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Fernando Mires

El totalitarismo del siglo XXI

Fernando Mires

Aunque algún académico de tipo weberiano pueda no estar de acuerdo, ni la historia ni la política se dejan regir de acuerdo a tipologías. Pues si pensamos que los procesos históricos asumen movimientos multideterminados, la razón tipológica debe contentarse solo con detectar situaciones y señalar características del mismo modo como cuando fotografiamos un paisaje sabiendo que al día siguiente después de una lluvia ya no será el mismo.

Tampoco, por cierto, debemos renunciar a la confección de «tipos». Por el contrario: los necesitamos para comparar estructuras y procesos. Al fin y al cabo, todo conocimiento es comparativo. Basta con manejar los «tipos» con prudencia, a sabiendas que no son «cosas» sino, para decirlo con Norbert Elías, simples «figuraciones». O tal vez en lugar de «tipos» deberíamos hablar de formas o formaciones (la forma fascista, la forma dictatorial, la forma democrática, etc.) Y naturalmente, de la forma totalitaria, la más fácil de definir por una razón muy sencilla: Totalitarismo alude a todo el poder concentrado, ya sea en una persona, en un estado, en un partido. Totalitarismo es el poder total. Si esa totalidad del poder no existe, no hay totalitarismo.

El totalitarismo de la era posindustrial

En textos anteriores nos hemos regido por una escala de formas de dominación no o antidemocráticas, las que pueden, bajo determinadas condiciones, culminar en esa fase llamada totalitarismo. Así hemos hablado de gobiernos autoritarios, autocráticos, dictatoriales y, finalmente, totalitarios, que son los que acumulan la totalidad del poder, de un poder que al politizarlo todo, deja de ser político. En ese punto hay cierto consenso: el totalitarismo fue un fenómeno del siglo veinte que cristalizó en tres países: la Alemania hitleriana, la Rusia estalinista y la China maoísta.

Después del derrumbe del comunismo, no pocos autores llegaron a pensar en que la posibilidad de un resurgimiento de nuevos regímenes totalitarios estaba descartada. No obstante, tras dos decenios transcurridos del siglo XXI, podemos decir que tal esperanza carecía de fundamentos. En el hecho, ya hay dos países a los que, sin titubeos, podemos caracterizar como totalitarios (o por lo menos, neototalitarios): la Rusia de Vladimir Putin y la China de Xi Jinping. El primero alude a un poder totalitario personal y el segundo, colectivo (el PCCH) aunque en los dos últimos años este ha derivado desde el colectivismo partidario hacia un personalismo excluyente representado en la figura de Xi Jinping.

Importante es mencionar que tanto en China como en Rusia, se trata de reaparecimientos totalitarios lo que nos indica que, los por Hannah Arendt constatados elementos de la dominación totalitaria, permanecían latentes, sin desaparecer, en ambos países. En la China postmaoísta (que no estudio Hannah Arendt) fueron mantenidas todas las estructuras de la dominación totalitaria, pero el poder, sobre todo bajo Deng Xiao Ping (1979-1997), asumió formas deliberativas, las tendencias fueron permitidas y las discusiones circulaban bajo la luz pública. Bajo la era de Xi Jinping, de acuerdo a lo mostrado en el faraónico 20. congreso del PCCH, el partido volvió al centralismo antidemocrático y al oprobioso sistema de las «purgas».

En Rusia, el proceso que ha llevado hacia la (re) totalización del poder ha transitado de modo más lento. Durante Gorbachov (y su entrada a la «casa europea») y durante los primeros tiempos de Yeltsin, Rusia pareció experimentar un proceso de occidentalización. Putin, desde su llegada el año 2000, hasta 2007, con su inesperada agresión verbal a Occidente en la Conferencia de Münich, había mantenido la apertura postdictatorial, cumpliendo al menos con las formas electorales. La conversión del poder autoritario en una autocracia personalista comenzaría a cristalizar con las agresiones a Chechenia y Georgia el año 2008, cumpliéndose así una premisa de Arendt, en el sentido de que el totalitarimo es impulsado por el imperialismo (Origins of Totalitarianism).

Por el momento no es posible esclarecer con exactitud si fueron las guerras de Rusia las que llevaron a la dominación totalitaria, o fue el proyecto totalitario que acariciaba Putin, la razón que impulsó las guerras de expansión de Rusia. Los indicios –sobre todo a partir de la invasión a Crimea en el 2014– apuntan más bien hacia la segunda posibilidad. Lo importante es que el proceso que llevó del autocratismo al totalitarismo está articulado con la expansión territorial de Rusia. Lo que es explicable: durante una guerra rige el estado de excepción, y si esa excepción no es transitoria sino permanente, deja de ser excepción.

En el caso de China, no fueron guerras, pero sí desafíos geoestratégicos los que probablemente impulsaron al partido dominante a instituir un «estado de excepción en permanencia». El crecimiento económico de China convenció a su dirección política que debía reconocer el punto de inflexión donde la nación no solo debía ser una potencia económica sino, además, política. Para Xi y los suyos había llegado la hora en la que China debería reclamar derechos hegemónicos como conductor, no solo de la economía, sino de las relaciones políticas internacionales a nivel mundial.

La era de la globalización –ese es un evidente convencimiento de Xi– exigía una China global y no regional: Política, militar y no solo económica. Desde ese autoreconocimiento, Taiwán no solo interesa a China por razones económicas sino también simbólicas. Eso quiere decir que si China logra sentar soberanía política sobre Taiwán, mostrará al mundo que ya está en condiciones de doblegar la hegemonía política-militar, si no la occidental, por lo menos la norteamericana.

Y para enfrentar esa escalada global, China necesita de sus perros de presa atómicos. Ya tiene por lo menos a tres: Kim Jong Un en Corea del norte, el Irán de los ayatolas, y naturalmente, la Rusia de Putin.

La Rusia de Putin ha seguido un camino diferente en la ruta que conduce hacia la totalización del poder. Para Putin, lo ha dicho el mismo, no se trata de alcanzar un futuro luminoso, sino de recuperar un pasado sagrado: el de la Santa Madre Rusia. De tal manera, mientras el totalitarismo chino puede ser definido como posmoderno, el de Rusia es evidentemente premoderno (un imperialismo de la era posimperial según Timothy Garton Ash).

En los dos casos, sin embargo, no nos encontramos solo con una simple reedición de los totalitarismos maoísta y estalinista, sino con nuevas formas totalitarias, concordes con su tiempo. Ambos totalitarismos, dicho en breve, son totalitarismos del siglo XXI.

Y eso significa, mientras los totalitarismos del pasado reciente surgieron en el marco determinado por la era de la industrialización, los del presente pueden ser vistos como totalitarismos posindustriales.

Para poner un ejemplo, la base social que lleva a la emergencia del fenómeno totalitario provino, en el caso del nazismo y del comunismo, de la conversión de las clases en masa. Pero aquí debemos puntualizar: las masas que hoy emergen en China y Rusia son diferentes a las que nos describiera Arendt y otros autores (Gene Sharp, por ejemplo) que se han ocupado del tema del totalitarismo. Quiere decir, mientras las de los totalitarismos del siglo XX eran masas pauperizadas, utilizadas como carne de cañón para alcanzar objetivos meta-económicos por medio de la industrialización forzada, las masas del periodo postindustrial son masas consumistas, férreamente ligadas al mercado local. En ese sentido (solo en ese) las masas de Putin se parecen más a las de Hitler que a las de Stalin y Mao.

Hitler, recordemos, elevó los ingresos, el consumo y el bienestar de las masas de trabajadores (ocupación plena, vacaciones pagadas, seguro social, automóviles). El trabajo esclavizado impuesto por Stalin en las fábricas urbanas y en las granjas colectivas (koljoses), lo reservó Hitler para el infierno de los campos de concentración, los que también existían en cantidades en la Rusia y en la China comunista. Podríamos decir incluso que bajo los totalitarismos stalinista y maoísta, tuvo lugar, y en un muy corto plazo, ese proceso de acumulación originaria (Marx) que en el mundo capitalista se extendió a lo largo de siglos. Sobre y no durante esa fase de acumulación, fueron erigidos los totalitarismos del siglo XXI.

Occidentalización económica, desoccidentalización política

Si volvemos a recordar a Hannah Arendt, encontraremos dos elementos inherentes a la dominación totalitaria del siglo XX: el terror y el adoctrinamiento ideológico. Ambos existen sin duda bajo las dictaduras de Xi y de Putin, pero en un nivel más bajo y, a la vez, distinto. El terror continúa de modo más sutil. Ya no se trata tanto de la vigilancia policial, casa por casa, sino de una más bien digitalizada, menos estricta, más eficiente. Basta simplemente que los ciudadanos no participen en política, actividad reservada en China para la casta comunista, y en Rusia suprimida del todo.

Raramente, solo en contadas ocasiones, las masas de ambos países son movilizadas para vitorear a sus líderes. Más importante es que se queden en casa, informadas por la televisión estatal, y en los tiempos libres, que acudan a los mercados a consumir productos, aunque algunos sean inventados en el odiado occidente. Contradicción que no parece importar demasiado a los administradores del poder. Ellos no están en contra del mercado occidental, están solo en contra de las ideas y de los derechos humanos occidentales. O lo que es lo mismo: ni Xi ni Putin están en contra de la occidentalización del mercado pero sí en contra de la occidentalización de la política.

Que las masas de los respectivos países consuman toda la chatarra que quieran, sigan todas las modas, bailen y canten la música occidental, los tiene sin cuidado. Incluso, dichas inclinaciones son estimuladas desde el alto poder. Pero ay de las mujeres si asumen el feminismo occidental, ay de los ciudadanos si reclaman pluralismo político, ay de quien defienda los derechos fundamentales del ser humano.

Las ideologías del poder neototalitario

Desde un punto de vista doctrinario, hay también una gran diferencia entre los totalitarismos del siglo XX y los del XXI. Los detentores del poder del antiguo totalitarismo creían actuar en nombre de doctrinas, la fascista y la marxista leninista, a las que eran conferidas dos características: La universalidad y el futurismo. De acuerdo a esas doctrinas, los tres dictadores imaginaban que sus ideologías eran válidas para todo lugar y que el mundo terminaría, tarde o temprano, siendo fascista, para unos, comunista para otros. El Tercer Reich iba a ser mundial y el comunismo también. De una u otra manera, los dictadores totalitarios del siglo XX creían tener a la historia universal de su parte.

Xi y Putin también creen en doctrinas, pero sus características son radicalmente diferentes. Los dos dictadores nos hablan por cierto de un nuevo orden mundial, pero ese orden lo entiende cada uno a su manera. Lo único que para ellos está claro es que ese nuevo orden significará la derrota económica y política de los EE UU primero, y de occidente después. Pero desde un punto de vista teórico, ético, político e incluso utópico, ese nuevo orden está vacío. Eso explica por qué las ideologías a las que recurren los nuevos totalitarismos distan mucho de ser futuristas, como lo fueron las del comunismo y del fascismo. Al contrario, son más bien – si me permiten el término – “pasadistas”.

La dictadura de Putin, incapaz de ofrecer un futuro esplendoroso, ofrece un regreso a un pasado supuestamente glorioso y heroico: al de la antigua Rusia, sea la de los zares, sea la de Stalin. Para algunos rusos ese retorno –en un vocabulario psicoanalista: esa regresión– puede ser fascinante. Pero es difícil que la gran masa apolítica del país adhiera a las reaccionarias utopías de Putin. Mucho menos atractivo puede ser el culto «pasadista» para habitantes de naciones que ayer pertenecieron al imperio soviético. Imposible, por ejemplo, que las naciones de Asia Central, en su mayoría musulmanas, sientan demasiado entusiasmo por formar nuevamente parte de una Rusia, ya no soviética sino cristiana-ortodoxa.

La doctrina de Putin es nacionalista, pero no mundialista. Peor aún: es «rusista». Como medio de dominación ideológica internacional, no sirve para nada. ¿Qué nos puede ofrecer Rusia aparte de represión, fanatismo religioso, y glorias zaristas? se preguntan con toda razón los ucranianos. Dicho con las palabras del escritor alemán Peter Schneider: «El único objetivo claramente establecido que Putin promete a sus rusos y a los pueblos que van a regresar al Imperio Ruso es la restauración del poder y la grandeza pasados ​​y una participación en el esplendor del imperio resucitado».

La dictadura de Xi Jinping por su parte, parece haber comprendido que la doctrina marxista ha dejado de ser un producto de exportación ideológica. En el mejor de los casos es solo consumible para los cretinos que gobiernan en países como Nicaragua o Venezuela. Eso explicaría por qué, bajo Xi, los jerarcas chinos parecen estar cada vez más preocupados por promover la unidad espiritual de sus habitantes mediante la intensificación y propagación de la filosofía confuciana, hoy obligatoria en todos los establecimientos educacionales.

En cierto modo, el partido comunista chino ha adoptado una doctrina marxista confuciana (algo así como un vaso de leche mezclado con ají) cuyo propósito es reivindicar una tradición nacional y nacionalista y así mantener sujetos ideológicamente a las grandes masas de la inmensa nación. En otros términos, los totalitarismos chino y ruso ya no son internacionalistas sino tradicionalistas. La religión ortodoxa y la filosofía de Confucio, ambas magníficas creaciones del espíritu humano, han pasado, bajo la égida neototalitaria de nuestro tiempo, a convertirse en ideologías de estado. Su función no es nada espiritual: mantener, gracias al carisma (Weber) de la religión y de la tradición, la cohesión del frente interno a fin de avanzar económicamente hacia la construcción de un nuevo orden mundial donde las democracias sean la excepción y las dictaduras la regla.

El problema es que ese objetivo no es imposible. De hecho, los dos totalitarismos del siglo XXI cuentan con el apoyo directo o tácito de todos los antidemócratas del mundo, de casi todas las dictaduras y autocracias del mundo, de muchas mentes tecnocráticas del mundo.

REFERENCIAS:

Jan Claas Behrends – Rusia: TOTALITARISMO Y DICTADURA PERSONAL (polisfmires.blogspot.com)

Hans van Ess – CHINA: CAPITALISMO COMUNISTA CONFUCIANO (polisfmires.blogspot.com)

Peter Schneider – ¿QUÉ OFRECE PUTIN A UCRANIA? (polisfmires.blogspot.com)

Fernando Mires – RUSIA: EL RETORNO DEL TOTALITARISMO (polisfmires.blogspot.com)

Twitter: @FernandoMiresO

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.

El poder y la historia

Fernando Mires

Hay momentos históricos que son resultado de procesos desencadenantes en donde las grandes personalidades no juegan ningún papel decisivo. Así sucedió en la Primera Guerra Mundial. Hay otros, en donde las llamadas condiciones objetivas son articuladas con la aparición de una personalidad dominante, como sucedió durante la Alemania de Hitler (y en cierto modo durante la URSS de Stalin). Hay, por último, otros en donde hechos dramáticos de la historia, como la guerra de invasión a Ucrania, no habrían sido posibles sin la aparición de una personalidad dominante. Por eso, esa guerra —cuyas consecuencias son todavía imprevisibles— ya es conocida como «la guerra de Putin». Sobre esos temas he escrito el presente artículo.

1. Desde que los humanos comenzaron a narrar sobre «lo pasado» nació la historia. Y aparte de las tradiciones orales que hoy ya casi no existen, la historia es historia escrita: historiografía. Pero no todo el pasado es histórico o digno de ser historiografiado. El mirlo azul que dividió la noche para comenzar el día con su vuelo fue muy bello, pero no creo que pase a la historia, ni siquiera a la personal, pues pronto lo olvidaré.

¿Cuál objeto del pasado es el de la historia? Ni los antiguos griegos, que fueron quienes primero comenzaron a historiografiar, pudieron ponerse de acuerdo.

Homero, quien pese a no ser historiador —era más bien lo que hoy llamamos un escritor de ciencia-ficción— nos escribe una historia en dos libros (la Iliada y la Odisea) cuyos capítulos transcurren entre la predestinación de los dioses y la libertad del ser. Más tarde, Heródoto —a quien algunos nombran el padre de la historiografía— se liberó de la tutela de los dioses, pero no del concepto de predeterminación, pues asumió en gran parte como historia la tradición oral (no había otra).

No es, por cierto, la de Heródoto una historia mitológica como fue la de Homero, pero la tradición, sobre todo la popular, está impregnada por mitos prehistóricos. Distinto fue el caso de su seguidor, Tucídides. Para el autor de Las guerras del Peloponeso la dignidad histórica era obtenida por los hechos cuando estos poseían una connotación trágica —puede que Tucídides hubiera sido aquí influido por las tragedias griegas– y como no hay nada más trágico que la muerte (o el morir), el objeto histórico elegido por el historiador fue la guerra.

Sin duda Tucídides influyó muchísimo a la historiografía romana, sobre todo en su predilección por historiar los grandes acontecimientos. La diferencia con Tucídides es que la línea romana formada por historiadores de la talla de Polibio, Plutarco, Flavio Josefo (judío romano a quien interesó un hombre descalzo llamado Jesús) pusieron énfasis en ensalzar a la grandeza de la Roma imperial, representada en las hazañas del emperador en favor de sus súbditos. Desde esos momentos los romanos nos legaron el problema que ha caracterizado a casi toda la historiografía moderna: ¿qué debe ser más importante para el historiador, los hechos o sus promotores?

Cuando Pascal dijo: «Si Cleopatra hubiese tenido la nariz más corta toda la faz de la tierra habría cambiado», puede que no haya bromeado. De hecho estaba planteando dos temas muy serios: el papel del ser humano en la historia y la contingencia del acontecer. Si Cleopatra hubiese sido más chata o más narigona, es decir más fea, no solo Dino de Laurentis no habría producido su portentosa película ni Liz Taylor y Richard Burton se habrían enamorado. Peor aún: las relaciones entre Egipto y Roma habrían sido menos armoniosas y hasta es posible que la decadencia de un imperio desangrado en guerras hubiese comenzado durante el gobierno de Julio César. Vista así, la historia no seguiría el mandato de una razón dialéctica como imaginó Hegel, ni una determinación condicionada por el desarrollo de las fuerzas productivas, según Marx. La historia en tonalidad romana no sería más que una sucesión de «accidencias» (Aristóteles), determinadas por esos seres tan azarosos que somos los humanos.

