El público del siglo 21 tiene mucho de voyeur.
Quiere ver, quiere saber, quiere echar una mirada detrás del escenario, en la trastienda, en las zonas oscuras o pobremente iluminadas de los personajes públicos. Ya no se conforma con lo que le muestran.
Su mirada ya no se agota en lo visible. Quiere ir más allá.
La televisión, los blogs, Facebook y otras redes sociales, Twitter, YouTube…son todos medios que de alguna manera conectan con esa curiosidad por el “detrás de escena” del espectáculo.
Y la política de hoy se ha “espectacularizado”, se ha transformado en espectáculo.
Tres notas esenciales caracterizan a un espectáculo: un cuerpo que se exhibe, una mirada que lo observa y una distancia entre cuerpo y mirada. Entonces, más allá del discurso político propiamente dicho, muchos gobernantes y candidatos se muestran, se exponen, levantan el velo que cubría su vida personal.
Muchos políticos, pues, ingresan al mundo del espectáculo mediático. Cada vez más.
A veces espontáneamente, de un modo casi natural, impulsados por ese espíritu de los tiempos actuales. Son, como decía aquella vieja canción de Aguaviva aunque en un sentido diferente, “todos gente de hoy”. Y al ser gente de hoy tienen el espectáculo mediático incrustado en lo profundo del cerebro.
Al igual que el resto de las personas, claro. Incluyendo a los votantes.
Otras veces la espectacularización de la política también es producto de la dinámica propia de los medios de comunicación, y por supuesto de la ávida demanda de la mirada del espectador.
Yo quiero ver. Yo quiero que me vean. Yo quiero que lo vean. Es como un coro polifónico de espectadores, políticos y medios.
En ocasiones, también, una campaña política busca deliberadamente el espectáculo. ¿Por qué? Porque genera una notoriedad mucho mayor y más explosiva que la racionalidad discursiva clásica del político. Genera viralidad: el episodio espectacular se propaga como un rumor, como un virus…y vuela por todas partes y atraviesa todas las capas sociales y se aloja hasta en los cerebros más refractarios a la política.
Y además porque esa generación de espectáculo agrega condimentos al político, aporta toques de humanidad y facilita que muchos espectadores lo vean no como un ajeno sino como “uno de nosotros”.
Esto no es menor porque vivimos en un tiempo de narcisismos conflictivos, donde el ciudadano agobiado por problemas levanta la mirada hacia los medios de comunicación buscando un espejo, algo donde reflejarse, alguna superficie o cuerpo que le devuelva la imagen mejorada de su cotidianeidad.
Ahora bien…¿esto da resultado y aumenta la popularidad o los votos de alguien? ¿O afecta negativamente su imagen?
En este sentido puede decirse que cada caso es diferente. Lo que para uno puede ser un plus que le permite crecer, para otro resulta un episodio más y para un tercero puede ser una grave crisis de imagen.
Depende del político, de sus características personales, de su trayectoria, de sus ideas. Y depende de la sociedad en la que vive y opera, de sus prejuicios y su talante. Una cosa es Italia, en cuanto a la expresividad emocional por ejemplo, y otra cosa es el mundo anglosajón.
De todos modos creo que la gente no define su voto por la vida personal de los candidatos.
El punto central es siempre y en todas partes la percepción que ese público tenga en cuanto a qué candidato resolverá mejor sus problemas. Eso es lo que encenderá una luz verde o una luz roja en su cerebro.
El resto acompaña. A veces suma, otras veces resta. Es más: a veces el exceso de espectáculo resulta rentable en imagen en el corto plazo pero pasado el tiempo se vuelve en contra y resulta un bumeran.
Sabido es que el espectáculo tiene sus propias leyes, y el político que lo ignore arriesga con tropezar con algunas de ellas. La notoriedad puede ser notable y resplandeciente, sí. Pero un paso en falso puede dejar el show fuera de cartel.
Y como el espectáculo debe continuar, ya vendrán otros con un nuevo show.
Aún quienes parezcan inmunes, de todas maneras están jugando con fuego. Y un buen día los aplausos se trocan en silbidos.
Me refiero a que los mismos que aplaudían se saturan y un buen día comienzan a silbar.
Maquiavelo&Freud