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Alberto Hernández

En la calle

Alberto Hernández

En la calleMe tocó recorrer algunas calles de Maracay hoy, la ciudad cuartel de Venezuela. Me tocó rozar a unos ocho mendigos: gente descalza, sucia y con las manos extendidas.

La mirada del loco renacido.

Me tocó oír de boca del trabajador de Elecentro pedirme para el café luego de pagar mi recibo. Me tocó conversar con cuatro policías de la Gobernación de Aragua y ellos maldecir a Maduro y decir a voz en cuello que el domingo “votarían” en el plebiscito.

Y una cuadra más adelante, a través de una cerca, tres soldados del Ejército (no de la GNB) llamarme casi en susurro y pedirme 500 bolívares para completar el desayuno. Me devolví agrio, pero cuando le vi la cara al muchacho, quien podía ser mi hijo, un joven de rostro limpio y ojos que me provocaron abrazarlo, bajé la guardia y le pregunté:

-¿Ustedes no reciben paga de la Fuerza Armada?

-Mire, señor, aquí hemos amanecido y no hemos tomado ni café.

Me pegué de la cerca y entonces se me salió el maestro de escuela que he sido:

-Bueno, vamos a hablar. ¿Saben lo que está pasando en el país?

Asintieron todos.

Me extendí en una charla sobre todas las desgracias que estamos viviendo. Y ellos, callados, con los ojos húmedos mientras el fusil casi tocaba con el cañón el piso de tierra del patio de un establecimiento del gobierno que se encarga de almacenar alimentos.

Cuando les hablé del domingo 16 todos dijeron que irían a “votar” contra el gobierno.

Uno que llegó de civil, vigilante del sitio, me dijo:

-Mire maestro, claro que iremos a votar. En esta vaina donde yo trabajo cuido un galpón vacío. Aquí no hay ni ratones porque no hay alimentos, no hay nada que comer.

Sólo cargaba yo 100 bolívares en efectivo. Extendí el billete y le di la mano al muchacho.

Volví la mirada a la calle y toda la miseria de una humanidad humillada entró en mis ojos.

No es poesía. Es arrechera y tristeza.

La desolación

Alberto Hernández

Crónicas del Olvido

Camino, ando y desando las calles. La ciudad se retoca con la mugre, los gusanos y los rostros que la desolación y la tristeza forjan a diario. Nadie se desplaza ileso. Todos vamos heridos. Muertos, sacudidos por muchas ausencias. Unos, con la boca presta a maldecir. Otros, con la frecuencia del silencio en los ojos. Pero todos somos pequeños animales despojados del cercano recuerdo de aquellos momentos cuando era posible entrar a un bar a elevar un brindis. O comprar lo que nos pedía el cuerpo.

Somos fantasmas. La desolación viaja con nosotros y nos empuja a mirar con suspicacia a quienes igualmente pasan a nuestro lado con sus fantasmas, lutos funerarios y dolores a cuestas.

Todos los días pierdo un hijo. Todas las horas son peligrosas. Alguien piensa así y se duele, se arrima a una pared y llora. Cerca, un buhonero usa su lado oscuro para robar a un comprador con el peso manipulado. Otro sonríe y ofrece el paisaje de una mano de cambures.

Unos aguacates reniegan de su naturaleza.

Camino y me detengo. Suelo usar el infinitivo llorar y se me tupe la nariz. Entonces consiento en un pájaro que pica un mango y me toco podrido como la fruta que ahora es semilla solitaria.

Camino y me agacho para ver cuántos horizontes nos quedan. La calle me ve como si fuera el próximo loco de sus experiencias. Y se me ocurre una novela. Y la imagino. Y enloquezco como mis personajes. La leo en voz alta y me señalan mis cercanos. Y sienten lástima por mí. Eso pienso. Estoy divagando. No navego, vago, sigo el camino hacia el centro de la ciudad y me aturde un limosnero y un grupo de hombres y mujeres alrededor del camión del aseo urbano. Se pelean un saco repleto de miseria. Se jalan. Se vapulean. Se insultan. Luego reparten entre ellos lo que no logro saber qué es. El camión arranca con los recogedores colgados como monos.

Queda el mal olor del país impregnado en mi ropa.

Una pancarta con un sujeto que ofrece el paraíso. Dice de dos países que son uno solo. Y la rabia consume los pasos que doy hacia la farmacia donde me dicen que no hay, que no tenemos, que se acabó, que está agotado. Y me agoto yo.

Lamento la sombra de un pobre árbol deshojado.

Lamento mi sombra de las once de la mañana. Se alarga, se aleja de mí y concluye en el hueco de una alcantarilla. Allí fenece. La rescato con el caminar ligero y me interno en un bululú que anuncia el cuerpo de una señora bajo las ruedas de un autobús rojo en una avenida ancha y mal diseñada por los nuevos ejecutivos de la destrucción.

Me sostengo en la cordura casi perdida.

Miro una nube. Busco entre los edificios la mirada de alguien. El mundo duerme una siesta. Ve una película, se masturba o hace el amor. Otro planeta se insulta a quince pisos de distancia del suelo.

El país, el pobre país, el que nos queda hasta ahora.

El que tendremos que recuperar de las manos de los fabricantes del miedo. De los constructores de pesadillas. De los ideólogos del terror.