Estas divagaciones, aparentemente ociosas, surgen de preguntas nada ociosas que se hacen los historiadores al escribir sobre capítulos cruciales del pasado reciente. Una de las más quemantes es: ¿fue el nazismo obra de un genio maligno llamado Hitler o un hecho que, de una manera u otra, estaba destinado a suceder? O dicho así: ¿fue el nazismo una consecuencia de Hitler o Hitler una consecuencia del nazismo? Por supuesto, una pregunta imposible de responder. Pero, como suele ocurrir, aquí la pregunta es más importante que la respuesta.

Han ocurrido grandes catástrofes históricas sin la presencia de un genio maligno o benigno, entre otros, nada menos que una guerra mundial, la primera, la de 1914. En todo el transcurso de esa absurda guerra no nos es posible encontrar ninguna personalidad determinante. Todo comenzó cuando el serbio-bosnio Gavrilo Princip, sin recibir ordenes de nadie, disparó contra el príncipe austriaco Luis Ferdinand y su esposa (junio de 1914), provocando una reacción en cadena de naciones que se declaraban la guerra solo por cumplir antiguos tratados bilaterales, dejando detrás de sí millones de muertos en los campos de batalla. Pues bien, esa guerra declarada por imbéciles no tuvo a ningún personaje como principal actor. Tanto el presidente Poincaré de Francia, el zar Nicolás, el rey alemán Wilhelm II, eran personas pulsilámines, sin grandes ideas ni ambiciones. 1914 fue una sangrienta comedia que después se repetiría como sangrienta tragedia, cuando Hitler, rompiendo todos los tratados, decidió hacerse de los Sudetes (1938) e invadir Polonia (1939).

La Primera Guerra Mundial resultó de un escalamiento incontrolable. La segunda, en cambio, sucedió de acuerdo a decisiones de líderes político-militares como Hitler, Mussolini, de Gaulle, Churchill. ¿Qué nos demuestra esta diferencia? Algo simple: puede ser perfectamente posible que existan grandes acontecimientos históricos sin mediación de grandes actores, pero también hay otros en donde las decisiones de los actores son determinantes.

2. Repitamos entonces la pregunta: ¿fue Hitler la causa del nazismo o el nazismo la causa de Hitler?

La mayoría de los historiadores coinciden en una opinión: pocos acontecimientos históricos han ocurrido como consecuencia del entrelazamiento de factores objetivos y subjetivos de un modo tan claro como fue el ascenso del nazismo y la Segunda Guerra Mundial. Hitler —sobre esto también hay consenso— apareció sobre un terreno abonado para la siembra del mal. La Alemania de los 30 no podía sobreponerse de la gran crisis mundial, la desocupación laboral y la inflación competían entre sí, aterrorizando a sectores sociales intermedios. Hambre, pauperización y, por si fuera poco, incompetencia administrativa, era la tónica de cada día. A la ruina económica sucedió la ruina moral. A quienes no gusta la aridez de los libros de historia sugiero leer la conmovedora novela de Erich Kästner, Fabian. La historia de un moralista. Ahí podrá verse cómo la honestidad y la decencia se convirtieron en rara mercancía durante la república de Weimar. Las élites intelectuales no paraban de hablar de la patria humillada (Tratado de Versalles) culpándose entre sí. Y por si fuera poco, aparecía la amenaza del imperio soviético, no ficticia, muy real.

Stalin repetía incansablemente que el próximo país comunista iba a ser Alemania. Socialistas contra comunistas y ambos contra los fascistas se apaleaban en las calles. En ese ambiente enloquecido comenzaba el ascenso de Hitler, señalando a los dos enemigos de su nación, uno interno y otro externo: la Unión Soviética y los capitalistas usureros, quienes pasaron a ser en su retorcida retórica una raza-clase: los judíos. En fin, las condiciones objetivas y las subjetivas se daban la mano para que Hitler llegara pacíficamente al poder con el cometido de «salvar a la patria» en contra de enemigos reales e imaginarios. Por eso, y por nada más, Hitler fue amado por su pueblo.

El fascismo fue populista, pero no todo populismo es fascista, escribió acertadamente Ernesto Laclau. En el caso de Hitler, se dieron todos los ingredientes del fenómeno populista: comunión del pueblo con el líder, interpelación irracional a las masas, sobrepaso de las instituciones del Estado, entre otros. Esa es la diferencia fundamental entre un líder como Adolf Hitler con quien ya muchos consideran su sucesor del siglo XXI, el ruso Vladimir Putin.

3. Hitler era populista, Putin no lo es. Esto último es fundamental para entender los peligros que estamos presenciando en estos días.

Recapitulando: mientras los sucesos que llevaron a la Primera Guerra Mundial no tuvieron hechores sobresalientes, los que llevaron a la segunda resultaron de la articulación entre realidad objetiva y subjetiva, representada esta última por Hitler y el grupo de orates que formaban su comando central (Goebbels, Himmler, Göring y otros). En los acontecimientos que hoy nos tienen al borde de una tercera guerra mundial también hay un hombre-centro como ayer fue Hitler. Pero se trata de uno que se antepone a todas las condiciones objetivas, un ser que ha transformado a su propia subjetividad en objetividad. Putin no es en términos exactos el Hitler del siglo XXl, es algo más: es Putin. A esa singularidad del fenómeno hay que prestar atención.

Que Alemania pre-Hitler estaba amenazada por Stalin era una verdad. Que la Rusia de preguerra estaba amenazada desde el exterior y desde Ucrania fue una mentira de Putin. Naturalmente, los putinistas de distintos colores argumentan que fue el avance de la OTAN la razón que «obligó» a Putin a invadir a Ucrania. La historia, sin embargo, nos relata otras cosas: la OTAN fue ampliada en la misma proporción en que Europa crecía después de la liberación de nuevas naciones del yugo soviético. Pero nunca la OTAN avanzó hacia territorio ruso. Tampoco intervino después que Putin anexara Chechenia y parte de Georgia y, cuando en el 2014 Putin anexó a Crimea, la OTAN miró hacia otro lado.

Putin jamás hizo un reclamo formal por la ampliación de la OTAN. Ni en vísperas de la invasión a Ucrania puso Putin como condición el fin de la ampliación de la OTAN. La ampliación de la OTAN como razón de la invasión a Ucrania carece de todo basamento histórico.

Que la situación económica y social que llevó a Hitler al poder era catastrófica es innegable. Pero nada parecido ocurría en la Rusia de la preinvasión. La economía, gracias a los grandes niveles alcanzados en la exportación de gas y petróleo hacia Europa, marchaba sobre rieles. Nunca la ciudadanía rusa se había sentido mejor que antes de la guerra a Ucrania, aceptando el contrato tácito de no meterse en política a cambio de un relativo bien pasar. Más aún: pese a un par de leves sanciones formales, las relaciones diplomáticas de Rusia con Europa transcurrían de un modo extraordinariamente amistoso. Los contratos comerciales se multiplicaban y, aparte de pequeños grupos de nacional-eslavistas que giraban alrededor de Alexander Dogin, las élites culturales rusas se sentían integradas a Europa. ¿Por qué Putin entonces inició una guerra en contra de Ucrania?

En la guerra a Ucrania no encontramos ni un escalamiento como el que llevó a la Primera Guerra Mundial ni tampoco una economía destrozada ni a una masa militarista y fanática como fue la del nazismo. Al fin, por más vuelta que demos al problema, no podemos sino llegar a una conclusión: la invasión y la guerra a Ucrania fueron el producto de la mente de Putin. Pocas veces, quizás nunca antes, las condiciones subjetivas han logrado imponerse en la historia con tanta fuerza sobre las objetivas.

La guerra de Putin a Ucrania y por ende a Occidente, no estaba programada en ninguna razón de la historia, en ninguna lógica militar, en ningún plan económico. Esa ha sido, es y será denominada «la guerra de Putin». La de un hombre dominado por nociones premodernas, un reaparecido déspota del siglo XVII, un comunista vuelto fanático religioso, un fantasma del viejo pasado enquistado en las inmediateces de la Europa posmoderna; en fin, un «imperialista posimperial», para decirlo con las palabras del historiador Timothy Garton Ash.

Probablemente los gobernantes europeos se dejaron engañar intencionalmente por Putin. Puede haber sucedido también que no hicieron ningún esfuerzo para entender su irracionalidad, o si se prefiere, su otra racionalidad. Putin es un devoto de la antigua Rusia zarista y, por lo mismo, un antipolítico radical. Sus valores son arcaicos: culto a la patria, a la religión, a la violencia. Piensa como un emperador medieval e imagina que la riqueza de las naciones está basada en su extensión territorial. Como en los tiempos de Maquiavelo, cultiva el asesinato político por envenenamiento y, últimamente, por desfenestración. Su odio a Occidente es un odio a la modernidad, no a la de la técnica —que como a Hitler, lo obsesiona— sino a la del libre pensamiento. Por eso ama al rusista Stalin y odia al europeizado Lenin. Y por eso mismo desprecia a la Europa de hoy, a su multiculturalidad, a su multisexualidad, a las instituciones que limitan el poder.

El poder de Putin es ilimitado, indivisible, incompartible. Probablemente imagina que él es Rusia y Rusia es él. Por lo tanto, los ucranianos, al desear ser europeos, son seres que han traicionado a los «lazos de sangre» (Putin dixit) que los ataban con Rusia, como escribiera en su confuso ensayo del 2021. La destrucción de ciudades ucranianas, asesinatos de niños y seres indefensos, no son equivocaciones en sus objetivos de guerra. Son el objetivo.

4. Cuando llegue el momento de historiar la guerra que comienza en Ucrania, puede que el concepto de historia cultivado por los griegos y por los romanos —centrado en los grandes acontecimientos y en los grandes hombres— no nos sirva demasiado. Putin está muy lejos de ser un gran hombre. Es, por el contrario, un ser pequeño (en eso sí se parece a Hitler) aunque situado sobre un poder inmenso. Las filosofías de la historia, ya sea en sus versiones hegelianas, positivistas, marxistas, centradas en la lógica interna de los procesos, tampoco nos serán muy útiles para analizar el poder unipersonal del Estado putinista, en algunos puntos tan cercano al hitleriano y al staliniano, pero también, en otros, muy distinto.

Quizás la persona que más se parece a Putin existe en la historia de la literatura universal y no en la historia de los grandes acontecimientos hstóricos: sí, me refiero al rey Macbeth.

Llegado al poder asesinando (miles de chechenios lo supieron), atizando intrigas palaciegas y deshaciéndose de potenciales enemigos, Putin, como Macbeth, ha alcanzado la cima del poder absoluto, rodeado de aduladores, entre ellos el miserable Medvédev. La diferencia es que Putin no es el Macbeth escocés de Shakespeare, sino uno internacional, rodeado por los dictadores de la era global. Pero, al igual que el Macbeth originario, solo puede ejercer el poder desde su propia soledad. Lo que no sabían Macbeth ni Putin es que el poder absoluto no fue hecho para los humanos y que, los que han llegado a alcanzarlo, al no encontrar a nadie ni nada que los sostenga, terminan por hundirse en el abismo de su propio vacío.

«El poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente», fue una famosa frase de lord Acton. Modernizando las palabras del aristocrático historiador inglés y mirando desde lejos a Putin, podríamos decir hoy: «el poder enloquece, y el poder absoluto enloquece absolutamente».

Twitter: @FernandoMiresOl

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.

Macron y Lula: en las redes de Xi Jinping

Fernando Mires

En el presente texto se intentará pensar sobre dos presidentes del espacio político occidental, el francés Emmanuel Macron y el brasileño Luiz Inácio da Silva (Lula) quienes guiados por un espíritu tecnocrático y no político, más sus ansias de ejercer liderazgos regionales, viajaron a la China de Xi Jinping a contraer vínculos que van más allá de la pura conveniencia económica. Del rechazo que ambos sufrieron en los espacios que pretenden dirigir, y de la resistencia interoccidental a tales propósitos, ya hay muestras claras.

Para las dictaduras —sean personalistas como las de Putin, partidistas como la de Xi, teocráticas como las del mundo islámico— las posiciones de Macron y Putin muestran una debilidad de Occidente. Para los que piensan de modo occidental, muestran lo contrario: la fortaleza de un proyecto histórico que surge de la discrepancia y del debate, sea en la polis local o en la global. Esa razón de ser es la que hay que defender para seguir siendo lo que somos: seres que se equivocan y, por eso mismo, deben corregir.

Sin errores no hay corrección. Corregir es pensar. Solo las dictaduras y autocracias no corrigen. Por eso, tarde o temprano, fracasan.La razón política occidental no necesita líderes mesiánicos. Ni Macron ni Lula lo son. Si nos dejáramos guiar solo por ellos, Ucrania podría desaparecer del mapa. Pero sus grandes errores también tienen una virtud: la de hacernos deliberar y ordenar posiciones frente a enemigos comunes. A ese ordenamiento articulado en palabras los grecolatinos lo llamaban sintaxis.

Dos Europas

Viajó a China (5 y 7 de abril) pensando seguramente en que iba a crear mediante un golpe de efecto una nueva constelación que lo elevaría a un lugar estelar de la política mundial. Su séquito era imponente, nada menos que 60 personas, la mayoría hombres de negocios, representantes de gigantescas empresas, magnates virtuales de la globalización. Atrás quedaban los miniproblemas de las pensiones, las quemazones de autos y toda esa política local sin perspectivas ni futuros. Regresaría, no como un presidente cuestionado por izquierdas y derechas, sino como un líder europeo, el segundo de Gaulle: Emmanuel Macron.

En un continente donde izquierdas y derechas han buscado cada cierto tiempo distanciarse de los EE.UU., él, Macron, iba a decir las palabras justas en el momento justo. No imaginaba que Xi lo estaba esperando para hacerlo caer en la trampa que, hasta los menos entendidos en estrategia internacional, sabíamos que le tenía preparada.

Ignoramos si Macron llevaba en el bagaje las frases emitidas después de las conversaciones con Xi o simplemente estas fueron un intento para lograr a última hora lo que creía iba a lograr a primera: un distanciamiento de Xi con la Rusia de Putin y un acercamiento económico representado, no por la burocracia de la UE por medio de la presidente de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen —quien coincidió con Macron en su viaje a Beijing— sino por Francia, uno de los países motores de Europa Occidental. Debe haber palidecido Macron el día en que regresaba a Francia. Los comentarios de la prensa europea no pudieron ser más fulminantes.

El encargado de asuntos internacionales del Bundestag, Norbert Röttgen, resumió el resultado de la gira en una sola frase: «Macron ha convertido su viaje a China en un desastre para la política exterior de Europa». Y en una entrevista, agregó sin ambages: «Macrón debe haber perdido la cabeza». No era para menos.

Precisamente en medio de una guerra que compromete política, militar y emocionalmente a Europa, Macron fue a mostrar al presidente Xi, el aliado más estrecho de Putin, y sin que nadie lo pidiera, que Europa estaba dividida en dos bloques. Por supuesto, eso lo sabía Xi. La verdad, lo sabíamos todos. Pero una cosa es saberlo y otra consagrarlo con palabras imposibles de borrar. Tuvo que aparecer ante las cámaras norteamericanas el primer ministro polaco Mateusz Morawiecki para decir que Macron no representaba la posición de Europa. O por lo menos no a la parte europea más cercana a la guerra que está llevando a cabo Rusia en la nación ucraniana. Al eufemismo de «autonomía estratégica» de Macron, opuso el concepto de «asociación estratégica» con los EE.UU.

En fin, quedó claro ante Xi que China tiene frente a sí a dos Europas: una que busca dirigir la Francia de Macron con una parte de la Alemania de Scholz (digamos más claro: con la fracción putinista de la socialdemocracia), tendiendo un distanciamiento con respecto a la hegemonía norteamericana, y otra no dispuesta a ceder en ningún punto que pueda lesionar la alianza atlántica. Pues —eso fue lo que no sensibilizó Macron— para los países que lindan con Rusia, la alianza extracontinental tiene una importancia existencial, o sea, de vida o muerte.

Macron apenas nombró a Ucrania. Más que nada, habló sobre Taiwán. Sin embargo, es obvio que cuando en estos momentos se habla con Xi, sobre Taiwan, se habla, se quiera o no, de Ucrania. De tal manera, cuando Macron dijo, «No hay que dejarse arrastrar por los Estados Unidos», estaba abogando no solo por una distancia de Europa frente al tema Taiwan, sino sobre una distancia con los EE.UU. en general. ¡Precisamente con el país que contribuye a la defensa de Ucrania más que todos los países de Europa juntos!

En corta frase, lo que comunicó Macron a Xi fue lo siguiente: si EE.UU. se deja arrastrar en un conflicto de Europa con Ucrania, nosotros no nos dejaremos arrastrar en un conflicto de EE.UU. con China. O más simple aún: nosotros damos a usted, señor Xi, luz verde para que anexe a Taiwan cuando estime conveniente. Nuestra política no es la de EE.UU. ni la de EE.UU. es la nuestra.

