Mariana Mazzucato
La prevención del feudalismo digital
El suministro mundial de agua dulce pende de un hilo
La crisis de la seguridad del agua
La escasez de agua, cada vez más grave, representa una crisis de origen humano que puede resolverse mediante intervenciones humanas. La situación exige nuevas ideas sobre la economía de este recurso crítico y sobre cómo gestionarlo mediante estrategias orientadas a la misión que abarquen todos los niveles de gobernanza.
En lo que respecta al agua, el mundo se enfrenta a una situación insostenible. Sin embargo, solucionar el problema no sólo está al alcance de la mano, sino que también es la solución más fácil para hacer frente al cambio climático y generar empleo y crecimiento.
Por el bien común
Después de la reunión de líderes gubernamentales, empresariales y de la sociedad civil en el Foro Económico Mundial de este año en Davos, se ha difundido la observación de que vivimos en una era de «policrisis». La aparición simultánea de varios hechos catastróficos define el clima.
Frente a desafíos tan inmensos como el calentamiento global, la crisis de los sistemas sanitarios, una creciente divisoria digital y modelos de negocios financierizados que aumentan la desigualdad de ingresos y riqueza, no es sorprendente que crezca la desilusión con la política, creándose así condiciones ideales para populistas que prometen remedios fáciles. Pero las soluciones reales son complejas y demandarán inversión, regulación e innovaciones sociales, organizativas y tecnológicas, no sólo de parte de gobiernos y empresas, sino también de personas y organizaciones de todo el arco de la sociedad civil.
Los gobiernos, convencidos de que las políticas sólo pueden aspirar a corregir fallos del mercado, suelen dar respuestas insuficientes y tardías. Incluso bienes públicos como la financiación de actividades de investigación y desarrollo en el nivel básico se ven como formas de corregir un problema de externalidades positivas, así como los impuestos al carbono corrigen un problema de externalidades negativas. Pero lograr un cambio transformador que produzca crecimiento inclusivo y sostenible no depende tanto de corregir los mercados cuanto de configurarlos y crearlos. Esto demanda complementar la idea de los bienes públicos con la de «bien común», que no es sólo una cuestión de «qué», sino también de «cómo».
El bien común es un objetivo al que hay que llegar en forma conjunta mediante la inteligencia colectiva y la coparticipación en los beneficios. Trasciende la idea (en la cual se basa) de los recursos de propiedad comunal, al poner el acento en cómo diseñar inversiones, innovaciones y mecanismos de colaboración en pos de un objetivo compartido. Los bienes comunes son producto de interacciones e inversiones colectivas que demandan modelos compartidos de propiedad y gobernanza. Por eso los beneficios surgidos de esas actividades deben compartirse en forma colectiva. La idea de bien común también atiende a la necesidad de una gobernanza internacional eficaz, destacada en la noción de bienes públicos globales elaborada por mi brillante colega, la fallecida Inge Kaul, que ayudó a inspirar el trabajo de la Comisión Mundial sobre la Economía del Agua.
En su encíclica de mayo de 2015 Laudato si’: sobre el cuidado de la casa común, el papa Francisco defiende con elocuencia un modo de pensar basado en el bien común para un mundo de cambio constante. No es idealismo abstracto. La idea de bien común ofrece un marco útil para fijar objetivos compartidos y determinar el modo de alcanzarlos. Francisco habla de la necesidad de subsidiariedad (el principio de resolver los temas particulares en el nivel más local posible) y de ver el mundo por los ojos de las personas más vulnerables.
Según Francisco, la prioridad en todo cambio social, económico y político debe ser proteger las condiciones esenciales de las que depende la vida humana. La toma de decisiones para el bien común implica defender la dignidad de quienes están marginados en términos sociales, políticos y económicos, no sólo con palabras sino con políticas y nuevas formas de colaboración. Implica crear una red de solidaridad a través de la cual las voces no escuchadas puedan participar en los procesos de decisión cruciales.
Para alcanzar estos objetivos se necesita un nuevo modelo de crecimiento en cuya búsqueda deben participar los que hoy están excluidos; no un modelo que sencillamente se implemente en su nombre. Sirven de ejemplo las organizaciones cooperativas, que se han mostrado eficaces para reunir a personas con medios limitados y darles oportunidades de acción autónoma que no hubieran tenido de otra manera.
Francisco también comprende que en tiempos en que algunos sectores económicos tienen más poder que los gobiernos en ciertos ámbitos, es obligación del Estado defender el bien común en nombre de todos. Para oponerse a la tendencia y hacer frente a los grandes desafíos que tenemos por delante es necesario un cambio fundamental en la política económica. Hoy el principio de bien común se ve como un correctivo para los excesos del sistema actual; pero en vez de eso, debe constituir el objetivo central del sistema.
El dinero no es todo: también es importante fomentar ciertas formas de colaboración. En el caso de la COVID‑19, el mundo hizo una muy exitosa inversión colectiva en la investigación de vacunas. Pero omitió garantizar que el resultado final se trasladara a un «bien común»: en concreto, llegar a que toda la población mundial esté inmunizada.
A menudo tenemos una idea perezosa de las «alianzas» entre diversas partes. La mera asociación entre las partes no quiere decir que estén colaborando correctamente para el bien común; para eso también es necesario que fijen en forma conjunta los objetivos y que armonicen riesgos y beneficios. Todos los participantes deben coincidir en el «qué» además del «cómo». Por ejemplo, no se trata solamente de desarrollar vacunas, sino también de ponerlas al alcance de todos.