La ciudad se recuesta de uno de mis hombros y llora.

Récipes lacrimógenos (1)

Alberto Hernández

Amor puro

Me acuesto con un policía. Su semen ácido perturba mi orgasmo. Lloro de sólo pensar en la posición curva de su brazo al lanzar la bomba contra la multitud.

Dialéctica

Una Cavim-Falken impacta en la cabeza de un estudiante. Desde la caverna de los odios llega la voz de quien ordenó el disparo. A pesar de todo, la tierra se mantiene en su eje.

Culatazo en Sol Mayor

Un tipo vestido de verde. Muchos tipos vestidos de verde. 200 tipos vestidos de verde.

Todos ellos contra el sonido armónico de un violín bajo el sol radiante.

Un país se consume en sus heces.

El primate

Entonces el gorila se acomodó el quepis y dejó caer un rugido contra los espectadores.

Pasión rasa

El sargento le torció el cuello al cisne y recibió los aplausos del gallinero.

Geometría

La elipsis que vimos en el aire anunció la muerte de quien ya formaba parte del humo.

Aroma conyugal

-Mi marido es Guardia de Palacio. Cuando llega a casa hiede tanto que le recuerdo los muertos que contiene su brazo.

Y sonríe.

Pesadilla

Sentí el coñazo en el pecho. Y caí.

Desperté en un cuartel.

Un grupo de uniformados cantaba el cumpleaños feliz a una perra preñada.

La última sonrisa

No había dolor. Miré las nubes pegadas al cielo.

Me vi en los ojos de mis amigos y en los de un casco Cruz Verde, angustiados.

Entonces sonreí. Comencé a flotar.

Allá abajo, seguían disparando.

Los gases no me permitieron ser testigo de mi propia muerte.

La fiesta de la bestia

Baila y después rasguña un piano con sus uñas manchadas de sangre. Celebra el poder que le confiere la muerte.

Ya habrá tiempo para un epitafio.

Teoría de la lacrimógena

Piso en falso. Caigo de bruces. Levanto la cabeza y veo la bota que viene hacia mí.

Me aparto de la patada que se estrella contra el pavimento.

Una bomba cae cerca de mi cara.

Me incorporo y corro. El policía se ahoga en su propia niebla.

Agradezco al bromuro de bencilo y lanzo otra piedra contra la ballena.

Inocencia

Mi madre es sorda pero oyó cuando me dieron el disparo.

Diálogo constructivo

-Apunta directo a la cabeza, para que no haya necesidad de dar muchas explicaciones-, le dijo el francotirador 1 al francotirador 2.

Química malandra

-El gas o-clobenzilideno maloninitrilo es mi aliado, por eso sueño con ángeles-, musitó el sargento.

-¿Malandro qué?-, reaccionó el motorizado que lo acompañaba.

Humor acuoso

El gas pimienta es un suspiro que se convierte en piropo-, chiste de cuartel.

Literatura

Una bomba lacrimógena no es un símil. Es una hipérbole contra el cráneo de un niño.

Récipe

Tome usted una cucharada de perdigones, media taza de gas mostaza, un sobradito de metras, dos porciones de niebla roja, un agregado de potente chorro de agua lanzada por la noble ballena, un encantador rolazo sobre las vértebras, luego un refrescante baño en el recuperado Guaire y luego reflexione.

Sanará cuando se dé cuenta de que forma parte de una larga lista.

El toque de la muerte

Alberto Hernández

Crónicas del Olvido

El personaje se retuerce entre las líneas del texto. Se sacude el polvo de algunos adjetivos. Revisa sus acciones. Escoge los verbos y sale como cualquier intruso.

Sabe que debe moverse, accionar el cuerpo. Obedecer.

El personaje, un hombre, una mujer, qué más da, suele calmar su ansiedad mientras usa un arma de fuego. O un cuchillo. Total, el resultado será el mismo.

Se viste, se pone el uniforme. Se revisa los granos de la cara. Mira sus ojos. Se los cubre con unos lentes negros y sale al mundo.

Ingresa al cuartel donde recibe las órdenes. Entonces es otro.

Ya no es el mismo personaje. Ha cambiado de rol. No es el anterior en un texto, preparado para manipularlo como una marioneta y convertirlo en un joven apuesto que alcanzaría la felicidad al lado de una morena que siempre lo llevaba al cielo.

No; ahora es Pérfido, así lo llaman y así atiende cuando lo nombran.

Sube a su gran motocicleta multiplicado en varios vestidos como él. Conducen con aspavientos y una extraña alegría en las entrañas. Entonces se topan con otro grupo de uniformados en el encuentro de cuatro esquinas para llevar a cabo la emboscada.

Unos en motos. Otros en tanquetas que también lanzan humo y agua.

Pérfido es feliz. Está en su ambiente. En su elemento.

No es un sujeto de ficción. Se ha salido del libro que algún soñador ha imaginado. El personaje se le ha ido de las manos. Ya no será el galán. No es el conquistador bajo una ventana o sentado al lado de su chica frente a la gran pantalla donde existen otros en la imagen del amor y los colores, como pretendía el escritor de telenovelas.