Si Macron hubiese agregado alguna condición, por ejemplo: siempre y cuando usted no lleve a cabo una política en alianza con la Rusia de Putin, nosotros podríamos distanciarnos algo más de los EE.UU. Ahí por lo menos habríamos entendido algo. Pero sucedió todo lo contrario: en nombre de un acercamiento a China, Macron al distanciarse de los EE.UU., y nada menos que en la casa del potencial enemigo norteamericano, terminó trizando el eje Alemania-Francia y distanciando a Francia de una gran parte de Europa. De esa Europa que entiende que, sin una alianza con los Estados Unidos —la que como toda alianza implica reciprocidad— estaría en condiciones de ser sometida militarmente por Rusia y económicamente por China. ¿Qué nos puede extrañar que las ultraderechas europeas hayan apoyado de inmediato a Macron?

Tuvo que viajar Annalena Baerbock a Beijing a realizar una tarea de minimización de daños. Allí dejó en claro que la de Macron, en torno al tema EE.UU. y Taiwan, no es la posición de Alemania ni mucho menos la de Europa, sino solo la opinión particular de un presidente francés. Al borde de la no-diplomacia se vio obligada a decir que «la fata de voluntad de Beijing por atenerse a las reglas internacionales, hace peligrar nuestra común vida pacífica».

Naturalmente, Baerbock nombró a Taiwan y a Ucrania, dejando muy claro que la unidad estratégica con todos los miembros de la unidad atlántica continúa en vigor. Puso, en breve, las cosas en su lugar: «China es para nosotros, un competidor económico y un rival sistémico». Dichas declaraciones deben haber irritado al gobierno chino al máximo. «Lo que menos necesita China es a un maestro de Occidente», respondió de modo rudo, el ministro del exterior chino, Quin Gang. Y cuando despidió a Baerbock, soltó una boutade: «Nosotros apoyamos la reunificación de las dos Alemanias, esperamos que Alemania apoye la reunidad entre China y Taiwan». Baerbock, sorprendida, no encontró la respuesta. O si la encontró, no la dijo. La respuesta adecuada habría sido obvia: mientras en Alemania comunista hubo una revolución nacional exigiendo la unidad con la Alemania Occidental, en Taiwán no ha habido nunca un movimiento ni social ni político ni nacional que exija la unidad con China.

Pocos días después, Qin Gang viajó a Rusia donde mantuvo una reunión de ¡cuatro días¡ con Putin. Acerca de lo que hablaron no lo sabrá nunca Macron. Pero con toda seguridad, hablaron mucho sobre Macron.

Entendámonos: Nadie está pidiendo que Macron hubiera viajado a China a hacer una declaración de enemistad. No es un misterio para nadie que Francia, junto con Alemania, son los mejores socios europeos de China. Pero hubiera bastado, para seguir estrechando las relaciones que unen a Francia con China, una visita protocolar y en ningún caso una declaración de independencia de Francia de los EE.UU., hecha en territorio chino. Nunca de Gaulle, la figura edípica de todos los presidentes de Francia, habría actuado así.

Es evidente que para Europa no es lo mismo Ucrania que Taiwan. Ucrania es parte de Europa y no de Rusia, eso lo ha dicho el mismo Macron. Al apoyar a Ucrania, Europa está defendiendo territorio europeo frente a un invasor antioccidental. Por eso mismo Macron debe saber que para EE.UU. —para Japón y para Corea del Sur— el tema Taiwan es tanto o más importante que Ucrania para Europa. En otras palabras, a Macron se le olvidó que el occidente político no termina en Europa y que la defensa de los intereses europeos pasa por la defensa del occidente político no europeo, aunque ese occidente esté situado en el oriente o en el sur.

Así como existe una unidad antioccidental de la que forman parte Rusia y China, ha de existir necesariamente una unidad interoccidental. Eso no quiere decir que Europa debe sumarse militarmente a los EE.UU. en caso de estallar un conflicto militar con China. Pero la solidaridad con un país aliado no pasa solo por la vía militar. Eso lo han comprendido la mayoría de los gobiernos europeos que ahora planifican una relación económica con China que no implique caer en una dependencia estratégica, como estuvo a punto de ocurrir con Rusia.

Por lo demás, han sido los propios presidentes de los EE.UU., desde Kennedy hasta Biden, pasando por Trump, los que han insistido en que Europa debe asumir un mayor compromiso con su propia defensa sin tener que depender siempre de los EE.UU. Si Macron quiso reforzar esa tesis, debió haber agregado que Francia está dispuesta a, por lo menos, duplicar su presupuesto militar, pero no lo dijo. A estas alturas no sabemos si Macron es peor cuando calla o cuando habla. Lo que sí sabemos es que cuando habla debería callar y cuando calla debería hablar. Con razón, la influyente comentarista Michaela Wiegel lo bautizó con el nombre de «el presidente inoportuno».

¿Líder o loro?

Para su consuelo, a Macron le ha aparecido un serio competidor en materia de inoportunidad. El presidente de Brasil, alias Lula, en su reciente viaje a China pronunció justamente la frase que se deducía del discurso de Macron: la de culpar a Europa, Estados Unidos y Ucrania, de la invasión cometida por Putin. Algo que ni siquiera había sido dicho por Xi Jinping. Con razón los medios occidentales señalaron que Lula habló de acuerdo al guion de China. El portavoz de la Casa Blanca, John Kirby, declaró: «Brasil esta repitiendo como un loro la propaganda rusa y china, sin prestar atención en absoluto a los hechos».

El viaje de Lula a China parecía haber sido concebido con propósitos esencialmente comerciales, lo que se justifica plenamente. Brasil es el principal socio de Lula en América Latina y, por cierto, una puerta de entrada para la creciente «chinización» económica del continente. Ningún país de América Latina ha llegado a ser tan dependiente en su economía exterior como lo es Brasil de China. Brasil es una de las piezas claves en la estrategia china relativa a un nuevo orden mundial de características multipolares. Con el yuan como moneda internacional, paralela al dólar, objetivo tácito señalado al banco del BRICS cuya presidenta es nada menos que la exmandataria de Brasil Dilma Rousseff, el papel de Brasil ya está trazado.

Estamos, se quiera o no, ante una nueva hegemonía económica mundial conducida desde Beijing. En ese contexto, Brasil —y sus inmensos recursos energéticos— es y será una de las más importantes fichas en el proyecto global de Xi Jinping. Las relaciones económicas entre Brasil y China continuarán intensificándose y Brasil será —en cierto modo ya lo es— la representación de la economía china en Latinoamérica.

El nuevo orden mundial proclamado por Xi es multipolar y continuará siéndolo. Pero una cosa es la multipolaridad económica y otra el orden geográfico mundial. Pues bien, contra ese orden geográfico fue a atentar Lula a China al declarar que la guerra de invasión a Ucrania es producto de la política occidental, e incluso, de la propia Ucrania, aceptando de paso que la paz solo puede ser lograda si Ucrania cede a Rusia un fragmento de su geografía nacional.

Después de Putin nadie ha ofendido tanto la soberanía de la nación ucraniana como Lula en China. Al menos Macron en su viaje a China tuvo el recato de no mencionar a Ucrania. Ni siquiera Fidel Castro mostró tanta condescendencia frente a la URSS como Lula frente al imperio chino. Algo complemente innecesario. El mundo multipolar de Xi es económico, no político.

Desde su visión empresarial, tan parecida a la de Donald Trump, Xi imagina al mundo poblado por una gran cantidad de supermercados dentro de los cuales China, al ser el más poderoso, intenta formar un trust global con supermercados satélites como India, Sudáfrica, Irán, Arabia Saudita y, por supuesto, Brasil.

Para continuar con la analogía, imaginemos dos supermercados en una misma calle donde cada vecino decide en cuál de los dos hacer sus compras. También en mi barrio yo, como tantos, hago mis compras en el supermercado que vende productos de igual o mejor calidad a menor precio. Pero nadie me obliga a asumir la ideología política de los gerentes de ese supermercado. Pues bien, eso fue lo que hizo Lula en Beijing: una declaración ideológica en contra de los intereses históricos, geográficos y políticos de Ucrania y por ende de la UE y de la comunidad democrática mundial, de acuerdo a la política (repito política, no economía) de la dictadura china. .

El orden económico mundial no es un orden político mundial

Vamos a suponer, en contra de lo que piensa el parlamentario alemán Norbert Röttgen, que ni Macron ni Lula han perdido la cabeza. De modo que si nos atenemos a tres puntos comunes que unen a los dignatarios francés y brasileño, podríamos tal vez entender (no justificar) el comportamiento desleal de ambos. Esos tres puntos comunes son: el carácter tecnocrático de los dos presidentes, sus respectivas ambiciones de liderazgo y la creencia de que ha nacido un nuevo orden mundial dentro del cual deben ser reordenadas las naciones de este mundo.

Por «carácter tecnocrático» entendemos el manejo de una racionalidad de tipo instrumental (así diría Max Weber) según la cual las naciones más que naciones-Estados son naciones-empresas. A partir de esta concepción, las naciones solo son guiadas por intereses económicos. Es por eso que la mayoría de los políticos tecnócratas no han logrado descifrar por qué Putin moviliza a sus ejércitos en contra de Ucrania si eso a la postre traerá consigo enormes pérdidas económicas para Rusia. Esa es también la razón por la que historiadores de mentalidad tecnocrática no logran entender a Hitler y al nazismo ni los crímenes tan monstruosos al pueblo judío, pues estos no eran rentables ni tampoco conducían a objetivos prácticos.

En la mentalidad tecnócrata no cabe la idea de que no solo hay una racionalidad, sino diversas racionalidades y no todas ellas son razonables.

Existe, por cierto, la racionalidad de los intereses; pero, además, existe la de los ideales, la de las ideologías, la de la religión, la de las culturas y no por último , en el caso de gobernantes como Hitler, Stalin y Putin, la de las paranoias. En otros palabras, para una mentalidad tecnocrática, el antioccidentalismo del que hacen gala Putin o Xi es solo una cobertura ideológica de estrategias racionalmente calculadas. No se les pasa por la cabeza que el odio a Occidente, que ambos y otros gobernantes cultivan (pienso en los ayatolas), hunde raíces en tradiciones, en culturas, en cosmovisiones primitivas, y no por último, en patologías colectivas, imposibles de ser reducidas a cálculos racionalistas como los que manejan Macron y Lula.

Ambos presidentes, por el lugar histórico y geográfico que ocupan sus naciones, creen sentirse llamados a asumir liderazgos regionales. Dada la renuencia de Alemania a asumir un liderazgo que vaya más allá de la economía, y dada la salida de Inglaterra de la comunidad europea, Francia debería asumir parte del liderazgo de Europa. Pero Francia posee además de su historial patriótico, unas derechas e izquierdas que no aceptan la supremacía norteamericana en la región. Por eso Francia nunca ha sido demasiado fiel a los EE.UU. Y por eso también ha querido buscar, sin encontrarlo nunca, un «camino francés». Quién estuvo más cerca de lograrlo fue el general de Gaulle (de ahí el culto a su persona), pero, en las decisiones geopolíticas más importantes, siempre se mantuvo al lado de los EE.UU. (crisis de los mísiles, por ejemplo).

Lo que no tomó en cuenta Macron en su ímpetu gaullista es que las posiciones distantes respecto a los EE.UU. las decidió de Gaulle después de la guerra mundial y no durante una guerra de connotaciones mundiales, como la que ha desatado Putin con su invasión a Ucrania. De Gaulle era un político nacionalista, pero nunca fue un tecnócrata. Macron sí lo es.

Lula, a su modo populista, también es un tecnócrata. Para él rige la norma: «en política no hay amigos, solo intereses». Es por eso que, de acuerdo a los intereses económicos de Brasil, piensa que la guerra es posible terminarla mediante la formación de una comunidad de naciones por la paz (con la excepción de Brasil, solo gobiernos autocráticos) que no contradiga los intereses ni las ambiciones de China, el mejor aliado de Putin.

Elevado a líder de la paz por el propio Xi, Lula creyó llegado el momento de erigirse como líder en Latinoamérica. Sabedor de que en Brasil y en la mayoría de la región prima una ideología predominantemente antinorteamericana, otorgó a su pacifismo un carácter antinorteamericano. Seguramente, Lula esperaba ser felicitado por la mayoría de sus colegas del continente. Pero al igual que Macron, fue confrontado con la dura realidad. Al día siguiente de su regreso a China, Lavrov, el siniestro ministro del exterior de Putin, viajó a Latinoamérica a entrevistarse con el trío antidemocrático formado por Díaz-Canel, Maduro, Ortega y, además, ¡con Lula.! (Boric, Fernández y Petro guardaron dicreto silencio)

Quien había querido convertirse en líder continental, quien llegó al poder en contra del peligro de una autocracia (Bolsonaro), quien fue apoyado por todos los sectores democráticos de su país, aparecía de pronto figurando en la agenda de viaje del representante de una dictadura asesina, junto a los gobiernos más sórdidos del continente. Sin que nadie lo solicitara, solo para complacer a su socio mayor, China, Lula estaba barriendo con su propio prestigio internacional. No le quedaba, al fin, más que rectificar. Apenas despegó el vuelo de Lavrov, declaró que «condenaba la violación territorial de Ucrania«. Si lo hubiera dicho en China habría sido un gran suceso.

Evidentemente, Lula no tiene pasta de líder continental. Le falta todo.

Ojalá que Macron y Lula hayan aprendido la lección. Puede que exista un nuevo orden económico mundial y que allí China alcance primacía. Pero ese nuevo orden no es ni será por automatismo un nuevo orden político mundial. El que primaba, el que hoy prima, y el que seguirá primando, es muy antiguo: a un lado las dictaduras y autocracias, al otro lado las democracias. Ahí no hay cómo equivocarse.

Los presidentes son al fin políticos y no gerentes de empresas. Por lo tanto sus decisiones deben ser, en primera línea, políticas. Y la razón de la política es, en última instancia, la libertad. Sobre ese tema he escrito un par de artículos. Creo que próximamente deberé escribir otro.

Twitter: @FernandoMiresOl

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.

La tercera OTAN

Fernando Mires

OTAN, la tan odiada OTAN, las cuatro letras que nunca deben faltar en el papagayismo ideológico de las izquierdas (dícense antimperialistas) ya tiene sus buenos años, más de 70, y como tal ya tiene también una historia. Y como toda historia, la de la OTAN puede dividirse en fases (o en capítulos, o en etapas). Quiere decir que la OTAN de hoy no es la misma de antes, lo que es lógico.

La OTAN es una organización transcontinental y militar, el brazo armado de una gran parte del occidente político, cuyas ramificaciones se extienden más allá de Europa y de los Estados Unidos. Y en tanto es militar, ha debido ser configurada de acuerdo a la estructura de sus enemigos principales, los que evidentemente no han sido siempre los mismos. Por lo tanto, quien quiera escribir alguna vez la historia de la OTAN se verá obligado a tomar en cuenta la identidad de sus enemigos. Si así lo entendemos, y quisiéramos hacer una periodización, deberíamos destacar entonces tres momentos de su historia.

  • Primero, la OTAN frente al comunismo internacional.
  • Segundo, la OTAN frente al terrorismo islamista internacional.
  • Tercero —y es el momento que estamos viviendo—, la OTAN frente a un conglomerado autocrático liderado por tres potencias atómicas: Rusia, China e Irán, el que ha tomado formas visibles a partir de —y durante— la invasión de Putin a Ucrania.

No está de más agregar que al hacer una división en fases debe tenerse en cuenta que una fase no suprime necesariamente a la otra. Más bien la relega a un lugar secundario.

Para decirlo a modo de ejemplo, la lucha de la OTAN en contra del terrorismo internacional no ha terminado, pero se encuentra subordinada a la guerra en contra de Rusia y a la amenaza que representa el bloque autocrático mundial conducido por la triple alianza: China, Rusia e Irán.

1.

La primera OTAN —la vamos a llamar así— surgió como respuesta a la expansión del imperio ruso en Europa del Este y Central. Como es muy sabido, su precursor indirecto fue Winston Churchill quien venía alertando insistentemente a los Estados Unidos sobre los propósitos anexionistas de Stalin, los que de hecho pasaban por alto los acuerdos de la Conferencia de Teherán (1943) y el Tratado de Yalta (1945) acerca de las limitaciones geopolíticas que debían ser establecidas después de la derrota de la Alemania nazi.

Los principales países europeos, no solo la Inglaterra de Churchill, ya habían tomado noticias del peligro. La fundación de la OTAN fue precedida por diversas alianzas de posguerra como los acuerdos de Dunkerque entre Inglaterra y Francia (1947) y los de Bruselas (1948). La incorporación de los EE UU y Canadá fue decidida solo después de la anexión soviética de Checoeslovaquia y las amenazas que ya se cernían sobre Grecia y Turquía, países que fueron incorporados el año 1952.

En otras palabras, la OTAN surgió como un cerco defensivo de Occidente en contra de las pretensiones imperiales de la Rusia de Stalin. La Guerra Fría nació junto con la OTAN.

La OTAN y la Guerra Fría parecían ser las dos caras de la misma moneda, y lo fueron hasta el punto de que, después de 1990, cuando el peligro soviético hubo desaparecido, surgieron en distintos países europeos voces que postulaban la supresión de la OTAN. No pocos analistas pensaban —hoy sabemos, con cierta inocencia— que después de la caída del Muro de Berlín iba a cristalizar la Paz perpetua soñada por Kant.

La ola idealista comenzó recién a amainar cuando fue comprobado que las naciones liberadas después del derrumbe de la URSS no se sentían libres teniendo al lado un coloso que, si bien no era la URSS, seguía siendo un imperio atómico. Dichos temores se vieron acrecentados con las guerras que asolaron a la ex-Yugoslavia, cuyo principal agresor, la Serbia de Milosevic, fue apoyada por el presidente Yeltsin desde Rusia. Así, el siglo XX terminaría no con una disminución, sino con un crecimiento de la OTAN, siendo incorporadas a la asociación países como Hungría, Polonia y la República Checa (1999).

En cierto modo, la OTAN seguía conectada a la lógica de la Guerra Fría, aunque más bien como una agencia destinada a vigilar la difícil transición de estructuras autocráticas en democráticas, sobre todo en el Este de Europa.