Con un enfoque basado en el bien común, cada paso del proceso es casi tan importante como el resultado final. En Estados Unidos, el gobierno destina miles de millones de dólares por año a la inversión pública en I+D en el área de la salud (en 2022, sólo los Institutos Nacionales de Salud proveyeron 45.000 millones de dólares), pero después deja todas las ganancias en manos privadas. Al materializarse la «recompensa» de un esfuerzo colectivo (a menudo en la forma de ganancias empresariales, o como conocimiento valioso), debe compartirse tanto como se compartieron los riesgos.
Como muestro en mi libro Misión economía, hay muchos modos de hacerlo. Uno es condicionar el apoyo público a ciertos requisitos sobre propiedad intelectual o precios, o exigir coparticipación en las ganancias, por ejemplo mediante un modelo accionarial. Otro modo de propiciar una distribución más equitativa del valor entre todos los miembros de la sociedad es mediante estructuras de propiedad colectiva. Todos estos mecanismos permiten limitar la concentración indebida de poder en manos de unas pocas personas y empresas privilegiadas.
Y estos problemas no son exclusivos del ámbito de la salud. La economía digital lleva años creciendo sobre la base de inversiones públicas a gran escala. Como unas pocas empresas poderosas controlan la mayor parte de los datos, tecnologías clave como la inteligencia artificial hoy reproducen sesgos e injusticias preexistentes. Para contrarrestarlo, tenemos que diseñar un marco más inclusivo y transparente que, por ejemplo, imponga ciertos criterios éticos a los términos y condiciones de los servicios digitales.
Finalmente, hay que alentar una mayor valoración del poder de la inteligencia colectiva. Así como los indicadores ambientales, sociales y de gobernanza corporativa (ASG/ESG) ayudan a las empresas a proveer información sobre su conducta y cultura organizacional, un enfoque de bien común exige una mejor provisión de información sobre la dinámica interorganizacional y público‑privada, que exprese la totalidad del ecosistema de colaboración (o de parasitismo, como también puede suceder).
La idea de bien común es una idea de colaboración intensa, de inteligencia colectiva, de creación conjunta de fines y medios y de una correcta distribución de riesgos y beneficios. Políticas industriales y de innovación con orientación de misión muestran cómo se pueden poner en práctica estos principios. Gobiernos u organismos internacionales pueden fijar una meta clara (a menudo mediante un proceso de consulta con otras partes interesadas) y luego crear condiciones para una intensa colaboración público‑privada que permita alcanzar dicha meta. Y en este proceso, la modalidad de prueba y error es un elemento crucial. El rumbo debe estar claro, pero también tiene que haber amplio margen para la experimentación descentralizada.
El bien común es un objetivo compartido. Al poner el acento en el cómo lo mismo que en el qué, permite promover la solidaridad humana, el uso compartido del conocimiento y la distribución colectiva de los beneficios. Es el mejor (y de hecho el único) modo de asegurar una calidad de vida digna para todas las personas en un planeta interconectado.
Traducción: Esteban Flamini
27 de enero 2023
Project Syndicate
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Las instituciones correctas para la transición climática
En la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP26) realizada la semana pasada en Glasgow, participé en un panel con líderes políticos nacionales, que incluía a la Primer Ministra escocesa Nicola Sturgeon y la Ministra española de Transición Ecológica Teresa Ribera, para hablar acerca de cómo tomarnos en serio la economía verde. En momentos que los líderes mundiales, abrumadoramente hombres, hacían tiras y aflojas sobre compromisos, posturas y promesas, -lo que la activista sueva Greta Thunberg memorablemente calificó como más “blah, blah, blah”- nuestro panel de cuatro mujeres se centró en qué nuevas herramientas e instituciones necesitará el planeta en su proceso de descarbonización.
Tras la COP26 es más evidente que nunca que las promesas desde arriba no bastan y que, más bien, se necesita una transformación estructural e institucional desde las bases mismas. Nuestra única esperanza de mantener el calentamiento global dentro de límites “seguros” (de hecho, el objetivo acordado es mucho más seguro para unos que para otros) es acelerar una transición verde con una masiva inversión pública coordinada que apunte a saltos de innovación y a un cambio de paradigma económico.
Tal como el cambio climático es un fenómeno dinámico y no lineal causado por una serie de puntos de inflexión –cada uno con repercusiones que hacen extremadamente difícil de predecir el ritmo y la escala de cambio-, el proceso de restringirlo o incluso revertirlo depende de puntos de inflexión en cascada en la dirección contraria. Si se pudieran dar saltos sinérgicos en innovación tecnológica y transformación institucional, se podrían precipitar bucles de retroalimentación positiva y efectos multiplicadores acumulativos.
Esa es precisamente la dirección de lo que llamo una política de innovación orientada a una misión. Tenemos que reunir y organizar recursos y alinear políticas en torno a objetivos medibles, como el surgimiento de nuevas innovaciones tecnológicas y la preparación de nuevos mercados. Cada misión debe inspirar y catalizar, y hacer que nuevos actores y sectores innoven de maneras nuevas y colaborativas, sea para hacer que una ciudad alcance la carboneutralidad o lograr un océano sin plásticos. Cada misión debe reunir inversiones de distintos actores, con unas fuertes condiciones para cualquier tipo de apoyo público, de modo que impulse “cascadas de inflexión hacia arriba” Sin embargo, para reorientar la economía en torno a saltos de innovación, necesitaremos nuevas instituciones en todos los niveles, desde lo local a lo global, que amplíen el actual horizonte tecnológico y abran el camino hacia un futuro de emisiones cero.