Pérfido cabalga bien. Hace cabriolas con su caballo de metal. Traspasa calles, praderas, avenidas, desiertos, llanos, montañas, semáforos, intersecciones. Lleva detrás de la máscara que lo representa una sonrisa que sólo él puede concebir como parte de su futuro.

(***)

Pérfido vuelve a casa. Su traje de civil lo muestra como un ciudadano decente. Carga una bolsa de caramelos. Chucherías para los niños. Y un cuadrado de chocolate para su mujer.

(***)

De nuevo sobre el caballo de metal. La rutina.

La calle incendiada. El humo. Los gritos y los cuerpos en el piso caliente de la autopista. Sombras enmascaradas. Muchachos que saltan como liebres y devuelven las bombas con la misma rapidez del viento. Las balas, los perdigones.

Y un pecho abierto. “Commotio cordis”. Se ven las costillas rotas, el corazón detenido. Un agujero oscuro.

Pérfido ha disparado con su escopeta de escupir lacrimógenas. Y ha dado en el blanco.

El día se recuesta de su espalda. Está contento: aprobó el examen de puntería.

Sonríe y bromea con su vecino de motocicleta, un catire bachaco a quien le dicen el Muérgano.

En el cuartel nadie tiene un apodo simpático. Nadie.

Pérfido retorna a su rincón de soldado. Se desviste. Se despoja del casco. Se lava la mirada de la calle y se estruja la piel para parecerse al otro que quiere ser pero no puede.

(***)

Vuelve a casa y enciende el televisor. En la misma calle, en la que estuvo hace rato, el cuerpo de un muchacho. Almuerza mientras su mujer le sirve una cerveza. Sus hijos pequeños comen sentados en el piso frente a la pantalla. Ven la película diaria de una guerra en la que su padre es uno de los héroes.

Pérfido pierde la sonrisa. Una cámara lo capta en el momento en que dispara la lacrimógena. La cámara sigue la elipsis del proyectil. La imagen queda detenida un instante –en cámara lenta- cuando el objeto da en el pecho del muchacho flaco. Sus ojos se quedan detenidos cuando brota la sangre. Cuando la bomba abrió el agujero en el pecho del carajito.

Se llevó la cerveza a la boca y uno de sus ojos dejó caer una gota producto del trago de licor.

-Bueno, estaba atravesado- dijo en voz muy baja.

Su mujer se levantó de la silla y lavó los platos. Pérfido eructó y se fue al recibo para ver más de cerca el espectáculo. Estaba feliz. Era un personaje de película.

El video de una televisora extranjera había penetrado la censura y él era parte de la curiosidad de un aficionado que lo descubrió.

Ahora no sonreía. Un insecto peludo se le movía bajo la piel. El escalofrío. El miedo.

-En todo caso, se dijo frío, mañana será otro día.

Y se acostó a dormir, porque de noche el sueño aparta los fantasmas del día.

En la cama, mientras el texto cerraba la historia, el personaje fue atrapado por las espinas de un gerundio.

La patria desnutrida

Alberto Hernández

Huérfana de carnes, la sombra de un sujeto deambula por el mapa. La acosan fantasmas y duendes burlones que han sido enmascarados por robustas legiones de zombies, enhorquetados en bestias de metal y gasolina de muy peligroso octanaje.

Ese alguien –el sujeto en cuestión, si es que se le puede cuestionar algo- piensa en el presente, pero también resume el pasado y proyecta un futuro que ve quebrantado en los ojos de sus interlocutores. Y reflexiona, intuye que vive en un país sobre un cuero seco que se levanta por todos lados y no logra desvanecer la angustia.

El estómago del hombre reniega de su vacío. Habla y comenta sus entrañas, tan dolidas de ese algo que entra por la boca y calma el hambre. El país, desnutrido, es un esqueleto que a pesar de sus pulidos huesos sigue siendo manjar para la jauría.

El poder sobre el hambre. El poder sobre la sangre de los huesudos que colman las calles y se desvanecen en sus casas mientras las lágrimas humedecen las urnas que, de noche rellenan los recuerdos, esperan por el sepulcro o la incineración de sus contenidos.

La muerte es un alivio para muchos. La muerte es la salvación para los enfermos. La muerte es el viaje prematuro, el ansiado de los achacosos que ya no pueden con sus piernas mientras sus costillas semejan la jaula detrás de las cuales mueren sus órganos ¿vitales?

Para los lectores esto parecerá una grosería. La realidad es peor que las pesadillas. La realidad es una llaga purulenta. Una punzada en el píloro, una mordida en el duodeno. Una masticada en la anatomía del hambre.

El país muestra su esqueleto. Un país enfermo. Asediado por la necesidad urgente de llevarse el pan a la boca, por alejarse del odio concebido como nomenclatura del poder, sale a la calle, enfrenta a quienes protegen a ese poder enclaustrado en sus miedos. Porque el poder tiene miedo. El poder se vale del pesimismo del contrario para minimizarlo. Matarlo de hambre, de sed, de miedo, de acosos, de encierros.

El hambre viaja en el caos. Esa concepción de la “revolución” ha resultado en patios como el cubano, como el coreano del Norte, como en la poquedad venezolana, hasta ahora. Y mientras el hambre rasguña la conciencia, el poder representado por la estupidez y la brutalidad, se harta, viaja, viste bien y hasta baila sobre los llamados símbolos patrios, que no son más que otra engañifa.

