valor en una economía, el resultado es la adopción de medidas que inadvertidamente recompensan el cortoplacismo y debilitan la innovación.

Una década después de la crisis, subsiste la necesidad de resolver debilidades económicas persistentes. Eso implica, antes que nada, reconocer que el valor es una creación colectiva en la que participan empresas, trabajadores, instituciones públicas estratégicas y organizaciones de la sociedad civil. De la interacción entre estos diversos actores depende no solamente el ritmo del crecimiento económico, sino también que este sea innovador, inclusivo y sostenible. El único modo de poner fin a esta crisis es reconocer que el papel del Estado no es solamente subsanar fallos del mercado cuando se producen, sino también participar activamente en la definición y la creación de los mercados.

Traducción: Esteban Flamini

Septiembre 11, 2018

Project Syndicate

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