Cabe agregar que desde el derrumbe del imperio soviético destacados académicos y políticos norteamericanos seguidores de una línea que apunta a la disolución de la OTAN, prefijada por el notable geoestratega George F. Kennan, comenzaron a plantear la inconveniencia de que la OTAN siguiera ampliándose hacia el este a fin de no despertar aversiones nacionalistas en la Rusia de Yeltsin. Ante este dilema, los historiadores deben precisar que no fue el interés de la OTAN —ni siquiera el de los EEUU— continuar la ampliación, sino el de las naciones que hasta hace poco habían sido sometidas al imperio soviético. Al fin y al cabo, las alternativas históricas de las naciones no las escogen sus gobiernos «a la carta».

Lo que no entendieron los especialistas que abogaban por la disminución cuantitativa de la OTAN fue que el ingreso a la OTAN significaba para los gobiernos y ciudadanías de los países que habían sido sometidos al imperio soviético su plena acreditación como naciones soberanas, con los mismos deberes y derechos que corresponden a los demás países europeos. No calificar a esos países como miembros de la OTAN habría significado, desde una perspectiva europea del Este, una discriminación difícil de aceptar. En el hecho, ellos se habrían sentido, y con razón, como miembros de una Europa de segunda clase. El resentimiento que en esos países habría despertado su no incorporación a la OTAN habría sido aún más grande que, el por Kenan y sus seguidores, temido resentimiento que podría despertar en Rusia el ingreso de esos mismos países a la OTAN.

Europa Occidental y Estados Unidos debían elegir entre dos opciones, cada una con sus pros y sus contra. Rusia, a su vez, tenía frente a sí a dos vías y todavía no estaba decidida sobre cuál de ellas iba a transitar: la de la democratización —que llevaría a fortalecer sus relaciones económicas con Europa— o la de la instauración de una potencia revanchista. Aparentemente, Putin —por lo menos hasta 2008, cuando invadió a Chechenia— no sabía cuál de esas opciones iba a tomar. Si tomaba la primera, la democratización total de Europa más Rusia, iba a convertir a la OTAN en una institución obsoleta. Por lo demás, todo indicaba que una OTAN poscomunista sin comunismo había perdido su derecho a existir.

Una nueva vida, o digamos mejor, una nueva razón de ser, había creído encontrarla el presidente George W. Bush años atrás, ese 11 de septiembre de 2001 cuando fue despertado con el estallido de las dos torres gemelas de New York. Tal vez en ese momento Bush creyó pasar a la historia como el profeta que había descubierto una nueva misión para los EEUU y, por ende, para la OTAN. Una cruzada —lo dijo así— en contra del nuevo demonio: el terrorismo internacional. Que esa nueva misión iba a acercar a la OTAN al borde del abismo no lo presentía ni siquiera Putin.

2.

El terrorismo islámico —esa fue la evaluación predominante en los Estados Unidos— tiene dos rostros: uno supranacional y otro estatal. Eso quiere decir: hay unidades multinacionales de terroristas y hay otras que actúan directamente bajo las órdenes de determinados Estados. Entre esos, el Afganistán de los talibanes fue clasificado como un Estado terrorista y, por las mismas razones, los Estados Unidos con el respaldo explícito de la OTAN procedieron a llevar a cabo la invasión a ese país.

En Afganistán, la OTAN, principalmente representada por tropas norteamericanas, participó en tareas de defensa y contención, así como en la asesoría de proyectos de reconstrucción de Afganistán como Estado nacional. A esas iniciativas la OTAN invitó a participar a Rusia. Fue tal vez ese el momento cuando Putin descubrió que, colaborando con la OTAN en la lucha en contra del «terrorismo internacional», podía expandir sus propias zonas de influencia. Para eso necesitaba, por supuesto, que no desapareciera la OTAN. Efectivamente, fue así.

Los genocidios cometidos por Rusia en Chechenia (2003-2009) y en Siria a partir de 2015 fueron realizados en nombre de la lucha en contra del terrorismo internacional auspiciada por Estados Unidos y por la OTAN. De acuerdo a ese propósito, Putin manejó hábilmente sus relaciones con el gobierno de Obama e invadió Siria bajo el pretexto de combatir a los terroristas del IS. El resultado es conocido: Putin no liquidó al terrorismo islámico, más bien lo puso a su servicio, se apoderó prácticamente de Siria a la que convirtió en lo que hoy es: una colonia militar del imperio ruso en el Oriente Medio, liquidó los movimientos rebeldes surgidos durante la mal llamada primavera árabe del 2011 y, finalmente, provocó un movimiento demográfico de inmensas dimensiones en dirección a Europa.

La verdad es que Obama no podía hacer nada en contra. Después de la desgraciada invasión de Bush en Irak, mediante la cual el inepto presidente destruyó a ese país bajo la mentira de que Sadam Hussein poseía armas de destrucción masiva, el antinorteamericanismo subió a niveles nunca vistos en la región. De modo que cuando Estados Unidos debía de verdad actuar en contra del terrorismo en Siria, su gobierno tenía las manos atadas.

Si bien la OTAN solo participó indirectamente en la guerra contra Irak, su prestigio estaba por los suelos al haber sido arrastrada en el fango creado por el peor presidente de la historia estadounidense: George W. Bush.

La OTAN no fue concebida para llevar a cabo guerras irregulares como son las que tienen lugar en contra del terrorismo islámico. La OTAN agrupa a ejércitos para luchar contra otros ejércitos (o guerra de posiciones) no para hacerlo en contra de partisanos que una vez aparecen como civiles y otro día como soldados (o guerra de movimientos). Esa fue, seguramente, la razón que impulsó a Bush a «estatizar» al terrorismo islámico, identificando a un Estado terrorista, Irak, y así librar contra ese Estado una guerra convencional. El resultado lo conocemos. Irak, otrora un país tecnológica y urbanísticamente avanzado, fue convertido por la invasión norteamericana en un nido de terroristas de diferentes nacionalidades islámicas.

Hacia el segundo decenio del siglo XXl, el dilema occidental ya no era el de si hacer crecer o no a la OTAN sino el de salvar o no la existencia de la OTAN. La solidaridad de los gobiernos europeos con Estados Unidos después de las aventuras de Bush en el mundo islámico, habían bajado a cero, y esa apatía se hacia presente en la propia alianza atlántica. No estaban los tiempos para predicar el otanismo.

En los tiempos finales del gobierno Bush y durante la administración Obama, la OTAN no era más que un elefante paralítico y, además, muy caro de mantener. De ahí que las iniciativas no confesas de Trump para disolver a la OTAN no solo fueron populares en los Estados Unidos sino también en diversos países europeos. El presidente Macron compartía evidentemente las opiniones de Trump. Sus frases de defunción han quedado grabadas En 2019 escandalizó incluso al propio Trump al declarar a The Economist que «la OTAN se encuentra en estado de muerte cerebral». Y lo peor: todo parecía indicar que el presidente francés tenía razón.

Lo que ni Trump ni Macron imaginaban en esos días, fue que tres años después, a partir del 24 de febrero de 2022, la OTAN iba a renacer desde sus propias cenizas para convertirse en una nueva OTAN a la que aquí llamamos, una tercera OTAN. La invasión de Putin a Ucrania, haría renacer a la OTAN.

3.

Ha llegado entonces la hora de poner sobre sus pies el argumento que estuvo a punto de poner sobre su cabeza el geoestratega George Kenan, hecho suyo después de la invasión de la Rusia de Putin a Ucrania por personas tan conocidas como el sucesor intelectual de Kenan, el geoestratega John Mearsheimer, o el veterano lingüista y activista Noam Chomsky. De acuerdo a esas interpretaciones, la ampliación y presencia de la OTAN fue la causa que «obligó» a Putin a invadir a Ucrania, subterfugio que, de paso, confería a la salvaje agresión a un país vecino nada menos que el carácter de una guerra defensiva de liberación nacional (¡!).

Considerando los datos mencionados, estamos en condiciones de afirmar una tesis que podría ser importante a la hora de evaluar de modo historiográfico a los hechos que llevaron a la invasión a Ucrania. Esa tesis dice lo siguiente: no fueron las amenazas de la ampliación de la OTAN las razones que impulsaron a Putin a invadir a Ucrania, sino exactamente al revés: fue el estado calamitoso de una OTAN aquejada de «parálisis cerebral» —detectada correctamente por Macron en 2019— la razón que hizo pensar a Putin que ahora sí tenía un camino libre para avanzar a su gusto sobre Ucrania. Eso significa: no el peligro de la OTAN, sino su ausencia de peligro, incitó a la codicia del dictador ruso para apoderarse de Ucrania, propósito que el mismo, en un conocido libelo, había anunciado un año atrás. Que se equivocó totalmente, lo sabemos ahora.

Si la oprobiosa invasión de los Estados Unidos a Irak llevaba a la ruina de la OTAN, la aún más oprobiosa invasión de Putin a Ucrania llevaría nada menos que al renacimiento e incluso ampliación de la OTAN. Más aún, de una OTAN relegitimada antes los ojos de los europeos, principalmente en el Este del continente.

Putin ha conferido, sin quererlo, un sentido histórico a la existencia de la OTAN. La OTAN que ahora vemos ayudando a Ucrania, desafiada por un enemigo inmediato, la Rusia de Putin, esa tercera OTAN, está dispuesta a enfrentar no solo a Putin, sino también al nuevo orden que quieren imponernos tres dictaduras atómicas, hegemónicas en el espacio autocrático del planeta: la de China, la de Rusia y la de Irán.

Naturalmente, la OTAN al tener a diferentes enemigos en el curso de su existencia, deberá estar siempre sujeta a cambios. No por haberlo dicho en el falso momento y con falsas palabras Macron en su ominosa visita a China de abril del 2023, debe estar claro que la OTAN no puede ni debe estar al servicio de un solo país, aunque ese país sea Estados Unidos. Por lo demás eso no ha ocurrido. Ni en Vietnam ni en Irak, Estados Unidos actuó en nombre de la OTAN. Pero para que esa independencia con respecto a Estados Unidos ocurra al interior de la OTAN —eso es lo que calla Macron— los países europeos miembros de la organización deben estar dispuestos a asumir al menos la defensa de su propio continente, decisión que debería llevar a un aumento considerable de sus capacidades y presupuestos militares, aún en desmedro de sus propios proyectos de crecimiento económico.

El exministro del exterior alemán Joschka Fischer ha entendido la naturaleza de los peligros que se avecinan de un modo mucho más político que Macron. En un artículo publicado a comienzos de abril, escribió:

«Con la ilusión de paz destrozada, la tarea de Europa ahora es superar sus divisiones internas y su indefensión lo antes posible. Deberá convertirse en una potencia geopolítica capaz de autodefensa y disuasión, incluida la capacidad nuclear (….) Esto no será fácil, y el camino por delante está lleno de peligros. Consideremos por ejemplo algunos de los peores escenarios. ¿Qué hará Europa si otro aislacionista tipo América first es elegido para la Casa Blanca el próximo año, seguido por el ascenso de la líder nacionalista de derecha francesa Marine Le Pen al Elíseo?” (Project Syndicate, 31.03. 2023)

Una OTAN absolutamente unida no es posible, tampoco es deseable. No solo hay diferencias entre Europa y los Estados Unidos, también las hay al interior de Europa.

Los intereses de Lituania, Finlandia o Polonia, para nombrar solo a tres países, nunca podrán ser idénticos a los de Francia, Alemania o España. Por eso, nadie no expresamente autorizado puede erigirse como portador de las opiniones europeas, como intentó hacerlo recientemente Macron en China —el «presidente inoportuno» lo calificaría la destacada periodista francesa Michaela Wiegel— sin haber sido designado para cumplir ese cometido. Justamente por eso es necesaria que la tercera OTAN, nacida para enfrentar una nueva guerra —si no mundial, de connotaciones mundiales— debe cuidar ese soporte político del que carecen sus enemigos autocráticos. Ese soporte es la deliberación, tanto interna como externa. De esa deliberación permanente deberán surgir opciones militares, como ya ha ocurrido en un año de colaboración intensa con Ucrania. Una guerra que, definitivamente, va mucho más allá de Ucrania.

Europa ha comprendido lo que el poeta búlgaro Gueorgui Gospodinov dijo en breves palabras: «La guerra a Ucrania es una guerra en contra de Europa». Y con una Europa avasallada por Rusia y/o China, eso lo saben muy bien los políticos de los Estados Unidos, el occidente político y democrático de nuestro tiempo dejaría de existir. Por eso, Europa y Occidente necesitan de la OTAN, pero no de una OTAN autónoma, tampoco de una al servicio de un par de países, sino de una OTAN política, emergida del poder deliberativo interoccidental, poder que yace tanto dentro como fuera de la OTAN.

Twitter: @FernandoMiresOl

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.

Zelenski, Boric y las sillas vacías

Fernando Mires

La visita vía Zoom hecha por el presidente de Ucrania, Volodimir Zelenski, al Senado chileno no marca ninguna era histórica. Pero no deja de ser importante. Por una parte, Chile es el único país de América Latina que ha dado su apoyo a Ucrania. Segundo, esa relación no ha sido el resultado de una acción coordinada de las fuerzas políticas que apoyan al presidente Boric. Más bien ha sido el mandatario quien, haciendo valer las prerrogativas propias a un sistema político presidencial, ha impulsado la posición de Chile frente a la invasión de Putin en Ucrania. Así, la posición de Boric frente a Ucrania ha tenido por efecto marcar una línea demarcatoria, tanto a nivel nacional como continental, con respecto al tema de la democracia cuando este debe ser elevado al plano internacional.

Izquierda reaccionaria

A nivel nacional, la división de la clase política chilena fue ostensible ante la presencia digital de Zelenski. Las principales fuerzas de gobierno, los comunistas y FA, decidieron hacerse presente por medio de una estridente ausencia. De este modo las sillas vacías del senado pasaron a ser una metáfora del vacío democrático que impera en una parte de la izquierda chilena. Esa es la razón por la que Boric, en materia de política internacional, no gobierna con su coalición sino con el centro político (centro izquierda, centro centro y centro derecha)

Los contactos establecidos por Boric y un sector democrático de la clase política con Zelenski concuerdan con la condena abierta hecha por Boric a las tres autocracias continentales, las de Cuba, Nicaragua y Venezuela. En ese punto, Boric no solo se ha distanciado de sus fuerzas originarias de apoyo sino también de gobiernos de izquierdas no autocráticos como los de Fernández, Lula y Petro, los que tampoco han querido dar un respaldo decidido a Ucrania, condenando de modo candoroso a la guerra (como si fuera un fenómeno de la naturaleza) y clamando paz, como si se tratara de un conflicto de poder entre dos naciones y no de una genocida invasión.

Hay evidentemente una tendencia que atraviesa a las izquierdas, más presente por cierto en la que algunos llaman izquierda extrema. Una tendencia formada principalmente por sectores antidemocráticos y antioccidentales que, retornando a la lógica de la Guerra Fría, han reducido su izquierdismo a un antinorteamericanismo ideológico y no político, razones por las cuales podemos catalogarla sin problemas como izquierda reaccionaria. Menos que un insulto, es una caracterización.

Apoyar a Putin es apoyar a un gobernante que intenta legitimar su agresión a Ucrania apelando a razones culturales, a lazos de sangre, en nombre de una confesión religiosa como es la ortodoxia cristiana y levantando como ideología un «rusismo» antioccidental. En breve: el régimen más semejante al nazismo de todos los aparecidos después de la Segunda Guerra Mundial.

Apoyar a Putin significa, además, apoyar a un genocidio sistemático y programado a la población ucraniana. Y no por último, apoyar a Putin es renegar de la Ilustración, de los derechos humanos, de las luchas democráticas occidentales a las que pertenecen las reivindicaciones obreras, incluyendo las socialistas y sumando a las de género, todas violadas en la Rusia de hoy.

El antinorteamericanismo, fase senil del izquierdismo

Pero la izquierda reaccionaria, presente en las sillas vacías del Senado chileno, no solo apoya a la dictadura de Putin. Suele hacerlo con cualquiera antidemocracia que base su ideología en el antinorteamericanismo. Debido a esa razón, el trío autocrático de América Latina (puede ser cuarteto si sumamos a la Honduras de Xiomara Castro) cuenta con el pleno consentimiento de esa izquierda. Basta, en efecto, que un gobierno manifieste su aversión hacia los EE UU. para que esa nueva-vieja izquierda lo avive de modo automático.

El antinorteamericanismo ha llegado a ser la enfermedad senil del izquierdismo.

El antinorteamericanismo, soviético primero, rusófilo después, tiene una marca de origen profundamente estalinista. Vale recordar que Lenin, en su conocido «clásico», El imperialismo, fase superior del capitalismo, nunca habló del imperialismo como un fenómeno nacional, sino como uno sistémico, vale decir –y siguiendo al pie de la letra la teoría del marxista austriaco Rudolph Hilferding en su libro principal Das Finanzkapital– como una fase en el desarrollo del capitalismo mundial. Reinterpretando a Lenin, la globalización de nuestro tiempo sería la fase superior de la fase superior del imperialismo.

La noción del imperialismo norteamericano –es decir, «la nacionalización» del imperialismo– apareció recién en el léxico comunista cuando en 1949 fue creada la OTAN, cuyo objetivo originario era bloquear la expansión de la URSS de Stalin en el sector mediterráneo de Europa. Desde ese entonces los serviles partidos comunistas latinoamericanos comenzaron a repetir como papagayos la tesis de Stalin relativa al «imperialismo en un solo país». Los izquierdistas extremos de hoy, desde el Podemos español hasta gran parte del Frente Amplio chileno, también corean sin cesar la orden que Stalin les sigue impartiendo desde ultratumba. Los comunistas chilenos, así como el Frente Amplio, son en ese sentido ideológicamente estalinistas, y en el caso Ucrania, anti-leninistas (no olvidemos que la independencia de Ucrania fue lograda durante el gobierno de Lenin). Las fuerzas vivas del pasado siguen presentes en la izquierda latinoamericana. O como escribió William Faulkner «el pasado no es pasado, ni siquiera ha pasado». En Rusia, al menos, no ha pasado.