El excesivo número de héroes salvadores nos ha hundido en la épica de la idiotez. Los de la Independencia, los venidos luego en las tantas malacrianzas y desabridas batallitas de reyezuelos y tiranos. Los héroes de cartón de la guerra federal, quienes acabaron con el país de la época. Los refundadores de ensueños. Los beneméritos. Los liberales y conservadores. Los del ideal nacional. Los héroes del monte y de la ciudad. Los héroes de estatuas de bronce y de barro. Los héroes escondidos. Los héroes de la muerte. Los héroes del hambre.

Los héroes de la tierra arrasada.

Venezuela muestra su lado negro, su lado oscuro. Su costal de muerte en la desnutrición de sus hijos. Desnutrición que se traduce en el cuerpo raquítico, no sólo de los niños sino de jóvenes y adultos mayores. Y la paradoja: los dementes de la calle, que saben pedir, muestran un cuerpo robusto, “papeado”, como los de otros ámbitos donde la demencia criminal se hace de las riquezas de una nación que hoy muere de inanición y de ganas de ser libre de la estupidez ideológica.

Hoy, la palabra patria duele en la boca. Pero más duele por la pérdida de su significado. La palabra patria está tan devaluada como la moneda. Y por eso duele, porque ya no está en nuestros pensamientos y nuestros bolsillos, en ese respectivamente que nos toca.

Queda entonces la muerte como figurín en la cara picada de soldados y oficiales, quienes son capaces de decir que no creen en los derechos humanos. Quienes abultan más el vientre para afirmar que quien los rechaza se viste y calza con los colores de la GNB para matar a sus compañeros.

¿Qué pasó aquí? ¿Qué animal mitológico mordió a estos sujetos desnutridos de cerebro para convertir a un país en un erial, en un desierto, en una maldición? ¿Qué pasó para que muchos sean tan negativos y dejar pasar la historia a su lado como un quelonio dialéctico? ¿Eso se entiende? La figura literaria bien vale un trago de cicuta.

Hambre de todo. El hambre como ideología. Si Mao Zedong acabó con más 100 millones de vidas, así como Stalin y Hitler hicieron lo propio en menos proporciones, pero igualmente escandalosas, ¿qué queda decir de una gente que busca que el país sea conducidos por criminales motorizados, apoyados por uniformados que juraron defender a sus compatriotas? ¿En qué cabeza cabe que maten de hambre a un país? ¿En qué pecho cabe que extranjeros sean quienes elaboren las políticas, todas, tanto las represivas como las alimenticias?

El país desnutrido. El país fundido, pero capaz todavía que quitarse de encima a los batracios que la han sumido en la tristeza y enfermedades de todo tipo.

Ya habrá tiempo para el ácido fólico, para las vitaminas, para recoger los cuerpos vencidos y enterrarlos, así como ya estamos en el tiempo para derrotar a quienes nos matan a diario.

Del equilibrio, el odio y la incertidumbre

Alberto Hernández

Crónicas del Olvido

1.-

Por años, tantos que he llegado a una edad casi sagrada, he tratado de no perder el equilibrio, toda vez que le temo a las alturas. El vértigo de estos días consume por completo la salud de los que están afuera y de los que me habitan, esos que muertos continúan respirando el tiempo y la desmemoria.

Confieso que he llegado a un lugar donde mi inutilidad es más que famosa. Inepto para ejecutar ciertas empresas, prefiero acaecer a la orilla de los hechos, como un simple curioso, sin dejar de pensar y morigerar algunas acciones.

Se me reclama que debo incendiar el cielo, que no debo descifrar el mensaje de quien me lanza palabras en otro idioma. Reconozco que no tengo madera de héroe, prefiero el silencio, la muerte lenta a configurar el rostro de una estatua.

Como mi corazón es una bomba que se declara casi inservible, prefiero los afectos, en procura de que el infarto no sea masivo. La vida es tan cambiante que la muerte no tiene necesidad de hacer preguntas. Prefiero el equilibrio, cuestión harto difícil pese a los reclamos y demás fantasmas de utilería. No se trata de contemplar el paisaje y luego plasmarlo ante los ojos de quienes abundan en inteligencia, acciones y desplantes. Por eso los retratos en el pasillo de mi pequeño espacio de sueños.

A veces aparece la soberbia. Trato de apartarla de un manotón. Mosca de la incertidumbre, intenta desviarme de lo que busco como país, el que llevo a todas partes sin necesidad de anunciarlo.