En el nivel internacional, por ejemplo, un “CERN de tecnologías climáticas” (que tenga por modelo el cuerpo de investigación científica supranacional europeo) podría coordinar las inversiones de los gobiernos participantes, mediante una hucha colectiva para financiar el desarrollo de tecnologías innovadoras que el sector privado no desee desarrollar por ser estas muy riesgosas o sus retornos financieros demasiado escasos. Esta idea fue destacada en el informe final del Panel del G7 sobre Resiliencia Económica, en el que representé a Italia.
En el nivel nacional, los bancos públicos de inversión verde pueden proporcionar el capital paciente necesario para expandir mercados de cero emisiones de carbono. Un modelo prometedor es el del Banco Nacional Escocés de Inversiones (a cuya creación tuve el honor de ayudar), una institución financiera pública cuya principal misión es ayudar a descarbonizar la economía escocesa. El nuevo banco canalizará la inversión entre sectores y empresas que se estén especializando en tecnologías de cero emisiones de carbono.
Por último, pero no menos importante, está el nivel municipal, que es donde la acción climática se materializa en proyectos tangibles como la vivienda de cero emisiones de carbono, vecindarios sin vehículos y cadenas de suministro circulares. Aquí, el nuevo Consejo de Iniciativas Urbanas, del que el University College de Londres, la Escuela de Economía de Londres y ONU Hábitat son coanfitriones, tiene un papel crucial para compartir información sobre proyectos exitosos y alinearla con acuerdos internacionales, no en menor medida los que provengan de la COP26.
Para despegar, estas instituciones deberán ganarse la confianza y la participación de los ciudadanos, específicamente los trabajadores vulnerables. Los gilets jaunes (chaquetas amarillas) y otros movimientos de protesta ciudadana han demostrado por qué el impulso para la transición verde debe venir desde abajo. Las consideraciones que sustentan las propuestas del Nuevo Trato Verde giran alrededor de cómo hacer las que las energías populares pongan a la gente al centro de la transición económica.
Participación popular significa involucrar a los ciudadanos en procesos de nivel comunitario, como la Comisión de Renovación de Camden, que ha hecho uso de debates clave entre asociaciones de residentes para poner conjuntos de viviendas sociales al centro de la estrategia de crecimiento limpio del municipio de Londres. Además, implica invitar a asociaciones comunitarias, cooperativas y sindicatos a formar “asociaciones por los bienes públicos” con los gobiernos. Otra opción es crear asambleas ciudadanas sobre el cambio climático, como se ha hecho en España. Tales innovaciones institucionales servirán de base para un nuevo contrato social, la única forma de generar confianza pública y alcanzar una transición socialmente justa.
El mayor error del activismo climático ha sido no comunicar de manera realista y atractiva una transición verde que promueva los intereses de los trabajadores. Un Nuevo Trato Verde que genere buenos empleos nuevos, eleve los estándares de vida, y reduzca la precariedad y la desigualdad debería ser su máxima prioridad. El éxito de la transición verde dependerá de medidas que aseguren a los trabajadores cuyos empleos estén amenazados por la descarbonización el desarrollo de habilidades y empleos en la nueva economía. En su defecto, se les debería otorgar un ingreso mínimo garantizado como un derecho básico.
Eso no ocurrirá a menos que los trabajadores tengan un lugar en la mesa de negociaciones. Sean cuales sean los nuevos compromisos a los que llegue la COP26, debemos redoblar el trabajo tras bambalinas de desarrollo de instituciones, con especial énfasis en ampliar la participación para incluir a los ciudadanos de a pie. Para evitar un desastre climático se necesitará una experimentación generalizada con nuevas tecnologías y, no menos importante, con nuevas instituciones en todos los niveles.
16 de noviembre 2021
Traducido del inglés por David Meléndez Tormen
Project Syndicate
https://www.project-syndicate.org/commentary/climate-institution-buildin...
Un nuevo consenso económico mundial
El Consenso de Washington está llegando a su fin. En un informe publicado esta semana, el Grupo de Expertos del G7 sobre Resiliencia Económica (donde represento a Italia) exige una relación radicalmente distinta entre los sectores público y privado para crear una economía sostenible, equitativa y resiliente. Cuando los líderes del G20 se reúnan el 30 y 31 de octubre para discutir sobre la manera de «superar los grandes desafíos actuales» —entre ellos, la pandemia, el cambio climático, la creciente desigualdad y la fragilidad económica— deben evitar caer nuevamente en los supuestos desactualizados que nos condujeron al desastre actual.
El Consenso de Washington definió las reglas del juego para la economía mundial durante casi medio siglo. El término se puso de moda 1989 —el año en que el capitalismo al estilo occidental consolidó su alcance mundial— para describir la batería de políticas fiscales, impositivas y comerciales fomentadas por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. Se convirtió en el lema de la globalización neoliberal y fue por eso atacado —incluso por las figuras más eminentes de sus instituciones centrales— por exacerbar las desigualdades y perpetuar la subordinación de los países del Sur global a los del Norte.
Después de escapar dos veces, por poco, de un colapso económico mundial —primero en 2008 y luego, en 2020, cuando la crisis del coronavirus casi hizo caer al sistema financiero— el mundo enfrenta ahora un futuro con riesgos, incertidumbres, agitación y una degradación climática sin precedentes. Los líderes mundiales tienen una opción simple: seguir apoyando a un sistema económico fracasado, o deshacerse del Consenso de Washington y reemplazarlo con un nuevo contrato social internacional.