Putin reivindica a Stalin y no a Lenin. Y tiene sus razones. Lenin firmó un convenio de paz con Occidente (Paz de Brest Litovsk, 1918) y Putin, como ayer Stalin, declara la guerra a Occidente. Lenin permitió la independencia de Ucrania (1921) y Putin, como ayer Stalin, masacra a Ucrania. Y la izquierda comunista chilena, que fuera la más estalinista de América Latina, sigue a Putin quien a su vez sigue a Stalin. No exagero.

Con motivo de la visita virtual de Zelenski, me di a la ingrata tarea de leer las páginas que dedicara al evento el diario El Siglo, del Partido Comunista chileno. Fue una experiencia molesta, pero interesante. Punto por punto los comunistas chilenos de hoy reproducen las mentiras propagadas por la dictadura de Putin con la misma fidelidad como ayer reproducían las de Stalin y Jruschov. «Zelenski es un impostor». «El movimiento Maidan fue nazi». «Rusia está liberando del fascismo los territorios del Dombas». «La de Rusia es una guerra defensiva en contra de la expansión imperialista de la OTAN». Y suma y sigue.

Al leer ese cúmulo de falsificaciones llegaron a mi mente recuerdos del viejo pasado, cuando a los jóvenes comunistas de entonces nos era enseñado que el levantamiento húngaro de 1956 había sido fascista, que el muro de Berlín fue levantado para frenar el revanchismo militar de Alemania Occidental, que la invasión a Praga fue realizada para auxiliar al pueblo checoslovaco frente al avance de la OTAN (de originalidad, los comunistas no se mueren).

Fueron esas mentiras los que llevaron a algunos jóvenes comunistas a buscar alternativas políticas en otros lados de la política. Y bien, esas mentiras estuvieron de nuevo presentes en las sillas vacías del Senado chileno, ese día 4 de abril del 2023, cuando Zelenski habló en Chile.

El pasado ni siquiera ha pasado, tuvo razón Faulkner. Al menos, para el Partido Comunista chileno y sus ayudistas del Frente Amplio, no. La misma izquierda, fanática, intolerante, antidemocrática que creó las condiciones para el golpe de Estado de Pinochet, ha demostrado no haber aprendido nada de su propia historia.

Como el pinochetismo, el izquierdismo de los comunistas y de sectores del Frente Amplio chileno continúa siendo abiertamente antidemocrático. La mayoría de las dictaduras del mundo pueden contar con el apoyo de esa izquierda prorrusa de hoy. Ojalá nuevamente esa reaccionaria izquierda no termine por catapultar al poder a una derecha igualmente reaccionaria, como ocurrió el año 1973. Por mientras, si solo protestan con sillas vacías, no hay problemas.

Esta vez hay, sin embargo, indicadores que la historia, ni como comedia ni como tragedia, se va a repetir. La razón es que ha ocurrido un pequeño milagro: las posiciones antidemocráticas de los comunistas y del FA han sido frenadas por un hombre emergido de sus propias filas: el presidente Gabriel Boric quien, haciendo una lectura correcta del pasado, ha logrado entender que un gobierno como el de Chile, país que ha vivido una de las más sangrientas dictaduras habidas en el continente, es el menos indicado para solidarizarse con una dictadura como la de Putin que, como la de Pinochet ayer, ha violado a todas las normas y leyes del derecho. Más las del derecho nacional, en el caso de Pinochet; más las del derecho internacional, en el caso de Putin. Esa actitud no lleva necesariamente a Boric a ponerse a las órdenes del «imperialismo norteamericano» como aducen sus examigos, los «campistas de la izquierda» (según Pierre Madelin).

La coartada del imperialismo norteamericano

Seguramente el presidente Boric condena los desmanes de las administraciones norteamericanas que en el pasado impulsaron guerras de ocupación en Vietnam, en Afganistán, en Irak (sobre todo en Irak). Pero precisamente por esas mismas razones no puede ni debe apoyar a las invasiones que comete Rusia, ayer en Siria, Georgia y Chechenia y ahora en Ucrania.

Probablemente Boric también sabe que, si bien Estados Unidos ha cometido agresiones imperdonables, ha recibido también fuertes críticas internas, sin que los portadores de esas críticas hayan ido a parar al cadalso, como ocurre hoy en Rusia, en China, en Irán, es decir que, pese a estrategias geopolíticas abominables, priman en EE UU. las normas del derecho (lo estamos viendo recientemente en el juicio a Trump como lo vimos también en el procedimiento que destituyó a Nixon).

Esa es precisamente la «leve» diferencia que existe entre los gobiernos democráticos y los autocráticos. Mientras en los primeros, los gobernantes están sometidos al derecho, en los segundos, el derecho está sometido a los gobernantes. En pocas palabras, puede que Boric haya advertido que entre una potencia internacional como EE. UU. y un imperialismo anexionista como el de Rusia, median grandes diferencias internas y externas.

EE UU., no está de más reiterarlo, nunca ha estado en guerra en contra de una democracia, solo contra dictaduras. La Rusia de Putin, en cambio, es apoyada por la mayoría de las dictaduras y autocracias de la tierra.

Como potencia internacional, EE UU ha realizado agresiones imperiales, pero en sentido estricto, al no llevar a cabo una política anexionista, no puede ser definido como un imperio. Ninguna nación latinoamericana, algunas enemigas a muerte de los EE. UU. como Cuba, teme a una invasión norteamericana, como sí temen a una invasión rusa naciones como Moldavia, Georgia, los países bálticos y los países del Asia Central.

Al fin y al cabo, con todos sus excesos militaristas, y no son pocos, EE.UU. ha contribuido a proteger a muchas naciones de los dos más terribles imperios del siglo XX: el de Hitler y el de Stalin. De la misma manera, es el país que más contribuye, con dinero y armas, a la defensa de Europa, la que comienza por la defensa de Ucrania. Como dijo el conocido escritor búlgaro Giorgi Gospodinov, la guerra a Ucrania es una guerra a Europa.

Hoy, frente al peligro que constituye la coalición de tres potencias atómicas, China, Rusia e Irán, EE. UU. está llamado más que ningún otro país a defender al Occidente político en contra de un siniestro orden mundial en ciernes. Un nuevo orden donde una entente de tres países: una dictadura capitalista-esclavista (China), una dictadura militar y mafiosa (Rusia) y una dictadura de fanáticos monjes patriarcales (Irán), lograría adueñarse de las instituciones internacionales y dictar reglas al resto del mundo. Para que eso no ocurra, hay que defender a Ucrania.

No sé si ese tipo de pensamientos cruzó por la mente de la mayoría parlamentaria cuando, poniéndose de pie, aplaudió las palabras del presidente legal de Ucrania, Volodomir Zelenski, en ese país llamado Chile, situado en el concho del mundo. Lo importante es que ese acto tuvo lugar en el espacio latinoamericano, continente de asonadas militares, populismos demagógicos, derechas e izquierdas antidemocráticas. En fin, un acto tremendamente simbólico. Y si tenemos en cuenta que la realidad, la única que tenemos, es simbólica, no deja de ser un acto importante.

¿Y las sillas vacías? Ah, sí. Ojalá que continúen vacías.

Twitter: @FernandoMiresOl

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.

El reino de ese otro mundo

Fernando Mires

Pilatos debía poner en forma de juicio un veredicto ya decidido. Era y es la lógica de los funcionarios de Estado. Roma era una república de derecho y el procurador un simple ejecutor, uno de esos tantos administradores que cumplían funciones con eficiencia y pulcritud. A Pilatos, en verdad, solo interesaban las actas que iban a ser enviadas a Roma.

Habiendo perdido el primer juicio, el religioso frente al Sanedrín (consejo superior judío), Jesús no tenía posibilidades de ganar el juicio jurídico y político frente a los romanos. Por supuesto, a Pilatos no interesaban los argumentos teológicos de los judíos. Lo que sí le interesaba era constatar si el carpintero contaba o no con el respaldo político del Sanedrín. Evidentemente, no lo tenía.

Al igual que Pilatos, el Sanedrín había procedido frente a Jesús de acuerdo al estricto cumplimiento de las normas establecidas.

El hijo de José era definitivamente una fuente de desorden público. Ya había alterado la paz al expulsar a los mercaderes del atrio. Ya había transgredido la tradición al realizar prédicas durante el sabbat. Ya había establecido relaciones amistosas con ciudadanos de un pueblo enemigo, el de los samaritanos. Ya había reído, comido y bebido junto a pobres diablos borrachos y bandidos de poca monta. Ya había ejercido de curandero sin solicitar permiso a nadie. Sin recato se hacía acompañar por una prostituta venida de Magdala. Había desconocido a sus hermanos de sangre y negado obediencia a su madre, llamándola «mujer» en público. Y por si todo eso fuera poco, a su lado caminaban algunos zelotas armados quienes acusaban a los fariseos y al Sanedrín de traidores a la causa de la independencia judía.

El templo pasaba por un momento muy difícil. El Sanedrín debía velar por su comunidad: era su tarea. Más allá de discusiones teológicas lo que importaba en ese momento a los sacerdotes era evitar que el judaísmo se disgregara en fracciones irreconciliables, como ya estaba ocurriendo. Los zelotas habían pasado a la lucha armada, asolando caminos. Al otro lado, los saduceos postulaban la obtención de la ciudadanía romana, dispuestos a negociar su condición judía. No faltaban místicos como los esenios, quienes huían de este mundo para recluirse en comunidades de fanáticos naturistas. Y en el medio de todo, un nazareno declaraba ser Mesías e hijo de Dios sin que nadie se lo pidiera.

Pero aún así, el Sanedrín habría absuelto al carpintero si no hubiera escuchado de la boca de Jesús la blasfemia; a saber, la de que él estaba dispuesto a destruir el templo para después reconstruirlo en tres días. Esas palabras deben haber sonado de modo terrible a los oídos de Caifás. El templo era para los sacerdotes el único punto en el cual los judíos de todas las tendencias convergían. Destruido el templo, la propia identidad judía estaba en peligro. Por razones más políticas que religiosas, no podían, más bien no querían los sacerdotes entender el exacto sentido del templo, según Jesús.

Cuando Jesús dijo a Pilatos, «mi reino no es de este mundo», ya había dicho lo mismo, pero con otras palabras, al Sanedrín. Para Jesús, efectivamente, había dos templos: el templo de piedra y el templo del corazón donde vive Dios. Cuando Jesús hablaba de la reconstrucción del templo estaba diciendo entonces que aunque el templo de piedra fuera mil veces destruido, el templo de Dios continuaría existiendo. Es decir, el templo de Jesús no estaba en un lugar determinado; estaba en y con Dios, y en la medida en que el corazón del ser abre sus puertas a Dios, seremos todos hermanos de Jesús, hijos de Dios en el mismo templo, como lo advertiría años después el apóstol Pablo al afirmar que el cuerpo de Jesús era el nuevo templo.

El templo de Dios está en el reino de Dios y no en el de los hombres, pero a la vez, el de Dios no niega al de los hombres. Todo lo contrario. Solamente si llega el momento de optar entre el uno y el otro, el hijo de Dios ha de elegir al reino verdadero, a ese que no está en un lugar determinado y que tampoco advendrá en una fecha fija pues habita en todos los tiempos habidos y por haber, donde todos somos en Dios. Como dijo Pablo de Tarso: «Fuimos sepultados con Cristo, con él también resucitaremos» (Rm 6, 3-11)

El tiempo de Jesús es el templo de Dios y ese tiempo es el tiempo de todos los tiempos dentro del templo de todos los templos; tiempo-templo situado no solo más allá, no sólo más acá, sino, además, aquí mismo. Aquí y ahora.

«¿Eres tú el rey de los judíos?» pregunta Pilatos. Y Jesús responde, «mi reino no es de este mundo» (Juan 18, 33) Esa respuesta no interesaba a Pilatos. Lo que él quería saber era si Jesús se proclamaba rey. De modo que insistió: «¿Acaso eres tú rey?». Jesús respondió: «Tú dices que yo soy rey. Yo para esto he nacido y venido al mundo. Para dar testimonio de la verdad. Todo aquel que es de la verdad, oye mi voz» (Juan 18, 37). Más no necesitaba escuchar Pilatos. No importa si el reino era de este o del otro mundo. Lo importante era que el carpintero declaraba ser rey. Por eso y nada más, debería morir. La hábil estrategia de hacer elegir a la muchedumbre entre el zelota Barrabás (algo así como un Che Guevara judío) y el carpintero Jesús, solo perseguía el propósito de dar cierta legitimación populista a una decisión jurídica previamente tomada.

Pero quién sabe si Pilatos, antes de quedarse dormido, en los mismos momentos en los cuales Jesús sangraba en la cruz, se hizo la pregunta acerca de dónde estaba situado el reino del que había hablado el nazareno. Por de pronto –quizás así lo pensó el procurador– ese otro mundo no estaba en otro planeta, o en otro lugar; tampoco en otro tiempo. Ese otro mundo, lo dijo Jesús –y puede que hasta Pilatos lo hubiera así entendido– es «el reino de la verdad y de los que quieren oír su voz».

El reino del otro mundo es aquel en donde la verdad ha derrotado para siempre a la mentira, la vida a la muerte; el bien al mal; la libertad a la tiranía. Pero ese otro mundo, el de Jesús, también puede aparecer de pronto aquí «como un ladrón en la noche» (Pablo, Tes 52-1). Lo escuchamos en el grito del recién nacido; en el sol que rompe la noche del invierno; en la rosa blanca que hizo nacer a la primavera; en tus ojos que brillan cuando amas; en el cielo y en el fondo de la tierra; en el pan de cada día; en los lirios del campo que iluminaron la vista del «hijo del hombre», y en todo lo que es verdad sobre esta tierra.

Sin el reino de ese otro mundo, este mundo no merecería ser vivido.

Twitter: @FernandoMiresOl

Este texto fue escrito sobre la base de un artículo titulado Jesús y Pilatos, publicado en mi blog POLIS en 2014.

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.

Los frutos de la ira

Fernando Mires

Leyendo un artículo del autor Nathan Gardels en la excelente revista digital NOEMA -en donde constata que hay naciones rezagadas en su ascenso a la modernidad, lo que lleva a que sus gobiernos desarrollen hostilidad o fobia a todo lo que sea occidental– me vino al recuerdo una sutil constatación historiográfica de Leo Trotsky, donde afirmaba que el desarrollo histórico universal era «desigual y combinado» (Trozsky, Leo Escritos filosóficos, 2004)

Trotsky tenía muy buena vena de historiador y su historia de la revolución rusa sigue siendo fuente de conocimientos e ideas. Pero como todos sus camaradas bolcheviques, era hombre de dogmática fe. Hasta los últimos momentos creyó en que la revolución rusa, pese a las atrocidades cometidas por Stalin, era un eslabón en la cadena de una larga revolución permanente que llevaría al mundo, más temprano que tarde, al comunismo.

Pero Trotsky no creía en un desarrollo lineal. Con su tesis del desarrollo desigual y combinado quería comunicar que, en el camino al comunismo, había naciones cuyas tradiciones culturales y políticas las hacían transitar más lento y con formas diferentes hacia la tierra prometida del «comunismo mundial».

El artículo mencionado no nos habla de socialismo –ya casi nadie habla de eso– pero sí de modernidad. Nathan Gardels podría haber escrito, emulando al revolucionario ruso, que hay naciones que en el tránsito hacia la modernidad no logran adquirir ese formato político-cultural propio a las naciones democráticas. Esas naciones –es lo que constata– superadas económica y políticamente por la modernidad, las hace reaccionar de modo agresivo frente a esa misma modernidad en lugar de buscar en su propia historia las razones que les han impedido acceder al mundo moderno, reivindicando con lastimada emoción, supuestos pasados milenarios. Evidente, ese parece ser el caso de Putin y los suyos. Gardels tiene razón en ese punto: las naciones poseen un yo colectivo (o un “nosotros” cultural) y por lo mismo padecen, como la mayoría de los individuos, de complejos de inferioridad que tratan de contrarrestar con delirios de grandeza.

Así se explica por qué Putin cuenta con el apoyo de no pocas naciones no y-o antioccidentales. Gobiernos como los de India, Brasil, Egipto, Sudáfrica y otras sub-potencias, si bien no se han alineado abiertamente en contra de Ucrania, lo han hecho de modo subrepticio, culpando a Occidente y a su «brazo armado» la OTAN, de haber desatado un conflicto con Rusia, utilizando a Ucrania como punta de lanza en el marco de un proyecto imperial y neocolonial.

De acuerdo a ese libreto cuyo autor es Putin, la OTAN buscaría, en primera línea, llenar el hueco producido por la desaparición del Pacto de Varsovia y erigir a EE UU y a sus “satélites europeos” como poder imperial armado en toda Europa del este, cercar a Rusia y luego, en algún momento, someterla a un dictado imperial. Siguiendo esa versión, Putin aparecería en Ucrania librando una lucha defensiva de liberación nacional en contra del imperialismo occidental. Putin y Xi Jinping, cada uno a su manera, serían los líderes de una «revolución reaccionaria» mundial en contra de la que ellos llaman cultura occidental.

Hay que reconocerlo: de las dos profecías surgidas después de las revoluciones democráticas que pusieron fin a las dictaduras comunistas en los años 1989 1990 (a las cuales pertenece con cierto retraso, Ucrania), las de Fukuyama y Huntington, la que más se acerca a la realidad mundial que estamos presenciando es, lamentablemente, la de Huntington.