2.-

Un día, que fueron muchos, abandoné la casa y me dejé tullir por lo que tenía ante los ojos. Asomo esta biografía porque no sé hacer otra cosa que decir desde lo que he sido y soy: un personaje de poca taquilla, un personaje que se llena con lo que hacen los otros. Maquillado con la estirpe de los fantasmas que he logrado disipar, no me angustia el silencio, todo lo contrario, comparto con él lo que no me da, pero sí lo que me aporta como despropósito a la mirada de los demás. Ese día —que fueron muchos— perdí la brújula, la inocencia, la locura fue un sendero seguro, hasta dar con mis huesos en la Puerta de Alcalá, en una pequeña celda de Carabanchel, donde estuvieron los asesinados, los martirizados del fascismo español, los comidos de los gusanos de los camisas grises, herencia de la Italia de Mussolini, los que cantaban “Cara al sol” y se orinaban en la cara de Goya. Ese país lo llevo bajo las costillas, resonando como un tambor. Pero antes, mientras la democracia se aturdía en aquella década que comenzaba, fueron ratos de miseria en los ojos y en la boca. El crimen casi me alcanza en la herida redonda de un policía. El odio formaba parte de aquella dilatada adolescencia: nadie podía escapar de ese país que aún se siente en el protagonismo del poder. ¿Cuántos sueños quedaron en la costa africana mientras me veía en los ojos de un niño marroquí, siendo yo casi niño, y la muerte se anunciaba en la sífilis de una hermosa prostituta caída en la arena del Mediterráneo?

Entonces tenía un país invisible.

3.-

Ahora, cuando ya se han agotado tantas cosas, aparece un país angustioso, derivado de muchísimas desviaciones de otros días dejados atrás. Se habla de una herencia, de los desaguisados cometidos por un poder donde las ganancias iban a un solo lado. Como hoy, como siempre.

Cosa cierta. Un país que se debate entre el ruido y la búsqueda de la utopía que Thomas Moro no supo ubicar. Porque las utopías, por eso son utopías, son irrealizables. A quién no le gustaría regresar al paraíso de Adán y Eva, pero con papel higiénico y música compacta. A quién no le gustaría retornar a aquella infancia donde éramos el centro del universo.

El hombre es la medida de su hombría, de la justicia que aprendió en la casa. El hombre es la medida de su inteligencia, la que encontró en cada asombro. Allí radica el equilibrio. La tolerancia —qué esfuerzo para lograrla, toda vez que es un sacrificio— podría ser el equilibrio. Tolerar es aguantar, soportar. Debería cambiar el maquillaje.

Quien no lo logre tendrá que batirse con los fantasmas del pasado y con los monstruos que la historia re-crea para su beneplácito.

Y todo porque la poesía tocó a la puerta y se le dio entrada. Las monsergas, el enredo de los discursos traen más confusión. Esta Babel nos es propia desde que somos nación. Pero se impone, desde el espíritu, no desde la calle, un lugar para reflexionar, pensar lo que somos y lo que no somos. Pensar en lo que nos han convertido. Porque aún no hemos logrado disipar la soberbia y la prepotencia. Si no hemos asimilado los dictados del tiempo, mucho menos podremos aprender del equilibrio. Allá abajo, donde los espectadores esperan la caída, hay alguien que corre por una malla de circo.

No es fácil el país que soñamos. Pero casi imposible el que tratamos de arrancarnos con cuchillos, el que se abate en el barro de nuestro odio, de los amores que reclaman la hora y se pierde en su propio ahogo.

Así, ni el equilibrio ni los sueños. Sólo pesadillas.

La penicilina o el declive ideológico

Alberto Hernández

Crónicas del Olvido

Todavía suena en los oídos de un país casi olvidado la palabra “combiótico”. Tan rara hoy, comenzamos a alejarnos del antibiótico para montarnos en el caballo de los medicamentos alternativos, cambios que recuerdan los más de 80 años de la maravillosa penicilina, tan útil en el cuerpo vivo como en el cuerpo entumecido de la política, en desuso en algunos caudillos que suelen vestirse de militares para retornar a los tiempos de las compresas.

Cuando un grupo de jóvenes aguerridos, usuarios de las boinas negras, se enfrentaba a la dictadura de Juan Vicente Gómez, un sabio llamado Alexander Fleming inventaba en la fría Londres una medicina para derrotar las bacterias causantes de infecciones, la penicilina.

Estamos ubicados en el 3 de septiembre de 1928, cuando aquella generación venezolana, aún vigente en algunos libros y consejos, dejó la vida en cárceles y montes por falta de una inyección o pastillita que contenía la fórmula mágica contra la muerte.

El olvidado “combiótico” cabalga aún en los lomos de un viejo caballo, el que muchos asimilaron y no quieren dejar ir. El caballo de Bolívar, el de Boves, el de Ledesma, el de Zamora, cualquiera de ellos es bueno para inventar revoluciones, toda vez que aún el espejo de las infecciones ideológicas refleja el atraso de algunas ideas que no han querido abordar el tren de la modernidad.

Un poco después, Alexander Fleming fue reconocido con el Premio Nobel mientras los jóvenes de aquella generación terrible eran llevados a la tumba desde las ergástulas de El Bagre. Guasina, El Obispo, el Castillo de Puerto Cabello, la Isla del Burro, de allí, de esos horrores, salieron a morirse o a alcanzar el poder muchos de los odiados por este presente agónico.

A más de ocho décadas de ese descubrimiento, seguimos necesitados de la penicilina para acabar con algunas bacterias que corrompen el organismo y hasta lo gangrenan.

Lucrativo ha sido el mundo de la ciencia, también la estructuración de herramientas ideológicas que, en nombre de la justicia, hace ver milagros a los más ingenuos, mientras los engreídos quieren desconocer la dialéctica del reloj y hasta regresan al viejo caballo de la Federación vestidos de cachacos o de camuflaje moderno, con boina roja incorporada.