La alternativa es el «Consenso de Cornwall», recientemente propuesto. Mientras que el consenso de Washington minimizó el papel del Estado en la economía y presionó a favor de una agresiva agenda de libre mercado, desregulación, privatización y liberalización comercial; el Consenso de Cornwall (que refleja los compromisos expresados en la cumbre del G7 en Cornwall en junio del año pasado) invertiría esos mandatos. Con la revitalización del papel económico del Estado, nos permitiría dedicarnos a implementar metas sociales, crear solidaridad a escala internacional y reformar la gobernanza mundial en pos del bien común.
Esto significa que para obtener subsidios e inversiones de las organizaciones estatales y multilaterales los beneficiarios estarían obligados a implementar una rápida descarbonización (en vez de una rápida liberalización del mercado, que exigen los préstamos del FMI para programas de ajuste estructural). Esto significa que los gobiernos pasarían de reparar —intervenir solo cuando el daño ya fue hecho— a preparar: actuar anticipadamente para protegernos de los riesgos e impactos futuros.
El Consenso de Cornwall también nos llevaría de la corrección reactiva de las fallas de mercado a la modificación y creación proactiva de los tipos de mercados que necesitamos para cultivar una economía verde. Nos llevaría a reemplazar la redistribución por predistribución. El Estado coordinaría asociaciones público-privadas orientadas a misiones para crear una economía resiliente, sostenible y equitativa.
¿Por qué es necesario un nuevo consenso? La respuesta más obvia es que el modelo anterior ya no produce beneficios ampliamente distribuidos, si es que alguna vez lo hizo. Demostró ser desastrosamente incapaz de responder con eficacia a los grandes impactos económicos, ecológicos y epidemiológicos.
Cumplir los Objetivos de Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas adoptados en 2015 ya iba a ser difícil con los acuerdos de gobernanza mundial predominantes, pero ahora, después de una pandemia que llevó a las capacidades estatales y de los mercados más allá del punto de quiebre, la tarea se tornó imposible. La actual situación de crisis hace que un nuevo consenso mundial sea fundamental para la supervivencia de la humanidad en este planeta.
Estamos en el punto de inflexión de un cambio de paradigma que debió haber ocurrido mucho tiempo atrás, pero este progreso fácilmente se puede desandar. La mayoría de las instituciones económicas siguen rigiéndose por normas anticuadas que les impiden conseguir las respuestas necesarias para poner fin a la pandemia, ni que hablar de la meta del acuerdo climático de París de limitar el calentamiento mundial 1,5 °C respecto de los niveles preindustriales.
Nuestro informe destaca la urgente necesidad de fortalecer la resiliencia de la economía mundial contra futuros riesgos e impactos, ya sean agudos (como las pandemias) o crónicos (como la polarización extrema de la riqueza y el ingreso). Argumentamos a favor de una reorientación radical en nuestra forma de pensar el desarrollo económico: pasar de medir el crecimiento en términos de PBI, VAB (valor agregado bruto) o rentabilidad financiera a evaluar el éxito sobre la base de la consecución de metas comunes ambiciosas.
Tres de las recomendaciones más destacadas del informe están vinculadas con la COVID-19, la recuperación económica pospandemia y la degradación climática. En primer lugar pedimos al G7 que garantice la equidad en las vacunaciones a escala mundial, y que invierta sustancialmente en la preparación para pandemias y el financiamiento de la salud orientado a misiones. Debemos lograr que el acceso equitativo, especialmente a las innovaciones que se benefician gracias a las grandes inversiones y los compromisos de compra anticipada del Estado, se convierta en una prioridad.
Reconocemos que para esto será necesario un nuevo enfoque en la determinación de los derechos de propiedad intelectual. De manera similar, el Consejo de Economía de la Salud para Todos de la Organización Mundial de la Salud (que presido) enfatiza que se debe reformar la gobernanza de la propiedad intelectual para reconocer que el conocimiento es resultado de un proceso de creación de valor colectivo.
En segundo lugar, sostenemos que es necesaria una mayor inversión estatal para la recuperación económica pospandemia y compartimos la recomendación del economista Nicholas Stern de aumentar ese gasto al 2 % del PBI por año, captando así un billón de dólares por año desde ahora hasta 2030. Pero conseguir más dinero no es suficiente, la forma en que se lo gasta es igualmente importante. Se debe canalizar la inversión pública a través de nuevos mecanismos contractuales e institucionales que midan e incentiven la creación de valor a largo plazo en vez de beneficios privados a corto plazo.
Y en respuesta al mayor de los desafíos —la crisis climática— solicitamos un «CERN de tecnología climática». Inspirado en la Organización Europea para la Investigación Nuclear, un centro de investigación orientado a misiones y centrado en la descarbonización de la economía concentraría la inversión pública y privada en proyectos ambiciosos, entre ellos, la eliminación del dióxido de carbono de la atmósfera y la creación de soluciones sin emisiones de carbono para sectores «de difícil mitigación» como el transporte, la aviación, el acero y el cemento. Esta nueva institución multilateral e interdisciplinaria funcionaría como catalizador para crear y modificar nuevos mercados de energías renovables y producción circular.
Estas son solo tres de las siete recomendaciones que hicimos para los próximos años. Juntas proporcionan el andamiaje para construir un nuevo consenso mundial, una agenda de políticas para regir el nuevo paradigma económico que ya empieza a tomar forma.
Está por verse si el Consenso de Cornwall se mantendrá, pero algo debe reemplazar al consenso de Washington si queremos prosperar en vez de simplemente sobrevivir en este planeta. La COVID-19 nos permite entrever los problemas trascendentales de acción colectiva que enfrentamos. Solo la cooperación y coordinación internacional renovada de las capacidades estatales ampliadas —un nuevo contrato social avalado por un nuevo consenso— puede prepararnos para abordar las crecientes crisis entrelazadas que nos aguardan.