De acuerdo al optimista Fukuyama, después de la caída del imperio soviético advendría un periodo de consolidación mundial de la democracia que él llama liberal. De acuerdo al pesimista Huntington tendría lugar en cambio un “choque de civilizaciones” que llevaría a agrupar a todas las culturas pre- y anti- democráticas en contra de Occidente. No es exactamente lo que está sucediendo, si tomamos en serio esos 141 votos –no todos occidentales, por supuesto- que condenaron a Rusia en las ONU por su invasión a Ucrania. Pero ese es sin duda el ideario de Putin y de otras naciones que lo acompañan en su empresa neoimperial. Ideario compartido en parte por la China de Xi Jinping.

Tanto Putin como Xi han propuesto crear un nuevo orden mundial antioccidental. La diferencia es que, para lograrlo, Putin, sabiendo que no tiene armas políticas, ha elegido la fuerza bruta. Xi es más flexible, o si se prefiere, más político. Su objetivo es lograr una coalición de fuertes naciones anti occidentales con el claro propósito de enfrentar a Estados Unidos y sus aliados. En el intertanto apoya a Putin, pero a la vez intenta oficiar como mediador entre Rusia y Occidente, tratando de ganar aliados en el mundo islámico, en Asia Central, en África del Norte y en Latinoamérica. Desde una perspectiva económica, lo está consiguiendo.

Visto así: el lema negativo de Huntington, «todos contra Occidente», quiere cumplirlo Xi sirviéndose de Rusia y de la guerra a «Ucrania. Persiguiendo ese fin a usufructuado del profundo resentimiento de naciones que han hecho del antioccidentalismo una ideología. ¿Estamos en presencia de un neotercer mundismo? Aparentemente, pareciera ser así. Pero no es así.

Si uno revisa textos de los ideólogos de la revolución tercermundista de los años sesenta, sobre todo sus versiones guevaristas y maoístas, podremos comprobar que sus mensajes iban dirigidos en primer lugar hacia los movimientos de liberación nacional. No es el caso de Xi, ni mucho menos de Putin. Ninguno de los dos se dirige a «los pobres del mundo» si no, antes que nada, a subpotencias capitalistas regionales.

Sus interlocutores son autócratas como Modi, populistas como Lula, islamistas como los ayatolahs, jeques petroleros como los del espacio saudí. Naturalmente, si a ellos se suman líderes de naciones empobrecidas, bienvenidos. Pero lo importante es crear una coalición mundial de poderosas naciones capitalistas antidemocráticas y antioccidentales.

Mirada desde esa perspectiva, la guerra en Ucrania es tanto para Rusia, como para China, solo un comienzo. Quizás «una pequeña batalla» en el curso de una larga guerra por la supremacía mundial.

Tiene razón Nathan Gardels cuando afirma: «Las emociones moldean las razones de estado no menos de lo que lo hacen las vidas de las personas. Los hasta ahora ganadores de la historia moderna ignoran este profundo carácter de la naturaleza humana a su propio riesgo». Estados Unidos en ese sentido, sin ser un imperio colonial como fueron muchos estados europeos, debido a la posición hegemónica que ocupa en el mundo, ha cometido grandes agravios a otras naciones y culturas en diferentes partes del globo y de esos desmanes se sirven hoy Putin y Xi.

Precisamente hace pocos días han sido conmemorados 20 años de la invasión de los Estados Unidos a Irak. Una brutal agresión a la dictadura de Sadam Hussein que terminó por destruir la infraestructura de una nación que, por lo menos tecnológicamente, avanzaba hacia la modernidad. Esa guerra de Bush, probablemente el peor presidente de toda la historia norteamericana (y nótese que estoy contando a Nixon y Trump) extiende sus tentáculos hasta nuestros días. Irak, de potencia económica laica, pasó a ser un nido de terroristas islámicos.

Gracias a su destrucción, Irán, su vecino fundamentalista, ha llegado a ser el aliado más fiel de la Rusia de Putin. Las consecuencias de la guerra de Irak obligaron a Obama a ceder espacio a Putin en Siria, donde el tirano ruso llevó a cabo, en nombre de la lucha en contra del terrorismo, un horroroso genocidio, solo similar al que hoy comete en Ucrania. Siria, convertida en protectorado militar ruso ha empujando a millones de sirios y kurdos a emigrar hacia Europa, creando un problema demográfico que las naciones europeas no han podido resolver hasta ahora, hecho que hoy aprovechan electoralmente las ultraderechas racistas europeas, todas aliadas de Putin.

En fin, el saldo de la deuda contraída por Bush lo está pagando Estados Unidos bajo Biden, gracias al enorme resentimiento antinorteamericano que impera en diversas latitudes. Putin, por su parte, recoge los frutos de la ira para convertirlas en bombas contra Ucrania, primera en la lista de las naciones que piensa asaltar para cumplir su sueño de pasar a la historia como reconstructor del antiguo imperio ruso, contando en esa desatada locura, con la ayuda cínica de Xi Jinping.

No deja de ser siniestra paradoja que dos naciones, China y Rusia, en las que bajo las dictaduras de Mao y Stalin fueran cometidos los mayores genocidios de la historia de la humanidad –cuantitativamente superiores aún a los del propio Hitler– intenten hoy figurar como representantes de los pueblos humillados y ofendidos, en un “nuevo orden mundial” cuyo objetivo esencial es convertir a la democracia occidental en un capítulo del pasado.

Quizás son esas las formas que tiene la historia universal para realizarse a sí misma. Pero los que estamos viviendo en tiempo presente no podemos contentarnos con esa hipótesis de tan hegeliano mal humor. Por eso –¿hay que repetirlo?– es importante detener a Putin en Ucrania. Ahora o nunca.

Nota: el artículo aquí citado de Nathan Gardels puede ser leído en español en Nathan Gardels – EL ESTADO EMOCIONAL DE LAS NACIONES (polisfmires.blogspot.com)

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.

El nuevo-viejo orden político mundial

Fernando Mires

Vale insistir sobre el tema. Si no entendemos el carácter de la invasión de Rusia a Ucrania, no podremos entender lo que sucederá después de la guerra, cualquiera sea su resultado final. Ese carácter lo ha definido Putin en diversas ocasiones, y no es otro sino reconstituir la condición imperial de Rusia a fin de llevarla al nivel de 1989, antes de la aparición de Gorbachov y su Perestroika.

Proyecto que a su vez se encuentra inserto en un marco suprahistórico que Putin y, su a veces aliado Xi Jinping, han denominado «nuevo orden mundial». Un orden que puede ser cualquier cosa, menos nuevo. En realidad se trata del restablecimiento del antiguo orden bipolar de la Guerra Fría. En fin, un «nuevo- viejo- orden» al que tanto China como Rusia quisieran dirigir, lo que los llevaría a toparse entre sí en diversas regiones, sobre todo en Asia Central y en el Oriente Medio.

La democracia como producto occidental

Como dijo hace poco Kissinger, la unidad china-rusa nunca podrá ser demasiado larga. El problema es que por ahora esa unidad esté dirigida en contra de lo que Xi y Putin llaman Occidente el que de acuerdo a las nociones imperiales que ambos manejan, estaría formado por los EE. UU y sus naciones «vasallas». Entre ellos y ese Occidente hay un campo en disputa formado por sub potencias regionales con fuerte potencial cultural antioccidental, entre ellas India, Sudáfrica, Brasil, Arabia Saudita, Egipto, Irán, las que a su vez están rodeadas por regiones pobres o empobrecidas que controlan o pretenden controlar.

Ha de tenerse en cuenta, sin embargo que, cuando ambos jerarcas hablan de Occidente, no están pensando lo mismo. Para Putin se trata de un Occidente cultural, y la guerra a Ucrania es para él solo un hito en una cruzada en contra de una «civilización decadente» donde prima la perversión, el desorden, las drogas, la homo y la transexualidad. Visiones compartidas por los monjes más reaccionarios del cristianismo ortodoxo ruso así como por las sectas dictatoriales del espacio islámico. No así por Xi.

Al dictador chino importa poco la llamada cultura occidental, mucho menos si desde ella proviene una poderosa demanda comercial que hasta ahora no ha hecho más que favorecer la productividad de China y de sus aliados asiáticos. Eso quiere decir que si China busca un nuevo orden mundial, este no deberá ser cultural, ni siquiera militar, sino fundamentalmente económico.

En otras palabras, el ideario del capitalista comunista Xi, apunta hacia la formación de un orden mundial con China dictando las reglas de los mercados. Si a los occidentales solo interesa drogarse, bailar y follar –como dice la propaganda islámica y ortodoxa– pues que lo hagan, pero eso sí, con drogas, vestimentas y condones producidos por empresas chinas.

Como hemos insinuado en otros textos, en la guerra de invasión a Putin, Xi intenta utilizar a Putin como amenaza hacia Occidente. Putin tendría asegurado así un lugar en el «nuevo orden económico mundial» de Xi, pero no como gerente, sino más bien como matón a sueldo, algo parecido a Kim Jong Um, pero multiplicado por 100. En cierto modo ya lo es.

Sin embargo, hay algo que preocupa por igual a ambos dictadores. Nos referimos a un producto exquisitamente occidental, más letal para ellos que una bomba atómica, un producto al que no pueden robar la patente ni el diseño. Sí, nos referimos a la por Claude Lefort llamada, invención democrática. Una invención sin la cual el mismo Occidente habría dejado de existir. Eso lleva a suponer que la razón que altera el humor de Xi y Putin, es la hegemonía política demostrada por la alianza mundial reflejada en los 141 votos de la ONU que dos veces han condenado a la invasión rusa. 141 países que por su composición cultural desmienten la controversia entre Oriente y Occidente propagada desde el Kremlin.

Una alianza tácita que está más allá de las armas, de la economía y de las diversidades culturales. Pues esos 141 votos no son todos de naciones democráticas, pero, sin las naciones democráticas en la ONU – este es el quid – no habría ningún voto: ni a favor ni en contra. Los ideales democráticos continúan siendo hegemónicos (en el sentido gramsciano del término, es decir, no dominantes pero sí preeminentes). Esas 141 naciones están al menos por la paz y no por la guerra, y la paz, no la guerra, es condición de democracia.

El tercer totalitarismo

Nunca ha habido una guerra entre naciones democráticas. Un detalle que deberían anotar los huecos pacifistas de nuestros días. Luchar por la democracia es luchar por la paz. Apoyar a Ucrania, es apoyar a la democracia y a la paz. Apoyar o relativizar las fechorías de Putin, en cambio, es optar por la guerra. De ahí la agresión a la la posibilidad democrática iniciada por Putin en contra de Ucrania. A esa posibilidad, el tirano ruso la llama Occidente.

Las democracias son, por definición, las peores enemigas de las autocracias. Enemistad que no solo se expresa hacia el exterior sino sobre todo al interior de los propios países autocráticos. Es por eso que la guerra entre democracias y autocracias –de la que la guerra a Ucrania ha sido una más– se manifiesta por partida doble: como guerra externa e interna a la vez. Así nos explicamos por qué durante la guerra a Ucrania, todos los espacios democráticos que existían en la Rusia de Putin, han sido clausurados, teniendo allí lugar la transición que lleva de un orden autocrático a uno totalitario. Efectivamente: el orden político impuesto por Putin pasará a la historia –después del de Hitler y Stalin – como el tercer totalitarismo de la historia universal.

Algo parecido pero no igual está sucediendo en China. La apertura postmaoísta, iniciada por Den Xiao Ping ha comenzado a cerrarse. En el último Congreso del PCCH fueron eliminadas las contiendas interpartidarias, la oposición interna fue erradicada y Xi Jinping fue consagrado como líder único. Xi, evidentemente, ha sido mucho más eficaz en eliminar el virus democrático que el virus de la pandemia.

Los dos dictadores, Xi y Putin, denominan a la democracia con un sustantivo geográfico: Occidente. Pero en los países democráticos nadie se refiere al «Oriente» como enemigo. Occidente en cambio es visto por las dictaduras rusa y china como la negación radical del orden político que prevalece en ambos países.

La contradicción democracia- autocracia (y no occidente-oriente) es la fundamental de nuestro tiempo, y es la que no pueden ocultar ni Xi ni Putin: una contradicción que tiene lugar al interior de todas las naciones, sean estas democráticas o antidemocráticas. Por eso Putin gasta millones en apoyar partidos, sectores y personajes amigos en Europa (Le Pen, Berlusconi, Schroeder son algunos ejemplos), en América Latina y en los propios EE UU (Trump). A la inversa, las potencias occidentales no han vacilado en apoyar a movimientos democráticos (sean sociales, culturales, y en los últimos tiempos, de género) que tienen lugar en el área chino-soviética e incluso islámica. Los disidentes antidictatoriales, los movimientos antipatriarcales, las iniciativas libertarias, cuentan con el apoyo decisivo de Occidente. No hay que asombrarse: En la era digital, las luchas locales ya no son solo locales, son también globales.

Cualquier evento electoral, sea en en un país báltico, en un país caucásico, en un país islámico, puede inclinar la balanza en la lucha por el nuevo orden político mundial. Las próximas elecciones presidenciales que se avecinan en Turquía, por ejemplo, serán seguidas en toda Europa con tanta o mayor atención que las elecciones norteamericanas.

El mito de la decadencia de Europa

La pregunta acerca de por qué ambas dictaduras, la rusa y la china, no nombran a su enemigo como «democracia» sino como «occidente», no deja de ser interesante. La conversión de «lo democrático» en «lo occidental» demuestra que la democracia, como ideal político global, ha logrado imponerse por sobre otras formas de gobierno. No es casualidad que ningún dictador o autócrata se atreva a decir que su sistema de dominación no es democrático. Tampoco ha habido un solo dictador que se designe a sí mismo como dictador. Por el contrario, emulando a los dictadores comunistas y fascistas del pasado siglo, los del siglo XXI se apresuran en señalar que ellos representan otro tipo de democracia: una «democracia superior».

Pero hay otra razón más importante que explica la sustitución de la palabra democracia por la palabra occidente. Con esa maniobra semántica, las dos grandes dictaduras intentan convencernos de que las luchas internacionales del siglo XXI no son políticas sino culturales, incluso civilizatorias. En las representaciones mitómanas de Putin es fácil advertir esa intención. Occidente, para él, al igual que para las sectas islamistas, es la representación de una decadencia moral reflejada en la pérdida de valores sagrados, como la familia, el amor patrio y, sobre todo, la virilidad. Defender a Rusia de Occidente es, para Putin, defender la salud mental de los ciudadanos rusos. Para contrarrestar esa decadencia, es necesaria la presencia de un estado fuerte, autoritario, encarnado en la persona de un caudillo nacional.

El cenit de la decadencia está representado según Putin por Estados Unidos y Europa Occidental. Solo así se explica el enlace que ha logrado el dictador ruso con las derechas y las izquierdas extremas de los países democráticos. Xi Jinping es en ese punto más moderado. China, según sus propias opiniones, posee un sistema político que se deja regir por una tradición histórica muy diferente a la occidental. Quizás tiene razón. China, que nunca ha conocido de cerca un orden democrático, no tiene que temer tanto a la democracia, como Rusia. Como ya hemos insinuado, el occidente es para Xi una noción más económica que cultural. Para Xi, la lucha de las civilizaciones, si no es rentable, no tiene demasiada importancia.

Occidente es la democracia

Para decirlo de modo explícito, Occidente no es una invención occidental sino antioccidental. El mismo concepto de Occidente ha variado de acuerdo a los que las llamadas culturas y sistemas políticos antidemocráticos han llamado Occidente.

Desde un punto de vista historiográfico, Occidente fue nombrado como tal a partir del cisma religioso de la cristiandad (1054),vale decir, a partir de la formación de las dos iglesias, o lo que es igual, a partir de las querellas entre Bizancio y Roma. Desde el punto de vista geográfico fue siempre un terreno movedizo, la llamada zona occidental de Eurasia. Nunca ha existido -pido aquí excusas a los historiadores y filósofos culturalistas – una cultura puramente occidental. O en otros términos: Occidente nunca ha sido monocultural. Por el contrario, la por Ortega llamada «idea de Occidente» tomó formas a partir de tres vertientes: la filosofía griega, el judeo cristianismo, y el derecho romano.

Procesos históricos como la reforma religiosa, la secularización o separación entre lo sacro y lo político, el arte renacentista, las revoluciones parlamentarias y anti absolutistas, la revolución industrial, el nacimiento de movimientos e ideologías como el liberalismo económico y filosófico, el socialismo obrero y hoy el feminismo y no por último la revolución sexual antipatriarcal del siglo XXI, han dado forma a una simbiosis cultural que no es paradojalmente una cultura, sino la fusión de diversas culturas. Dicha diversidad solo podía ser posible dentro de un marco institucional regulado por un estado de derecho normativizado por la libertad de opinión, organizada en partes o partidos, que disputan permanentemente la gobernabilidad de las naciones.

Visto así, Occidente no es una noción cultural, como creyeron autores que han profetizado el fin de Occidente, entre ellos Spengler, Toynbee, Huntington. Tampoco es el lugar de la herejía, como lo ven las confesiones islamistas. Ni siquiera es «el capitalismo» como intentaron sinonimizar los comunistas desde el periodo staliniano hasta nuestros días. Mucho menos es el sitio de la degeneración moral y sexual, según el putinismo y los ayatolas. Occidente es la democracia.

Occidente es la democracia, sí, pero es más que la democracia. Es el espacio de la libertad del ser, organizada en constituciones e instituciones.

Si bien el Occidente político es democrático, no toda democracia es hoy occidental. Hay, efectivamente, naciones que han llegado a la democracia de acuerdo a una filiación histórica y otras que han adoptado y adaptado formatos políticos democráticos. Japón, Corea del Sur, Georgia, Ucrania, y otras más, son naciones institucionalmente democráticas pero al mismo tiempo conservan la identidad de sus respectivas culturas sin que exista contradicción entre identidad cultural y forma gubernamental. Desde esa perspectiva, como Occidente no es “una” cultura, tampoco puede hundirse, como ha sucedido con otras culturas o civilizaciones. Lo que eventualmente podría desaparecer, y eso es lo que ansían Putin y en menor medida Xi, es la forma política que asume la multiculturalidad occidental.