¿En qué caballo nos subiremos cuando hayamos salido de esta pista de carrera al revés?

¿Será posible que el Instituto Nacional de Hipódromos puede prestarnos algunos pura sangres para alcanzar la verdadera justicia y dejar a un lado las promesas, las profecías y los desórdenes mentales de quienes se creen enviados del Altísimo?

No creemos que sea necesario suministrarle penicilina a Dios, pero sí es dable inocularle a las ideologías un poquito de naturaleza moderna para evitar que el dogmatismo acabe con el resto de la humanidad. Por ejemplo, ¿hasta cuándo los árabes y judíos se matarán los unos a los otros mientras el mundo mira impávido lo que les acontece? ¿Hasta cuándo en nombre de Alá, Mahoma, Javé y Cristo el mundo es menos mundo?

Sin ambages, más allá de la penicilina y de los restos mortales de creencias traídas por los pelos, nos queda revelar un país que tiene en sus manos un instrumento constitucional para salir de este atolladero, aunque los afectos al poder digan lo contrario a la realización de un referéndum, éste podría favorecerlos a ellos en el sentido de que les quedaría la posibilidad de hacerle oposición al gobierno que se aproxima. El mundo no se va a acabar si la imagen de Chávez o la gordura de Maduro se quedan con su partido para aspirar al futuro. A menos que crean que el caballo de Zamora recibirá primero un balazo y quedará tendido en los campos de Cojedes, pero si piensa así que cargue su botiquín de penicilina para que la infección no le corrompa las ideas de justicia social, tan necesarias así como innecesarios los métodos que ellos aplican para invocarla. Por ahí no va la cosa.

Precisemos el momento, hace años nació la cura contra las infecciones. Hace muchas décadas un hombre deshizo una manera de filosofar y pensar el mundo. Pero también ha sucedido que todo el tiempo que distamos de él ha sido para crear nuevas propuestas, alejadas de fanatismos y deslices que terminan en dictaduras, corrupción y muerte. De seguir así, la penicilina no servirá para nada. Cuidado con las infecciones.

La comuna o “la patria primitiva"

Alberto Hernández

Crónicas del Olvido

1.-

La Comuna fue un sueño que duró dos meses, tan afincando en la utopía que se hizo pesadilla, porque los paraísos no existen. Y mucho menos las profecías que anuncian la máxima felicidad. París fue una fiesta de época en la imaginación de Hemingway en la plena libertad de su bohemia. Era la capital de la alegría, pero fue siglos después de aquella locura que para muchos fue iluminación, entre ellos el poeta Rimbaud, quien la vivió y la sufrió, decepcionado: fue el desastre, tanto que quedó fijada en la memoria de algunos ilusos que la convirtieron en fascinación ideológica.

La Comuna de París, aquel título que Marx alivió con afán literario, fue un episodio en el que la Revolución Francesa entubó la tragedia un siglo después. La Comuna fue la trampa para dejar ver que la felicidad era posible. Que la libertad era un derecho inalienable. Que la equidad era la igualdad. Pero todo terminó en una gran francachela que devino en muerte.

“La patria primitiva”, el llamado preterismo anidado en la cultura de la izquierda, sumó la gran parte de esa romántica locura que hoy tiene sus seguidores en la ignorancia y el aventurerismo político. Vivir en comuna, como los hippies de los sesenta, sin bañarse, sin producir, consumiendo drogas, bailando sobre el disentimiento ajeno. Bueno, esa es otra cosa. Esa es la gran pendejada del festival de Woodstock, la añoranza. ¿Quién no?

Pero, más atrás en el tiempo, la Comuna, esa vuelta al tribalismo, con la diferencia de que ya la metrópolis no era un pedazo de tierra campesina, donde el trueque y la iluminación mágica provenían de la caza y de la pesca, de la revelación y hasta de la necrofagia.

La antigua patria, la nostalgia de lo dejado atrás, la obsesión por el pasado perdido, por la infancia subrayada en la necesidad de trabajar. Ese complejo le adjudicó a “científicos sociales”, filósofos y alucinados la idea de que era posible regresar al conuco, al intercambio de baratijas, a la pala, al machete, a la muerte del mercado, a la santidad social.

2.-

Para quienes aún sienten que el pasado es una necesidad vital en sus vidas, el futuro se resiente. Quien vive del y para el pasado no tiene porvenir. Quien estudia el pasado y lo interpreta sabe que el presente tendrá un futuro. Pero los comuneros eran inmediatistas, parlamentaristas, charlatanes, vividores, desertores, asaltantes nocturnos.

El fracaso de la Comuna de París estaba en su propio seno. Era inviable. Es inviable la que hoy propugnan porque la sociedad está obligada a ser diversa. Si se atiende al llamado de la igualdad por la igualdad, según la voz de Zamora, “Todos somos iguales”, termina en un precipicio. No todos somos iguales, porque ni siquiera ante la ley lo somos, y la mejor demostración la tenemos en el TSJ venezolano, en el Sebin, en las fuerzas opresoras de este país que se han convertido en la bestia que anula los avances democráticos de una sociedad que antes fue abierta, con sus defectos, pero democráticamente abierta.