13 de octubre 2021
Traducción al español por Ant-Translation
Project Syndicate
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Reconstruir el Estado
Es indudable que haber desarrollado vacunas contra la COVID‑19 en menos de un año fue un logro importante. Pero el despliegue ha sido muy deficiente. En los Estados Unidos, la Operación Warp Speed cumplió las metas de fabricación acordadas, pero hubo problemas en la coordinación de los primeros envíos. No se priorizó a los receptores según las necesidades, ni se hizo lo suficiente por resolver la desigualdad
Es evidente que crear vacunas seguras y eficaces no es lo mismo que crear programas de vacunación equitativos. En Estados Unidos, agencias de innovación orientadas a objetivos, en particular la Agencia de Proyectos de Investigación Avanzados de Defensa (DARPA) y la Autoridad para la Investigación y el Desarrollo en Biomédica Avanzada (BARDA), tuvieron un papel fundamental en las primeras etapas de desarrollo de las vacunas avanzadas de ARNm. Pero ¿está el objetivo tecnológico de Warp Speed vinculado con el objetivo sanitario de ofrecer una «vacuna para la gente»?
El gobierno del presidente estadounidense Joe Biden tendrá que mantener presente esta distinción mientras intenta «reconstruir mejor» y fortalecer la financiación destinada a ciencia y tecnología, tras cuatro años de desprecio de Donald Trump hacia la ciencia y los científicos. El despliegue de las vacunas en Estados Unidos (y aun más en Europa) muestra que así como es importante definir bien los detalles de los acuerdos de asociación público‑privados, también es importante fijarse desde el principio un objetivo general ambicioso.
En mi nuevo libro, Mission Economy: A Moonshot Guide to Changing Capitalism [Economía orientada a misiones: una guía basada en la misión a la Luna para cambiar el capitalismo], sostengo que el programa de la NASA para llegar a la Luna sigue ofreciendo enseñanzas respecto de cómo catalizar y dirigir una relación eficaz entre el sector público y el privado. Con un costo para los contribuyentes equivalente a 283.000 millones de dólares de la actualidad, el Programa Apolo estimuló la innovación en múltiples sectores (aeronáutica, alimentos, electrónica, software, etc.) y al mismo tiempo fortaleció las capacidades del sector público.
La NASA pagó cientos de millones de dólares a empresas como General Motors, Pratt & Whitney (que entonces se llamaba United Aircraft) y Honeywell para que inventaran los nuevos sistemas de combustible, propulsión y estabilización de los legendarios cohetes Saturno V. Luego, estas tecnologías desarrolladas con la financiación pública generaron numerosos productos derivados que seguimos usando, entre ellos la leche de fórmula (a partir del alimento desecado de los astronautas) y las aspiradoras sin cables (a partir de los aparatos para extraer muestras de la superficie lunar). Los circuitos integrados para la navegación se convirtieron en elemento fundamental de la computación moderna.
El quid de la cuestión es que la NASA se aseguró de que el gobierno obtuviera un trato justo, mediante contratos «a precio fijo» que obligaban a las empresas a operar en forma eficiente y daban incentivos para la mejora continua de la calidad. Y los contratos contenían cláusulas contra ganancias excesivas, para que la motivación de la carrera espacial fuera la curiosidad científica en vez de la codicia o la especulación.
Además, la NASA evitó una dependencia excesiva del sector privado. Externalizar las funciones de gobernanza la hubiera puesto a merced de que aquel impusiera sus criterios en los procesos de compra. Pero como la NASA ya tenía experiencia interna, sabía tanto de tecnología como los contratistas y estaba bien preparada para negociar y administrar los contratos.
Fortaleciendo las capacidades del sector público y fijando objetivos claros para las alianzas público‑privadas, el gobierno de Biden puede estimular el crecimiento y colaborar en la lucha contra algunos de los mayores desafíos de nuestra era, desde la desigualdad y la deficiencia de los sistemas sanitarios hasta el calentamiento global.
Estos problemas son mucho más complejos y multidimensionales que poner a un hombre en la Luna. Pero demandan lo mismo: una gobernanza estratégica eficaz del espacio en el que la financiación pública se encuentra con la industria privada. Por ejemplo, aunque las grandes farmacéuticas describen al sector público como un mero consumidor de medicamentos, muchas drogas se descubren a partir de investigaciones financiadas por el Estado.
Basta pensar en los 40.000 millones de dólares que el gobierno de los Estados Unidos invierte cada año en los Institutos Nacionales de la Salud (NIH). Los NIH (junto con el Departamento de Veteranos de los Estados Unidos) apoyaron con más de diez años de investigación financiada por los contribuyentes el desarrollo del sofosbuvir, un medicamento contra la hepatitis C. Pero luego la biotecnológica privada Gilead Sciences adquirió la droga y fijó el precio de un tratamiento de doce semanas en 84.000 dólares. Asimismo, se calcula que uno de los primeros tratamientos antivirales contra la COVID‑19, el remdesivir, recibió unos 70,5 millones de dólares de financiación pública entre 2002 y 2020. Hoy Gilead cobra 3.120 dólares por las dosis para cinco días.
Esto habla de una relación parasitaria en vez de simbiótica. Los NIH tienen que esforzarse más en asegurar precios y acceso justos a las innovaciones que financian, en vez de restarse atribuciones, como cuando en 1995 eliminaron la cláusula sobre precios justos de sus contratos de cooperación en investigación y desarrollo. Hay que pensar en poner condiciones a las innovaciones surgidas de agencias orientadas a objetivos, como DARPA, BARDA y la propuesta Agencia de Proyectos de Investigación Avanzada en Salud (ARPA‑H), que se concentrará exclusivamente en las prioridades sanitarias.