En el hecho, informes como los de Freedom House han verificado que después del entusiasmo democrático que siguió a la caída de los muros comunistas, ha habido un descenso cuantitativo y cualitativo de las democracias, apareciendo nuevas formas de dominación si no anti-, por lo menos no-democráticas. Las autocracias del siglo XXI, o democracias i-liberales de Europa y América Latina conservan algunas formas democráticas, pero bajo la hegemonía de gobiernos autoritarios y autocráticos.

Pero todo eso no tiene por qué llevar necesariamente a la decadencia de la forma democrática de gobierno, aunque así lo auguren las profecías que cada cierto tiempo proclaman el fin de Occidente. Una de las últimas, sino la última, ha sido la notable –y por momentos, hermosa– obra de Niall Ferguson, Civilización: Occidente y el Resto (2012) .

Ferguson parece dar razón a las tesis de Samuel Hungtinton acerca del declive de Occidente como consecuencia del «choque de las civilizaciones». Pero, más cerca de Spengler, piensa que Occidente estaría destinado a desaparecer no solo frente a otras “culturas” sino también por la desintegración de sus naciones, es decir, por su “decadencia”. Sin embargo, lo que el pesimismo culturalista, sea el de Ferguson u otros autores, no ha podido advertir, es que la democracia no es un orden histórico, sino un campo de reproducción de diversos ordenes históricos.

Por lo tanto, la crisis de las democracias – eso es lo que no nos dijo Ferguson – son constitutivas a las naciones democráticas, a las que él llama occidentales. Sin crisis de la democracia, nos atrevemos a decir, no habría democracias. La democracia es agónica. Vive de su desgaste y de su renovación, de sus flujos y de sus reflujos.

La historia reciente nos ha provisto con algunos episodios que nos muestran la vitalidad del ideal democrático. En Italia por ejemplo, muchos llegamos a pensar que el triunfo de Meloni llevaría a un descenso democrático y a una avanzada del putinismo. No ha sido así: la mandataria ha reforzado la alianza interoccidental de Italia, tanto en términos políticos como militares, pasando por sobre el putinismo declarado de Salvini y Berlusconi. En la república checa, ha ganado las elecciones un enemigo declarado de Putin, el ex general de la OTAN, Petr Pavel. En Estonia, el centro democrático antiputinista de Kaja Kallas ha aumentado su caudal de votos. Vamos a ver que pasará en Turquía durante la dura contienda que librarán el autocrático Erdogan y el veterano socialdemócrata Kemal Kiliçdaroglu, el próximo 14 de mayo. En fin, lo que Freedom House no mide, son las dinámicas de la lucha democrática.

La democracia vive de sus triunfos y de sus derrotas. Pero cuando ha sido derrotada, no desaparece. Por lo general, siempre retorna. Los españoles y los portugueses lo saben en Europa; los chilenos y los uruguayos lo saben en Latinoamérica. Pues la democracia – eso es lo que pasan por alto los grandes historiadores culturalistas- es un territorio de luchas. Para decirlo con el mismo Toynbee, frente a los desafíos, la democracia levanta sus respuestas, y ellas aparecen en la escena medial bajo la forma de protestas.

Es cierto, como constata Freedom House, después del apogeo libertario que siguió a la caída del Muro de Berlín, hay un notorio avance de las autocracias. Pero lo que no constata la institución es que también surgen levantamientos en contra del autocratismo en ciernes. En estos mismos momentos hay protestas en Tiflis en contra de los políticos putinistas que pretenden desvincular a Georgia de Europa. En Israel surgen grandes demostraciones en contra de la reforma judicial que quiere imponer la ultraderecha bajo el gobierno de Netanyahu. En México las calles se llenan, en protesta en contra del sistema electoral que propone el gobierno. Y en Irán, las heroicas mujeres siguen luchando en contra de esos perversos monjes que las embalsaman bajo los velos del poder.

En fin, la democracia sigue viva a lo largo y ancho del mundo. No hay ninguna razón entonces para proclamar el fin del orden político mundial. La enorme solidaridad internacional que ha despertado la resistencia ucraniana frente a la monstruosa invasión rusa, demuestra por sí sola el vigor del espíritu democrático de nuestros días.

Ucrania ocupa hoy ese lugar simbólico central que ayer ocuparon la guerra civil en España, la guerra de EE UU. en Vietnam, o la Primavera de Praga destruida por los tanques soviéticos.

Después de la declaración de la independencia en 1991, Ucrania, desde la revolución naranja (2004) hasta la revolución de Maidán (2013), ha sido escenario de muy duras confrontaciones políticas. Al fin, las elecciones que llevaron a Zelenski al gobierno el año 2019, terminaron por sellar la orientación europea de la nación. Ucrania pertenece, se quiera o no, al orden político-democrático surgido en el este de Europa después del fin del comunismo. Las carnicerías de Putin podrán devastarla, como está sucediendo. Pero después de la guerra, gane o pierda Rusia, Ucrania no será nunca más rusa. Esa posibilidad, si se toman en cuenta los lazos históricos, económicos y culturales que unían a Rusia con Ucrania, podría haber sido realidad, y tal vez, muchos ucranianos la habrían apoyado. Pero ha sido el mismo Putin quien ha terminado por dinamitarla. Desde esa guerra declarada a la democracia mundial a partir de Ucrania, a la misma que Putin y Xi, llaman con el nombre de «Occidente», ha renacido un espíritu democrático con el que sátrapas y dictadores, autócratas y tiranos, no contaban. La lucha continúa.

Twitter: @FernandoMiresOl

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.

Sin novedad en el frente

Fernando Mires

Fue distinto al leer de nuevo la novela.

No fue igual a como lo hice en mi juventud, cuando solo imaginaba lo que podía ser eso que llaman una guerra. Hace un par de días comencé a revisarla, luego decidí leerla de nuevo, esta vez no muy lejos de una guerra, mirando en la pantalla a las tropas rusas avanzando sobre un país que no es el de ellos, destruyendo aldeas, pueblos, matando a gente inocente, torturando, violando.

Matar para vivir

La guerra es el trámite mediante el cual descendemos a lo más bajo de la condición humana. Eso diría si me pidieran determinar con una frase el principal sentido de la siempre actual novela de Erich María Remarque, Sin Novedad en el frente. Subrayaría, eso sí, la palabra humana.

Los animales por lo general no se matan entre los de su propia especie, como hace la gente. Cualquiera comparación con las bestias está en este caso de más. No es que las bestias sean mejores que nosotros. Son otra cosa, viven en su mundo de bestias. Nosotros vivimos en un mundo de humanos y al mundo humano –como el arte, la cibernética y la filosofía – también pertenecen las guerras.

Quiere decir: Las guerras no nos deshumanizan, nos muestran solo una propiedad de la condición humana: su destructividad

La destructividad no es por cierto la de los soldados. En el peor de los casos ellos son solo los instrumentos del mal. La destructividad reside en los argumentos, discursos y razones que llevan a cometer guerras. Y esas razones son siempre racionalizaciones. Y las racionalizaciones son siempre ocultamientos de la verdad pues los animales al no hablar no mienten. La peligrosidad del humano, decía Kant, es que su inteligencia lo puede llevar no solo a revelar, también a ocultar la verdad. ¿Cuál es la verdad de la guerra según Remarque? El autor respondió escuetamente a través del joven soldado Paul Bäumer: «matar para vivir, vivir para matar». No hay más. No hay tiempo ni deseos para pensar en otras cosas. La vida en la guerra no tiene más sentido que no sea la sobrevivencia.

«La guerra nos ha embrutecido de un modo extraño y triste», medita Paul. «Saludar, cuadrarse, presentar armas, dar media vuelta a la derecha, media vuelta a la izquierda». Hay que obedecer al que está arriba y mandar al que está abajo. El orden de cada día se reduce a obedecer y a mandar. Pero lo fundamental es no morir. De ahí viene el valor que Paul asigna a la alimentación. Procurar alimentos es una gran ocupación del soldado. Es también la fuente de la camaradería: buscar y compartir alimentos y agruparse para no morir genera un vínculo, podríamos decir, prehistórico. No de amistad, entiéndase.

La camaradería es algo muy distinto a la amistad. Significa comprender que sin el otro que está a tu lado te matarán más fácilmente que si estuvieras solo, que lo necesitas como apoyo para seguir viviendo, del mismo modo como él te necesita a ti. Hasta que la muerte los separe.

La camaradería es a la amistad lo que el sexo al amor. Amistad y amor son invenciones civilizadas. Camaradería y sexo son, en cambio, necesidades básicas. En ese periodo al que por comodidad llamamos prehistoria, no había amistad, pero sí camaradería. Sin ella no existiríamos como especie.

«No luchamos, nos defendemos de la destrucción». «Estamos abandonados como niños y somos experimentados como ancianos». Por eso, junto a la alimentación y la camaradería, el otro gran aliado es el azar. El soldado vive del y por azar. No es miedo, enfatiza Paul. «El terror a la muerte es algo puramente físico», no mental. Es intentar ser en el lugar donde por azar podemos dejar de ser.

Por eso la muerte en la guerra no requiere de representaciones. Simplemente está ahí, visible, sobre la tierra regada con sangre. Del mismo modo que desde la guerra nace un profundo deseo de vivir en la única forma posible: entre camaradas. No extraña entonces que de pronto Paul sienta amor por el aire, por los abedules que mece el viento, por los colores del sol entre las ramas, por la noche en paz alrededor del fuego, compartiendo víveres entre camaradas, gozando el simple placer de estar vivos. «El sentimiento natural del soldado reside en encontrarse aquí». Ni el pasado ni el futuro juegan un papel. «Sobre todo somos soldados, y luego de un modo vergonzoso, individuos». «La vida no es más que un constante estado de alerta en contra de la muerte».

Rara vez los soldados conversan sobre el sentido de la guerra. Solo durante un momento de descanso alguien preguntó: ¿Por qué estamos luchando? Por la patria, fue la respuesta formal. Pero no hay patria sin estado, comentó otro soldado. Hasta ahí no más llegó la conversación. Seguir pensando en el sentido de la guerra los podía desviar de su tarea fundamental: no morir, y para eso «matar a gente que no odiamos ni nos odian, pero nos quieren matar». No hay nada más existencial que una guerra. Ella te sitúa en el justo medio entre la vida y la muerte. Y en ese medio no hay nada. Pensar sobre el sentido de las cosas es distracción y, por lo mismo, puede ser muy peligroso.

Dentro de la guerra

La genialidad de «sin novedad en el frente» no reside en su condena a la guerra. No es un texto pacifista, como ha sido entendido por tantos críticos relamidos. Tampoco, por supuesto, es belicista. El libro es una novela y a la vez un relato basado en hechos reales ocurridos no en la guerra sino «dentro» de la guerra, y sin ninguna premeditación política ni filosófica, decía Remarque. Ese «dentro» es lo más decisivo. Vivir o morir «dentro» de la guerra no es lo mismo que vivir o morir fuera de ella.

La guerra vivida frente a la muerte está muy lejos de ser «la continuación de la política por otros medios». Para los soldados al menos, no lo era. La guerra para ellos era otro mundo, otra vida que lentamente ha perdido los contactos con el mundo externo a la guerra. No es la continuación de nada. Hecho que experimenta de modo traumático Paul en unos días de permiso que le permitieron visitar al hogar materno.

Fuera de la guerra no podía Paul reconocerse a sí mismo. Lo que había sido antes su vida le parecía de pronto una realidad ajena, algo que no tiene nada que ver con lo que él es, o ha llegado a ser. En cierto modo anhelaba oscuramente volver al campo de batalla, donde él, después de tantas sangres, había llegado a pertenecer. Ahí estaba su vida. Paul, definitivamente, ha dejado de pertenecer al mundo de la paz. Su cuerpo y su mente se han convertido en órganos de otra realidad, una que no tenía nada que ver con la que había sido la suya. La guerra era ahora su nueva patria. El lugar donde no quieres, pero debes morir.

Escrito después de la primera guerra mundial, publicado en 1929 en Alemania y traducido a veintiséis idiomas, el libro no sobrevivió en su país a la segunda pues los nazis la prohibieron. Fue recién en el exilio, en los Estados Unidos, cuando la novela fue llevada al cine y después convertida en símbolo literario de todos los movimientos pacifistas del mundo occidental. De los pacifistas de verdad, no de los hipócritas de ahora que piden desarmar a los ucranianos para que Putin se haga de sus territorios.

La guerra del 1914 surgió por razones que todavía los historiadores no logran explicar del todo, como una carambola en donde fueron arrollados gobiernos que no querían la guerra y que, sin embargo, estaban obligados a alinearse en contra de enemigos que no percibían como tales. Es por eso que el clamor de los valientes pacifistas del período era por una paz desligada de culpables o responsables inmediatos.

Tomar partido por la paz era simplemente tomar partido en contra de una guerra absurda que dejaría detrás de sí a más de 20 millones de muertos. Hecho que nos lleva necesariamente a diferenciar la guerra del 1914, de la iniciada y provocada por Hitler en 1939 con la invasión a Polonia, y por Putin el 2022 con la invasión a Ucrania.

Durante la primera, los soldados de los países involucrados no sabían por qué y para qué luchaban. Durante la segunda, los fanatizados soldados alemanes imaginaban hacerlo por la grandeza de Alemania. Los de las demás naciones sabían que luchaban en contra de una invasión ordenada por un líder demoníaco. Durante la iniciada en el 2022, la que ya se anuncia como tercera guerra mundial, puede que los soldados rusos no tengan muy claro para qué son reclutados, por lo general de modo forzado, ni tampoco por qué les ordenan matar a ciudadanos pacíficos que habitan en ciudades y pueblos de Ucrania.

Pero los que sí saben muy bien las razones por las cuales van a la guerra son los soldados ucranianos. Ellos van a la guerra para defender a una nación invadida por orden de un dictador criminal que ha enviado sus ejércitos a ocupar la nación de la que ellos son sus ciudadanos. Erich María Remarque no habría podido describir nunca, entre jóvenes ucranianos, una escena como la que describe en su novela, entre jóvenes alemanes que se preguntan por qué luchan.

Por qué lucha Ucrania lo sabe todo el mundo. Incluso los que no quieren saberlo. Y, sobre todo, lo saben los pacifistas que niegan el envío de armas a Ucrania.

No todas las guerras son iguales

No todas las guerras son iguales, es sabido. Las hay ofensivas y las hay defensivas. Las primeras son injustas; las segundas son justas. Pero en la del 1914 era difícil detectar un solo responsable. En la segunda, la Alemania de Hitler era evidentemente responsable de todo lo sucedido. En la del 2022 la responsabilidad, por igual motivo, debe recaer sobre la Rusia de Putin.

La primera guerra mundial no fue una guerra de invasión, fue un choque de imperios, si se quiere. La segunda y la tercera sí fueron guerras de invasión. En otras palabras: no se puede estar en contra de la guerra en Ucrania sin estar en contra de la invasión y, por lo mismo, sin la decisión de ayudar con todos los medios disponibles a la nación invadida. En la primera guerra mundial era difícil tomar partido por un bloque u otro. En la segunda, tomabas partido a favor o en contra de Hitler. En la que ya asoma como tercera, o tomas partido a favor o en contra de Putin. Por eso mismo muchos hemos tomado partido en contra de Putin y de los putinistas.

Un pacifismo sin toma de partido es hoy tan cómplice, o quizás más cómplice, de los que toman partido a favor de Putin. De estos últimos sabemos al menos que son nuestros enemigos, y con los enemigos no se discute.

A los primeros los escuchamos con estupor, sobre todo cuando asumen una afectada pose neutral, o cuando hablan de no ayudar a Ucrania por temor a una escalación, o cuando se las dan de objetivos y afirman que en los contextos geopolíticos no hay buenos ni malos, solo luchas de poderes, y no por último a los farsantes que escriben «paren esta guerra» como si fuera una riña de chicos malcriados y no el resultado de la invasión ordenada por un genocida enloquecido.

Sin novedad en el frente ha sido llevada nuevamente al cine, creo que, por tercera vez, dirigida esta vez por el alemán Edward Berger. Recibió cuatro Oscar. Solo podemos alegrarnos. Es una gran novela, y ojalá sensibilice al público contra –para decirlo con el nombre de la serie de Goya– «los horrores de la guerra», pues esta, la del 2022, los ofrece a montones.

No obstante, es imposible disimular un temor, y es el siguiente: Que el nuevo filme sea usado como símbolo por esa caterva de pseudopacifistas, de izquierda o de derecha (da lo mismo), quienes exigen «el fin de la guerra», la que a diferencias de la primera mundial, sí tiene causantes y responsables claramente definidos. Por supuesto, la inmensa mayoría estamos por el fin de la guerra, pero no todos están convencidos de que esta guerra tiene como causa a la guerra sino a quienes la iniciaron y la continúan: Putin apoyado por los putinistas e, indirectamente (a veces directamente) por los pacifistas «neutrales».

La de Putin es una guerra de invasión y una guerra de invasión solo puede terminar cuando termina la invasión. Eso quiere decir que, para que termine esta guerra, tiene que haber esta vez «una novedad en el frente». Y la novedad del frente, dicho sin rodeos, solo puede ser, si no una derrota, una retirada militar de Putin de todo ese territorio que no le pertenece: Ucrania. Todo lo demás es pasto seco.

Twitter: @FernandoMiresOl

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.