Por eso la más clara muestra del fracaso de Maduro está en invocar una Constituyente Comunal. Un anacronismo que no tiene cabida en este tiempo y mucho menos en el que viene. Los asesores del Maduro, cubanos, españoles y venezolanos asalariados, experimentan con el tejido socio/económico y cultural de este país que podría explotar de un momento a otro.

3.-

El concepto de “patria primitiva” está en el modo de producción asiática tantas veces estudiado por Marx y sus panas. Eso también fracasó. Que lo digan los chinos, hoy seguidores de las tecnologías occidentales y propulsores de empresas esclavistas y explotadoras de su propio pueblo. Que lo diga Vietnam. Algunos países africanos que hasta hace poco vivían en la edad de piedra.

La civilización occidental no es un amago. Es una realidad sustentada en la democracia. Somos herederos de la política y por tanto debemos enfrentar la locura del totalitarismo, porque la comuna, esa vertiente engañosa, un disfraz manejado por el poder absoluto, es una manera de esclavizar y mantener al margen de sus derechos a los pueblos.

La patria primitiva es la patria forajida.

La comuna de París es una imagen romántica, boba, deleznable, tan de poca “videncia” que los poetas de la época se dedicaron luego a sus asuntos –menos peligrosos- y otros se retiraron de la palabra literaria para embarcarse en el mercadeo de baratijas, esclavos y droga.

Comunista o anarquista, por el pujo de Marx y Bakunin, esos 60 días de “gloria” sólo fueron un sueño que terminó con 10 mil muertos en las calles de París. La ciudad quedó casi destruida y la ilusión convertida en una cloaca, la misma que hoy un demente nos quiere imponer.

Ciudadanía vs ciudad

Alberto Hernández

Crónicas del Olvido

I

¿Ciudadanos sin ciudad? ¿Podría resolverse esa contradicción? ¿Estamos en capacidad de ser ciudadanos pese al caos propiciado por el propio ciudadano en grandes y pequeñas ciudades? ¿Vivimos en resistencia permanente contra un modelo que propicia el libertinaje? ¿Un sistema enemigo de la gente?

Todas esas preguntas podrían servir para organizar un evento comunitario en el que los propios vecinos sean los voceros de las respuestas. Es decir, que la gente hable desde sus propias responsabilidades, toda vez que ella es parte del problema y muchas veces el problema. Un vecino irresponsable es aquel que abusa de la gente que lo rodea, que pasa por encima de las mínimas razones de convivencia. A diario somos víctimas de una ingenuidad inducida, según la cual “tengo derechos” pero se violan los derechos del otro.

La “libertad”, por ejemplo, de poner a todo volumen un aparato de sonido desequilibra la paz vecinal, pone en entredicho la ejecución de un derecho que se convierte en la violación de ordenanzas que a la larga no se cumplen porque el primer desordenado es el ente municipal. Entre ellas, otra perla, haber fallado a favor del horario de las licorerías, que ya no lo son porque se han convertido en bares de acera donde se reúne la familia, equipada con música a libar en plena calle, con las consecuencias que eso trae, tanto a los festivos como a los usuarios peatonales. Generalmente se trata de gente muy “delicada” que se cree dueña de la calzada y arremete ante cualquier queja del que tiene la razón.

II

Otra de las secuelas de este libertinaje lo sufrimos a diario con los conductores. Una mayoría bastante significativa cree que conducir un vehículo le da derechos a estacionarse en cualquier sitio, sobre todo en los lugares prohibidos. Chóferes particulares, de autobuses y taxistas han convertido la ciudad en un verdadero caos frente a la misma policía que, por creerse invisible, deja que las faltas sucedan. La desaparición de Tránsito Terrestre ha convulsionado más estas polis convertidas en campos de batalla.

La ciudadanía, entonces, tiende a desaparecer en manos de estos funcionarios que desde sus despachos son incapaces de idear fórmulas para aliviar los males por ellos causados. Para quienes se dicen conserjes de la ciudad, la ciudadanía no existe. Sólo para pagar impuestos. Por eso, ya nuestras comunidades dejaron de ser organizadas para transformarse en cotos particulares, como sucede con los buhoneros, venezolanos que para el régimen son una cifra de empleo conquistado. Esta manera de ver las cosas convierte a la municipalidad en transgresora de sus propias leyes y ordenanzas. ¿Cómo pretende, por ejemplo, la Alcaldía cobrarle impuestos a comercios tapiados por los informales que no los pagan, pero que muchas veces ganan más que los negocios sujetos de reglas impositivas? Nuestras ciudades dejaron de serlo, hoy son enclaves de resistencia que contribuyen con el incremento de la ilegalidad, la violencia y la corrupción.

III

Ciudades sin ciudadanos. Un tejido social sin control. Mientras tanto, los gobernantes viven felices porque no los fastidia la obligación. Dejan hacer, dejan pasar las cosas. La destrucción de la ciudadanía tiene origen en los mensajes que emergen del poder central. De esta manera, con toda mala intención, se suscitan comportamientos enfermos, como el que a diario vemos en motorizados, peatones y comerciantes. Igualmente, en urbanizaciones donde la disparidad de conductas, provocadas por desniveles sociales y culturales, dan al traste con la tranquilidad y la armonía vecinales. Y ahora mucho más con la división que ha creado el discurso excluyente de Miraflores.