En el caso de la pandemia, varios gobiernos destinaron 8.500 millones de dólares al desarrollo de vacunas que hoy fabrican y venden empresas estadounidenses como Johnson & Johnson, Pfizer, Novavax y Moderna. Hoy la pregunta es si el conocimiento científico y práctico en relación con las vacunas se compartirá con tantos países como sea posible para poner fin a la pandemia. ¿Se unirán los NIH a un fondo de patentes voluntarias que creó la Organización Mundial de la Salud para dicho fin?
En lo referido a preparar la era pospandemia, la promesa de Biden de «reconstruir mejor» implica más que un regreso a la normalidad. Pero para reformular mejor la economía es necesario no sólo un cambio de mentalidad sino también un nuevo contrato social que promueva la creación de valor por sobre la extracción de ganancias; que socialice las recompensas así como los riesgos; y que invierta en el bien común, en vez de empresas o sectores específicos.
La ley estadounidense CARES («ayuda, alivio y seguridad económica frente al coronavirus») impuso a las empresas que recibieran ayuda del gobierno la condición de mantener empleos, pero el nuevo Plan de Rescate de Estados Unidos por 1,9 billones de dólares y el propuesto Plan de Empleo Estadounidense (por dos billones de dólares) tienen que ir más lejos. Deben asegurar que la inversión del sector público vaya acompañada de una transformación de la relación entre el Estado y el sector privado.
En esto se puede aprender de Europa. En Francia, el presidente Emmanuel Macron estipuló que la provisión de fondos de recuperación a aerolíneas y automotrices tuviera como condición el compromiso de reducir las emisiones de carbono. En Austria y Dinamarca, el compromiso de las empresas receptoras de esos fondos fue no usar paraísos fiscales.
El gobierno de Biden tiene por delante la tarea de aportar liderazgo a las misiones que definirán las décadas futuras, empezando por el combate al cambio climático. En 1962 el presidente John F. Kennedy dijo que Estados Unidos se ponía el objetivo de ir a la Luna no porque fuera fácil, sino porque era difícil. Hoy, esa clase de liderazgo visionario no es una opción, es una necesidad.
Necesitamos una dirección jerárquica para catalizar la innovación y la inversión en toda la economía. Y en esto pueden servir de modelo los ejemplos de liderazgo gubernamental, audacia en los contratos de interés público y dinamismo del sector público de tiempos del Programa Apolo. Si no los seguimos, «reconstruir mejor» no pasará de ser una consigna vacía.
Traducción: Esteban Flamini
15 de abril
Project Syndicate
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No retiren el apoyo financiero a la BBC
En las Conferencias Reith —la serie anual de radio de la BBC— del año pasado el exgobernador del Banco de Inglaterra, Mark Carney, observó que desde la crisis financiera de 2008 cada vez más es el valor monetario el que define a las normas e instituciones. Lo que suele faltar en esta discusión sobre la confusión entre precio y valor es la forma de captar el valor real de las instituciones públicas que nos enriquecen.
Es apropiado que Carney presente este planteo en un programa de la BBC; después de todo, la BBC fue la primera emisora pública en incorporar la noción de «valor público» en su marco de gobernanza. La British Broadcasting Company se convirtió, junto con el Servicio Nacional de Salud y The Open University (La Universidad Abierta), en una de las instituciones más queridas y de mayor renombre internacional del Reino Unido; llega a una audiencia de 460 millones de personas cada semana.
Sin embargo, una minoría que se hace oír (a menudo guiada por las publicaciones de Rupert Murdoch) desea destruir a la emisora. Menosprecian el compromiso de la BBC con la inclusión y la diversidad, considerándolo una mera exhibición de corrección política, y la acusan de «desplazar» a los medios privados debido a la escala y el alcance de sus servicios. Para ellos es el sector privado el encargado de crear valor, el Estado solo debe centrarse en cubrir las brechas y arreglar lo que los economistas llaman «fallas de mercado».
Para esos críticos, la solución es simple: retirar el apoyo financiero a la BBC. Esto implicaría despenalizar la falta de pago de la licencia anual obligatoria con la que se financia. Si la BBC pasa a depender de un modelo suscripciones, sin embargo, su futuro sería mucho más endeble, que puede ser el deseo de sus rivales, dado que Murdoch actualmente está tratando de crear una versión para el Reino Unido de su red de noticias de extrema derecha en Estados Unidos, Fox News.
El Reino Unido saldría perdiendo si se debilita o destruye a la BBC, como demostramos en un nuevo informe con otros autores. Su valor va más allá del mandato de las emisoras públicas tradicionales de proporcionar acceso universal a noticias objetivas, programas creíbles y arte, que confina al Servicio de Difusión Pública en EE. UU. La BBC también ha sido pionera en los formatos comerciales, creando así nuevas oportunidades de negocios —atrayendo (no desplazando) empresas— y logrando al mismo tiempo metas sociales importantes, como la incorporación de diversidad a la pantalla.
Para entender la manera en que la BBC logró todo esto debemos volver a considerar al Estado como creador de valor colectivo, no solo como corrector del mercado. La difusora funcionó simultáneamente como inversora, inventora, innovadora y plataforma de consumo, desempeñando un papel integral en el desarrollo de la infraestructura británica para la
Desde sus primeras emisiones radiales hasta las plataformas actuales de video en continuo y en directo, las inversiones de la BBC funcionaron reiteradamente como catalizadoras de nuevos mercados en diversas industrias creativas. La BBC es el mayor inversor en contenidos británicos originales y su fuerza creativa asume riesgos de programación. La venta de sus contenidos originales le permite obtener ingresos significativos, al tiempo que simultáneamente exhibe el talento británico y atrae a grandes talentos extranjeros. Esas actividades inciden sobre los mercados por doquier. Los ingresos luego se destinan al desarrollo, producción y difusión de contenidos adicionales.