El nuevo-viejo orden político mundial

Fernando Mires

Vale insistir sobre el tema. Si no entendemos el carácter de la invasión de Rusia a Ucrania, no podremos entender lo que sucederá después de la guerra, cualquiera sea su resultado final. Ese carácter lo ha definido Putin en diversas ocasiones, y no es otro sino reconstituir la condición imperial de Rusia a fin de llevarla al nivel de 1989, antes de la aparición de Gorbachov y su Perestroika. Proyecto que a su vez se encuentra inserto en un marco suprahistórico que Putin y, su a veces aliado Xi Jinping, han denominado “nuevo orden mundial”. Un orden que puede ser cualquier cosa, menos nuevo. En realidad se trata del restablecimiento del antiguo orden bi-polar de la Guerra Fría. En fin, un “nuevo- viejo- orden” al que tanto China como Rusia quisieran dirigir, lo que los llevaría a toparse entre sí en diversas regiones, sobre todo en Asia Central y en el Oriente Medio.

LA DEMOCRACIA COMO PRODUCTO OCCIDENTAL

Como dijo hace poco Kissinger, la unidad china-rusa nunca podrá ser demasiado larga. El problema es que por ahora esa unidad esté dirigida en contra de lo que Xi y Putin llaman Occidente el que de acuerdo a las nociones imperiales que ambos manejan, estaría formado por los EE. UU y sus naciones “vasallas”. Entre ellos y ese Occidente hay un campo en disputa formado por sub potencias regionales con fuerte potencial cultural anti-occidental, entre ellas India, Sudáfrica, Brasil, Arabia Saudita, Egipto, Irán, las que a su vez están rodeadas por regiones pobres o empobrecidas que controlan o pretenden controlar.

Ha de tenerse en cuenta, sin embargo que, cuando ambos jerarcas hablan de Occidente, no están pensando lo mismo. Para Putin se trata de un Occidente cultural, y la guerra a Ucrania es para él solo un hito en una cruzada en contra de una “civilización decadente” donde prima la perversión, el desorden, las drogas, la homo y la trans-sexualidad. Visiones compartidas por los monjes más reaccionarios del cristianismo ortodoxo ruso así como por las sectas dictatoriales del espacio islámico. No así por Xi.

Al dictador chino importa poco la llamada cultura occidental, mucho menos si desde ella proviene una poderosa demanda comercial que hasta ahora no ha hecho más que favorecer la productividad de China y de sus aliados asiáticos. Eso quiere decir que si China busca un nuevo orden mundial, este no deberá ser cultural, ni siquiera militar, sino fundamentalmente económico. En otras palabras, el ideario del capitalista comunista Xi, apunta hacia la formación de un orden mundial con China dictando las reglas de los mercados. Si a los occidentales solo interesa drogarse, bailar y follar -como dice la propaganda islámica y ortodoxa- pues que lo hagan, pero eso sí, con drogas, vestimentas y condones producidos por empresas chinas.

Como hemos insinuado en otros textos, en la guerra de invasión a Putin, Xi intenta utilizar a Putin como amenaza hacia Occidente. Putin tendría asegurado así un lugar en el “nuevo orden económico mundial” de Xi, pero no como gerente, sino más bien como matón a sueldo, algo parecido a Kim Jong Um, pero multiplicado por 100. En cierto modo ya lo es.

Sin embargo, hay algo que preocupa por igual a ambos dictadores. Nos referimos a un producto exquisitamente occidental, más letal para ellos que una bomba atómica, un producto al que no pueden robar la patente ni el diseño. Sí, nos referimos a la por Claude Lefort llamada, invención democrática. Una invención sin la cual el mismo Occidente habría dejado de existir. Eso lleva a suponer que la razón que altera el humor de Xi y Putin, es la hegemonía política demostrada por la alianza mundial reflejada en los 141 votos de la ONU que dos veces han condenado a la invasión rusa. 141 países que por su composición cultural desmienten la controversia entre Oriente y Occidente propagada desde el Kremlin. Una alianza tácita que está más allá de las armas, de la economía y de las diversidades culturales. Pues esos 141 votos no son todos de naciones democráticas, pero, sin las naciones democráticas en la ONU - este es el quid - no habría ningún voto: ni a favor ni en contra. Los ideales democráticos continúan siendo hegemónicos (en el sentido gramsciano del término, es decir, no dominantes pero sí preeminentes). Esas 141 naciones están al menos por la paz y no por la guerra, y la paz, no la guerra, es condición de democracia.

EL TERCER TOTALITARISMO

Nunca ha habido una guerra entre naciones democráticas. Un detalle que deberían anotar los huecos pacifistas de nuestros días. Luchar por la democracia es luchar por la paz. Apoyar a Ucrania, es apoyar a la democracia y a la paz. Apoyar o relativizar las fechorías de Putin, en cambio, es optar por la guerra. De ahí la agresión a la la posibilidad democrática iniciada por Putin en contra de Ucrania. A esa posibilidad, el tirano ruso la llama Occidente.

Las democracias son, por definición, las peores enemigas de las autocracias. Enemistad que no solo se expresa hacia el exterior sino sobre todo al interior de las propios países autocráticos. Es por eso que la guerra entre democracias y autocracias -de la que la guerra a Ucrania ha sido una más- se manifiesta por partida doble: como guerra externa e interna a la vez. Así nos explicamos por qué durante la guerra a Ucrania, todos los espacios democráticos que existían en la Rusia de Putin, han sido clausurados, teniendo allí lugar la transición que lleva de un orden autocrático a uno totalitario. Efectivamente: el orden político impuesto por Putin pasará a la historia -después del de Hitler y Stalin – como el tercer totalitarismo de la historia universal.

Algo parecido pero no igual está sucediendo en China. La apertura post-maoísta, iniciada por Den Xiao Ping ha comenzado a cerrarse. En el último Congreso del PCCH fueron eliminadas las contiendas interpartidarias, la oposición interna fue erradicada y Xi Jinping fue consagrado como líder único. Xi, evidentemente, ha sido mucho más eficaz en eliminar el virus democrático que el virus de la pandemia.

Los dos dictadores, Xi y Putin, denominan a la democracia con un sustantivo geográfico: Occidente. Pero en los países democráticos nadie se refiere al “Oriente” como enemigo. Occidente en cambio es visto por las dictaduras rusa y china como la negación radical del orden político que prevalece en ambos países.

La contradicción democracia- autocracia (y no occidente-oriente) es la fundamental de nuestro tiempo, y es la que no pueden ocultar ni Xi ni Putin: una contradicción que tiene lugar al interior de todas las naciones, sean estas democráticas o antidemocráticas. Por eso Putin gasta millones en apoyar partidos, sectores y personajes amigos en Europa (Le Pen, Berlusconi, Schroeder son algunos ejemplos), en América Latina y en los propios EE UU (Trump). A la inversa, las potencias occidentales no han vacilado en apoyar a movimientos democráticos (sean sociales, culturales, y en los últimos tiempos, de género) que tienen lugar en el área chino-soviética e incluso islámica. Los disidentes antidictatoriales, los movimientos anti-patriarcales, las iniciativas libertarias, cuentan con el apoyo decisivo de Occidente. No hay que asombrarse: En la era digital, las luchas locales ya no son solo locales, son también globales.

Cualquier evento electoral, sea en en un país báltico, en un país caucásico, en un país islámico, puede inclinar la balanza en la lucha por el nuevo orden político mundial. Las próximas elecciones presidenciales que se avecinan en Turquía, por ejemplo, serán seguidas en toda Europa con tanta o mayor atención que las elecciones norteamericanas.

EL MITO DE LA DECADENCIA DE EUROPA

La pregunta acerca de por qué ambas dictaduras, la rusa y la china, no nombran a su enemigo como “democracia” sino como “occidente”, no deja de ser interesante. La conversión de “lo democrático” en “lo occidental” demuestra que la democracia, como ideal político global, ha logrado imponerse por sobre otras formas de gobierno. No es casualidad que ningún dictador o autócrata se atreva a decir que su sistema de dominación no es democrático. Tampoco ha habido un solo dictador que se designe a sí mismo como dictador. Por el contrario, emulando a los dictadores comunistas y fascistas del pasado siglo, los del siglo XXl se apresuran en señalar que ellos representan otro tipo de democracia: una “democracia superior”.

Pero hay otra razón más importante que explica la sustitución de la palabra democracia por la palabra occidente. Con esa maniobra semántica, las dos grandes dictaduras intentan convencernos de que las luchas internacionales del siglo XXl no son políticas sino culturales, incluso civilizatorias. En las representaciones mitómanas de Putin es fácil advertir esa intención. Occidente, para él, al igual que para las sectas islamistas, es la representación de una decadencia moral reflejada en la pérdida de valores sagrados, como la familia, el amor patrio y, sobre todo, la virilidad. Defender a Rusia de Occidente es, para Putin, defender la salud mental de los ciudadanos rusos. Para contrarrestar esa decadencia, es necesaria la presencia de un estado fuerte, autoritario, encarnado en la persona de un caudillo nacional.

El cenit de la decadencia está representada según Putin por Estados Unidos y Europa Occidental. Solo así se explica el enlace que ha logrado el dictador ruso con las derechas y las izquierdas extremas de los países democráticos. Xi Jinping es en ese punto más moderado. China, según sus propias opiniones, posee un sistema político que se deja regir por una tradición histórica muy diferente a la occidental. Quizás tiene razón. China, que nunca ha conocido de cerca un orden democrático, no tiene que temer tanto a la democracia, como Rusia. Como ya hemos insinuado, el occidente es para Xi una noción más económica que cultural. Para Xi, la lucha de las civilizaciones, si no es rentable, no tiene demasiada importancia.

OCCIDENTE ES LA DEMOCRACIA

Para decirlo de modo explícito, Occidente no es una invención occidental sino anti-occidental. El mismo concepto de Occidente ha variado de acuerdo a los que las llamadas culturas y sistemas políticos anti-democráticos han llamado Occidente.

Desde un punto de vista historiográfico, Occidente fue nombrado como tal a partir del cisma religioso de la cristiandad (1054),vale decir, a partir de la formación de las dos iglesias, o lo que es igual, a partir de las querellas entre Bizancio y Roma. Desde el punto de vista geográfico fue siempre un terreno movedizo, la llamada zona occidental de Eurasia. Nunca ha existido -pido aquí excusas a los historiadores y filósofos culturalistas – una cultura puramente occidental. O en otros términos: Occidente nunca ha sido monocultural. Por el contrario, la por Ortega llamada “idea de Occcidente” tomó formas a partir de tres vertientes: la filosofía griega, el judeo cristianismo, y el derecho romano.

Procesos históricos como la reforma religiosa, la secularización o separación entre lo sacro y lo político, el arte renacentista, las revoluciones parlamentarias y anti absolutistas, la revolución industrial, el nacimiento de movimientos e ideologías como el liberalismo económico y filosófico, el socialismo obrero y hoy el feminismo y no por último la revolución sexual anti-patriarcal del siglo XXl, han dado forma a una simbiosis cultural que no es paradojalmente una cultura, sino la fusión de diversas culturas. Dicha diversidad solo podía ser posible dentro de un marco institucional regulado por un estado de derecho normativizado por la libertad de opinión, organizada en partes o partidos, que disputan permanentemente la gobernabilidad de las naciones. Visto así, Occidente no es una noción cultural, como creyeron autores que han profetizado el fin de Occidente, entre ellos Spengler, Toynbee, Huntington. Tampoco es el lugar de la herejía, como lo ven las confesiones islamistas. Ni siquiera es “el capitalismo” como intentaron sinonimizar los comunistas desde el periodo staliniano hasta nuestros días. Mucho menos es el sitio de la degeneración moral y sexual, según el putinismo y los ayatolas. Occidente es la democracia.

Occidente es la democracia, sí, pero es más que la democracia. Es el espacio de la libertad del ser, organizada en constituciones e instituciones.

Si bien el Occidente político es democrático, no toda democracia es hoy occidental. Hay, efectivamente, naciones que han llegado a la democracia de acuerdo a una filiación histórica y otras que han adoptado y adaptado formatos políticos democráticos. Japón, Corea del Sur, Georgia, Ucrania, y otras más, son naciones institucionalmente democráticas pero al mismo tiempo conservan la identidad de sus respectivas culturas sin que exista contradicción entre identidad cultural y forma gubernamental. Desde esa perspectiva, como Occidente no es “una” cultura, tampoco puede hundirse, como ha sucedido con otras culturas o civilizaciones. Lo que eventualmente podría desaparecer, y eso es lo que ansían Putin y en menor medida Xi, es la forma política que asume la multiculturalidad occidental.

En el hecho, informes como los de Freedom House han verificado que después del entusiasmo democrático que siguió a la caída de los muros comunistas, ha habido un descenso cuantitativo y cualitativo de las democracias, apareciendo nuevas formas de dominación si no anti-, por lo menos no- democráticas. Las autocracias del siglo XXl, o democracias i-liberales de Europa y América Latina conservan algunas formas democráticas, pero bajo la hegemonía de gobiernos autoritarios y autocráticos. Pero todo eso no tiene por qué llevar necesariamente a la decadencia de la forma democrática de gobierno,aunque así lo auguren las profecías que cada cierto tiempo proclaman el fin de Occidente. Una de las últimas, sino la última, ha sido la notable -y por momentos, hermosa- obra de Niall Ferguson, Civilización: Occidente y el Resto (2012) .

Ferguson parece dar razón a las tesis de Samuel Hungtinton acerca del declive de Occidente como consecuencia del “choque de las civilizaciones”. Pero, más cerca de Spengler, piensa que Occidente estaría destinado a desaparecer no solo frente a otras “culturas” sino también por la desintegración de sus naciones, es decir, por su “decadencia”. Sin embargo, lo que el pesimismo culturalista, sea el de Ferguson u otros autores, no ha podido advertir, es que la democracia no es un orden histórico, sino un campo de reproducción de diversos ordenes históricos. Por lo tanto, la crisis de las democracias – eso es lo que no nos dijo Ferguson - son constitutivas a las naciones democráticas, a las que el llama occidentales. Sin crisis de la democracia, nos atrevemos a decir, no habría democracias. La democracia es agónica. Vive de su desgaste y de su renovación, de sus flujos y de sus reflujos.

La historia reciente nos ha provisto con algunos episodios que nos muestran la vitalidad del ideal democrático. En Italia por ejemplo, muchos llegamos a pensar que el triunfo de Meloni llevaría a un descenso democrático y a una avanzada del putinismo. No ha sido así: la mandataria ha reforzado la alianza inter-occidental de Italia, tanto en términos políticos como militares, pasando por sobre el putinismo declarado de Salvini y Berlusconi. En la república checa, ha ganado las elecciones un enemigo declarado de Putin, el ex general de la OTAN, Petr Pavel. En Estonia, el centro democrático anti-putinista de Kaja Kallas ha aumentado su caudal de votos. Vamos a ver que pasará en Turquía durante la dura contienda que librarán el autocrático Erdogan y el veterano socialdemócrata Kemal Kiliçdaroglu, el próximo 14 de mayo. En fin, lo que Freedom House no mide, son las dinámicas de la lucha democrática.

La democracia vive de sus triunfos y de sus derrotas. Pero cuando ha sido derrotada, no desaparece. Por lo general, siempre retorna. Los españoles y los portugueses lo saben en Europa; los chilenos y los uruguayos lo saben en Latinoamérica. Pues la democracia - eso es lo que pasan por alto los grandes historiadores culturalistas- es un territorio de luchas. Para decirlo con el mismo Toynbee, frente a los desafíos, las democracia levanta sus respuestas, y ellas aparecen en la escena medial bajo la forma de protestas.

Es cierto, como constata Freedom House, después del apogeo libertario que siguió a la caída del Muro de Berlín, hay un notorio avance de las autocracias. Pero lo que no constata la institución es que también surgen levantamientos en contra del autocratismo en ciernes. En estos mismos momentos hay protestas en Tiflis en contra de los políticos putinistas que pretenden desvincular a Georgia de Europa. En Israel surgen grandes demostraciones en contra de la reforma judicial que quiere imponer la ultraderecha bajo el gobierno de Netanyahu. En México las calles se llenan, en protesta en contra del sistema electoral que propone el gobierno. Y en Irán, las heroicas mujeres siguen luchando en contra de esos perversos monjes que las embalsaman bajo los velos del poder. En fin, la democracia sigue viva a lo largo y ancho del mundo. No hay ninguna razón entonces para proclamar el fin del orden político mundial. La enorme solidaridad internacional que ha despertado la resistencia ucraniana frente a la monstruosa invasión rusa, demuestra por sí sola el vigor del espíritu democrático de nuestros días. Ucrania ocupa hoy ese lugar simbólico central que ayer ocuparon la guerra civil en España, la guerra de EE UU. en Vietnam, o la Primavera de Praga destruida por los tanques soviéticos.

Después de la declaración de la independencia en 1991, Ucrania, desde la revolución naranja (2004) hasta la revolución de Maidán (2013), ha sido escenario de muy duras confrontaciones políticas. Al fin, las elecciones que llevaron a Zelenski al gobierno el año 2019, terminaron por sellar la orientación europea de la nación. Ucrania pertenece, se quiera o no, al orden político-democrático surgido en el este de Europa después del fin del comunismo. Las carnicerías de Putin podrán devastarla, como está sucediendo. Pero después de la guerra, gane o pierda Rusia, Ucrania no será nunca más rusa. Esa posibilidad, si se toman en cuenta los lazos históricos, económicos y culturales que unían a Rusia con Ucrania, podría haber sido realidad, y tal vez, muchos ucranianos la habrían apoyado. Pero ha sido el mismo Putin quien ha terminado por dinamitarla. Desde esa guerra declarada a la democracia mundial a partir de Ucrania, a la misma que Putin y Xi, llaman con el nombre de “Occidente”, ha renacido un espíritu democrático con el que sátrapas y dictadores, autócratas y tiranos, no contaban. La lucha continúa.