Reparar este problema costará mucho. Hacerle entender a la gente que se debe protestar ante el estado municipal porque no recoge la basura, debe ser el norte de todos. Exigir fluidez en la circulación vehicular no escapa de estos derechos. Pero hace falta que las mismas víctimas dejen de ser más tarde agresores. Para el estamento oficial, la indigencia forma parte de la basura.

¿En qué momento se comienza a ser ciudadano? En el mismo instante en que la gente tiene conciencia de grupo, conciencia de comunidad. De lo contrario, de no entenderse que cada día se vive peor en las ciudades, éstas desaparecerán en medio de epidemias, confrontaciones y limitaciones que forman parte, al parecer, de una política para sacarle provecho al caos. ¿Quién se beneficia con este desastre? Para el poder, silencio pero para los incrédulos, nadie. “Por ahora” nadie, según reza el estigma. No estamos muy lejos de saber quién gobernará sobre la inmundicia.

La venganza

Alberto Hernández

Hay gente que vive para vengarse de algo. Es más, de ella misma, como si el universo girara en torno de sus debilidades. Hay gente que se mira en el espejo y se busca la bilis bajo el párpado, previa zanja de ojo, en un remedo de fascinación por el odio. Hay –sí que los hay- sujetos que pregonan la muerte del otro y se hacen los locos cuando ésta toca a su puerta. Los hay también quienes dicen no temerle al vacío y secuestran sin pudor la alegría de los que se dicen los más felices, aun cuando la utopía siga siendo un árbol infértil.

Tema recurrente, el Conde Montecristo rebosa las calles. El pasado, ese garfio que desangra el cuello del rencor, se pasea en los ojos y en los desmanes anónimos y nominados por una atmósfera de resentimientos. Los hay de todos los colores. Los hay de todas las estaturas y pesos.

La venganza fastidia, pero cómo hace daño, cómo enferma, cómo insatisface, porque a la larga el vengador termina vengado por él mismo. Los vengadores sueñan con espadas y manoplas. Puños cerrados y maldiciones son las herramientas más visibles. Suelen pavonearse en un permanente carnaval de máscaras inútiles, nomenclaturas de una farándula arribista, desencantada. La filosofía del vengador remite a sombras que se arrastran frente al poder.

II

Los vengadores se preparan a diario, como quien estudia para un examen. Elaboran esquemas, maquetas y programas para llevar adelante su propósito. Una indelicada receta para acabar con la tranquilidad del otro o de los otros. Los hay de muchos precios. Los que cuentan las monedas tras la puerta, los que fisgonean a través de las paredes y etiquetan con franquezas a veces creíbles. La venganza –velluda y soporífera- repta sobre el descuido de la víctima, aun cuando ésta intente prepararse para eludir el zarpazo.

La venganza hincha, sobre todo si el vengador no termina su trabajo. Muchas veces muere en el intento. Otras, logra su cometido, pero la muerte, la espiritual, se aposenta tan cerca que no lo deja en paz, así crea que el olvido o la desmesura de la indolencia fabrique justificaciones. La venganza es la hija bastarda de la retórica de la arrogancia. Todo poder, por más pequeño que sea, anima esta carga. Por supuesto, la hipocresía combina muy bien con ella.

Por estos tiempos ocurre la venganza. La practican los que se creen los iluminados de la historia. Esos, hincan el diente en la carne del enemigo. Los que se proclaman reveladores del futuro. Los que pellizcan la torpeza y hasta se creen parte de los objetivos de la divinidad. Para todos hay, el mercado es variado.

III

Sucede la venganza a la vuelta de la esquina. Pasa en un diálogo de sobremesa. Acontece durante un funeral. Por supuesto, el difunto, producto del deslave emocional del vengador. Se mece como un chiste a flor de boca. La baba gozosa del rencor confirma su fuerza sobre la vergüenza de quien recibe el golpe. Los vengadores son suicidas frustrados. Único plato que se come frío, como afirma la croniquilla de ocasión, la venganza le añade a la inteligencia la probidad que nunca se ha tenido. Un vengador es la síntesis del miedo. La cobardía se suma a esta definición.

Métodos sesudos dan cuenta de venganzas preparadas con mucho tiempo. Como quien elabora una máquina para contar estrellas. Nunca termina: los astros se multiplican en la medida de su descubrimiento. Dios es parte de ese infinito. En nombre de Él, el vengador configura el edificio de su esguince anímico.

Quien mata por venganza, sabe que la daga o el disparo también lo alcanzarán a él. La vida del vengador pende de un hilo: habrá quien vengue el crimen. Eslabones de venganza sustituyen la paz. El maniqueísmo de una tal solvencia moral anida en quienes reciben los elogios de la promiscuidad social. En los asuntos públicos, como en la cotidianidad urbana o rural, la venganza se desnuda, brilla en los ojos del demente, del psicoanalizado, del engendro clínico.

Como el cinismo es producto de la inteligencia más aguda, el vengador termina esquizofrénico: su talento se limita –Diógenes a la vista- a buscar bajo la luz del sol una verdad que ningún hombre puede sostener.

24 de abril de 2018