Más allá de la programación, la BBC ha desarrollado tecnologías innovadoras como el iPlayer y BBC Sounds, estableciendo así estándares tecnológicos para el sector (como DAB para el audio y DVB-T2 para video) y creando economías de escala para los fabricantes de electrónica. La investigación e innovación de la BBC contribuyen al desarrollo de un entorno más seguro y sostenible en Internet a través de iniciativas colaborativas, como la Digital Futures Commission, que busca eliminar trabas a la innovación digital para beneficiar a los niños y los jóvenes, y el proyecto Databox, que fija elevados estándares en el sector para la gestión de los datos y la privacidad.
Algo fundamental es que a menudo las inversiones de la BBC respondieron más a los valores sociales que al valor financiero. El BBC Micro, un sistema de microcomputadoras que llegó a todas las aulas británicas, ayudó a reducir la brecha digital. El Micro surgió de un programa de educación tecnológica, el Proyecto de Educación Informática de la BBC (BCC Computer Literacy Project), a principios de la década de 1980. Para llevar adelante el proyecto, la BBC tuvo que trabajar con Acorn Computers, que usó la inversión de la BBC para aumentar considerablemente su escala. La misión social de la BBC creó, a su vez, valor para la industria.
Incluso el papel más básico de la BBC —la creación y distribución de contenidos— produce beneficios sociales de gran alcance. Durante la pandemia, cuando la gente debió confinarse en sus hogares, la BBC ofreció tres horas diarias de contenidos educativos y de entretenimiento. Además, el alcance de la BBC y la confianza que el público deposita en ella contrarrestan las tendencias de desinformación, ya sea sobre el cambio climático o las vacunas contra la COVID-19. Mantener el alcance de la BBC, que depende de su financiamiento, garantiza su posición en el abarrotado mercado de medios como una fuente legítima que goza de amplia confianza. Y la «conciencia» que los críticos condenan —que, por ejemplo, brindó a las mujeres una plataforma donde desempeñarse como presentadoras deportivas— contribuye a un clima cultural de mayor inclusión y tolerancia.
Aunque es difícil medir el valor público dinámico de la BBC, sabemos que por cada dólar del erario público que se invierte en la producción cultural, la economía crece 5 USD en promedio. En la industria automotriz, el efecto multiplicador es solo la mitad, no solo porque es menos intensivo en mano de obra, sino porque no impulsa tantas inversiones nuevas en otros servicios, tecnologías y materiales. Una vez más, aun cuando la BBC no se centra en el valor financiero, lo crea e incentiva de manera muy eficaz.
Para entender las contribuciones de la BBC a la economía en su conjunto —y el concepto de valor público en términos más amplios— es necesario un nuevo marco de trabajo. Hay que desarrollar nuevos indicadores que aumenten la propia responsabilidad de la BBC, para asegurarnos de que avance la frontera de los mercados y aumente la necesaria diversidad, tanto en la programación como para el conjunto de proveedores vinculados a ella. Tenemos que repensar los indicadores tradicionales de desempeño, que se centran en los costos y beneficios estáticos más que en los efectos dinámicos de las decisiones de inversión que dan forma a los mercados. Debemos hacerlo con urgencia, antes de que se destruya una valiosa institución.
Y las lecciones van más allá de la BBC, solo si repensamos la generación del valor público podemos pasar del debate sobre si corresponde financiar las instituciones públicas a otro sobre cómo estructurarlas y usarlas para fortalecer nuestro entramado social y producir una economía más creativa. La BBC es un excelente lugar donde comenzar esta discusión. Las lecciones que podemos aprender responden a preguntas clave: ¿cómo y por qué valoramos a nuestras instituciones públicas, y cómo podemos fortalecerlas en vez de cuestionar continuamente su propia existencia?
Traducción al español por Ant-Translation
22 de febrero 2021
Projecto Syndicate
https://www.project-syndicate.org/commentary/defund-the-bbc-public-value...
La inminente escasez de capital patrimonial
Seamos optimistas y supongamos que se descubre que una o más de las 11 vacunas para el COVID-19 que hoy están en la Fase 3 de los ensayos clínicos son seguras y efectivas a comienzos de 2021. También imaginemos que la producción se puede acelerar rápidamente, para que los países puedan vacunar a una parte significativa de sus poblaciones para fines del año próximo.
En este escenario esperanzador, el actual “período especial”, en el que el distanciamiento social restringe seriamente las actividades económicas –desde escuelas a universidades, restaurantes a aerolíneas, conciertos a eventos deportivos y ceremonias religiosas a casamientos-, durará sólo un año más. Una vez que se levanten las medidas de distanciamiento social, la demanda reprimida de celebraciones, reuniones sociales, viajes y los placeres de la interacción humana probablemente alimenten fuertes recuperaciones.
Sin embargo, para muchas empresas que ya han soportado seis meses de disrupción generada por la pandemia, un año parece una eternidad. Las empresas capaces de sobrevivir hasta entonces –en especial en los mercados emergentes- tendrán un futuro brillante, pero balances débiles. Habrán experimentado 18 meses de flujos de caja negativos en los que su capital patrimonial en gran medida se habrá evaporado.
Es verdad, muchos bancos centrales han ofrecido niveles sin precedentes de estímulo monetario, no sólo reduciendo las tasas de interés, sino también comprando enormes cantidades de activos (alivio cuantitativo) y comprometiéndose a mantener esta política por un período sustancial. Esta llamada “forward guidance” (orientación prospectiva) está destinada a convencer a los bancos de que deberían prestar más a tasas de interés más bajas, porque estas tasas no van a subir por un bien tiempo.
Pero los bancos prestarán solamente a prestatarios solventes –y la solvencia no depende sólo de las perspectivas prometedoras de los prestatarios, sino también de cuánto capital patrimonial tengan-. El capital actúa como una suerte de garantía de que el prestatario es tiene capacidad de pago. Si las cosas no resultan tan bien como sugieren las hojas de cálculo, la empresa de todas maneras puede pagar un crédito porque debe menos de lo que vale.
En este sentido, el capital patrimonial y la deuda se complementan: cuanto más capital tiene una empresa, más puede pedir prestado. Los bancos normalmente exigen que los prestatarios mantengan su ratio de deuda-capital por debajo de cierto límite.
De modo que, en el escenario optimista que se describe más arriba, habrá muchas empresas con perspectivas promisorias, pero con patrimonio insuficiente para garantizar un mayor endeudamiento. Su crecimiento dependerá de lo rápido que incrementen su capital –ya sea de manera acelerada, a través de una inyección de capital, o mucho más lentamente, a través de utilidades retenidas-. Claramente, una infusión rápida de capital hará que la política monetaria sea mucho más efectiva y la recuperación, mucho más robusta.
Pero el capital es institucionalmente mucho más complejo que la deuda. La deuda implica el compromiso de pagar una cierta cantidad fija de dinero en determinadas fechas. Es fácil para un prestador saber si el pago se produjo y convencer a un juez cuando éste no haya ocurrido.
El capital, en cambio, es un derecho sobre lo que queda después de que todas las otras partes interesadas ya han cobrado, incluidas no sólo las deudas con proveedores, trabajadores y acreedores, sino también los salarios, bonos, gastos de representación y aviones corporativos de los gerentes. El derecho de los accionistas sobre el flujo de caja residual de la empresa, por ende, puede evaporarse muy fácilmente.
Impedir esto y tranquilizar a los inversores de capital patrimonial requiere una buena gobernanza corporativa y una ejecución judicial confiable. Los accionistas deben contar con algunos derechos como el poder de elegir y remover a la junta, controlar el pago de los ejecutivos y limitar la cantidad de operaciones riesgosas en las que entra la compañía. También deberían tener derecho a ser informados por auditores independientes sobre lo que está haciendo la empresa y garantizar que quienes tengan información privilegiada no comercialicen sus acciones de manera ventajosa.
Ahora bien, establecer una estructura de gobernanza que pueda ofrecer esas garantías resulta costoso. En Estados Unidos, esto ha propiciado el crecimiento de la industria de “private equity”, que prefiere evitar esos costos retirando de la bolsa a empresas previamente listadas. En la mayoría de los países en desarrollo, las bolsas de valores, cuando existen, comprenden sólo a las empresas más grandes, incluidos bancos, compañías de seguros, empresas de telecomunicaciones, energía eléctrica y unas pocas manufacturas grandes. Para el resto de las empresas, el capital proviene de amigos y familiares.
A menos que tuvieran una participación mayoritaria en la compañía, los fondos de “private equity” globales que han intentado ingresar en los mercados emergentes desde los años 1990 muchas veces vieron evaporarse el valor de sus inversiones. Asimismo, la ausencia de bolsas de valores líquidas significa que cuando quieren desinvertir, se encuentran en una situación tipo Hotel California, en la que pueden dejar la habitación, pero nunca marcharse. Esto es particularmente problemático para los fondos de “private equity” que prometen devolver el capital a sus inversores después de un período predeterminado.
El costo social de estas ineficiencias se disparará durante la recuperación post-vacunación. Lidiar con ellas de manera efectiva hoy puede ser una de las inversiones de mayor retorno que se haya visto.
Parte de la solución debería venir de la innovación financiera liderada por el sector privado. Los fondos de capital privado que se transan como acciones no necesitan períodos de desinversión predeterminados y, por lo tanto, no tienen ningún apuro en vender. En Estados Unidos, las empresas de adquisición de propósito especial (SPAC, por su sigla en inglés) obtienen su capital a través de una oferta pública de acciones antes de saber qué harán con el dinero, y están listas para invertir cuando aparezcan las oportunidades. No tienen que estar listadas en el país en el que invierten, lo que significa que pueden salir a bolsa en lugares con mejores instituciones y mercados más líquidos.
Los países emergentes se beneficiarían enormemente si le encontraran una solución a la inminente escasez de capital. Las empresas familiares, por ende, necesitan considerar las ventajas de aceptar nuevos accionistas y la resultante dilución de la autoridad de los miembros de la familia en la toma de decisiones, a menos que quieran ver cómo los competidores que sí aceptan a esos fondos les quitan el mercado.
Mientras tanto, las autoridades económicas en países emergentes deberían hacer un esfuerzo por mejorar los marcos regulatorios –asegurando, por ejemplo, que los fondos de pensión y las compañías de seguros puedan invertir en los nuevos vehículos de capital-.Y los fondos globales, con el estímulo de instituciones como la Corporación Internacional de Finanzas del Grupo Banco Mundial e IDB Invest, parte del Grupo Banco Interamericano de Desarrollo, deberían crear fondos de “private equity” para invertir en estos países.
Nada de esto es neurocirugía, y puede rendir grandes frutos en términos de una recuperación más rápida. Una razón más para ser optimistas.
9 de octubre 2020
Project Syndicate
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